miércoles, 31 de octubre de 2012

Catequesis de Benedicto XVI en el Año de la Fe (3) La fe nace en la Iglesia, conduce a ella y vive en ella


Queridos hermanos y hermanas:
Continuamos en nuestro camino de meditación sobre la fe católica. La semana pasada he mostrado cómo la fe es un don, porque es Dios quien toma la iniciativa y viene a nuestro encuentro; y así la fe es una respuesta con la que lo recibimos, como un fundamento estable de nuestra vida. Es un don que transforma nuestras vidas, porque nos hace entrar en la misma visión de Jesús, quien obra en nosotros y nos abre al amor hacia Dios y hacia los demás.
Hoy me gustaría dar un paso más en nuestra reflexión, partiendo de nuevo de algunas preguntas: ¿la fe tiene solo un carácter personal, individual? ¿Solo me interesa a mi como persona? ¿Vivo mi fe yo solo? Por supuesto, el acto de fe es un acto eminentemente personal, que tiene lugar en lo más profundo y que marca un cambio de dirección, una conversión personal: es mi vida que da un giro, una nueva orientación. En la liturgia del Bautismo, en el momento de las promesas, el celebrante pide manifiestar la fe católica y formula tres preguntas: ¿Crees en Dios Padre Todopoderoso? ¿Crees en Jesucristo su único Hijo? ¿Crees en el Espíritu Santo? En la antigüedad, estas preguntas eran dirigidas personalmente al que iba a ser bautizado, antes que se sumergiese tres veces en el agua. Y aún hoy, la respuesta es en singular: “Yo creo”.
Pero este creer no es el resultado de mi reflexión solitaria, no es el producto de mi pensamiento, sino que es el resultado de una relación, de un diálogo en el que hay un escuchar, un recibir, y un responder; es el comunicarse con Jesús, el que me hace salir de mi "yo", encerrado en mí mismo, para abrirme al amor de Dios Padre. Es como un renacimiento en el que me descubro unido no solo a Jesús, sino también a todos aquellos que han caminado y caminan por el mismo camino; y este nuevo nacimiento, que comienza con el Bautismo, continúa a lo largo del curso de la vida. No puedo construir mi fe personal en un diálogo privado con Jesús, porque la fe me ha sido dada por Dios a través de una comunidad de creyentes que es la Iglesia, y por lo tanto me inserta en la multitud de creyentes, en una comunidad que no solo es sociológica, sino que está enraizada en el amor eterno de Dios, que en Sí mismo es comunión del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, que es Amor trinitario. Nuestra fe es verdaderamente personal, solo si es a la vez comunitaria: puede ser “mi fe”, solo si vive y se mueve en el “nosotros” de la Iglesia, solo si es nuestra fe, nuestra fe común en la única Iglesia.
El domingo en la misa, rezando el “Credo”, nos expresamos en primera persona, pero confesamos comunitariamente la única fe de la Iglesia. Ese “creo” pronunciado individualmente, se une al de un inmenso coro en el tiempo y en el espacio, en el que todos contribuyen, por así decirlo, a una polifonía armoniosa de la fe. El Catecismo de la Iglesia Católica lo resume de forma clara:“"Creer" es un acto eclesial. La fe de la Iglesia precede, engendra, conduce y alimenta nuestra fe. La Iglesia es la Madre de todos los creyentes. "Nadie puede tener a Dios por Padre si no tiene a la Iglesia por Madre"[San Cipriano]” (n. 181). Por lo tanto, la fe nace en la Iglesia, conduce a ella y vive en ella. Esto es importante para recordarlo.
A principios de la aventura cristiana, cuando el Espíritu Santo desciende con poder sobre los discípulos, en el día de Pentecostés --como se relata en los Hechos de los Apóstoles (cf. 2,1-13)--, la Iglesia primitiva recibe la fuerza para llevar a cabo la misión que le ha confiado el Señor Resucitado: difundir por todos los rincones de la tierra el Evangelio, la buena noticia del Reino de Dios, y guiar así a cada hombre al encuentro con Él, a la fe que salva. Los Apóstoles superan todos los miedos en la proclamación de lo que habían oído, visto, experimentado en persona con Jesús. Por el poder del Espíritu Santo, comienzan a hablar en nuevas lenguas, anunciando abiertamente el misterio del que fueron testigos. En los Hechos de los Apóstoles, se nos relata el gran discurso que Pedro pronuncia en el día de Pentecostés. Comienza él con un pasaje del profeta Joel (3,1-5), refiriéndose a Jesús, y proclamando el núcleo central de la fe cristiana: Aquel que había sido acreditado ante ustedes por Dios con milagros y grandes señales, fue clavado y muerto en la cruz, pero Dios lo resucitó de entre los muertos, constituyéndolo Señor y Cristo.
Con él entramos en la salvación final anunciada por los profetas, y quien invoque su nombre será salvo (cf. Hch. 2,17-24). Al oír estas palabras de Pedro, muchos se sienten desafiados personalmente, interpelados, se arrepienten de sus pecados y se hacen bautizar recibiendo el don del Espíritu Santo (cf. Hch. 2, 37-41). Así comienza el camino de la Iglesia, comunidad que lleva este anuncio en el tiempo y en el espacio, comunidad que es el Pueblo de Dios basado sobre la nueva alianza gracias a la sangre de Cristo, y cuyos miembros no pertenecen a un determinado grupo social o étnico, sino que son hombres y mujeres provenientes de cada nación y cultura. Es un pueblo “católico”, que habla lenguas nuevas, universalmente abierto a acoger a todos, más allá de toda frontera, haciendo caer todas las barreras. Dice san Pablo: "Donde no hay griego y judío; circuncisión e incircuncisión; bárbaro, escita, esclavo, libre, sino que Cristo es todo y en todos" (Col. 3,11).
La Iglesia, por tanto, desde el principio, es el lugar de la fe, el lugar de transmisión de la fe, el lugar en el que, mediante el Bautismo, estamos inmersos en el Misterio Pascual de la Muerte y Resurrección de Cristo, que nos libera de la esclavitud del pecado, nos da la libertad de hijos y nos introduce a la comunión con el Dios Trino. Al mismo tiempo, estamos inmersos en comunión con los demás hermanos y hermanas en la fe, con todo el Cuerpo de Cristo, sacándonos fuera de nuestro aislamiento. El Concilio Vaticano II nos lo recuerda: “Fue voluntad de Dios el santificar y salvar a los hombres, no aisladamente, sin conexión alguna de unos con otros, sino constituyendo un pueblo, que le confesara en verdad y le sirviera santamente” (Const. Dogm. Lumen Gentium, 9).
Al recordar la liturgia del bautismo, nos damos cuenta de que, al concluir las promesas en las que expresamos la renuncia al mal y repetimos “creo” a las verdades de la fe, el celebrante dice: “Esta es nuestra fe, esta es la fe de la Iglesia que nos gloriamos de profesar en Cristo Jesús Nuestro Señor”. La fe es una virtud teologal, dada por Dios, pero transmitida por la Iglesia a lo largo de la historia. El mismo san Pablo, escribiendo a los Corintios, afirma haberles comunicado el Evangelio que a su vez él había recibido (cf. 1 Cor. 15,3).
Hay una cadena ininterrumpida de la vida de la Iglesia, de la proclamación de la Palabra de Dios, de la celebración de los sacramentos, que llega hasta nosotros y que llamamos Tradición. Esta nos da la seguridad de que lo que creemos es el mensaje original de Cristo, predicado por los Apóstoles. El núcleo del anuncio primordial es el acontecimiento de la Muerte y Resurrección del Señor, de donde brota toda la herencia de la fe. El Concilio dice: “La predicación apostólica, que está expuesta de un modo especial en los libros inspirados, debía conservarse hasta el fin de los tiempos por una sucesión continua” (Const. Dogm. Dei Verbum, 8).
Por lo tanto, si la Biblia contiene la Palabra de Dios, la Tradición de la Iglesia la conserva y la transmite fielmente, para que las personas de todos los tiempos puedan acceder a sus inmensos recursos y enriquecerse con sus tesoros de gracia. Por eso la Iglesia, “en su doctrina, en su vida y en su culto transmite a todas las generaciones todo lo que ella es, todo lo que ella cree” (ibid.).
Por último, quiero destacar que es en la comunidad eclesial donde la fe personal crece y madura. Es interesante notar cómo en el Nuevo Testamento, la palabra “santos” se refiere a los cristianos como un todo, y por cierto no todos tenían las cualidades para ser declarados santos por la Iglesia. ¿Qué se quería indicar, pues, con este término? El hecho es que los que tenían y habían vivido la fe en Cristo resucitado, fueron llamados a convertirse en un punto de referencia para todos los demás, poniéndolos así en contacto con la Persona y con el Mensaje de Jesús, que revela el rostro del Dios vivo.
Y esto también vale para nosotros: un cristiano que se deja guiar y formar poco a poco por la fe de la Iglesia, a pesar de sus debilidades, sus limitaciones y sus dificultades, se vuelve como una ventana abierta a la luz del Dios vivo, que recibe esta luz y la transmite al mundo. El beato Juan Pablo II en la encíclica Redemptoris Missio afirmó que “la misión renueva la Iglesia, refuerza la fe y la identidad cristiana, da nuevo entusiasmo y nuevas motivaciones. ¡La fe se fortalece dándola!” (n. 2).
La tendencia, hoy generalizada, a relegar la fe al ámbito privado, contradice por tanto su propia naturaleza. Tenemos necesidad de la Iglesia para confirmar nuestra fe y para experimentar los dones de Dios: su Palabra, los sacramentos, el sostenimiento de la gracia y el testimonio del amor. Así, nuestro “yo” en el “nosotros” de la Iglesia, podrá percibirse, al mismo tiempo, como destinatario y protagonista de un acontecimiento que lo sobrepasa: la experiencia de la comunión con Dios, que establece la comunión entre las personas. En un mundo donde el individualismo parece regular las relaciones entre las personas, haciéndolas más frágiles, la fe nos llama a ser Pueblo de Dios, a ser Iglesia, portadores del amor y de la comunión de Dios para toda la humanidad (Cf. Const. Dogm. Gaudium et Spes, 1).

