MENSAJE DEL SANTO PADRE FRANCISCO
PARA LA 55 JORNADA MUNDIAL
DE ORACIÓN POR LAS VOCACIONES
Escuchar, discernir, vivir la llamada del Señor
IV Domingo de Pascua 22 de abril de 2018
Queridos hermanos y hermanas:
El próximo mes de octubre se celebrará la XV Asamblea General
Ordinaria del Sínodo de los Obispos, que estará dedicada a los jóvenes,
en particular a la relación entre los jóvenes, la fe y la vocación. En
dicha ocasión tendremos la oportunidad de profundizar sobre cómo la
llamada a la alegría que Dios nos dirige es el centro de nuestra vida y
cómo esto es el «proyecto de Dios para los hombres y mujeres de todo
tiempo» (Sínodo de los Obispos, XV Asamblea General Ordinaria,
Los jóvenes, la fe y el discernimiento vocacional, introducción).
Esta es la buena noticia, que la 55ª Jornada Mundial de Oración por
las Vocaciones nos anuncia nuevamente con fuerza: no vivimos inmersos en
la casualidad, ni somos arrastrados por una serie de acontecimientos
desordenados, sino que nuestra vida y nuestra presencia en el mundo son
fruto de una vocación divina.
También en estos tiempos inquietos en que vivimos, el misterio de la
Encarnación nos recuerda que Dios siempre nos sale al encuentro y es el
Dios-con-nosotros, que pasa por los caminos a veces polvorientos de
nuestra vida y, conociendo nuestra ardiente nostalgia de amor y
felicidad, nos llama a la alegría. En la diversidad y la especificidad
de cada vocación, personal y eclesial, se necesita
escuchar,
discernir y
vivir
esta palabra que nos llama desde lo alto y que, a la vez que nos
permite hacer fructificar nuestros talentos, nos hace también
instrumentos de salvación en el mundo y nos orienta a la plena
felicidad.
Estos tres aspectos —
escucha,
discernimiento y
vida—
encuadran también el comienzo de la misión de Jesús, quien, después de
los días de oración y de lucha en el desierto, va a su sinagoga de
Nazaret, y allí se pone a la escucha de la Palabra, discierne el
contenido de la misión que el Padre le ha confiado y anuncia que ha
venido a realizarla «hoy» (cf.
Lc 4,16-21).
Escuchar
La llamada del Señor —cabe decir— no es tan evidente como todo
aquello que podemos oír, ver o tocar en nuestra experiencia cotidiana.
Dios viene de modo silencioso y discreto, sin imponerse a nuestra
libertad. Así puede ocurrir que su voz quede silenciada por las
numerosas preocupaciones y tensiones que llenan nuestra mente y nuestro
corazón.
Es necesario entonces prepararse para escuchar con profundidad su
Palabra y la vida, prestar atención a los detalles de nuestra vida
diaria, aprender a leer los acontecimientos con los ojos de la fe, y
mantenerse abiertos a las sorpresas del Espíritu.
Si permanecemos encerrados en nosotros mismos, en nuestras costumbres
y en la apatía de quien desperdicia su vida en el círculo restringido
del propio yo, no podremos descubrir la llamada especial y personal que
Dios ha pensado para nosotros, perderemos la oportunidad de soñar a lo
grande y de convertirnos en protagonistas de la historia única y
original que Dios quiere escribir con nosotros.
También Jesús fue llamado y enviado; para ello tuvo que, en silencio,
escuchar y leer la Palabra en la sinagoga y así, con la luz y la fuerza
del Espíritu Santo, pudo descubrir plenamente su significado, referido a
su propia persona y a la historia del pueblo de Israel.
Esta actitud es hoy cada vez más difícil, inmersos como estamos en
una sociedad ruidosa, en el delirio de la abundancia de estímulos y de
información que llenan nuestras jornadas. Al ruido exterior, que a veces
domina nuestras ciudades y nuestros barrios, corresponde a menudo una
dispersión y confusión interior, que no nos permite detenernos, saborear
el gusto de la contemplación, reflexionar con serenidad sobre los
acontecimientos de nuestra vida y llevar a cabo un fecundo
discernimiento, confiados en el diligente designio de Dios para
nosotros.
Como sabemos, el Reino de Dios llega sin hacer ruido y sin llamar la atención (cf.
Lc
17,21), y sólo podemos percibir sus signos cuando, al igual que el
profeta Elías, sabemos entrar en las profundidades de nuestro espíritu,
dejando que se abra al imperceptible soplo de la brisa divina (cf.
