miércoles, 28 de junio de 2017

Perder para ganar. XIII Domingo del Tiempo durante el año.






“El que ama a su padre o a su madre más que a mí, no es digno de mí; y el que ama a su hijo o a su hija más que a mí, no es digno de mí.
El que no toma su cruz y me sigue, no es digno de mí.
El que encuentre su vida, la perderá; y el que pierda su vida por mí, la encontrará.”

En el año 1936, en Estados Unidos, un profesor de oratoria y relaciones humanas llamado Dale Carnegie escribió un libro que alcanzaría un gran suceso: “Como ganar amigos e influir sobre las personas”. Lo que escuchamos antes no está tomado de ese libro. Son palabras de Jesús en el Evangelio de San Mateo, que se leen este domingo en la Misa. Son palabras chocantes.

Una de las recomendaciones del libro de Carnegie es “si quieres sacar miel, no patees la colmena”, que es, más o menos, lo que decimos en criollo: “no patear el avispero”. Jesús no parece hacer otra cosa. “El que ama a su padre o a su madre (o a su hijo o a su hija) más que a mí, no es digno de mí”. ¿Qué quiere decir? ¿Por qué dice eso? En este tiempo en que muchas de nuestras familias están bastante destartaladas ¿conviene repetir esas palabras de Jesús? Pero, además ¿no nos da un mandamiento de amor al prójimo? ¿Por qué pone como en oposición el amor a la propia familia y el amor a Él?

Y sin embargo, el principal mandamiento de la Ley de Dios es “amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente” (Mateo 22,37) y el segundo es “amarás a tu prójimo como a ti mismo” (22,38). Sólo Dios puede pedir ser amado primero, con ese amor total; y Jesús es Dios.

Para un cristiano, esta exigencia de Dios no es extraña. Es la exigencia de Dios Padre que nos ha creado por amor, es la exigencia de Dios Hijo que nos ha redimido en la cruz por amor, es la exigencia del Espíritu Santo que por amor está en el corazón del hombre para santificarlo. El amor que Dios pide es el mismo amor que viene de Él. Es un amor que no está en el mismo plano que ninguna forma del amor humano, pero que también nos hace capaces de desprendernos de nuestro egoísmo y de amar al prójimo en verdad, en profundidad. Amor a Dios y amor al prójimo no se oponen, pero el amor a Dios está primero, precisamente para hacer verdad el amor al prójimo.

Ese amor de Dios, ese amor creador, redentor y santificador nos llega concretamente por la mediación de Jesús. Jesús es Dios hecho hombre.
Jesús pide seguirlo. Para los discípulos que él llamó cuando caminaba por esta tierra, seguir a Jesús era algo muy concreto. Algunos dejaron sus barcas y sus redes de pescadores y se fueron con él. Otro dejó su mesa de cobrador de impuestos y se fue con él. Cada uno dejó la vida que tenía hasta ese momento, para caminar siguiendo a Jesús, para ir con él.

Pero hay una condición para seguir a Jesús: tomar la propia cruz. No se puede seguir a Jesús sin llevar la cruz que nos ha tocado. No es extraño que Jesús pida eso. Después de todo, el momento más importante de la vida de Jesús se resume con una palabra: “padeció”. “Padeció bajo el poder de Poncio Pilatos”, decimos al rezar el Credo.

En tiempos de Jesús “tomar la cruz” tenía un significado muy concreto. Y terrible. Era lo que se le obligaba a hacer al condenado a morir en la cruz. Se lo cargaba con el brazo horizontal de la cruz, el “patibulum” y se le hacía recorrer con esa pesada carga un largo trecho hasta el lugar de ejecución, donde esperaba el “stipes”, el palo vertical que completaba la cruz.

Nosotros leemos hoy de forma espiritual esto que dice Jesús de “tomar la cruz”. Y aun así, nos resulta muchas veces difícil. Pensemos cómo sonarían esas palabras para gente que había visto pasar los condenados a muerte llevando el patíbulum. ¿Qué es lo que les está pidiendo Jesús?

Lo que pide Jesús es que se le siga. Caminar detrás de él, o caminar con él, pero siguiendo el camino por el que Jesús va, con todas sus consecuencias, incluyendo la cruz. Más, todavía, el camino es el mismo Jesús. La fe cristiana, la vida cristiana es una vida de seguimiento de Jesucristo, de encuentros con Él, de relación con Él. Jesucristo no es ni una idea ni un mito: es una persona. Una persona muy especial: él es verdadero hombre y verdadero Dios. Por eso él puede decir “Yo soy el camino, la verdad y la vida”.

Jesús no quiere el dolor y el sufrimiento. En el Evangelio lo vemos sanando a los enfermos, consolando, perdonando, combatiendo las injusticias, abriendo esperanza. Más aún, nos confronta con el sufrimiento de los demás como un llamado a que hagamos algo y no pasemos de largo.

Tomar la cruz puede ocurrir de muchas formas. A veces, como para los mártires, la cruz llegó —y sigue llegando para los mártires de hoy— como consecuencia de seguir a Jesús. Aquellos que, como el beato Óscar Romero, arzobispo de San Salvador, lucharon contra el sufrimiento y la injusticia de los “crucificados” de su tiempo, terminan crucificados como Jesús.

