jueves, 25 de julio de 2019

«Señor, enséñanos a orar» (Lucas 11,1-13). Domingo XVII del Tiempo Ordinario.






Hay un momento en la vida en que sentimos la necesidad de conectar con nuestras raíces. Cuando hemos crecido con nuestros padres, cuando hemos escuchado la historia familiar, ese es el momento de ahondar nuestro conocimiento, de llegar a capas más profundas; de comprender las razones de algunas decisiones y de algunos sufrimientos de nuestros ancestros.

Es, en cambio, más difícil y muchas veces angustioso, recuperar esa memoria -en definitiva, recuperar la propia identidad- para quienes no han conocido a alguno o a ninguno de sus progenitores o su relación con ellos quedó cortada por la separación o la temprana orfandad. Las historias de cada uno de los hijos e hijas de los desaparecidos en dictaduras, buscando reencontrar sus orígenes son verdaderamente dramáticas. También lo son las de muchos niños abandonados, adoptados o separados de sus padres por la guerra, el exilio o la migración.

La relación con el padre, en particular, es a veces difícil. Hoy es para muchos un ausente, incluso aunque no se haya ido. No tiene la inmediata cercanía de la madre. Un buen padre, junto a una buena madre, es un tesoro enorme y, aunque no tenga precio, su valor se acrecienta con la escasez, como sucede con todo.
“Quizás la experiencia de paternidad que has tenido no sea la mejor; tu padre de la tierra quizás fue lejano y ausente o, por el contrario, dominante y absorbente. O sencillamente no fue el padre que necesitabas. No lo sé.”
Así se expresa el Papa Francisco en su mensaje Cristo Vive, dirigido a los jóvenes. Reconoce esta experiencia difícil de muchos jóvenes de hoy en la relación con su padre.

¿Cómo vivió Jesús la relación con su padre? Los cristianos creemos que Jesús es el Hijo de Dios y nos revela a Dios como Padre… pero el Hijo de Dios, al hacerse hombre, nace de una madre virgen, pero encuentra aquí también un padre, en la figura de José, esposo de María. Jesús será reconocido por su gente como “el hijo del carpintero”. Reconocerlo como Hijo de Dios será otro paso, un paso que solo es posible dar en la fe.

El evangelio de hoy nos presenta la oración que Jesús enseñó a sus discípulos, el padrenuestro. La oración, tal como la rezamos hoy, la encontramos en el evangelio de Mateo; pero aquí estamos en el evangelio de Lucas. La versión de Lucas es más breve, y puede sorprendernos que la invocación que enseña aquí Jesús no es “Padre nuestro”, sino simplemente “Padre”. Así llama él a su Padre Dios y así nos invita a llamarlo nosotros, reconociéndolo como nuestro Padre.

Sin salir del evangelio de Lucas, encontramos muchas referencias de Jesús a Dios Padre. Podríamos empezar por una que se encuentra hacia el centro del evangelio, en el capítulo diez:
Nadie conoce al Padre sino el Hijo, y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar.
Jesús habla con plena conciencia de que Él es el Hijo de Dios y eso le da un conocimiento íntimo del Padre que nadie tiene ni puede alcanzar; pero, precisamente para eso ha venido Jesús: para revelar quién es Dios realmente, para mostrar el rostro del Padre.

La primera manifestación de ese conocimiento de Jesús acerca de su padre Dios, la encontramos en el episodio en que Jesús se queda en el templo de Jerusalén después de una peregrinación. María y José, al descubrir su ausencia, vuelven a buscarlo.
La madre le dice:
“tu padre y yo te buscábamos angustiados”.
Jesús le contesta:
“¿por qué me buscaban? ¿no sabían que yo debía estar en la casa de mi Padre?”.
Aquí quedan contrapuestos el padre de la tierra y el Padre Dios. Jesús comienza a manifestar quién es él realmente.

