miércoles, 12 de abril de 2017

Misa Crismal en la Catedral de Melo. Homilía de Mons. Heriberto.



Queridas hermanas, queridos hermanos:

El lunes 27 de marzo nuestra Catedral recibió la visita de la reliquia de San Juan Pablo II que nos llegó gracias a las Hermanas Siervas de los Corazones Traspasados de Jesús y María. Vivimos una intensa jornada, que culminó con una Misa con el templo colmado. Esta visita nos llegó a 30 años de la primera visita del Papa Juan Pablo al Uruguay, y a 29 años de su visita a Melo, que se cumplirán el próximo 8 de mayo.

Ha sido el reencuentro con un amigo, que vino a traernos con su intercesión consuelo y fortaleza. Ante esta reliquia, como muchos de ustedes, presenté mis peticiones. Pedí la intercesión de San Juan Pablo II por esta Diócesis de Melo, porción del Pueblo de Dios que peregrina en Cerro Largo y Treinta y Tres. He rezado por todos los habitantes de la Diócesis; por los jóvenes, especialmente por aquellos que buscan su camino en la vida, a veces de forma tan confusa, pero también por aquellos que se animan a preguntarse por una posible vocación sacerdotal; he rezado por todos los miembros de nuestras comunidades, por todas las religiosas y por todos los diáconos y sacerdotes. He rezado también por quienes, siendo ministros de la Iglesia, tuvieron una conducta deplorable que provocó muchas heridas y he rezado por todos los que han sufrido y siguen sufriendo las consecuencias directas e indirectas de esas acciones desgraciadas.

En este día los diáconos y sacerdotes vamos a renovar las promesas que hicimos al recibir el Orden Sagrado.

La más importante de esas promesas, que hace posible y da sentido a las otras está expresada en esta pregunta: “¿Quieren unirse más fuertemente a Cristo y configurarse con él?”
En su carta “La alegría del Evangelio”, el Papa Francisco llama a cada cristiano “a renovar ahora mismo su encuentro personal con Jesucristo” e insiste de muchas maneras… “¡Nos hace tanto bien volver a Él cuando nos hemos perdido! Insisto una vez más: Dios no se cansa nunca de perdonar, somos nosotros los que nos cansamos de acudir a su misericordia” (1).

Ese llamado a la renovación de nuestro encuentro con Cristo no es sólo para los sacerdotes; es para cada cristiano. Pero los sacerdotes tenemos como misión ayudar a nuestros hermanos a vivir su encuentro con el Señor. ¿Cómo podríamos hacerlo si nosotros mismos no lo buscamos? ¿Más aún, si no nos unimos “más fuertemente” a Él, si no nos “configuramos” con Él?

Hoy serán bendecidos los aceites que se utilizan en la unción de los catecúmenos y en el sacramento de la Unción de los Enfermos y será consagrado el Santo Crisma.

Con ese Santo Crisma serán ungidos todos los bautizados desde ahora hasta la próxima Semana Santa; serán ungidos todos los confirmados y… si Dios quiere sorprendernos, ya que no está previsto, tal vez sean ungidas las manos de un sacerdote, como lo fueron las de Fray Adeíldo el pasado 25 de marzo. Una ordenación que nuestra Diócesis recibió como un regalo y una gracia.

Ungir a una persona es aplicarle aceite sobre el cuerpo. Cuando esto se hace por voluntad de Dios, como vemos tantas veces en la Biblia, esa persona pasa a ser “el Ungido de Yahveh”, el Ungido de Dios.

En la lengua hebrea, en la que se escribe el Antiguo Testamento, la palabra “ungido” se dice “mesías”; en la lengua griega, en la que se escribe el Nuevo Testamento, esa palabra es “Cristo”. Jesús es el “Ungido”, es decir, “el Mesías”, “el Cristo”. Cada cristiano, ya en el bautismo pero especialmente en la confirmación es ungido, uniéndose de esa forma al Mesías, al Cristo, al Hijo de Dios.

El gesto de la Unción tiene un profundo significado; expresa que el Espíritu Santo pasa a habitar en la persona que ha sido ungida. Es lo que dice el Evangelio que hemos escuchado. Jesús lee las palabras del profeta Isaías: “El Espíritu del Señor está sobre mí, porque el Señor me ha ungido”.