Junto a esos testimonios tan fuertes, nos señala el Papa Francisco:
“existen también tantos mártires escondidos, esos hombres y esas mujeres fieles a la fuerza humilde del amor, a la voz del Espíritu Santo, que en la vida de cada día buscan ayudar a los hermanos y amar a Dios sin reservas” (homilía 22.04.2017)

Y agrega Francisco:
«es la cruz del propio deber, la cruz del sacrificarse por los demás con amor —por los padres, los hijos, la familia, los amigos, también por los enemigos—, la cruz de la disponibilidad para ser solidarios con los pobres, para comprometerse por la justicia y la paz. Asumiendo esta actitud, estas cruces, siempre se pierde algo. No debemos olvidar jamás que “quien pierda su vida [por Cristo], la encontrará”. Es un perder para ganar.» (19.06. 2016).

martes, 27 de junio de 2017

A 222 años de la fundación de Melo.


Palabras del Obispo de Melo en el acto conmemorativo de la fundación de la ciudad, comienzo de las obras en la Plaza de la Concordia (recuerdo de la visita de Juan Pablo II) homenaje al Prof. Jorge Boerr.

Las intenciones del fundador

El 7 de mayo de 1795, Agustín de la Rosa escribió al Virrey Pedro Melo, recomendando “el establecimiento de poblaciones en el rincón de la frontera” como medio de
“asegurar las fértiles campiñas de la otra banda [es decir, de esta Banda Oriental] teniendo siempre a raya la nación fronteriza [Portugal] (…) arreglar enteramente aquellos campos para limpiarlos de ladrones facinerosos y contrabandistas (…) reducir los ganados a rodeo (…) y (…) asegurar la inmensa riqueza de esta Provincia en los ramos de cueros, carnes saladas y sebo”.
Sigue diciendo el fundador de Melo:
“Mientras no se adopte el sistema de poblar la frontera y repartir los campos en suertes de estancias es imposible disipar todos los desórdenes” 
y agrega:
“Proporcionar al hombre intereses propios y proporcionarle los modos de asegurarlos y disfrutarlos con tranquilidad son los dos puntos en que conviene fijarse para reducirlo al trabajo, a la Sociedad, al comercio, a la industria y a todo cuanto puede apetecerse para hacerlo útil”.

El capitán español no piensa sólo en aquellos que cuentan con medios para establecerse. Pide al Virrey que se revise la forma en que se entregan los campos
“porque careciendo los más de fondos solo logran establecer estancia los acaudalados, avasallando y precisando a los pobres a que los sirvan por el triste interés de un conchavo o a que, y es lo más común, se abandonen al robo y al contrabando, donde hallan firmes apoyos para subsistir”. 
No será Agustín de la Rosa quien pida “que los más infelices sean los más privilegiados”, pero adelanta esa preocupación, al tiempo que piensa en lo que también se podría resumir como “el fomento de la campaña y seguridad de sus hacendados”, objetivo del reglamento artiguista de 1815.

El mensaje de san Juan Pablo II

193 años y un día después, el 8 de mayo de 1988, en la explanada de la Concordia, frente a un numeroso público entre el que se contaba el presidente Julio María Sanguinetti, san Juan Pablo II entregaba desde Melo, para todo el Uruguay, su mensaje al mundo del trabajo. El Papa presentó la visión cristiana del trabajo, “una dimensión fundamental de la existencia humana sobre la tierra”, a través de la cual el hombre continúa desarrollando la obra del Creador “avanzando cada vez más en el descubrimiento de los recursos y de los valores encerrados en todo lo creado”.
“Por medio del trabajo, [decía el visitante] la persona se perfecciona a sí misma, obtiene los recursos para sostener a su familia, y contribuye a la mejora de la sociedad en la que vive. Todo trabajo es testimonio de la dignidad del hombre, de su dominio sobre la creación, y cualquier trabajo honrado es digno de aprecio.”
Se extendió luego el Papa sobre la construcción de “una civilización del trabajo”, con estas palabras:
“ideal que está al alcance de una sociedad como la vuestra, hondamente arraigada en su histórica vocación cristiana y con un hondo sentido de la justicia y de la igualdad entre los hombres”, pero que también requiere “espíritu de sacrificio, espíritu de colaboración y solidaridad. Sobre todo, su realización exige un esfuerzo educativo de las jóvenes generaciones en las virtudes del trabajo y en la práctica de la espiritualidad que le es propia”.

Deja finalmente,
“una invitación al diálogo sereno entre los que sustentan opiniones diversas acerca de las posibles soluciones de los problemas que hay que resolver”.

Como recuerdo de la visita de Juan Pablo II quedó en el Cerro Largo una cruz, que mira y abraza el campo de Arbolito, donde hace 120 años orientales se enfrentaron en combate fratricida. La Cruz que el Papa bendijo desde el aire, está allí como un llamado permanente al reencuentro, a la reconciliación y a la búsqueda de caminos pacíficos para resolver nuestros conflictos y nuestras diferencias en la procura del bien público.

Se iniciarán ahora los trabajos en la explanada de la Concordia, como otro lugar de recuerdo de aquella visita. Concordia: un nombre que también hace a esa búsqueda de unidad de los corazones en pro del bien común.

Con el paso de los años, el recuerdo de la visita del Papa a Melo no se desvanece, sino que va adquiriendo su verdadera y profunda dimensión. En Cerro Largo y Treinta y Tres –porque esta visita no sólo fue a la ciudad de Melo, sino a la Diócesis de Melo, que abarca ambos departamentos– los católicos nos sentimos naturalmente comprometidos a mantener vivo ese recuerdo. Creemos, sin embargo, que en el legado de esa visita hay muchos valores en los que podemos encontrarnos, desde diferentes creencias o convicciones, todos los que buscamos lo que José Artigas llamaba “la pública felicidad”.

Recuerdo de un hombre bueno: el Prof. Jorge Boerr

Debo aquí trasmitir el saludo, desde Montevideo, de Mons. Roberto Cáceres, que se hace así presente en el homenaje a su amigo, el Prof. Jorge Boerr Leites.

