domingo, 1 de mayo de 2011

Melo: acción de gracias por la Beatificación de Juan Pablo II

Junto a Mons. Heriberto concelebraron el P. Freddy y el P. Paco SDB
El P. Jairo expresó sus agradecimientos.
Los niños del Colegio Dámaso Antonio Larrañaga animaron con su canto.

Homilía de Mons. Heriberto

Queridas hermanas, queridos hermanos:

¡Cuántos acontecimientos confluyen en este día! El Uruguay y muchos países del mundo recuerdan hoy el Día de los trabajadores. En relación con ello, la Iglesia celebra la fiesta de San José Obrero, y esta mañana, aquí en Melo, la parroquia a él dedicada vivió su fiesta patronal.
La coincidencia de este primero de mayo con el segundo domingo de Pascua nos pone frente a otra fiesta litúrgica: es el domingo de la Divina Misericordia, establecido por el Papa Juan Pablo II. La oración con la que se abre la Misa nos lo hace presente, invocando al Padre como “Dios de eterna misericordia”.
Este día, tan cargado, pues, de significados, es el día que la Iglesia ha elegido para celebrar la Beatificación de Karol Wojtiła, el querido Papa Juan Pablo II.

¿Qué significa una beatificación?

En primer lugar, cuando la Iglesia celebra una Beatificación o, luego, una Canonización, lo que hace es reconocer la santidad de vida de una persona. La Iglesia declara Beato a Juan Pablo II porque está convencida de su santidad de vida y tiene la certeza de que está junto a Dios.
Beato significa feliz, bienaventurado: es la palabra que está en las Bienaventuranzas que pronuncia Jesús. En el evangelio de Mateo Jesús proclama bienaventurados, felices, o sea beatos, a los pobres de espíritu; los mansos; los que lloran; los que tienen hambre y sed de justicia; los misericordiosos; los limpios de corazón; los que trabajan por la paz; los perseguidos por causa de la justicia… Todos ellos lo son porque han seguido fielmente a Jesús como discípulos, han perseverado con Él en sus pruebas, y por eso “de ellos es el Reino de los Cielos” (cf. Mateo 5,3-10).
Así, cuando la Iglesia dice Beato Juan Pablo II, está afirmando con certeza que él ha entrado definitivamente en el Reino de Dios, que él ya está, para siempre, en la presencia de Dios.

En segundo lugar, algo que tal vez pueda sorprendernos…
Pensando en la vida de Juan Pablo II, uno no puede menos que quedar admirado de sus obras: la entrega generosa de 26 años, 5 meses y 17 días de pontificado vividos hasta el final, hasta el último aliento. El ardor misionero desplegado en 250 viajes apostólicos en los que visitó 129 países. Un frondoso magisterio en el que relucen 14 encíclicas y 15 exhortaciones apostólicas. Una profunda convicción en la vocación a la santidad de todo el Pueblo de Dios que lo llevó a impulsar las beatificaciones, de las que celebró 1340 y las canonizaciones, que fueron 483 en su pontificado. ¡Y cuántas cosas más podríamos decir!
Recordemos también su relación con Uruguay. Sus dos visitas, en 1987, en su 33º viaje ¿traído por la Virgen de los Treinta y Tres? y en 1988, cuando llegó hasta nuestra Diócesis, y estuvo aquí mismo, en esta catedral, orando de rodillas junto con Mons. Cáceres.
Pero hay más aún en esta relación con Uruguay: el 10 de octubre de 1993, al proclamar beata a una religiosa nacida en Italia, sorprendió a muchos diciendo: “Yo te saludo, primera beata del Uruguay”. La nueva beata era la Madre Francisca Rubatto, fundadora de las Hermanas Capuchinas, que vivió sus últimos años en Montevideo, donde murió el 6 de agosto de 1904 y donde tiene su santuario.
Pero este no fue su último regalo: el 11 de marzo de 2001, dos laicas uruguayas, Dolores y Consuelo Aguiar-Mella Díaz, mártires en la Guerra Civil española, fueron beatificadas también por Juan Pablo II. Sus restos son venerados en la catedral de Montevideo.
Viendo tantas obras, de las que apenas he dado unos números y unos pocos ejemplos, puede sorprendernos, como les decía, lo siguiente: al declarar a alguien beato o santo, lo que la Iglesia reconoce,  más que lo que la persona ha hecho, es lo que Dios ha hecho en esa persona.
Eso lo tenían claro nuestros abuelos, los que nos daban la bendición poniéndonos la mano sobre la cabeza y diciendo: “Que Dios lo haga un santo, m'hijo”. Tenían razón. Sólo Dios es santo, sólo Dios santifica. Sólo Dios nos hace santos, y nos llama a todos a la santidad. Nuestra santificación es su obra. Nuestro trabajo, nuestro esfuerzo, es dejar a Dios actuar. Es dejar que su Gracia, que su Amor atraviese nuestra vida. Un santo es como un vitral, que deja pasar la luz. Si miramos un vitral sin que la luz lo atraviese, no tiene gracia. Los colores son opacos, sin vida. Cuando la luz lo atraviesa, resplandece. Todas las cualidades humanas de una persona, que son igualmente don de Dios, resplandecen cuando la luz de la Gracia las atraviesa y llegan así a tocar la vida de los demás. Todos estamos llamados a la santidad, y la santidad está al alcance de todos, porque es Dios el que la hace posible, si lo dejamos actuar… pero ¡cuántas resistencias tenemos que vencer!

