lunes, 5 de diciembre de 2011

La dicha de la Inmaculada: ver a Dios


Llena de gracia es el nombre que María tiene a los ojos de Dios

MADRID, domingo 4 diciembre 2011 (ZENIT.org).- Blas Rivera Balboa, profesor de la Universidad de Jaén, de su Seminario mayor diocesano, y agregado a la Facultad de Teología de la Cartuja de Granada, propone una lectura actual de la Inmaculada Concepción de María, advocación con la que España la honra como patrona. Publicado en la revista Ephemerides Mariologicae, en Madrid, ofrecemos aquí un extracto de los pasajes más significativos del artículo aparecido en el vol. 61 (2011) 211-224, titulado:"Esos tus ojos misericordiosos". La mirada de María.
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Blas Rivera Balboa

María y Dios: un cruce de miradas en la historia de la salvación (1)

Este cruce de miradas se expresa en las palabras del Magníficat: «porque ha mirado la pequeñez de su sierva..., ha hecho en mí cosas grandes aquel que es Poderoso» (Lc 1,48-49). Dios se convierte así en mirada creadora y misericordiosa.

Es creadora porque la transforma y engrandece, de tal forma que «de ahora en adelante me felicitarán todas las generaciones» (Lc 1,48). La creación se ha convertido de esa manera en cruce de miradas. Ha fijado Dios sus ojos en María, poniendo en ella su fuerza y su ternura. María se descubre así mirada, transformada, enriquecida y liberada por la gracia de unos ojos que la contemplan con amor: María descubre su valor porque la miran y gozosamente exclama: «se alegra mi espíritu en Dios mi salvador» (Lc 1,47).

Esta mirada de Dios desvela su grandeza creadora: ha creado a los hombres para poder mirarles y complacerse en ellos. Dios ha fijado sus ojos en María, el Creador se contempla en ella. Habiendo Dios creado al hombre a su semejanza, le llama por su gracia a salir de la desemejanza del pecado, para encontrar su camino que desemboca en la visión divina. Es el pecado de origen, momento en el que la criatura da la espalda al rostro del Creador, lo que impide al hombre contemplarlo. En efecto, con la caída el hombre perdió su semejanza con Dios (Gn 1, 26), su lugar original. Pues bien, María ya no tiene que esconderse en el jardín, como los hombres han hecho descubriendo la vergüenza de su desnudez pecadora, desde Adán y Eva (cf. Gn 3, 7-11).María mantiene la mirada, y manteniéndola, en un gesto de amor y transparencia, responde ante el misterio de Dios diciendo en plena libertad: «He aquí la sierva del Señor» (Lc 1,38). Por eso, María ha respondido, sosteniendo la mirada: «ha hecho en mí cosas grandes aquel que es poderoso» (Lc 1,49).

María se descubre así mirada por la gracia de unos ojos que la contemplan con misericordia. La propia bula Ineffabilis Deus recoge estas mismas ideas desde su inicio, recordando que María es el inicio de la «primitiva obra de la misericordia» de Dios (n. l). Reconoce lo mucho grande que Dios hace en ella. María descubre su valor porque la miran y gozosamente exclama: «se alegra mi espíritu en Dios mi salvador» (Lc 1,47). De la misma manera que Dios se había manifestado en ella mirando su pequeñez, María descubre la mano de Dios en la historia. Hizo un canto de bendición a Dios, en el que reconoce que todo lo bueno viene de Dios.

De igual modo que Dios se había manifestado en ella mirando su pequeñez, María descubre la mano de Dios en la historia cuando los poderosos caen y los empobrecidos son levantados. María cree que Dios echa abajo a los grandes y poderosos, mientras que levanta a la gente sencilla, los humildes de la tierra; colma de bienes a los pobres, mientras que a los ricos los deja «con las manos vacías». Ella comprende que los planes de Dios son completamente al revés de los planes del mundo. María ve a Dios en estos actos y se alegra por ello. Al elegirla, Dios está prefiriendo a los pobres. María representa el clamor y la esperanza de los sencillos que ponen su corazón en el Señor. Por eso se sabe llena María, por eso se atreve a profetizar que todos los siglos la llamarán bienaventurada, porque ha sido mirada por Dios.
María se siente envuelta por la mirada de Dios, que pone sus ojos en los humildes y en los pobres (cf. Lc 1, 47-56). El Dios experimentado por la Virgen María no es un Dios indiferente al sufrimiento y humillación humana, no vuelve el rostro ante la injusticia y la violencia contra los indefensos, sino un Dios que «mira» la humillación y opresión de su pueblo.

