sábado, 29 de abril de 2023

Mensaje a los trabajadores en su día (Conferencia Episcopal del Uruguay)


Ante un nuevo 1 de Mayo, Día Internacional de los Trabajadores, y para los católicos fiesta de San José Obrero, reciban el saludo fraterno de los Obispos, reunidos en Florida. 

Los Evangelios nos enseñan que Jesús, Hijo de Dios, tuvo como padre en la tierra a un artesano. Él mismo vivió una vida común y silenciosa trabajando en Nazaret y alrededores hasta los treinta años. Su predicación y compasión a todos los sufrientes maduró a la luz de esa experiencia cotidiana y familiar en su aldea. Por eso también hoy varones y mujeres trabajadores tenemos la certeza  de su mirada que cuida y salva, que alienta y fortalece en nuestro seguir construyendo, creando y amando desde las diferentes profesiones y oficios... 

"Mi Padre trabaja siempre y yo también trabajo", ha dicho Jesús, y confiamos en su Palabra. 

Desde su Resurrección y el regalo de su Espíritu, sabemos que camina con nosotros y nos alienta a acompañar a los más desvalidos y construir la patria de todos y velar por la Casa Común desde los talentos recibidos y en solidaria comunión.

Queridos hermanos y hermanas trabajadores, reciban en este día nuestro saludo junto al deseo de permanecer unidos en la pluralidad, de acuerdo a nuestra tradición democrática. Un especial abrazo solidario en el dolor y las dificultades de los trabajadores y sus familias, rogando por el trabajo para todos.

Con gran esperanza: ¡confiamos en el Señor y en nuestro pueblo!

Reciban nuestra bendición en Cristo Resucitado,

Los Obispos del Uruguay:




jueves, 27 de abril de 2023

“Las ovejas lo siguen, porque conocen su voz” (Juan 10,1-10). IV Domingo de Pascua. Jesús, Buen Pastor. Jornada Mundial de oración por las vocaciones.

Sábado 6 de mayo: Jacinto Vera, primera beatificación en el Uruguay

El 6 de mayo de 1881, Mons. Jacinto Vera, primer obispo del Uruguay, se encontraba en Pan de Azúcar, en plena misión, cuando le llegó la muerte. La noticia fue recibida con pesar y aflicción por todos aquellos que lo habían conocido, aún por quienes habían sido sus oponentes. 
El cuerpo de Don Jacinto emprendió su último viaje, hacia la Catedral de Montevideo. Una diligencia podía llevarlo hasta Pando. Según cuenta un testigo, el mayoral puso alguna dificultad para hacer ese traslado, pero los pasajeros insistieron en que lo llevaran con ellos. El comisario de Pan de Azúcar acompañó todo el trayecto. En cada pueblo y estación del camino se reunieron numerosos vecinos para darle el último adiós. En Pando lo recibió el Jefe Político de Canelones. Ya en Montevideo, el cuerpo fue acompañado a pie hasta la parroquia del Cordón, donde se le practicó la autopsia y se le embalsamó. Allí quedó su corazón, mientras las vísceras fueron enviadas a otras iglesias, principalmente a la hoy catedral de Canelones, donde había sido párroco.
Llegado a la Iglesia Matriz, el cuerpo fue velado tres días y tres noches, con permanente desfile de pueblo doliente. La gente y la prensa hablaban de él como “un santo”. Así se expresó el poeta de la Patria, don Juan Zorrilla de San Martín, ante el féretro de Jacinto: 
“Señores, hermanos, pueblo uruguayo: ¡el santo ha muerto!”
El cariño de la gente y la fama de santidad de Monseñor Jacinto Vera fueron sobradamente ganados a lo largo de su vida en el ejercicio de su ministerio sacerdotal y episcopal.
Hijo de emigrantes que venían desde las Islas Canarias, nació en el barco, no lejos de costas brasileñas, el 3 de julio de 1813. Fue bautizado en la hoy Catedral de Florianópolis. 
Ya en nuestra tierra, la familia arrendó una chacra en Abra del Mallorquín, entre San Carlos y Pan de Azúcar y luego compró terrenos en Toledo, hoy en el departamento de Canelones. Sintiendo el llamado al sacerdocio, se preparó con la ayuda de algunos sacerdotes, hasta que ingresó como alumno de los jesuitas en Buenos Aires. Allí fue ordenado sacerdote por Mons. Medrano, el 28 de mayo de 1841. Celebró su primera Misa en la Iglesia de las Catalinas. Llegó a Canelones, como teniente cura de la parroquia Nuestra Señora de Guadalupe, donde, con distintos cargos pastorales, permaneció hasta su nombramiento como vicario apostólico del Uruguay, en 1859.

Dentro de la Iglesia Católica, Uruguay era un vicariato apostólico, es decir, una porción del pueblo de Dios que todavía no había sido constituida como diócesis. Antes de Don Jacinto fueron vicarios tres sacerdotes: Dámaso Antonio Larrañaga, Lorenzo Fernández y José Benito Lamas. En su nuevo cargo, Jacinto comenzó a visitar y misionar en las parroquias, empezando en febrero de 1860 por Tala, donde todavía hay una cruz que recuerda su paso. No se quedó en las cercanías de Montevideo. Los informes de sus visitas y misiones se encuentran en los libros parroquiales de lugares tan alejados como San Eugenio del Cuareim, hoy ciudad de Artigas. En 1861, de abril a julio, realizó otra misión en distintos lugares de Canelones.

Tiempo después, un conflicto con el gobierno le impuso el destierro. A su regreso, la Santa Sede lo nombró obispo, con el título de Megara. En 1878 se creó la diócesis de Montevideo, que abarcaba todo el Uruguay, pasando a ser su primer obispo. Continuó misionando en todo el territorio. Viajó a Roma para participar en el Concilio Vaticano Primero. Visitó Tierra Santa. Recibió a los primeros salesianos enviados por Don Bosco. Fundó el seminario donde hoy se siguen formando los futuros sacerdotes. No podemos resumir en tan poco tiempo las muchas peripecias de su vida ni la extensión de sus obras, sobre las cuales podemos leer en libros que se han ido publicando a lo largo del tiempo. 
Solo digamos que al futuro beato se aplican bien las palabras de Jesús en el evangelio de hoy, con las que describe al buen pastor:
“Las ovejas lo siguen, porque conocen su voz” (Juan 10,1-10)
A partir del próximo sábado, en que se celebrará la beatificación de este buen pastor, el 6 de mayo pasará a ser recordado como su dies natalis, es decir, el día de su nacimiento a la Vida Eterna y, de ahí en adelante, será el día en que celebraremos su memoria, dando gracias por la vida de quien ha sido el padre de la Iglesia que peregrina en Uruguay.