Quiero terminar con una palabra sobre el ciudadano a quien Melo homenajea hoy. Lo conocí a poco de llegar a Melo. Coincidimos en algún acto público. Nadie nos presentó. Él se acercó a mí, me saludó y empezamos a conversar. No supe en ese momento de las convicciones del Prof. Boerr. Lo que me llegó de sus palabras es que me encontraba hablando, con un hombre, como diría Antonio Machado “en el buen sentido de la palabra: bueno”. Un hombre bueno. Un hombre de encuentro. Mucho tiempo después supe que era Colorado. Eso me generó mucho respeto, porque ¡hay que ser colorado en Cerro Largo! Y también ser un católico en el Partido Colorado. Se necesita mucha convicción para ambas cosas; pero esa convicción, él la supo vivir en el respeto, en el diálogo y en el servicio al bien común. Me siento privilegiado y agradecido por haberlo conocido y poder decir hoy al menos una palabra sobre él. Muchas gracias.

lunes, 26 de junio de 2017

Todos llamados a la santidad.


El año próximo se cumplen 30 años de la visita de san Juan Pablo II a Melo. Todos los que vivieron ese acontecimiento fueron testigos de la visita de un santo a nuestra ciudad y a nuestra Diócesis.
Es, por ahora, el único santo reconocido como tal por la Iglesia que nos ha visitado. Sin embargo, hay otras visitas que podemos recordar.

En los libros parroquiales de Melo, Treinta y Tres y Río Branco se encuentra la firma de Mons. Jacinto Vera, el Venerable Jacinto Vera, a quien esperamos un día venerar primero como Beato y luego como santo. Al recibir la noticia de su muerte, ocurrida en plena misión en la localidad de Pan de Azúcar, el 6 de mayo de 1881, don Juan Zorrilla de San Martín exclamó “¡ha muerto el santo!”. En sus palabras se expresaba el sentir del pueblo que reconocía la vida santa del primer obispo del Uruguay.

En ese camino de reconocimiento de santidad se encuentra la Sierva de Dios Madre Giovanna Francisca del Espíritu Santo, fundadora de las Misioneras Franciscanas del Verbo Encarnado. Ella visitó varias veces el Uruguay, incluyendo Fraile Muerto y su campaña, participando en la misión de sus hijas.

Mons. Roberto Cáceres me hizo presente la memoria del P. Bartolomé Pons Sintes, un sacerdote menorquín, es decir, de la Isla de Menorca, en las Baleares, que estuvo en la Diócesis de Melo entre 1919 y 1926. Santa Clara de Olimar fue el lugar desde donde regresó a España, donde murió asesinado en Barcelona el 29 de julio de 1936. El único motivo por el que se le dio muerte fue el de ser un sacerdote católico. Se le hizo atravesar un largo suplicio, que fue pasando desde la burla hasta varias torturas físicas, hasta el momento en que pusieron fin a su vida con dos disparos en la cabeza.

Es una Gracia muy grande haber conocido y haber estado con personas santas.
Pero la santidad no el solo para obispos, sacerdotes y religiosas.
Todos los bautizados estamos llamados a la santidad.

Ya en el Antiguo Testamento Dios llama a su pueblo elegido a ser “un pueblo santo”. Ese mismo llamado continúa, aún con más énfasis, en el Nuevo Testamento. El Concilio Vaticano II recupera esa doctrina constante de la Iglesia, al tiempo que nos hace ver que esa santidad se puede alcanzar en cualquier estado de vida.

San Josemaría Escrivá de Balaguer hizo de ese llamado a la santidad un aspecto central de su predicación. En la Misa de canonización san Juan Pablo II subrayó ese aspecto: San Josemaría
“no dejaba de invitar a sus hijos espirituales a invocar al Espíritu Santo para hacer que la vida interior, es decir, la vida de relación con Dios y la vida familiar, profesional y social, plena de pequeñas realidades terrenas, no estuvieran separadas, sino que constituyeran una sola existencia "santa y llena de Dios". "A ese Dios invisible -escribió- lo encontramos en las cosas más visibles y materiales".

También hoy esta enseñanza suya es actual y urgente. [decía también san Juan Pablo II] El creyente, en virtud del bautismo, que lo incorpora a Cristo, está llamado a entablar con el Señor una relación ininterrumpida y vital. Está llamado a ser santo y a colaborar en la salvación de la humanidad.”

Todos recordamos personas buenas que han pasado por nuestra vida. Hombres y mujeres que fueron para cada uno de nosotros testigos de la fe, viviendo su vida cristiana con sencillez y en el servicio generoso al Señor y a los hermanos.

Dejemos que la prédica de San Josemaría nos anime hoy para seguir buscando en nuestra vida familiar, en nuestro trabajo, en nuestra responsabilidad ciudadana y en toda circunstancia de nuestra vida, la santidad a la que estamos llamados desde nuestro Bautismo. Que así sea.
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+ Heriberto Bodeant, Obispo de Melo
Homilía en la Misa de la memoria de San Josemaría Escrivá de Balaguer.
Catedral de Melo, 26 de junio de 2017

miércoles, 21 de junio de 2017

Un secreto a voces. XII Domingo del Tiempo durante el año.






“Debe existir un secreto cuyo conocimiento nos liberaría de todas las frustraciones, ya sea porque ese secreto nos conduciría a la salvación, o porque el hecho de conocerlo representaría la salvación. ¿Existe un secreto tan luminoso?”
Así habla uno de los personajes de la novela “El Péndulo de Foucault”, de Umberto Eco. Eco fue un escritor, filósofo, profesor universitario italiano, fallecido el año pasado. En esta novela hace un impresionante catálogo de sociedades secretas, sectas ocultistas, grupos esotéricos. Gente en búsqueda desesperada de un secreto que pueda dar la completa felicidad a quien lo posea.

