lunes, 24 de diciembre de 2012

Mensaje de Navidad del Obispo de Melo

Pesebre viviente en San Diego, Cerro Largo, 2012
Al Pueblo de Dios que peregrina en Cerro Largo y Treinta y Tres
A tantos hermanos y amigos en el Uruguay y en el mundo…

“Un niño recién nacido, envuelto en pañales y acostado en un pesebre” (Lc 2,12).

Imagen sencilla y humilde, si las hay. Un bebé que tiene por cuna un cajón lleno de pasto seco para la comida de los animales. Pero esa escena es una “señal”, como dice el ángel a los pastores. El que ha nacido es “un Salvador, que es el Cristo Señor” (Lc 2,11). Es el “Emmanuel, Dios con nosotros” (Mt 1,23). Es Dios Hijo, la Palabra Eterna del Padre. El Verbo, que “se hizo carne y habitó entre nosotros” (Jn 1,14).

Con los ojos admirados de los pastores, contemplemos también nosotros al recién nacido. Es “Jesucristo, Hijo único de Dios, nacido del Padre antes de todos los siglos (…) que por nosotros los hombres, y por nuestra salvación bajó del cielo, y por obra del Espíritu Santo se encarnó de María la Virgen, y se hizo hombre”, como confesamos en el Credo.

Cur Deus Homo? “¿Por qué Dios se hizo hombre? Se preguntaba hace casi mil años San Anselmo de Canterbury. “Por nosotros y por nuestra salvación” sigue respondiendo la fe de la Iglesia.
El Hijo de Dios se hizo hombre para salvarnos reconciliándonos con Dios.

En Jesucristo, verdadero Dios y verdadero hombre nosotros conocemos el Amor de Dios. Más aún, descubrimos que Dios es Amor. En el rostro de Jesús contemplamos al Padre misericordioso que sale al encuentro de todos.

El Niño recostado en el pesebre comienza a descorrer el velo que nos impide conocer a Dios como es. Nuestra imagen de Dios muchas veces está distorsionada por nuestra manera humana –pecaminosa– de ver. En lugar de un Dios de Amor, a veces vemos un dios de ira y violencia. En lugar de un Dios fiel en quien confiar, vemos a un ser arbitrario que decide caprichosamente nuestro destino. En lugar del Dios Santo, que nos llama a ser santos y nos santifica con su Gracia, vemos la figura de un déspota que impone leyes que nos parecen absurdas.

Jesucristo “que inició y completa nuestra fe” (Hb 12,2) nos ayuda a reencontrar la fe de los grandes creyentes.
La fe de Abraham, confianza total en las promesas del Señor (Gén 15,6).
La fe de María, feliz por haber creído en la plenitud de aquellas promesas (Lc 1,45).
La fe de Pablo, que sabe en quién ha puesto su fe (2 Tim 1,12).
Con ellos, y en especial en este Año de la Fe, renovemos nuestra confianza en el Dios Fiel a sus promesas, que nos ha enviado a su único Hijo, para que todo el que crea en Él tenga vida (Jn 10,10).

Pero el Hijo de Dios, que “por su encarnación se ha unido, en cierto modo, a todo hombre” (GS 22) descorre también otro velo. La pesada cortina que nos impide ver el verdadero rostro del ser humano. Nuestros rostros de creaturas moldeadas por las manos amorosas del Padre. Nuestra vocación a participar de la vida misma de Dios como hijos suyos. La altísima dignidad de cada persona que viene a este mundo. El Niño envuelto en pañales “manifiesta plenamente el hombre al propio hombre” (GS 22). Si en Cristo encontramos la verdad sobre Dios, también encontramos la verdad sobre nosotros mismos.

Es así como contemplando al Padre como Jesús nos lo manifiesta y contemplando al ser humano bajo la luz del misterio de Cristo, toma sentido nuestra vida y nuestra libertad. Bajo la luz apacible que brota del pesebre, descubrimos con pesar nuestras miserias. Nos estremecemos viendo hasta dónde hemos ultrajado la dignidad de los demás y la nuestra. El encuentro con la realidad hiriente del pecado en nuestra propia vida y en nuestra sociedad nos llama “a un sincero y constante acto de conversión” (PF 13).

El enigma del mal, la oscuridad del dolor y de la muerte, comienzan a retroceder ante la luz que brota del pesebre. Esa luz alcanza su intensidad mayor en la Pascua de Cristo, que con su muerte destruyó la muerte y nos dio la vida, para que, hechos hijos en el Hijo, clamemos en el Espíritu Santo “¡Abba, Padre!” (cf. GS 22).

En esa fe y esa esperanza que nos anima, les deseo de todo corazón muy Feliz Navidad.