Yo soy la Puerta

“Les aseguro que Yo soy la puerta de las ovejas” (Juan 10,1-10)
Estas palabras de Jesús las encontramos en el capítulo 10 del evangelio según san Juan. Allí Jesús nos dice “Yo soy el Buen Pastor”, expresión que nos es familiar. Sin embargo, puede ser que no recordemos esta otra imagen, que Jesús presenta previamente y sobre la que vuelve una vez más:
“Yo soy la puerta. El que entra por mí se salvará; podrá entrar y salir, y encontrará su alimento”. (Juan 10,1-10)
No se trata solo de una imagen simbólica. Tiene que ver con la forma en que los pastores cuidaban sus rebaños. En la noche, los encerraban en un mismo corral. Uno de ellos quedaba vigilando, colocándose en el hueco por donde se entraba y salía, ya que no había una portera que cerrara el conjunto. El cierre lo aseguraba el cuerpo del pastor, acurrucado allí, bastón en mano, de modo que no se podía entrar ni salir si él no lo permitía. De ese modo, el pastor mismo se convertía en “la puerta”.
Como puerta, Jesús protege a las ovejas de quienes quieren entrar “para robar, matar y destruir”, acusación dirigida a quienes luego pedirán que él sea crucificado. En cambio, Jesús define así su misión:
Yo he venido para que las ovejas tengan Vida, y la tengan en abundancia (Juan 10,1-10)
Para que, en Jesús, todos los pueblos tengan vida, en esta Jornada Mundial de oración por las vocaciones, unámonos a la plegaria de toda la Iglesia, con nuestra oración diocesana:
Escucha, Padre, el clamor de tu pueblo 
que anhela pastores según tu corazón.
Envíale operarios para la abundante cosecha 
en nuestra Iglesia Diocesana.
Despierta vocaciones en el corazón de los jóvenes: 
al sacerdocio, a la vida consagrada y al matrimonio, 
dispuestos todos a “Remar mar adentro”. 
Que sean entre sus hermanos y hermanas 
manifestación de tu presencia santificadora 
y testigos del Evangelio del amor y de la justicia. 
Te damos gracias por las vocaciones que nos has regalado. 
Dales el don de la fidelidad y el gozo en tu servicio.
Santa María de Guadalupe, acompaña nuestra súplica fervorosa.
Te lo pedimos, Padre, por Jesucristo, el Buen Pastor. Amén.

Noticias

El domingo pasado, 23 de abril, el P. Leonardo Rodríguez renovó sus votos como ermitaño diocesano, por los que se compromete, por otro año, a llevar una vida donde prevalezca el silencio, la soledad, la oración y la contemplación, como ofrenda de su vida para su propio bien y el de toda la Iglesia.

1 de mayo: San José Obrero

San José Obrero es patrono de dos parroquias y de una capilla de nuestra diócesis. Paso Carrasco celebra su fiesta patronal el domingo 30 y el primero de mayo, en la mañana, la parroquia de Montes y en la tarde la capilla San José de los Obreros, en Parque del Plata Norte.
En el Día de los Trabajadores, los obispos del Uruguay enviamos un abrazo solidario a los trabajadores y sus familias. Que San José Obrero interceda por todo nuestro pueblo y que los bendiga Dios todopoderoso: Padre, Hijo y Espíritu Santo.

viernes, 21 de abril de 2023

Invitación de los Obispos a la Beatificación de Jacinto Vera



A todos nuestros hermanos católicos,
a todo el pueblo uruguayo

¡Gracia y paz!

Los Obispos del Uruguay tenemos la gran alegría de anunciarles la beatificación del Siervo de Dios Monseñor Jacinto Vera, primer obispo del Uruguay.

Este santo varón, padre de los pobres, fue la persona más cercana y más amada por el pueblo oriental, tanto en ciudades como en la campaña, en la segunda mitad del siglo XIX.

Por todos, aún sus circunstanciales opositores, fue reconocido como hombre de bien, de unidad y de paz.

La Iglesia en el Uruguay lo reconoce agradecida como Padre y Patriarca, como Maestro y ejemplo siempre vivo de santidad.

Con las palabras del poeta de la Patria, “esperamos que junto con Jacinto Vera se santificará nuestro Uruguay querido a quien el amó tanto, sirvió y evangelizó”.

Por ello invitamos a todos a conocer más a este oriental afable, humilde, sencillo, caritativo y tolerante, estimado y querido por todos.

Los esperamos en la ceremonia de beatificación, que tendrá lugar en la tribuna Olímpica del Estadio Centenario el próximo sábado 6 de mayo.

Los Obispos del Uruguay:
Mons. Arturo Fajardo, obispo de Salto, presidente de la CEU
Cardenal Daniel Sturla, sdb, arzobispo de Montevideo, vicepresidente de la CEU
Mons. Pablo Jourdán, obispo de Melo
Mons. Carlos Collazzi, sdb, obispo de Mercedes
Mons. Martín Pérez, obispo de Florida
Mons. Pedro Wolcan, obispo de Tacuarembó
Mons. Fabián Antúnez, sj, obispo de San José de Mayo
Mons. Milton Tróccoli, obispo de Maldonado-Punta del Este-Minas
Mons. Luis Eduardo González, obispo auxiliar de Montevideo
Mons. Nicolás Cotugno, sdb, arzobispo emérito de Montevideo
Mons. Pablo Galimberti, obispo emérito de Salto
Mons. Luis del Castillo, sj, obispo emérito de Melo
Mons. Alberto Sanguinetti, obispo emérito de Canelones
Mons. Jaime fuentes, obispo emérito de Minas 
Mons. Hermes Garín, obispo auxiliar emérito de Canelones
Mons. Heriberto Bodeant, obispo de Canelones, secretario general de la CEU

Concluyó en Florida la asamblea de la CEU.

 


Los Obispos uruguayos concluyeron su asamblea en Florida

La beatificación de Jacinto Vera, primer obispo del Uruguay, que se celebrará el sábado 6 de mayo, es un hito histórico para la Iglesia Católica en el Uruguay.

Es por ello que la asamblea de la Conferencia Episcopal, realizada en Florida desde el lunes 17 hasta el día de hoy, tuvo este acontecimiento como tema central. La reunión de los obispos comenzó, como es habitual, con una mañana de retiro, orientada por el P. Gabriel González Merlano, estudioso y divulgador de la historia del futuro beato.

El martes, los pastores recibieron al nuevo Nuncio Apostólico en el Uruguay, Mons. Gianfranco Gallone, quien presentó la carta de presentación que lo acredita como representante del papa ante la Iglesia que peregrina en Uruguay. A continuación se mantuvo un diálogo sobre la realidad y los desafíos de la Iglesia en nuestro país. 

Por la tarde, con la ayuda de dos expertos de CERES, los obispos se interiorizaron de algunos aspectos de la actual coyuntura social y económica del Uruguay.

El Santuario Nacional de la Virgen del Verdún recibió el miércoles 19, entre los numerosos peregrinos que acudieron desde distintos puntos del país, al Nuncio y a los obispos, que celebraron la Eucaristía al pie del cerro. La Misa fue presidida por Mons. Gallone, quien, luego de presentar a los peregrinos el saludo del papa Francisco, se dirigió en forma especial a los obispos, animándolos a profundizar su misión en la evangelización del Uruguay y la conducción de la Iglesia.

El jueves estuvo mayormente dedicado a examinar los detalles de la ceremonia de beatificación, especialmente aspectos de la organización que tendrán que tener en cuenta las delegaciones que lleguen desde el interior. Los obispos redactaron una invitación a la ceremonia que será leída en las Misas en próximos días.

Entre otros temas de la vida de la Iglesia, fueron aprobadas las orientaciones para la Animación Bíblica de la Pastoral. Se aprobó también el estatuto de Charis Uruguay, organismo que coordina las diferentes expresiones de la Renovación Carismática Católica. Se eligió a Mons. Fabián Antúnez, obispo de San José de Mayo, como presidente del Departamento de Misiones de la CEU. El Departamento era presidido por Mons. Hermes Garín, quien renunció al cargo al pasar a ser obispo auxiliar emérito. 

Florida, 21 de abril de 2023.

jueves, 20 de abril de 2023

“Los ojos de los discípulos se abrieron y lo reconocieron” (Lucas 24,13-35). III Domingo de Pascua.

Amigas y amigos:

A lo largo de mi vida me ha tocado ver gente que se ha acercado a la Iglesia y gente que se ha alejado de la Iglesia. Cuando digo acercarse o alejarse, no me refiero a tener o dejar de tener cierta simpatía con la Iglesia Católica o con la figura de un Papa o a  compartir o no compartir tal o cual posición que presentamos los sacerdotes y los obispos. 