viernes, 26 de octubre de 2012

Mons.Roberto entre los "sobrevivientes" del Concilio Vaticano II


Mons. Roberto, el tercero desde la izquierda. Todos los Obispos estuvieron en al menos una de las cuatro sesiones del Concilio Ecuménico Vaticano II, 1962-1965.

jueves, 25 de octubre de 2012

Inaguración de refacción interior en la Catedral de Melo


Fotos en facebook

Homilía del Obispo

Aunque esto se suele dejar para el final, quiero empezar por agradecer.
Un viejo párroco de Paysandú, a quien tuve el privilegio de acompañar en el último tramo de su vida y luego ser su sucesor, solía decir: “Dios ayuda a los que rezan… y trabajan”.
Creo que todos los que estamos aquí nos hemos unido, en muchos momentos y de distintas formas en la oración para que esta obra pudiera realizarse. Recuerdo las ánforas colocadas a la entrada del templo, que se fueron llenando de la ofrenda de oración silenciosa de muchos fieles de esta comunidad. Esa oración ha tenido respuesta.
Es que “Si el Señor no construye la casa, en vano trabajan los albañiles”, como dice el salmista (salmo 126). Por lo tanto, en primer lugar, estamos dando  gracias al Señor. Estamos reconociendo que ésta es, ante todo, su obra. Ésa es la intención principal que ponemos en esta Eucaristía, esta acción de gracias al Padre, por Cristo, con Él y en Él.
Pero hay que recordar, por lo menos hasta dónde yo lo sé, cómo empezó todo esto… fue el P. Lucas quien, advirtiendo la fisura existente en la cúpula y la necesidad de volver a dar un aspecto digno a la catedral, de acuerdo con el equipo económico comenzó a guardar el ingreso que la parroquia recibía por el alquiler de los salones para constituir un fondo destinado a la refacción del templo. Luego elaboró dos pedidos de ayuda que fueron presentados personalmente por el Ecónomo Diocesano y por el Obispo a dos instituciones de la Iglesia en Alemania: Adveniat y el Arzobispado de Colonia; ayudas que fueron concedidas.
Al asumir la parroquia, el P. Jairo se puso al hombro el proyecto. Con el apoyo de la comunidad, buscando también otras ayudas en el exterior, ha logrado lo que ahora estamos disfrutando. Ha sido también importante la relación establecida con el arquitecto Diego Neri, del estudio Neri-Collet, especialista en restauración de edificios pero también hombre de fe y de Iglesia, que entiende en profundidad de qué se trata esta obra.
Son muchos, entonces, los agradecimientos que corresponden y que hacemos de corazón, deseando que el Señor bendiga ricamente a todos y cada uno de los que han hecho posible estos trabajos.

Ahora, hagamos nuestra meditación sobre el significado del templo. En el Antiguo Testamento había un único templo, el gran templo de Jerusalén. Un único lugar para una presencia especial, privilegiada, del Dios único. En la época de Herodes, el templo tenía diferentes niveles de acceso. Cualquier persona, incluso un no creyente podía llegar hasta el llamado “patio de los gentiles”, un lugar abierto a quienes estaban en búsqueda pero aún no habían dado el paso de la fe que podía llevarlos más lejos.
Más adentro estaba el “patio de las mujeres”. Hasta allí podían llegar las israelitas. Luego seguía el “patio de Israel”, hasta donde llegaban los varones israelitas laicos y finalmente el “patio de los sacerdotes”, donde sólo podían entrar éstos. Pero todavía quedaba un último lugar, al que sólo podía entrar el Sumo Sacerdote, una vez al año. Un recinto cerrado, conocido como el “Santo de los Santos”, el “Santísimo”. Allí se guardaba el arca de la Alianza, pero, fundamentalmente era un espacio “vacío” o, visto de otra manera, un lugar lleno de la presencia del Dios invisible.
El templo era un motivo de orgullo para los israelitas. San Lucas nos refiere la admiración de muchos por las hermosas piedras y los dones (21,5), junto con el anuncio de Jesús que de todo eso no quedaría “piedra sobre piedra”.
Pero Jesús dice también “destruyan este templo y en tres días lo levantaré” y el evangelista Juan nos aclara que “él hablaba del templo de su cuerpo” (2,19-21).
Es que Jesucristo, por su muerte y su resurrección, se convirtió en el verdadero y perfecto templo de la nueva Alianza.
En efecto, “él es imagen del Dios invisible” (Colosenses 1,15). Aquella presencia de Dios representada en el espacio “vacío” del “Santo de los Santos” ya no tiene sentido. Ahora el mundo está lleno por la presencia de Jesucristo resucitado.
Por su muerte y resurrección, Cristo reunió al pueblo adquirido por Dios, el pueblo santo. Y esto es la Iglesia, la comunidad de los discípulos misioneros de Jesucristo: todos nosotros formamos parte del templo espiritual de Dios, edificado con piedras vivas, como dice el apóstol Pedro (1 Pedro 2,5).
Por eso, desde muy antiguo se llamó también “Iglesia” al edificio en el cual la comunidad cristiana se reúne para escuchar la Palabra de Dios, para orar unida, para recibir los Sacramentos y celebrar la Eucaristía.
Son muchos los templos en nuestra diócesis: 16 templos parroquiales y cerca de 80 capillas. Pero el lugar en que estamos no es un templo más. Es la Iglesia Catedral. No sólo es un monumento histórico, apreciado como tal por los melenses: es un signo de la Iglesia diocesana, el lugar donde cada miembro del Pueblo de Dios que peregrina en Cerro Largo y Treinta y Tres, desde Charqueada hasta Fraile Muerto, desde Aceguá hasta Cerro Chato, tiene su casa. Tiene que sentirlo y quererlo como su casa, como un lugar privilegiado de encuentro con el Señor en Iglesia, en comunión.
La introducción a la dedicación de una Iglesia del Pontifical Romano, del cual ya he tomado algunas referencias en esta meditación, nos dice que “La Iglesia, como lo exige su naturaleza, debe ser apta para las celebraciones sagradas, hermosa, con una noble belleza que no consista únicamente en la suntuosidad, y ha de ser un auténtico símbolo y signo de las realidades sobrenaturales”.
“Una noble belleza”: de esto se trata el esfuerzo realizado por la comunidad y por la Diócesis para la realización de esta obra. Devolver a la catedral esa belleza, no suntuosa, sino sobre todo digna, que ayude a que, al entrar a ella, aun cuando nadie más esté presente, nos sintamos unidos a toda la Iglesia diocesana, acariciados por la tierna mirada de Nuestra Señora del Pilar y envueltos por la presencia amorosa del Señor que nos llama a seguirlo cada día. Que así sea.

miércoles, 24 de octubre de 2012

Catequesis de Benedicto XVI sobre el Año de la Fe (2) ¿Qué es la fe? ¿Qué significa creer hoy?