Bienaventurados los limpios de corazón, porque verán a Dios


El Salmo 24 se formula la pregunta: «¿Quién subirá al monte del Señor?, ¿quién podrá estar en su recinto santo?» (Sal 24,3); o lo que es lo mismo: ¿quién puede estar en la presencia de Dios?, ¿qué condiciones hay que tener para poder gozar de la compañía del Señor?, ¿quién puede contemplar a Dios? Y el mismo Salmo responde: «El que tiene manos limpias y puro corazón» (Sal 24,4).

Pureza de corazón y visión de Dios son términos correlativos de la Bienaventuranza: «Bienaventurados los limpios de corazón porque verán a Dios» (Mt 5,8); pero el término «visión» no se refiere a una simple mirada pasiva de espectador, sino a la gracia de ser admitido a la presencia de Dios: «Porque Dios nos ha puesto en el mundo para conocerle, servirle y amarle, y así ir al cielo. La bienaventuranza nos hace participar de la naturaleza divina (2 Pe 1, 4) y de la Vida eterna (cf. Jn 17, 3). Con ella, el hombre entra en la gloria de Cristo (cf. Rm 8, 18) y en el gozo de la vida trinitaria» (2).

La Bienaventurada Virgen María, limpia de corazón, ve a Dios


La Virgen María es el espejo de las bienaventuranzas y del perfecto seguimiento de Jesús. La fidelidad plena a la palabra de Dios, en cada momento de su vida, es la causa de su bienaventuranza. No es bienaventurada simplemente por ser la madre del Mesías sino porque ha escuchado la palabra de Dios y la ha puesto en práctica (Lc.11, 28). Su vida entera es una floración de las bienaventuranzas. El evangelio nos habla de las bienaventuranzas (Mt. 5,3-12): dichosos los sufridos, los pobres, los mansos, los humildes; todas estas cualidades están presentes en María. Todas las generaciones la bendicen y la llaman bienaventurada.

La Virgen María ha sido la persona humana más limpia de corazón, a la que Dios ha hallado digna no sólo de admitirla en su presencia, sino de hacerla santuario de su presencia, Madre de su Hijo eterno, Jesucristo. En la Anunciación, el ángel Gabriel le dijo: «Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo» (Lc 1,28). Su pureza de corazón y su plenitud de gracia le permiten que el Señor la llene con su presencia personal: «No temas, María, porque has hallado gracia delante de Dios; vas a concebir en el seno y vas a dar a luz un Hijo, a quien pondrás por nombre Jesús» (Lc 1,30-31). María acoge en su propio seno al Hijo de Dios. La presencia divina, por obra del Espíritu Santo, la llena desde dentro: «El Espíritu Santo vendrá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra; por eso el que ha de nacer será santo y será llamado Hijo de Dios» (Lc 1,35). María lleva dentro de sí al Santo de los santos; no sólo puede estar en presencia de Dios, sino que lo contempla amorosamente dentro de sus entrañas maternales. La limpieza de corazón en María ha dado como fruto la maternidad divina y la maternidad eclesial: «La Virgen María al recibir la Palabra con corazón limpio, mereció concebirla en su seno virginal, y al dar a luz a su Hijo, preparó el nacimiento de la Iglesia» (3).

