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miércoles, 22 de noviembre de 2017

"Conmigo lo hicieron" - Cristo Rey (Mateo 25,31-46)





"Reconocer a Jesús en traje de pobre". Así expresaban viejos romances españoles lo que está narrado en la parábola del Juicio Final (Mateo 25,31-46). Más aún, podríamos decir, reconocer a Cristo Rey allí donde mejor se manifiesta su realeza: “clavado en la cruz, pobre, desnudo y privado de todo” (Papa Francisco, Mensaje I Jornada Mundial de los Pobres).
Reflexión del Obispo de Melo, Uruguay, Mons. Heriberto Bodeant, sobre el Evangelio correspondiente a la solemnidad de Jesucristo Rey del Universo, ciclo A, Domingo 26 de noviembre de 2017.

El Señor es mi pastor, nada me puede faltar
No sólo en el más conocido de los salmos se presenta Dios como pastor, sino en varios pasajes del Antiguo y del Nuevo Testamento. El mismo Jesús diciendo “yo soy el buen pastor” es como la culminación de esa imagen que recorre la Biblia.

El próximo domingo celebramos la solemnidad de Jesucristo Rey del Universo.
Este año, las lecturas nos presentan la figura de Dios como pastor que, como dice el profeta Ezequiel, viene “a juzgar entre oveja y oveja, entre carneros y chivos”.

Jesús presenta el cumplimiento de ese anuncio del profeta con la parábola del Juicio Final. En ella se resume el drama de la existencia humana. El drama de cada uno de nosotros y el drama de la humanidad en su conjunto. Así dice Jesús:
    Cuando el Hijo del hombre venga en su gloria rodeado de todos los ángeles, se sentará en su trono glorioso. Todas las naciones serán reunidas en su presencia, y Él separará a unos de otros, como el pastor separa las ovejas de los cabritos, y pondrá a aquellas a su derecha y a estos a su izquierda.
    Entonces el Rey dirá a los que tenga a su derecha: «Vengan, benditos de mi Padre, y reciban en herencia el Reino que les fue preparado desde el comienzo del mundo; porque tuve hambre, y ustedes me dieron de comer; tuve sed, y me dieron de beber; estaba de paso, y me alojaron; desnudo, y me vistieron; enfermo, y me visitaron; preso, y me vinieron a ver».
    Los justos le responderán: «Señor, ¿cuándo te vimos hambriento, y te dimos de comer; sediento, y te dimos de beber? ¿Cuándo te vimos de paso, y te alojamos; desnudo, y te vestimos? ¿Cuándo te vimos enfermo o preso, y fuimos a verte?»
    Y el Rey les responderá: «Les aseguro que cada vez que lo hicieron con el más pequeño de mis hermanos, lo hicieron conmigo».
    Luego dirá a los de su izquierda: «Aléjense de mí, malditos; vayan al fuego eterno que fue preparado para el demonio y sus ángeles, porque tuve hambre, y ustedes no me dieron de comer; tuve sed, y no me dieron de beber; estaba de paso, y no me alojaron; desnudo, y no me vistieron; enfermo y preso, y no me visitaron»
    Éstos, a su vez, le preguntarán: «Señor, ¿cuándo te vimos hambriento o sediento, de paso o desnudo, enfermo o preso, y no te hemos socorrido?»
    Y Él les responderá: «Les aseguro que cada vez que no lo hicieron con el más pequeño de mis hermanos, tampoco lo hicieron conmigo».
    Éstos irán al castigo eterno, y los justos a la Vida eterna».

Si, como corresponde, tomamos en serio las palabras de Jesús, no podemos menos que estremecernos, o al menos perturbarnos. Pero Jesús no narra sus parábolas para dejarnos tranquilos, sino precisamente para inquietarnos, para que reflexionemos… ¡y actuemos!

Pero hagamos serenamente nuestra reflexión, porque eso es lo que nos ayudará a sacar provecho de la Palabra, es decir, a ver qué dice este Evangelio para cada uno de nosotros, para cada una de nuestras vidas.

En primer lugar, es una parábola, una comparación. Jesús no está diciendo que esto va a suceder de esta forma… pero, sí, hay al menos tres grandes enseñanzas que podemos tomar.

La primera es que hay un final de la historia, marcado por la segunda venida de Cristo. Así rezamos en el Credo: decimos que Cristo “de nuevo vendrá con gloria, para juzgar a vivos y muertos y su reino no tendrá fin”. “De nuevo vendrá”. “Su reino no tendrá fin”. Con esa venida se cierra la historia, se abre la eternidad. Será el día en que las cosas se pongan en su lugar. Será el día de llegada para el caminar de la humanidad, puesta en camino desde el día de la Creación. Dios no está improvisando con nosotros. Su creación tiene un designio, un plan, una finalidad; por eso, también un final, que no es de destrucción sino de culminación de la creación en vida y plenitud.

La segunda enseñanza es que hay un juicio: Cristo vendrá “para juzgar a vivos y muertos”, dice el Credo. Y a partir de ese juicio se abren para cada ser humano dos posibilidades eternas: para unos, la Vida Eterna, el Reino que les fue preparado desde el comienzo del mundo, lo que solemos llamar Cielo. Para otros el castigo eterno, el fuego eterno que fue preparado para el demonio y sus ángeles; lo que solemos llamar Infierno.

La idea del Infierno es dura de tragar y muchas veces negada. La afirmación de un Dios misericordioso la hace pensar como imposible. Y sin embargo, Jesús lo ha anunciado muchas veces, de modo que más vale que le creamos también en esto. Hay que ir más allá del lenguaje o las imágenes que expresan ese misterio: el fuego, el azufre, los diablos con cuernos pinchando con tridentes a las almas de los condenados… Así como es más fácil pensar en el Cielo como “la Casa del Padre” de la que nos habló Jesús, el infierno es la oscuridad para quien no puede soportar la luz de Dios y rehúsa volverse a Él y a entrar en su casa. El condenado se condena a sí mismo rechazando el amor de Dios que ha venido a buscarlo en su misericordia y se excluye, se queda fuera.

Pero la tercera enseñanza nos aclara las cosas: seremos juzgados por la misericordia. Las obras de misericordia corporales están en la fundamentación de las dos sentencias. Si actuamos con misericordia hacia el que tenía hambre o sed, estaba sin techo o desnudo, estaba preso o enfermo, fue al mismo Cristo a quien servimos con misericordia. Por el contrario, si cerramos las entrañas, si dejamos frío el corazón ante el hermano necesitado, es al mismo Cristo Rey a quien dejamos de lado. Cristo manifiesta su realeza precisamente “clavado en la cruz, pobre, desnudo y privado de todo” (Francisco, Mensaje Jornada del Pobre, 2017).

Comentando este pasaje del Evangelio, decía el Papa Francisco:
La salvación no comienza con la confesión de la realeza de Cristo, sino con la imitación de sus obras de misericordia a través de las cuales Él realizó el reino. Quien las realiza demuestra haber acogido la realeza de Jesús, porque hizo espacio en su corazón a la caridad de Dios.
Al atardecer de la vida seremos juzgados en el amor, en la proximidad y en la ternura hacia los hermanos. De esto dependerá nuestro ingreso o no en el reino de Dios, nuestra ubicación en una o en otra parte. Jesús, con su victoria, nos abrió su reino, pero está en cada uno de nosotros la decisión de entrar en él, ya a partir de esta vida —porque el reino comienza ahora— haciéndonos concretamente próximos al hermano que pide pan, vestido, acogida, solidaridad, catequesis. Y si amaremos de verdad a ese hermano o a esa hermana, seremos impulsados a compartir con él o con ella lo más valioso que tenemos, es decir, a Jesús y su Evangelio. (Domingo 23 de noviembre de 2014, Cristo Rey)

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