Con mi bendición,

+ Heriberto, Obispo de Melo

miércoles, 19 de diciembre de 2012

Catequesis de Benedicto XVI en el Año de la Fe (10) La Fe de María

Fra Angélico: La Anunciación (detalle)
Queridos hermanos y hermanas:
En el camino del Adviento, la Virgen María tiene un lugar especial, como aquella que de un modo único ha esperado el cumplimiento de las promesas de Dios, acogiendo en la fe y en la carne a Jesús, el Hijo de Dios, en obediencia total a la voluntad divina. Hoy quisiera reflexionar con ustedes brevemente sobre la fe de María a partir del gran misterio de la Anunciación.
Chaîre kecharitomene, ho Kyrios meta sou”,“Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo” (Lc. 1,28). Estas son las palabras --relatadas por el evangelista Lucas--, con las que el arcángel Gabriel saluda a María. A primera vista el término chaîre, “alégrate”, parece un saludo normal, usual en la costumbre griega, pero esta palabra, cuando se lee en el contexto de la tradición bíblica, adquiere un significado mucho más profundo. Este mismo término está presente cuatro veces en la versión griega del Antiguo Testamento y siempre como un anuncio de alegría para la venida del Mesías (cf. Sof. 3,14; Joel 2,21; Zac 9,9; Lam 4,21). El saludo del ángel a María es entonces una invitación a la alegría, a una alegría profunda, anuncia el fin de la tristeza que hay en el mundo frente al final de la vida, al sufrimiento, a la muerte, al mal, a la oscuridad del mal que parece oscurecer la luz de la bondad divina. Es un saludo que marca el comienzo del Evangelio, la Buena Nueva.
¿Pero por qué María es invitada a alegrarse de esta manera? La respuesta está en la segunda parte del saludo: “El Señor está contigo”. También aquí, con el fin de comprender bien el significado de la expresión debemos recurrir al Antiguo Testamento. En el libro de Sofonías encontramos esta expresión“: ¡Grita de alegría, hija de Sión!... El Rey de Israel, el Señor, está en medio de ti… ¡El Señor, tu Dios, está en medio de ti, es un guerrero victorioso!” (3,14-17). En estas palabras hay una doble promesa hecha a Israel, a la hija de Sión: Dios vendrá como un salvador y habitará en medio de su pueblo, en el vientre de la hija de Sión. En el diálogo entre el ángel y María se realiza exactamente esta promesa: María se identifica con el pueblo desposado con Dios, es en realidad la hija de Sión en persona; en ella se cumple la espera de la venida definitiva de Dios, en ella habita el Dios vivo.
En el saludo del ángel, María es llamada “llena de gracia”; en griego el término “gracia”, charis, tiene la misma raíz lingüística de la palabra “alegría”. Incluso en esta expresión se aclara aún más la fuente de la alegría de María: la alegría proviene de la gracia, que viene de la comunión con Dios, de tener una relación tan vital con Él, de ser morada del Espíritu Santo, totalmente modelada por la acción de Dios. María es la criatura que de una manera única ha abierto la puerta a su Creador, se ha puesto en sus manos, sin límites. Ella vive totalmente de la y en la relación con el Señor; es una actitud de escucha, atenta a reconocer los signos de Dios en el camino de su pueblo; se inserta en una historia de fe y de esperanza en las promesas de Dios, que constituye el tejido de su existencia. Y se somete libremente a la palabra recibida, a la voluntad divina en la obediencia de la fe.
El evangelista Lucas narra la historia de María a través de un buen paralelismo con la historia de Abraham. Así como el gran patriarca fue el padre de los creyentes, que ha respondido al llamado de Dios a salir de la tierra en la que vivía, de su seguridad, para iniciar el viaje hacia una tierra desconocida y poseída solo por la promesa divina, así María confía plenamente en la palabra que le anuncia el mensajero de Dios y se convierte en un modelo y madre de todos los creyentes.
Me gustaría hacer hincapié en otro aspecto importante: la apertura del alma a Dios y a su acción en la fe, también incluye el elemento de la oscuridad. La relación del ser humano con Dios no anula la distancia entre el Creador y la criatura, no elimina lo que el apóstol Pablo dijo ante la profundidad de la sabiduría de Dios, “¡Cuán insondables son sus designios e inescrutables sus caminos!” (Rm. 11, 33). Pero así aquel –que como María--, está abierto de modo total a Dios, llega a aceptar la voluntad de Dios, aún si es misteriosa, a pesar de que a menudo no corresponde a la propia voluntad y es una espada que atraviesa el alma, como proféticamente lo dirá el viejo Simeón a María, en el momento en que Jesús es presentado en el Templo (cf. Lc. 2,35). El camino de fe de Abraham incluye el momento de la alegría por el don de su hijo Isaac, pero también un momento de oscuridad, cuando tiene que subir al monte Moria para cumplir con un gesto paradójico: Dios le pidió que sacrificara al hijo que le acababa de dar. En el monte el ángel le dice: “No alargues tu mano contra el niño, ni le hagas nada, que ahora ya sé que eres temeroso de Dios, ya que no me has negado tu único hijo” (Gen. 22,12); la plena confianza de Abraham en el Dios fiel a su promesa existe incluso cuando su palabra es misteriosa y difícil, casi imposible de aceptar. Lo mismo sucede con María, su fe vive la alegría de la Anunciación, pero también pasa a través de la oscuridad de la crucifixión del Hijo, a fin de llegar hasta la luz de la Resurrección.
