miércoles, 31 de enero de 2018

Levantarse y servir (Marcos 1, 29-39)





Recibir el diagnóstico de una enfermedad grave nos pone ante una realidad y una disyuntiva. La realidad es que nuestra vida tiene término: “recuerda que mi vida es un soplo”, le dice Job a Dios.
La disyuntiva es qué hacer, qué actitud tomar… pelear contra la enfermedad con todos los recursos a mi alcance… amargarme diciéndome “qué desgraciado soy” … poner mis cosas en orden, incluida mi relación con Dios… Recuerdo la actitud del Padre Cacho, un sacerdote uruguayo cuyo proceso de canonización se inició el año pasado. Él estaba muy enfermo, en etapa terminal y él lo sabía. Cacho recibió una visita pocos días antes de morir: una señora del barrio donde él había vivido en medio de los más pobres. Ella le tomó la mano y le preguntó, con mucho sentimiento “¿Cómo estás, Cacho?”. Él la miró, le sonrió y le dijo: “estoy curado”.

La enfermedad, sin embargo, cuando no es grave, se convierte en un fastidio: sabemos que con un mínimo cuidado saldremos de ella, que no nos vamos a morir, pero nos exige dejar la vida cotidiana y atender la salud. No nos resignamos fácilmente. Nada de meternos en la cama. Antigripales fuertes, antibióticos y seguimos adelante con todo. No queremos abandonar el puesto. Los papás y, sobre todo, las mamás no quieren que todos se pongan a cuidarlos.

En el Evangelio de este domingo encontramos a Jesús curando a una mujer que está en esa situación. La enfermedad no es grave, pero ella se ha tenido que rendir y está en cama.
Jesús salió de la sinagoga, fue con Santiago y Juan a casa de Simón y Andrés. La suegra de Simón estaba en cama con fiebre, y se lo dijeron de inmediato. Él se acercó, la tomó de la mano y la hizo levantar. Entonces ella no tuvo más fiebre y se puso a servirlos.
Jesús hizo tres cosas: se acercó, la tomó de la mano y la hizo levantar.
Acercarse y tomarla de la mano es algo simple, pero no por eso es poco significativo.
Es contacto físico con una persona enferma. Hoy, cuando una persona está engripada y nos queremos acercar, muchas veces nos dice “no, no me toques que ando repartiendo virus”.
A veces somos más bien nosotros que nos resistimos al contacto, por miedo al contagio… y, a veces, hasta los médicos ponen esa distancia.
Pero Jesús se acerca y la toma de la mano. En esa cultura, los hombres no tocaban a las mujeres de esa forma, pero Jesús frecuentemente toca a las personas que va a curar.
Incluso al leproso (Mc 1,41) a quien nadie podía tocar sin hacerse impuro él mismo.
A veces podemos decirle mucho más al enfermo tomándole la mano, como hizo la señora que visitaba al P. Cacho, que hablándole. Hay algo sanador en ese contacto corporal.
La acción final de Jesús es hacer levantar a la mujer. El verbo que usa allí Marcos es el mismo que usará para contarnos que Jesús levantó a una niñita de la muerte (5,41-42) y también para describir la resurrección de Jesús (14,28; 16,6). De este modo el evangelista está vinculando el poder de Jesús de levantar de la enfermedad o de la muerte al poder del Padre que lo levantó a Él de entre los muertos.

La mujer se levanta, efectivamente y está completamente curada: “se puso a servirlos” dice Marcos.
Desde cierta mirada femenina, esto no se ve bien. La única mujer de la casa estaba enferma. Jesús la cura y ella se levanta… para atender a los cinco varones que están allí.
Podemos, sin embargo, contemplar este episodio bajo una luz diferente:

- Las mujeres no tenían un lugar importante en aquella sociedad, pero tienen un lugar importante para Jesús, y un lugar destacado en la lista de curaciones realizadas por él: la primera de ellas es esta mujer, la suegra de Simón.
- como buena anfitriona, la mujer posiblemente se sintiera incómoda por no poder atender a sus visitas. Jesús la habilita para que pueda llevar adelante sus tareas normalmente.
- Más significativo es que Jesús vino como servidor: no vino “para ser servido, sino para servir” (10:45), y llama a sus discípulos a hacer lo mismo. El evangelio de Marcos nos muestra que los discípulos varones muchas veces no entienden esto. En cambio, las mujeres aparecen dando una respuesta más generosa que la de los hombres: la viuda pobre, la mujer que unge a Jesús con perfume, las mujeres al pie de la cruz, las mujeres que van al sepulcro.

