martes, 28 de enero de 2020

“Mis ojos han visto la salvación” (Lucas 2,22-40). Fiesta de la Presentación del Señor.




¿Qué lugar tienen los ancianos en nuestra sociedad? Más todavía… ¿qué lugar tienen en el mundo de hoy? ¿Existen todavía culturas donde se considera que el anciano es sabio y, por lo tanto, se le escucha y se busca su consejo?
Los cambios vertiginosos de nuestro tiempo, las “tecnologías”, parecen dejar fuera de lugar a los mayores. Pronto son considerados “retrasados” o “de otra época” …
No siempre es así. Hay abuelos que tienen, no solo el cariño, sino también el respeto y la confianza de los más jóvenes de su familia, porque saben escuchar, buscan comprender y pueden decir una palabra sensata o, a veces, simplemente, estar y acompañar.
En mis visitas a las parroquias y capillas de la diócesis de Melo suelo encontrar muchas personas mayores y pocos jóvenes. Hay, sin embargo, comunidades donde los jóvenes encuentran su espacio y los mayores no están ajenos, sino allí mismo, acompañando. Así sucede, por ejemplo, en la capilla Santa Inés, en Toledo, un barrio de Fraile Muerto.
Tal vez en esas comunidades se cumple el pasaje del profeta Joel que el Papa Francisco suele citar:
"Derramaré mi Espíritu sobre toda carne, y profetizarán sus hijos y sus hijas;
sus ancianos soñarán sueños, y sus jóvenes verán visiones" (Joel 2,28).
Dice Francisco:
"Nuestra sociedad privó a los abuelos de su voz. Les quitamos su espacio y la oportunidad de contarnos sobre sus experiencias, sus historias, sus vidas. Los pusimos a un lado y perdimos el bien de su sabiduría”.
"Solo si nuestros abuelos tienen el coraje de soñar y nuestros jóvenes profetizan grandes cosas, nuestra sociedad irá adelante. Si queremos 'visiones' para el futuro, dejemos que nuestros abuelos nos cuenten, que compartan sus sueños. ¡Necesitamos abuelos soñadores!".
Dos ancianos soñadores tendrán un papel importante el día en que María y José lleven por primera vez al pequeño Jesús al templo de Jerusalén. Esa es la fiesta que celebramos este domingo: la Presentación del Señor.
Cuando llegó el día fijado por la Ley de Moisés para la purificación, llevaron al niño a Jerusalén para presentarlo al Señor.
La purificación es un rito que debe realizar la madre después del nacimiento de un hijo. Se la consideraba impura por cuarenta días después de dar a luz un varón (y ochenta días si hubiera sido niña). Para su purificación debía hacer una ofrenda acorde con su condición. José y María presentan la ofrenda de los pobres: dos pichones de paloma.
Según establece el libro del Éxodo (capítulo 13) el primer hijo varón debe ser ofrendado a Dios y rescatado por medio de un sacrificio, en recuerdo de la forma en que Dios hizo salir a los israelitas de Egipto. Ese es el sentido de la presentación del niño en el templo.
Después de cumplir todo lo que ordenaba la Ley del Señor, volvieron a su ciudad de Nazaret, en Galilea.
María y José hicieron lo indicado por la Ley. Para ellos, como para todo buen creyente del Pueblo de Israel, los rituales eran un constante recuerdo de su relación con Dios y del carácter sagrado de la vida. En ese espíritu viven la Ley. ¿Por qué pedir hoy el bautismo de un hijo? ¿Por cumplir un deber, seguir una costumbre, vivir un evento social…? ¿O porque queremos que ese niño empiece ya su vida de hijo de Dios?

El templo de Jerusalén era un lugar concurrido. Sacerdotes y levitas, peregrinos y devotos llegaban, entraban y salían del lugar sagrado. Dos padres muy sencillos entran con un niño en brazos. Nadie repara en ellos, salvo dos ancianos que han vivido en la esperanza de ver al Salvador prometido por Dios.
Vivía entonces en Jerusalén un hombre llamado Simeón, que era justo y piadoso, y esperaba el consuelo de Israel. El Espíritu Santo estaba en él y le había revelado que no moriría antes de ver al Mesías del Señor.
Había también allí una profetisa llamada Ana, hija de Fanuel, de la familia de Aser, mujer ya entrada en años, que, casada en su juventud, había vivido siete años con su marido. Desde entonces había permanecido viuda, y tenía ochenta y cuatro años.
De lo hondo del corazón de Simeón brota la oración:
«Ahora, Señor, puedes dejar que tu servidor muera en paz, como lo has prometido,
porque mis ojos han visto la salvación que preparaste delante de todos los pueblos:
luz para iluminar a las naciones paganas y gloria de tu pueblo Israel.»
Simeón, en paz, confía a Dios el final de su vida, agradecido porque ha podido ver al Salvador esperado. Ese niño será luz; no sólo para su pueblo, sino para todos los pueblos de la tierra. El anciano sueña, y sueña en grande. Pero todavía tiene mucho para decir desde la sabiduría de sus años.
Este niño será causa de caída y de elevación para muchos en Israel; será signo de contradicción,
En el pueblo de Israel algunos se ubicaban en la cumbre, pretendiendo ser justos ante Dios y despreciando a los demás. Otros esperaban humildemente la llegada del salvador. Quienes se creían en la altura, en la cercanía de Dios, se encontrarán de pronto abajo; en cambio, los que se consideraban últimos, serán los primeros.
A ti misma una espada te atravesará el corazón.
“Los siete dolores de María” es una oración que recuerda los sufrimientos de la madre de Jesús: este anuncio de Simeón es el primero; le siguen la huida a Egipto, el niño perdido en el templo y distintos momentos de la pasión y muerte de Jesús. La Dolorosa, la Virgen de la Soledad son nombres que se dan a María basados en esta profecía de Simeón y en lo que ella vivió junto a su Hijo.
Así se manifestarán claramente los pensamientos íntimos de muchos.
Ante Jesús las personas se definen. Su mensaje interpela. Los que van encontrándolo en su camino tienen diferentes reacciones: hay quienes lo siguen, hay quienes lo rechazan; hay quienes encuentran en él consuelo, alegría y esperanza y hay quienes buscan su muerte.
La tentación de hoy es la indiferencia… ¿qué puede decirme este galileo de hace dos mil años? ¿de qué necesito salvarme? Jesús sigue teniendo respuestas, si nos animamos a hacer las preguntas que de verdad importan.
Por su parte, Ana
se presentó en ese mismo momento y se puso a dar gracias a Dios. Y hablaba acerca del niño a todos los que esperaban la redención de Jerusalén.
Simeón y Ana son dos personas en el término de sus vidas. Han visto colmada su esperanza de ver la salvación de su pueblo. Sus sentimientos afloran: gratitud, paz… movidos por el Espíritu Santo, se expresan en oración, alabanza, profecía, testimonio. El mismo Espíritu les da la sabiduría para interpretar el sentido profundo de los acontecimientos históricos y el mensaje de Dios encerrado en ellos.