Queridos hermanos y hermanas:
El miércoles pasado, con el inicio del Año de la fe, comencé una nueva serie de catequesis sobre la fe. Y hoy quisiera reflexionar con ustedes sobre una cuestión fundamental: ¿qué es la fe? ¿Tiene sentido aún la fe en un mundo donde la ciencia y la tecnología han abierto horizontes, hasta hace poco tiempo impensables? ¿Qué significa creer hoy?
En efecto, en nuestro tiempo es necesaria una renovada educación en la fe, que incluya por cierto un conocimiento de su verdad y de los acontecimientos de la salvación, pero que principalmente nazca de un verdadero encuentro con Dios en Jesucristo, de amarlo, de confiar en él, de tal modo que toda la vida esté involucrada con él.
Hoy, junto a muchos signos de buena, crece a nuestro alrededor también un cierto desierto espiritual. A veces, se tiene la sensación, por ciertos hechos que conocemos todos los días, de que el mundo no va hacia la construcción de una comunidad más fraterna y pacífica; las mismas ideas de progreso y bienestar también muestran sus sombras. A pesar del tamaño de los descubrimientos de la ciencia y de los resultados de la tecnología, el hombre hoy no parece ser verdaderamente más libre, más humana; todavía permanecen muchas formas de explotación, de manipulación, de violencia, de opresión, de injusticia… Luego, un cierto tipo de cultura ha educado a moverse solo en el horizonte de las cosas, de lo posible, a creer solo en lo que vemos y tocamos con las manos. Por otro lado, sin embargo, crece el número de personas que se sienten desorientados y, al tratar de ir más allá de una realidad puramente horizontal, se predisponen a creer en todo y su contrario. En este contexto, surgen algunas preguntas fundamentales, que son mucho más concretas de lo que parecen a primera vista: ¿Qué sentido tiene vivir? ¿Hay un futuro para el hombre, para nosotros y para las generaciones futuras? ¿En qué dirección orientar las decisiones de nuestra libertad en pos de un resultado bueno y feliz de la vida? ¿Qué nos espera más allá del umbral de la muerte?
A partir de estas ineludibles preguntas, surge como un mundo de la planificación, del cálculo exacto y de la experimentación, en una palabra, el conocimiento de la ciencia, que si bien son importantes para la vida humana, no es suficiente. Nosotros necesitamos no solo el pan material, necesitamos amor, sentido y esperanza, de un fundamento seguro, de un terreno sólido que nos ayude a vivir con un sentido auténtico, incluso en la crisis, en la oscuridad, en las dificultades y en los problemas cotidianos. La fe nos da esto: se trata de una confianza plena en un "Tú", que es Dios, el cual me da una seguridad diferente, pero no menos sólida que la que proviene del cálculo exacto o de la ciencia. La fe no es un mero asentimiento intelectual del hombre frente a las verdades en particular sobre Dios; es un acto por el cual me confío libremente a un Dios que es Padre y me ama; es la adhesión a un "Tú" que me da esperanza y confianza. Ciertamente que esta adhesión a Dios no carece de contenido: con ella, sabemos que Dios se ha revelado a nosotros en Cristo, hizo ver su rostro y se ha vuelto cercano a cada uno de nosotros. En efecto, Dios ha revelado que su amor por el hombre, por cada uno de nosotros, es sin medida: en la cruz, Jesús de Nazaret, el Hijo de Dios hecho hombre, nos muestra del modo más luminoso a qué grado llega este amor, hasta darse a sí mismo, hasta el sacrificio total.
Con el misterio de la Muerte y Resurrección de Cristo, Dios desciende hasta el fondo de nuestra humanidad para que llevarla a Él, para elevarla hasta que alcance su altura. La fe es creer en este amor de Dios, que no diminuye ante la maldad de los hombres, ante el mal y la muerte, sino que es capaz de transformar todas las formas de esclavitud, dando la posibilidad de la salvación. Tener fe, entonces, es encontrar ese "Tú", Dios, que me sostiene y me concede la promesa de un amor indestructible, que no solo aspira a la eternidad, sino que le da; es confiar en Dios con la actitud del niño, el cual sabe que todas sus dificultades, todos sus problemas están a salvo en el "tú" de la madre. Y esta posibilidad de salvación a través de la fe es un don que Dios ofrece a todos los hombres.
Creo que deberíamos meditar más a menudo --en nuestra vida diaria, marcada por problemas y situaciones a veces dramáticas--, en el hecho que creer cristianamente significa este abandonarme con confianza al sentido profundo que me sostiene a mí y al mundo; una sensación de que no somos capaces de darnos, sino de solo recibir como un don, y que es la base sobre la que podemos vivir sin miedo. Y esta certeza liberadora y tranquilizadora de la fe, debemos ser capaces de proclamarla con la palabra y demostrarla con nuestra vida de cristianos.
A nuestro alrededor, sin embargo, vemos cada día que muchos son indiferentes o se niegan a aceptar este anuncio. Al final del Evangelio de Marcos, tenemos palabras duras del Señor resucitado que dice: "El que crea y sea bautizado, se salvará; el que no crea, se condenará" (Mc. 16,16), se pierde a sí mismo. Los invito a reflexionar sobre esto. La confianza en la acción del Espíritu Santo, nos debe empujar siempre a ir y predicar el Evangelio, al testimonio valiente de la fe; pero, además de la posibilidad de una respuesta positiva al don de la fe, también existe el riesgo de un rechazo del Evangelio, del no acoger el encuentro vital con Cristo. Ya san Agustín ponía este tema en su comentario sobre la parábola del sembrador: "Nosotros hablamos –decía--, echamos la semilla, la extendemos. Hay quienes desprecian, critican, se burlan. Si les tememos, no tenemos nada que sembrar y el día de la cosecha se quedara sin que se recoja. Por tanto, venga la semilla de la tierra buena" (Discorsi sulla disciplina cristiana, 13,14: PL 40, 677-678). En consecuencia, la negativa no puede desalentarnos. Como cristianos, somos testigos de este suelo fértil: nuestra fe, a pesar de nuestros límites, demuestra que hay buena tierra, donde la semilla de la Palabra de Dios produce frutos abundantes de justicia, de paz y de amor, de nueva humanidad, de salvación. Y toda la historia de la Iglesia, con todos los problemas, demuestra también que hay la tierra buena, que existe una semilla buena, y que da fruto.
Pero preguntémonos: ¿de dónde saca el hombre esa apertura del corazón y de la mente para creer en el Dios que se ha hecho visible en Jesucristo, muerto y resucitado, para recibir su salvación, de tal modo que Él su evangelio sean la guía y la luz de la existencia? Respuesta: nosotros podemos creer en Dios porque Él se acerca a nosotros y nos toca, porque el Espíritu Santo, don del Señor resucitado, nos hace capaces de acoger el Dios vivo. La fe es, pues, ante todo un don sobrenatural, un don de Dios. El Concilio Vaticano II dice: "Para profesar esta fe es necesaria la gracia de Dios, que proviene y ayuda, a los auxilios internos del Espíritu Santo, el cual mueve el corazón y lo convierte a Dios, abre los ojos de la mente y da “a todos la suavidad en el aceptar y creer la verdad”".(Dei Verbum, 5). En la base de nuestro camino de fe está el bautismo, el sacramento que nos da el Espíritu Santo, volviéndonos hijos de Dios en Cristo, y marca la entrada en la comunidad de fe, en la Iglesia no creo uno por sí mismo, sin la gracia previa del Espíritu; y no se cree solo, sino junto a los hermanos. Desde el Bautismo en adelante, cada creyente está llamado a revivir esto y hacer propia esta confesión de fe, junto a los hermanos.
La fe es un don de Dios, pero también es un acto profundamente humano y libre. El Catecismo de la Iglesia Católica dice claramente: "Sólo es posible creer por la gracia y los auxilios interiores del Espíritu Santo. Pero no es menos cierto que creer es un acto auténticamente humano. No es contrario ni a la libertad ni a la inteligencia del hombre" (n. 154). Más aún, las implica y las exalta, en una apuesta de vida que es como un éxodo, es decir, en un salir de sí mismo, de las propias seguridades, de los propios esquemas mentales, para confiarse a la acción de Dios que nos muestra el camino para obtener la verdadera libertad, nuestra identidad humana, la verdadera alegría del corazón, la paz con todos. Creer es confiar libremente y con alegría en el plan providencial de Dios en la historia, como lo hizo el patriarca Abraham, al igual que María de Nazaret. La fe es, pues, un acuerdo por el cual nuestra mente y nuestro corazón dicen su propio "sí" a Dios, confesando que Jesús es el Señor. Y este "sí" transforma la vida, abre el camino hacia una plenitud de sentido, la hace nueva, llena de alegría y de esperanza fiable.
Queridos amigos, nuestro tiempo requiere de cristianos que estén aferrados de Cristo, que crezcan en la fe a través de la familiaridad con la Sagrada Escritura y los sacramentos. Personas que sean casi un libro abierto que narra la experiencia de la vida nueva en el Espíritu, la presencia de un Dios que nos sostiene en el camino y que nos abre hacia la vida que no tendrá fin. Gracias.

domingo, 21 de octubre de 2012

¡Y fue Fiesta! La Diócesis de Melo inauguró el Año de la Fe en su Fiesta Diocesana

 

En la espera de buen tiempo

Desde el martes mirábamos pronósticos de diferentes sitios de Internet. Anunciaban lluvia para el domingo. Comenzamos a pensar en un "Plan B": un lugar alternativo, bajo techo, donde realizar la Fiesta Diocesana si llovía. Los Padres Salesianos acordaron abrir el amplio espacio del Liceo y de la Parrroquia en ese caso.
El sábado salimos a mirar el atardecer, desde el patio del Obispado. Cielo enrojecido... pero ¿y cómo se interpreta ese signo? Dice un viejo refrán: "Sol poniente en cielo grana, buen tiempo por la mañana". Y así fue. Y no sólo la mañana: a lo largo de todo el día tuvimos un tiempo hermoso.

 

Encontrándonos

Hacia las 9:30, como estaba previsto, fueron llegando a la Catedral las delegaciones. Cada una de las 16 parroquias identificada con el color que se les había indicado previamente: Catedral, amarillo; Ntra. Sral del Carmen, rojo; San José Obrero Melo, celeste; Domingo Savio, verde claro; Buen Pastor, blanco; Santísimo Redentor F. Muerto, naranja; Cristo Rey Aceguá, verde oscuro; San Juan Bautista R. Branco, azul; San José Tupambaé, lila; Santa Clara, rosado; Sagrado Corazón Cerro Chato; San José Obrero Treinta y Tres,verde manzana; El Salvador, beige; Virgen de los Treinta y Tres: fucsia; María Auxiliadora Charqueada, marrón; Vergara, gris plata.


 

En procesión

Encabezados por Nuestra Señora del Pilar, comenzamos la procesión hasta el Parque Zorrilla. Fuimos rezando, meditando, con la preocupación por la familia de hoy, sus sufrimientos, sus necesidades, pero también sus logros y esperanzas.