Me refiero más bien a ser parte de una parroquia o capilla, celebrando la Eucaristía cada domingo, integrando allí una pequeña comunidad, grupo de oración o movimiento, o asumiendo algún servicio como catequesis, liturgia, pastoral juvenil o pastoral social y, lo más importante, tratando de llevar una vida verdaderamente cristiana.

En ese sentido, acercarse o alejarse significa mantener o dejar esa forma de participación, donde la Misa es algo central, porque es el encuentro con Jesús, Palabra y Pan de Vida, que da sentido a todo lo demás.

El domingo pasado escuchamos un pasaje del evangelio de Juan en el que hubo un discípulo ausente, Santo Tomás. Este domingo, escuchamos en el evangelio de Lucas la historia de dos discípulos que se estaban alejando de la comunidad.

Tanto Tomás como esos dos discípulos regresaron. Estos pasajes bíblicos podrían llamarse “el evangelio de la vuelta a casa”.

El domingo pasado no dijimos nada de Tomás. Vamos a hacerlo ahora. 

El relato nos ubica a la tarde del día en que Jesús resucitó. En la mañana, María Magdalena, Pedro y otro discípulo habían encontrado la tumba vacía. En una escena aparte, María estuvo con Jesús resucitado y recibió la misión de anunciarlo a los discípulos y de llevarles un mensaje. María cumplió lo que Jesús le pidió. Los discípulos se reunieron pero con “las puertas cerradas… por temor a los judíos”. Allí se hizo presente Jesús, pero Tomás no estuvo.

¿Por qué no fue Tomás? ¿Falló la comunicación de lo sucedido en la mañana? En nuestro tiempo no sería raro. Nos llegan demasiados mensajes y a veces no reparamos en el más importante. ¿No creyó en lo que contó Magdalena? Otros evangelios nos dicen que los discípulos no les creyeron a las mujeres que decían que habían visto a Jesús.

Tal vez a Tomás no le gustó que trancaran las puertas… en fin, no sabemos. Solo podemos pensar que algo no iba con él. Sin embargo, Tomás no se alejó del todo. Los otros discípulos le contaron lo que habían vivido en su primer encuentro con Jesús resucitado. Tomás expresó sus dudas, pero al domingo siguiente estuvo allí y delante de Jesús hizo su fuerte confesión de fe:

¡Señor mío y Dios mío! (Juan 20,28)

Ahora vamos al evangelio de hoy, conocido como “los discípulos de Emaús”. Son dos discípulos, aunque no del grupo de los Doce. Se están alejando de la comunidad. Se van desilusionados, lo que llegan a expresar de esta manera:

“Nosotros esperábamos que fuera él quien librara a Israel. Pero a todo esto ya van tres días que sucedieron estas cosas”. (Lucas 24,21)

“Nosotros esperábamos”. Había muchas expectativas puestas en Jesús, pero no se habían cumplido y ya hacía tres días de su muerte en la cruz. ¿Qué sentido tenía, entonces, permanecer en la comunidad? 

Esto de “nosotros esperábamos”, esperábamos otra cosa, se repite a lo largo del tiempo, pero con respecto a la Iglesia.

Hace unos días, en un encuentro eclesial, algunos jóvenes presentaron varias situaciones por las que amigos suyos se alejaron de la Iglesia. Las situaciones mostraban una falta de acogida o de respuesta de los pastores o de las comunidades a realidades dolorosas. Tomé nota de todo eso, pero me quedé con ganas de escuchar algo más de esos jóvenes, que no se habían ido: la razón por la que ellos sí permanecieron en la Iglesia.

Yo también me he preguntado por qué permanezco en la Iglesia. Y la respuesta sigue siendo la misma: porque aquí encontré a Jesucristo vivo y lo sigo encontrando. Eso es lo primero y lo más importante. Junto a eso, me ha dado el don y la misión de ayudar a que Él siga haciéndose presente y de ayudar a que otros puedan encontrarse con Él.

Lo he encontrado y lo sigo encontrando de mil maneras diferentes; pero, sobre todo, lo he encontrado como amigo, sintiendo la verdad de sus palabras: 

Ya no los llamo servidores, porque el servidor ignora lo que hace su señor; yo los llamo amigos, porque les he dado a conocer todo lo que oí de mi Padre. (Juan 15,15)

Lo he encontrado primero como un amigo que escucha, que comprende, que me ha recibido con mis fragilidades.

Lo fui conociendo como un amigo exigente, con la exigencia del amor. Amigo exigente que me llama a convertirme, a amar de verdad, a poner cada día al servicio de la comunión y de la misión lo mejor que hay en mí, que no es sino lo que él mismo me ha dado.

Finalmente, lo he encontrado como un amigo misericordioso, que me ayuda a levantarme en mis caídas y a recomenzar dejándome llevar por su mano.

Los peregrinos de Emaús encontraron a Jesús en el camino. Él los escuchó y les habló. Cuando llegaron a su pueblo, lo invitaron a quedarse.

El entró y se quedó con ellos. Y estando a la mesa, tomó el pan y pronunció la bendición; luego lo partió y se lo dio. Entonces los ojos de los discípulos se abrieron y lo reconocieron, pero él había desaparecido de su vista. (Lucas 24, 13-35)

Los discípulos lo reconocieron al partir el pan. Los primeros cristianos llamaban a la Misa “la fracción del pan”. Desde entonces, los creyentes reconocemos a Jesús presente en el Pan de Vida. Pero estos discípulos habían experimentado también otra forma de la presencia de Jesús:

«¿No ardía acaso nuestro corazón, mientras nos hablaba en el camino y nos explicaba las Escrituras?» (Lucas 24, 13-35)

La Eucaristía es una doble mesa de la que se alimenta nuestra fe: la mesa de la Palabra de Dios y la mesa del Cuerpo y la Sangre de Cristo. La Eucaristía es “nuestra Pascua Dominical”, nuestro encuentro con Cristo resucitado.

Y Él se hará presente allí donde se proclame su Palabra y el sacerdote vuelva a decir, sobre el pan y el vino, las palabras de la consagración. Allí está lo esencial. Todo esto puede ser en un entorno más o menos atrayente, con un sacerdote que predique y rece con reverencia y ardor o en un tono cansino y desgastado; en medio de una comunidad viva y participativa o más bien pasiva y quieta; en una iglesia desbordante de gente o en una capillita de campo con un puñado de personas… pero en una u otra situación el Señor se hará siempre presente con su Palabra, con su Cuerpo y su Sangre, para renovar y fortalecer nuestra fe, nuestra esperanza y nuestra caridad.

Hermano, hermana, que te has alejado o sientes la tentación de apartarte… no sé lo que esperabas, no sé lo que te ha desilusionado o lastimado. Más allá de todo eso, sigue a los discípulos de Emaús:

En ese mismo momento, se pusieron en camino y regresaron a Jerusalén. Allí encontraron reunidos a los Once y a los demás que estaban con ellos (Lucas 24, 13-35)

Anímate y vuelve a la comunidad, porque aunque pienses que nadie te espera, hay Alguien que siempre te espera y te seguirá esperando y es el Señor que nos reúne en comunión y nos envía al mundo.

Amigas y amigos: gracias por su atención. Que los bendiga Dios todopoderoso: Padre, Hijo y Espíritu Santo. Amén.

La historia de Mons. Jacinto Vera.

 

domingo, 16 de abril de 2023

Domingo de la Divina Misericordia: Santa Misa con el Rito de Consagración en el Orden de las Vírgenes.

Homilía de Mons. Heriberto Bodeant.