Después de esta curación, la actividad de Jesús continúa.
Al atardecer, después de ponerse el sol, le llevaron a todos los enfermos y endemoniados, y la ciudad entera se reunió delante de la puerta. Jesús curó a muchos enfermos, que sufrían de diversos males, y expulsó a muchos demonios; pero a estos no los dejaba hablar, porque sabían quién era Él.
Jesús ha liberado a un hombre del demonio que lo atormentaba y ha curado a una mujer. La noticia ha corrido por la ciudad. Ahora le llevan a todos los enfermos y endemoniados de todo Cafarnaúm.

Jesús responde a estas expectativas. Actúa con su autoridad que da vida. Los demonios lo reconocen y escapan. Los enfermos son sanados porque tienen fe en Él, confían en que Él tiene el poder para sanarlos. Donde no hay fe, donde no se reconoce la autoridad de Jesús, no hay milagros.

Jesús podría haber quedado en un gran sanador, un taumaturgo. Hubiera tenido asegurado un “éxito” traducido en multitudes que lo seguirían… pero Él vino a traer mucho más que salud, vino a traer salvación. Lo mismo que hizo decir al Padre Cacho “estoy curado” cuando estaba a punto de morir. Las curaciones están bien, expresan la compasión y la misericordia de Dios y son signos de la salvación; pero Jesús quiere conducirnos a un horizonte que está más allá de esta vida de fragilidad, de esta vida que tiene término.

El evangelio de este domingo termina mostrándonos a Jesús en oración, muy temprano en la mañana, mientras todos lo están buscando. Allí toma la decisión de no detenerse, sino seguir su misión, seguir anunciando la salvación:
«Vayamos a otra parte, a predicar también en las poblaciones vecinas, porque para eso he salido».

miércoles, 24 de enero de 2018

Enseñaba con autoridad (Marcos 1,21-28)





“El beso de Judas” ha quedado como la marca de la traición más sucia y triste: “Judas, ¿con un beso me traicionas?” le dice Jesús al amigo y discípulo que lo ha vendido por 30 monedas.
Sí ¿por qué con un beso? ¿No alcanzaba con señalar algún rasgo particular de Jesús, como “el más alto” o “el de la capa roja”? Posiblemente no.

Hay quienes se han detenido en este pasaje del Evangelio para señalar que, al menos visualmente, Jesús no se distinguía del resto de sus discípulos, ni por su estatura ni por su vestimenta… y no olvidemos que todos usaban barba.

Sí Jesús no se destacaba físicamente, tampoco lo distinguía su lugar de origen ni su oficio.
Cuando a uno de los futuros discípulos le dicen que han encontrado al Mesías y que es Jesús de Nazaret, éste pregunta ¿acaso de Nazaret puede salir algo bueno?
Peor todavía, su propia gente, en Nazaret, cuando lo recibe comienza a murmurar ¿no es éste el carpintero?

Que Jesús reúna un grupo de discípulos tampoco llama la atención: en esos tiempos no era raro que aparecieran maestros con grupos de discípulos.

Podríamos pensar que su actividad como taumaturgo o sanador sí hacía una diferencia; pero en esa época circulaban muchas noticias de milagros realizados por distintos sanadores, de modo que tampoco el hecho de que Jesús cure enfermos o expulse demonios hace que haya en Él algo de lo que no se hable en su ambiente, aunque es verdad que mucha gente lo sigue buscando sus milagros.

Sin embargo, la gente pronto va a descubrir en Jesús algo nuevo, algo realmente diferente. Lo va a descubrir tanto en la manera de enseñar de Jesús como en la forma en que realiza esos milagros que le atraen multitudes.

Vamos a escuchar el pasaje del Evangelio que corresponde a este domingo, que nos permitirá entender de qué estamos hablando:

Jesús entró en Cafarnaúm, y cuando llegó el sábado, fue a la sinagoga y comenzó a enseñar. Todos estaban asombrados de su enseñanza, porque les enseñaba como quien tiene autoridad y no como los escribas.
Había en la sinagoga un hombre poseído de un espíritu impuro, que comenzó a gritar: «¿Qué quieres de nosotros, Jesús Nazareno? ¿Has venido para acabar con nosotros? Ya sé quién eres: el Santo de Dios».
Pero Jesús lo increpó, diciendo: «Cállate y sal de este hombre». El espíritu impuro lo sacudió violentamente y, dando un gran alarido, salió de ese hombre.
Todos quedaron asombrados y se preguntaban unos a otros: «¿Qué es esto? ¡Enseña de una manera nueva, llena de autoridad; da órdenes a los espíritus impuros, y éstos le obedecen!» Y su fama se extendió rápidamente por todas partes, en toda la región de Galilea.