Esta inquietud existe desde la antigüedad. El personaje de Eco sigue hablando y nos cuenta que sucedió y cómo reaccionaron esos grupos cuando apareció el cristianismo:
“… acababa de llegar uno que se decía hijo de Dios, el hijo de Dios que se hace carne, y redime los pecados del mundo. ¿Era un misterio de poca monta?
Y prometía la salvación a todos, bastaba con amar al prójimo. ¿Era un secreto sin importancia?
Su legado era que quien supiese pronunciar las palabras justas en el momento justo podría transformar un trozo de pan y medio vaso de vino en la carne y la sangre del hijo de Dios, y hacer de ellas su alimento. ¿Era un enigma despreciable?
(…) Y, sin embargo, esa gente que ya tenía la salvación al alcance de la mano, (…) nada, no se inmutaba. ¿Esa es toda la revelación? ¡Qué trivialidad!
Y se lanzaron, histéricos, a recorrer con sus veloces proas todo el Mediterráneo en busca de otro saber perdido, un saber del que esos dogmas de treinta denarios sólo fueran el velo aparente, la parábola para los pobres de espíritu, el jeroglífico alusivo, (…). ¿El misterio trinitario? Demasiado fácil, debe de ocultar alguna otra cosa.
Hubo alguien, quizá Rubinstein, que cuando le preguntaron si creía en Dios respondió: “Oh no… yo creo… en algo mucho más grande...” Pero hubo otro (¿quizá Chesterton?) que dijo: “Desde que los hombres han dejado de creer en Dios, no es que no crean en nada, creen en todo.”
Pero vamos al Evangelio, miremos lo que hace Jesús… había momentos en que enseñaba a todos, pero se nos dice que algunas cosas las explicaba “en privado a sus discípulos” (Marcos 4,34). Más aún, hubo momentos en que se llevó aparte a tres de ellos. Los demás no oían ni veían… ¿Había una enseñanza secreta? ¿Había cosas que Jesús sólo trasmitía a algunos elegidos? Sin embargo, todo lo que Jesús trasmitió ha llegado a nosotros. La revelación es un proceso pedagógico. Tiene pasos, como todo aprendizaje. San Pablo decía a los corintios “les di a beber leche, no alimento sólido, porque todavía no podían recibirlo” (1 Co 3,2).

En el Evangelio que leemos en las misas de este domingo, Jesús dice a los apóstoles:
“No hay nada oculto que no deba ser revelado,
y nada secreto que no deba ser conocido.
Lo que yo les digo en la oscuridad, repítanlo en pleno día;
y lo que escuchen al oído, proclámenlo desde lo alto de las casas.”
(Mateo 10,26-27)
Jesús anima a sus apóstoles a trasmitir a todo el mundo, sin miedo, lo que Él ha enseñado. La iniciación cristiana, es verdad, no se hace en un día; pero no existen enseñanzas ni ritos secretos. Los sacramentos, la Misa, se celebran en iglesias a puertas abiertas, públicamente. Cuando el mensaje de Jesús ha tenido que ser trasmitido en forma discreta, secreta o aún clandestina, es solo cuando se ha cortado la libertad de expresarlo abiertamente.

Si en la fe cristiana hay un secreto, el secreto está a la vista, puesto allí por todos los que lo han descubierto. No hay otro secreto que la persona misma de Jesús. Es en Él que conocemos a Dios.
No es un intermediario que nos dice “yo les muestro el camino”, sino “yo soy el camino”. No nos dice “yo les enseño la verdad”, sino “yo soy la verdad”; no nos dice “yo les traigo la vida” sino “yo soy la vida”. No dice “yo he visto al Padre y les hablo de Él” sino “El que me ha visto a mí, ha visto al Padre”. Jesús es Mediador entre Dios y los hombres de la manera más fuerte posible, porque todo nos es dado en Él, y no a través de Él. Y cuando nos habla de amar, nos habla de hacerlo como Él mismo nos amó, con el amor que viene de su Padre.

Santa Teresa de Jesús, que vivió en tiempos agitados, de navegantes errantes y desesperados en busca de secretos, vio claramente su camino en Jesús, en “Humanidad sacratísima” de Jesús.
Y veo yo claro, y he visto después,
que para contentar a Dios y que nos haga grandes mercedes
quiere que sea por manos de esta Humanidad sacratísima.
Muchas veces lo he visto por experiencia; Me lo ha dicho el Señor.
He visto claro que por esta puerta hemos de entrar,
si queremos nos muestre la soberana Majestad grandes secretos.
Así que no queramos otro camino,
aunque estemos en la cumbre de contemplación; por aquí vamos seguros.
Yo he mirado con cuidado, después que esto he entendido,
de algunos santos, grandes contemplativos, y no iban por otro camino:
san Francisco, san Antonio de Padua, san Bernardo, santa Catalina de Siena.
Con libertad se ha de andar en este camino, puestos en las manos de Dios;
si su Majestad nos quisiere subir a ser de los de su cámara y secreto,
ir de buena gana.
Siempre que se piense de Cristo,
nos acordemos del amor con que nos hizo tantas mercedes
y cuán grande nos le mostró Dios en darnos tal prenda del que nos tiene:
que amor saca amor.
Procuremos ir mirando esto siempre y despertándonos para amar,
porque, si una vez nos hace el Señor merced
que se nos imprima en el corazón de este amor,
nos ha de ser todo fácil, y obraremos muy en breve y muy sin trabajo.

miércoles, 14 de junio de 2017

Corpus Christi. Un pedazo de pan y un poco de vino.