Amigas y amigos, retomo las palabras del Papa Francisco:
“Los ancianos son la reserva sabia de nuestra sociedad, la atención a los ancianos es lo que distingue a una civilización".
"¡Qué hermoso es el aliento que los ancianos pueden comunicar a un joven o a una joven en busca del sentido de la vida! Esta es la misión de los abuelos: una verdadera vocación."
Gracias por su atención. Que el Señor los bendiga y hasta la próxima semana si Dios quiere.

miércoles, 22 de enero de 2020

“Síganme, y Yo los haré pescadores de hombres”. (Mateo 4,12-23). III Domingo del Tiempo ordinario.






Hay personas que no saben delegar cosas. Puede ocurrir en una familia o en una empresa, en un club… o en un ministerio de gobierno. Esas personas se justifican diciendo “es que, si no lo hago yo, nadie lo hace” o “no lo hacen como tiene que ser” (o sea, como yo lo haría). Así es como se cargan de tareas, se sienten desbordadas y se quejan “nadie me ayuda”. Los demás, a su alrededor, se descansan, dejan hacer. Se les priva, pero ellos también se privan de la posibilidad de participar y aprender.

En este domingo, el evangelio de Mateo nos presenta el inicio de la misión de Jesús y el llamado a sus primeros discípulos.

Jesús había estado muy cerca de Jerusalén, la ciudad santa. Había sido bautizado por Juan en el río Jordán. Luego se había retirado al desierto. Al regresar, recibió noticias que lo decidieron a marcharse.
Cuando Jesús se enteró de que Juan Bautista había sido arrestado, se retiró a Galilea. Y, dejando Nazaret, se estableció en Cafarnaúm, a orillas del lago, en los confines de Zabulón y Neftalí.
El lago es el “Mar de Galilea” o “Mar de Tiberíades.
Cafarnaúm se traduce como “el pueblo de Nahum” y podría haber sido la patria chica del profeta de ese nombre. Al contrario de otros lugares bíblicos como Nazaret, Belén o Jerusalén, hoy no existe Cafarnaúm como ciudad. Sin embargo, en el siglo XIX los arqueólogos ubicaron el lugar y, sobre todo, las ruinas de una sinagoga que el evangelio menciona.
Zabulón y Neftalí eran dos de las doce tribus de Israel. Les había tocado un territorio bastante al norte, en contacto con otros pueblos y, por tanto, tentados de abandonar la fe de Israel. Fueron los primeros territorios que cayeron en manos de los Asirios, en tiempos del rey Tiglatpileser III. Todo eso hizo que se la considerara una región en la oscuridad, como “dejada de la mano de Dios”. Mateo recoge una consoladora profecía de Isaías y señala que la llegada de Jesús a Cafarnaúm es el momento de su cumplimiento:
«¡Tierra de Zabulón, tierra de Neftalí,
camino del mar, país de la Transjordania, Galilea de las naciones!
El pueblo que se hallaba en tinieblas vio una gran luz;
sobre los que vivían en las oscuras regiones de la muerte, se levantó una luz».
Desde allí comenzó Jesús a predicar:
«Conviértanse, porque el Reino de los Cielos está cerca».
Ya tenemos establecido el lugar de comienzo de la misión de Jesús. Una pequeña aldea de pescadores en una zona de poca y mala fama. Lo interesante es que, desde el comienzo de su misión, Jesús formó el grupo de discípulos. Los rabíes del tiempo de Jesús tenían discípulos, pero no salían a buscarlos. Muchos se presentaban solicitando ser discípulos y el maestro seleccionaba. Jesús, en cambio, salió a buscar a los suyos. Eligió y llamó a algunos para estar con él, escucharlo y verlo de cerca, para luego ser sus colaboradores en la misión.
Mientras caminaba a orillas del mar de Galilea, Jesús vio a dos hermanos: a Simón, llamado Pedro, y a su hermano Andrés, que echaban las redes al mar porque eran pescadores. Entonces les dijo: «Síganme, y yo los haré pescadores de hombres».
Inmediatamente, ellos dejaron las redes y lo siguieron.
Continuando su camino, vio a otros dos hermanos: a Santiago, hijo de Zebedeo, y a su hermano Juan, que estaban en la barca con Zebedeo, su padre, arreglando las redes; y Jesús los llamó. Inmediatamente, ellos dejaron la barca y a su padre, y lo siguieron.
El grupo llegaría a completarse en doce discípulos. Los primeros cuatro que Jesús llamó eran dos pares de hermanos, que se conocían bien entre sí. Los cuatro eran pescadores, oficio que exige estar dispuesto a colaborar y ayudarse mutuamente. Su trabajo tenía riesgos. El mar de Galilea no siempre era calmo. El evangelio nos cuenta episodios en que la barca donde iban Jesús y los doce fue zarandeada por la tormenta, generando el pánico de los discípulos. Son hombres sencillos, de trabajo, con una vida de cosas concretas y prácticas.
   