 

En el Teatro de Verano

Ya en el Parque, nos dirigimos al Teatro de Verano, donde íbamos a celebrar la Misa. Allí el P. Arturo y los jóvenes de San José Obrero Treinta y Tres nos recibieron con cantos muy animados.



Aunque había unas sillas colocadas frente al altar, muchos buscaron la sombra que había en parte de las gradas.

 

Entrada de los celebrantes






 

La homilía del Obispo


Mons. Heriberto comenzó su homilía dando los saludos de quienes nos recuerdan desde lejos: Mons. Luis, Mons. Roberto, el P. Jorge, el P. Lucas y luego inició su reflexión compartiendo el testimonio recibido de una mamá de Isla Patrulla (Treinta y Tres), relacionándolo a la vida, a la familia y a María como madre y modelo de fe, guía para este Año de la Fe que comienza. (Ver homilía completa).

 

El signo de la Cruz


En la Misa, algunos signos importantes, en especial, la Cruz del Año de la Fe, que comenzó a partir de esta Fiesta su recorrido por todas las parroquias de la Diócesis, hasta regresar en la próxima Fiesta Diocesana en octubre de 2013. La cruz fue acercada al altar por distintos representantes del Pueblo de Dios: laicos, laicas, una religiosa, un sacerdote.



En la cruz, pintada con los colores primarios, destaca al centro la imagen de la Virgen del Pilar y el logo del Año de la Fe. 16 rectángulos llevan la fecha de fundación y los nombres de las 16 parroquias de la Diócesis, para que cada una de ellas, en su momento, escriba una frase del Evangelio que exprese su fe y de ese modo, al terminar el recorrido, aparezca la resonancia de la Palabra de Dios en la comunidad diocesana.

 

Emotivo testimonio

Emotivo testimonio de la comunidad de Cerro Chato: una señora que ha sido mamá para varios niños sin familia, brindándoles amor y ternura.

 

Oración de consagración de las familias



Otro momento significativo de la Eucaristía: la oración de las familias, donde cada uno de sus miembros fue expresando una petición. Luego la intercesión del Obispo y la culminación en unión, todos juntos. (Ver oración completa)

 

La entrega del pendón del Año de la Fe



Cada parroquia recibió del Obispo el pendón del año de la fe, con el logo y el ícono de Cristo Maestro.

 

Almuerzo a la sombra del Parque


El "guiso carrero", preparado por un experto, fue disfrutado (y terminado !!!) a la sombra de los árboles del Parque.

 

Y luego, el festival







Los niños y jóvenes de la Obra Social San Martín de la Parroquia San José Obrero de Treinta y Tres; el grupo de danzas Pampa Gaucha de Melo; las canciones del vergarense (viviendo en Chile) Sergio y del propio Mons. Heriberto alegraron la tarde compartida en familia diocesana.

 

Y la Cruz se fue a Cerro Chato


 Con la entrega de la Cruz a la Parroquia Sagrado Corazón de Jesús, en Cerro Chato, culminó la jornada.

Más fotos en Facebook: Album 1 - Album 2

Oración de Consagración de las Familias en la Fiesta Diocesana

Diócesis de Melo

ORACIÓN DE CONSAGRACIÓN DE LAS FAMILIAS.

Padre:
Padre Bueno, que en el origen de la historia, por puro amor gratuito, creaste el universo entero y, antes de descansar al séptimo día, hiciste a la pareja humana a tu imagen y semejanza, como colaboradora de tu obra y centro de toda la creación y viste que todo era bueno.

Madre:
Padre de misericordia, que ante la lejanía que produjo el mal por el pecado de la primera pareja humana, respondiste con más amor y fidelidad, buscando de muchos modos y por muchos medios restaurar el amor dañado, y así realizaste una alianza con Abraham prometiéndole una descendencia como las estrellas del cielo.

Padre:
Por fin, en el colmo de tu amor, enviaste a Tu propio Hijo, Jesucristo, quien nació en la familia de Nazaret y se entregó por nosotros en la Cruz para darnos nueva vida por la resurrección, y así renovar por el Espíritu Santo en la Iglesia, tu familia de Hijos, quienes podemos proclamar con el corazón: Abbá, Padre amado.

Madre:
Padre, hoy nos presentamos ante ti para consagrar a todas las familias de la diócesis a la Sagrada Familia, lugar donde nació, creció y vivió tu Hijo Jesús en compañía de María y José.
Danos a todas las familias la fuerza necesaria de hacer tu voluntad, como lo hizo María ante el anuncio del ángel de que sería Madre de Dios. Que en nuestros hogares repitamos, una y otra vez: “Hágase en mí según Tu Palabra”.
Te rogamos, con todas nuestras fuerzas, que se haga tu voluntad en la vida matrimonial, para que estés en medio de los corazones de los esposos, renovándolos y fortaleciéndolos en el amor, la gratuidad, el trabajo, en la misión de criar a los hijos.
Te pedimos, que bajo tu protección las familias oren juntas, para mantenerse unidas.

Hijo:
Te pedimos en nombre de todos los hijos, que este año, al armar el pesebre de Belén, tú nos des ganas de ser una familia llena de amor. Te pedimos que los padres se dediquen de verdad a cuidarnos, estén con nosotros y nos ayuden, como lo hicieron José y María. Que no digan siempre “que no tienen tiempo, que tienen que trabajar para ganar más dinero”. Preferimos un abrazo más, que un juguete más.

Padre:
Danos Señor a todos los padres estar abiertos a la vida y con fortaleza, defenderla y cuidarla desde su inicio, a ejemplo de José y María que no dudaron en proteger a Jesús de la muerte de inocentes, sufriendo el exilio en Egipto.

Madre:
Danos Señor ser familias solidarias, a ejemplo de María, que embarazada de Jesús no dudó en ir en ayuda de su prima Isabel. Que nosotros no dudemos en extender nuestras manos a los niños abandonados, a las madres adolescentes y solas, a los jóvenes que sufren adicciones y a los ancianos, que parece que por ser viejos, no tienen un lugar en este mundo. Y que al ver tantos niños sin padres tengamos la generosidad y la valentía de integrarlos a nuestras familias por la adopción.

Hijo Joven:
Como el joven Jesús, que fue hallado por José y María en el Templo “dedicándose a las cosas de su Padre”, danos Señor a todos los jóvenes y adolescentes el alejarnos de todas las propuestas que este mundo ofrece y que hieren nuestra vida y te pedimos nos ayudes a jugarnos por el amor verdadero. Y no te olvides de darles a nuestros padres la fuerza para acompañarnos en estos tiempos difíciles.

Abuelo:

Danos Señor a todos los abuelos la sabiduría que le diste a Simeón, que al ver al niño Jesús en el Templo expresó la alegría de haber visto al Salvador. Enséñanos a trasmitir, en el corazón de las familias, la alegría de la vida, el consejo y la palabra que conduce a Ti.

Obispo:
Yo, como Padre y Pastor de esta diócesis, unido a todo el clero, ruego por todas nuestras familias, para que el Señor Jesús que vivió junto a María y a José en la familia de Nazaret, las fortalezca y consagre en la misión de trasmitir amor y cuidar la vida y a nosotros ministros del Evangelio nos brinde disponibilidad para servir y acompañar con generosidad a todas las familias.

Todos:
Te damos gracias Señor, por tu Paternidad que cuida de nosotros.
Te damos gracias Señor, porque nos has hecho familia;
Te damos gracias Señor, porque tu amor nos sostiene;
Te damos gracias Señor, porque tú estas en nuestros corazones;
Te damos gracias porque amas a todas las familias.
Amén.


Fiesta Diocesana de Melo, inicio del Año de la Fe


En facebook, 100 fotos de la Fiesta Diocesana

"Feliz de ti que has creído"

Homilía de Mons. Heriberto en la fiesta diocesana

Queridas hermanas, queridos hermanos, Pueblo de Dios que peregrina en Cerro Largo y Treinta y Tres.

Venidos de todos los rincones de la Diócesis de Melo, estamos reunidos para celebrar a nuestra Patrona Diocesana, la Virgen del Pilar.

Este es también el día de las Misiones, aunque en nuestras parroquias se lo tendrá más presente el próximo domingo. Por eso, junto al recuerdo agradecido por tantos misioneros y misioneras que han pasado o que están aún entre nosotros, quiero dar un valor especial al saludo que nos llega desde Sao Gabriel do Cachoeira, Brasil, del P. Jorge Osorio; el que nos llega desde Santiago de Cuba, de Mons. Luis del Castillo; y desde Francia, del P. Lucas.

El otro saludo, muy cálido y cariñoso, desde Italia, es el de Mons. Roberto Cáceres, que acaba de vivir un momento enormemente emotivo para él y muy grato para nosotros, como ha sido poder celebrar el cincuentenario del Concilio Vaticano II, del cual él participó íntegra y activamente.