Ahora bien, ¿Cómo llega la Iglesia a esa certeza, cómo puede la Iglesia estar segura de que alguien está ya junto a Dios?

Esa certeza llega a través de un proceso estricto, que tiene varias etapas:

Primero, la presentación del candidato, que tiene que ser una persona que haya fallecido en “fama de santidad”. Se escribe su biografía, se ubican testigos, se recopilan sus escritos, inclusive aquellos de carácter personal como sus cartas, su diario. Cuando la causa ha quedado presentada y aceptada, la persona recibe el título de Siervo de Dios. Para Juan Pablo II, esto sucedió el 18 de mayo de 2005, por edicto del Cardenal Ruini, Vicario General de la Diócesis de Roma.

Segundo, a partir de allí se investiga la vida de la persona para ver si vivió las virtudes cristianas en forma heroica. Se examinan todos sus escritos para ver si no hay nada contrario a la fe o las buenas costumbres y, sobre todo, se recogen declaraciones de testigos que puedan hablar no sólo de su conducta pública, visible, sino también de cómo era en su vida cotidiana. ¿Qué quiere decir heroicidad de virtudes? Quiere decir vivir la fe, la esperanza, y sobre todo la caridad, el amor, de un modo que se destaca notablemente.
Para comprobar eso, en el proceso de beatificación de Juan Pablo II se escuchó a 122 testigos, de entre las personas que mejor lo conocieron y lo trataron más. 35 cardenales, 20 obispos, 36 laicos y laicas, 19 sacerdotes, 6 religiosos, 3 cristianos no católicos y un judío.

Para muestra, dos testimonios.

Su secretario, el padre Stanislaw Dziwisz, explica cómo la fe llevaba a Juan Pablo II a un gran optimismo y abandono en Dios:
Veía todo en modo positivo, no era pesimista, creía que Dios lo gobierna todo, confiaba en la acción del Espíritu Santo en el mundo y abandonaba todo en las manos de la Madre Santísima. Esta era su fuerza. Nunca se abatía ni se dejaba condicionar por las contrariedades. Ante las noticias adversas que le llegaban reaccionaba con la oración, poniendo todo en las manos de Cristo (Summarium, II, p. 808)
Una amiga suya de Polonia y que continuó la amistad en Roma, Luzmila Gryegel, explica:
Ejercitó la virtud de la esperanza en grado heroico durante toda su vida. Se le notaba especialmente en los momentos difíciles y durante los acontecimientos trágicos, sea en su historia personal, sea en la historia de Polonia, y después en el mundo entero. Nunca perdía la serenidad y la tranquilidad. Tenía una enorme confianza en la intervención de la Divina Misericordia en la historia del mundo y de la Iglesia y sabía transmitirla tanto a cada persona como a la multitud de los fieles (Summarium, II, p. 847).
Con estos, y muchos otros testimonios, el 19 de diciembre de 2009, el Papa Benedicto XVI declaró a Juan Pablo II Venerable.