La palabra con que los llama Jesús es “síganme”. Seguir a Jesús es lo que define al discípulo. No es un “alumno”, que aprende en un aula, sentado y pasivo.
En la antigua Grecia, el filósofo Aristóteles tuvo un grupo de discípulos a los que les enseñaba mientras caminaban por los jardines de un templo. Un espacio agradable, un recorrido limitado. Un caminar seguramente pausado, para no perder las palabras del maestro. Los discípulos de Aristóteles fueron llamados “peripatéticos”, algo así como “paseanderos”. Seguir a Jesús, en cambio, no era un paseo. Los discípulos lo seguían por el camino, de pueblo en pueblo, donde Jesús iba desarrollando su misión. Observaban lo que Jesús hacía. Escuchaban sus palabras. Si hoy podemos leer las enseñanzas de Jesús es porque los discípulos las memorizaron y meditaron. ¿Cuántas veces habrán escuchado las bienaventuranzas, o la parábola del sembrador? Muchas de las frases de Jesús, dichas en su lengua, sonaban como nuestros viejos refranes, con cierto ritmo; a veces con rima, lo que facilitaba su memorización.
Entre pueblo y pueblo, el camino. Los discípulos hablaban entre ellos. Jesús escuchaba. A veces le hacían preguntas y él aclaraba el sentido de lo había enseñado. A veces, él corregía a los discípulos cuando percibía que ellos se estaban desviando del camino, malentendiendo y deformando la misión de Jesús.

Jesús no sólo les digo “síganme”. Les dijo que haría de ellos “pescadores de hombres”. La expresión es muy conocida, pero ¿qué quiere decir? No se trata de “pescar incautos”, sino de rescatar a los hombres (y a las mujeres) del mar de la confusión, del pecado, de la lejanía de Dios. Sacarlos del agua no para que mueran, sino para que vivan, para que encuentren en Jesús vida plena.

Llegará el día en que los discípulos comiencen a colaborar con Jesús. Saldrán en misión, de dos en dos, con instrucciones muy precisas. Al final del evangelio de Mateo, Jesús, muerto y resucitado, a punto de volver al Padre, les deja la gran misión:
Vayan, pues, y hagan discípulos a todas las gentes bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles a guardar todo lo que yo les he mandado. Y he aquí que yo estoy con ustedes todos los días hasta el fin del mundo (Mateo 28,19-20)
Amigas y amigos: Jesús ha salido a buscarnos y nos invita a seguirlo en pensamiento, palabra y obra. Necesitamos pasar tiempo con Él, poniendo no solo la cabeza, sino, sobre todo el corazón, para hacernos uno con Él y en Él.

Gracias por su atención. Que el Señor los bendiga y hasta la próxima semana si Dios quiere.

miércoles, 15 de enero de 2020

“Este es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo” (Juan 1,29-34). II Domingo del Tiempo durante el año.






“Yo no lo conocía…” ¿hasta dónde conocemos realmente a alguien? Aún entre personas que han sido muy cercanas, que han convivido mucho tiempo, hay espacio para las sorpresas. Hay aspectos de la personalidad que son desconocidos hasta para uno mismo, aspectos que se manifiestan cuando se dan situaciones nuevas, sobre todo situaciones que exigen una acción, una respuesta. Es grato poder decir que esa persona que creíamos conocer mostró unas cualidades que no le conocíamos. Como suele decirse, “supo estar a la altura de las circunstancias”: se hizo cargo, actuó, de la mejor manera posible, a pesar de que nadie hubiera esperado que lo hiciera.
“Yo no lo conocía…” 
Eso dice Juan el Bautista a propósito de Jesús.
El evangelio de Lucas nos narra el tierno episodio de la visitación, donde María, que ya está esperando a Jesús, visita a su pariente Isabel, que lleva ya seis meses de embarazo, esperando al futuro bautista.
“Apenas oí tu saludo, el niño saltó de alegría en mi vientre”, dice Isabel.
El pequeño Juan, formándose en el útero de su madre, se mueve al percibir la presencia del que se está formando en el seno de María. Muchos artistas representaron a los dos niños, ya nacidos, jugando juntos.

Muchas familias tienen esas historias de primos que comparten muchas cosas siendo niños, pero después se separan, para reencontrarse ya adultos. Se conocen… pero no se conocen. El reencuentro es un redescubrimiento.