No es diferente para el camino de fe de cada uno de nosotros: encontramos momentos de luz, pero también encontramos pasajes en los que Dios parece ausente, su silencio pesa sobre nuestro corazón y su voluntad no se corresponde con la nuestra, con aquello que nos gustaría. Pero cuanto más nos abrimos a Dios, recibimos el don de la fe, ponemos nuestra confianza en Él por completo --como Abraham y como María--, tanto más Él nos hace capaces, con su presencia, de vivir cada situación de la vida en paz y garantía de su lealtad y de su amor. Pero esto significa salir de sí mismos y de los propios proyectos, porque la Palabra de Dios es lámpara que guía nuestros pensamientos y nuestras acciones.
Quiero volver a centrarme en un aspecto que surge en las historias sobre la infancia de Jesús narradas por san Lucas. María y José traen a su hijo a Jerusalén, al Templo, para presentarlo y consagrarlo al Señor como es requerido por la ley de Moisés: “Todo varón primogénito será consagrado al Señor” (Lc. 2, 22-24). Este gesto de la Sagrada Familia adquiere un sentido más profundo si lo leemos a la luz de la ciencia evangélica del Jesús de doce años que, después de tres días de búsqueda, se le encuentra en el templo discutiendo entre los maestros. A las palabras llenas de preocupación de María y José: “Hijo, ¿por qué nos has hecho esto? Mira, tu padre y yo, angustiados, te andábamos buscando”, corresponde la misteriosa respuesta de Jesús: “¿Por qué me buscaban? ¿No sabían que yo debía estar en la casa de mi Padre?” (Lc. 2,48-49). Es decir, en la propiedad del Padre, en la casa del Padre, como lo está un hijo. María debe renovar la fe profunda con la que dijo "sí" en la Anunciación; debe aceptar que la precedencia la tiene el verdadero Padre de Jesús; debe ser capaz de dejar libre a ese Hijo que ha concebido para que siga con su misión. Y el "sí" de María a la voluntad de Dios, en la obediencia de la fe, se repite a lo largo de toda su vida, hasta el momento más difícil, el de la Cruz.
Frente a todo esto, podemos preguntarnos: ¿cómo ha podido vivir de esta manera María junto a su Hijo, con una fe tan fuerte, incluso en la oscuridad, sin perder la confianza plena en la acción de Dios? Hay una actitud de fondo que María asume frente a lo que le está sucediendo en su vida. En la Anunciación, ella se siente turbada al oír las palabras del ángel --es el temor que siente el hombre cuando es tocado por la cercanía de Dios--, pero no es la actitud de quien tiene temor ante lo que Dios puede pedir. María reflexiona, se interroga sobre el significado de tal saludo (cf. Lc. 1,29). La palabra griega que se usa en el Evangelio para definir este “reflexionar”, “dielogizeto”, se refiere a la raíz de la palabra “diálogo”. Esto significa que María entra en un diálogo íntimo con la Palabra de Dios que le ha sido anunciada, no la tiene por superficial, sino la profundiza, la deja penetrar en su mente y en su corazón para entender lo que el Señor quiere de ella, el sentido del anuncio. Otra referencia sobre la actitud interior de María frente a la acción de Dios la encontramos, siempre en el evangelio de san Lucas, en el momento del nacimiento de Jesús, después de la adoración de los pastores. Se dice que María “guardaba todas estas cosas, meditándolas en su corazón” (Lc, 2,19); el término griego es symballon, podríamos decir que Ella “unía”, “juntaba” en su corazón todos los eventos que le iban sucediendo; ponía cada elemento, cada palabra, cada hecho dentro del todo y lo comparaba, los conservaba, reconociendo que todo proviene de la voluntad de Dios. María no se detiene en una primera comprensión superficial de lo que sucede en su vida, sino que sabe mirar en lo profundo, se deja interrrogar por los acontecimientos, los procesa, los discierne, y adquiere aquella comprensión que solo la fe puede garantizarle. Y la humildad profunda de la fe obediente de María, que acoge dentro de sí misma incluso aquello que no comprende de la acción de Dios, dejando que sea Dios quien abra su mente y su corazón. “Feliz de ti por haber creído que se cumplirá lo que te fue anunciado de parte del Señor” (Lc. 1,45), exclama la pariente Isabel. Es por su fe que todas las generaciones la llamarán bienaventurada.
Queridos amigos, la solemnidad de la Natividad del Señor, que pronto celebraremos, nos invita a vivir esta misma humildad y obediencia de la fe. La gloria de Dios se manifiesta en el triunfo y en el poder de un rey, no brilla en una ciudad famosa, en un palacio suntuoso, sino que vive en el vientre de una virgen, se revela en la pobreza de un niño.
La omnipotencia de Dios, también en nuestras vidas, actúa con la fuerza, a menudo silenciosa, de la verdad y del amor. La fe nos dice, por lo tanto, que el poder inerme de aquel Niño, al final gana al ruido de los poderes del mundo.