Queridos hermanos y hermanas:

Estamos reunidos en la presencia del Señor, por especial invitación de Silvia y Sandra, estas hermanas nuestras que hoy recibirán de Cristo y de la Iglesia la consagración virginal.

Silvia nació en Montevideo y creció en Las Piedras. 
Sandra dejó su tierra argentina natal y se aquerenció en estos pagos.

Ellas provienen de dos familias que han venido a acompañarlas y a cuyos miembros saludamos y agradecemos por su presencia. Pero, ante todo, ellas provienen del Pueblo Santo de Dios, representado aquí por una gran diversidad de miembros, entre quienes quiero destacar a quienes hacen presente en nuestra diócesis distintas formas de Vida Consagrada.

El Señor llamó a Sandra y Silvia para unirlas más estrechamente a él y para consagrarlas al servicio de la Iglesia y de la Humanidad, allí donde se encuentren. 

Ese llamado, ellas lo fueron percibiendo a través de diferentes signos. 
Cada una tiene en eso su propia historia, su propia búsqueda, hasta el momento en que sus caminos confluyen.

En este tiempo más reciente, en el que se han venido acompañando mutuamente, estuvo la acogida inicial de Mons. Orlando Romero en nuestra Iglesia diocesana. Respondiendo a una inquietud que ellas sentían al ver tantas puertas cerradas, Mons. Orlando les confió mantener abiertas las puertas del templo y de la casa parroquial de San Adolfo, donde ellas viven desde febrero de 2010. 

Allí las encontró Mons. Alberto Sanguinetti, que en varias oportunidades y de formas muy concretas, les mostró su aprecio y apoyo.

También en esa casa, en una de mis primeras visitas, hablamos de una forma de consagración que ni ellas ni yo mismo conocíamos muy bien, pero que, intuíamos, podría ser la forma en que la Iglesia reconociera lo que ellas ya vivían y querían seguir viviendo.

Así ellas fueron descubriendo el Orden de las Vírgenes. Conocieron a dos uruguayas que ya habían sido consagradas y que hoy las acompañan como madrinas: Ana Laura y Charo. Encontraron también la significativa presencia del Orden de las Vírgenes en la iglesia argentina y hallaron allí apoyo para su formación su vida espiritual en esta forma de consagración.

El llamado que Silvia y Sandra han venido sintiendo tiene una coloración, un acento particular, y es la experiencia de la Misericordia Divina, al punto de reconocerse como “hijas de la misericordia”. Por eso, no es casual la elección para su consagración de este preciso día, el Domingo de la Divina Misericordia.

Cuando somos tocados por la Misericordia de Dios y la recibimos en nuestra corazón, pronto nos vemos introducidos en una dinámica de recibir y dar, dar y recibir. 

El salmo que hemos rezado hoy recuerda las distintas manifestaciones de la Misericordia de Dios en la historia del Pueblo de Israel. El salmista canta: 

“den gracias al Señor porque es bueno, porque es eterna su misericordia”. 

Santa María, la Virgen de las vírgenes, proclama en su cántico que la misericordia del Todopoderoso 

“se extiende de generación en generación sobre aquellos que le temen” (Lucas 1,50), 

es decir, aquellos que no se esconden del Señor y quieren vivir siempre en su presencia.

Pero quien recibe misericordia, es llevado a obrar misericordia, a ponerla en práctica; como en la parábola del buen samaritano, haciéndose prójimo de quien está en necesidad.

Las catorce obras de misericordia, corporales y espirituales, nos muestran como la misericordia puede desplegarse en muchas formas. 

A veces esto puede parecernos difícil. Difícil, incluso, encontrar la ocasión para realizar alguna de esas obras, o encontrar a las personas que pueden estar necesitando de ellas. 

Silvia y Sandra me han compartido que ellas no buscaron especialmente qué podían hacer ni a quién podían ayudar: las personas y las situaciones fueron apareciendo en su camino y las encontraron disponibles. Ellas reconocieron allí la llamada del Señor, presente en esos hermanos necesitados y, junto con la comunidad de San Adolfo, fueron respondiendo a esas realidades. 

Entraron así en la dinámica de recibir misericordia y dar misericordia.
El Señor nos dice 

“Felices los misericordiosos, porque obtendrán misericordia” (Mateo 5,7) 

de modo que se vuelve a recibir, de otra forma, aquello que se ha dado.

En el evangelio de hoy, Jesús muestra a los discípulos sus manos y su costado. Sus manos son las que han obrado la misericordia tocando al leproso para purificarlo, devolviendo la vista al ciego de nacimiento, levantando a la joven del sueño de la muerte… para finalmente culminar su obra dejándose clavar en la cruz, por nosotros y por nuestra salvación. La marca de la lanza en el costado de Jesús nos lleva a su corazón traspasado, fuente de la misericordia divina. Sandra y Silvia, sigan en su vida contemplando esas manos y ese corazón, de modo que encuentren siempre en Jesús misericordioso la fuente y el fin de su consagración. 

En estos días de retiro, preparándose para esta celebración, Sandra y Silvia siguieron profundizando en lo que libremente han pedido a la Iglesia. Ellas saben que están asumiendo la exigencia de una mayor entrega para extender el Reino de Dios y un trabajo más intenso para que el espíritu cristiano entre en el mundo como la levadura en la masa. Saben, también, que no se trata de multiplicar tareas en un activismo que puede quedarse vacío, sino más bien de continuar con un espíritu renovado por su consagración todo lo que hoy hace parte de su diario quehacer en su vida pastoral, en su vida laboral, en su vida de vecinas.

En esta profundización sobre el significado de su consagración, con mucha sencillez ellas me expresaron “no sabemos en todo lo que nos metemos”. Y bien: eso sucede cuando nos asomamos a un misterio. Los misterios de Dios no son realidades herméticas, impenetrables, que no se pueden llegar a conocer; son más bien realidades que, con nuestras limitaciones humanas, nunca llegamos a abarcar del todo; o, dicho de una forma más positiva, son realidades que siempre podemos llegar a conocer un poco más.

Hablando del matrimonio cristiano, san Pablo escribió: 

“Este es un gran misterio: y yo digo que se refiere a Cristo y a la Iglesia” (Efesios 5,32). 

La Iglesia es la esposa de Cristo. Pablo nos recuerda que Cristo la amó y se entregó a sí mismo por ella para santificarla. La purificó con el bautismo y la Palabra, porque la quiso y la quiere 

“resplandeciente, sin mancha ni arruga y sin ningún defecto, sino santa e inmaculada” (cf. Efesios 5,25-27).

En los primeros tiempos cristianos, algunas mujeres se sintieron llamadas a permanecer en virginidad consagrándose al Señor. El canon romano recuerda los nombres de las santas vírgenes y mártires Águeda, Lucía, Inés, Cecilia y Anastasia. Los santos padres y los doctores de la Iglesia designaron a las vírgenes consagradas con el título de “esposas de Cristo”, que es el título propio de la Iglesia misma. También se les llama “imágenes de la Iglesia esposa”, porque su consagración está prefigurando el Reino futuro de Dios, donde nadie tomará marido ni mujer. La consagración virginal es un signo de los esponsales de Cristo con la Iglesia, que nos invita a contemplar el libro del Apocalipsis:

«Alegrémonos, regocijémonos y demos gloria a Dios, porque han llegado las bodas del Cordero: su esposa ya se ha preparado, y la han vestido con lino fino de blancura resplandeciente». El lino simboliza las buenas acciones de los santos. (Apocalipsis 19,7-8).

Sandra y Silvia: el Señor que purifica y santifica a su Iglesia, las ha preparado para llegar hoy ante el altar, donde Él mismo las consagrará.

Procuren siempre que su vida corresponda a su vocación.
A imitación de la Madre de Dios, deseen siempre ser y ser llamadas servidoras del Señor.
Conserven íntegra la fe, mantengan firme la esperanza, acrecienten la caridad sincera.
Sean prudentes y velen para que el don de la virginidad no se corrompa por la soberbia.

Renueven sus corazones consagrados a Dios recibiendo el Cuerpo de Cristo; fortalézcanlos con la práctica de la Penitencia, reanímenlos con la meditación de la Palabra de Dios, la oración asidua y las obras de misericordia.

Oren especialmente por la misión de la Iglesia de anunciar el Evangelio; misión en la que ustedes toman parte. Rueguen solícitamente por los matrimonios. Acuérdense de todos los que se han apartado del amor del Padre. 

Amen a todos, especialmente a los más necesitados. Ayuden a los pobres, curen a los enfermos, enseñen a los ignorantes, protejan a los niños y a las personas vulnerables, orienten a los adolescentes y jóvenes; socorran a los ancianos, conforten a los afligidos y a las viudas, como tantas veces lo han hecho.

Ustedes que han renunciado al matrimonio por amor a Cristo, serán madres espirituales cumpliendo la voluntad del Padre y cooperando, por su amor, a que numerosos hijos de Dios nazcan y sean restituidos a la vida de la Gracia.

Cristo, el hijo de la Virgen y Esposo de las vírgenes, sea aquí en la tierra su consuelo, alegría y recompensa, hasta que los introduzca en su Reino. Allí, entonando el canto nuevo, seguirán al Cordero divino donde quiera que vaya. Así sea. 

sábado, 15 de abril de 2023

“¡Felices los que creen sin haber visto!” (Juan 20,19-31). II Domingo de Pascua o de la Divina Misericordia.

Este domingo es también llamado “de la Divina Misericordia”, a partir del 30 de abril del año 2000, cuando san Juan Pablo II lo estableció durante la canonización de Santa Faustina Kowalska, en el marco del Jubileo del tercer milenio de la era cristiana.
El salmo 117, que hace parte de las lecturas tanto del primero como del segundo domingo de Pascua, canta la misericordia de Dios:
¡Den gracias al Señor, porque es bueno, porque es eterna su misericordia! Salmo 117 (118),1
Ese salmo nos prepara para recibir el gran anuncio de la Misericordia divina que hace Jesús. 
Ese anuncio comienza con un saludo:
«¡La paz esté con ustedes!» (Juan 20,19-31)
El saludo de la paz, shalom, es el saludo corriente entre los israelitas… pero dicho ahora por el resucitado, ese saludo adquiere una fuerza y una profundidad inéditas. Jesús entrega una paz que llega hasta el fondo del corazón, de una forma que nadie había podido imaginar. 
El saludo de paz, dicho por nosotros, no va más allá de un buen deseo. 
El saludo de paz, pronunciado por Jesús, entrega su Paz a quien la quiera recibir.
El saludo es acompañado por un gesto:
Mientras decía esto, les mostró sus manos y su costado. (Juan 20,19-31)
Jesús muestra las marcas de su pasión, sobre todo la herida de su costado, es decir de su corazón. Vale la pena recordar lo que el mismo evangelista Juan dice en el relato de la pasión que escuchamos el Viernes Santo:
“… uno de los soldados le atravesó el costado con la lanza, y en seguida brotó sangre y agua. El que vio esto lo atestigua: su testimonio es verdadero y él sabe que dice la verdad, para que también ustedes crean.” (Juan 19,34-35)
Siempre me ha llamado la atención la solemnidad con que Juan cuenta esto y su insistencia en que su testimonio es verdadero, para que también nosotros creamos. Cuando Jesús muestra la huella de esa herida, comprendemos mejor el significado de ese episodio. Es la sangre de la nueva y eterna alianza, derramada por nosotros y por muchos, como nos lo recuerdan, en la Misa, las palabras de la consagración. Es el agua del bautismo, pero también, muy especialmente en el evangelio de Juan, el don del Espíritu Santo, el don que ofrece Jesús a la samaritana:
«Si conocieras el don de Dios y quién es el que te dice: «Dame de beber», tú misma se lo hubieras pedido, y él te habría dado agua viva». (Juan 4,10)
Después de esto, Jesús reitera su saludo y hace un nuevo anuncio:
«¡La paz esté con ustedes! Como el Padre me envió a mí, yo también los envío a ustedes.» (Juan 20,19-31)
Estos son los discípulos que Jesús llamó, al comienzo de su misión. Son los que estuvieron con Él, los que permanecieron con Él en sus pruebas. Los que, sin embargo, huyeron y se dispersaron cuando su Maestro les fue arrebatado por los soldados y los guardias del templo. Ahora están de nuevo junto a él, resucitado, que los envía a continuar la misión del Hijo en el mundo: “como el Padre me envió a mí, yo también los envío a ustedes”. Aquellos hombres que habían tocado los límites de sus fuerzas, que conocían su propia fragilidad, van a recibir la fortaleza necesaria para esa misión:
Al decirles esto, sopló sobre ellos y añadió: 
«Reciban el Espíritu Santo. Los pecados serán perdonados a los que ustedes se los perdonen, y serán retenidos a los que ustedes se los retengan.» (Juan 20,19-31)
Jesús sopló sobre ellos. Su soplo es el aliento de vida que Dios insufló en el primer hombre. Es el mismo aliento que devolvió la vida a los huesos secos que vio el profeta Ezequiel (Ezequiel 37,9).
El Espíritu Santo será para los apóstoles vida, fortaleza, luz y guía. Todos ellos serán fieles hasta el final y algunos serán coronados con la palma del martirio. Pero junto con el don del Espíritu Santo, Jesús entrega una misión precisa, directamente relacionada con la misericordia: el perdón de los pecados. Jesús hace de los apóstoles los ministros que comunicarán el perdón de Dios o que, en algunos casos, podrán hacer ver que no están dadas las condiciones para recibir ese perdón. Jesús establece así un sacramento, lo que hoy llamamos Reconciliación o Penitencia. El perdón de los pecados es un aspecto central de la misión de Jesús y de la llegada del Reino de Dios. Jesús llama a la conversión, al cambio de vida, para el perdón de los pecados y entre sus palabras más fuertes están las que dirige a aquel paralítico que sus amigos hicieron bajar ante él por un agujero abierto en el techo:
«Ten confianza, hijo, tus pecados te son perdonados». (Mateo 9,2)
Para recibir el perdón de los pecados en el sacramento de la Reconciliación, es necesario cumplir tres condiciones fundamentales:
  • Primero, reconocer el pecado que se ha cometido. Superar nuestros mecanismos de negación ante una realidad propia, nuestra, que nos cuesta aceptar; pero ese reconocimiento es un acto de humildad y valentía y el comienzo de una liberación.
  • Segundo, el arrepentimiento. No serviría de nada reconocer que se ha actuado mal, si no nos arrepentimos. Arrepentirse es desear no haber hecho el mal que hicimos.
  • Tercero, el sincero propósito de enmienda, de un verdadero cambio de vida. Esto puede significar a veces aceptar ayuda, que puede ser la de un acompañamiento espiritual, o aun ayuda profesional; pero, sobre todo, la de la Gracia de Dios; que nos da, con el Espíritu Santo, entre otros dones, el de la fortaleza.
La reconciliación no se agota en el sacramento. En ese sentido, es misión de toda la Iglesia, de todos los bautizados: reconciliarnos y ayudar a otros a reconciliarse con Dios y con los demás. 