Dos veces dice Juan el Bautista “yo no lo conocía”, refiriéndose a Jesús ya adulto, que acaba de ser bautizado por él.
Juan dio este testimonio: «He visto al Espíritu descender del cielo en forma de paloma y permanecer sobre Él. Yo no lo conocía, pero el que me envió a bautizar con agua me dijo: "Aquel sobre el que veas descender el Espíritu y permanecer sobre Él, ese es el que bautiza en el Espíritu Santo". Yo lo he visto y doy testimonio de que Él es el Hijo de Dios».
Juan da testimonio. No es una opinión, no es algo que se imagina: es algo que le ha sido revelado, para que él lo manifieste. Ese testimonio concluye diciendo que Jesús “es el Hijo de Dios” y asegura que Jesús “bautiza en el Espíritu Santo”. Juan muestra así la diferencia entre su bautismo y el de Jesús:
Yo no lo conocía, pero he venido a bautizar con agua para que Él fuera manifestado a Israel.
El bautismo que da Juan es una preparación. El bautismo que dará Jesús es el que ofrecerá vida plena a la humanidad, una vez que Jesús haya resucitado.

Pero no hay resurrección sin sacrificio. Juan comienza su testimonio señalando a Jesús y diciendo:
Éste es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo.
Esas palabras de Juan el Bautista son repetidas en cada Misa por el sacerdote, al presentar a la asamblea la Hostia consagrada, el Cuerpo de Cristo.
A veces, cuando celebro la Misa para gente que no participa habitualmente, yo me pregunto de qué forma entenderán esas palabras.
Juan el Bautista las pronuncia para mostrar a Jesús, el Hijo de Dios hecho hombre, allí presente. Para sus oyentes “Cordero de Dios” es una expresión que tiene un profundo significado. Recuerda de inmediato al cordero que habían comido los israelitas en la noche de la primera Pascua, la noche de su liberación de la esclavitud en Egipto.
Esa noche, cada familia sacrificó un cordero. Recogió su sangre y marcó con ella la puerta de su casa. Comieron luego el cordero asado, consumiéndolo totalmente. Esa cena se siguió haciendo en cada Pascua, para conmemorar la intervención liberadora de Dios.
Igual que el cordero pascual, Jesús sería inmolado.
Antes de eso, en la última cena, ofrecería a sus discípulos, bajo la forma de pan y de vino, su cuerpo y su sangre, separados, para que fueran consumidos.
Cuando en la Misa el sacerdote dice “Este es el cordero de Dios” está manifestando el significado escondido en la primera pascua, la pascua de Israel, revelado plenamente en la Pascua de Jesús, cordero de Dios.

El cordero de Dios hace también referencia al misterioso personaje anunciado por el profeta Isaías, del que habla la primera lectura, al que Dios se dirige diciéndole:
“Tú eres mi servidor”
Y el profeta agregará más adelante:
Fue oprimido, y él se humilló y no abrió la boca. Como un cordero al degüello era llevado, y como oveja que está muda ante los que la trasquilan, tampoco él abrió la boca. (Isaías 53,7)
El cordero de Dios, el servidor de Dios, Jesús en la cruz… todo habla de sacrificio. Se trata de un sacrificio cruento, sacrificio de una vida.
Un sacrificio es la renuncia a un bien para alcanzar un bien mayor. En el sacrificio de Jesús, la renuncia es a la propia vida, el bien más grande que tiene un ser humano. ¿Cuál es el bien que quiere alcanzar Jesús, entregando su vida?
Esto es lo que dice Dios a su servidor, al final de la lectura de Isaías:
Yo te destino a ser la luz de las naciones,
para que llegue mi salvación hasta los confines de la tierra.
“Este es el cordero de Dios que quita el pecado del mundo”. Jesús se sacrifica para redimir, rescatar, liberar a la humanidad de la esclavitud del pecado y conducirla a la vida plena en Dios: para eso “bautiza en el Espíritu Santo”. Jesús es el Servidor de Dios que viene a traer a los hombres la salvación.

Juan el Bautista presentó a Jesús a los demás. Se le llama “el precursor”. Para poder presentarlo, tuvo que profundizar su conocimiento de él, adentrarse en su misterio… Lo mismo tuvo que hacer san Pablo, que saluda a los Corintios -segunda lectura- hablándoles de “Jesucristo, nuestro Señor”.

Como Juan, como Pablo, en la medida en que hemos encontrado a Jesús y lo hemos ido conociendo, somos también precursores, que pueden presentar a Jesús a los demás.

Amigas y amigos, acerquémonos un poco más al misterio de Jesús. Animémonos a abrir el Evangelio, a acercarnos a la Misa, a buscarlo en nuestra oración… dejemos que Él sea luz en nuestra vida y ayudemos a otros a encontrarlo y conocerlo.

Gracias por su atención. Que el Señor los bendiga y hasta la próxima semana si Dios quiere.

Otro enfoque sobre el mismo tema (ciclo A)

Cordero de Dios (2017)

lunes, 13 de enero de 2020

"Este es el que ama a sus hermanos; el que ora mucho por su pueblo". Primer aniversario del fallecimiento de Mons. Roberto Cáceres.