miércoles, 12 de diciembre de 2012

Catequesis de Benedicto XVI en el Año de la Fe (9) Dios se revela entrando en nuestra historia

"La Cena de Emaús", por Diego Velázquez
"¿No ardía acaso nuestro corazón, mientras
nos hablaba en el camino y nos explicaba las Escrituras?"

Queridos hermanos y hermanas: en la catequesis anterior he hablado de la revelación de Dios como la comunicación que hace de sí mismo y de su plan benévolo. Esta revelación de Dios se inserta en el tiempo y en la historia humana: la historia que se convierte en "el lugar donde podemos constatar la acción de Dios en favor de la humanidad. Él se nos manifiesta en lo que para nosotros es más familiar y fácil de verificar, porque pertenece a nuestro contexto cotidiano, sin el cual no llegaríamos a comprendernos." (Juan Pablo II, Enc. Fides et ratio, 12).
El evangelista Marcos –como hemos escuchado--, narra, de manera clara y sintética, los momentos iniciales de la predicación de Jesús: "El tiempo se ha cumplido, y el reino de Dios está cerca" (Mc. 1,15). Lo que ilumina y da sentido pleno a la historia del mundo y del hombre comienza a brillar en la cueva de Belén; es el misterio que contemplaremos dentro de poco tiempo en Navidad: la salvación que se realiza en Jesucristo. En Jesús de Nazaret, Dios muestra su rostro y le pide al hombre la decisión de reconocerlo y seguirlo. La revelación de Dios en la historia, para entrar en una relación de diálogo de amor con el hombre, le da un nuevo significado a la entera experiencia humana. La historia no es una simple sucesión de siglos, años, y de días, sino es el tiempo de una presencia que da pleno sentido y la abre a una esperanza sólida.
¿Dónde podemos leer las etapas de esta revelación de Dios? La Sagrada Escritura es el lugar privilegiado para descubrir los acontecimientos de este caminar, y quisiera -- una vez más--, invitar a todos, en este Año de la fe, a asumir con mayor frecuencia la Biblia para leerla y meditar en ella, y para prestarle más atención a la lectura en la misa dominical, todo lo cual es un alimento valioso para nuestra fe.
Leyendo el Antiguo Testamento, vemos que la intervención de Dios en la historia de la gente que ha elegido y con quien ha hecho un pacto, no son hechos que se mueven y caen en el olvido, sino que se convierten en "memoria", constituyen en conjunto la "historia de la salvación", mantenida viva en la conciencia del pueblo de Israel, a través de la celebración de los acontecimientos salvíficos. Así, en el Libro del Éxodo, el Señor le dice a Moisés para celebrar el gran momento de la liberación de la esclavitud de Egipto, la Pascua hebrea con estas palabras: "Este será para ustedes un día memorable y deberán solemnizarlo con una fiesta en honor del Señor. Lo celebrarán a lo largo de las generaciones como una institución perpetua" (12,14). Para todo el pueblo de Israel, recordar lo que Dios ha hecho se convierte en una especie de imperativo permanente debido a que el paso del tiempo está marcado por la memoria viva de los acontecimientos pasados, que así forman, día tras día, de nuevo la historia y permanecen presentes.
En el libro del Deuteronomio, Moisés habló al pueblo, diciendo: " Pero presta atención y ten cuidado, para no olvidar las cosas que has visto con tus propios ojos, ni dejar que se aparten de tu corazón un sólo instante. Enséñalas a tus hijos y a tus nietos. "(4,9). Y así nos dice también a nosotros: "Cuida de no olvidar las cosas que Dios ha hecho con nosotros”.
La fe es alimentada por el descubrimiento y el recuerdo del Dios que es siempre fiel, que guía la historia y es el fundamento seguro y estable sobre el cual apoyar la propia vida. También el canto del Magnificat, que la Virgen María eleva a Dios, es un ejemplo claro de esta historia de la salvación, de esta historia que permite que siga y esté presente la acción de Dios. María alaba el acto misericordioso de Dios en el camino concreto de su pueblo, la fidelidad a las promesas de la alianza hechas a Abraham y a su descendencia; y todo esto es memoria viva de la presencia divina que nunca falla (cf. Lc 1,46-55).
Para Israel, el éxodo es el acontecimiento histórico central en el que Dios revela su poderosa acción. Dios libera a los israelitas de la esclavitud en Egipto, para que puedan regresar a la Tierra Prometida y adorarlo como el único Dios verdadero. Israel no comienza a ser un pueblo como los otros --para tener también él una independencia nacional--, sino para servir a Dios en el culto y en la vida, para crear para Dios un lugar donde el hombre esté en obediencia a Él, donde Dios esté presente y sea adorado en el mundo; y, por supuesto, no solo para ellos, sino para dar testimonio en medio de los otros pueblos.
Y la celebración de este acontecimiento es para hacerlo presente y real, para que la obra de Dios no se vea afectada. Él cree en su plan de liberación y continúa a seguirlo. A fin de que el hombre pueda reconocer y servir a su Señor y responder con fe y amor a su acción.
Entonces Dios se revela no solo en el acto primordial de la creación, sino entrando en nuestra historia, en la historia de un pequeño pueblo que no era ni el más grande ni el más fuerte. Y esta revelación de Dios que va adelante en la historia, culmina en Jesucristo: Dios, el Logos, la Palabra creadora que está al origen del mundo, se encarnó en Jesús y mostró el verdadero rostro de Dios. En Jesús se cumple toda promesa, en Él culmina la historia de Dios con la humanidad. Cuando leemos la historia de los dos discípulos en el camino a Emaús, narrado por san Lucas, vemos cómo brota claramente que la persona de Cristo ilumina el Antiguo Testamento, toda la historia de la salvación y muestra el gran diseño unitario de los dos Testamentos, muestra el camino de su unidad.
De hecho, Jesús explica a los dos caminantes perdidos y desilusionados el cumplimiento de cada promesa: "Y comenzando por Moisés y continuando en todas las Escrituras lo que se refería a él." (24,27). El evangelista narra la exclamación de los dos discípulos después de reconocer que el compañero de viaje era el Señor: "¿No ardía acaso nuestro corazón, mientras nos hablaba en el camino y nos explicaba las Escrituras?" (v. 32).
El Catecismo de la Iglesia Católica resume las etapas de la Revelación divina mostrando sintéticamente el desarrollo (cf. nn 54-64.): Dios ha llamado al hombre desde el principio a una comunión íntima con Él, e incluso cuando el hombre, por su propia desobediencia, perdió su amistad, Dios no lo ha abandonado al poder de la muerte, sino que ofreció muchas veces a los hombres su alianza (cf. Misal Romano, Plegaria Euc. IV).
El Catecismo sigue el camino de Dios con el hombre desde la alianza con Noé después del diluvio, a la llamada de Abraham a dejar su tierra para hacerlo padre de una multitud de naciones. Dios constituyó a Israel como su pueblo, a través del acontecimiento del Éxodo, la alianza del Sinaí y el don, por medio de Moisés, de la ley para ser reconocido y servido como el único Dios vivo y verdadero. Con los profetas, Dios conduce a su pueblo en la esperanza de la salvación.
Sabemos --a través de Isaías--, el "segundo Éxodo", el retorno del exilio de Babilonia a la tierra, el restablecimiento del pueblo; al mismo tiempo, sin embargo, muchos siguieron en la dispersión y así comienza la universalidad de esta fe. Al final no esperan más a un solo rey, David, un hijo de David, sino un "Hijo del hombre", la salvación de todos los pueblos. Se dan encuentros entre las culturas, por primera vez en Babilonia y Siria, y luego también con la multitud griega. Vemos así cómo el camino de Dios es cada vez mayor, cada vez más abierto al misterio de Cristo, Rey del universo. En Cristo se realiza finalmente la revelación en su plenitud, el plan amoroso de Dios: Él mismo se convierte en uno de nosotros.
Hago una pausa para recordar la acción de Dios en la historia humana, para mostrar las etapas de este gran proyecto de amor demostrado en el Antiguo y Nuevo Testamento: un único plan de salvación dirigido a toda la humanidad, progresivamente revelado y realizado por el poder de Dios, donde Dios siempre reacciona a las respuestas del hombre y encuentra nuevos inicios para la alianza cuando el hombre se pierde.
Esto es crucial en el camino de la fe. Estamos en el tiempo litúrgico de Adviento, que nos prepara para la Navidad. Como todos sabemos, la palabra "Adviento" significa "venida", "presencia", y antiguamente significaba la llegada del rey o del emperador a una provincia en particular. Para nosotros los cristianos, la palabra significa una realidad maravillosa e inquietante: el mismo Dios ha cruzado el cielo y se ha inclinado frente al hombre; ha forjado una alianza con él, entrando en la historia de un pueblo; Él es el rey que bajó a esta provincia pobre que es la tierra, y nos ha dado el don de su visita asumiendo nuestra carne, convirtiéndose en uno como nosotros.
El Adviento nos invita a seguir el camino de esta presencia y nos recuerda una y otra vez que Dios no ha salido del mundo, no está ausente, no nos ha abandonado, sino que viene a nosotros de diferentes maneras, que debemos aprender a discernir. Y también nosotros, con nuestra fe, nuestra esperanza y nuestra caridad, estamos llamados todos los días a reconocer y dar testimonio de esta presencia, en un mundo a menudo superficial y distraído, a hacer brillar en nuestra vida la luz que iluminaba la cueva de Belén . Gracias.