A Dios nadie lo ha visto jamás (Jn. 1,18): La invisibilidad de Dios (4)

La expresión ver a Dios cara a cara es frecuente en el Antiguo Testamento. Jacob dijo haber visto a Dios cara a cara cuando luchó con el ángel: Jacob llamó el nombre de aquel lugar Penuel, diciendo: «Porque vi a Dios cara a cara y salí con vida» (Gn. 32, 31). Moisés también dice que lo vio, cuando en otra ocasión Dios le había dicho: «No podrás ver mi rostro, porque el hombre no puede ver a Dios y vivir» (Ex. 33, 20). No es que mate la vista de Dios, sino que El vive en otra dimensión a la que hay que pasar por la muerte. El conocimiento natural de Dios en esta vida no es inmediato ni intuitivo, sino mediato y abstracto, pues lo alcanzamos por medio del conocimiento de las criaturas. Por tanto, esas visiones se referían a visiones a través de figuras y de imágenes, lo que San Pablo llama visión mediata, oscura y parcial. A ésta contrapone el Apóstol la que tendremos cuando venga el fin; a la que él llama visión cara a cara.

A causa de su transcendencia, Dios no puede ser visto tal cual es más que cuando Él mismo abre su Misterio a la contemplación inmediata del hombre y le da la capacidad para ello. Esta contemplación de Dios en su gloria celestial es llamada por la Iglesia “la visión beatífica” (5).
«Bienaventurados los limpios de corazón porque ellos verán a Dios. Ciertamente, según su grandeza y su inexpresable gloria, nadie verá a Dios y seguirá viviendo, porque el Padre es inasequible; pero su amor, su bondad hacia los hombres y su omnipotencia llegan hasta conceder a los que lo aman el privilegio de ver a Dios [...] porque lo que es imposible para los hombres es posible para Dios» (6).

La felicidad del cielo implica la unión con Dios por el amor, un amor mucho más intenso que en la tierra, ya que lo veremos cara a cara; allí sí que cumpliremos a la perfección el mandato del amor: con todo el corazón, con toda el alma, toda la mente (7). La caridad, el amor de Dios, como explica San Pablo, no decaerá nunca: allí los bienaventurados amarán a Dios, pero no creerán en Él, porque ya no necesitan la fe, sino que ven a Dios cara a cara; ni habrá esperanza, porque los bienaventurados poseerán a Dios, que es el objeto de la esperanza (8). De ahí que el misterio de la Asunción de la Santísima Virgen María al Cielo nos invite a reflexionar sobre nuestro fin último: la Vida Eterna, junto con la Santísima Trinidad, la Santísima Virgen María y los Ángeles y Santos del Cielo. El saber que María ya está en el Cielo gloriosa en cuerpo y alma, como se nos ha prometido a aquéllos que hagamos la Voluntad de Dios, nos renueva la esperanza en nuestra futura inmortalidad y felicidad perfecta para siempre.

La fe, comienzo de la vida eterna. María: «Dichosa la que ha creído»


La pureza de corazón es don de Dios. Por eso, la pureza de corazón es, ante todo, la pureza de la fe. Por eso, María es bienaventurada porque ha creído.

La fe nos hace gustar de antemano el gozo y la luz de la visión beatífica, fin de nuestro caminar aquí abajo. Entonces veremos a Dios «cara a cara» (1 Cor 13,12), «tal cual es» (1 Jn. 3,2). La fe es, pues, ya el comienzo de la vida eterna (9): «Mientras que ahora contemplamos las bendiciones de la fe como reflejadas en un espejo, es como si poseyésemos ya las cosas maravillosas de que nuestra fe nos asegura que gozaremos un día» (10).

El misterio de la Inmaculada Concepción no sólo hace alusión exclusiva a la obra de Dios en María, a la preservación de toda mancha de pecado original y personal, sino que es, además, la celebración de la fidelidad guardada por María a la gracia de Dios a lo largo de toda su vida. Nació a esta vida mortal siendo desde el primer instante inmaculada, hija de la luz y nació a la vida eterna habiendo conservado encendida su lámpara. María es ejemplo por sus virtudes personales, «la cual refulge como modelo de virtudes ante toda la comunidad de los elegidos» (11). La insistencia en la fe de la santísima Virgen tiene la finalidad de confirmar su condición de redimida, no fijada aún en la visión beatífica, sino partícipe todavía del “status viae”, en el que la existencia cristiana está caracterizada por la fe, junto con las otras virtudes teologales (12).

Del peregrinaje de la fe a la visión beatífica: María contempla el rostro de Dios cara a cara.