Lucas nos presenta también distintos momentos de oración de Jesús.
Su oración está dirigida al Padre:
“Yo te bendigo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas a sabios e inteligentes, y se las has revelado a los pequeños. Sí, Padre, pues así te ha parecido bien.”
Y eso, aún en los momentos más dramáticos.
En el Huerto de los Olivos, momentos antes de ser apresado:
«Padre, si quieres, aparta de mí esta copa; pero no se haga mi voluntad, sino la tuya». (22,42)
En el momento en que lo crucifican:
«Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen» (23,34)
En el momento de su muerte:
«Padre, en tus manos pongo mi espíritu» (23,46)

Cuando los discípulos de Jesús le piden
«Señor, enséñanos a orar, como enseñó Juan a sus discípulos». (11,1)
La respuesta de Jesús es la enseñanza del Padrenuestro.
Como decíamos antes, Lucas nos trae una versión breve de la oración de Jesús.
«Padre, santificado sea tu Nombre,
que venga tu Reino,
danos cada día nuestro pan cotidiano;
perdona nuestros pecados,
porque también nosotros perdonamos
a aquellos que nos ofenden;
y no nos dejes caer en la tentación».
En lugar de “Padre nuestro”, Jesús comienza diciendo simplemente “¡Padre!”.
¿Cómo llamaba Jesús a su Padre en su propia lengua?
Jesús hablaba arameo. Ése era su idioma. En arameo “padre” se dice ‘ab; pero Jesús utilizaba el diminutivo: ‘abbá. Podríamos traducirlo como papá, papito, papi… es la forma en que los niños llamaban a su padre, expresando a la vez cariño, respeto y obediencia.

Jesús nos asegura:
“el que no reciba el Reino de Dios como niño, no entrará en él”. (18,17)
Pues bien, él mismo se hace niño al nombrar a su Padre de esa manera tan tierna, propia de un niño que confía en el amor de su padre.

Al enseñarnos a decir “¡padre, abbá!” junto con Él, Jesús nos anima a nosotros, sus discípulos, a reconocernos también como hijos del mismo Padre Dios. De allí surge la fraternidad humana, que quedará expresada en forma más completa al agregar “nuestro”: “Padre nuestro”, como aparece en el evangelio de Mateo.

Retomo el mensaje de Francisco a los jóvenes:
“… “Dios te ama”. Si ya lo escuchaste no importa, te lo quiero recordar: Dios te ama. Nunca lo dudes, más allá de lo que te suceda en la vida. En cualquier circunstancia, eres infinitamente amado. (…)
“lo que puedo decirte con seguridad es que puedes arrojarte seguro en los brazos de tu Padre divino, de ese Dios que te dio la vida y que te la da a cada momento. Él te sostendrá con firmeza, y al mismo tiempo sentirás que Él respeta hasta el fondo tu libertad.”
Gracias, amigas y amigos por su atención. Que el Señor los bendiga y hasta la próxima semana si Dios quiere.

miércoles, 17 de julio de 2019

“Te ruego que no pases de largo” (Génesis 18,1-10a). Domingo XVI del Tiempo Ordinario.







A comienzos del año 71, tres muchachos de ciudad pasaron unos días en una estancia en el departamento de Paysandú, cerca de Guichón. Los caseros recibieron a los muchachos como a hijos. Los amigos pronto se encontraron de madrugada desayunando asado de oveja y mate amargo con los peones, montando a caballo por primera vez, acompañando la recorrida por el campo y hasta ayudando a encerrar una majada… hubo más de una caída del caballo y muchos sucedidos para recordar. Se fueron con ganas de volver, pero no se dio.
La amiga de los tres que había arreglado la estadía, esporádicamente les daba alguna noticia de los puesteros, pero no hubo más contacto.
20 años después, Andrés, uno de aquellos muchachos se encontró con un hombre más joven. Era el hijo de los puesteros. Se acordaba de los cuentos de aquella visita y llevó a Andrés a casa de su familia, que ahora vivía en la ciudad. Andrés quedó impresionado por esos recuerdos tan vivos que guardaban quienes lo habían recibido hacía ya tanto tiempo… algo de eso estaba en su memoria, pero necesitó recuperarlo de algún rincón escondido.
La familia que había recibido a los jóvenes había vivido aquello como un acontecimiento, que los hizo salir de su rutina y que fue rememorado una y otra vez, saboreando cada anécdota, junto a tantos hechos que atesoraban en su memoria.

