miércoles, 25 de octubre de 2017

Lo que importa es amar (Mateo 22,34-40). Domingo XXX durante el año.



Como a ti mismo: Amar al prójimo.
Lo que importa es amar: Seremos juzgados en el amor.
Reflexión de Mons. Heriberto Bodeant, Obispo de Melo, Uruguay, sobre el Evangelio correspondiente al Domingo XXX del Tiempo Ordinario, Mateo 22,34-40.
Con pasajes tomados del libro Cartas del desierto de Carlo Carretto.

Aquella tarde había notado que el viejo Kadá temblaba de frío. Parece extraño hablar de frío en el desierto y sin embargo era así; tanto que la definición del Sáhara es la siguiente: “país frío donde hace mucho calor cuando hay sol”. Pero el sol se había puesto y Kadá tiritaba.
Me sentí impulsado a darle una de las dos frazadas que llevaba conmigo, pero alejé de buena gana esa idea. Pensaba en la noche y sabía que también yo habría tiritado de frío.
Aquel poco de caridad que había en mí volvió a asaltarme, haciéndome notar que mi piel no valía más que la suya y que haría bien en darle una de las frazadas y que aunque hubiera de tiritar, era justo hacerlo por un hermano.
Cuando me puse de nuevo en camino las dos frazadas estaban todavía en mi jeep; y ahora estaban allí ante mis ojos y me molestaban.
Me acosté y soñé que dormía bajo una gran roca y que de pronto… el peñasco se me venía encima. Me encontré muerto… pero estaba vivo, con el cuerpo aplastado bajo el peñasco. Me extrañaba que no me doliera ningún hueso: sólo estaba inmóvil. Abrí los ojos y vi a Kadá, que tiritaba de frío ante mí.
Entonces ya no dudé en darle la frazada, que estaba muy cerca de mí, a un metro de distancia… pero el peñasco que me había aplastado me impedía el más mínimo movimiento. Comprendí que aquello era el purgatorio y que el sufrimiento de mi alma era “no poder hacer ya lo que antes se podía y se debería haber hecho”. ¡Cuántos años quizás tendría que ver aquella frazada junto a mí, en aquella molesta posición, para recordarme mi egoísmo y por tanto mi inmadurez para entrar en el Reino del Amor!
Traté de pensar cuánto tiempo estaría bajo la gran roca… La respuesta me la sugirió el Catecismo: “¡Hasta que seas capaz de un acto de amor perfecto!”. En aquel momento no me sentía capaz.
El acto de amor perfecto es el acto de Jesús que sube al Calvario para morir por todos nosotros.
A mí, miembro del Cuerpo de Cristo, se me preguntaba si había llegado a tal madurez de amor que deseara seguir a mi maestro al Calvario para la salvación de mis hermanos.
La presencia de la frazada que le había negado a mi hermano me decía que todavía tenía mucho camino por recorrer. Si fui capaz de ver a un hermano temblando de frío y seguir adelante ¿cómo habría sido capaz de morir por él a imitación de Jesús que murió por todos?
Entonces comprendí que estaba perdido; y que si no interviniera Alguien para ayudarme, pasaría miles y miles de años sin poderme mover.
Esto fue algo más que un sueño. Ese lugar del desierto sigue siendo mi lugar del Purgatorio.
La gran roca me sigue diciendo: “ustedes serán juzgados en el amor”.
Ya no puedo ni quiero engañarme. La realidad es que no he sido capaz de dar mi frazada a Kadá por miedo a la noche fría; lo que significa que amo más mi piel que la de mi hermano, mientras que el mandamiento de Dios me dice: “ama la vida de los demás como la tuya”.
Esto cuenta en su libro Cartas del Desierto Carlo Carretto, religioso de los Hermanitos del Evangelio, fundados por Charles de Foucauld.
Esta experiencia suya nos prepara para escuchar de otro modo el Evangelio de este domingo:
Cuando los fariseos se enteraron de que Jesús había hecho callar a los saduceos, se reunieron con Él, y uno de ellos, que era doctor de la Ley, le preguntó para ponerlo a prueba: «Maestro, ¿cuál es el mandamiento más grande de la Ley?»
Jesús le respondió: «Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con todo tu espíritu. Este es el más grande y el primer mandamiento. El segundo es semejante al primero: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. De estos dos mandamientos dependen toda la Ley y los Profetas».
Amar a Dios sobre todas las cosas. Amar al prójimo como a sí mismo. Allí está lo esencial. Seremos juzgados en el amor.
Pero Jesús está citando el Antiguo Testamento (Deuteronomio 6,5).
Jesús va a llevar este mandamiento todavía más lejos:
“¡Ámense unos a otros como yo los he amado!” (Juan 13,34).
Ya no se trata solo de compartir mi frazada o mi plato de comida: Jesús ha amado hasta dar la vida. Ha amado hasta morir por todos.
Y nos dice todavía Carlo Carretto:
“El acto de amor perfecto consiste en estar dispuesto a hacer lo que hizo Jesús: es decir, a dar la vida: por mí, por ti, por todos. Visto así, el Cielo es el lugar donde cada uno de los presentes debe estar tan “maduro en el amor” que sea capaz de ofrecer su vida por todos los demás.”
¿quién está dispuesto a eso? ¿quién puede hacer eso?
Esa es la obra de Dios. Que yo, que tú, que cada una de las pequeñas criaturas humanas que somos, llegue a transformarse para participar de la vida de Dios.
Y sigue diciendo Carretto:
“Lo que me transforma es la caridad, el amor que Dios ha infundido en mi ser.
El amor me transforma lentamente en Dios.
El pecado está precisamente aquí: en resistir a esa transformación, en saber y poder decir ‘no’ al amor.
Vivir en nuestro egoísmo significa detenerse en el estado actual e impedir la transformación en la caridad divina.
El haber resistido al amor, el no haber sido capaz de aceptar el llamado de semejante amor que me había dicho ‘dale la frazada a tu hermano’ es tan grave que crea, entre Dios y yo, la puerta de mi purgatorio.”
En nuestras iglesias tenemos la imagen de Jesús crucificado. Muchos la llevamos colgada al cuello. Volvamos a mirarlo en la cruz. Escuchemos desde la cruz su Palabra: “Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón… amarás a tu prójimo como a ti mismo… ámense unos a otros como yo los he amado”. La cruz es el signo del amor con que Jesús nos amó: nos amó hasta el extremo. Seremos juzgados en el amor. Que contemplándolo a Él, abramos nuestro corazón a su amor, para amar cada día un poco más.

lunes, 23 de octubre de 2017

Mensaje del Papa Francisco para la primera Jornada Mundial de los Pobres (texto y audio)