El Concilio Vaticano II asocia la santidad a la inmaculada: “Nada tiene de extraño que entre los santos padres prevaleciera la costumbre de llamar a la Madre de Dios totalmente santa e inmune de toda mancha de pecado, como plasmada y hecha una nueva creatura por el Espíritu Santo. Enriquecida desde el primer instante de su concepción con el resplandor de una santidad enteramente singular, la Virgen Nazarena, por orden de Dios, es saludada por el ángel de la Anunciación como “llena de gracia” (LG 56). A lo que el papa Juan Pablo II añade: «Preservada libre de toda mancha de pecado original (LG. 59), la hermosa Virgen de Nazaret no podía quedarse como las demás personas en estado de muerte hasta el fin de los tiempos. La ausencia del pecado original y la santidad, perfecta ya desde el primer momento de su vida, pedían para la Madre de Dios la completa glorificación de su alma y de su cuerpo» (13).

Solamente la esperanza de la transfiguración total en Dios, en un eterno cara a cara con él, es lo que enciende la chispa de la certeza. Esa esperanza, fundada en la fidelidad de Dios a su palabra, es por consiguiente motivo de aliento supremo. María es su “gran señal”, que asegura nuestra esperanza y confirma nuestro aliento. No sólo “es imagen y comienzo de la iglesia que habrá de tener su cumplimiento en la edad futura” (LG 68) sino que desde la gloria de los cielos en donde ha sido coronada como reina, “se cuida con caridad maternal de los hermanos de su Hijo” para que, superando las pruebas de la vida, puedan alcanzarla “en la patria bienaventurada” (LG 62) (14).

Ephemerides Mariologicae, revista científica de Mariología, ha cedido amablemente a ZENIT este extracto. El artículo completo se puede conseguir en Ephemerides Mariologicae.

Notas:

1. María ha entrado profundamente en la historia de la salvación y en cierta manera reúne en sí y refleja las exigencias más radicales de la fe (Cf. LG 65).
2. Catecismo de la Iglesia Católica, 1721.
3. Congregatio pro Cultu Divino, Collectio Missarum de Beata Maria Vergine. Editio typica, Librería Editrice Vaticana, 1987. Prefacio del formulario I, 25.
4. «No es posible ver a Dios con los ojos de la carne: pues lo que es incorpóreo no puede entrar con estos ojos. Esto lo testificó también el mismo Hijo unigénito de Dios al decir: “A Dios nadie lo ha visto jamás”» (Cirilo de Jerusalén, Catequesis bautismal 9, 1: PG 33 ,354).
5. Catecismo de la Iglesia Católica, 1028.
6. San Ireneo de Lyon, Adversus haereses, Libro 4, 20, 5.
7. cf. Mt 22,37.
8. 1 Cor. 13,13 y 1 Cor. 8,10
9. Catecismo de la Iglesia Católica, 163.
10. San Basilio Magno, Liber de Spiritu Sancto 15,36: PG 32, 132; cf. Santo Tomás de Aquino, S.Th., 2-2, q.4, a.1, c.
11. Lo declara expresamente la LG 65, donde expresa la visión de una Iglesia que, creciendo en las virtudes teologales y en la obediencia a la voluntad divina, se hace cada vez más semejante al sublime modelo de María.
12. “La bienaventurada Virgen María sigue “precediendo” al pueblo de Dios. Su excepcional peregrinación de la fe representa un punto de referencia constante para la Iglesia, para los individuos y las comunidades, para los pueblos y las naciones, y, en cierto modo, para toda la humanidad” (Juan Pablo II, Redemptoris Mater, 6).
13. Juan Pablo II, La Asunción de María en la tradición de la Iglesia. (Catequesis del Papa, 9 julio, 1997)
14. “Contemplando el misterio de la Asunción de la Virgen, es posible comprender el plan de la Providencia Divina con respecto a la humanidad: después de Cristo, Verbo encarnado, María es la primera criatura humana que realiza el ideal escatológico, anticipando la plenitud de la felicidad, prometida a los elegidos mediante la resurrección de los cuerpos” (Juan Pablo II, Audiencia General del 9 de julio de 1997).

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