1 R 19,11-13).
Discernir
Jesús, leyendo en la sinagoga de Nazaret el pasaje del profeta
Isaías, discierne el contenido de la misión para la que fue enviado y lo
anuncia a los que esperaban al Mesías: «El Espíritu del Señor está
sobre mí, porque él me ha ungido. Me ha enviado a evangelizar a los
pobres, a proclamar a los cautivos la libertad, y a los ciegos, la
vista; a poner en libertad a los oprimidos; a proclamar el año de gracia
del Señor» (
Lc 4,18-19).
Del mismo modo, cada uno de nosotros puede descubrir su propia
vocación sólo mediante el discernimiento espiritual, un «proceso por el
cual la persona llega a realizar, en el diálogo con el Señor y
escuchando la voz del Espíritu, las elecciones fundamentales, empezando
por la del estado de vida» (Sínodo de los Obispos, XV Asamblea General
Ordinaria,
Los jóvenes, la fe y el discernimiento vocacional, II, 2).
Descubrimos, en particular, que la vocación cristiana siempre tiene
una dimensión profética. Como nos enseña la Escritura, los profetas son
enviados al pueblo en situaciones de gran precariedad material y de
crisis espiritual y moral, para dirigir palabras de conversión, de
esperanza y de consuelo en nombre de Dios. Como un viento que levanta el
polvo, el profeta sacude la falsa tranquilidad de la conciencia que ha
olvidado la Palabra del Señor, discierne los acontecimientos a la luz de
la promesa de Dios y ayuda al pueblo a distinguir las señales de la
aurora en las tinieblas de la historia.
También hoy tenemos mucha necesidad del discernimiento y de la
profecía; de superar las tentaciones de la ideología y del fatalismo y
descubrir, en la relación con el Señor, los lugares, los instrumentos y
las situaciones a través de las cuales él nos llama. Todo cristiano
debería desarrollar la capacidad de «leer desde dentro» la vida e intuir
hacia
dónde y
qué es lo que el Señor le pide para ser continuador de su misión.
Vivir
Por último, Jesús anuncia la novedad del momento presente, que
entusiasmará a muchos y endurecerá a otros: el tiempo se ha cumplido y
el Mesías anunciado por Isaías es él, ungido para liberar a los
prisioneros, devolver la vista a los ciegos y proclamar el amor
misericordioso de Dios a toda criatura. Precisamente «hoy —afirma Jesús—
se ha cumplido esta Escritura que acabáis de oír» (
Lc 4,20).
La alegría del Evangelio, que nos abre al encuentro con Dios y con
los hermanos, no puede esperar nuestras lentitudes y desidias; no llega a
nosotros si permanecemos asomados a la ventana, con la excusa de
esperar siempre un tiempo más adecuado; tampoco se realiza en nosotros
si no asumimos hoy mismo el riesgo de hacer una elección. ¡La vocación
es hoy! ¡La misión cristiana es para el presente! Y cada uno de nosotros
está llamado —a la vida laical, en el matrimonio; a la sacerdotal, en
el ministerio ordenado, o a la de especial consagración— a convertirse
en testigo del Señor, aquí y ahora.
Este «hoy» proclamado por Jesús nos da la seguridad de que Dios, en
efecto, sigue «bajando» para salvar a esta humanidad nuestra y hacernos
partícipes de su misión. El Señor nos sigue llamando a vivir con él y a
seguirlo en una relación de especial cercanía, directamente a su
servicio. Y si nos hace entender que nos llama a consagrarnos totalmente
a su Reino, no debemos tener miedo. Es hermoso —y es una gracia
inmensa— estar consagrados a Dios y al servicio de los hermanos,
totalmente y para siempre.
El Señor sigue llamando hoy para que le sigan. No podemos esperar a
ser perfectos para responder con nuestro generoso «aquí estoy», ni
asustarnos de nuestros límites y de nuestros pecados, sino escuchar su
voz con corazón abierto, discernir nuestra misión personal en la Iglesia
y en el mundo, y vivirla en el hoy que Dios nos da.
María Santísima, la joven muchacha de periferia que escuchó, acogió y
vivió la Palabra de Dios hecha carne, nos proteja y nos acompañe
siempre en nuestro camino.
Vaticano, 3 de diciembre de 2017.
Primer Domingo de Adviento.
Francisco