La Misericordia va mucho más lejos. En su exhortación Dives in Misericordia (Rico en Misericordia) san Juan Pablo II llama a todos los fieles a creer, proclamar y practicar la misericordia, recordando las palabras de Jesús:
“Felices los misericordiosos, porque obtendrán misericordia”. (Mateo 5,7)
Es que, como dice este santo Papa, 
“el hombre no sólo recibe y experimenta la misericordia de Dios, sino que está llamado a «hacer misericordia» con los demás” (DV,14). 
Ella se despliega en las “obras de misericordia” corporales y espirituales. Éstas son un verdadero programa: 
“un estilo de vida, una característica esencial y continua de la vocación cristiana” (DV,14), 
dice san Juan Pablo II.

En esta semana

  • Hoy por la tarde, en la Catedral de Canelones, se celebrará la consagración de Sandra y Silvia, que ingresarán en el Orden de las Vírgenes. La fecha no es casual, puesto que ellas se han sentido llamadas a dar este paso como hijas de la misericordia, que han experimentado en su vida y que quieren comunicar al mundo.
  • Mañana, lunes, la Conferencia Episcopal comenzará su asamblea ordinaria. Les pido su oración para que el Espíritu Santo nos asista en nuestros trabajos.
  • El miércoles 19, peregrinación al santuario nacional de Nuestra Señora del Verdún, donde los Obispos celebraremos la Misa a las 10 de la mañana. 
Que María, Madre de la Misericordia, interceda por todo nuestro pueblo, donde siempre son necesarias la reconciliación y las obras de misericordia.

Amigas y amigos: se cierra la octava de Pascua, pero continúa el tiempo Pascual. Sigamos viviendo la alegría del Resucitado. Que los bendiga Dios todopoderoso: Padre, Hijo y Espíritu Santo. Amén.

jueves, 6 de abril de 2023

“… si hemos muerto con Cristo (…) viviremos con Él” (Romanos 6,3-11). Vigilia Pascual.

Como todos sabemos, la Semana Santa no tiene una fecha fija, porque se marca de acuerdo al calendario lunar. Por eso a veces ocurre a fines de marzo o, como este año, en el mes de abril.

Por otra parte, el calendario por el que hoy medimos el tiempo, el que cada día nos señala la fecha, ha ido sufriendo varias reformas y ajustes a lo largo del tiempo, inclusive suprimiendo algunos días.

¿En qué fecha resucitó Jesús? Curiosamente, esta Pascua de 2023 coincide con uno de los cálculos que se hace de la fecha de la Pascua de Cristo. La resurrección habría ocurrido el domingo 9 de abril del año 30.

Los evangelios nos dicen que Jesús resucitado se apareció a sus discípulos “el primer día de la semana”. A pesar de lo que alguno pensaría hoy, ese día no es el lunes, sino el día siguiente al sábado, séptimo día de la semana. En memoria de la resurrección de Cristo, el primer día de la semana comenzó a ser llamado por los cristianos “el día del Señor”: en griego Kyriaké heméra; en latín Dies Domini. Así lo menciona el libro del Apocalipsis:

El Día del Señor fui arrebatado por el Espíritu… (Apocalipsis 1,10)

Dentro de todos los domingos del año, el Domingo de Pascua es el principal; es “el Domingo de los Domingos”, la celebración del acontecimiento que está en el centro de la fe cristiana: la resurrección de Cristo.

Otro detalle, que tiene su importancia: ¿cuándo comienza el día? Para el calendario civil, a las cero horas, cero minutos: es decir, cuando se completan las 24 horas del día anterior, comienza el día siguiente.

Otra referencia importante es la salida y la puesta del sol. Para los israelitas, el día comenzaba a la caída del sol. La noche, entonces, ya era parte del nuevo día.

Los cristianos continuaron esa manera de interpretar el tiempo y así se fueron ubicando las vigilias para algunas celebraciones muy especiales.

Vigilia, dice el diccionario, es el estado de quien se halla despierto o en vela. Estar despierto es lo normal durante el día; por eso se habla de vigilia más bien en relación con la noche: permanecer despierto, velando, mientras los demás descansan. De vigilia tenemos la palabra vigilante, que no solo está despierto, sino que está atento a lo que sucede. También hablamos de velar o estar en vela para expresar la preocupación y el cuidado por alguien que, por ejemplo, está enfermo y necesita de otro que esté despierto y cuide que todo marche bien. Velar a los difuntos es mantenernos despiertos dándonos un tiempo para el duelo, los recuerdos y la oración por quien ha partido.

Son muchas las palabras de Cristo que nos hablan de velar, de estar en vigilia… tantas, que el poeta Antonio Machado le decía a Jesús: “todas tus palabras fueron una palabra: ¡velad!”, o como diríamos nosotros “velen”, estén despiertos, manténgase en vela. Para el poeta, ese mandato de Jesús resume todo el Evangelio.

Pues bien, la noche del sábado al domingo es la noche de la vigilia Pascual. Una extensa celebración en la que se bendice el fuego y el agua, se escuchan lecturas que resumen la obra salvadora de Dios, se cantan salmos y cantos propios de esta fiesta, los catecúmenos reciben los sacramentos de la iniciación cristiana y la comunidad renueva sus promesas bautismales. Todo apunta al bautismo como participación de la muerte y resurrección de Cristo.

En la vigilia pascual, después de las lecturas del Antiguo Testamento y antes del Evangelio, se lee un pasaje de la carta de san Pablo a los Romanos, que explica el sentido del bautismo:

¿No saben ustedes que todos los que fuimos bautizados en Cristo Jesús, nos hemos sumergido en su muerte? Por el bautismo fuimos sepultados con él en la muerte, para que así como Cristo resucitó por la gloria del Padre, también nosotros llevemos una Vida nueva. (Romanos 6,3-11)

San Pablo está recordando a los cristianos de Roma la celebración del Bautismo por la que pasaron todos ellos. Habla de haber sido “sumergidos” en la muerte de Cristo, porque el bautismo se hacía, precisamente, sumergiéndose totalmente, hasta que el cuerpo quedaba, por un instante, como sepultado bajo el agua. Eso de ser sumergidos en la muerte de Cristo, significaba morir a la vida anterior, morir al “hombre viejo”. El ”hombre viejo” significa para Pablo la persona dominada por el pecado. En la carta a los Gálatas, Pablo describe esa situación, que él llama “las obras de la carne”:

“… fornicación, impureza y libertinaje, idolatría y superstición, enemistades y peleas, rivalidades y violencias, ambiciones y discordias, sectarismos, disensiones y envidias, ebriedades y orgías, y todos los excesos de esta naturaleza.” (Gálatas 5,19-21)

La Vigilia Pascual es, para todo cristiano, el momento de recordar y reasumir las promesas bautismales, que comienzan con la renuncia al pecado, a Satanás y a todas sus obras y seducciones.

Pero no se trata solo de morir al hombre viejo: la salida del agua es un nuevo nacimiento, el inicio de una vida nueva en Cristo. Sigue diciendo Pablo a los Romanos:

Porque si nos hemos identificado con Cristo por una muerte semejante a la suya, también nos identificaremos con él en la resurrección. Comprendámoslo: nuestro hombre viejo ha sido crucificado con él, para que fuera destruido este cuerpo de pecado, y así dejáramos de ser esclavos del pecado (…) si hemos muerto con Cristo, creemos que también viviremos con él. (Romanos 6,3-11)

La vida nueva en Cristo no es solamente dejar el pecado, “las obras de la carne”, que ya es algo bueno; la vida nueva en Cristo hace posible lo que Pablo llama “los frutos del espíritu”, que son:

amor, alegría y paz, magnanimidad, afabilidad, bondad y confianza, mansedumbre y temperancia. (Gálatas 5,22-23)

Ahora bien, no dejamos de darnos cuenta de que, en nuestra vida, la realidad del pecado sigue presente. Muchas veces nos encontramos actuando en forma egoísta y mezquina, nos encerramos en rencores, sentimos deseos de venganza, lastimamos a los demás con palabras hirientes, los dañamos con nuestras mentiras… en fin, nos vemos ante nuestra fragilidad humana. Por eso es necesario velar, vigilar, estar atentos a la voz de Jesús en nuestro corazón.