MENSAJE DEL SANTO PADRE FRANCISCO
I JORNADA MUNDIAL DE LOS POBRES
Domingo XXXIII del Tiempo Ordinario
19 de noviembre de 2017
No amemos de palabra sino con obras

1. «Hijos míos, no amemos de palabra y de boca, sino de verdad y con obras» (1 Jn 3,18). Estas palabras del apóstol Juan expresan un imperativo que ningún cristiano puede ignorar. La seriedad con la que el «discípulo amado» ha transmitido hasta nuestros días el mandamiento de Jesús se hace más intensa debido al contraste que percibe entre las palabras vacías presentes a menudo en nuestros labios y los hechos concretos con los que tenemos que enfrentarnos. El amor no admite excusas: el que quiere amar como Jesús amó, ha de hacer suyo su ejemplo; especialmente cuando se trata de amar a los pobres. Por otro lado, el modo de amar del Hijo de Dios lo conocemos bien, y Juan lo recuerda con claridad. Se basa en dos pilares: Dios nos amó primero (cf. 1 Jn 4,10.19); y nos amó dando todo, incluso su propia vida (cf. 1 Jn 3,16).

Un amor así no puede quedar sin respuesta. Aunque se dio de manera unilateral, es decir, sin pedir nada a cambio, sin embargo inflama de tal manera el corazón que cualquier persona se siente impulsada a corresponder, a pesar de sus limitaciones y pecados. Y esto es posible en la medida en que acogemos en nuestro corazón la gracia de Dios, su caridad misericordiosa, de tal manera que mueva nuestra voluntad e incluso nuestros afectos a amar a Dios mismo y al prójimo. Así, la misericordia que, por así decirlo, brota del corazón de la Trinidad puede llegar a mover nuestras vidas y generar compasión y obras de misericordia en favor de nuestros hermanos y hermanas que se encuentran necesitados.

2. «Si el afligido invoca al Señor, él lo escucha» (Sal 34,7). La Iglesia desde siempre ha comprendido la importancia de esa invocación. Está muy atestiguada ya desde las primeras páginas de los Hechos de los Apóstoles, donde Pedro pide que se elijan a siete hombres «llenos de espíritu y de sabiduría» (6,3) para que se encarguen de la asistencia a los pobres. Este es sin duda uno de los primeros signos con los que la comunidad cristiana se presentó en la escena del mundo: el servicio a los más pobres.

Esto fue posible porque comprendió que la vida de los discípulos de Jesús se tenía que manifestar en una fraternidad y solidaridad que correspondiese a la enseñanza principal del Maestro, que proclamó a los pobres como bienaventurados y herederos del Reino de los cielos (cf. Mt 5,3).
«Vendían posesiones y bienes y los repartían entre todos, según la necesidad de cada uno» (Hch 2,45). Estas palabras muestran claramente la profunda preocupación de los primeros cristianos. El evangelista Lucas, el autor sagrado que más espacio ha dedicado a la misericordia, describe sin retórica la comunión de bienes en la primera comunidad. Con ello desea dirigirse a los creyentes de cualquier generación, y por lo tanto también a nosotros, para sostenernos en el testimonio y animarnos a actuar en favor de los más necesitados. El apóstol Santiago manifiesta esta misma enseñanza en su carta con igual convicción, utilizando palabras fuertes e incisivas: «Queridos hermanos, escuchad: ¿Acaso no ha elegido Dios a los pobres del mundo para hacerlos ricos en la fe y herederos del reino, que prometió a los que le aman? Vosotros, en cambio, habéis afrentado al pobre.

Y sin embargo, ¿no son los ricos los que os tratan con despotismo y los que os arrastran a los tribunales? [...] ¿De qué le sirve a uno, hermanos míos, decir que tiene fe, si no tiene obras? ¿Es que esa fe lo podrá salvar? Supongamos que un hermano o una hermana andan sin ropa y faltos del alimento diario, y que uno de vosotros les dice: “Dios os ampare; abrigaos y llenaos el estómago”, y no les dais lo necesario para el cuerpo; ¿de qué sirve? Esto pasa con la fe: si no tiene obras, por sí sola está muerta» (2,5-6.14-17).

3. Ha habido ocasiones, sin embargo, en que los cristianos no han escuchado completamente este llamamiento, dejándose contaminar por la mentalidad mundana. Pero el Espíritu Santo no ha dejado de exhortarlos a fijar la mirada en lo esencial. Ha suscitado, en efecto, hombres y mujeres que de muchas maneras han dado su vida en servicio de los pobres. Cuántas páginas de la historia, en estos dos mil años, han sido escritas por cristianos que con toda sencillez y humildad, y con el generoso ingenio de la caridad, han servido a sus hermanos más pobres.

Entre ellos destaca el ejemplo de Francisco de Asís, al que han seguido muchos santos a lo largo de los siglos. Él no se conformó con abrazar y dar limosna a los leprosos, sino que decidió ir a Gubbio para estar con ellos. Él mismo vio en ese encuentro el punto de inflexión de su conversión: «Cuando vivía en el pecado me parecía algo muy amargo ver a los leprosos, y el mismo Señor me condujo entre ellos, y los traté con misericordia. Y alejándome de ellos, lo que me parecía amargo se me convirtió en dulzura del alma y del cuerpo» (Test 1-3; FF 110). Este testimonio muestra el poder transformador de la caridad y el estilo de vida de los cristianos.

No pensemos sólo en los pobres como los destinatarios de una buena obra de voluntariado para hacer una vez a la semana, y menos aún de gestos improvisados de buena voluntad para tranquilizar la conciencia. Estas experiencias, aunque son válidas y útiles para sensibilizarnos acerca de las necesidades de muchos hermanos y de las injusticias que a menudo las provocan, deberían introducirnos a un verdadero encuentro con los pobres y dar lugar a un compartir que se convierta en un estilo de vida. En efecto, la oración, el camino del discipulado y la conversión encuentran en la caridad, que se transforma en compartir, la prueba de su autenticidad evangélica. Y esta forma de vida produce alegría y serenidad espiritual, porque se toca con la mano la carne de Cristo. Si realmente queremos encontrar a Cristo, es necesario que toquemos su cuerpo en el cuerpo llagado de los pobres, como confirmación de la comunión sacramental recibida en la Eucaristía. El Cuerpo de Cristo, partido en la sagrada liturgia, se deja encontrar por la caridad compartida en los rostros y en las personas de los hermanos y hermanas más débiles. Son siempre actuales las palabras del santo Obispo Crisóstomo: «Si queréis honrar el cuerpo de Cristo, no lo despreciéis cuando está desnudo; no honréis al Cristo eucarístico con ornamentos de seda, mientras que fuera del templo descuidáis a ese otro Cristo que sufre por frío y desnudez» (Hom. in Matthaeum, 50,3: PG 58).

