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jueves, 17 de octubre de 2024

DOMUND, XXIX domingo durante el año: “Quien quiera ser grande, que se haga servidor de ustedes” (Marcos 10,35-45).

Este domingo, en la Iglesia Católica y en todo el mundo, se celebra el DOMUND, que es como se denomina el Domingo Mundial o Jornada Mundial de las Misiones, que alcanzará este año las 98 ediciones.

La primera Jornada de las Misiones se celebró en 1926, en tiempos del Papa Pío XI. En esos tiempos, la misión era una actividad que la Iglesia realizaba sobre todo desde Europa, a través de congregaciones de sacerdotes y de religiosas, que se sentían llamados a “dilatar el Reino de Cristo” partiendo en misión a África y Asia. Allí establecían centros misioneros con su obra social, su colegio y su iglesia. 

La vocación de Santa Teresa de Calcuta nació en ese contexto. Fascinada por los relatos de misioneros en la India, que llegaban en boletines que se difundían en su parroquia, como ingresó a una congregación misionera, las hermanas de Loreto. La historia de la Madre Teresa nos muestra como la misión se fue redibujando con el tiempo, al soplo del Espíritu. Primero, para ella, con un replanteo de su vocación que le hizo llevar la misión a las calles y entre los más pobres y a fundar las Misioneras de la Caridad. Y aquella India, que era para Europa “territorio de misión”, comenzó a enviar por el mundo a estas misioneras cuyo hábito es un sari, tradicional vestido de las mujeres de su pueblo. En la diócesis de Canelones contamos con su presencia misionera, que se suma a la de muchas otras religiosas y sacerdotes de otras congregaciones y países que han vivido y viven entre nosotros compartiendo la fe, en actitud de servidores.

En América Latina, la reflexión sobre la misión tuvo un punto alto en la Conferencia de Aparecida, reunión de obispos de América Latina y el Caribe, que se realizó en Brasil en 2007. El cardenal Jorge Bergoglio, hoy Papa Francisco, fue redactor principal del documento que emanó de ese encuentro, cuyo solo título es ya un programa: "Discípulos Misioneros de Jesucristo, para que nuestros pueblos en Él tengan vida".

Ser cristiano es ser discípulo de Cristo; pero el mensaje de Aparecida nos hace ver que a la identidad de discípulo va inseparablemente unida la de misionero. Jesús llama y hace discípulos misioneros. Así sucede, por ejemplo, en el llamado a los primeros discípulos, Pedro y Andrés: 

“Síganme y yo los haré pescadores de hombres” (Marcos 1,17). 

También en el capítulo 4 del evangelio según san Juan, donde aquella mujer samaritana a la que Jesús pide “dame de beber”, después de un extenso diálogo, vuelve a buscar a la gente de su pueblo: 

«Vengan a ver a un hombre que me ha dicho todo lo que hice. ¿No será el Mesías?». (Juan 4,29). 

Todo un pasaje de extranjera a discípula, de discípula a discípula misionera.

El campo de misión del cristiano no necesariamente está lejos: está allí, en su entorno, en su familia, en sus vecinos, en su pueblo… Es posible dar testimonio de la propia fe sin palabras, mostrando una actitud de servicio, de interés por los demás, animando, consolando, llevando esperanza… ¡amando al prójimo!

Sin embargo, hay quienes se sienten llamados a ir más lejos, hacia otros pueblos y culturas. Es lo que suele llamarse “la misión ad gentes”, es decir los pueblos que no conocen a Cristo. Por ese camino se han ido, también, muchos uruguayos.

Un irlandés, misionero de los Padres de San Columbano al que conocí hace años, me decía lo que significaba ir como misionero a países como Corea o China… “Uno tiene que pensar que va a nacer de nuevo. Aprender a hablar desde cero, como un niño, en una lengua que no tiene ninguna semejanza con la propia. Aprender a moverse, porque los gestos y las cercanías o distancias físicas no tienen el mismo significado que para nosotros. Aprender a comer: no solo alimentos nuevos, con sabores desconocidos, sino también la manera de comerlos. Aprender a vestirse y a calzarse, porque encontrará costumbres muy distintas”. Es cierto, muchas cosas nos ayudan en un mundo globalizado, donde todo parece estar más cerca y todo parece intercambiable; sin embargo, la diversidad de las culturas humanas es enorme.