El domingo pasado estuve celebrando a la Virgen del Pilar, en una capilla de nuestra diócesis que también la tiene como patrona: en los “pagos lindos”, “los de la 5ª sección” de Treinta y Tres: Isla Patrulla.
Allí, al terminar la Misa, se me acercó una mamá con dos hijas pequeñas, para que yo las bendijera. Les pregunté su nombre. La segunda se llama Abigaíl. A simple vista se nota que Abigaíl tiene algunos problemas: un ojito desviado, pero, sobre todo, un cuerpo que estaba flojo, como sí tuviera alguna especie de atrofia muscular.
En la fiesta que vino después le pregunté a la mamá qué tenía la niña. Me contó que había sido un problema en el parto – no bien atendido –. Abigaíl había pasado cierto tiempo sin respirar, y eso le produjo una lesión cerebral y de ahí sus trastornos.
También me contó que le habían dado a lo sumo un mes de vida y que ahora tenía cinco años. Las palabras de esta mamá, que yo hubiera querido atesorar una a una, pero que le salían del corazón como un torrente imparable, me hablaron de su amor por su hija y de su lucha por sacarla adelante. Todo esto sin quejas, sin amarguras y trasmitiendo la profunda convicción de que esa niñita, con sus capacidades disminuidas, no había hecho disminuir sino acrecentar el valor que ella tiene para su madre y el amor que le tiene. Y de repente, me quedaron estas palabras que ella dijo: “no hay nada más fuerte que la fe de una madre”.

Este testimonio de la mamá de Abigaíl me quedó resonando en estos días. “No hay nada más fuerte que la fe de una madre”. ¡Y qué fuerte que es el amor de una madre, dispuesta a trasmitir la vida y a pelear por la vida de sus hijos, contra todas las fuerzas que quieran arrebatárselos!
Uno no puede sentir menos que un gran contraste entre esa convicción y ese amor de una mamá y la ley aprobada esta semana, que algunos consideran “un progreso”. Esto confirma nuestra fe en el Dios de la Vida, en el Dios que ha enviado a su Hijo para que tengamos Vida en abundancia. Anima para que sigamos peleando por la vida, por la vida digna para toda persona, desde su concepción hasta su fin natural; pero, en el medio, una vida en la que pueda crecer y desarrollar sus capacidades y sus diferentes dimensiones, sin olvidar la dimensión espiritual, allí donde se vive la fe, que unifica y da sentido a toda la vida.

Con esta fiesta iniciamos en nuestra Diócesis el Año de la Fe, al que nos ha convocado Benedicto XVI.
Y de la fe de esa mamá de la 5ª sección de Treinta y Tres, nos vamos a la fe de otra madre, allá por la “5ª sección” de Galilea, en el pueblo de Nazaret, otros “pagos lindos”.
Nos vamos al encuentro de María, a la que vemos peregrinar, como nosotros lo hacemos hoy, desde Galilea hasta la montaña de Judá, para visitar y ayudar a su prima Isabel. María lleva en su seno al hijo de Dios. Isabel, más avanzada en su embarazo, lleva en su seno al hijo de Zacarías, que Dios les ha dado en su vejez, a Juan el Bautista.

Vamos a detenernos en las palabras de Isabel a María. Estas palabras no son un simple y casual saludo: San Lucas nos manifiesta que Isabel las pronuncia “llena del Espíritu Santo”. Y esas palabras son: “Feliz de ti por haber creído que se cumplirá lo que te fue anunciado de parte del Señor”.
“Feliz de ti por haber creído”. María, mujer de fe. “No hay nada más fuerte que la fe de una madre”. ¡Qué bien caben estas palabras para María! En su carta “La Puerta de la Fe”, que iremos meditando en este año, el Papa Benedicto nos habla de la fe de María:

“Por la fe, María acogió la palabra del Ángel y creyó en el anuncio de que sería la Madre de Dios en la obediencia de su entrega (cf. Lc 1, 38).
En la visita a Isabel entonó su canto de alabanza al Omnipotente por las maravillas que hace en quienes se encomiendan a Él (cf. Lc 1, 46-55).
Con gozo y temblor dio a luz a su único hijo, manteniendo intacta su virginidad (cf. Lc 2, 6-7).
Confiada en su esposo José, llevó a Jesús a Egipto para salvarlo de la persecución de Herodes (cf. Mt 2, 13-15).
Con la misma fe siguió al Señor en su predicación y permaneció con él hasta el Calvario (cf. Jn 19, 25-27).
Con fe, María saboreó los frutos de la resurrección de Jesús y, guardando todos los recuerdos en su corazón (cf. Lc 2, 19.51), los transmitió a los Doce, reunidos con ella en el Cenáculo para recibir el Espíritu Santo (cf. Hch 1, 14; 2, 1-4).” (PF 12)

Contemplando ese camino de fe de María, así resumido por el Santo Padre, no nos olvidamos de la prueba que significó para ella cada uno de esos momentos.
Por eso el Papa subraya que ella lo vivió todo por la fe y en la fe. Por eso podemos decirle, con Santa Isabel: “Feliz de ti que has creído”.
Por eso también contemplamos a María como modelo de los creyentes, modelo de los discípulos misioneros, es decir, de “los que escuchan la Palabra de Dios y la practican”, los mismos que Jesús proclamó “Felices”: “Felices los que escuchan la Palabra de Dios y la practican” (Lc 11,28).
Como nos lo recuerda el Concilio Vaticano II, en María encontramos el modelo perfecto no sólo de la fe, sino también “de la caridad y de la unión perfecta con Cristo” (LG 63).  En ella está realizado lo que cada uno de los cristianos estamos llamados a ser.
En ella encontramos el modelo de la Iglesia, el modelo de la Iglesia Católica y el modelo para nuestra Diócesis: contemplando a aquélla que engendró a Cristo, concebido del Espíritu Santo, hacer que nazca y crezca Cristo en las almas de los fieles (cfr. LG 65) a través de la vida de oración y de servicio.

Sigamos contemplando a María a lo largo de este año de la fe, para crecer juntos en nuestra experiencia de encuentro con Jesucristo vivo; para hacer memoria de la historia de nuestra fe, con gratitud por el testimonio recibido de tantos hermanos y hermanas, laicos y laicas, religiosas, sacerdotes; para buscar cada día confirmar, comprender y profundizar los contenidos de nuestra fe para “dar un testimonio coherente en condiciones históricas distintas a las del pasado” (PF 4).

Recibiendo en cada una de las parroquias, a su turno, la Cruz que peregrinará hasta nuestra fiesta diocesana de 2013, crezcamos en nuestra escucha y nuestra práctica de la Palabra de Dios, de modo que también nosotros podamos escuchar las palabras que Isabel, llena del Espíritu Santo dirigió a María: “¡Iglesia diocesana, feliz de ti que has creído!”. Así sea.

viernes, 19 de octubre de 2012

A propósito de las declaraciones de Mons. Bodeant sobre aborto y excomuniones


De Mons. Heriberto Bodeant,  Obispo de Melo y Secretario General de la CEU

Ningún Obispo excomulgó a ningún legislador


Ayer fui entrevistado en SUBRAYADO, y en su sitio web apareció la nota con este título: "Iglesia excomulgó a quienes votaron despenalizar el aborto". (Enlace en la parte superior de esta página).

Esas no son mis palabras, sino una deducción de quien pone título a la entrevista. Quien me escuche, también podría decir, con verdad: "Ningún obispo excomulgó a ningún legislador".

El tema de la excomunión no surgió por mi iniciativa, sino por una pregunta del periodista. Yo me limité a hacer algunas consideraciones sobre la excomunión en relación con la práctica del aborto. Dije en la entrevista muchas cosas más, en un sentido que quería ser muy positivo, un llamado a que todos valoremos la vida y demos un especial valor a la vida que comienza a gestarse en el seno de una madre, pero nada de eso apareció luego. Y todo esto me lleva a profundizar en lo que dije e intentar aclarar un poco este tema.

En las normas de la Iglesia Católica, "Código de Derecho Canónico", el canon 1398 dice así: 
"Quien procura el aborto, si éste se produce, incurre en excomunión latae sententiae." 
Latae sententiae quiere decir "automática", es decir, sin necesidad de un decreto de la autoridad competente. La excomunión es una pena, que está también definida en el código, que tiene un sentido pastoral. Su efecto más notorio es la prohibición de recibir los sacramentos (Canon 1331 § 1, 2). Para más detalles, ver artículo La pena de excomunión en el Código de Derecho Canónico). Sobre la interpretación de este canon, ver también "Aclaración de la Congregación para la Doctrina de la Fe sobre el aborto procurado".

Este canon está en un capítulo que se llama: "De los delitos contra la vida y la libertad del hombre". El primer canon, el 1397, establece que "Quien comete homicidio, o rapta o retiene a un ser humano con violencia o fraude, o le mutila o hiere gravemente, debe ser castigado, según la gravedad del delito, con las privaciones y prohibiciones del c. 1336; el homicidio de las personas indicadas en el c. 1370 se castiga con las penas allí establecidas. ¿Por qué hay un énfasis mayor para el aborto, con la excomunión latae sententiae? Porque se trata de una vida inocente e indefensa.