Estamos llamados, por lo tanto, a tender la mano a los pobres, a encontrarlos, a mirarlos a los ojos, a abrazarlos, para hacerles sentir el calor del amor que rompe el círculo de soledad. Su mano extendida hacia nosotros es también una llamada a salir de nuestras certezas y comodidades, y a reconocer el valor que tiene la pobreza en sí misma.

4. No olvidemos que para los discípulos de Cristo, la pobreza es ante todo vocación para seguir a Jesús pobre. Es un caminar detrás de él y con él, un camino que lleva a la felicidad del reino de los cielos (cf. Mt 5,3; Lc 6,20). La pobreza significa un corazón humilde que sabe aceptar la propia condición de criatura limitada y pecadora para superar la tentación de omnipotencia, que nos engaña haciendo que nos creamos inmortales. La pobreza es una actitud del corazón que nos impide considerar el dinero, la carrera, el lujo como objetivo de vida y condición para la felicidad. Es la pobreza, más bien, la que crea las condiciones para que nos hagamos cargo libremente de nuestras responsabilidades personales y sociales, a pesar de nuestras limitaciones, confiando en la cercanía de Dios y sostenidos por su gracia. La pobreza, así entendida, es la medida que permite valorar el uso adecuado de los bienes materiales, y también vivir los vínculos y los afectos de modo generoso y desprendido (cf. Catecismo de la Iglesia Católica, nn. 25-45).

Sigamos, pues, el ejemplo de san Francisco, testigo de la auténtica pobreza. Él, precisamente porque mantuvo los ojos fijos en Cristo, fue capaz de reconocerlo y servirlo en los pobres. Si deseamos ofrecer nuestra aportación efectiva al cambio de la historia, generando un desarrollo real, es necesario que escuchemos el grito de los pobres y nos comprometamos a sacarlos de su situación de marginación. Al mismo tiempo, a los pobres que viven en nuestras ciudades y en nuestras comunidades les recuerdo que no pierdan el sentido de la pobreza evangélica que llevan impresa en su vida.

5. Conocemos la gran dificultad que surge en el mundo contemporáneo para identificar de forma clara la pobreza. Sin embargo, nos desafía todos los días con sus muchas caras marcadas por el dolor, la marginación, la opresión, la violencia, la tortura y el encarcelamiento, la guerra, la privación de la libertad y de la dignidad, por la ignorancia y el analfabetismo, por la emergencia sanitaria y la falta de trabajo, el tráfico de personas y la esclavitud, el exilio y la miseria, y por la migración forzada. La pobreza tiene el rostro de mujeres, hombres y niños explotados por viles intereses, pisoteados por la lógica perversa del poder y el dinero. Qué lista inacabable y cruel nos resulta cuando consideramos la pobreza como fruto de la injusticia social, la miseria moral, la codicia de unos pocos y la indiferencia generalizada.

Hoy en día, desafortunadamente, mientras emerge cada vez más la riqueza descarada que se acumula en las manos de unos pocos privilegiados, con frecuencia acompañada de la ilegalidad y la explotación ofensiva de la dignidad humana, escandaliza la propagación de la pobreza en grandes sectores de la sociedad entera. Ante este escenario, no se puede permanecer inactivos, ni tampoco resignados. A la pobreza que inhibe el espíritu de iniciativa de muchos jóvenes, impidiéndoles encontrar un trabajo; a la pobreza que adormece el sentido de responsabilidad e induce a preferir la delegación y la búsqueda de favoritismos; a la pobreza que envenena las fuentes de la participación y reduce los espacios de la profesionalidad, humillando de este modo el mérito de quien trabaja y produce; a todo esto se debe responder con una nueva visión de la vida y de la sociedad.

Todos estos pobres —como solía decir el beato Pablo VI— pertenecen a la Iglesia por «derecho evangélico» (Discurso en la apertura de la segunda sesión del Concilio Ecuménico Vaticano II, 29 septiembre 1963) y obligan a la opción fundamental por ellos. Benditas las manos que se abren para acoger a los pobres y ayudarlos: son manos que traen esperanza. Benditas las manos que vencen las barreras de la cultura, la religión y la nacionalidad derramando el aceite del consuelo en las llagas de la humanidad. Benditas las manos que se abren sin pedir nada a cambio, sin «peros» ni «condiciones»: son manos que hacen descender sobre los hermanos la bendición de Dios.

6. Al final del Jubileo de la Misericordia quise ofrecer a la Iglesia la Jornada Mundial de los Pobres, para que en todo el mundo las comunidades cristianas se conviertan cada vez más y mejor en signo concreto del amor de Cristo por los últimos y los más necesitados. Quisiera que, a las demás Jornadas mundiales establecidas por mis predecesores, que son ya una tradición en la vida de nuestras comunidades, se añada esta, que aporta un elemento delicadamente evangélico y que completa a todas en su conjunto, es decir, la predilección de Jesús por los pobres.

Invito a toda la Iglesia y a los hombres y mujeres de buena voluntad a mantener, en esta jornada, la mirada fija en quienes tienden sus manos clamando ayuda y pidiendo nuestra solidaridad. Son nuestros hermanos y hermanas, creados y amados por el Padre celestial. Esta Jornada tiene como objetivo, en primer lugar, estimular a los creyentes para que reaccionen ante la cultura del descarte y del derroche, haciendo suya la cultura del encuentro. Al mismo tiempo, la invitación está dirigida a todos, independientemente de su confesión religiosa, para que se dispongan a compartir con los pobres a través de cualquier acción de solidaridad, como signo concreto de fraternidad. Dios creó el cielo y la tierra para todos; son los hombres, por desgracia, quienes han levantado fronteras, muros y vallas, traicionando el don original destinado a la humanidad sin exclusión alguna.

7. Es mi deseo que las comunidades cristianas, en la semana anterior a la Jornada Mundial de los Pobres, que este año será el 19 de noviembre, Domingo XXXIII del Tiempo Ordinario, se comprometan a organizar diversos momentos de encuentro y de amistad, de solidaridad y de ayuda concreta. Podrán invitar a los pobres y a los voluntarios a participar juntos en la Eucaristía de ese domingo, de tal modo que se manifieste con más autenticidad la celebración de la Solemnidad de Cristo Rey del universo, el domingo siguiente. De hecho, la realeza de Cristo emerge con todo su significado más genuino en el Gólgota, cuando el Inocente clavado en la cruz, pobre, desnudo y privado de todo, encarna y revela la plenitud del amor de Dios. Su completo abandono al Padre expresa su pobreza total, a la vez que hace evidente el poder de este Amor, que lo resucita a nueva vida el día de Pascua.