El ruido de la mezcladora y los gritos de los vecinos que estaban trabajando nos guiaron hacia el lugar donde se hacía la planchada. Era domingo en Paso Carrasco. Comienzos de los años ochenta. Ana y Hugo venían levantando su casa de a poco y había llegado la hora de hacer el techo.
Ni bien terminó la Misa, nos arrimamos a ayudar el Padre Lucio y yo. Nos pusimos en la cadena que hacía pasar y subir los baldes de mezcla.
Se fue sumando gente. Al mediodía estaba hecha casi la mitad. El cielo estaba encapotado pero aguantaba. De repente empezó a chispear.
Se tapó todo con unos nylons que estaban prontos por las dudas y bajamos a comer.
En un galpón las señoras aprontaban las ensaladas. Junto a una buena churrasquera, el Pumba, asador oficial de la barra, hacía su aporte. Cuando el asado estuvo pronto, hizo su extraño ritual, diciendo con tono de cuando salen mal las cosas “… ta que lo tiró… ni aunque me esfuerce me sale mal el asado”. Y el asado estaba riquísimo, con la sencilla salmuera, receta del asador: sal, una hoja de laurel y un diente de ajo.
La lluvia se hizo un poco más intensa, pero se veía que iba a parar. Y así fue y esa tarde pudimos terminar, tal como era necesario.
Mientras tanto, disfrutamos el asado. Cuando terminamos, el Pumba me pidió: “cantá aquella que me gusta”. No se puede negar una atención al asador, y canté:
“Cuando el pobre nada tiene y aún reparte / cuando un hombre pasa sed y agua nos da / cuando el débil a su hermano fortalece / va Dios mismo en nuestro mismo caminar…”
En aquel instante de recogimiento que provocó en todos nosotros la letra de la canción, ese momento en el que se resumía toda aquella fraternidad que nos había llamado a trabajar en la casa de un amigo, lo vi.
Habían quedado sobre una mesa improvisada con unos rústicos tablones, un pedazo de pan y un vaso con un poco de vino. No había nadie al lado. No había tampoco un plato o un cubierto. Simplemente el pedazo de pan y el vaso con vino.
No, no digo que eso fuera la Eucaristía y que allí estuviera la presencia de Jesús… pero los dos signos que Él eligió para dejarnos su presencia estaban allí. Él estaba en otra forma: estaba en medio de nosotros, como está siempre que dos o más se reúnen en su nombre, como estábamos reunidos compartiendo el trabajo, el asado y la alegría de estar juntos.

Este domingo la Iglesia celebra la solemnidad del Santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo, Corpus Christi, como se dice en latín.
Esta fiesta se emparenta con el Jueves Santo, en que recordamos el momento en que Jesús entrega a sus discípulos su Cuerpo y su Sangre, bajo la forma de Pan y de Vino y les dice “hagan esto en memoria mía”.
En cada Misa, el sacerdote vuelve a repetir las palabras de Jesús: “Tomen y coman, esto es mi cuerpo”. “Tomen y beban, este es el cáliz de mi sangre…”

Los católicos creemos que allí está Jesús, verdaderamente presente. Creemos que al comulgar nos unimos a Él y en Él, nos unimos entre nosotros, en común-unión, en comunión.
Creemos también que esa presencia se prolonga, más allá de la Misa.
Guardamos con toda reverencia las Hostias consagradas en el Sagrario.
Junto al Sagrario, una luz permanentemente encendida nos indica que allí está el Señor.

Comulgar es una profunda unión con Jesucristo.
Sin embargo, no siempre es posible.
Pero sí es posible, donde hay un sagrario con su luz encendida, estar en la presencia de Jesús, rezar ante él, adorarlo. O, simplemente, hacer como aquel paisano del que habla el santo Cura de Ars.
San Juan María Vianney fue cura en el pueblito de Ars, en el centro de Francia. A su iglesia solía llegar un hombre que se arrodillaba durante un largo tiempo, mirando al Sagrario.
Un día, el cura preguntó al hombre qué hacía en ese momento. El hombre respondió simplemente: “yo lo miro y Él me mira”. Mirar al amigo querido, sentirse mirado por Él… esa era la simple oración del campesino, que volvía a su casa reconfortado.
En el hemisferio norte, esta fiesta se celebra a comienzos del verano. La procesión se realiza en días luminosos y cálidos.
En la misma fecha, aquí en el sur, hemos recorrido muchas veces nuestras calles siguiendo a Jesús sacramentado en días gélidos, aunque hagamos la procesión en las primeras horas de la tarde. Sin embargo, siempre que podemos, siempre que este acto de fe y amor se organiza, vamos al encuentro de Jesús, a caminar detrás de Él, a dejarnos mirar por Él. Que su presencia sea nuestro sol y nuestra guía.

+ Heriberto

martes, 13 de junio de 2017

Carta a Fanny Monteiro

Ayer, lunes 12, fue sepultada en Melo Fanny Monteiro, tras una Misa de cuerpo presente en su comunidad, la Parroquia de Nuestra Señora del Carmen. Fanny fue durante muchos años la delegada de la Diócesis de Melo a la Comisión Nacional de Animación Bíblica de la Pastoral de la Conferencia Episcopal del Uruguay. Participó activamente en la vida y en los distintos encuentros de las Comunidades Eclesiales de Base y Pequeñas Comunidades de la Diócesis. Trabajó muchas veces junto a la Hna. Stella Bondesán, quien le escribe ahora esta sentida carta de despedida.