Esta historia me llevó a preguntarme qué es lo que hace que una visita sea eso: un acontecimiento y no un puro compromiso, un trámite, una prestación de servicios… o hasta un fastidio. Las lecturas de este domingo nos traen historias de visitas que dan una respuesta: esas visitas fueron acontecimientos porque hubo un verdadero encuentro, que, además, fue mucho más allá de lo puramente humano.

Un pasaje del libro del Génesis nos presenta a Abraham, patriarca de un clan, acampado en un lugar sombreado, en medio de un gran espacio deshabitado. A la hora de más calor, divisó a tres hombres parados cerca de él. Al verlos corrió hacia ellos ofreciendo su hospitalidad:
«Señor mío, si quieres hacerme un favor, te ruego que no pases de largo delante de tu servidor. Yo haré que les traigan un poco de agua. Lávense los pies y descansen a la sombra del árbol. Mientras tanto, iré a buscar un trozo de pan, para que ustedes reparen sus fuerzas antes de seguir adelante. ¡Por algo han pasado junto a su servidor!»
No son los forasteros los que piden ser recibidos. Es Abraham quien, con un trato marcadamente respetuoso, les ruega que no pasen de largo y espera que ellos le den su consentimiento para atenderlos en la forma especial que él quiere hacerlo. Ofrece en primer lugar una posibilidad reconfortante: lavarse los pies, algo que aprecia cualquier caminante, al igual que el descanso a la sombra. Les anuncia “un trozo de pan”, pero se acerca con tortas “de la mejor harina”, cuajada, leche y “un cordero tierno y bien cebado”. Los viajeros son tres, pero Abraham los trata como a uno solo. En ellos se revela Dios, que está visitando a Abraham para anunciarle que cumplirá la promesa que le ha hecho: Abraham y Sara tendrán un hijo. Dios lo prometió y cumple sus promesas. Abraham recibe muchísimo más que lo que él ha entregado.

De la carpa del nómade Abraham, pasamos a un pueblo en tiempos de Jesús. El evangelio nos cuenta que
una mujer que se llamaba Marta lo recibió en su casa.
Tenía una hermana llamada María.
Vemos a Marta desviviéndose por atender a Jesús, ocupándose en todo lo que ella piensa que necesita su huésped. Mientras tanto,
[María] sentada a los pies del Señor, escuchaba su Palabra.
No pasemos por alto la posición en que está María. No es comodidad ni humillación. Esa posición indica algo. San Pablo cuenta que él fue
Instruido a los pies de Gamaliel (Hechos 22,3)
Esa es la posición del discípulo: sentado a los pies del maestro.
Jesús ha llegado como Maestro. María lo ha reconocido así y por eso está sentada a sus pies, escuchando.

Ante esto, Marta se enfada:
«Señor, ¿no te importa que mi hermana me deje sola con todo el trabajo? Dile que me ayude».
Marta hace un reproche: “¿no te importa…?” y luego le dice a Jesús lo que él tiene que hacer: “dile que me ayude”. Marta no se coloca como discípula. Sigue en su lugar de dueña de casa.
La respuesta de Jesús es toda una enseñanza:
«Marta, Marta, te inquietas y te agitas por muchas cosas, y sin embargo, pocas cosas, o más bien, una sola es necesaria. María eligió la mejor parte, que no le será quitada».
Jesús la llama por su nombre, “Marta”, como suele hacer con sus discípulos. Lo hace con cariño, pero también con firmeza.
Le hace ver su situación: Marta se preocupa y se agita. En cambio, el discípulo conoce al Padre Dios y confía en su Providencia. El discípulo trabaja; sí; pero no se preocupa ni se agita porque su atención está dirigida a Dios.
La preocupación de Marta está puesta sobre muchas cosas. Ella se prodiga en los detalles; quiere todo bien hecho, para agradar a su visita.

Jesús no quita importancia al trabajo de Marta, pero marca una jerarquía de valores, jugando con las palabras: muchas cosas, pocas cosas, una sola, la mejor. La mejor y la verdaderamente necesaria es la que ha elegido María, y Marta no se la puede quitar. En cambio, Marta, sí, puede sentarse también a los pies de Jesús y dejar de decirle lo que tiene que hacer y escuchar lo que Él tiene para decirle a ella. Jesús no ha venido a ser servido, sino a servir; no ha venido para que le den lo que a Él no le hace falta, sino para dar, para entregar lo que María, Marta y cada uno de nosotros de verdad necesita.

A veces, como Marta, nos preocupamos por “muchas cosas”, queremos ayudar al otro, pero no nos preguntamos qué es lo que realmente está necesitando, cuáles son sus deseos, sus necesidades más profundas, incluso más allá de lo material. Más que cosas, muchos necesitan -como también nosotros- recibir atención, que se les muestre interés, que se les brinde lo mejor de nuestro tiempo.

Cuando llegamos al corazón del visitante, cuando podemos ofrecerle lo que más necesita, cuando dejamos que él nos comparta de lo suyo, cuando alcanzamos esa comunión, entonces vivimos un encuentro… un acontecimiento que quedará vivo en el recuerdo… Y si no lo sentimos en el momento, un día nos daremos cuenta de que Dios también estaba allí.

Amigas y amigos, gracias por su atención. No dejemos pasar la oportunidad de vivir verdaderos encuentros con los demás y con Jesús. Que cada uno de ellos sea un acontecimiento. Que el Señor los bendiga y hasta la próxima semana si Dios quiere.

viernes, 12 de julio de 2019

"¿Quién es mi prójimo?" (Lucas 10,1-12.17-20). XV Domingo del Tiempo Ordinario, ciclo C






Solferino

El pasado 24 de junio, hace ya casi tres semanas, no solo recordamos a san Juan Bautista, no solo se cumplieron 84 años de la muerte de Carlos Gardel, sino que hubo otro aniversario: 160 años de la batalla de Solferino. Creo que a poca gente le dice algo ese nombre y esa fecha, 24 de junio de 1859, salvo que sean personas que conozcan la historia de la organización humanitaria cuya idea inicial surgió allí.
Solferino es una pequeña localidad situada en el norte de Italia. Allí fue derrotado el ejército del imperio austrohúngaro por fuerzas de Napoleón III y Víctor Manuel II, en la lucha por la unificación de Italia. 38.000 soldados de ambos bandos quedaron tendidos en el campo de batalla, muertos o agonizantes. Atardeciendo aquel día, llegó un suizo llamado Enrique Dunant. Profundamente conmovido por todos aquellos heridos que no recibían ninguna asistencia, logró organizar a la población civil, especialmente mujeres jóvenes, para atender a todos los caídos que aún vivían, sin importar a qué ejército pertenecían. Un grupo de esas mujeres concibió un lema inspirador: Tutti fratelli (todos somos hermanos). A partir de esa experiencia, Dunant iría madurando la idea que lo llevaría a la fundación de la Cruz Roja.

“¿Quién es mi prójimo?”

“¿Quién es mi prójimo?” es la pregunta que, en el evangelio de este domingo, le hace a Jesús un doctor de la Ley. Prójimo, la palabra que usamos hoy en español, viene del latín proximus. De esa misma palabra deriva “próximo”. Prójimo y próximo expresan cercanía, vecindad, pero prójimo tiene otra carga, porque hay un mandamiento de amar al prójimo.
Precisamente por ahí empezó el diálogo de Jesús con aquel hombre conocedor de la Palabra de Dios, que se acercó y le dijo:
- «Maestro, ¿qué tengo que hacer para heredar la Vida eterna?»
- «¿Qué está escrito en la Ley? ¿Qué lees en ella?»
- «Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con todas tus fuerzas y con todo tu espíritu, y a tu prójimo como a ti mismo».

Ahí llega la pregunta: “¿Quién es mi prójimo?”. La pregunta del doctor de la Ley parece pedir límites. ¿hasta dónde llega mi obligación de amar? ¿a quién puedo considerar mi prójimo?