¿Qué faltaba entonces para su beatificación? La comprobación de un milagro sucedido por su intercesión.

Quienes están junto a Dios interceden por nosotros. Toda Gracia viene de Dios: la conversión, el consuelo, la curación, el milagro, todo es obra de Dios. Todo se lo podemos pedir a Él directamente; pero la Iglesia, desde los primeros tiempos, tiempo de los mártires, confió también su oración a los intercesores: a la Santísima Virgen María, a los mártires, a los santos. ¿Qué le decimos a la Virgen? “Ruega por nosotros, pecadores…” Le pedimos que interceda por nosotros. Lo mismo le pedimos a los santos.

La Hermana Marie Simon-Pierre, una religiosa francesa, tenía 40 años en 2001, cuando se le diagnosticó el mal de Parkinson. Ella era enfermera y su servicio a los enfermos se le hizo cada vez más difícil. Su Parkinson era doloroso, afectaba el lado izquierdo de su cuerpo… y ella era zurda. Ella cuenta que le costaba mirar a Juan Pablo II en la televisión, verlo enfermo, con el mismo mal que ella sufría e imaginar que algún día ella quedaría también en ese estado.
Después de la muerte del Papa, su comunidad y su congregación empezaron a pedir para ella la curación por la intercesión de Juan Pablo II. La noche del 2 de junio de 2005 ella se sentía especialmente mal. Su enfermedad se había agravado. Al irse a descansar, su superiora la animó a seguir confiándose a la intercesión de Juan Pablo. Esa noche durmió bien. A la mañana siguiente se levantó curada. Su neurólogo constató que habían desaparecido todos los síntomas. El hecho fue investigado por otros médicos y se verificó que no había explicación natural. Es así que en enero de este año el Papa Benedicto XVI autorizó la Beatificación de Juan Pablo II y se fijó la fecha de hoy.

Y a partir de hoy, continúa el proceso para su canonización. Un nuevo milagro, que pueda ser comprobado de aquí en adelante es lo único que se necesita para que un día, Dios mediante, podamos decir “San Juan Pablo II”.

El Evangelio de hoy también nos ha presentado una bienaventuranza, y una dirigida especialmente a todos nosotros: “¡Felices los que creen sin haber visto!” (Jn 20, 29).

Es que, como decía antes, todos estamos llamados a la santidad, y la santidad es posible. Está al alcance de todos. Hace poco lo recordaba el Papa Benedicto:
¿cómo podemos recorrer el camino de la santidad, responder a esta llamada? ¿Puedo hacerlo con mis fuerzas? La respuesta es clara: una vida santa no es fruto principalmente de nuestro esfuerzo, de nuestras acciones, porque es Dios, el tres veces santo (cf. Is 6, 3), quien nos hace santos; es la acción del Espíritu Santo la que nos anima desde nuestro interior; es la vida misma de Cristo resucitado la que se nos comunica y la que nos transforma. (Audiencia General, 13 de abril de 2011).
La oración, la meditación de la Palabra de Dios, la participación en la Misa dominical, el sacramento de la Reconciliación, son todos medios a través de los cuales nos llega la vida de Cristo Resucitado, la fuerza que transforma nuestra vida.

Junto con eso, el “secreto” de Juan Pablo II: su confianza en María. Su lema era Totus Tuus, Todo Tuyo, tomado de la oración de san Luis María Grignion de Monfort. Junto al Beato Juan Pablo II, hagamos nuestra esa oración, uniéndonos a él y a María, para más unirnos a Cristo (Tratado de la verdadera devoción a la Santísima Virgen, n. 266):
Todo tuyo soy
Todo lo mío es tuyo
Tú eres mi todo, oh María
Préstame tu corazón.
Amén

No hay comentarios: