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viernes, 22 de marzo de 2024

«Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?» (Marcos 15,34). Domingo de Ramos en la Pasión del Señor.

Con estas palabras comienza el salmo 22, que es la larga y angustiada súplica de un creyente que renueva, al final, su confianza en Dios.

Esas mismas palabras son el grito de Jesús crucificado. 

Son las únicas palabras de Jesús en la Cruz que recoge el evangelista Marcos. Otras palabras que podamos recordar, completando las famosas siete palabras, las encontramos en los otros evangelios.

Este grito de Jesús, este sentimiento de abandono, no llega de improviso. 

Marcos nos va mostrando como Jesús es abandonado por sus discípulos, traicionado por Judas, negado por Pedro, acusado de blasfemia por los sacerdotes, rechazado por la multitud en favor de un asesino, mortificado por las burlas e insultos del Sanedrín, de los soldados romanos, de los dos ladrones que han sido crucificados con él y de todos los que han ido a ver la crucifixión.

Hasta la luz abandona la escena, porque a partir del mediodía todo se oscurece.

Entonces, a las tres de la tarde, rodeado por la oscuridad y con todos los sufrimientos de alma, mente y cuerpo, antes de morir, Jesús lanza su grito:

«Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?» (Marcos 15,34)

Para nosotros, creyentes, y para muchos que no lo son pero que se dejan tocar por este relato, el grito de Jesús estremece. Es desconcertante. Es perturbador. 

Que los hombres abandonen o, directamente, que rechacen a Jesús, puede tener muchos motivos… miedo, incomprensión, ingratitud, decepción, de parte de los discípulos y de la multitud. De parte de las autoridades, enceguecimiento, cerrazón, abuso de poder.

Pero… ¡el Padre! ¿No responde el Padre al grito de Jesús? Sí, responde. Responde con un signo. Inmediatamente, enseguida que Jesús expira:

El velo del Templo se rasgó en dos, de arriba abajo. (Marcos 15,38)

¿Qué significa esa respuesta? El velo del templo era una cortina detrás de la cual se encontraba el Santo de los Santos, el Santísimo, el lugar que representaba la Presencia de Dios en medio de su Pueblo.

Una de las acusaciones que había recibido Jesús en el juicio ante el Sanedrín, fue, supuestamente, haber dicho:

"Yo destruiré este Templo hecho por la mano del hombre, y en tres días volveré a construir otro que no será hecho por la mano del hombre" (Marcos 14,58)

Como vimos en un programa anterior, Jesús había dicho, según el evangelio de Juan: “destruyan este templo y en tres días lo levantaré” y el evangelista aclara: “él hablaba del templo de su cuerpo”. Pero, por el velo rasgado, en cierta forma, el templo está siendo destruido en cuanto lugar de la presencia de Dios. 

Dios sale del lugar reservado y cerrado en el templo de piedra, para habitar en el templo que se constituye en el cuerpo de su Hijo.

Dios ha respondido al grito de Jesús reemplazando el templo como lugar del culto y ofreciendo en su lugar a su propio Hijo, que será reconocido como tal por paganos y judíos.

Y ese reconocimiento llegará del centurión romano, el oficial encargado de dirigir la ejecución, que exclama: 

«¡Verdaderamente, este hombre era Hijo de Dios!» (Marcos 15,39)

Sin embargo, todavía podemos preguntarnos ¿Cómo ha sido posible? ¿Cómo ha podido el Hijo de Dios sentirse abandonado por su Padre, con el que ha vivido y vive la más profunda unidad, hasta decir “El Padre y yo somos uno”?

Esa separación que siente Jesús es el misterio dentro del misterio de la pasión. Misterio, no como algo que jamás podremos comprender, sino como realidad que nunca agotaremos, que siempre nos mostrará un aspecto nuevo.

El momento en que Jesús siente esa separación del Padre, es el momento en el que restablece la unidad entre la humanidad y el Padre, el momento en que él se hace camino para el reencuentro, para la reconciliación. Es el momento de la redención. Haciéndose nada, Jesús une los hijos al Padre. En su abandono, reduciéndose a simple hombre, Jesús lleva al extremo su encarnación, haciéndose uno con nosotros, haciéndose nuestro hermano.

Pero, en su abandono, Jesús no deja de ser el Hijo, no deja de ser Dios y haciéndonos uno con él, nos hace hijos del Padre.

El dolor se cambia en amor. Jesús crucificado es “la imagen del creador de la Caridad”, como lo definió José Enrique Rodó. (Liberalismo y Jacobinismo, Montevideo, 1906, p. 7).

Y el amor de Cristo, la caridad de Cristo, en su entrega y su abandono, realiza su obra redentora.

Y nosotros, que creemos que Jesús está resucitado y sentado a la derecha del Padre, podemos reconocer en este mundo el grito de quienes se identifican con Jesús abandonado. 

Podemos encontrarlo dentro de cada uno de nosotros, en nuestro propio dolor y experimentar la gracia de que ese dolor puede transformarse también en amor, como lo han experimentado todos aquellos que han unido y que unen su propio sufrimiento a los del Señor. Tal como lo vivió san Pablo hasta decir:

Completo en mi carne lo que falta a los padecimientos de Cristo (Colosenses 1,24)

Pero encontramos también a Jesús abandonado en cada persona que sufre en soledad y sin esperanza. Acompañándolos, aliviando su dolor, acompañamos y aliviamos a Jesús. Y eso ya es bueno, pero hay algo más.

Chiara Lubich, fundadora del Movimiento de los Focolares, que tiene en el centro de su espiritualidad la experiencia de encuentro con Jesús abandonado, cuenta que, desde el comienzo del movimiento, acercándose al hermano que sufría, al hermano semejante a Jesús abandonado, le hablaban de Él. Y aquellos que se veían semejantes a Él y aceptaban compartir con Él su suerte, lo encontraban como Redentor que curaba sus heridas y daba sentido a su vida.

Así sigue cumpliéndose la profecía de Isaías sobre el servidor sufriente:

Él soportaba nuestros sufrimientos 
y cargaba con nuestras dolencias, 
y nosotros lo considerábamos golpeado, 
herido por Dios y humillado.
Él fue traspasado por nuestras rebeldías 
y triturado por nuestras iniquidades. 
El castigo que nos da la paz 
recayó sobre él 
y por sus heridas fuimos sanados.
(Isaías 53,4-5)

La Anunciación del Señor

El 25 de marzo es la fecha de la Anunciación del Señor. Este año coincide con el Lunes Santo. Esta fiesta no puede celebrarse dentro de la Semana Santa ni dentro de la Octava de Pascua, que es la semana siguiente. Por eso, este año la Anunciación se traslada el lunes 8 de abril.

Amigas y amigos, gracias por su atención. Que tengan una muy buena Semana Santa, con la bendición de Dios Todopoderoso: Padre, Hijo y Espíritu Santo. Amén. 

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