En ese domingo, si en nuestro vecindario viven pobres que solicitan protección y ayuda, acerquémonos a ellos: será el momento propicio para encontrar al Dios que buscamos. De acuerdo con la enseñanza de la Escritura (cf. Gn 18, 3-5; Hb 13,2), sentémoslos a nuestra mesa como invitados de honor; podrán ser maestros que nos ayuden a vivir la fe de manera más coherente. Con su confianza y disposición a dejarse ayudar, nos muestran de modo sobrio, y con frecuencia alegre, lo importante que es vivir con lo esencial y abandonarse a la providencia del Padre.

8. El fundamento de las diversas iniciativas concretas que se llevarán a cabo durante esta Jornada será siempre la oración. No hay que olvidar que el Padre nuestro es la oración de los pobres. La petición del pan expresa la confianza en Dios sobre las necesidades básicas de nuestra vida. Todo lo que Jesús nos enseñó con esta oración manifiesta y recoge el grito de quien sufre a causa de la precariedad de la existencia y de la falta de lo necesario. A los discípulos que pedían a Jesús que les enseñara a orar, él les respondió con las palabras de los pobres que recurren al único Padre en el que todos se reconocen como hermanos. El Padre nuestro es una oración que se dice en plural: el pan que se pide es «nuestro», y esto implica comunión, preocupación y responsabilidad común. En esta oración todos reconocemos la necesidad de superar cualquier forma de egoísmo para entrar en la alegría de la mutua aceptación.

9. Pido a los hermanos obispos, a los sacerdotes, a los diáconos —que tienen por vocación la misión de ayudar a los pobres—, a las personas consagradas, a las asociaciones, a los movimientos y al amplio mundo del voluntariado que se comprometan para que con esta Jornada Mundial de los Pobres se establezca una tradición que sea una contribución concreta a la evangelización en el mundo contemporáneo.

Que esta nueva Jornada Mundial se convierta para nuestra conciencia creyente en un fuerte llamamiento, de modo que estemos cada vez más convencidos de que compartir con los pobres nos permite entender el Evangelio en su verdad más profunda. Los pobres no son un problema, sino un recurso al cual acudir para acoger y vivir la esencia del Evangelio.

Vaticano, 13 de junio de 2017
Memoria de San Antonio de Padua
Francisco

jueves, 19 de octubre de 2017

Dios y el César (Mateo 22,15-21). Domingo XXIX durante el año.

 

 


“Den al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios”.
Esta es una de las frases más repetidas de Jesús. La conoce mucha gente que no suele leer el Evangelio. Se la interpreta de muchas maneras, a veces según distintos intereses…

Jesús dice esto como respuesta a una pregunta tramposa que le han hecho. Veamos cómo lo cuenta el Evangelio:
Los fariseos se reunieron para sorprender a Jesús en alguna de sus afirmaciones. Le enviaron a varios de sus discípulos con unos partidarios del rey Herodes, para decirle: «Maestro, sabemos que eres sincero y que enseñas con toda fidelidad el camino de Dios, sin tener en cuenta la condición de las personas, porque Tú no te fijas en la categoría de nadie. Dinos qué te parece: ¿Está permitido pagar el impuesto al César o no?»
Aquí está la trampa: ¿está permitido -para un judío, se entiende- pagar el impuesto al César?

En el Imperio Romano se pagaban varios impuestos. Había tributos sobre la propiedad, sobre los artículos importados o exportados, sobre la renta y, además, un impuesto personal, que pagaban los habitantes de cada una las provincias romanas, el tributum capitis, el tributo por cabeza. Se cobraba un denario, lo equivalente a un jornal.

Mucha gente se oponía al impuesto por distintas razones. Un grupo claramente opositor era el de los zelotes, que estaban en lucha armada contra Roma. (Uno de los discípulos de Jesús había pertenecido a este grupo).

Otra gente estaba a favor del impuesto. Estaban dentro del sistema. Aquí contamos a los partidarios del rey Herodes, que era un reyezuelo al servicio del César, los que le hacen esa pregunta a Jesús.

Entonces… Si Jesús responde que no, se pone contra el César, y ahí están los Herodianos, prontos para acusarlo… pero si Jesús responde que sí, el pueblo que lo escucha con atención quedará, por lo menos, decepcionado. El impuesto era muy resistido. ¿Cómo responde Jesús?
Jesús, conociendo su malicia, les dijo:
«Hipócritas, ¿por qué me tienden una trampa? Muéstrenme la moneda con que pagan el impuesto».
Ellos le presentaron un denario.
Él les preguntó: «¿De quién es esta figura y esta inscripción?»
Le respondieron: «Del César».
Jesús les dijo: «Den al César lo que es del César, y a Dios, lo que es de Dios».
Algunos pueden tomar estas palabras como una respuesta astuta, para zafar de la trampa. Pero hay mucho más que eso. Vamos a ver algunos datos que nos ayudan a entender mejor la respuesta de Jesús.

Primero ¿quién era el César en tiempos de Jesús? Y, muy importante ¿Era, acaso, alguien que se consideraba un dios? ¿Cómo era la religión de los antiguos romanos?

El evangelista Lucas nos dice que Juan el Bautista comenzó a predicar “en el décimo quinto año del imperio de Tiberio César”. Tiberio fue el segundo césar o emperador romano. El año que menciona Lucas corresponde al año 29 de nuestra era. La predicación de Juan y los años de la vida pública de Jesús, así como su crucifixión se ubican bajo el reinado de Tiberio.

En la antigua Roma había una religión del hogar, en la que se daba culto a dioses domésticos y a los antepasados de esa familia. Había también un culto público, con una gran cantidad de templos y estatuas de dioses: Júpiter, Juno, Neptuno, Minerva, Marte... Cuando Roma se convirtió en imperio, a eso se sumó el culto al emperador.

Una vez que fallecía el emperador, su sucesor hacía una ceremonia llamada apoteosis, que inscribía al emperador muerto entre los dioses, iniciando así su culto oficial. Sin embargo, tanto Augusto como Tiberio tuvieron sus templos construidos en vida, preparando el culto que se les daría después de su muerte; o sea, ya en vida hay como una divinización del Emperador.

“Al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios” separa al César y a Dios. No son lo mismo. Y no están al mismo nivel.

El denario tiene la imagen del César: le pertenece a él. El ciudadano debe pagar sus impuestos. Es una contribución al bien común. Al mismo tiempo, hoy, en democracia, tenemos el derecho de ver que esa contribución que todos hacemos sea bien empleada, que el Estado y sus funcionarios presenten sus cuentas claramente, que los fondos públicos sean utilizados para su fin y que ese fin sea realmente de bien común. San Pablo, en su carta a los Romanos (13,7) habla de los impuestos y dice algo parecido a lo que dice Jesús: “Den a cada cual lo que se debe: a quien impuestos, impuestos; a quien tributo, tributo; a quien respeto, respeto; a quien honor, honor.” Pero en esa carta Pablo subraya sobre todo la soberanía de Dios, lo mismo que hace Jesús.

El César puede reclamar el pago de impuestos, como lo hace hoy el Estado. Pero, hay algo que no corresponde al César, y es pretender ocupar el lugar de Dios. Por eso, “a Dios lo que es de Dios”. Así como el César ha hecho estampar su imagen en la moneda del imperio, Dios ha dejado su imagen en cada persona humana, creada “a su imagen y semejanza”

Así lo explica San Agustín:
“Si el César reclama su propia imagen impresa en la moneda, ¿no exigirá Dios del hombre la imagen divina esculpida en él? (…) Del mismo modo que se devuelve al César la moneda, así se devuelve a Dios el alma iluminada e impresa por la luz de su rostro… En efecto, Cristo habita en el interior del hombre”.
“A Dios lo que es de Dios” es lo que tiene que escucharse con más fuerza en la respuesta de Jesús. El denario es del César, pero ustedes, todos ustedes, le pertenecen a Dios. La moneda lleva impresa la imagen del emperador, pero ustedes llevan la imagen de Dios en su ser más profundo. Cada ser humano lleva impresa la imagen de Dios en su corazón. Cada uno de nosotros le pertenece a Él.

En una moneda vieja, la imagen y la inscripción se pueden haber ido borrando, hasta hacerse casi irreconocibles. En el ser humano, sobre todo si se ha apartado mucho de Dios, la imagen de Dios que hay en él puede quedar muy desdibujada, casi invisible… pero nunca se borra. Tratar con dignidad al que actúa indignamente es un llamado a que vuelva a mirarse a sí mismo como persona.
El sello de Dios que está puesto en cada uno de nosotros nos sigue llamando a volver a Él.
Nos sigue llamando a dar a Dios lo que es de Dios: nuestra vida y corazón.

martes, 17 de octubre de 2017

Peregrinación Nacional a la Virgen de los Treinta y Tres

CONVOCATORIA DEL CONSEJO PERMANENTE DE LA CEU A LA PEREGRINACIÓN NACIONAL A LA VIRGEN DE LOS TREINTA Y TRES
Queridos  hermanos:

Luego de recibir el anuncio del Ángel, “María se levantó y fue con prontitud” (Lc 1, 39) al encuentro de Isabel. Ella con ternura y amor de madre igualmente se acerca a nuestras vidas. Movidos por esta alegría, como Iglesia que peregrina en el Uruguay también queremos levantarnos e ir a su encuentro.

Es así que los Obispos los invitamos, una vez más, a peregrinar al Santuario Nacional de la Virgen de los Treinta y Tres el próximo domingo 12 de noviembre.

Dice el Santo Padre Francisco que “la peregrinación […] es imagen del camino que cada persona realiza en su existencia. La vida es una peregrinación y el ser humano es viator, un peregrino que recorre su camino hasta alcanzar la meta anhelada” (MV 14). Caminemos como peregrinos y dirijámonos a los pies de María; a Ella acudimos con nuestras súplicas para renovar nuestra confianza en Aquél que la hizo tan bella, tan hermosa y tan santa.

Le pedimos que seamos cada día más capaces de vivir y proclamar la alegría de la vida de discípulos y misioneros, la belleza y la hermosura del amor entregado.

Contemplemos a María en su santuario en Florida. Mirémosla con sus manos juntas sobre su corazón, inclinada para dejarse llevar por el Espíritu. Mirémosla y reconozcamos con alegría y agradecidos que se ha cumplido en nuestra historia y se cumple hoy la promesa de su Hijo: “Yo estaré siempre con ustedes hasta el fin del mundo” (Mt 28, 20).

Luego de habernos puesto bajo el cuidado de la Patrona de nuestra Patria, los Obispos comenzaremos una peregrinación a la tumba de los Apóstoles Pedro y Pablo en Roma. Allí tendremos la alegría de encontrarnos con el sucesor de Pedro, el Papa Francisco, para compartir con él la marcha de nuestra Iglesia que peregrina en Uruguay. Los invitamos a rezar para que este encuentro nos enriquezca y nos dé un nuevo impulso para nuestra tarea evangelizadora.

Pidamos a María, nuestra Capitana y Guía, que nos conduzca siempre a su Hijo. Que nosotros, su Iglesia, por su intercesión, podamos compartir con todos la alegría del Evangelio.

Con nuestro saludo y bendición
Mons. Carlos Collazzi sdb, Obispo de Mercedes, Presidente
Mons. Arturo Fajardo, Obispo de San José de Mayo, Vicepresidente
Mons. Milton Tróccoli, Obispo Auxiliar de Montevideo, Secretario General

jueves, 12 de octubre de 2017

El Banquete del Reino de Dios (Mateo 22,1-14). Domingo XXVIII durante el año.


“Che, un día de estos tenemos que hacer un asadito”. Así decimos los uruguayos cuando nos despedimos de un viejo compañero o amigo al que hace tiempo no veíamos y con el que nos hemos encontrado. De esa forma expresamos que nos une una antigua relación y que sería muy lindo comer juntos un buen asado. Rara vez el asado se hace, pero si se hace, normalmente no defrauda, porque hemos hecho sin duda un esfuerzo para que ese encuentro reanude la amistad.

Reunirse para comer juntos fortalece un vínculo, cuando todos estamos a la mesa realmente presentes, con el deseo de encontrarnos unos con otros, de mirarnos, de hablarnos.
Es triste cuando una familia no encuentra el momento de comer todos juntos, aunque sea un solo día en la semana. En mi casa ese día era el domingo. Recuerdo con gusto aquellos mediodías en que estábamos todos, con la tía Eleodora como invitada, que no dejaba de aportar un rico postre.

Hay comidas que son muy especiales, porque marcan un acontecimiento único. Una boda, por ejemplo. Así comienza la parábola que Jesús narra en el evangelio de este domingo:

El Reino de los Cielos se parece a un rey que celebraba las bodas de su hijo. Envió entonces a sus servidores para avisar a los invitados, pero éstos se negaron a ir.

Nos sorprende esa negativa, pero no le sorprendió al rey. Era la cortesía del antiguo Oriente. Los invitados debían decir que no, como si no se consideraran dignos y el que daba la fiesta debía insistir. Y eso es lo que hace el rey:

De nuevo envió a otros servidores con el encargo de decir a los invitados: “Mi banquete está preparado: ya han sido matados mis terneros y mis mejores animales, y todo está a punto: vengan a las bodas”.