Autoridad. Eso es lo que tiene Jesús, y eso es lo que llama la atención de los presentes.
Autoridad en su manera de enseñar, y autoridad en su manera de actuar.

En su manera de enseñar: “les enseñaba como quien tiene autoridad y no como los escribas”.

Los “escribas” o “maestros de la Ley” eran personajes poderosos y reconocidos por la sociedad en tiempos de Jesús. Tenían los primeros asientos en las sinagogas. La gente se ponía de pie cuando ellos entraban. Muchos de ellos eran del movimiento de los Fariseos e integraban el Sanedrín, el tribunal que pedirá que Jesús sea condenado a muerte.

Los escribas eran los hombres conocedores de la Biblia. Dedicaban años a estudiar la Palabra de Dios junto con los comentarios escritos por los grandes maestros. Cuando enseñaban, solían citar la autoridad de ellos: “Como dice el gran maestro Gamaliel…” y allí entregaban la explicación que habían aprendido.

Esas explicaciones se referían sobre todo a lo que se podía o no se podía hacer, de acuerdo a la Ley, es decir a la Ley entregada por Dios e interpretada por los grandes maestros.

La gente nota que Jesús enseña de una manera diferente. Diferente… ¿por qué?
En primer lugar, Jesús no cita a ningún maestro. Él es el Maestro, con mayúscula: por eso enseña con autoridad.

La palabra griega que usa el Evangelio y que traducimos como autoridad es “exousía”. Exousía, en su origen, quiere decir “algo que sale”. En criollo, creo que lo podríamos traducir bien diciendo que a Jesús, sus enseñanzas “le salen de adentro”, son algo de Él. Sin olvidar que adentro, adentro de Jesús, está su profunda relación con el Padre y está la presencia del Espíritu Santo, de modo que esa autoridad también es manifestación del Padre y del Espíritu, o sea que sale del Padre y del Hijo -Jesús- y del Espíritu Santo.

El mensaje que sale de adentro de Jesús no se centra en lo que se puede o no se puede hacer. Muchas veces discutirá por eso con los escribas y los fariseos, a propósito de las normas sobre pureza o sobre el respeto del Sábado.

Los escribas señalan que los discípulos de Jesús comen sin lavarse las manos, con las manos impuras. Se molestan porque Jesús no respeta el sábado, hace curaciones en ese día. Por otra parte, ellos hacen una serie de obras importantes a la vista de todos: rezan, ayunan, dan limosna…

Jesús, al contrario, insiste en que debe haber un cambio en el corazón del hombre. ¿De qué sirve purificar las manos, si por dentro estamos podridos? ¿Por qué una mujer que ha sufrido por años una enfermedad agobiante no puede ser liberada un día Sábado? Y reclama, citando a los profetas “Quiero misericordia, no sacrificios”; es decir, un culto que nace del corazón y que no queda sólo en una práctica exterior.

No basta no matar: hay que desterrar el odio del corazón y llegar a amar al enemigo.
No basta con no cometer adulterio: hay que arrancar el deseo mismo del pecado.
La oración es un encuentro íntimo y profundo con el Padre.
El ayuno se vive con alegría.
La limosna se entrega “sin que tu mano izquierda sepa lo que hace tu derecha”.
Amar a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a sí mismo es el resumen de la Ley. No hay dos mandamientos más importantes que esos…

La curación del hombre endemoniado que completa este relato confirma dos cosas:
- la autoridad que tiene Jesús: “da órdenes a los espíritus impuros, y estos le obedecen”
- y que esa autoridad la tiene y la usa para aliviar el sufrimiento, sanar heridas, liberar, perdonar: en definitiva, para dar vida: «Yo he venido para que tengan vida y la tengan en abundancia» (Jn 10, 10).

miércoles, 17 de enero de 2018

Conviértanse y crean en el Evangelio (Marcos 1,14-20)





Silbato final. “Tiempo cumplido”. El partido ha terminado. El plazo se ha acabado. Hay que entregar la hoja del examen. Hay que pagar la factura vencida. Hay que llegar a la sala de partos. “Tiempo cumplido”. Una puerta se cierra, otra se abre. Una etapa terminó; otra se inicia. Algo queda definitivamente en el retrovisor, pero adelante el horizonte sigue abierto.
«El tiempo se ha cumplido: el Reino de Dios está cerca. Conviértanse y crean en el Evangelio»
Con estas palabras, nos dice el evangelista Marcos, comenzó Jesús a realizar su misión.