La familia y el clan

Hay una primera unidad humana que es la familia, el grupo unido por lazos de sangre o de adopción. La familia israelita era grande; no sólo porque había numerosos hijos, sino porque se formaba en torno al patriarca, un anciano con el que todos estaban emparentados… más que familia, era un clan.
En el libro de Isaías leemos:
“No te cierres a tu propia carne”, “no te escondas de tu hermano de sangre” (58,7).
Es un llamado a no olvidarse de la propia familia. Así comprendemos lo de “la caridad bien entendida empieza por casa”, es decir, por nuestra familia, por aquellos con quienes formamos esa comunidad de vida. Aquí prójimo se hace sinónimo de pariente, de hermano… miembro del clan…

Las 12 tribus y el Pueblo de Israel

Hay un grupo más amplio que el clan: la tribu. El Pueblo estaba formado por las 12 tribus, cada una de las cuales reconocía como origen a uno de los hijos de Jacob, llamado también Israel. Es un parentesco más difuso, pero conduce a los miembros de las tribus a mirarse unos a otros como familia, como parientes, en tanto descendientes de Abraham, Isaac y Jacob. Prójimo aquí es ya el miembro del mismo pueblo.
Es fácil criticar esto diciendo: “al final se ayudan solo entre ellos” … mejor es preguntarme hasta dónde estoy yo dispuesto a ayudar a los de mi propia familia o a mis propios compatriotas.

El extranjero pobre y necesitado

Pero el círculo se sigue ampliando. En el Antiguo Testamento, cuando se menciona a las personas que más necesitan ayuda, se repite un trío sobre el que Dios tiene una atención especial: el huérfano, la viuda y el extranjero
“[Dios] hace justicia al huérfano y a la viuda, y muestra Su amor al extranjero dándole pan y vestido” (Deuteronomio 10,18; también Zacarías 7,10; salmo 146,9).
“Muestren amor al extranjero, porque ustedes fueron extranjeros en la tierra de Egipto”
(Deuteronomio 10:19)
Se trata del extranjero que habita en medio del Pueblo de Israel… el que ha llegado como inmigrante, movido por la escasez y el hambre, como habían llegado un día los mismos israelitas a tierra de Egipto.
Podemos pensar también nosotros hoy… ¿qué pasa con los emigrantes en el mundo… qué pasa con los que estamos recibiendo aquí nomás, entre nosotros? ¿Qué disposición encuentran de nuestra parte?

Entonces...

¿Quién es mi prójimo, entonces? Mi pariente; mi compatriota; el inmigrante… así podría haber contestado Jesús, pero lo hizo de otra forma. Contó la parábola del buen samaritano.
«Un hombre bajaba de Jerusalén a Jericó y cayó en manos de unos ladrones, que lo despojaron de todo, lo hirieron y se fueron, dejándolo medio muerto. Casualmente bajaba por el mismo camino un sacerdote: lo vio y siguió de largo. También pasó por allí un levita: lo vio y siguió su camino. Pero un samaritano que viajaba por allí, al pasar junto a él, lo vio y se conmovió. Entonces se acercó y vendó sus heridas, cubriéndolas con aceite y vino; después lo puso sobre su propia montura, lo condujo a un albergue y se encargó de cuidarlo. Al día siguiente, sacó dos denarios y se los dio al dueño del albergue, diciéndole: "Cuídalo, y lo que gastes de más, te lo pagaré al volver".
¿Cuál de los tres te parece que se portó como prójimo del hombre asaltado por los ladrones?»

El samaritano que se hizo prójimo

No por casualidad, Jesús eligió un samaritano como ejemplo de amor al prójimo. Lanzó así un desafío. Los judíos y los samaritanos no se hablaban. Los samaritanos -que viven aún en el Israel moderno, aunque no llegan al millar- eran considerados como una especie de intrusos, que creían en el mismo Dios que los israelitas, pero a su manera… Precisamente, esa persona considerada ajena, extraña, es la que se deja mover por la compasión y asiste al herido. Esa es la actitud que debe imitar quien quiera vivir el amor al prójimo. Las mujeres que proclamaron “todos somos hermanos” en el campo de Solferino pertenecen a esa clase de personas. Ellas y el anónimo samaritano nos siguen enseñando a cruzar los compartimientos y las fronteras que nos ponemos a la hora de ver a quién ayudar y a quien no.

La exigencia del amor

Los uruguayos sabemos vivir esa solidaridad en los momentos de urgencia y emergencia. Los pedidos de ayuda encuentran respuesta, a veces muy generosa, frente a inundaciones, tornados y accidentes. También, a pesar de egoísmos y conflictos, sabemos vivir el amor en el día a día, con aquellos con quienes convivimos. A veces es necesario recordar que no siempre amar y hacer el bien consiste en complacer demandas… el amor de Jesús es un amor exigente; no porque quiera quitarle nada a quien ama, sino porque quiere que cada uno de nosotros sea lo mejor que puede ser y cada uno dé al mundo lo mejor que puede ofrecer.

