MENSAJE DEL SANTO PADRE
BENEDICTO XVI
CON OCASIÓN DE LA XX JORNADA MUNDIAL DEL ENFERMO
(11 de febrero de 2012)
“¡Levántate, vete; tu fe te ha salvado!” (Lc 17,19)
¡Queridos hermanos y hermanas!
Con ocasión de la Jornada Mundial del Enfermo, que celebraremos el próximo 11 de
febrero de 2012, memoria de la Bienaventurada Virgen de Lourdes, deseo renovar
mi cercanía espiritual a todos los enfermos que están hospitalizados o son
atendidos por las familias, y expreso a cada uno la solicitud y el afecto de
toda la Iglesia. En la acogida generosa y afectuosa de cada vida humana, sobre
todo la débil y enferma, el cristiano expresa un aspecto importante de su
testimonio evangélico siguiendo el ejemplo de Cristo, que se ha inclinado ante
los sufrimientos materiales y espirituales del hombre para curarlos.
1. Este año, que constituye la preparación más inmediata para la solemne Jornada
Mundial del Enfermo, que se celebrará en Alemania el 11 de febrero de 2013, y
que se centrará en la emblemática figura evangélica del samaritano (cf.
Lc
10,29-37), quisiera poner el acento en los «sacramentos de curación», es decir,
en el sacramento de la penitencia y de la reconciliación, y en el de la unción
de los enfermos, que culminan de manera natural en la comunión eucarística.
El encuentro de Jesús con los diez leprosos, descrito en el Evangelio de san
Lucas (cf.
Lc 17,11-19), y en particular las palabras que el Señor dirige
a uno de ellos: «¡Levántate, vete; tu fe te ha salvado!» (v. 19), ayudan a tomar
conciencia de la importancia de la fe para quienes, agobiados por el sufrimiento
y la enfermedad, se acercan al Señor. En el encuentro con él, pueden
experimentar realmente que
¡quien cree no está nunca solo! En efecto,
Dios por medio de su Hijo, no nos abandona en nuestras angustias y sufrimientos,
está junto a nosotros, nos ayuda a llevarlas y desea curar nuestro corazón en lo
más profundo (cf.
Mc 2,1-12).
La fe de aquel leproso que, a diferencia de los otros, al verse sanado, vuelve
enseguida a Jesús lleno de asombro y de alegría para manifestarle su
reconocimiento, deja entrever que la salud recuperada es signo de algo más
precioso que la simple curación física, es signo de la salvación que Dios nos da
a través de Cristo, y que se expresa con las palabras de Jesús:
tu fe te ha
salvado. Quien invoca al Señor en su sufrimiento y enfermedad, está seguro
de que su amor no le abandona nunca, y de que el amor de la Iglesia, que
continúa en el tiempo su obra de salvación, nunca le faltará. La curación
física, expresión de la salvación más profunda, revela así la importancia que el
hombre, en su integridad de alma y cuerpo, tiene para el Señor. Cada sacramento,
en definitiva, expresa y actúa la proximidad Dios mismo, el cual, de manera
absolutamente gratuita, nos toca por medio de realidades materiales que él toma
a su servicio y convierte en instrumentos del encuentro entre nosotros y Él
mismo (cf.
Homilía, S. Misa Crismal, 1 de abril de 2010). «La unidad
entre creación y redención se hace visible. Los sacramentos son expresión de la
corporeidad de nuestra fe, que abraza cuerpo y alma, al hombre entero» (
Homilía,
S. Misa Crismal, 21 de abril de 2011).
La tarea principal de la Iglesia es, ciertamente, el anuncio del Reino de Dios,
«pero precisamente este mismo anuncio debe ser un proceso de curación: “… para
curar los corazones desgarrados” (
Is 61,1)» (
ibíd.), según la
misión que Jesús confió a sus discípulos (cf.
Lc 9,1-2;
Mt
10,1.5-14;
Mc 6,7-13). El binomio entre salud física y renovación del
alma lacerada nos ayuda, pues, a comprender mejor los «sacramentos de
curación».