“El tiempo se ha cumplido:”

El tiempo cumplido está formado por un tiempo largo y un tiempo corto. Tiempos de Dios.
Un tiempo largo que Dios inicia con la Creación; que continúa con la elección de un pueblo, el Pueblo de Dios, un pequeño grupo humano que se distingue en la antigüedad por su fe en un único Dios. Un pueblo que hace un largo y sinuoso camino, con alegrías y pesares, con fidelidades e infidelidades, pero siempre transitado en la esperanza.
Un tiempo corto: es el del último de los profetas de ese pueblo, Juan el Bautista, al que le toca señalar entre los hombres al “Cordero de Dios que quita el pecado del mundo”, es decir, al mismo Jesús.
Con Jesús comienza una nueva era. No hay que esperar más. Ha llegado el momento, el momento decisivo, de revelar a la humanidad algo importante. Algo que exige la mayor atención.

“El Reino de Dios está cerca”.

Esa es la noticia que trae Jesús. Ningún profeta había anunciado algo como esto. Dios no quiere dejarnos solos ante nuestros problemas, sufrimientos y desafíos. Dios quiere intervenir en la vida de las personas. Dios es un Padre que quiere la vida, la felicidad y la salvación de toda su creación, empezando por cada uno de los hombres y cada una de las mujeres; sus hijos e hijas que forman esta humanidad a la que Él ha llamado a la vida. El Reino de Dios es la fuerza, la presencia, la voluntad salvadora de Dios… presencia que está, como concentrada, manifestándose en la persona misma de Jesús, en sus palabras y en sus acciones.

“Conviértanse”

Si eso es así, ya no se puede vivir como si nada estuviera sucediendo. Por eso Jesús dice: “conviértanse”. Dios no hará nada sin nosotros. Hay que cambiar de manera de pensar y de actuar. Confiar en la bondad de Dios, creer en el amor que Dios nos ofrece y corresponder a ese amor. A partir de allí, orientar nuestra vida de acuerdo con la voluntad de Dios, que quiere lo mejor para todos. Mirar a cada persona como a un hermano o a una hermana. Tratar mejor a mi prójimo, ese hermano o esa hermana que Dios me ha dado.

“Crean en el Evangelio”

Todo se resume en el último llamado que hace Jesús: “crean en el Evangelio”. Evangelio significa literalmente “buena noticia”, “buen anuncio”. Pero no se trata solamente de eso. No se trata de creer o no creer una noticia, dar por cierta una información que se nos proporciona.

Se trata de creer en Jesús mismo, porque Él es el Evangelio. Jesús es la fuerza, el poder de Dios actuando. El primero que lo explicó así fue San Pablo:
«No me avergüenzo del Evangelio, que es fuerza de Dios para salvación de todo el que cree» (Rom 1,16)
El Evangelio es fuerza de Dios. Esa es la fuerza con la que Jesús actúa. Es la que se manifiesta en sus milagros. Esa fuerza de Dios alcanza su punto culminante en la cruz, como dice otra vez san Pablo:
«La predicación de la cruz es una necedad para los que se pierden; mas para los que se salvan -para nosotros- es fuerza de Dios» (1Cor 1,18)
El Evangelio, en último término, se identifica con Cristo crucificado:
«Nosotros predicamos a Cristo crucificado... fuerza de Dios y sabiduría de Dios» (1Cor 1,23.24).
Cristo crucificado es el Evangelio, porque es la prueba del amor de Dios:
«La prueba de que Dios nos ama es que, siendo nosotros pecadores, Cristo murió por nosotros» (Rom 5,8).
Entonces… el Evangelio es mucho más que un texto… Marcos llama a su texto “Evangelio” porque por medio de ese escrito Marcos quiere anunciar el amor de Dios que se ha manifestado en Jesús crucificado. Eso es lo que reconoce el Centurión romano que, contemplando a Jesús que acaba de morir, exclama “verdaderamente éste era el Hijo de Dios”.

Para algunos el Evangelio puede ser una necedad… para los que se salvan, es fuerza de Dios. A lo largo de este año iremos escuchando y reflexionando cada domingo las páginas del evangelio de Marcos. Desde allí, Jesús nos seguirá diciendo: “conviértanse y crean en el Evangelio”.

Creer en el Evangelio no es, entonces, simplemente creer que es verdad, aceptar como verdad lo que dice. Creer en el Evangelio es dejar que esa verdad se haga parte de mi vida. Una parte central, no un accesorio. Una columna vertebral, un pilar sobre el cual mi vida se construye. Una verdad que me vincula a otros hermanos y hermanas que han creído y tienen fe en Jesús de Nazaret.

“Conviértete y cree en el Evangelio”. El mensaje sigue vigente, porque el tiempo que Jesús inició sigue abierto. Dios sigue llamando a los hombres, hasta que Él decida hacer sonar el silbato final. Mientras tanto, seguimos en la cancha y todo es posible.

miércoles, 10 de enero de 2018

A las cuatro de la tarde, con el cordero de Dios (Juan 1, 35-42). Domingo II durante el año.




La vida acelerada que hoy llevamos hace que pasemos de una cosa a otra, sin tiempo para decantar qué significa lo que hemos estado haciendo. Interactuamos con muchas personas a lo largo del día, presencialmente o a través de las diferentes formas de comunicación. Ahora bien, ¿con cuántas personas nos hemos encontrado realmente?

El encuentro supone algo más que estar juntos un momento e intercambiar unas palabras o aún un tiempo largo, manteniendo una conversación… el verdadero encuentro es comunicación profunda; deja huellas, establece un vínculo de afecto y cada vez que se repite, se va profundizando esa relación con un mayor conocimiento mutuo.

Cuando el encuentro con alguien marca profundamente a una persona, quedan en la memoria aspectos que podrían parecer insignificantes: la ropa que llevaba puesta, el tiempo atmosférico, alguien que saludó al pasar… la memoria registra, casi como al azar, algunos de esos detalles, que quedan asociados a lo más importante: el encuentro vivido con esa persona.

Algo así aparece en el Evangelio de hoy.
Estaba Juan Bautista otra vez allí con dos de sus discípulos y, mirando a Jesús que pasaba, dijo: «Este es el Cordero de Dios».
Los dos discípulos, al oírlo hablar así, siguieron a Jesús. El se dio vuelta y, viendo que lo seguían, les preguntó: «¿Qué buscan?»
Ellos le respondieron: «Rabbí -que traducido significa Maestro- ¿dónde vives?»
«Vengan y lo verán», les dijo.
Fueron, vieron dónde vivía y se quedaron con Él ese día. Era alrededor de las cuatro de la tarde.
“Era alrededor de las cuatro de la tarde”. Para nosotros sería igual que hubiera sido a las diez de la mañana o a las dos de la tarde; pero no es así para quien vivió el hecho. En su aparente insignificancia, ese dato pone una impronta personal, un recuerdo propio de quien relata lo que vivió. Todos tenemos en nuestra vida esas “cuatro de la tarde”, esos momentos fuertes de encuentro con Dios, momentos de Gracia. Recordarlos nos sostiene en los momentos difíciles.

Los discípulos se encuentran con Jesús. ¿Quién es Él para ellos? Es alguien a quien no conocen, pero quieren conocer. Lo identifican como un maestro: respetuosamente le dicen “rabbí”. Todavía no han visto milagros, no han escuchado enseñanzas y estamos muy lejos de la pasión, de la cruz, de la resurrección; pero Juan ha presentado a Jesús diciendo “éste es el Cordero de Dios”.

¿Por qué el cordero de Dios?

A los uruguayos, “cordero” nos evoca un asado en familia o entre amigos. Tener un cordero para Navidad o fin de año, es asegurarse una buena comida compartida, amistad, alegría, fiesta…
Pero a los discípulos de Juan el Bautista, ¿qué les dice esa expresión, “cordero de Dios”?

Cordero de Dios hace pensar en el cordero pascual, que era sacrificado en el templo de Jerusalén y luego llevado por cada familia para comer en su casa la cena de pascua. En la primera pascua, los israelitas marcaron con la sangre del cordero las jambas y el dintel de las puertas de sus casas (Exo 12,7). De esa forma, fueron liberados del paso del ángel exterminador enviado por Dios y salieron a la libertad, dejando atrás la esclavitud en Egipto. La sangre del cordero pascual fue signo para la acción liberadora de Dios en favor de su pueblo (Exo 12,13).

Cordero de Dios hace pensar también en la víctima que se ofrecía en los sacrificios de expiación o reparación (Lev 14) y cuya sangre también hacía parte del rito. Con ese cordero se identifica el Servidor sufriente del profeta Isaías (Isaías 53) que se sacrifica para obtener el perdón por los pecados de los hombres.

Al llamar a Jesús “Cordero de Dios”, el evangelista Juan une el cordero pascual, por el que el Pueblo de Dios fue librado de la muerte y conducido a la liberación, con el servidor sufriente, por cuyo sacrificio llega al pueblo el perdón, la redención de sus pecados.
Todo esto puede estar resonando en los discípulos que se acercan a Jesús.
“Cordero de Dios” trae un anuncio de muerte y sacrificio para liberación y perdón.

Los discípulos continuarán recorriendo con Jesús el camino donde él se irá manifestando y ellos lo irán conociendo. En la última cena, que es una cena pascual, Jesús cambia el cordero que se sacrificaba en el templo, por su cuerpo y su sangre, bajo el signo del pan y del vino. En su cena Jesús anticipa su sacrificio en la cruz y el sentido que tiene esa ofrenda de su vida para la reconciliación entre Dios y los hombres. Al final de la Biblia, en el libro del Apocalipsis, el cordero degollado, es decir, sacrificado, aparece de pie, victorioso: Jesucristo, el Cordero de Dios, ha resucitado.

¿Qué significa para nosotros, hoy, Jesús como Cordero de Dios? La expresión nos vuelve a remitir al misterio de la cruz “escándalo para los judíos y locura para los griegos” (1 Co 1,23). Sin embargo, feliz del que pueda descubrir y decir, junto con San Pablo que el Hijo de Dios “me amó y se entregó por mí” (Gál 2,20).

La misión de la Iglesia sigue siendo la que asumió Juan el Bautista en aquel momento: señalar al Cordero de Dios, invitar a ir a su encuentro. Eso es lo que hace el Papa Francisco, al comienzo de su exhortación “La alegría del Evangelio”. Él hace esta invitación “a cada cristiano”, pero vale también para toda persona que esté en una búsqueda espiritual:
Invito a cada cristiano, en cualquier lugar y situación en que se encuentre, a renovar ahora mismo su encuentro personal con Jesucristo o, al menos, a tomar la decisión de dejarse encontrar por Él, de intentarlo cada día sin descanso.
(…)
Éste es el momento para decirle a Jesucristo:
«Señor, me he dejado engañar, de mil maneras escapé de tu amor,
pero aquí estoy otra vez para renovar mi alianza contigo. Te necesito.
Rescátame de nuevo, Señor, acéptame una vez más entre tus brazos redentores».
(EG 3)

sábado, 6 de enero de 2018

Jesús fue bautizado (Marcos 1,9-11)





En la catedral de Salto hay una pintura de José Luis Zorrilla de San Martín que representa el bautismo de Jesús. Está ubicada a la entrada, junto a la pila bautismal, a la izquierda del que ingresa al templo.

En esa pintura se ve, en el centro, a Jesús de pie; a su izquierda, Juan el Bautista, vertiendo agua sobre la cabeza de Jesús y a la derecha de Jesús un ángel. Sobre la cabeza de Jesús aletea una paloma, símbolo del Espíritu Santo.

Esta manera de representar el bautismo de Jesús es común y la encontramos en muchas pinturas del Renacimiento, como esta de Verrochio, del año 1475.


Jesús en el centro, el bautista a su izquierda, a su derecha en este caso dos ángeles y sobre la cabeza de Jesús la paloma.
En los dos cuadros se ve poca agua… el río Jordán aparece tranquilo y el agua llega apenas a los tobillos.
En realidad, el Jordán tiene una corriente bastante fuerte, por lo que no se podía bautizar en cualquier lugar. Pero hay vados o pasos, donde el río se ensancha, la corriente disminuye y no hay tanta profundidad.