Ahora bien, volviendo al canon que habla del aborto, la excomunión automática es para quien "procura" el aborto y se da "si éste se produce". Eso es distinto de votar una ley. Desde luego, para un católico votar a favor de esta ley, es algo grave, pero no deja de ser una decisión muy compleja, en la que pueden entrar muchos motivos, incluso el de evitar un mal mayor, es decir una ley aún más permisiva. Insisto también en que esto es "para un católico", es decir para quien dice profesar la fe de la Iglesia y adherir a lo que ella enseña.

miércoles, 17 de octubre de 2012

Catequesis de Benedicto XVI en al Año de la Fe (1)


Queridos hermanos y hermanas:

Hoy quisiera presentar el nuevo ciclo de catequesis, que se lleva a cabo durante todo el Año de la Fe que acaba de empezar y que interrumpe --por este período--, el ciclo dedicado a la escuela de oración. Con la Carta apostólica Porta Fidei elegí este Año especial, justamente para que la Iglesia renueve el entusiasmo de creer en Jesucristo, único Salvador del mundo, reavive la alegría de caminar por la vía que nos ha mostrado, y testifique en modo concreto la fuerza transformante de la fe.

El aniversario de los cincuenta años de la apertura del Concilio Vaticano II es una gran oportunidad para volver a Dios, para profundizar y vivir con mayor valentía la propia fe, para fortalecer la pertenencia a la Iglesia, "maestra en humanidad", y que, a través de la proclamación de la Palabra, la celebración de los sacramentos y las obras de caridad nos lleve a encontrar y conocer a Cristo, verdadero Dios y verdadero hombre. Se trata del encuentro no con una idea o con un proyecto de vida, sino con una Persona viva que nos transforma profundamente, revelándonos nuestra verdadera identidad como hijos de Dios. El encuentro con Cristo renueva nuestras relaciones humanas, dirigiéndolas, de día en día, hacia una mayor solidaridad y fraternidad, en la lógica del amor.

Tener fe en el Señor no es algo que interesa solamente a nuestra inteligencia, al área del conocimiento intelectual, sino que es un cambio que implica toda la vida, a nosotros mismos: sentimiento, corazón, intelecto, voluntad, corporeidad, emociones, relaciones humanas. Con la fe realmente cambia todo en nosotros y por nosotros, y se revela claramente nuestro destino futuro, la verdad de nuestra vocación en la historia, el significado de la vida, la alegría de ser peregrinos hacia la Patria celeste.

Pero --nos preguntamos--, ¿la fe es verdaderamente una fuerza transformadora en nuestra vida, en mi vida? ¿O solo es uno de los elementos que forman parte de la existencia, sin ser aquello determinante que la implica por completo?

Con la catequesis de este Año de la Fe nos gustaría realizar un camino para fortalecer o reencontrar la alegría de la fe, entendiendo que ella no es algo ajeno, desconectada de la vida real, sino que es el alma. La fe en un Dios que es amor, y que se ha hecho cercano al hombre encarnándose y entregándose a sí mismo en la cruz para salvarnos y reabrirnos las puertas del Cielo, indica de modo luminoso, que solo en el amor está la plenitud del hombre. Es necesario repetirlo con claridad, que mientras las transformaciones culturales de hoy muestran a menudo muchas formas de barbarie, que pasan bajo el signo de "conquistas de la civilización": la fe afirma que no existe una verdadera humanidad si no es en los lugares, en los gestos, dentro del plazo y en la forma en la que el hombre está animado por el amor que viene de Dios; que se expresa como un don, se manifiesta en relaciones llenas de amor, de compasión, de atención y de servicio desinteresado frente a los demás. Donde hay dominación, posesión, explotación, mercantilización del otro para el propio egoísmo, donde está la arrogancia del yo encerrado en sí mismo, el hombre termina empobrecido, desfigurado, degradado. La fe cristiana, activa en el amor y fuerte en la esperanza, no limita, sino que humaniza la vida, más áun, la vuelve plenamente humana.

La fe es acoger este mensaje transformante en nuestra vida, es acoger la revelación de Dios, que nos hace saber quién es Él, cómo actúa, cuáles son sus planes para nosotros. Es cierto que el misterio de Dios permanece siempre más allá de nuestros conceptos y de nuestra razón, de nuestros rituales y oraciones. Sin embargo, con la revelación Dios mismo se autocomunica, se relata, se vuelve accesible. Y nosotros somos capaces de escuchar su Palabra y de recibir su verdad. He aquí la maravilla de la fe: Dios, en su amor, crea en nosotros --a través de la obra del Espíritu Santo--, las condiciones adecuadas para que podamos reconocer su Palabra. Dios mismo, en su voluntad de manifestarse, de ponerse en contacto con nosotros, de estar presente en nuestra historia, nos permite escucharlo y acogerlo. San Pablo lo expresa así con alegría y gratitud: "No cesamos de dar gracias a Dios porque, al recibir la palabra de Dios que les predicamos, la acogieron, no como palabra de hombre, sino cual es en verdad, como palabra de Dios, que permanece activa en ustedes, los creyentes " (1 Ts. 2,13).

Dios se ha revelado con palabras y hechos a través de una larga historia de amistad con el hombre, que culmina en la Encarnación del Hijo de Dios y en su misterio de la Muerte y Resurrección. Dios no solo se ha revelado en la historia de un pueblo, no solo habló por medio de los profetas, sino que ha cruzado su Cielo para entrar en la tierra de los hombres como un hombre, para que pudiéramos encontrarle y escucharle. Y desde Jerusalén, el anuncio del Evangelio de la salvación se ha extendido hasta los confines de la tierra. La Iglesia, nacida del costado de Cristo, se ha vuelto portadora de una sólida y nueva esperanza: Jesús de Nazaret, crucificado y resucitado, salvador del mundo, que está sentado a la diestra del Padre y es el juez de vivos y muertos. Este es el kerigma, el anuncio central y rompedor de la fe. Pero desde el principio, surgió el problema de la "regla de la fe", es decir, de la fidelidad de los creyentes a la verdad del Evangelio en la cual permanecer con solidez, a la verdad salvífica sobre Dios y sobre el hombre, para preservarla y transmitirla. San Pablo escribe: "Serán salvados, si lo guardan [el evangelio] tal como se lo prediqué... Si no, ¡habrán creído en vano!" (1 Cor. 15,2).

Pero, ¿dónde encontramos la fórmula esencial de la fe? ¿Dónde encontramos la verdad que se nos ha transmitido fielmente y que es la luz para nuestra vida diaria? La respuesta es simple: en el Credo, en la Profesión de Fe o Símbolo de la Fe, nosotros nos remitimos al hecho original de la Persona y de la Historia de Jesús de Nazaret; se hace concreto lo que el Apóstol de los gentiles decía a los cristianos de Corinto: "Porque yo les transmití, en primer lugar, lo que a mi vez recibí: que Cristo murió por nuestros pecados, según las Escrituras; que fue sepultado, y que resucitó al tercer día." (1 Cor. 15,3).

Incluso hoy tenemos necesidad de que el Credo sea mejor conocido, entendido y orado. Sobre todo, es importante que el Credo sea, por así decirlo, "reconocido". Conocer, en realidad, podría ser una operación tan solo intelectual, mientras "reconocer" significa la necesidad de descubrir la profunda conexión entre la verdad que profesamos en el Credo y nuestra vida cotidiana, para que estas verdades sean real y efectivamente --como siempre fueron--, luz para los pasos en nuestro vivir, y vida que vence ciertos desiertos de la vida contemporánea. En el Credo se engrana la vida moral del cristiano, que en él encuentra su fundamento y su justificación.

No es casualidad que el beato Juan Pablo II quisiera que el Catecismo de la Iglesia Católica, norma segura para la enseñanza de la fe y fuente fiable para una catequesis renovada, fuese configurado sobre el Credo. Se ha tratado de confirmar y proteger este núcleo central de las verdades de la fe, convirtiéndolo a un lenguaje más inteligible a los hombres de nuestro tiempo, a nosotros. Es un deber de la Iglesia transmitir la fe, comunicar el Evangelio, para que las verdades cristianas sean luz en las nuevas transformaciones culturales, y los cristianos sean capaces de dar razón de su esperanza (cf. 1 Pe. 3,14).

Hoy vivimos en una sociedad profundamente cambiada, incluso en comparación con el pasado reciente y en constante movimiento. Los procesos de la secularización y de una extendida mentalidad nihilista, en lo que todo es relativo, han marcado fuertemente la mentalidad general. Por lo tanto, la vida es vivida con frecuencia a la ligera, sin ideales claros y esperanzas sólidas, dentro de relaciones sociales y familiares líquidas, provisionales. Sobretodo las nuevas generaciones no están siendo educadas en la búsqueda de la verdad y del sentido profundo de la existencia que supere lo contingente, en pos de una estabilidad de los afectos, de la confianza. Por el contrario, el relativismo lleva a no tener puntos fijos; la sospecha y la volubilidad provocan rupturas en las relaciones humanas, a la vez que se vive con experimentos que duran poco, sin asumir una responsabilidad.

Si el individualismo y el relativismo parecen dominar el ánimo de muchos contemporáneos, no podemos decir que los creyentes sigan siendo totalmente inmunes a estos peligros con los que nos enfrentamos en la transmisión de la fe. La consulta promovida en todos los continentes, para la celebración del Sínodo de los Obispos sobre la Nueva Evangelización, ha puesto de relieve algunos: una fe vivida de un modo pasivo y privado, la negación de la educación en la fe, la diferencia entre vida y fe.

El cristiano a menudo ni siquiera conoce el núcleo central de su propia fe católica, el Credo, dejando así espacio a un cierto sincretismo y relativismo religioso, sin claridad sobre las verdades a creer y la unicidad salvífica del cristianismo. No está muy lejos hoy el riesgo de construir, por así decirlo, una religión "hágalo usted mismo". Por el contrario, debemos volver a Dios, al Dios de Jesucristo, debemos redescubrir el mensaje del Evangelio, hacerlo entrar en modo más profundo en nuestras conciencias y en la vida cotidiana.