¿Cómo te pienso, querida Fanny? Creo que como un pilar. Alto, de estilo fino, delicado, barroco, con mantelito portugués. Blanco… al costado de una gran Capilla… donde todos pueden verte solo si se quedan a mirarte.
En el centro de este pilar,  un sol,  grabado en oro puro. Sobre sus rayos que sobresalen, domina la Palabra de Dios que lo embellece por su resplandor.

Este pilar tiene una particularidad: hay que saber descubrirlo… en un primer momento parece arte frío, no fácil de apreciar; pero cuando te acercas, descubres toda su belleza, su originalidad, su preciosa elaboración. Algo impensable: deja asombrados por su sencillez y al mismo tiempo por su majestuosidad. Hay que saber reconocer y acariciar discretamente sus detalles.

Así te pienso hoy… luego de haber recibido la noticia de tu sueño eterno y tu despertar en Cristo. Me dolió. Mucho. La distancia me hace sentir más la desorientación… no logro entender… hace difícil aceptar…

Hemos compartido mucho, juntas, Fanny querida. Especialmente en las dificultades frente a una Iglesia que deseábamos distinta, más cercana y transparente, de la cual tú has sido fiel e incansable servidora. Llegábamos siempre a la misma conclusión: aferrarnos a Jesús, creyendo que a Él le es posible lo que a nosotras nos parecía un vacío, una distancia, un camino demasiado arduo. 

Has sido muy discreta. Me lo enseñaste en varias ocasiones… crítica y observadora, nunca juez.
Me impactó darme cuenta cuantas realidades delicadas conocías o te habían confiado… me hacías entender que sabías, pero las guardabas en tu corazón. En oración. Aprendí mucho de ti… me quisiste. Me quisiste bien y me ayudaste a crecer en la fe, en la fidelidad a la Palabra de Dios y en el servicio a una Iglesia que soñábamos más evangélica pese nuestros límites. ¡Tu compromiso y responsabilidad, lo han demostrado claramente! Tus viajes a veces fatigosos, a Montevideo, representando a nuestra Diócesis en el camino bíblico nacional te cansaban mucho últimamente, pero tú seguías firme.

También tu gran amor hacia tus hijas era silencioso, pero hondo y concreto, muy concreto. Entrega sin condiciones. ¡Cuánto las amaste y seguirás amándolas! 

La última vez que nos vimos me susurraste al oído: “Hermana, no te olvides que te quiero mucho. Sé que tú también. Reza por mí”. Es cierto. Yo también. Y no te pongo en el pedestal porque has pasado a una vida de Amor eterno. Las dos conocíamos nuestros defectos: chocábamos y discutíamos… pero  siempre sobresalía  el deseo sincero de crear algo mejor, de servir al Reino, de seguir testimoniando a Jesús de Nazaret en nuestras comunidades y a nuestros hermanos y hermanas que se acercaban por nuestro camino.

Gracias. Gracias, Fanny querida… serás siempre un pilar… mucho más que un pilar… y quedarán grabadas en nosotras, en nuestro grupo interparroquial de pequeñas comunidades, tu entrega, tu discreción y tu servicio y amor a nuestra Iglesia.

Ahora tendrás todo el tiempo de rezar por mí, por tus hijas, por tu parroquia, por tu Iglesia. Y podremos apoyarnos a ti como un pilar seguro y firme. ¡Intercede por todos! ¡Te quiero mucho!      
                                                               Tu hermana Stella

miércoles, 7 de junio de 2017

Santísima Trinidad: Dios es Comunidad






Ahí no llega la vista,
no llega la palabra ni la mente.
No sabemos, no comprendemos cómo alguien podría enseñarlo.
Es diferente a todo lo conocido y también a lo desconocido.

Así dice uno de los libros de la tradición religiosa de la India (Kena-Upanishad – Hinduismo) hablando de la divinidad.

San Agustín, uno de los más grandes estudiosos en la historia de la Iglesia, dedicó mucho tiempo a reflexionar sobre el misterio de la Santísima Trinidad, de cómo tres personas diferentes pueden ser un único Dios.

Se cuenta que una vez Agustín paseaba por la playa, pensando en el misterio de la Trinidad. Allí encontró a un niño que había hecho un pozo en la arena y con una cuchara de mar llenaba el agujero con agua. El niño corría hasta la orilla, llenaba la cuchara y depositaba el agua en el hoyo. Viendo esto, Agustín se detuvo y preguntó al niño por qué hacía eso. El chiquito le dijo que quería meter toda el agua del mar en el agujero de la arena. Al escucharlo, Agustín le dijo que eso era imposible. Entonces el niño respondió: “pues yo meteré toda el agua del mar en ese agujero antes de que tú consigas abarcar con tu mente todo el misterio de Dios”.

En definitiva, Dios es misterio…
En la fe cristiana llamamos “misterios” a distintos aspectos de lo que Dios es y de lo que hace. Así hablamos del misterio de la Encarnación, el misterio de la Redención, el misterio de la Resurrección… pero tal vez el misterio más grande, porque abarca todo, es el que motiva la fiesta que la Iglesia celebra este domingo siguiente a Pentecostés: el misterio de la Santísima Trinidad.

La palabra “misterio” puede desanimarnos un poco. Da idea de algo escondido, difícil de entender, de conocer… sin embargo, no es así. Dios se revela, se manifiesta; pero nosotros no podemos captar todo lo que significa eso que nos muestra. El misterio no es lo que no se puede conocer, sino lo que siempre se puede conocer un poco más, acercándonos con humildad.