2. El sacramento de la penitencia ha sido, a menudo, el centro de reflexión de los
pastores de la Iglesia, por su gran importancia en el camino de la vida
cristiana, ya que «toda la fuerza de la Penitencia consiste en que nos restituye
a la gracia de Dios y nos une a Él con profunda amistad» (
Catecismo de la
Iglesia Católica, 1468). La Iglesia, continuando el anuncio de perdón y
reconciliación, proclamado por Jesús, no cesa de invitar a toda la humanidad a
convertirse y a creer en el Evangelio. Así lo dice el apóstol Pablo: «Nosotros
actuamos como enviados de Cristo, y es como si Dios mismo os exhortara por medio
de nosotros. En nombre de Cristo, os pedimos que os reconciliéis con Dios» (2
Co 5,20). Jesús, con su vida anuncia y hace presente la misericordia del
Padre. Él no ha venido para condenar, sino para perdonar y salvar, para dar
esperanza incluso en la oscuridad más profunda del sufrimiento y del pecado,
para dar la vida eterna; así, en el sacramento de la penitencia, en la «medicina
de la confesión», la experiencia del pecado no degenera en desesperación, sino
que encuentra el amor que perdona y transforma (cf. Juan Pablo II, Exhortación
ap. postsin.
Reconciliatio et Paenitentia,
31
).
Dios, «rico en misericordia» (
Ef 2,4), como el padre de la parábola
evangélica (cf.
Lc 15, 11-32), no cierra el corazón a ninguno de sus
hijos, sino que los espera, los busca, los alcanza allí donde el rechazo de la
comunión les ha encerrado en el aislamiento y en la división, los llama a
reunirse en torno a su mesa, en la alegría de la fiesta del perdón y la
reconciliación. El momento del sufrimiento, en el cual podría surgir la
tentación de abandonarse al desaliento y a la desesperación, puede transformarse
en tiempo de gracia para recapacitar y, como el hijo pródigo de la parábola,
reflexionar sobre la propia vida, reconociendo los errores y fallos, sentir la
nostalgia del abrazo del Padre y recorrer el camino de regreso a casa. Él, con
su gran amor vela siempre y en cualquier circunstancia sobre nuestra existencia
y nos espera para ofrecer, a cada hijo que vuelve a él, el don de la plena
reconciliación y de la alegría.
3. De la lectura del Evangelio emerge, claramente, cómo
Jesús ha mostrado una particular predilección por los enfermos. Él no sólo ha
enviado a sus discípulos a curar las heridas (cf.
Mt 10,8;
Lc 9,2;
10,9), sino que también ha instituido para ellos un sacramento específico: la
unción de los enfermos. La c
arta de Santiago atestigua la presencia de
este gesto sacramental ya en la primera comunidad cristiana (cf. 5,14-16): con
la unción de los enfermos, acompañada con la oración de los presbíteros, toda la
Iglesia encomienda a los enfermos al Señor sufriente y glorificado, para que les
alivie sus penas y los salve; es más, les exhorta a unirse espiritualmente a la
pasión y a la muerte de Cristo, para contribuir, de este modo, al bien del
Pueblo de Dios.
Este sacramento nos lleva a contemplar el doble misterio del monte de los
Olivos, donde Jesús dramáticamente encuentra, aceptándola, la vía que le
indicaba el Padre, la de la pasión, la del supremo acto de amor. En esa hora de
prueba, él es el mediador «llevando en sí mismo, asumiendo en sí mismo el
sufrimiento de la pasión del mundo, transformándolo en grito hacia Dios,
llevándolo ante los ojos de Dios y poniéndolo en sus manos, llevándolo así
realmente al momento de la redención» (
Lectio divina, Encuentro con el
clero de Roma, 18 de febrero de 2010). Pero «el Huerto de los Olivos
es también
el lugar desde el cual ascendió al Padre, y es por tanto el lugar de la
Redención … Este doble misterio del monte de los Olivos está siempre
“activo” también en el óleo sacramental de la Iglesia … signo de la
bondad de
Dios que llega a nosotros» (
Homilía, S. Misa Crismal, 1 de abril de 2010). En
la unción de los enfermos, la materia sacramental del óleo se nos ofrece, por
decirlo así, «como medicina de Dios … que ahora nos da la certeza de su bondad,
que nos debe fortalecer y consolar, pero que, al mismo tiempo, y más allá de la
enfermedad, remite a la curación definitiva, a la resurrección (cf.
St
5,14)» (
ibíd.).
Este sacramento merece hoy una mayor consideración, tanto en la reflexión
teológica como en la acción pastoral con los enfermos. Valorizando los
contenidos de la oración litúrgica que se adaptan a las diversas situaciones
humanas unidas a la enfermedad, y no sólo cuando se ha llegado al final de la
vida (cf.
Catecismo de la Iglesia Católica, 1514), la unción de los
enfermos no debe ser considerada como «un sacramento menor» respecto a los
otros. La atención y el cuidado pastoral hacia los enfermos, por un lado es
señal de la ternura de Dios con los que sufren, y por otro lado beneficia
también espiritualmente a los sacerdotes y a toda la comunidad cristiana,
sabiendo que todo lo que se hace con el más pequeño, se hace con el mismo Jesús
(cf.