Gracias, amigas y amigos por su atención. Que el Señor los bendiga, que puedan disfrutar de un buen domingo en familia o entre amigos. Hasta la próxima semana si Dios quiere.


jueves, 4 de julio de 2019

“El Reino de Dios está cerca de ustedes” (Lucas 10, 1-12.17-20). Domingo XIV del Tiempo Ordinario.







Hoy en día muchas empresas nos hablan de su misión y visión. A veces las tienen escritas en un lugar visible para el público o en su página de internet. La visión responde a la pregunta “¿qué queremos llegar a ser?”, mientras que la misión responde a “¿Cuál es nuestra razón de ser?”. Los técnicos dicen que establecer cuál es la misión de una empresa le permite a quienes la forman orientar las decisiones y acciones de todos los miembros -de todos los miembros- hacia esa misión; establecer objetivos, formular estrategias y ejecutar tareas coherentes con esa razón de ser.

El 8 de diciembre de 1975, el Papa Pablo VI -san Pablo VI- entregó a los fieles de toda la Iglesia Católica una exhortación cuyo título en latín es Evangelii Nuntiandi, es decir “el anuncio del Evangelio”, sobre la evangelización en el mundo contemporáneo. En 1976 yo era un joven maestro que integraba el Consejo Pastoral de la parroquia de mi pueblo. Ese año, el padre Pierre, nuestro párroco, nos fue animando a leer y a reflexionar sobre ese documento del Papa. Me quedaron de aquellas lecturas y charlas varias ideas, pero, sobre todo, estas palabras que encontramos en el N° 14:
la Iglesia
“existe para evangelizar”;
“la tarea de la evangelización de todos los hombres constituye la misión esencial de la Iglesia”. 
Eso fue para mí especialmente iluminador. Es la razón de ser de la Iglesia, su misión, en la que todos sus miembros estamos llamados a participar. Años después, siendo primero párroco y hoy obispo, he vuelto una y otra vez sobre esas palabras que nos ayudan siempre a discernir sobre lo que estamos haciendo en la Iglesia: esto que hacemos, o que queremos hacer ¿está, o no está, al servicio de la evangelización?

El Evangelio de este domingo nos presenta a Jesús enviando en misión a un grupo grande de discípulos. Recordemos lo que decíamos la semana pasada: Jesús está en camino a Jerusalén, sabiendo que allí le espera la pasión y la cruz. Al enviar este grupo Jesús da varias indicaciones llamativas en distintos aspectos. Muchas de ellas se explican por la urgencia que siente Jesús en que su mensaje llegue al mayor número posible antes de que su vida terrena se consuma.

Los 72, siendo un grupo numeroso, son para él insuficientes, porque la cosecha que deben recoger es grande y puede perderse por falta de operarios:
Rueguen al dueño de los sembrados que envíe trabajadores para la cosecha.
Dios es el único que puede enviar esos obreros y, por eso, el único medio es pedírselos a Él con oración perseverante.

Esa misma urgencia le hace decir a Jesús
no se detengan a saludar a nadie por el camino.
No hay que entretenerse en conversaciones ociosas: hay una misión que cumplir.
Una vez que encuentren un lugar donde dormir, les recomienda
No vayan de casa en casa.
No se trata de ir buscando más comodidades, sino de concentrarse en la misión.

¿Cuál es el mensaje que deben llevar los discípulos? Jesús les dice apenas dos frases.

La primera:
Al entrar en una casa, digan primero: “¡Que descienda la paz sobre esta casa!”
La paz de Dios. Shalom; es el saludo normal entre israelitas. Ese es el saludo de Jesús y el saludo indicado a sus discípulos. No es pura fórmula. Es ofrecer de verdad la paz. Jesús comunica a sus discípulos la paz de la que ellos serán portadores. La paz es la primera señal del Reino de Dios. Los discípulos llegan en paz, con mansedumbre de palomas o de ovejas, aunque puedan encontrarse en medio de lobos. Llegan con respeto, con espíritu fraterno, contagiando paz. Hacen sentir que la paz es posible, que es un don que Dios ofrece y comunica a todos, porque todos somos aceptados por Él, a pesar de nuestras fallas y nuestras incoherencias. La reconciliación y la amistad entre los hombres se hace posible en Dios.