Este es el momento donde los invitados debían dejar vencer su resistencia y ponerse en marcha hacia la sala de fiesta. Pero sucede algo inesperado. Algo sumamente ofensivo:

Pero ellos no tuvieron en cuenta la invitación, y se fueron uno a su campo, otro a su negocio.

Y acontece algo todavía más terrible:

Los demás se apoderaron de los servidores, los maltrataron y los mataron. Al enterarse, el rey se indignó y envió sus tropas para que acabaron con aquellos homicidas e incendiaran su ciudad.

Todo el escenario se ha trastocado. ¿qué hará el rey ahora?

El rey dijo a sus servidores: “El banquete nupcial está preparado, pero los invitados no eran dignos de él. Salgan a los cruces de los caminos e inviten a todos los que encuentren”.
Los servidores salieron a los caminos y reunieron a todos los que encontraron, buenos y malos, y la sala nupcial se llenó de invitados.

La fiesta se ha convertido en un éxito.
Pero no olvidemos: Jesús ha comenzado su relato diciendo “El Reino de los Cielos se parece a…” Este es el banquete del Reino, el banquete definitivo de la vida de los hombres, llamados a participar de la felicidad eterna de Dios.
Para este banquete hubo unos invitados iniciales, que rechazaron el convite, ocupándose de sus asuntos y algunos llegando a asesinar a los que invitaban. Frente a ese rechazo, la llamada se hace universal. El banquete se abre a todos los pueblos. “Les digo que vendrán muchos de oriente y occidente y se pondrán a la mesa con Abraham, Isaac y Jacob en el reino de los Cielos” había dicho Jesús en este mismo Evangelio de San Mateo (Mt 8,11).

Dios quiere que toda la humanidad llegue a compartir su vida y su plenitud eternamente.
En la sala llena de invitados, enjugará las lágrimas y vencerá para siempre a la muerte.
Para eso Dios llama, a través del Evangelio y de la Iglesia, pero también por caminos que sólo el mismo Dios conoce.
Cada día Dios está llamando. Cada día está ofreciendo la felicidad que anuncia el Evangelio.
Pero la plenitud de esa felicidad, la felicidad completa, será más allá de este mundo.
Es la vida eterna en Dios, de la que poco y nada podemos decir… pero creemos en ella y la esperamos, porque sentimos en nuestro corazón el anhelo de esa felicidad que solo en Dios podremos encontrar.
Tal vez, una de las tareas más importantes de las comunidades cristianas sea hoy crear espacios y facilitar experiencias donde las personas puedan escuchar de manera sencilla, transparente y gozosa la invitación de Dios a la Vida.

Volvamos a la parábola. Dejamos el relato con la sala llena de invitados y allí podría haber terminado. Pero continúa con un giro sorprendente:
Cuando el rey entró para ver a los comensales, encontró a un hombre que no tenía el traje de fiesta. “Amigo, le dijo, ¿cómo has venido aquí sin el traje de fiesta?” El otro permaneció en silencio. Entonces el rey dijo a los guardias: “Átenlo de pies y manos y arrójenlo fuera, a las tinieblas. Allí habrá llanto y rechinar de dientes.”
Porque son muchos los llamados, pero pocos los elegidos.

“¿Cómo es posible que este comensal haya aceptado la invitación del rey y, al entrar en la sala del banquete, se le haya abierto la puerta, pero no se haya puesto el traje de fiesta?
¿Qué es este traje de fiesta?“ Esto se preguntaba el Papa Benedicto XVI, en su visita a Lamezia Terme en 2011; y responde citando a San Gregorio Magno:
“San Gregorio explica que ese comensal responde a la invitación de Dios a participar en su banquete; tiene, en cierto modo, la fe que le ha abierto la puerta de la sala, pero le falta algo esencial: el traje de fiesta, que es la caridad, el amor. Ese vestido está tejido simbólicamente con dos elementos, uno arriba y otro abajo: el amor a Dios y el amor al prójimo. Todos estamos invitados a ser comensales del Señor, a entrar con la fe en su banquete, pero debemos llevar y custodiar el traje de fiesta: la caridad; vivir un profundo amor a Dios y al prójimo.

300 años de Nossa Senhora Aparecida


12 de octubre: en Uruguay celebramos a Nuestra Señora del Pilar, que es la patrona de la Diócesis de Melo. En Brasil se celebra Nuestra Señora Aparecida. Este año se celebra el Tercer Centenario del hallazgo de la imagen por pobres pescadores. Recordamos las palabras del Papa Francisco a los Obispos brasileños en 2013, interpretando el mensaje de esta imagen y de su historia.

Aparecida: clave de lectura para la misión de la Iglesia

En Aparecida, Dios ha ofrecido su propia Madre al Brasil. Pero Dios ha dado también en Aparecida una lección sobre sí mismo, sobre su forma de ser y de actuar. Una lección de esa humildad que pertenece a Dios como un rasgo esencial, y que está en el adn de Dios. En Aparecida hay algo perenne que aprender sobre Dios y sobre la Iglesia; una enseñanza que ni la Iglesia en Brasil, ni Brasil mismo deben olvidar.

En el origen del evento de Aparecida está la búsqueda de unos pobres pescadores. Mucha hambre y pocos recursos. La gente siempre necesita pan. Los hombres comienzan siempre por sus necesidades, también hoy.
Tienen una barca frágil, inadecuada; tienen redes viejas, tal vez también deterioradas, insuficientes.
En primer lugar aparece el esfuerzo, quizás el cansancio de la pesca, y, sin embargo, el resultado es escaso: un revés, un fracaso. A pesar del sacrificio, las redes están vacías.

Después, cuando Dios quiere, él mismo aparece en su misterio. Las aguas son profundas y, sin embargo, siempre esconden la posibilidad de Dios; y él llegó por sorpresa, quizás cuando ya no se lo esperaba. Siempre se pone a prueba la paciencia de los que le esperan. Y Dios llegó de un modo nuevo, porque siempre Dios es sorpresa: una imagen de frágil arcilla, ennegrecida por las aguas del río, y también envejecida por el tiempo. Dios aparece siempre con aspecto de pequeñez.

Así apareció entonces la imagen de la Inmaculada Concepción. Primero el cuerpo, luego la cabeza, después cuerpo y cabeza juntos: unidad. Lo que estaba separado recobra la unidad. El Brasil colonial estaba dividido por el vergonzoso muro de la esclavitud. La Virgen de Aparecida se presenta con el rostro negro, primero dividida y después unida en manos de los pescadores.

Hay aquí una enseñanza que Dios nos quiere ofrecer. Su belleza reflejada en la Madre, concebida sin pecado original, emerge de la oscuridad del río. En Aparecida, desde el principio, Dios nos da un mensaje de recomposición de lo que está separado, de reunión de lo que está dividido. Los muros, barrancos y distancias, que también hoy existen, están destinados a desaparecer. La Iglesia no puede desatender esta lección: ser instrumento de reconciliación.