En las catequesis de este Año de la Fe quisiera ofrecer una ayuda para hacer este viaje, para retomar y profundizar las verdades centrales de la fe sobre Dios, sobre el hombre, sobre la Iglesia, sobre toda la realidad social y cósmica, meditando y reflexionando sobre las afirmaciones del Credo. Y quisiera dejar en evidencia que estos contenidos o verdades de la fe (fides quae) se conectan directamente a nuestras vidas; exigen una conversión de vida, dando paso a una nueva manera de creer en Dios (fides qua). Conocer a Dios, encontrarle, explorar los rasgos de su rostro ponen en juego nuestra vida, porque Él entra en la dinámica profunda del ser humano.

Que el camino que realizaremos este año nos haga crecer a todos en la fe y en el amor a Cristo, para que podamos aprender a vivir, en las decisiones y acciones diarias, la vida buena y hermosa del Evangelio. Gracias.

DOMUND 2012: La Iglesia en la tierra de los Zulúes

Entrevista al obispo XoleloThaddaeus Kumalo, de Eshowe

ROMA, domingo 15 julio 2012 (ZENIT.org).- Mark Riedemann para "Donde Dios llora" en colaboración con la fundación pontificia internacional Ayuda a la Iglesia Necesitada, entrevistó al obispo XoleloThaddaeus Kumalo de Eshowe, Sudáfrica.
¿Puedes contarnos un poco acerca de Zululand y el pueblo Zulú?
--Mons. Kumalo: Zulu fue fundada por el rey Shaka, que es conocido en todo el mundo como un guerrero que fue capaz de derrotar a un regimiento de soldados ingleses. Los zulúes han tenido sus reyes y jefes y ellos siguen creyendo en su vida tradicional.
¿Cuáles son sus actividades económicas?
--Mons. Kumalo: Como la mayoría de los sudafricanos, trabajan en fábricas en ciudades alejadas como Johannesburgo y Devon, pero los que permanecen en este territorio se ocupan de la agricultura, por ejemplo.
La tierra Zulu ha sido un área de creencias tradicionales africanas y muchos de los zulúes creen en éstas. ¿Qué entendemos cuando hablamos de religión tradicional africana?
--Mons. Kumalo: Es la manera de comportarse, su manera de hablar, la forma en que viven sus vidas. El pueblo zulú como la mayoría, si no todos los pueblos africanos, siempre ha creído en un dios. Pero la expresión de su fe ha sido diferente.
Por ejemplo...
--Mons. Kumalo: Los zulúes creen en un dios y este dios es muy grande, y es por eso que se llama "Unkulunkulu", que significa, el que es grande; o "Umvelinqangi", que es el que llegó primero. Y, por lo tanto, debe haber algunas personas que puedan hablar a este dios en nuestro favor, y son los antepasados. Y estos antepasados siempre demandan ciertos rituales que deben ser hechos, como es la matanza de una vaca o una cabra para pedirles ciertas cosas, y para que puedan llevar esto al dios. Cada etapa de la vida se celebra con un ritual en la tradición Zulú. Cuando nace un niño, y cuando se le da un nombre, se ofrece un sacrificio de algo y los ancianos hacen ciertas cosas para introducir al niño a los antepasados.
Si he entendido bien, hay muchas cosas similares a la tradición cristiana, la presentación del niño, la creencia en un dios; todas estas cosas facilitan la "inculturación". Cuando el cristianismo llegó allí, tal vez los zulúes estaban dispuestos a aceptarlo porque muchas de los tradiciones podrían ser reconocidas en el cristianismo que les presentaban.
--Mons. Kumalo: Por desgracia, cuando llegaron los misioneros no reconocieron todas las creencias tradicionales. En el bautismo y la forma en que el Zulú introduce a un nuevo bebé a los antepasados, la religión cristiana en realidad nunca unió estas dos cosas. Es solo ahora, más tarde, cuando se habla sobre este lenguaje de la inculturación. ¿Cómo podemos usar nuestra cultura para que seamos mejores cristianos, o ser mejores católicos utilizando lo que somos?
Estamos a más de diez años del fin del apartheid. ¿Se puede decir que este sigue siendo un país en busca de su identidad?
--Mons. Kumalo: Creo que, sin duda, todavía está buscando su identidad. Usted sabe que estamos separados en grupos y nos va a llevar años hasta que tengamos una identidad como Sudáfrica. Incluso ahora para la fiesta nacional, difícilmente se encuentran los blancos celebrando junto a los negros. Esto demuestra que tenemos un problema de identidad como sudafricanos, y creo que nos va a llevar mucho tiempo hasta que lleguemos a eso.
El otro desafío es, por supuesto, la cuestión del vih/sida. ¿Cómo está trabajando la iglesia en esta área?
--Mons. Kumalo: En cuanto a la cuestión del Vih/Sida, nosotros copiamos el programa de Uganda llamado "Educación para la Vida", que estamos tratando de difundir en las distintas diócesis. Educamos a los jóvenes a no infectarse de esta enfermedad a través de la educación, a través de los grupos de pares y el cambio de estilo de vida.
El sida se está desarrollando en un 22% y la comunidad internacional ha tratado de presentar una respuesta con la solución del uso del perservativo. ¿No lo perciben esto como un poco de arrogancia y prejuicio de la comunidad internacional, que viene y lo presenta como lo que resolvería el sida en Sudáfrica?
--Mons. Kumalo: Creo que la comunidad internacional es siempre arrogante con nosotros los africanos. Vienen con las soluciones ya hechas. No preguntan. Ellos saben lo que es correcto para nosotros como africanos, y los condones son parte de esa arrogancia. Creo que porque la gente, en sus mentes, cree que los condones previenen la enfermedad. Esto porque lo difunden entre todos los jóvenes, incluso con aquellos que no son conscientes de la actividad sexual, porque se imparte en la escuela como educación sexual. Lo intentan, y es por eso que todavía se tiene un alto índice de personas infectadas con esta epidemia del Sida.

Traducción del inglés por José Antonio Varela V.
Esta entrevista fue realizada por Mark Riedemann para "Dios llora en la Tierra", un programa semanal de radio y televisión producido por la Catholic Radio and Television Network, en conjunto con la fundación pontificia de caridad católica Ayuda a la Iglesia Necesitada.
En la red: www.WhereGodWeeps.org y www.acn-intl.org.

domingo, 14 de octubre de 2012

Mensaje del Papa Benedicto XVI con motivo del Domingo Mundial de las Misiones (DOMUND 21 de octubre de 2012)

“Llamados a hacer resplandecer la Palabra de verdad”(Carta apostólica Porta fidei, n. 6)


Queridos hermanos y hermanas:

La celebración de la Jornada Misionera Mundial de este año adquiere un significado especial. La celebración del 50 aniversario del comienzo del Concilio Vaticano II, la apertura del Año de la Fe y el Sínodo de los Obispos sobre la Nueva Evangelización, contribuyen a reafirmar la voluntad de la Iglesia de comprometerse con más valor y celo en la misión ad gentes, para que el Evangelio llegue hasta los confines de la tierra.
El Concilio Ecuménico Vaticano II, con la participación de tantos obispos de todos los rincones de la tierra, fue un signo brillante de la universalidad de la Iglesia, reuniendo por primera vez a tantos Padres Conciliares procedentes de Asia, África, Latinoamérica y Oceanía. Obispos misioneros y obispos autóctonos, pastores de comunidades dispersas entre poblaciones no cristianas, que han llevado a las sesiones del Concilio la imagen de una Iglesia presente en todos los continentes, y que eran intérpretes de las complejas realidades del entonces llamado “Tercer Mundo”. Ricos de una experiencia que tenían por ser pastores de Iglesias jóvenes y en vías de formación, animados por la pasión de la difusión del Reino de Dios, ellos contribuyeron significativamente a reafirmar la necesidad y la urgencia de la evangelización ad gentes, y de esta manera llevar al centro de la eclesiología la naturaleza misionera de la Iglesia.