¿Cómo llegamos los cristianos a creer en esto: un único Dios, en tres personas?
“Ahí no llega la vista” dice el libro del Hinduismo que citamos al comienzo.
Pero San Juan nos dice al comienzo de su primera carta: (1 Juan 1,1-4)
“Lo que existía desde el principio, lo que hemos oído,
lo que hemos visto con nuestros ojos,
lo que contemplamos y tocaron nuestras manos acerca de la Palabra de vida,
- pues la Vida se manifestó, y nosotros la hemos visto y damos testimonio y les anunciamos la Vida eterna, que estaba vuelta hacia el Padre y que se nos manifestó -
lo que hemos visto y oído, se lo anunciamos,
para que también ustedes estén en comunión con nosotros.
Y nosotros estamos en comunión con el Padre y con su Hijo Jesucristo.
Les escribimos esto para que su alegría sea completa.”
Los cristianos creemos que Dios es uno en tres personas porque Él mismo se ha ido manifestando así. El Pueblo creyente, inspirado por el Espíritu Santo, fue dejando en las páginas de la Biblia, a lo largo de siglos, su experiencia de fe, de ir conociendo de a poco a Dios.

En primer lugar, Dios se revela como el Dios único: “Escucha, Israel: Yahveh nuestro Dios es el único Yahveh” (Deuteronomio 6,4). En ese Dios único, Yahveh, va apareciendo la figura (pero todavía no el nombre) del Padre creador.

La revelación completa llega con Jesucristo. “Muchas veces y de muchos modos habló Dios en el pasado a nuestros Padres por medio de los Profetas; en estos últimos tiempos nos ha hablado por medio del Hijo” (Hebreos 1,1-2).

En efecto, es Jesús el que nos habla de su Padre y nuestro Padre. Nos enseña a rezar llamando a Dios “Padre nuestro”. Nos expresa su profunda unidad con el Padre: “el Padre y yo somos uno” (Juan 10,30). Se hace “el rostro de la Misericordia del Padre” y con su entrega en la Cruz nos dice hasta qué extremo llega el amor de Dios por nosotros. Hasta tal punto llega la ternura del Padre, que podemos decir de Él que es Padre y “más aún, es Madre” como decía el Papa Juan Pablo I.

A punto de pasar de este mundo al Padre, el Hijo nos anuncia a la tercera persona: “el Paráclito, el Espíritu Santo, que el Padre enviará en mi nombre” (Juan 14,26).

Así, por medio del Hijo, Dios se revela, se muestra como familia, comunidad, comunión de tres personas que son un solo Dios, unidos en el Amor.

Dios comunidad nos llama a entrar desde ahora y para siempre en esa comunión de la Santísima Trinidad. Nos llama desde la Creación; nos llama desde la Pascua de Jesús; nos llama desde la venida a nosotros del Espíritu Santo en Pentecostés.

La unidad de las tres Personas divinas es perfecta. Perfectamente sellada en el amor.
Nuestra unidad con Dios y nuestra unidad entre nosotros son imperfectas.
No vivimos en total unidad con Dios y con nuestros hermanos.

La Iglesia, la comunidad de los creyentes, está llamada a dar testimonio de unidad ante el mundo. Jesús ruega al Padre por sus discípulos (también por nosotros, hoy) pidiendo que “sean uno”. Cuatro veces aparece esa petición de Jesús “que sean uno”: “como nosotros”; “como tú, Padre, en mí y yo en ti”; “en nosotros”; “como nosotros somos uno”; “para que el mundo crea que tú me has enviado” (Juan 17,11.21-22).

Haciendo eco a la oración de Jesús, lo imploramos nosotros, en una plegaria eucarística cuyo título es todo un programa: “La Iglesia en camino hacia la unidad”, que reza así:
“Consolida el vínculo de unidad entre los fieles y los pastores de tu pueblo,
con nuestro Papa (Francisco) y nuestro Obispo (Heriberto),
y todo el orden episcopal,
para que tu pueblo brille, en este mundo dividido por las discordias,
como signo profético de unidad y de paz.”

Con lenguaje más sencillo lo expresa bellamente una canción del P. Julián Zini que cantamos en nuestras comunidades:
Cada vez que nos juntamos siempre vuelve a suceder
lo que le pasó a la gente reunida en Pentecostés.
Con el Espíritu Santo, viviendo la misma fe,
se alegraban compartiendo lo que Dios les hizo ver.
Es que Dios es Dios-familia, Dios-amor, Dios-Trinidad:
de tal palo tal astilla, somos su comunidad.
Nuestro Dios es Padre y Madre, causa de nuestra hermandad;
por eso es bueno encontrarse, compartir y festejar.

viernes, 2 de junio de 2017

Pentecostés: caminar en el Espíritu.



Aquí: para escuchar.




Aquí: para escuchar y ver.




Aquí: para leer...


En nuestro mundo, aparentemente tan conectado, muchas veces nos damos cuenta de que no nos conectamos verdaderamente con los demás. ¿Cuántas veces salimos de una conversación con otra persona -a veces una persona muy querida- sintiendo que no nos hemos escuchado, que no nos hemos entendido?

Pero, todavía, puedo preguntarme: ¿me conecto conmigo mismo? ¿Tengo un espacio para escucharme a mí mismo, para entrar dentro de mí? A veces vivimos una vida cargada de actividades. Vamos pasando de una cosa a otra sin tomarnos el tiempo para que cada una de ellas, al menos las más importantes, puedan decantar en nuestro corazón, puedan integrarse a nuestra vida como un recuerdo que podemos volver a evocar como alegría, consuelo o inspiración. Cuando vivimos así, sin esas pausas tan necesarias, nuestra vida se va haciendo superficial.