El Papa Benedicto y su "Twit"



"Queridos amigos, me uno a vosotros con alegría por medio de Twitter. Gracias por vuestra respuesta generosa. Os bendigo a todos de corazón."
Primer mensaje de twitter de Benedicto XVI @Pontifex_es

La iniciativa de Benedicto XVI de lanzar hoy su primer mensaje a través de twitter me ha hecho dar un rápido repaso a los distintos medios empleados para trasmitir el Evangelio.

En la ópera-rock Jesus Christ Superstar, Judas interpela a Jesús, a quien no logra entender. Entre otras cosas le pregunta, en tono de reproche:
Why'd you choose such a backward time in such a strange land?
If you'd come today you could have reached a whole nation.
Israel in 4 BC had no mass communication. 

En mi traducción:" ¿Por qué elegiste venir hace tanto tiempo y en un país tan extraño? Si hubieras venido hoy podrías haber llegado a una nación entera: Israel en el año 4 A. C. no tenía medios de comunicación de masas."

Efectivamente, Jesús no contó en su época con más recursos que los que podía utilizar un maestro de su tiempo: formar un grupo de discípulos, para que luego fueran multiplicadores de su mensaje, y predicar en cuanto espacio público abierto fuera accesible: en las puertas de las ciudades, en las calles, en los pueblos, a orillas del mar, en los prados donde había pasto en el que sentarse... La comunicación era muy intensa, muy directa. La gente está muy cerca de él... "¿Quién me ha tocado?" dice Jesús en una ocasión muy conocida. La gente podía tocarlo y Él tocaba también a la gente, imponiendo sus manos. Ese contacto que comunicaba el amor, la misericordia, el perdón del Padre Dios, dejó una profunda huella en cada una de las personas que tuvo la dicha de vivirlo.

Por otra parte, Jesús utilizaba recursos que ayudaban a que sus palabras fuesen recordadas.
El primero y más notorio era el de las parábolas.
Cuando escuchamos las lecturas de la Misa con atención, por más esfuerzo que hagamos, siempre será más fácil recordar el contenido de una parábola que un pasaje de una carta de San Pablo, por ejemplo. Sobre todo si la parábola es un relato, con personajes que imaginamos, con una secuencia de acciones que se van encadenando... todo eso ayuda a recordarla.