Los pescadores no desprecian el misterio encontrado en el río, aun cuando es un misterio que aparece incompleto. No tiran las partes del misterio. Esperan la plenitud. Y ésta no tarda en llegar. Hay algo sabio que hemos de aprender. Hay piezas de un misterio, como partes de un mosaico, que vamos encontrando. Nosotros queremos ver el todo con demasiada prisa, mientras que Dios se hace ver poco a poco. También la Iglesia debe aprender esta espera.

Después, los pescadores llevan a casa el misterio. La gente sencilla siempre tiene espacio para albergar el misterio. Tal vez hemos reducido nuestro hablar del misterio a una explicación racional; pero en la gente, el misterio entra por el corazón. En la casa de los pobres, Dios siempre encuentra sitio.

Los pescadores «agasalham»: arropan el misterio de la Virgen que han pescado, como si tuviera frío y necesitara calor. Dios pide que se le resguarde en la parte más cálida de nosotros mismos: el corazón. Después será Dios quien irradie el calor que necesitamos, pero primero entra con la astucia de quien mendiga. Los pescadores cubren el misterio de la Virgen con el pobre manto de su fe.

Llaman a los vecinos para que vean la belleza encontrada, se reúnen en torno a ella, cuentan sus penas en su presencia y le encomiendan sus preocupaciones. Hacen posible así que las intenciones de Dios se realicen: una gracia, y luego otra; una gracia que abre a otra; una gracia que prepara a otra. Dios va desplegando gradualmente la humildad misteriosa de su fuerza.

Hay mucho que aprender de esta actitud de los pescadores. Una iglesia que da espacio al misterio de Dios; una iglesia que alberga en sí misma este misterio, de manera que pueda maravillar a la gente, atraerla. Sólo la belleza de Dios puede atraer. El camino de Dios es el de la atracción. A Dios, uno se lo lleva a casa. Él despierta en el hombre el deseo de tenerlo en su propia vida, en su propio hogar, en el propio corazón. Él despierta en nosotros el deseo de llamar a los vecinos para dar a conocer su belleza. La misión nace precisamente de este hechizo divino, de este estupor del encuentro. Hablamos de la misión, de Iglesia misionera. Pienso en los pescadores que llaman a sus vecinos para que vean el misterio de la Virgen. Sin la sencillez de su actitud, nuestra misión está condenada al fracaso.

La Iglesia siempre tiene necesidad apremiante de no olvidar la lección de Aparecida, no la puede desatender. Las redes de la Iglesia son frágiles, quizás remendadas; la barca de la Iglesia no tiene la potencia de los grandes transatlánticos que surcan los océanos. Y, sin embargo, Dios quiere manifestarse precisamente a través de nuestros medios, medios pobres, porque siempre es él quien actúa.

Queridos hermanos, el resultado del trabajo pastoral no se basa en la riqueza de los recursos, sino en la creatividad del amor. Ciertamente es necesaria la tenacidad, el esfuerzo, el trabajo, la planificación, la organización, pero hay que saber ante todo que la fuerza de la Iglesia no reside en sí misma sino que está escondida en las aguas profundas de Dios, en las que ella está llamada a echar las redes.

Otra lección que la Iglesia ha de recordar siempre es que no puede alejarse de la sencillez, de lo contrario olvida el lenguaje del misterio, y se queda fuera, a las puertas del misterio, y, por supuesto, no consigue entrar en aquellos que pretenden de la Iglesia lo que no pueden darse por sí mismos, es decir, Dios. A veces perdemos a quienes no nos entienden porque hemos olvidado la sencillez, importando de fuera también una racionalidad ajena a nuestra gente. Sin la gramática de la simplicidad, la Iglesia se ve privada de las condiciones que hacen posible «pescar» a Dios en las aguas profundas de su misterio.

Una última anotación: Aparecida se hizo presente en un cruce de caminos. La vía que unía Río de Janeiro, la capital, con San Pablo, la provincia emprendedora que estaba naciendo, y Minas Gerais, las minas tan codiciadas por las Cortes europeas: una encrucijada del Brasil colonial. Dios aparece en los cruces. La Iglesia en Brasil no puede olvidar esta vocación inscrita en ella desde su primer aliento: ser capaz de sístole y diástole, de recoger y difundir.

Francisco

Texto completo en:  Francisco a los Obispos brasileños, 27 de julio de 2013

domingo, 8 de octubre de 2017

Fiesta Diocesana de Melo - María nos dice: "Aquí estoy"




Cuando yo iba a la escuela, la maestra pasaba lista diciendo el nombre de cada uno de los alumnos. A cada nombre, se oía la respuesta, en voz alta: ¡presente!
¿Qué significa estar presente? No se trata sólo de estar físicamente en un lugar. Estar presente de verdad es estar presente en cuerpo y alma, estar presente con todo mi ser, con toda mi atención, con toda mi disposición, con toda mi voluntad.
Hoy sabemos muchas formas de estar ausentes, incluso cuando parecemos estar allí… podemos alejarnos con nuestro pensamiento, podemos conectarnos –aparato mediante- con otra realidad lejana, incluso con otras personas y desconectarnos de aquellos que están allí junto a mí… que tal vez también se han ido lejos, de la misma forma… Podemos estar ausentes abandonando, claudicando, no asumiendo responsabilidades, desapareciendo, huyendo…