El poeta Antonio Machado nos dejó en su autorretrato estos versos que dicen de su conversación consigo mismo: “converso con el hombre que siempre va conmigo / quien habla solo espera / hablar a Dios un día”. En estas palabras, el poeta expresa una profunda aspiración que siente: “hablar a Dios un día…"

Este domingo la Iglesia celebra la solemnidad de Pentecostés, la venida del Espíritu Santo. Las lecturas nos hablan de viento, de llamas de fuego… signos que expresan impulso, ardor. Más que realidades extraordinarias que ocurren afuera, quieren expresar lo que el Espíritu Santo produce en el corazón del ser humano.

El encuentro con el Espíritu Santo, el encuentro con Dios, es una experiencia que comienza en el encuentro consigo mismo.
San Agustín, en sus Confesiones nos ha dejado un vivo testimonio de su búsqueda espiritual, hasta encontrar a Dios dentro de sí: “tú estabas dentro de mí y yo fuera, y por fuera te buscaba”; “tú estabas dentro de mí, más interior que lo más íntimo mío y más alto que lo más sumo mío”.

La persona que entra profundamente en su propia intimidad, en su propio espíritu, accede a un sagrario donde Dios está presente y es posible escuchar su voz. Ese lugar sagrado es la propia conciencia del hombre, como enseña el Concilio Vaticano II:
“En lo más profundo de su conciencia descubre el hombre la existencia de una ley que él no se dicta a sí mismo, pero a la cual debe obedecer, y cuya voz resuena, cuando es necesario, en los oídos de su corazón, advirtiéndole que debe amar y practicar el bien y que debe evitar el mal: haz esto, evita aquello. Porque el hombre tiene una ley escrita por Dios en su corazón, en cuya obediencia consiste la dignidad humana y por la cual será juzgado personalmente. La conciencia es el núcleo más secreto y el sagrario del hombre, en el que éste se siente a solas con Dios, cuya voz resuena en el recinto más íntimo de aquélla. Es la conciencia la que de modo admirable da a conocer esa ley cuyo cumplimiento consiste en el amor de Dios y del prójimo.” (Gaudium et Spes 16)

Jesús mismo anunció el papel del Espíritu Santo, como el de un maestro interior: “el Espíritu Santo, que el Padre enviará en mi nombre, les enseñará todo y les recordará todo lo que yo les he dicho” (Juan 14,26).

La espiritualidad cristiana consiste en la “vida en el Espíritu”, “caminar en el Espíritu”, siguiendo a Jesús “Camino, Verdad y Vida”.
Un camino que es personal, como lo expresa el poeta León Felipe:
“para cada hombre guarda un rayo nuevo de luz el sol y un camino virgen, Dios”

A lo largo de la historia grandes santos han recibido dones especiales del Espíritu que han enriquecido a la Iglesia… mientras tanto, cada creyente sincero, que busca seguir a Jesús, ha ido haciendo su propio camino.

Camino personal, porque nadie puede dar un sí a Dios en el lugar de otro. Nadie puede hacerse conciencia del otro. Camino personal sí, pero no camino individual, que me separe de los demás. El Espíritu conduce siempre a la Comunidad: al cuerpo de Cristo, al Pueblo de Dios. San Agustín, al final de su vida de búsqueda tan personal, en la que no se ahorró ninguna experiencia que estuviera a su alcance, puso toda la sabiduría que le entregó el Espíritu al servicio de la comunidad, como pastor.

El mal espíritu aleja; el buen espíritu, el Espíritu Santo, acerca, une, crea comunión a partir de la diversidad. El acontecimiento de Pentecostés nos habla también de una fe que se expresa en diferentes lenguas. Cada persona que escucha a los apóstoles los oye hablar en la suya propia. El Espíritu no uniformiza, sino que une. En los comienzos de la humanidad, las lenguas diferentes dispersaron a los hombres, como aparece en el relato de la torre de Babel.

El Espíritu hace que los hombres, diferentes, vuelvan a encontrar la unidad sin perder su diversidad. Esa es la comunión que vive la Iglesia cuando la guía el Espíritu Santo: hombres y mujeres de toda raza, lengua, pueblo y nación, unidos en la misma fe, unidos en Cristo, unidos en el Espíritu, peregrinando por este mundo hacia la Casa del Padre.

Esa diversidad es la variedad de los dones o carismas que vienen del Espíritu Santo: “Hay diversidad de dones, pero todos proceden del mismo Espíritu” (1 Co 12,4) dice San Pablo en su primera carta a los Corintios y agrega: “En cada uno, el Espíritu se manifiesta para el bien común” (12,7).

Los dones del Espíritu Santo, los carismas, no son un adorno personal, algo que coloque al que los tiene por encima de los demás y lo llene de vanidad. Al contrario, expresan un llamado de Dios para un servicio en la comunidad, en la Iglesia y en el mundo, a semejanza de Jesucristo que se hizo “el servidor de todos”.

Por eso San Pablo nos dice que aspiremos a los dones más perfectos (12,31); más aún, al mayor don del Espíritu Santo, que es el amor. De nada sirve, señala San Pablo hablar todas las lenguas de los hombres y de los ángeles, conocer todos los misterios y toda la ciencia, repartir todos mis bienes para alimentar a los pobres… si no tengo amor. “Si no tengo amor, no soy nada”, concluye. “Las profecías acabarán, el don de lenguas terminará, la ciencia desaparecerá; el amor no pasará jamás” (13,8).
¡Ven Espíritu Santo, ven! tu pueblo está en oración:
María está con nosotros y no podés faltar vos.
¡Ven Espíritu Santo, ven! anima nuestra reunión
queremos hallar el modo de vivir en comunión.
(Julián Zini)