Eclesiología misionera
Hoy esta visión no ha disminuido, sino que por el contrario, ha experimentado una fructífera reflexión teológica y pastoral, a la vez que vuelve con renovada urgencia, ya que ha aumentado enormemente el número de aquellos que aún no conocen a Cristo: “Los hombres que esperan a Cristo son todavía un número inmenso”, comentó el beato Juan Pablo II en su encíclica Redemptoris missio sobre la validez del mandato misionero, y agregaba: “No podemos permanecer tranquilos, pensando en los millones de hermanos y hermanas, redimidos también por la Sangre de Cristo, que viven sin conocer el amor de Dios” (n. 86). En la proclamación del Año de la Fe, también yo he dicho que Cristo “hoy como ayer, nos envía por los caminos del mundo para proclamar su Evangelio a todos los pueblos de la tierra” (Carta apostólica Porta fidei, 7); una proclamación que, como afirmó también el Siervo de Dios Pablo VI en su Exhortación apostólica Evangelii nuntiandi, “no constituye para la Iglesia algo de orden facultativo: está de por medio el deber que le incumbe, por mandato del Señor, con vista a que los hombres crean y se salven. Sí, este mensaje es necesario. Es único. De ningún modo podría ser reemplazado” (n. 5). Necesitamos por tanto retomar el mismo fervor apostólico de las primeras comunidades cristianas que, pequeñas e indefensas, fueron capaces de difundir el Evangelio en todo el mundo entonces conocido mediante su anuncio y testimonio.
Así, no sorprende que el Concilio Vaticano II y el Magisterio posterior de la Iglesia insistan de modo especial en el mandamiento misionero que Cristo ha confiado a sus discípulos y que debe ser un compromiso de todo el Pueblo de Dios, Obispos, sacerdotes, diáconos, religiosos, religiosas y laicos. El encargo de anunciar el Evangelio en todas las partes de la tierra pertenece principalmente a los Obispos, primeros responsables de la evangelización del mundo, ya sea como miembros del colegio episcopal, o como pastores de las iglesias particulares. Ellos, efectivamente, “han sido consagrados no sólo para una diócesis, sino para la salvación de todo el mundo” (Juan Pablo II, Carta encíclica Redemptoris missio, 63), “mensajeros de la fe, que llevan nuevos discípulos a Cristo” (Ad gentes, 20) y hacen “visible el espíritu y el celo misionero del Pueblo de Dios, para que toda la diócesis se haga misionera” (ibíd., 38).

La prioridad de evangelizar
Para un Pastor, pues, el mandato de predicar el Evangelio no se agota en la atención por la parte del Pueblo de Dios que se le ha confiado a su cuidado pastoral, o en el envío de algún sacerdote, laico o laica Fidei donum. Debe implicar todas las actividades de la iglesia local, todos sus sectores y, en resumidas cuentas, todo su ser y su trabajo. El Concilio Vaticano II lo ha indicado con claridad y el Magisterio posterior lo ha reiterado con vigor. Esto implica adecuar constantemente estilos de vida, planes pastorales y organizaciones diocesanas a esta dimensión fundamental de ser Iglesia, especialmente en nuestro mundo que cambia de continuo. Y esto vale también tanto para los Institutos de Vida Consagrada y las Sociedades de Vida Apostólicas, como para los Movimientos eclesiales: todos los componentes del gran mosaico de la Iglesia deben sentirse fuertemente interpelados por el mandamiento del Señor de predicar el Evangelio, de modo que Cristo sea anunciado por todas partes. Nosotros los Pastores, los religiosos, las religiosas y todos los fieles en Cristo, debemos seguir las huellas del apóstol Pablo, quien, “prisionero de Cristo para los gentiles” (Ef 3,1), ha trabajado, sufrido y luchado para llevar el Evangelio entre los paganos (Col 1,24-29), sin ahorrar energías, tiempo y medios para dar a conocer el Mensaje de Cristo.
También hoy, la misión ad gentes debe ser el horizonte constante y el paradigma en todas las actividades eclesiales, porque la misma identidad de la Iglesia está constituida por la fe en el misterio de Dios, que se ha revelado en Cristo para traernos la salvación, y por la misión de testimoniarlo y anunciarlo al mundo, hasta que Él vuelva. Como Pablo, debemos dirigirnos hacia los que están lejos, aquellos que no conocen todavía a Cristo y no han experimentado aún la paternidad de Dios, con la conciencia de que “la cooperación misionera se debe ampliar hoy con nuevas formas para incluir no sólo la ayuda económica, sino también la participación directa en la evangelización” (Juan Pablo II, Carta encíclica Redemptoris missio, 82). La celebración del Año de la Fe y el Sínodo de los Obispos sobre la nueva evangelización serán ocasiones propicias para un nuevo impulso de la cooperación misionera, sobre todo en esta segunda dimensión.

La fe y el anuncio
El afán de predicar a Cristo nos lleva a leer la historia para escudriñar los problemas, las aspiraciones y las esperanzas de la humanidad, que Cristo debe curar, purificar y llenar de su presencia. En efecto, su mensaje es siempre actual, se introduce en el corazón de la historia y es capaz de dar una respuesta a las inquietudes más profundas de cada ser humano. Por eso la Iglesia debe ser consciente, en todas sus partes, de que “el inmenso horizonte de la misión de la Iglesia, la complejidad de la situación actual, requieren hoy nuevas formas para poder comunicar eficazmente la Palabra de Dios” (Benedicto XVI, Exhort. apostólica postsinodal Verbum Domini, 97). Esto exige, ante todo, una renovada adhesión de fe personal y comunitaria en el Evangelio de Jesucristo, “en un momento de cambio profundo como el que la humanidad está viviendo” (Carta apostólica Porta fidei, 8).
En efecto, uno de los obstáculos para el impulso de la evangelización es la crisis de fe, no sólo en el mundo occidental, sino en la mayoría de la humanidad que, no obstante, tiene hambre y sed de Dios y debe ser invitada y conducida al pan de vida y al agua viva, como la samaritana que llega al pozo de Jacob y conversa con Cristo. Como relata el evangelista Juan, la historia de esta mujer es particularmente significativa (cf. Jn 4,1-30): encuentra a Jesús que le pide de beber, luego le habla de una agua nueva, capaz de saciar la sed para siempre. La mujer al principio no entiende, se queda en el nivel material, pero el Señor la guía lentamente a emprender un camino de fe que la lleva a reconocerlo como el Mesías. A este respecto, dice san Agustín: “después de haber acogido en el corazón a Cristo Señor, ¿qué otra cosa hubiera podido hacer [esta mujer] si no dejar el cántaro y correr a anunciar la buena noticia?” (In Ioannis Ev., 15,30). El encuentro con Cristo como Persona viva, que colma la sed del corazón, no puede dejar de llevar al deseo de compartir con otros el gozo de esta presencia y de hacerla conocer, para que todos la puedan experimentar. Es necesario renovar el entusiasmo de comunicar la fe para promover una nueva evangelización de las comunidades y de los países de antigua tradición cristiana, que están perdiendo la referencia de Dios, de forma que se pueda redescubrir la alegría de creer. La preocupación de evangelizar nunca debe quedar al margen de la actividad eclesial y de la vida personal del cristiano, sino que ha de caracterizarla de manera destacada, consciente de ser destinatario y, al mismo tiempo, misionero del Evangelio. El punto central del anuncio sigue siendo el mismo: el Kerigma de Cristo muerto y resucitado para la salvación del mundo, el Kerigma del amor de Dios, absoluto y total para cada hombre y para cada mujer, que culmina en el envío del Hijo eterno y unigénito, el Señor Jesús, quien no rehusó compartir la pobreza de nuestra naturaleza humana, amándola y rescatándola del pecado y de la muerte mediante el ofrecimiento de sí mismo en la cruz.
En este designio de amor realizado en Cristo, la fe en Dios es ante todo un don y un misterio que hemos de acoger en el corazón y en la vida, y del cuál debemos estar siempre agradecidos al Señor. Pero la fe es un don que se nos dado para ser compartido; es un talento recibido para que dé fruto; es una luz que no debe quedar escondida, sino iluminar toda la casa. Es el don más importante que se nos ha dado en nuestra existencia y que no podemos guardarnos para nosotros mismos.

El anuncio se transforma en caridad
¡Ay de mí si no evangelizase!, dice el apóstol Pablo (1 Co 9,16). Estas palabras resuenan con fuerza para cada cristiano y para cada comunidad cristiana en todos los continentes. También en las Iglesias en los territorios de misión, iglesias en su mayoría jóvenes, frecuentemente de reciente creación, el carácter misionero se ha hecho una dimensión connatural, incluso cuando ellas mismas aún necesitan misioneros. Muchos sacerdotes, religiosos y religiosas de todas partes del mundo, numerosos laicos y hasta familias enteras dejan sus países, sus comunidades locales y se van a otras iglesias para testimoniar y anunciar el Nombre de Cristo, en el cual la humanidad encuentra la salvación. Se trata de una expresión de profunda comunión, de un compartir y de una caridad entre las Iglesias, para que cada hombre pueda escuchar o volver a escuchar el anuncio que cura y, así, acercarse a los Sacramentos, fuente de la verdadera vida.
Junto a este grande signo de fe que se transforma en caridad, recuerdo y agradezco a las Obras Misionales Pontificias, instrumento de cooperación en la misión universal de la Iglesia en el mundo. Por medio de sus actividades, el anuncio del Evangelio se convierte en una intervención de ayuda al prójimo, de justicia para los más pobres, de posibilidad de instrucción en los pueblos más recónditos, de asistencia médica en lugares remotos, de superación de la miseria, de rehabilitación de los marginados, de apoyo al desarrollo de los pueblos, de superación de las divisiones étnicas, de respeto por la vida en cada una de sus etapas.
Queridos hermanos y hermanas, invoco la efusión del Espíritu Santo sobre la obra de la evangelización ad gentes, y en particular sobre quienes trabajan en ella, para que la gracia de Dios la haga caminar más decididamente en la historia del mundo. Con el Beato John Henry Newman, quisiera implorar: “Acompaña, oh Señor, a tus misioneros en las tierras por evangelizar; pon las palabras justas en sus labios, haz fructífero su trabajo”. Que la Virgen María, Madre de la Iglesia y Estrella de la Evangelización, acompañe a todos los misioneros del Evangelio.

Vaticano, 6 de enero de 2012, Solemnidad de la Epifanía del Señor