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El Papa Francisco con niños de Las Filipinas, enero de este año |
Queridos hermanos y hermanas:
La Jornada Mundial de las Misiones 2015 tiene lugar en el contexto
del Año de la Vida Consagrada, y recibe de ello un estímulo para la
oración y la reflexión. De hecho, si todo bautizado está llamado a dar
testimonio del Señor Jesús proclamando la fe que ha recibido como un
don, esto es particularmente válido para la persona consagrada, porque
entre la
vida consagrada y la
misión subsiste un fuerte
vínculo. El seguimiento de Jesús, que ha dado lugar a la aparición de la
vida consagrada en la Iglesia, responde a la llamada a tomar la cruz e
ir tras él, a imitar su dedicación al Padre y sus gestos de servicio y
de amor, a perder la vida para encontrarla. Y dado que toda la
existencia de Cristo tiene un carácter misionero, los hombres y las
mujeres que le siguen más de cerca asumen plenamente este mismo
carácter.
La dimensión misionera, al pertenecer a la naturaleza misma de la Iglesia, es
también
intrínseca a toda forma de vida consagrada,
y no puede ser descuidada sin que deje un vacío que desfigure el
carisma. La misión no es proselitismo o mera estrategia; la misión es
parte de la “gramática” de la fe, es algo imprescindible para aquellos
que escuchan la voz del Espíritu que susurra “ven” y “ve”. Quién sigue a
Cristo se convierte necesariamente en misionero, y sabe que Jesús
«camina con él, habla con él, respira con él. Percibe a Jesús vivo con
él en medio de la tarea misionera» (Exhort. ap.
Evangelii gaudium, 266).
La misión es una
pasión por Jesús pero, al mismo tiempo, es una
pasión por su pueblo.
Cuando nos detenemos ante Jesús crucificado, reconocemos todo su amor
que nos dignifica y nos sostiene; y en ese mismo momento percibimos que
ese amor, que nace de su corazón traspasado, se extiende a todo el
pueblo de Dios y a la humanidad entera. Así redescubrimos que él nos
quiere tomar como instrumentos para llegar cada vez más cerca de su
pueblo amado (cf. ibíd., 268) y de todos aquellos que lo buscan con
corazón sincero. En el mandato de Jesús: “id” están presentes los
escenarios y los desafíos siempre nuevos de la misión evangelizadora de
la Iglesia. En ella todos están llamados a anunciar el Evangelio a
través del testimonio de la vida; y de forma especial se pide a los
consagrados que escuchen la voz del Espíritu, que los llama a ir a las
grandes periferias de la misión, entre las personas a las que aún no ha
llegado el Evangelio.
El quincuagésimo aniversario del Decreto conciliar
Ad gentes nos invita a releer y meditar este documento que suscitó un
fuerte impulso misionero en los Institutos de Vida Consagrada.
En las comunidades contemplativas retomó luz y elocuencia la figura de
santa Teresa del Niño Jesús, patrona de las misiones, como inspiradora
del vínculo íntimo de la vida contemplativa con la misión. Para muchas
congregaciones religiosas de vida activa el anhelo misionero que surgió
del Concilio Vaticano II se puso en marcha con una apertura
extraordinaria a la misión
ad gentes, a menudo acompañada por la
acogida de hermanos y hermanas provenientes de tierras y culturas
encontradas durante la evangelización, por lo que hoy en día se puede
hablar de una interculturalidad generalizada en la vida consagrada.
Precisamente por esta razón, es urgente volver a proponer el ideal de la
misión en su centro: Jesucristo, y en su exigencia: la donación total
de sí mismo a la proclamación del Evangelio. No puede haber ninguna
concesión sobre esto:
quién, por la gracia de Dios, recibe la misión, está llamado a vivir la misión.
Para estas personas, el anuncio de Cristo, en las diversas periferias
del mundo, se convierte en la manera de vivir el seguimiento de él y
recompensa los muchos esfuerzos y privaciones. Cualquier tendencia a
desviarse de esta vocación, aunque sea acompañada por nobles motivos
relacionados con la muchas necesidades pastorales, eclesiales o
humanitarias, no está en consonancia con el llamamiento personal del
Señor al servicio del Evangelio. En los
Institutos misioneros los
formadores están llamados tanto a indicar clara y honestamente esta
perspectiva de vida y de acción como a actuar con autoridad en el
discernimiento de las vocaciones misioneras auténticas. Me dirijo
especialmente
a los jóvenes, que siguen siendo capaces de dar testimonios valientes y de realizar hazañas generosas a veces contra corriente:
no dejéis que os roben el sueño de una misión auténtica,
de un seguimiento de Jesús que implique la donación total de sí mismo.
En el secreto de vuestra conciencia, preguntaos cuál es la razón por la
que habéis elegido la vida religiosa misionera y medid la disposición a
aceptarla por lo que es: un don de amor al servicio del anuncio del
Evangelio, recordando que, antes de ser una necesidad para aquellos que
no lo conocen, el anuncio del Evangelio es una necesidad para los que
aman al Maestro.
