jueves, 12 de octubre de 2017

El Banquete del Reino de Dios (Mateo 22,1-14). Domingo XXVIII durante el año.


“Che, un día de estos tenemos que hacer un asadito”. Así decimos los uruguayos cuando nos despedimos de un viejo compañero o amigo al que hace tiempo no veíamos y con el que nos hemos encontrado. De esa forma expresamos que nos une una antigua relación y que sería muy lindo comer juntos un buen asado. Rara vez el asado se hace, pero si se hace, normalmente no defrauda, porque hemos hecho sin duda un esfuerzo para que ese encuentro reanude la amistad.

Reunirse para comer juntos fortalece un vínculo, cuando todos estamos a la mesa realmente presentes, con el deseo de encontrarnos unos con otros, de mirarnos, de hablarnos.
Es triste cuando una familia no encuentra el momento de comer todos juntos, aunque sea un solo día en la semana. En mi casa ese día era el domingo. Recuerdo con gusto aquellos mediodías en que estábamos todos, con la tía Eleodora como invitada, que no dejaba de aportar un rico postre.

Hay comidas que son muy especiales, porque marcan un acontecimiento único. Una boda, por ejemplo. Así comienza la parábola que Jesús narra en el evangelio de este domingo:

El Reino de los Cielos se parece a un rey que celebraba las bodas de su hijo. Envió entonces a sus servidores para avisar a los invitados, pero éstos se negaron a ir.

Nos sorprende esa negativa, pero no le sorprendió al rey. Era la cortesía del antiguo Oriente. Los invitados debían decir que no, como si no se consideraran dignos y el que daba la fiesta debía insistir. Y eso es lo que hace el rey:

De nuevo envió a otros servidores con el encargo de decir a los invitados: “Mi banquete está preparado: ya han sido matados mis terneros y mis mejores animales, y todo está a punto: vengan a las bodas”.

Este es el momento donde los invitados debían dejar vencer su resistencia y ponerse en marcha hacia la sala de fiesta. Pero sucede algo inesperado. Algo sumamente ofensivo:

Pero ellos no tuvieron en cuenta la invitación, y se fueron uno a su campo, otro a su negocio.

Y acontece algo todavía más terrible:

Los demás se apoderaron de los servidores, los maltrataron y los mataron. Al enterarse, el rey se indignó y envió sus tropas para que acabaron con aquellos homicidas e incendiaran su ciudad.

Todo el escenario se ha trastocado. ¿qué hará el rey ahora?

El rey dijo a sus servidores: “El banquete nupcial está preparado, pero los invitados no eran dignos de él. Salgan a los cruces de los caminos e inviten a todos los que encuentren”.
Los servidores salieron a los caminos y reunieron a todos los que encontraron, buenos y malos, y la sala nupcial se llenó de invitados.

La fiesta se ha convertido en un éxito.
Pero no olvidemos: Jesús ha comenzado su relato diciendo “El Reino de los Cielos se parece a…” Este es el banquete del Reino, el banquete definitivo de la vida de los hombres, llamados a participar de la felicidad eterna de Dios.
Para este banquete hubo unos invitados iniciales, que rechazaron el convite, ocupándose de sus asuntos y algunos llegando a asesinar a los que invitaban. Frente a ese rechazo, la llamada se hace universal. El banquete se abre a todos los pueblos. “Les digo que vendrán muchos de oriente y occidente y se pondrán a la mesa con Abraham, Isaac y Jacob en el reino de los Cielos” había dicho Jesús en este mismo Evangelio de San Mateo (Mt 8,11).

Dios quiere que toda la humanidad llegue a compartir su vida y su plenitud eternamente.
En la sala llena de invitados, enjugará las lágrimas y vencerá para siempre a la muerte.
Para eso Dios llama, a través del Evangelio y de la Iglesia, pero también por caminos que sólo el mismo Dios conoce.
Cada día Dios está llamando. Cada día está ofreciendo la felicidad que anuncia el Evangelio.
Pero la plenitud de esa felicidad, la felicidad completa, será más allá de este mundo.
Es la vida eterna en Dios, de la que poco y nada podemos decir… pero creemos en ella y la esperamos, porque sentimos en nuestro corazón el anhelo de esa felicidad que solo en Dios podremos encontrar.
Tal vez, una de las tareas más importantes de las comunidades cristianas sea hoy crear espacios y facilitar experiencias donde las personas puedan escuchar de manera sencilla, transparente y gozosa la invitación de Dios a la Vida.

Volvamos a la parábola. Dejamos el relato con la sala llena de invitados y allí podría haber terminado. Pero continúa con un giro sorprendente:
Cuando el rey entró para ver a los comensales, encontró a un hombre que no tenía el traje de fiesta. “Amigo, le dijo, ¿cómo has venido aquí sin el traje de fiesta?” El otro permaneció en silencio. Entonces el rey dijo a los guardias: “Átenlo de pies y manos y arrójenlo fuera, a las tinieblas. Allí habrá llanto y rechinar de dientes.”
Porque son muchos los llamados, pero pocos los elegidos.

“¿Cómo es posible que este comensal haya aceptado la invitación del rey y, al entrar en la sala del banquete, se le haya abierto la puerta, pero no se haya puesto el traje de fiesta?
¿Qué es este traje de fiesta?“ Esto se preguntaba el Papa Benedicto XVI, en su visita a Lamezia Terme en 2011; y responde citando a San Gregorio Magno:
“San Gregorio explica que ese comensal responde a la invitación de Dios a participar en su banquete; tiene, en cierto modo, la fe que le ha abierto la puerta de la sala, pero le falta algo esencial: el traje de fiesta, que es la caridad, el amor. Ese vestido está tejido simbólicamente con dos elementos, uno arriba y otro abajo: el amor a Dios y el amor al prójimo. Todos estamos invitados a ser comensales del Señor, a entrar con la fe en su banquete, pero debemos llevar y custodiar el traje de fiesta: la caridad; vivir un profundo amor a Dios y al prójimo.

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