Por otra parte, la manera en que Jesús recibe el bautismo de acuerdo a estas pinturas refleja la forma actual, que ya tiene muchos siglos, de bautizar en la Iglesia católica y en otras confesiones cristianas, es decir, vertiendo agua sobre la cabeza del bautizado, aunque también se hace alguna vez por inmersión.
En su origen, la palabra bautizar significaba sumergir y, muy posiblemente, era así como Juan bautizaba, ya fuera que todos se sumergieran al mismo tiempo, a una indicación del Bautista, o que él fuera ayudando uno por uno a sumergirse.

Los evangelios no nos describen la escena, pero nos dan claramente la idea de que Juan movilizaba mucha gente que se hacía bautizar:
Juan proclamaba "un bautismo de conversión para el perdón de los pecados", nos dice Lucas. (Lc 3, 3). Una multitud de pecadores, publicanos, soldados (cf. Lc 3, 10-14), fariseos, saduceos (cf. Mt 3, 7) y prostitutas (cf. Mt 21, 32) iban a hacerse bautizar por él.
Es en ese marco que aparece Jesús y pide ser bautizado.
El Bautista duda. Jesús insiste y recibe el bautismo.

Así lo cuenta San Marcos:

Jesús llegó desde Nazaret de Galilea y fue bautizado por Juan en el Jordán. Y al salir del agua, vio que los cielos se abrían y que el Espíritu Santo descendía sobre él como una paloma; y una voz desde el cielo dijo: «Tú eres mi Hijo muy querido, en ti tengo puesta toda mi predilección.» (Marcos 1,9-11)

El bautismo de Jesús no deja de ser un hecho extraño… si no es un pecador ¿por qué quiere bautizarse Jesús?
La clave para entender todo lo que hace Jesús es la voluntad del Padre.
La voluntad del Padre es de salvación para toda la humanidad. Todo lo que hace Jesús debe ser interpretado en esa perspectiva: por nosotros y por nuestra salvación.

Lo podemos entender con las referencias que el mismo Jesús hace a su bautismo en otros momentos.

Los discípulos Santiago y Juan le piden sentarse uno a su derecha y otro a su izquierda cuando Jesús esté en su gloria. Jesús les dice:

«Ustedes no saben lo que piden. ¿Pueden beber el cáliz que yo voy a beber, o ser bautizados con el bautismo con que yo voy a ser bautizado?» (Mc 10:38)

Tanto con la imagen del cáliz como con la del bautismo, Jesús está hablando de su muerte, y de su muerte en cruz.

Y en Lucas también Jesús se refiere a su muerte con la imagen del bautismo.
«Con un bautismo tengo que ser bautizado y ¡qué angustiado estoy hasta que se cumpla!» (Lc 12:50)

Y así lo explica el Papa Benedicto en su libro Jesús de Nazaret:

El significado pleno del bautismo de Jesús, … se manifiesta sólo en la cruz: el bautismo es la aceptación de la muerte por los pecados de la humanidad, y la voz del cielo “Éste es mi Hijo amado” (Mc 3,17) es una referencia anticipada a la resurrección.

El bautismo de Jesús está anticipando, anunciando, su muerte y resurrección. En el cuadro de Zorrilla el ángel está vestido de rojo, color de la pasión y lleva en sus manos la corona de espinas, expresando esa relación bautismo-pasión-muerte.

Al recibir el bautismo de Juan, Jesús se identifica con nosotros, se une a la humanidad pecadora.
Cuando nosotros recibimos el bautismo, nos unimos a Jesús y por esa unión somos identificados con Él. Bautizándose en el Jordán Jesús anticipó su muerte.Al bautizarnos nosotros en Jesús, se anticipa nuestra resurrección.

San Pablo lo expresa así:

«Por el Bautismo fuimos sepultados con él en la muerte, a fin de que, al igual que Cristo fue resucitado de entre los muertos, por medio de la gloria del Padre, así también nosotros vivamos una vida nueva» (Rom 6,4)
Y si hemos muerto con Cristo, creemos que también viviremos con él. (Rom 6,3-4.8)

Tal vez haya entre quienes me escuchen quien no esté bautizado y desee serlo. Lo invito a que se acerque a su parroquia y pregunte cómo puede ser bautizado. Tendrá que pasar por una preparación adecuada, cumplir algunas condiciones, pero normalmente es posible.

También habrá quienes hayan sido bautizados antes de poder entender de qué se trata. Los invito a buscar el significado de este rito tan simple pero tan profundo en el que morimos con Cristo y nacemos a una vida nueva. Que esta fiesta de Jesús nos ayude a renovar nuestro compromiso bautismal y a vivir esa vida nueva en Cristo.