Homilía de Mons. Heriberto Bodeant en el primer aniversario del fallecimiento de Mons. Roberto Cáceres, Obispo emérito de Melo. Catedral de Melo, 13 de enero, a las 20 horas.
“El trece de este mes partiré”.
Me sorprendió la frase. La encontré buscando algunas palabras de Mons. Roberto en el libro que le dedicó nuestra también querida y recordada Nelly Nauar: “Sembró ayer… y seguimos cosechando”.
Pero no se trataba del trece de enero, ni del año 2019. Era setiembre y corría el año 1989. Mons. Roberto se despedía de la Diócesis porque viajaba a Roma, a la visita Ad Limina Apostolorum, el encuentro de los Obispos con el Santo Padre. El Papa era en ese momento san Juan Pablo II, y Mons. Roberto le contaba a los fieles de la diócesis todo lo que pensaba llevarle:
“el cariñoso y filial saludo de todos ustedes, la inquebrantable adhesión a sus enseñanzas y la simpatía que suscita su misión de Mensajero de la Paz. Le diré cuánto rezamos por él (y) le haré presente la inmensa gratitud de todo el pueblo de Cerro Largo y Treinta y Tres por su visita del año pasado (…) Le diré que, poco a poco, con paciencia y humildad, nuestro pueblo quiere vivir la fe en un Dios Padre de todos y que a todos nos quiere ver hermanos. Que anhelamos vivir la fe en su enviado Jesucristo y en el Espíritu con cuyo vigor e inspiración iremos construyendo su Reino de Paz, de Justicia y Amor, en los departamentos hermanos de Cerro Largo y Treinta y Tres, incentivando la Nueva Evangelización (…) guiados de la mano por “la Madre de todos” la Virgen del Pilar”.
Elegí este párrafo porque allí Mons. Roberto muestra lo que llevaba en su corazón, todo aquello por lo que sentía un enorme afecto: el pueblo de Cerro Largo y Treinta Tres; el caminar de la Iglesia en su misión y la respuesta de los que se abren a la fe; el Papa, la Virgen, las tres Personas divinas… Ese era su equipaje, un equipaje que no se pierde en los despachos de valijas, porque lo llevaba y lo sigue llevando en el alma. Es el equipaje que se llevó consigo, sin quitarnos nada, sino dándonos todo; porque se trata de los bienes que se acrecientan, que se multiplican cuando se comparten.

El evangelio que escuchamos hoy, con la llamada de Jesús a los cuatro primeros discípulos, nos pone en un marco vocacional. ¿Cómo entendió y vivió Mons. Roberto su vocación sacerdotal? El 15 de julio de 1995 celebró sus bodas de oro sacerdotales. En las palabras con las que él invitó a toda nuestra diócesis a acompañarlo, trasluce sus sentimientos. Decía así:

“En la oración del atardecer, llamada ‘vísperas’ se ora una y otra vez: ‘este es el que ama a sus hermanos; el que ora mucho por su pueblo’. (…) Esta misión la cumple también [el sacerdote o el obispo] cuando, en nombre de Cristo, preside y administra los sacramentos: Bautismo, Confirmación, Eucaristía, Penitencia. Cuando el sacerdote bautiza, es Cristo quien bautiza; cuando preside la Eucaristía, cuando perdona, es Cristo quien lo hace, no el sacerdote. Cumple así el cometido de Jesús, distribuye el Pan de la Palabra de Dios. No son sus opiniones o conclusiones las que comunica cuando enseña desde el ambón o la cátedra, o en la catequesis. [Es lo que Cristo dejó como misión a sus discípulos:] ‘Vayan por todo el mundo y anuncien lo que yo les he enseñado’.
Por último, ocupa, no por arrogancia o por ‘sórdido’ interés, el lugar de Jesús, como servidor y pastor del rebaño, de la comunidad, parroquias o diócesis. Identificado con el Único Buen Pastor de nuestras almas que es Jesús.”

Y concluía Mons. Roberto:
“Estos son algunos rasgos y funciones sacerdotales que Dios, de quien nos viene todo bien, se ha dignado confiarme durante 50 años”.
Y fueron todavía más de 23 años. El año pasado hubiera alcanzado los 74 años en el ministerio sacerdotal, si el Pastor Eterno no lo hubiera llamado a seguir ejerciendo su sacerdocio, pero ahora unido a la liturgia del cielo.

La primera lectura nos habla de Ana, una mujer que no podía tener hijos y que rogó intensamente a Dios poder quedar embarazada. Cuando por fin sucedió y nació el pequeño Samuel, ella lo puso al servicio de Dios en el templo. ¡Cómo no recordar también aquí a Doña Teresa, que supo estar al lado de su hijo, animándolo siempre en su vocación!

No dudemos que Mons. Roberto sigue siendo “el que ama a sus hermanos; el que ora mucho por su pueblo”. Sigue acompañándonos. Sigamos recordándolo con gratitud y dejando que la luz de su mirada siga iluminando nuestra esperanza.

miércoles, 8 de enero de 2020

“Conviene que cumplamos toda justicia” (Mateo 3,13-17). Bautismo del Señor.