Un biblista inglés (y perdónenme otra cita en ese idioma) dijo, aludiendo a Jesús algo así como "great teachers always repeat themselves": "los grandes maestros siempre se repiten a sí mismos". Con esto quería decir que Jesús no contó una sola vez cada una de las parábolas, sino que, seguramente, las repitió yendo de pueblo en pueblo. Los discipulos pudieron recordar y trasmitir la parábola del amor del Padre o de los dos hijos (comúnmente llamada del "hijo pródigo") porque la oyeron varias veces, además de la llegada que el hermoso mensaje pudiera tener a su corazón de discípulos.

Pero Jesús manejaba otros recursos. Un biblista alemán, empeñado en llegar a las "mismísimas palabras de Jesús", es decir, a sus palabras dichas en la lengua aramea, que Jesús hablaba, tomó el texto griego del Evangelio (que es el texto original que tenemos) y lo "retro-tradujo" al arameo. Un trabajo difícil, de mucha paciencia, realmente admirable. Su esfuerzo tuvo una recompensa especial. Al retro-traducir pasajes como las bienaventuranzas, se encontró con que eran algo parecido a nuestros refranes, es decir, algo que suena como un "versito", porque tienen cierto ritmo, porque hay algo de rima. Por ejemplo: "al que madruga Dios lo ayuda". Jesús construía ese tipo de frases y, así como cuando oímos un refrán lo recordamos porque nos ayuda el ritmo y la rima, también sucedía así con algunos discursos de Jesús.

En cuanto a Pablo, utiliza los mismos recursos de Jesús, es decir la predicación en lugares públicos: lugares de reunión, como las sinagogas o el lugar donde va la gente que tiene algo para decir en las ciudades griegas: el ágora (la plaza). Va al Aerópago de Atenas. Pero también, como lo señala uno de los biblistas que ha dedicado más tiempo de su vida a estudiar a Pablo, utiliza su propio trabajo (fabricación de carpas) que, como muchos artesanos, hacía instalándose en la calle, para hablar con los clientes que esperaban o con quienes se detenían a mirar. Para él, todo era ocasión de anunciar el Evangelio "a tiempo y a destiempo".

Pablo es famoso por sus cartas (las "epístolas") que solía preparar junto a sus compañeros de equipo misionero (aunque el estilo de Pablo es muy fuerte en ellas). Las cartas están dirigidas a diferentes comunidades. Muchas veces hacen necesario un ejercicio de imaginación, porque, como sucede en nuestras cartas actuales, hay cosas que se dan por supuestas, porque el destinatario las conoce bien. Sin embargo, las cartas comenzaron a ser copiadas (¡a mano!) y difundidas entre las comunidades creyentes, porque las reconocieron como fruto de inspiración divina y de un valor que transcendía la vida de la comunidad a la que había sido enviada cada una de ellas.

Desde los tiempos de Jesús, primer evangelizador, y los de Pablo, gran misionero, hasta nuestro tercer milenio de cristianismo, los medios se han multiplicado. Las maneras de llegar con el mensaje del Evangelio son muchísimas; pero el desafío sigue siendo el mismo: anunciar a todos la Buena Noticia. Eso es lo que sigue haciendo Benedicto XVI a través de este nuevo medio que ha comenzado a utilizar. Pero no nos quedemos mirando... también nosotros somos enviados por Jesús a anunciar en nuestro mundo, hoy. Por todos los medios a nuestro alcance.

+ Heriberto

martes, 11 de diciembre de 2012

Reunión del Clero de Melo


Desde la mañana hasta la tarde de este día, el Clero de Melo (Diáconos, Presbíteros, Obispo) tuvo su reunión de fin de año.
La misma estuvo dedicada en la mañana al estudio y reflexión pastoral sobre el Sacramento de la Reconciliación o Confesión, con la orientación del P. Juan Algorta SDB. El P. Algorta es doctor en Teología Moral, materia que enseñó durante muchos años en la hoy Facultad de Teología. Fue Inspector Salesiano y actualmente es párroco en Juan Lacaze, Colonia.
En la tarde, fueron varios los temas considerados. Se dedicó un buen momento de la jornada a expresar el reconocimiento y gratitud a dos sacerdotes que continuarán su misión lejos de la Diócesis: el P. Juan Gastón, salesiano, que marcha a Las Piedras y que vivió sus tres primeros años de sacerdocio en Melo; el P. Thomas, que regresa a su patria de Escocia después de largos y generosos años en Uruguay, primero como misionero laico de la Legión de María y luego como sacerdote diocesano. Su partida será a comienzos de febrero de 2013.
El Clero acordó también emitir una breve declaración con referencia a la reciente Ley de despenalización del aborto. El texto es el siguiente:
Declaración del Clero de la Diócesis de Melo
Ante la reciente aprobación de la despenalización del aborto, los Diáconos, los Presbíteros y el Obispo de la Diócesis de Melo (departamentos de Cerro Largo y Treinta y Tres) declaramos nuestro apoyo a la derogación de esa ley y llamamos a cada católico a que, en conciencia, tome su decisión al respecto.
Asimismo, se dio apoyó al Diácono Néstor para que integre, en nombre de la Diócesis, la Comisión pro Referéndum que se está formando en Cerro Largo para la derogación de dicha ley. Se dejó a consideración de cada párroco con su comunidad la posibilidad de habilitar algún espacio para recoger firmas pro referéndum.
La reunión se realizó en un ambiente de gran fraternidad. No faltó un tiempo de oración, motivado también por el P. Algorta, al comienzo de la reunión.

miércoles, 5 de diciembre de 2012

Catequesis de Benedicto XVI en el Año de la Fe (8) La Fe: abandonarse en el océano de la bondad de Dios.

