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La obediencia de la fe no es un acto de imposición, sino un dejarse, un abandonarse en el océano de la bondad de Dios. |
Queridos hermanos y hermanas:
Al comienzo de su carta a los cristianos de Éfeso (cf. 1, 3-14), el
apóstol Pablo eleva una oración de bendición a Dios, Padre de nuestro
Señor Jesucristo, oración que hemos hemos escuchado recién, y que nos
introduce a vivir el tiempo del Adviento, en el contexto del Año de la
fe. El tema de este himno de alabanza es el plan de Dios con respecto al
hombre, que se define en términos llenos de alegría, de asombro y de
gratitud, como un "benévolo designio" (v. 9), de misericordia y de amor.
¿Por qué el apóstol eleva a Dios, desde lo más profundo de su
corazón, esta bendición? Debido a que ve su obra en la historia de la
salvación, que culmina en la encarnación, muerte y resurrección de
Jesús, y contempla cómo el Padre Celestial nos ha elegido antes de la
fundación del mundo, para ser sus hijos adoptivos, en su Hijo Unigénito,
Jesucristo (cf. Rm. 8,14 s; Gal. 4,4s). Por lo tanto, nosotros
existimos desde la eternidad en la mente de Dios, en un gran proyecto
que Dios ha reservado para sí mismo y que ha decidido poner en práctica y
de revelar en "la plenitud de los tiempos" (cf. Ef. 1,10). San Pablo
nos ayuda a entender, cómo toda la creación y, en particular, el hombre y
la mujer no son el resultado de la casualidad, sino que responden a un
proyecto de bondad de la razón eterna de Dios, que con la fuerza
creadora y redentora de su Palabra, da origen al mundo. Esta primera
afirmación nos recuerda que nuestra vocación no es simplemente existir
en el mundo, estar insertados en una historia, ni tampoco ser solamente
una criatura de Dios; es algo más grande: es el haber sido elegidos por
Dios incluso antes de la creación del mundo, en el Hijo, Jesucristo. En
Él, existimos , por así decirlo, ya desde siempre. Dios nos considera en
Cristo, como hijos adoptivos. El "proyecto benévolo" de Dios, que es
calificado por el Apóstol como "proyecto de amor" (Ef. 1,5), es definido
como "el misterio" de la voluntad de Dios (v. 9), escondido y ahora
revelado en la Persona y en la obra de Cristo. La iniciativa divina
precede a toda respuesta humana: es un don gratuito de su amor que nos
envuelve y nos transforma.
Pero ¿cuál es el objetivo final de este plan misterioso? ¿Cuál es el
centro de la voluntad de Dios? Es aquello, --nos dice san Pablo--, de
"hacer que todo tenga a Cristo por cabeza" (v. 10). En esta expresión se
encuentra una de las formulaciones centrales del Nuevo Testamento que
nos hacen entender el plan de Dios, y su designio de amor por la
humanidad, una formulación que en el siglo II, san Ireneo de Lyon colocó
como núcleo de su cristología: "recapitular" toda la realidad en
Cristo. Tal vez algunos de ustedes recuerden la fórmula usada por el
papa san Pío X para la consagración del mundo al Sagrado Corazón de
Jesús: "Restaurar todas las cosas en Cristo" (
Instaurare omnia in Christo), una fórmula que hace referencia a esta expresión paulina, y que también fue el lema de aquel santo Pontífice.
El Apóstol, sin embargo, habla más específicamente de recapitular el
universo en Cristo, y esto significa que en el gran esquema de la
creación y de la historia, Cristo se presenta como el centro de todo el
camino del mundo, la columna vertebral de todo, que atrae a sí mismo la
totalidad de la realidad misma, para superar la dispersión y el límite, y
conducir todo a la plenitud querida por Dios (cf. Ef. 1,23).
Este "designio benevolente" no ha permanecido, por así decirlo, en el
silencio de Dios, en la cumbre de su Cielo, sino que Él lo ha hecho
saber entrando en relación con el hombre, al cual no le ha revelado
cualquier cosa, sino a sí mismo. Él no ha comunicado simplemente un
conjunto de verdades, sino que se ha auto-comunicado a nosotros, hasta
ser uno de nosotros, a encarnarse. El Concilio Vaticano II en la
Constitución Dogmática
Dei Verbum dice: "Dispuso Dios en su
sabiduría revelarse a Sí mismo y dar a conocer el misterio de su
voluntad, mediante el cual los hombres, por medio de Cristo, Verbo
encarnado, tienen acceso al Padre en el Espíritu Santo y se hacen
consortes de la naturaleza divina" (n. 2). Dios no solo dice algo, sino
que se comunica, nos introduce en la naturaleza divina, de modo que
estemos envueltos en ella, divinizados. Dios revela su gran proyecto de
amor al entrar en relación con el hombre, acercándose a él hasta el
punto de hacerse él mismo un hombre. "Lo invisible de Dios --continúa la
Dei Verbum--, en su abundante amor, habla a los hombres como
amigos (cf. Ex. 33,11; Jn. 15,14-15) y mora con ellos (cf. Ba. 3,38)
para invitarlos a la comunicación consigo y recibirlos en su compañía" (
ibid.).
Con la sola inteligencia y sus capacidades, el hombre no habría podido
alcanzar esta revelación tan brillante del amor de Dios; es Dios quien
ha abierto su cielo y se abajado para conducir al hombre hacia el abismo
de su amor.