“Dar a cada uno lo que le corresponde”.
Así definía la justicia el jurista romano Ulpiano, que vivió entre finales del siglo dos y comienzos del siglo tres de la era cristiana.
La palabra justicia nos evoca la figura del juez, que dicta sentencia haciendo respetar la ley. Ahí entra el “dar a cada uno lo que le corresponde”: la devolución de un bien a su dueño legítimo, el castigo a quien ha trasgredido la ley, la declaración de inocencia de quien había sido acusado injustamente… etc. Todavía, una elevada idea de justicia no olvida que toda persona tiene derecho a que se reconozca su dignidad, incluso aunque haya cometido actos brutalmente indignos. El respeto a esa dignidad humana es el fundamento del artículo 26 de nuestra constitución, que dice que “a nadie se aplicará la pena de muerte” y que las cárceles no deben servir para mortificar sino para reeducar. Hasta hace poco el Catecismo de la Iglesia Católica aceptaba en determinados casos la pena de muerte, aunque recomendaba no aplicarla nunca. Recientemente el Papa Francisco cambió la redacción de ese artículo, afirmando que
“la pena de muerte es inadmisible, porque atenta contra la inviolabilidad y la dignidad de la persona”.
Medios de detención más eficaces garantizan la necesaria defensa de los ciudadanos sin quitarle al reo la posibilidad de redimirse definitivamente. Cabe también a quien ha delinquido tener esa última posibilidad.

Con respecto a Dios, también tendemos a pensar en Él como juez. Cuando alguien burla la justicia humana, esperamos que no escape de la justicia divina. Jesús anuncia el juicio de Dios; pero los criterios de ese Juez no son los mismos que los de la justicia humana. Más aún, la justicia de Dios es mucho más grande que el juicio. Vamos a asomarnos a ver de qué se trata.

Este domingo la Iglesia celebra el Bautismo de Jesús. El evangelio está tomado del capítulo 3 de san Mateo y, atención al detalle: recién aquí -capítulo 3- encontramos las primeras palabras que el evangelista pone en boca de Jesús.
«Ahora déjame hacer esto, porque conviene que así cumplamos toda justicia»
¿Con quién está hablando Jesús? ¿De qué está hablando?
Jesús está dialogando con Juan el Bautista, precisamente a propósito del bautismo que Jesús quiere recibir.
Jesús fue desde Galilea hasta el Jordán y se presentó a Juan para ser bautizado por él.
El bautista no comprendía ese pedido:
Juan se resistía, diciéndole: «Soy yo el que tiene necesidad de ser bautizado por ti, ¡y eres tú el que viene a mi encuentro!»
Y ahí vienen las palabras de Jesús, que quiere cumplir “toda justicia” o “todo lo que es justo”, como dicen otras traducciones.
Llama la atención que Jesús hable de cumplir “lo que es justo” o de cumplir “toda justicia” en relación con su bautismo. Eso nos hace pensar que Jesús está hablando de justicia en otro sentido.
Así es… no es la justicia humana (que sigue siendo necesaria en nuestra vida). Es la justicia divina, la justicia de Dios, en su sentido más amplio.
Si esas son las primeras palabras de Jesús en el evangelio de Mateo, tenemos que ver en ellas un programa, el programa de Jesús: llevar a su cumplimiento toda justicia.
Veamos como Jesús sigue refiriéndose a esto en el Evangelio de Mateo… por ejemplo:
Bienaventurados los que tienen hambre y sed de la justicia, porque ellos serán saciados. (Mateo 5,6)
Bienaventurados los perseguidos por causa de la justicia, porque de ellos es el Reino de los Cielos. (Mateo 5,10)
Busquen primero el Reino de Dios y su justicia, y todas esas cosas se les darán por añadidura. (Mateo 6:33)

La finalidad de la justicia de Dios no es la condena sino la salvación del hombre. Quienes creemos en Dios estamos llamados a buscar “el Reino de Dios y su justicia” por encima de todo. Estamos llamados a vivir y a dar testimonio de su justicia.
En nuestra relación con Dios, la justicia va de la mano de la santidad.
En la relación con los demás, la justicia de Dios se vive en el amor al prójimo, con una especial atención a los débiles, indefensos y maltratados, aquellos que claman:
Hazme justicia, oh Dios, defiende mi causa contra gente sin piedad,
sálvame del hombre traidor y malvado. (Salmo 42,1)

La primera lectura, del profeta Isaías, nos presenta uno de los cánticos del servidor sufriente, misterioso personaje con quien Jesús se identificará después. A este servidor, Dios le dice:
Yo, el Señor, te llamé en la justicia
Y agrega algunas de las obras en las que se manifestará la justicia de Dios por la acción de su servidor:
abrir los ojos de los ciegos,
hacer salir de la prisión a los cautivos.

Todo esto es el programa de Jesús, a partir de sus primeras palabras. Pero Jesús no dice “es necesario que yo cumpla lo que es justo” sino “es necesario que cumplamos lo que es justo”.
Sus palabras involucran al Bautista; Jesús necesita su colaboración. Pero también nos involucran a todos los que hemos sido bautizados.
Frente a eso, podemos sentirnos superados, desbordados. Ser hombres y mujeres justos, santos, viviendo en la justicia de Dios… ¿podemos llegar realmente a eso? pero Jesús tampoco dice “es necesario que ustedes cumplan lo que es justo”, sino que utiliza el nosotros: que cumplamos. Él también se involucra. Es en unidad con Él que podemos realizar su programa, para que se puedan aplicar a nosotros las palabras de Pedro en la segunda lectura:
“en cualquier nación, todo el que teme a Dios y practica la justicia es agradable a Él”

En la vida de Jesús, en su entrega cotidiana, en su cumplimiento de toda justicia, se refleja lo que queda establecido después de su bautismo:
Apenas fue bautizado, Jesús salió del agua. En ese momento se abrieron los cielos, y vio al Espíritu de Dios descender como una paloma y dirigirse hacia Él. Y se oyó una voz del cielo que decía: «Este es mi Hijo muy querido, en quien tengo puesta toda mi predilección».