La Pascua nos introduce en una dinámica de conversión, de conversión permanente, que nos da la fuerza para levantarnos después de cada caída y recomenzar. No se trata solamente de nuestra voluntad, de nuestro esfuerzo: se trata, ante todo, de dejar que la Gracia, el amor de Dios que recibimos en los sacramentos, actúe en nosotros, renovándonos por dentro. La Semana Santa es un tiempo especial de Gracia para que, inmersos en el misterio del amor de Jesús y de su entrega en la cruz, pongamos nuestra alma en sus manos.

Pbro. Luis Díaz Castang (Q. E. P. D.)

El jueves anterior a Semana Santa, a los 73 años de edad, nos dejó el P. Luis Díaz Castang, párroco de Atlántida. Había sido ordenado sacerdote por Mons. Nuti, el 14 de agosto de 1977, en la Iglesia Cristo Obrero y Nuestra Señora de Lourdes, de Estación Atlántida. Que pueda gozar de la presencia del Señor quien lo sirvió fielmente en la tierra.

Consagración en el Orden de las Vírgenes

El próximo domingo, 16 de abril, segundo de pascua o de la misericordia divina, Sandra De Filippis y Silvia Lago serán consagradas en el Orden de las Vírgenes. El Orden es una de las primeras formas de vida consagrada femenina en la Iglesia, por medio de la cual las mujeres, sin abandonar sus hogares, se entregaban totalmente a Jesucristo y a la misión evangelizadora. Fue restablecido a partir de una disposición del Concilio Vaticano II. Invitamos a participar de esta celebración el domingo 16, a las 17 horas, en la Catedral de Canelones.

Amigas y amigos, ¡muy feliz Pascua de Resurrección! Que los bendiga Dios todopoderoso: Padre, Hijo y Espíritu Santo. Amén. 

miércoles, 5 de abril de 2023

Misa Crismal: participar en el sacerdocio de Cristo.

El aceite de oliva, con el que se preparan el óleo para la Unción
de los Enfermos, el óleo de los Catecúmenos y el Santo Crisma.

Jesús, consagrado y enviado 

“Todos tenían los ojos fijos en él” (Lucas 4,16-21).

Así estaba la gente aquel sábado, en la sinagoga de Nazaret. Jesús acababa de proclamar un pasaje del profeta Isaías, se había sentado y se esperaba que comenzara a hablar. Todos tenían los ojos fijos en él, esperando su palabra. Jesús les manifestó que lo que acababa de leer se estaba cumpliendo ese mismo día. 

Jesús ha venido para realizar lo que anunciara el profeta: traer consuelo, liberación, sanación… en definitiva, para poner en obra la salvación de Dios.

Él no ha venido por sí mismo. Él ha sido enviado por su Padre. Tampoco ha venido a hacer su propia voluntad. Ha venido a realizar la voluntad del Padre, voluntad de vida y salvación para toda la humanidad. Ha sido consagrado, consagrado por la unción, marcado con el sello del Espíritu Santo. 

Enviado y consagrado, para cumplir la voluntad del Padre, se ofreció a sí mismo en la cruz, haciéndose

 “por nosotros sacerdote, altar y víctima” (V prefacio de Pascua) 

en un sacrificio totalmente único. 

La Iglesia, pueblo sacerdotal, continúa la misión de Jesús

Jesús ya no está presente entre nosotros en carne y hueso, pero sus palabras se siguen cumpliendo hoy. Él continúa su misión por medio de su Cuerpo, que es la Iglesia.

El sacrificio de la cruz vuelve a hacerse presente en cada Eucaristía, con toda su fuerza salvadora, gracias al ministerio de los sacerdotes, que el mismo Jesús dejó establecido. El día de su ordenación, los sacerdotes fueron ungidos con el Santo Crisma. Ellos son hoy enviados por Jesús a anunciar el Evangelio, sanar, consolar, liberar y reconciliar con Dios. Por eso, dentro de instantes, los presbíteros y también los diáconos, van a renovar las promesas de su ordenación.

Pero Jesucristo no solo hace participar de su sacerdocio a los presbíteros y obispos, sino a todos los bautizados, a todo el Pueblo de Dios. Como dice el pasaje del Apocalipsis que escuchamos en la segunda lectura, Él 

“hizo de nosotros un Reino sacerdotal para Dios, su Padre” (Apocalipsis 1,4b-8).

Una de las oraciones de consagración del Santo Crisma dice así:

"[Señor, tú] haces que tus hijos
renacidos por el agua bautismal
reciban fortaleza en la unción del Espíritu Santo
y, hechos a imagen de Cristo, tu Hijo,
participan de su misión profética, sacerdotal y real.” 

Esto significa que todos los bautizados son sacerdotes o, más precisamente, que participan del sacerdocio de Cristo. 

Porque hay dos formas de participar del sacerdocio de Cristo: el sacerdocio común de los fieles, recibido en el bautismo y el sacerdocio ministerial, recibido por la ordenación. El sacerdocio ministerial está al servicio del sacerdocio común. La misión de los presbíteros y del obispo, en ese sentido, es la de ayudar a todo el Pueblo de Dios a vivir su propio sacerdocio.

Participar en el sacerdocio de Cristo

El acto sacerdotal de Jesús, su sacrificio en la Cruz, no es un acontecimiento puntual, sino la culminación de una vida de entrega. En la cruz, su entrega se hace total; pero cada día de su vida, desde el momento de su encarnación, ha sido una entrega, una ofrenda al Padre. 

Para vivir nuestro sacerdocio común, cada uno de nosotros está llamado, como enseña San Pablo, a ofrecerse 

“como una hostia viva, santa y agradable a Dios: este es el culto espiritual que deben ofrecer” (Romanos 12,1). 

No se trata solo de buenos sentimientos y buenos pensamientos. Esto empieza por reconocer nuestra vida como un don de Dios, creador de todo bien. ¿Para qué he recibido esta vida? ¿Para sobrevivir penosamente o disfrutarla al máximo, pero, en cualquier caso, desaparecer? Esta vida, la vida que tenemos, está llamada a alcanzar su plenitud en Dios: vivir en Dios, compartir la misma vida de Dios, hacernos todos Uno en Él.

Unir a la ofrenda de Jesús la ofrenda de nuestra propia vida

Pero, lamentablemente, puedo dejar de lado a Dios. Puedo considerarme propietario de mi vida. Puedo pensar en hacer lo que quiera y no rendirle cuentas a nadie… y allí está el pecado: apartarme de Dios.

En cambio, puedo considerar mi vida como un precioso don, un talento que he recibido de Dios, un talento que está llamado a dar frutos de amor y misericordia, frutos a los que poner en manos de Dios, reconociendo que Él mismo los ha hecho posibles, que, en definitiva, son su obra; su obra en mí. “Señor, tú me has dado esta vida: yo quiero que este don que me has regalado, dé frutos para ti, haciendo tu voluntad, ofreciéndote mi vida”.

Así podemos vivir nuestro sacerdocio, ofreciendo a Dios lo que somos y lo que hacemos.

Todo esto culmina en la Eucaristía y, a la vez, parte nuevamente desde ella, 

“fuente y culmen de toda la vida cristiana” (Concilio Vaticano II, Lumen Gentium, 11). 