Todo esto puede parecer un poco folklórico, o una cuestión estratégica… pero tiene un sentido más profundo. Muchas veces, en la historia de las misiones, los misioneros no sabían diferenciar bien lo que era el anuncio del evangelio de la transmisión de su propia cultura. Más que evangelizar, pretendían “civilizar”, imponer su cultura, sus costumbres.

El esfuerzo del misionero por “inculturarse”, por conocer y apreciar la cultura del otro, supone también el reconocimiento de que las culturas tienen auténticos valores. La evangelización no es un proceso de destrucción, sino de consolidación y fortalecimiento de esos valores, que son gérmenes o semillas del Verbo, de las que hablaba San Justino en el siglo II (cf. Puebla 401). O, en palabras del Concilio Vaticano II: 

“cuanto de bueno se halla sembrado en el corazón y en la mente de los hombres, o en los ritos y culturas propios de los pueblos no solamente no perece, sino que es purificado, elevado, consumado para gloria de Dios, confusión del demonio y felicidad del hombre” (Concilio Vaticano II, Decreto Ad Gentes, 9).

En este año, el Papa Francisco nos ha entregado un mensaje que tiene como título “Vayan e inviten a todos al banquete” (cf. Mt 22,9), en referencia a la parábola del banquete de bodas que encontramos en el capítulo 22 del evangelio según san Mateo (22,1-14). En esa parábola, después de que los primeros invitados rechazaron la invitación, el rey, protagonista del relato, envía a sus servidores a los cruces de caminos a invitar a todos los que encuentren.

Es otra manera de recordarnos la enseñanza de san Pablo VI: la Iglesia “existe para evangelizar”; 

“Evangelizar constituye, en efecto, la dicha y vocación propia de la Iglesia, su identidad más profunda.” (Evangelii Nuntiandi, 14).

En el evangelio de hoy, Jesús responde a los hermanos Santiago y Juan, que se valen de su madre para pedir los primeros puestos en el Reino:

«… el que quiera ser grande, que se haga servidor de ustedes; y el que quiera ser el primero, que se haga servidor de todos. Porque el mismo Hijo del hombre no vino para ser servido, sino para servir y dar su vida en rescate por una multitud». (Marcos 10,35-45)

Las dos palabras griegas que aquí se traducen como servidor son διάκονος (diácono, 10,43) y δοῦλος (doulos 10,44). El que quiera ser el más grande, que se haga diácono de todos, es decir, servidor de todos. A continuación agrega que el que quiera ser el primero (que es lo mismo que ser el más grande), que se haga doulos de todos. Doulos significa esclavo.

En aquel mundo, donde la esclavitud era la condición normal que vivían muchas personas, las palabras de Jesús no sonaban como algo simbólico. El esclavo no era dueño de su vida. Hacerse esclavo de todos supone un desprendimiento total de sí, una entrega generosa, tan generosa como la del mismo Jesús, que dio su vida en rescate por una multitud.

El discípulo misionero está llamado a seguir los pasos del maestro, en esa entrega de vida. Por eso Jesús pregunta a aquellos que querían los primeros puestos:

¿Pueden beber el cáliz que Yo beberé y recibir el bautismo que Yo recibiré? (Marcos 10,35-45)

Es decir: ¿pueden Uds. seguirme hasta desprenderse incluso de su propia vida? Los dos hermanos, con mucha inconsciencia, manifestaron que podían hacerlo. Para Santiago, eso fue una verdad inmediata: fue el primer mártir del grupo de los apóstoles. Para Juan, eso se dio de otro modo, en el exilio. Pero la vida de los hijos de Zebedeo quedó marcada por su encuentro con Jesús que los llevó a anunciar el evangelio y darse enteramente a la misión.

En esta semana

  • Lunes 21: San Antonio María Gianelli, fundador de las Hermanas del Huerto y Beata María Lorenza Longo, fundadora del primer monasterio de Clarisas Capuchinas.
  • Martes 22: san Juan Pablo II
  • Jueves 24: san Antonio María Claret, patrono de la parroquia de Progreso.

Gracias amigas y amigos por su atención. Que los bendiga Dios todopoderoso: Padre, Hijo y Espíritu Santo. Amén.

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