Hoy, la misión se enfrenta al reto de respetar la necesidad de todos los pueblos de
partir de sus propias raíces y de salvaguardar los valores de las respectivas culturas.
Se trata de conocer y respetar otras tradiciones y sistemas
filosóficos, y reconocer a cada pueblo y cultura el derecho de hacerse
ayudar por su propia tradición en la inteligencia del misterio de Dios y
en la acogida del Evangelio de Jesús, que es luz para las culturas y
fuerza transformadora de las mismas.
Dentro de esta compleja dinámica, nos preguntamos: “¿Quiénes son los
destinatarios privilegiados del anuncio evangélico?” La respuesta es
clara y la encontramos en el mismo Evangelio: los pobres, los pequeños,
los enfermos, aquellos que a menudo son despreciados y olvidados,
aquellos que no tienen como pagarte (cf.
Lc 14,13-14). La
evangelización, dirigida preferentemente a ellos, es signo del Reino que
Jesús ha venido a traer: «Existe un vínculo inseparable entre nuestra
fe y los pobres. Nunca los dejemos solos» (Exhort. ap.
Evangelii gaudium,
48). Esto debe estar claro especialmente para las personas que abrazan
la vida consagrada misionera: con el voto de pobreza se escoge seguir a
Cristo en esta preferencia suya, no ideológicamente, sino como
él,
identificándose con los pobres, viviendo como ellos en la precariedad
de la vida cotidiana y en la renuncia de todo poder para convertirse en
hermanos y hermanas de los últimos, llevándoles el testimonio de la
alegría del Evangelio y la expresión de la caridad de Dios.
Para vivir el testimonio cristiano y los signos del amor del Padre
entre los pequeños y los pobres, las personas consagradas están llamadas
a promover, en el servicio de la misión,
la presencia de los fieles laicos.
Ya el Concilio Ecuménico Vaticano II afirmaba: «Los laicos cooperan a
la obra de evangelización de la Iglesia y participan de su misión
salvífica a la vez como testigos y como instrumentos vivos» (
Ad gentes,
41). Es necesario que los misioneros consagrados se abran cada vez con
mayor valentía a aquellos que están dispuestos a colaborar con ellos,
aunque sea por un tiempo limitado, para una experiencia sobre el
terreno. Son hermanos y hermanas que quieren
compartir la vocación misionera inherente al Bautismo. Las casas y las estructuras de las misiones son lugares naturales para su acogida y su apoyo humano, espiritual y apostólico.
Las Instituciones y Obras misioneras de la Iglesia están
totalmente al servicio de los que no conocen el Evangelio de Jesús. Para
lograr eficazmente este objetivo, estas necesitan los carismas y el
compromiso misionero de los consagrados, pero también, los consagrados,
necesitan una estructura de servicio, expresión de la preocupación del
Obispo de Roma para asegurar la
koinonía, de forma que la
colaboración y la sinergia sean una parte integral del testimonio
misionero. Jesús ha puesto la unidad de los discípulos, como condición
para que el mundo crea (cf.
Jn 17,21). Esta convergencia no
equivale a una sumisión jurídico-organizativa a organizaciones
institucionales, o a una mortificación de la fantasía del Espíritu que
suscita la diversidad, sino que significa dar más eficacia al mensaje
del Evangelio y promover aquella unidad de propósito que es también
fruto del Espíritu.
La Obra Misionera del Sucesor de Pedro tiene un
horizonte apostólico universal. Por ello también necesita de los
múltiples carismas de la vida consagrada,
para abordar al vasto horizonte de la evangelización y para poder
garantizar una adecuada presencia en las fronteras y territorios
alcanzados.
Queridos hermanos y hermanas, la pasión del misionero es el
Evangelio. San Pablo podía afirmar: «¡Ay de mí si no anuncio el
Evangelio!» (1
Cor 9,16). El Evangelio es fuente de alegría, de
liberación y de salvación para todos los hombres. La Iglesia es
consciente de este don, por lo tanto, no se cansa de proclamar sin cesar
a todos «lo que existía desde el principio, lo que hemos oído, lo que
hemos visto con nuestros propios ojos» (1
Jn 1,1). La misión de
los servidores de la Palabra -obispos, sacerdotes, religiosos y laico-
es la de poner a todos, sin excepción, en una relación personal con
Cristo. En el inmenso campo de la acción misionera de la Iglesia, todo
bautizado está llamado a vivir lo mejor posible su compromiso, según su
situación personal. Una respuesta generosa a esta vocación universal la
pueden ofrecer los consagrados y las consagradas, a través de una
intensa vida de oración y de unión con el Señor y con su sacrificio
redentor.
Mientras encomiendo a María, Madre de la Iglesia y modelo misionero, a todos aquellos que,
ad gentes
o en su propio territorio, en todos los estados de vida cooperan al
anuncio del Evangelio, os envío de todo corazón mi Bendición Apostólica.
Vaticano, 24 de mayo de 2015, Solemnidad de Pentecostés
Francisco