La obediencia de la fe no es un acto de imposición, sino un dejarse,
un abandonarse en el océano de la bondad de Dios.

Queridos hermanos y hermanas:
Al comienzo de su carta a los cristianos de Éfeso (cf. 1, 3-14), el apóstol Pablo eleva una oración de bendición a Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo, oración que hemos hemos escuchado recién, y que nos introduce a vivir el tiempo del Adviento, en el contexto del Año de la fe. El tema de este himno de alabanza es el plan de Dios con respecto al hombre, que se define en términos llenos de alegría, de asombro y de gratitud, como un "benévolo designio" (v. 9), de misericordia y de amor.
¿Por qué el apóstol eleva a Dios, desde lo más profundo de su corazón, esta bendición? Debido a que ve su obra en la historia de la salvación, que culmina en la encarnación, muerte y resurrección de Jesús, y contempla cómo el Padre Celestial nos ha elegido antes de la fundación del mundo, para ser sus hijos adoptivos, en su Hijo Unigénito, Jesucristo (cf. Rm. 8,14 s; Gal. 4,4s). Por lo tanto, nosotros existimos desde la eternidad en la mente de Dios, en un gran proyecto que Dios ha reservado para sí mismo y que ha decidido poner en práctica y de revelar en "la plenitud de los tiempos" (cf. Ef. 1,10). San Pablo nos ayuda a entender, cómo toda la creación y, en particular, el hombre y la mujer no son el resultado de la casualidad, sino que responden a un proyecto de bondad de la razón eterna de Dios, que con la fuerza creadora y redentora de su Palabra, da origen al mundo. Esta primera afirmación nos recuerda que nuestra vocación no es simplemente existir en el mundo, estar insertados en una historia, ni tampoco ser solamente una criatura de Dios; es algo más grande: es el haber sido elegidos por Dios incluso antes de la creación del mundo, en el Hijo, Jesucristo. En Él, existimos , por así decirlo, ya desde siempre. Dios nos considera en Cristo, como hijos adoptivos. El "proyecto benévolo" de Dios, que es calificado por el Apóstol como "proyecto de amor" (Ef. 1,5), es definido como "el misterio" de la voluntad de Dios (v. 9), escondido y ahora revelado en la Persona y en la obra de Cristo. La iniciativa divina precede a toda respuesta humana: es un don gratuito de su amor que nos envuelve y nos transforma.
Pero ¿cuál es el objetivo final de este plan misterioso? ¿Cuál es el centro de la voluntad de Dios? Es aquello, --nos dice san Pablo--, de "hacer que todo tenga a Cristo por cabeza" (v. 10). En esta expresión se encuentra una de las formulaciones centrales del Nuevo Testamento que nos hacen entender el plan de Dios, y su designio de amor por la humanidad, una formulación que en el siglo II, san Ireneo de Lyon colocó como núcleo de su cristología: "recapitular" toda la realidad en Cristo. Tal vez algunos de ustedes recuerden la fórmula usada por el papa san Pío X para la consagración del mundo al Sagrado Corazón de Jesús: "Restaurar todas las cosas en Cristo" (Instaurare omnia in Christo), una fórmula que hace referencia a esta expresión paulina, y que también fue el lema de aquel santo Pontífice.
El Apóstol, sin embargo, habla más específicamente de recapitular el universo en Cristo, y esto significa que en el gran esquema de la creación y de la historia, Cristo se presenta como el centro de todo el camino del mundo, la columna vertebral de todo, que atrae a sí mismo la totalidad de la realidad misma, para superar la dispersión y el límite, y conducir todo a la plenitud querida por Dios (cf. Ef. 1,23).
Este "designio benevolente" no ha permanecido, por así decirlo, en el silencio de Dios, en la cumbre de su Cielo, sino que Él lo ha hecho saber entrando en relación con el hombre, al cual no le ha revelado cualquier cosa, sino a sí mismo. Él no ha comunicado simplemente un conjunto de verdades, sino que se ha auto-comunicado a nosotros, hasta ser uno de nosotros, a encarnarse. El Concilio Vaticano II en la Constitución Dogmática Dei Verbum dice: "Dispuso Dios en su sabiduría revelarse a Sí mismo y dar a conocer el misterio de su voluntad, mediante el cual los hombres, por medio de Cristo, Verbo encarnado, tienen acceso al Padre en el Espíritu Santo y se hacen consortes de la naturaleza divina" (n. 2). Dios no solo dice algo, sino que se comunica, nos introduce en la naturaleza divina, de modo que estemos envueltos en ella, divinizados. Dios revela su gran proyecto de amor al entrar en relación con el hombre, acercándose a él hasta el punto de hacerse él mismo un hombre. "Lo invisible de Dios --continúa la Dei Verbum--, en su abundante amor, habla a los hombres como amigos (cf. Ex. 33,11; Jn. 15,14-15) y mora con ellos (cf. Ba. 3,38) para invitarlos a la comunicación consigo y recibirlos en su compañía" (ibid.). Con la sola inteligencia y sus capacidades, el hombre no habría podido alcanzar esta revelación tan brillante del amor de Dios; es Dios quien ha abierto su cielo y se abajado para conducir al hombre hacia el abismo de su amor.