Amigas y amigos: esas palabras del Padre Dios son también para cada uno de nosotros: “tú eres mi hijo, tú eres mi hija”. Caminemos buscando vivir cada día más en la justicia de Dios.
Gracias por su atención. Que el Señor los bendiga y hasta la próxima semana si Dios quiere.

lunes, 6 de enero de 2020

Epifanía del Señor (fiesta de "Reyes")




Reflexión publicada el año pasado, en que la Epifanía coincidió con el domingo.

En mi casa, cuando yo era niño, había dos regalos que esperábamos en esta época del año. El primero era el que traía Papá Noel, en la noche de Navidad. Para esperar ese regalo todos en casa poníamos una media y, a la mañana siguiente, encontrábamos dentro de ella un regalito. Algo pequeño, pero simpático. Después esperábamos el día de Reyes. En la noche del 5 de enero poníamos los zapatos, dejábamos afuera un montón de pasto y agua para los camellos y esperábamos a los Reyes Magos. Esa noche casi no dormíamos y nos levantábamos más temprano que nunca. Aunque a veces hacíamos una cartita con pedidos, siempre llegaba una sorpresa. Una sorpresa linda. Los Reyes nos conocían bien… por algo eran Magos.

Este año el 6 de enero llega en domingo. Este día la Iglesia celebra la fiesta de la Epifanía. Esa palabra no parece tener mucho que ver con reyes ni magos y, efectivamente, tiene otro significado. Epifanía quiere decir “manifestación” y se refiere a la manifestación de Jesús como el Hijo de Dios, el Salvador esperado por su pueblo, que viene a ofrecer el amor de Dios a toda la humanidad. Veamos como empieza esto:
Cuando nació Jesús, en Belén de Judea, bajo el reinado de Herodes, unos magos de Oriente se presentaron en Jerusalén y preguntaron: «¿Dónde está el rey de los judíos que acaba de nacer? Porque vimos su estrella en Oriente y hemos venido a adorarlo.»
Unos magos: el evangelio no dice reyes; pero el profeta Isaías había anunciado:
Las naciones caminarán a tu luz y los reyes, al esplendor de tu aurora.
Estos magos que han visto la estrella caminan hacia la luz como los reyes de los que hablaba Isaías. Por eso decimos “reyes magos”.

“Mago” puede querer decir muchas cosas… lo que sabemos de estos hombres es que conocían algunas profecías y estaban atentos a señales del cielo: “vimos su estrella”.
Una antigua profecía sobre la estrella aparece en el libro de los Números, y es del vidente Balaam. Balaam anuncia, en un futuro lejano, el nacimiento de un rey de los judíos, nacimiento que estará marcado por la aparición de una estrella. Dice el vidente:
Lo veo, aunque no para ahora; lo diviso, pero no de cerca: de Jacob avanza una estrella, un cetro surge de Israel. (Números 24,17)
Los Magos preguntan por “el rey de los judíos”, pero dicen que han venido a adorarlo. No se trata, entonces, de un rey más de este mundo, sino de un rey de origen divino. A un rey se le presenta respeto, obediencia, sumisión… pero sólo Dios merece ser adorado. La adoración es un acto profundamente religioso. Es el reconocimiento de Dios como creador y salvador, como Señor y dueño de todo lo que existe, como amor infinito y misericordioso (cf. Catecismo IC 2096). Claramente se lo dijo Jesús a Satán, citando la Palabra de Dios:
“Adorarás al Señor tu Dios y sólo a Él darás culto” (Deuteronomio (6,13 - Lucas 4,8).
Pero la pregunta de los Magos llega hasta el palacio y provoca una conmoción:
Al enterarse, el rey Herodes quedó desconcertado y con él toda Jerusalén. Entonces reunió a todos los sumos sacerdotes y a los escribas del pueblo, para preguntarles en qué lugar debía nacer el Mesías. «En Belén de Judea, le respondieron, porque así está escrito…»
El rey Herodes pide a los Magos que vayan a Belén y luego le informen… pero esto es lo que sucederá:
Después de oír al rey, ellos partieron. La estrella que habían visto en Oriente los precedía, hasta que se detuvo en el lugar donde estaba el niño. Cuando vieron la estrella se llenaron de alegría, y al entrar en la casa, encontraron al niño con María, su madre, y postrándose, lo adoraron. Luego, abriendo sus cofres, le ofrecieron dones: oro, incienso y mirra.
Los tres regalos nos sugieren que los Magos eran tres… la tradición agregará los nombres de Melchor, Gaspar y Baltasar, que no aparecen en el relato del evangelio.
El oro, metal precioso por excelencia, que mantiene siempre su brillo, es símbolo de lo duradero. Con él se hacen las coronas de los reyes. Al presentarle el oro, los Magos están reconociendo a Jesús como rey, tal como expresaron al preguntar: “¿Dónde está el rey de los judíos que acaba de nacer?”
El incienso se quema para que su perfumado humo suba hasta la divinidad. Es otra expresión de adoración, reconocimiento de Jesús como Dios.
La mirra… es talco. Talco para un bebé o para preparar un cuerpo para la sepultura. Es el presente más humilde, pero significa el reconocimiento de la humanidad de Jesús.