Hoy contemplamos a María, que dice, ante el anuncio del Ángel: “He aquí la servidora del Señor”. “He aquí”: “aquí estoy”. María está allí con todo su ser, con toda su disponibilidad. La misma virginidad de María tiene ese significado: ella es toda de Dios; porque Dios la ha elegido, pero también porque ella ha querido, libremente, estar enteramente disponible para Él.
Siendo toda de Dios, María es también toda nuestra. Ella también nos dice “aquí estoy”. Con su aparición sobre el Pilar, en Zaragoza, cuando todavía estaba en esta tierra, María dice “aquí estoy” al apóstol Santiago, que se disponía a abandonar la vieja Hispania ante el aparente fracaso de su misión. La presencia de la Madre reanima al apóstol desanimado, que continúa anunciando el Evangelio.
María le dice también “aquí estoy” a San Juan Diego, el indio que tomó otro camino para no volverse a encontrar ese día con la Señora que le había hablado el día anterior. Juan Diego está preocupado por ir a ayudar a su tío enfermo, y por eso no quiere entretenerse… pero María le dice: “¿acaso no estoy yo aquí, que soy tu Madre…?” Otra vez “aquí estoy”.
De una manera diferente, fragmentada, María dice presente desde las aguas a los humildes pescadores del río Paraíba, en el estado de San Pablo, Brasil. Aparece primero su cuerpo y luego su cabeza y “lo que estaba separado recobra la unidad”, como dijo Francisco a los Obispos brasileños. Desde entonces, hace 300 años, Nossa Senhora Aparecida dice “aquí estoy”.
Presente también para los niños, los sencillos, en Lourdes, en Fátima (este año se cumplen los cien años de sus apariciones) … o como nuestra Señora del Carmen, ofreciéndonos su escapulario como manto protector y signo de pertenencia a ella y a su Hijo.
De una manera muy sencilla y muy discreta, pero a la vez muy poderosa, María dice “aquí estoy”, en medio de nuestro pueblo: desde lo alto del Verdún como Inmaculada o desde su santuario en Florida como Virgen de los Treinta y Tres. Y subimos al cerro para encontrarla, y nos llevamos su pequeña imagen para tenerla en nuestras casas, reconociéndola como patrona del Uruguay.
Frente a los abandonos, frente a quienes nos han dejado por tomar otros rumbos, ella nos dice “Aquí estoy… ¿acaso no estoy yo aquí, que soy tu Madre?” Ella no nos abandona.
Frente a los desánimos, las tristezas, los bajones, ella vuelve a decirnos “Aquí estoy” y su presencia nos consuela y nos reanima para seguir nuestra misión.
Con ella recordamos a quienes han vivido su Pascua y siguen presentes entre nosotros: el Diácono Víctor, el Padre Miguel.

“Aquí estoy, Señor, para hacer tu voluntad” dice Jesús. Él está presente ante el Padre… esté donde esté, siempre está en su Presencia. “No he venido para hacer mi voluntad, sino la voluntad de Aquel que me envió”… “Mi alimento es hacer la voluntad del Padre”. Son las palabras del Hijo de María, del Hijo de la que dice “He aquí la servidora del Señor: hágase en mi según tu Palabra”, es decir, que se haga en mí la voluntad de Dios.
“He aquí la servidora…” se traduce también como “he aquí la esclava”. Esclava es una palabra chocante para nosotros, por todas sus connotaciones negativas. Pero María no es “esclavizada”, sino que ella se hace “esclava”: no solo servidora, sino también propiedad del Señor. Ella sabe en qué manos se entrega y confía.
“Yo estoy entre ustedes como el que sirve” … “Yo no he venido a ser servido sino a servir y a dar la vida en rescate por muchos”. El Hijo de la servidora es también el servidor. “Se hizo servidor de todos”. Más aún, nos dice San Pablo, “se despojó de su rango y tomó la condición de esclavo” (Filipenses 2,7)
Hacia Él nos dirige la mirada y la palabra de ella: “Hagan lo que Él les diga”, es la tercera gran palabra de María en el Evangelio. Nos lleva a Jesús, a su Hijo, para que lo escuchemos, para que lo sirvamos, reconociéndolo y sirviéndolo en nuestros hermanos.
Él nos convoca: “vengan y vean” y nos envía: “vayan y anuncien”. Volvamos siempre a Él, para encontrar consuelo, paz, sabiduría y fuerza. No recibimos esos dones para irnos tranquilos a nuestra casa y olvidarnos del resto del mundo. Al contrario: Cristo “nos consuela en toda tribulación nuestra, para que nosotros podamos consolar a los que están en cualquier aflicción con el consuelo con que nosotros mismos somos consolados por Dios” (2 Corintios 1,4). Compartamos, entonces, con nuestros hermanos, el tesoro que hemos encontrado, el tesoro de la fe que nos anima y da sentido a nuestra vida.

+ Heriberto, Obispo de Melo (Cerro Largo y Treinta y Tres)
Homilía en la fiesta diocesana

Homenaje al Diácono Víctor Gándaro en la fiesta diocesana




Mi nombre es Víctor Gándaro.
Mi Pastor es el Señor.
El que hace que nada me falte.
Su vara y su cayado me infunden aliento.
Por eso ya no temo ningún mal.
Ya no me asusta la muerte ni me inquieta la vida.

Mi nombre es Víctor Gándaro.
A Dios pedí sencillez y alegría.
Entonces Él puso en mi camino a la gente humilde de los barrios, a los enfermos, a los últimos, a los vecinos del Barrio 25, a los jóvenes de San Francisco Javier, al santo Padre Cacho Alonso, a mi esposa y a mi adorada hija.

Mi nombre es Víctor Gándaro.
Él prepara una mesa delante de mí.
Él ha ungido mi cabeza con aceita y mi copa rebosa.
Por eso mi mirada es de esperanza:
Que las situaciones y las personas cambien y mejoren.
Que los enfermos encuentren alivio.
Que los desempleados encuentren trabajo.

¿Cómo? ¿Que soy un soñador?
Soy y fui un soñador. Aposté por una Iglesia sencilla y comunitaria, con lugar para todos; centrada en Jesús. Coherente. Sensata.
Prediqué con mi vida la Buena Nueva.
Los que me conocieron “darán fe” de eso.
Y a los que no me conocieron les sigo contando:
Siempre pensé que no se puede adorar a Dios y al dinero. Por lo tanto, anduve ligero de equipaje, haciendo rodar por las calles de esta ciudad mi humilde bicicleta.

Mi nombre es Víctor Gándaro.
No espero fama ni gloria.
Ahora estoy vivo: ¡MÍRENME!
Ahora pido auxilio: ¡ESCÚCHENME!
Ahora estoy aquí: ¿ME VEN?

Lo cierto es que, un día, después de andar y desandar caminos, subí por última vez en mi bicicleta. Pedaleé desde mi barrio hasta el Barrio 25. Y mientras iba de camino una voz resonó en mi cabeza.
Entré en la Capillita. Leí, y aunque no lo crean aún hoy escucho decir que “leí” de una manera espectacular, como nunca antes lo había hecho. Aquella fue una celebración maravillosa. Profunda y evangélica, como siempre.
Cuando concluyó volví a pedalear. Llegué a casa, tendí sombre la cama mi cansado cuerpo y aquella voz volvió a resonar en mi cabeza. Y la voz decía:
“¡Portones! ¡Alzad los dinteles!
¡Que se alcen las antiguas compuertas, va a entrar el Rey de la Gloria!”
Entonces sentí que me hundía en un último e inevitable sueño.
Por eso, hermanos míos, ya no me pueden ver.
No lloren por mí, porque no estoy solo.
Ahora estoy junto a ÉL y les aseguro que nada me falta.
En lugares de verdes pastos me hace descansar.
Junto a aguas de reposo me conduce.

Siento que he combatido el buen combate, he concluido mi carrera, he conservado mi fe.
Mi nombre es Víctor Gándaro.