Más aún, san Pablo escribe a los cristianos de Corinto: "Lo que ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni al corazón del hombre llegó, lo que Dios preparó para los que le aman. Porque a nosotros nos lo reveló Dios por medio del Espíritu; y el Espíritu todo lo sondea, hasta la profundidades de Dios" (1 Co. 2, 9-10). Y san Juan Crisóstomo, en una famosa página de comentario a la Carta a los Efesios, invita a disfrutar de toda la belleza del "benévolo designio" de Dios revelado en Cristo. Y san Juan Crisóstomo dice: "¿Qué te falta? Te has convertido en inmortal, te has hecho libre, te has convertido en hijo, te has convertido en justo, eres un hermano, te has convertido en un coheredero, con Cristo reinas, con Cristo eres glorificado. Todo se nos ha dado, y --como está escrito-- ¿cómo no nos dará con él graciosamente todas las cosas?" (Rm. 8,32). Tus primeros frutos (cf. 1 Co. 15, 20.23) son adorados por los ángeles [...]: ¿qué te falta?" (PG 62.11).
Esta comunión en Cristo por obra del Espíritu Santo, ofrecida por Dios a todos los hombres con la luz de la Revelación, no es algo que se superpone a nuestra humanidad, sino que es el cumplimiento de los más profundos anhelos, de aquel deseo del infinito y de plenitud que habita en las profundidades del ser humano, y lo abre a una felicidad no temporal y limitada, sino eterna. San Buenaventura de Bagnoregio, en referencia a Dios que se revela y nos habla a través de las Escrituras, para llevarnos a Él, dice: "La Sagrada Escritura es [...] el libro en el que están escritas palabras de vida eterna para que, no solo creamos, sino también poseamos la vida eterna, donde veremos, amaremos y todos nuestros deseos se realizarán" (Breviloquium, Prol., Opera Omnia V, 201s.).
Finalmente, el beato papa Juan Pablo II dijo, y cito, que "La Revelación introduce en la historia un punto de referencia del cual el hombre no puede prescindir, si quiere llegar a comprender el misterio de su existencia; pero, por otra parte, este conocimiento remite constantemente al misterio de Dios que la mente humana no puede agotar, sino sólo recibir y acoger en la fe." (Fides et ratio, 14).
En esta perspectiva, ¿cuál es entonces el acto de fe? Es la respuesta del hombre a la Revelación de Dios, que se da a conocer, que manifiesta su designio de benevolencia; y es, para usar una expresión de san Agustín, dejarse tomar de la verdad que es Dios, una verdad que es Amor. Por esto san Pablo subraya como a Dios, que ha revelado su misterio, se le deba "la obediencia de la fe" (Rm. 16,26; cf.1,5; 2 Co. 10, 5-6), la actitud con la que "el hombre se confía libre y totalmente a Dios, "prestando a Dios revelador el homenaje del entendimiento y de la voluntad", y asintiendo voluntariamente a la revelación hecha por El". (Cost. Dogm. Dei Verbum, 5). La obediencia no es un acto de imposición, sino es un dejarse, un abandonarse en el océano de la bondad de Dios.
Todo esto lleva a un cambio fundamental en la manera en que nos relacionamos con la realidad entera, todo aparece en una nueva luz; se trata por lo tanto, de una verdadera "conversión", la fe es un "cambio de mentalidad", porque el Dios que se ha revelado en Cristo y ha dado a conocer su plan de amor, nos toma, nos atrae a sí mismo, se convierte en el sentido que sostiene la vida, la roca sobre la que se puede encontrar la estabilidad. En el Antiguo Testamento encontramos una expresión intensa sobre la fe, que Dios confía al profeta Isaías para comunicárselo al rey de Judá, Acaz. Dios dice: "Si no se afirman en mí –o sea, si no se mantienen fieles a Dios--, no serán firmes" (Is 7,9 b). Por lo tanto, existe un vínculo entre el permanecer y el comprender, que expresa bien cómo la fe es un acoger en la vida la visión de Dios sobre la realidad, dejar que Dios nos guíe a través de su Palabra y de los sacramentos, para entender lo que debemos hacer, cuál es el camino que debemos tomar, cómo vivir. Al mismo tiempo, sin embargo, es la comprensión a la manera de Dios, y ver con sus propios ojos lo que hace una vida sólida, que nos permite "estar de pie", y no caer.
Queridos amigos, el Adviento, el tiempo litúrgico que apenas hemos empezado, y que nos prepara para la Navidad, nos pone de frente el luminoso misterio de la venida del Hijo de Dios, al gran "diseño de bondad" con el que quiere atraernos a Sí, para hacernos vivir en plena comunión de alegría y de paz con Él. El Adviento nos invita una vez más, en medio de muchas dificultades, a renovar la certeza de que Dios está presente: Él ha venido al mundo, convirtiéndose en un hombre como nosotros , para traer la plenitud de su designio de amor. Y Dios exige que también nosotros nos convirtamos en una señal de su acción en el mundo. A través de nuestra fe, nuestra esperanza, nuestro amor, Él quiere entrar en el mundo siempre de nuevo, y quiere siempre de nuevo hacer resplandecer su luz en la noche.