En cada Misa, por el ministerio de los sacerdotes, se hace presente el único sacrificio de Cristo. Jesús se ofrece a sí mismo al Padre y se nos da como Pan de Vida. Y al participar de la Eucaristía, todos estamos llamados a poner al pie del altar nuestras ofrendas. Allí entra todo lo bueno que hayamos podido realizar en la semana en nuestra vida familiar, en el trabajo, en el descanso, en la convivencia con nuestros vecinos, en nuestras responsabilidades en la sociedad… pero también nuestras dificultades, nuestras pruebas, nuestros sufrimientos… la enfermedad, el duelo… todo lo que hemos vivido, realizado y aún soportado, pero siempre buscando vivirlo en comunión con Jesús. 

Al pie del altar, presentamos todo eso. Hacemos la ofrenda de nuestra vida, uniéndonos a la ofrenda de Jesús al Padre: 

“Aquí estoy, Señor, para hacer tu voluntad” (Salmo 39)

Y al final de la plegaria eucarística, después que el sacerdote eleva la patena y el cáliz diciendo 

“Por Cristo, con él y en él,
a ti, Dios Padre omnipotente,
en la unidad del Espíritu Santo,
todo honor y toda gloria
por los siglos de los siglos.”

Allí viene el gran AMÉN, con el que todos juntos, por las manos del sacerdote, ofrecemos al Padre el sacrificio de Cristo y nos ofrecemos nosotros mismos, como pueblo sacerdotal.

Después… comulgaremos y seremos enviados al mundo llevando la paz de Cristo, la paz que recibimos para ofrecerla a todos y que reposará sobre quienes sean dignos de recibirla o de lo contrario volverá a nosotros (cf. Lucas 10,6).

Nuestra mirada fija en Jesús

En la sinagoga de Nazaret, todos los ojos estaban fijos en Jesús, esperando su enseñanza. Había expectativa, pero también, como se manifestó después, alguna desconfianza. Estaban ante un hombre al que muchos conocían desde que era un niño, el hijo del carpintero. Ahora venía a ellos como el Rabbí, el maestro, con fama de haber hecho muchos milagros; pero ellos no sabían reconocer de dónde le venía todo eso… 

Nosotros, en cambio, fijamos la mirada en Jesús 

“autor y consumador de nuestra fe” (Hebreos 12,2) 

y con nuestro pasaje del Apocalipsis podemos proclamar: “Él nos amó”.

“Él nos amó y nos purificó de nuestros pecados, 
por medio de su sangre, e hizo de nosotros 
un Reino sacerdotal para Dios, su Padre. 
¡A él sea la gloria y el poder por los siglos de los siglos! Amén.” (Apocalipsis 1,4b-8).

 + Heriberto, Obispo de Canelones

sábado, 1 de abril de 2023

«Tengan el pensamiento puesto en las cosas celestiales y no en las de la tierra» (Colosenses 3, 2). Palabra del Mes de Abril, Movimiento de los Focolares.

«Tengan el pensamiento puesto en las cosas celestiales y no en las de la tierra» (Colosenses 3, 2).

Acababan de nacer las primeras comunidades cristianas y ya surgían diferencias debido a falsas interpretaciones del mensaje evangélico. Pablo, que se encontraba en prisión, se entera de estos problemas en Colosas y escribe a aquella comunidad.

Podemos entender mejor la Palabra de vida de este mes si la leemos dentro del pasaje en el que se encuentra: 

«Ya que ustedes han resucitado con Cristo, busquen los bienes del cielo donde Cristo está sentado a la derecha de Dios. Tengan el pensamiento puesto en las cosas celestiales y no en las de la tierra. Porque ustedes están muertos, y su vida está desde ahora oculta con Cristo en Dios» (Col 3, 1-3).

Para superar estas discrepancias, Pablo invita a dirigir nuestro pensamiento y todo nuestro ser a Cristo, que ha resucitado, ya que en el bautismo también nosotros hemos muerto y resucitado con Cristo. Podemos vivir esta vida nueva «en el ya aunque no todavía».

«Tengan el pensamiento puesto en las cosas celestiales y no en las de la tierra» 

Obviamente, esta posibilidad no la alcanzamos de una vez para siempre, sino que hay que perseguirla recorriendo un camino de compromiso que dura toda la existencia. Significa apuntar a lo alto en nuestra vida, pues Cristo trajo a la tierra la vida del cielo, y su Pascua es el inicio de la nueva creación, de una humanidad nueva. Esta sería la consecuencia lógica de quienes eligen vivir el Evangelio: una opción que cambia por completo nuestra mentalidad, trastoca el orden y los objetivos que el mundo nos propone, nos libera de los condicionamientos y nos lleva a experimentar una transformación radical. En realidad Pablo no subestima las «cosas de la tierra», pues todo ha sido renovado desde que el cielo tocó la tierra con la Encarnación del Hijo de Dios (1).

«Tengan el pensamiento puesto en las cosas celestiales y no en las de la tierra».

¿Cuáles son las «cosas de arriba»? Escribe Chiara Lubich: 

«Esos valores que Jesús trajo a la tierra y por los cuales se distinguen sus seguidores. Son el amor, la concordia, la paz, el perdón, la corrección, la pureza, la honestidad, la justicia, etc. Son todas esas virtudes y riquezas que ofrece el Evangelio. Con ellas y por ellas los cristianos se mantienen en su realidad de resucitados con Cristo. […]
«Y ¿cómo mantener el corazón anclado al cielo viviendo en medio del mundo? Dejándonos guiar por los pensamientos y sentimientos de Jesús, cuya mirada interior estaba siempre dirigida al Padre y cuya vida reflejaba en todo instante la ley del Cielo, que es ley de amor» (2). 

«Tengan el pensamiento puesto en las cosas celestiales y no en las de la tierra».

La presencia de los cristianos en el mundo se abre con valentía a la vida nueva de la Pascua. Son mujeres y hombres nuevos que no son del mundo (cfr. Jn 15, 18-21) pero que viven en el mundo con todas las dificultades del presente. Así se decía de los primeros cristianos: 

«Pasan la vida en la tierra pero tienen su ciudadanía en el cielo. […] Lo que es el alma en el cuerpo son los cristianos en el mundo» (3).

La opción valiente y plenamente evangélica de un obrero que decide ayudar a su compañero despedido provoca una cadena de gestos de fraternidad movidos por su testimonio. 

«En la fábrica llegaron cartas de despido, una de ellas dirigida a Jorge. Conociendo su precaria condición económica, le propongo volver con él al departamento de personal: “Yo estoy mejor que él – declaro –, mi mujer tiene trabajo. Despídanme a mí”. El jefe promete revisar el caso. Cuando salimos, Jorge, conmovido, me da un abrazo. El caso va pasando de boca en boca y otros dos obreros que están más o menos en las misma condiciones que yo se ofrecen en lugar de otros dos despedidos. La dirección se ve obligada a replantearse los métodos de despido. Al enterarse del hecho, el párroco lo cuenta durante la homilía del domingo, sin dar nombres. Al día siguiente me comunica que dos chicas estudiantes han ido a llevarle todos sus ahorros para los obreros en dificultad, declarando: “También nosotras queremos imitar el gesto de ese obrero”» (B. S. - Brasil) (4).

Patrizia Mazzola y el equipo de la Palabra de vida.

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(1) Cf. 2 Co 5, 17: «Por tanto, el que está en Cristo es una nueva creatura; pasó lo viejo, todo es nuevo».

(2) C. LUBICH, Palabra de vida, abril 2001: Ciudad Nueva 375 (4/2001), p. 24.Abril 2023

(3) Carta a Diogneto, V, 9; VI.1: Padres apostólicos, «Biblioteca de Patrística» n. 50, Ciudad Nueva, Madrid 2002, p. 561.

(4) Testimonio tomado de: www.focolare.org.