Lleno del Espíritu Santo, Jesús “se presenta abiertamente como Aquél a quien el Padre “ha ungido” (Is 61, 1) y “ha enviado” (Ibíd.) al mundo; el que viene con la potencia del Espíritu de Dios para anunciar la Buena Nueva: la Buena Nueva del Evangelio” (2).
Todos los cristianos recibimos el Espíritu Santo para participar en la misión de Cristo de proclamar el Evangelio a todas las naciones. Todos somos discípulos misioneros del Resucitado. Como lo enseña el Concilio Vaticano II:
“Los bautizados… son consagrados por la regeneración y la unción del Espíritu Santo como casa espiritual y sacerdocio santo... Por ello todos los discípulos de Cristo, perseverando en la oración y alabando juntos a Dios (cf. Hch 2,42-47), ofrézcanse a sí mismos como hostia viva, santa y grata a Dios (cf. Rm 12,1) y den testimonio por doquiera de Cristo, y a quienes lo pidan, den también razón de la esperanza de la vida eterna que hay en ellos (cf. 1 P 3,15)”. (3)
Los sacerdotes, enseña el mismo Concilio, estamos “llamados para servir al Pueblo de Dios” (4). Para eso necesitamos vivir y renovar diariamente una profunda unión con Cristo. Más aún, se nos pide que prometamos configurarnos cada día más a Cristo. En esa configuración, nos ayuda recordar las palabras de San Juan Pablo II a los sacerdotes y personas consagradas en su primera visita al Uruguay:
“Queridos hijos todos: Frecuenten el trato con el divino Maestro realmente presente en la Eucaristía. Sólo así podrán ustedes descubrir a los fieles el secreto de la vida cristiana. Son palabras del mismo Jesús: “El que permanece en mí y yo en él, ése da mucho fruto, porque sin mí nada pueden hacer” (Jn 15, 5). Sean testigos del amor de Cristo Eucaristía: un amor que espolea a una generosidad sin límites y a una entrega sin reservas a Él, y a través de Él, a todo el que lo busca con sincero corazón.” (5).
En ese mismo mensaje, el Papa Juan Pablo, pensaba también en las dificultades que los sacerdotes encontramos en nuestra misión, y nos decía: 
“No se dejen llevar por el desánimo ante un aparente fracaso en su apostolado. Escuchemos, en cambio, la voz de Cristo que continúa diciéndonos, como a sus Apóstoles: “Remen mar adentro y echen sus redes para pescar” (Lc 5, 4). Sí, como verdaderos Apóstoles, en momentos de zozobra levantamos nuestra mirada hacia el Señor para decirle: Confiamos en Ti, y en tu nombre seguiremos echando las redes; aun a costa de sacrificios e incomprensiones, hemos de proclamar sin temor alguno la verdad completa y auténtica sobre tu persona, sobre la Iglesia que Tú fundaste, sobre el hombre y sobre el mundo que Tú has redimido con tu sangre, sin reduccionismos ni ambigüedades”. (6)
Queridos hermanos presbíteros y diáconos: dejémonos animar por las palabras de este santo al que recibimos como amigo y, al renovar las promesas de nuestra ordenación, comprometámonos a vivirlas auténticamente. Que las dificultades que tengamos que enfrentar vengan de nuestra fidelidad a Cristo y de nuestra entrega total a Él y a los hermanos, y no como consecuencias de caminos y conductas que nos alejan de Él.

Queridas hermanas, queridos hermanos, fieles de la Diócesis de Melo, en esta Misa y en esta renovación de nuestras promesas, la liturgia invita a los fieles a rezar por sus ministros. Les pido encarecidamente su oración por todos nosotros:
  • Por los diáconos permanentes y por sus familias
  • Por todos los sacerdotes que están o han estado en nuestra Diócesis; por quienes siguen en el ministerio para que lo vivan fielmente aquí o donde continúe su misión; por quienes lo han abandonado, para que no abandonen la fe y continúen su vida cristiana en paz.
  • Por nuestro obispo emérito Mons. Roberto Cáceres, que el domingo de Pascua, Dios mediante, cumplirá sus 96 años. El lunes 17 si Dios quiere estaré celebrando con él y llevándole el saludo de todos ustedes.
  • Por nuestro otro obispo emérito Mons. Luis del Castillo para que el Señor le conserve la salud y continúe con bien su misión en Cuba.
  • Finalmente, les pido también que recen por mí, para que yo también pueda unirme cada día más a Cristo y configurarme a Él como Buen Pastor, para servir a toda nuestra comunidad diocesana.

Notas:
(1) Papa Francisco, Evangelii Gaudium, 1.
(2) S. Juan Pablo II, homilía, 9 de mayo de 1988, Salto, Uruguay.
(3) Lumen Gentium, 10.
(4) Lumen Gentium, 28. 
(5) S. Juan Pablo II, alocución, 31 de marzo de 1987, a los sacerdotes y personas consagradas, en la Catedral de Montevideo. 
(6) Íbidem. 

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