viernes, 4 de agosto de 2017

Ver el rostro de Dios. La Transfiguración (Mateo 17, 1-9)






¿Qué es la gloria? Los antiguos griegos hablaban de doxa, que, entre otras cosas, llega a significar fama, prestigio, esplendor.

Cuando el Antiguo Testamento se traduce al griego, la palabra que se elige para hablar de la gloria de Dios y de las manifestaciones de esa gloria es ésa: doxa.
Doxa, gloria, expresa el mundo de Dios, la manifestación gloriosa de Dios al final de los tiempos.

En lo humano, “alcanzar la gloria”, es haber hecho algo remarcable, destacado, extraordinario: un triunfo deportivo, producto del esfuerzo, de no entregarse, de remontar resultados adversos, es “glorioso”.
Los Treinta y Tres Orientales, con su cruzada libertadora, con su voluntad de dar libertad a la Patria, son “gloriosos”.
El pequeño Dionisio Díaz, dando su vida para salvar a su hermanita, hizo algo “glorioso”…
Cuando decimos que una persona, que un equipo deportivo, que un grupo de patriotas es “glorioso”, estamos manifestando un reconocimiento.

Ese reconocimiento que da la sociedad a esa acción destacada se expresa de muchas formas: la copa que se entrega al equipo campeón, la memoria de los héroes, los homenajes, los monumentos, los nombres de las calles, de las ciudades… todo eso está expresando que un pueblo reconoce y valora los hechos y las personas como gloriosos.

Cuando, por el contrario, un dictador inaugura escuelas que llevan su nombre y se hace levantar impresionantes monumentos, mientras masacra a su pueblo, verá (si es que queda vivo) como esa gloria pasa, los nombres son cambiados y los monumentos derribados. Así sucede también con un deportista que ha actuado deshonestamente: pierde sus medallas y es borrado de los registros, como aquel ciclista que perdió sus títulos del Tour de Francia cuando debió admitir que había usado drogas para mejorar su rendimiento.

Aquí aparece otra cosa importante: el reconocimiento tiene que ver con la verdad. Sin verdad, no hay auténtica gloria, sino vanagloria, gloria vacía.

¿A dónde vamos con todo esto? A ver bajo este aspecto lo que sucede a Jesús durante su transfiguración.
“Jesús tomó a Pedro, a Santiago y a su hermano Juan, y los llevó aparte a un monte elevado. Allí se transfiguró en presencia de ellos: su rostro resplandecía como el sol y sus vestiduras se volvieron blancas como la luz. De pronto se les aparecieron Moisés y Elías, hablando con Jesús.
Pedro dijo a Jesús: «Señor, ¡qué bien estamos aquí! Si quieres, levantaré aquí mismo tres carpas, una para ti, otra para Moisés y otra para Elías.»
Todavía estaba hablando, cuando una nube luminosa los cubrió con su sombra y se oyó una voz que decía desde la nube: «Este es mi Hijo muy querido, en quien tengo puesta mi predilección: escúchenlo.»”
Este pasaje del Evangelio nos relata un acontecimiento muy particular  en la vida de Jesús. Un hecho enmarcado por la luz:
-    El rostro de Jesús “resplandecía como el sol”
-    “sus vestiduras se volvieron blancas como la luz”
-    “una nube luminosa los cubrió”
¿Por qué esto es tan particular? Sí, Jesús es el Hijo de Dios, como manifiesta la voz del Padre: “Este es mi Hijo muy querido”.

Sí, Jesús es Dios. Pero Jesús está entre los hombres. Es Dios hecho hombre. Nada en su apariencia muestra que él sea diferente de otros seres humanos. Sí, es un hombre bueno… pero eso no lo hace divino. Es un ser humano excepcional… pero no es fácil reconocer en el carpintero de Nazaret al Hijo de Dios.

Sin embargo, eso es lo que vislumbran Pedro, Santiago y Juan. San Lucas, contando este mismo episodio, es más directo: “Pedro y sus compañeros estaban cargados de sueño, pero permanecían despiertos, y vieron su gloria” (Lucas 9,32).

Los tres discípulos que ha llevado Jesús están viviendo una experiencia única, algo que en su mundo religioso se conocía como “ver el rostro de Dios”, “ver la Gloria de Dios”. En el Antiguo Testamento, Moisés había pedido a Dios poder verlo: “Te ruego que me muestres tu gloria”. Y Dios respondió “No puedes ver mi rostro, porque nadie puede ver mi rostro y vivir”. (Éxodo 33,19-20). Dios le concede a Moisés ver “su espalda”, pero no su rostro (33,23).

Ahora los tres discípulos están viendo la gloria de Dios. Más aún, oyen la voz de Dios: «Este es mi Hijo muy querido, en quien tengo puesta mi predilección: escúchenlo.»
Los discípulos caen con el rostro en tierra, llenos de temor.
“¿Vamos a morir?” es la pregunta que tal vez se hacen.
Pero Jesús disipa el temor: “Levántense, no tengan miedo”.

Lo que queda ahora, con todo su valor, es la palabra final del Padre: “escúchenlo”.
Jesús sigue con ellos. Sigue con su realidad de hombre, con su rostro tostado por sol y viento, con su túnica de siempre… con su plena humanidad, para seguir enseñando.
Pero esa experiencia ha abierto un horizonte nuevo a sus discípulos. El horizonte de la Gloria. El horizonte de la verdad sobre Dios y la verdad del destino del hombre. Un horizonte que todavía no pueden vislumbrar claramente, pero que comprenderán cuando Jesús “el Hijo del hombre resucite de entre los muertos”.

La transfiguración sigue abriendo para nosotros ese horizonte. Sigan resonando también en nuestro corazón la palabra de Jesús y la palabra del Padre: “no teman”. “escúchenlo”. Con el caminemos, con la cruz que nos toque llevar, hacia ese horizonte de resurrección buscando hacer todo para Gloria de Dios.

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