Más aún, san Pablo escribe a los cristianos de Corinto: "Lo que ni el
ojo vio, ni el oído oyó, ni al corazón del hombre llegó, lo que Dios
preparó para los que le aman. Porque a nosotros nos lo reveló Dios por
medio del Espíritu; y el Espíritu todo lo sondea, hasta la profundidades
de Dios" (1 Co. 2, 9-10). Y san Juan Crisóstomo, en una famosa página
de comentario a la Carta a los Efesios, invita a disfrutar de toda la
belleza del "benévolo designio" de Dios revelado en Cristo. Y san Juan
Crisóstomo dice: "¿Qué te falta? Te has convertido en inmortal, te has
hecho libre, te has convertido en hijo, te has convertido en justo, eres
un hermano, te has convertido en un coheredero, con Cristo reinas, con
Cristo eres glorificado. Todo se nos ha dado, y --como está escrito--
¿cómo no nos dará con él graciosamente todas las cosas?" (Rm. 8,32). Tus
primeros frutos (cf. 1 Co. 15, 20.23) son adorados por los ángeles
[...]: ¿qué te falta?" (PG 62.11).
Esta comunión en Cristo por obra del Espíritu Santo, ofrecida por
Dios a todos los hombres con la luz de la Revelación, no es algo que se
superpone a nuestra humanidad, sino que es el cumplimiento de los más
profundos anhelos, de aquel deseo del infinito y de plenitud que habita
en las profundidades del ser humano, y lo abre a una felicidad no
temporal y limitada, sino eterna. San Buenaventura de Bagnoregio, en
referencia a Dios que se revela y nos habla a través de las Escrituras,
para llevarnos a Él, dice: "La Sagrada Escritura es [...] el libro en el
que están escritas palabras de vida eterna para que, no solo creamos,
sino también poseamos la vida eterna, donde veremos, amaremos y todos
nuestros deseos se realizarán" (
Breviloquium, Prol., Opera Omnia V, 201s.).
Finalmente, el beato papa Juan Pablo II dijo, y cito, que "La
Revelación introduce en la historia un punto de referencia del cual el
hombre no puede prescindir, si quiere llegar a comprender el misterio de
su existencia; pero, por otra parte, este conocimiento remite
constantemente al misterio de Dios que la mente humana no puede agotar,
sino sólo recibir y acoger en la fe." (
Fides et ratio, 14).
En esta perspectiva, ¿cuál es entonces el acto de fe? Es la respuesta
del hombre a la Revelación de Dios, que se da a conocer, que manifiesta
su designio de benevolencia; y es, para usar una expresión de san
Agustín, dejarse tomar de la verdad que es Dios, una verdad que es Amor.
Por esto san Pablo subraya como a Dios, que ha revelado su misterio, se
le deba "la obediencia de la fe" (Rm. 16,26; cf.1,5; 2 Co. 10, 5-6), la
actitud con la que "el hombre se confía libre y totalmente a Dios,
"prestando a Dios revelador el homenaje del entendimiento y de la
voluntad", y asintiendo voluntariamente a la revelación hecha por El".
(Cost. Dogm.
Dei Verbum, 5). La obediencia no es un acto de imposición, sino es un dejarse, un abandonarse en el océano de la bondad de Dios.
Todo esto lleva a un cambio fundamental en la manera en que nos
relacionamos con la realidad entera, todo aparece en una nueva luz; se
trata por lo tanto, de una verdadera "conversión", la fe es un "cambio
de mentalidad", porque el Dios que se ha revelado en Cristo y ha dado a
conocer su plan de amor, nos toma, nos atrae a sí mismo, se convierte en
el sentido que sostiene la vida, la roca sobre la que se puede
encontrar la estabilidad. En el Antiguo Testamento encontramos una
expresión intensa sobre la fe, que Dios confía al profeta Isaías para
comunicárselo al rey de Judá, Acaz. Dios dice: "Si no se afirman en mí
–o sea, si no se mantienen fieles a Dios--, no serán firmes" (Is 7,9 b).
Por lo tanto, existe un vínculo entre el
permanecer y el
comprender,
que expresa bien cómo la fe es un acoger en la vida la visión de Dios
sobre la realidad, dejar que Dios nos guíe a través de su Palabra y de
los sacramentos, para entender lo que debemos hacer, cuál es el camino
que debemos tomar, cómo vivir. Al mismo tiempo, sin embargo, es la
comprensión a la manera de Dios, y ver con sus propios ojos lo que hace
una vida sólida, que nos permite "estar de pie", y no caer.
Queridos amigos, el Adviento, el tiempo litúrgico que apenas hemos
empezado, y que nos prepara para la Navidad, nos pone de frente el
luminoso misterio de la venida del Hijo de Dios, al gran "diseño de
bondad" con el que quiere atraernos a Sí, para hacernos vivir en plena
comunión de alegría y de paz con Él. El Adviento nos invita una vez más,
en medio de muchas dificultades, a renovar la certeza de que Dios está
presente: Él ha venido al mundo, convirtiéndose en un hombre como
nosotros , para traer la plenitud de su designio de amor. Y Dios exige
que también nosotros nos convirtamos en una señal de su acción en el
mundo. A través de nuestra fe, nuestra esperanza, nuestro amor, Él
quiere entrar en el mundo siempre de nuevo, y quiere siempre de nuevo
hacer resplandecer su luz en la noche.