Mt 25,40).
4. A propósito de los «sacramentos de la curación», san
Agustín afirma: «
Dios cura todas tus enfermedades. No temas, pues: todas
tus enfermedades serán curadas … Tú sólo debes dejar que él te cure y no
rechazar sus manos» (
Exposición sobre el salmo 102, 5:
PL 36,
1319-1320). Se trata de medios preciosos de la gracia de Dios, que ayudan al
enfermo a conformarse, cada vez con más plenitud, con el misterio de la muerte y
resurrección de Cristo. Junto a estos dos sacramentos, quisiera también subrayar
la importancia de la eucaristía. Cuando se recibe en el momento de la enfermedad
contribuye de manera singular a realizar esta transformación, asociando a quien
se nutre con el Cuerpo y la Sangre de Jesús al ofrecimiento que él ha hecho de
sí mismo al Padre para la salvación de todos. Toda la comunidad eclesial, y la
comunidad parroquial en particular, han de asegurar la posibilidad de acercarse
con frecuencia a la comunión sacramental a quienes, por motivos de salud o de
edad, no pueden ir a los lugares de culto. De este modo, a estos hermanos y
hermanas se les ofrece la posibilidad de reforzar la relación con Cristo
crucificado y resucitado, participando, con su vida ofrecida por amor a Cristo,
en la misma misión de la Iglesia. En esta perspectiva, es importante que los
sacerdotes que prestan su delicada misión en los hospitales, en las clínicas y
en las casas de los enfermos se sientan verdaderos « «ministros de los
enfermos», signo e instrumento de la compasión de Cristo, que debe llegar a todo
hombre marcado por el sufrimiento» (
Mensaje para la XVIII Jornada Mundial del
Enfermo, 22 de noviembre de 2009).
La conformación con el misterio pascual de Cristo, realizada también mediante la
práctica de la comunión espiritual, asume un significado muy particular cuando
la eucaristía se administra y se recibe como viático. En ese momento de la
existencia, resuenan de modo aún más incisivo las palabras del Señor: «El que
come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna, y yo lo resucitaré en el
último día» (
Jn 6,54). En efecto, la eucaristía, sobre todo como viático,
es – según la definición de san Ignacio de Antioquia – «fármaco de inmortalidad,
antídoto contra la muerte» (
Carta a los Efesios, 20:
PG 5, 661),
sacramento del paso de la muerte a la vida, de este mundo al Padre, que a todos
espera en la Jerusalén celeste.
5. El tema de este Mensaje para la XX Jornada Mundial del Enfermo, «¡Levántate,
vete; tu fe te ha salvado!», se refiere también al próximo «Año de la fe», que
comenzará el 11 de octubre de 2012, ocasión propicia y preciosa para redescubrir
la fuerza y la belleza de la fe, para profundizar sus contenidos y para
testimoniarla en la vida de cada día (cf. Carta ap.
Porta fidei, 11 de
octubre de 2011). Deseo animar a los enfermos y a los que sufren a encontrar
siempre en la fe un ancla segura, alimentada por la escucha de la palabra de
Dios, la oración personal y los sacramentos, a la vez que invito a los pastores
a facilitar a los enfermos su celebración. Que los sacerdotes, siguiendo el
ejemplo del Buen Pastor y como guías de la grey que les ha sido confiada, se
muestren llenos de alegría, atentos con los más débiles, los sencillos, los
pecadores, manifestando la infinita misericordia de Dios con las confortadoras
palabras de la esperanza (cf. S. Agustín,
Carta 95, 1:
PL 33,
351-352).
A todos los que trabajan en el mundo de la salud, como también a las familias
que en sus propios miembros ven el rostro sufriente del Señor Jesús, renuevo mi
agradecimiento y el de la Iglesia, porque, con su competencia profesional y
tantas veces en silencio, sin hablar de Cristo, lo manifiestan (cf.
Homilía,
S. Misa Crismal, 21 de abril de 2011).
A María, Madre de Misericordia y Salud de los Enfermos, dirigimos nuestra mirada
confiada y nuestra oración; su materna compasión, vivida junto al Hijo
agonizante en la Cruz, acompañe y sostenga la fe y la esperanza de cada persona
enferma y que sufre en el camino de curación de las heridas del cuerpo y del
espíritu.
Os aseguro mi recuerdo en la oración, mientras imparto a cada uno una especial
Bendición Apostólica.
Vaticano, 20 de noviembre de 2011, solemnidad de Nuestro Señor Jesucristo, Rey
del Universo.
Benedictus PP XVI