La segunda frase es:
digan a la gente: “El Reino de Dios está cerca de ustedes”.
Si leemos con atención los evangelios de Mateo, Marcos y Lucas, veremos que Jesús habla casi permanentemente del Reino de Dios. No es extraño, entonces, que les diga a sus discípulos que eso es lo que tienen que anunciar.

No es un Reino de este mundo: un país o un lugar reservado para Dios. No tiene fronteras. No cuenta con ejército. No hay un rey que ejerza dominio, actuando como dueño de personas y cosas, imponiendo pesadas cargas y usando la violencia para mantener su poder.
Jesús habla, más bien, de “reinado de Dios”. Dios reina cuando se cumple su voluntad. Entramos a su Reino cuando en nuestra vida empezamos a hacer la voluntad de Dios.
En el Padrenuestro pedimos:
“Venga tu Reino”
 y, a continuación:
“hágase tu voluntad así en la tierra como en el cielo”.
La voluntad de Dios no es caprichosa ni arbitraria. Es voluntad de vida y salvación para la humanidad. En el Evangelio de Juan apenas encontramos la palabra “reino”, pero allí Jesús manifiesta que Él ha venido a traernos vida, vida abundante. El reino de Dios es el reino de la Vida, vida plena que viene de Dios mismo.

Toda la humanidad está llamada a entrar en el Reino, empezando por los pobres y los pequeños. Jesús invita a los pecadores al banquete del Reino. Los llama a la conversión, sin la cual no se puede entrar al Reino. Al mismo tiempo, les muestra la Misericordia infinita del Padre. Él mismo se manifiesta como el rostro de la Misericordia, la puerta de la Misericordia.
Para presentar el misterio del Reino, Jesús utiliza las parábolas. Muchas de ellas comienzan diciendo
“El Reino de Dios se parece a...
...a un grano de mostaza, un poco de levadura, etc. Esas comparaciones, llenas de imágenes sencillas y cotidianas son comprensibles, pero no se agotan fácilmente. Leídas una y otra vez, siguen siendo sugestivas para quien las escucha.

Jesús acompaña sus palabras con “milagros, prodigios y signos”, como dice el libro de los Hechos de los Apóstoles (2,22). Los signos que hace Jesús alcanzan a algunos hombres y mujeres a quienes libera de diversas formas del mal: hambre, enfermedad, muerte, injusticia, marginación… a algunos, no a todos, porque son signos proféticos de su misión fundamental, la misión del “Cordero de Dios que quita el pecado del mundo”: liberar a las personas de la esclavitud del pecado.

A lo que los discípulos tienen que anunciar con palabras, Jesús agrega dos signos: uno, llevar una vida sencilla, yendo livianos de equipaje y aceptando con sencillez la hospitalidad de la gente; dos, curar a los enfermos, signo que Jesús realiza frecuentemente. A su regreso los discípulos reportarán haber sometido hasta los demonios en nombre de Jesús. Han vencido el mal con la fuerza del Evangelio, la buena noticia de Jesús.

Hace un momento recordábamos la oración de Jesús que todos conocemos. Cada vez que la rezamos pedimos al Padre “venga tu Reino”. No podemos decir algo como eso mecánicamente y a toda prisa, sin hacer realmente nuestro lo que estamos pidiendo. Pedir que venga el Reino de Dios expresa el deseo y la esperanza de que el Reinado de Dios vaya transformando la realidad de nuestro mundo. Pedir al Padre que se haga su voluntad no es una actitud resignada, sino nuestra disposición y nuestro compromiso activo para colaborar en que el reinado de Dios se haga realidad. Recemos la oración del Señor, despacio, sintiendo el sabor y el peso de cada palabra y levantando el corazón al Padre en cada petición.

Gracias, amigas y amigos, por su atención. Que el Señor los bendiga y hasta la próxima semana si Dios quiere.