Los Magos han encontrado al que buscaban. Seguramente, no fue como ellos esperaban… Habían ido a la capital, y fueron enviados a una pequeña aldea. Fueron al palacio a hablar con el Rey y la estrella los llevó a la casita de una familia de vida sencilla. Creyeron. Adoraron. Y luego…
Como recibieron en sueños la advertencia de no regresar al palacio de Herodes, volvieron a su tierra por otro camino.
Luego de su peregrinación a Belén, los Magos parten por otro camino. No sólo por la advertencia recibida, sino porque desde el momento mismo en que encontraron al Niño, comenzó para ellos otro viaje, una peregrinación interior, espiritual. Hace años, meditando sobre este encuentro de los Magos con Jesús, el Papa Benedicto XVI decía que los Magos habían venido a ponerse al servicio de este rey. Trayéndole sus dones y haciendo su gesto de adoración, expresaban su voluntad de servirlo en el camino del bien y la justicia.

Los reyes magos venían bien orientados, pero debían aprender que servir al bien y a la justicia no se puede hacer simplemente dando órdenes desde lo alto de un trono. Decía el hoy Papa emérito:
(Los Magos) aprenden que deben entregarse a sí mismos:  un don menor que éste es poco para este Rey.
(…) Han de convertirse en hombres de la verdad, del derecho, de la bondad, del perdón, de la misericordia. Ya no se preguntarán: ¿Para qué me sirve esto? Se preguntarán más bien: ¿Cómo puedo contribuir a que Dios esté presente en el mundo? Tienen que aprender a perderse a sí mismos y, precisamente así, a encontrarse. Al salir de Jerusalén, han de permanecer tras las huellas del verdadero Rey, en el seguimiento de Jesús.
Por allí estamos invitados a caminar nosotros, también. Para eso, aprendamos de estos hombres, aprendamos de su búsqueda de Dios, de su búsqueda del bien. Busquemos a Jesús, que ha venido para todos, porque todos lo necesitamos.

Amigas y amigos: gracias por llegar hasta aquí en su lectura. Que la estrella de Belén guíe siempre y en todo lugar nuestra vida en los pasos de Jesús. Hasta la próxima semana si Dios quiere.

viernes, 3 de enero de 2020

“La Palabra se hizo carne y habitó entre nosotros” (Juan 1,1-18). II Domingo del tiempo de Navidad.






Hay quienes se preguntan si de verdad existió, o si fue solo una leyenda: ¿Quién fue, realmente, Jesucristo?

Fuera de los evangelios y de las cartas de san Pablo, poco se dice de Jesús de Nazaret.
Escribe Flavio Josefo, historiador Judeo Romano:
... apareció Jesús, un hombre sabio, si es que es correcto llamarlo hombre, ya que fue un hacedor de milagros impactantes, un maestro para los hombres que reciben la verdad con gozo, y atrajo hacia Él a muchos judíos y gentiles. Era el Cristo.
El historiador romano Tácito:
Cristo sufrió la pena máxima durante el reinado de Tiberio a manos de uno de nuestros procuradores, Poncio Pilato.

¿Quién es Jesucristo? Al profesar nuestra fe, los creyentes decimos:
Creo en un solo Señor, Jesucristo, Hijo único de Dios.
¿Cómo llegamos a creer y afirmar esto?

Un punto de partida para entender quién es Jesús es la promesa y la espera de un salvador.
El Pueblo de Israel recibió de Dios esa promesa, que se fue plasmando a lo largo de siglos en los 46 libros que componen lo que solemos llamar “Antiguo Testamento”, mejor llamado libro de la Primera Alianza, primera parte de la Biblia. Estos escritos hablan del Mesías, del Servidor sufriente de Dios y del Hijo del hombre.

Mesías, palabra hebrea, significa “ungido”, que en griego se traduce “Cristo”. Se ungía con aceite a los hombres elegidos por Dios para una misión, como los reyes y los sacerdotes. Los profetas eran considerados ungidos directamente por el Espíritu Santo.

El profeta Isaías dedica varios pasajes a hablar del “servidor sufriente de Yahveh”, el servidor de Dios, que, a través de su propio sufrimiento, salvaría a los hombres.

Con lenguaje “apocalíptico” el libro de Daniel presenta la figura de un misterioso “Hijo del hombre” que vendrá desde el Cielo para juzgar a la humanidad y establecer su Reino.
De esas tres formas se anuncia el salvador que Dios enviaría a su tiempo.

En época de Jesús, la gente estaba con esa expectativa. Se anhelaba profundamente la llegada del Salvador. No faltaban quienes se autoproclamaban Mesías y eran seguidos por algunos discípulos, hasta que se ponía en evidencia que ninguno de ellos era el enviado.

Cuando hoy leemos el Evangelio desde la fe, tenemos como telón de fondo la muerte y resurrección de Cristo; lo vemos como Señor, Hijo de Dios …
Tratemos por un momento de ponernos en la piel de la gente del tiempo de Jesús. Había grupos con distintas esperanzas respecto al Mesías: fariseos, saduceos, zelotes, esenios… por otro lado, estaba la gente sencilla del pueblo, llevando muchas veces una existencia dolorosa, con sus enfermedades, sus pesares, su marginación. Es esa multitud que pronto sigue a Jesús, que se compadece de ellos “porque andan como ovejas sin pastor”: perdidas, hambrientas, sedientas, dolientes…
Para todos, Jesús aparece como hombre, no como Dios. Sus palabras y sus obras despiertan la pregunta ¿será el Mesías?

Tras la muerte y resurrección de Jesús, los discípulos van a comenzar a comprender en profundidad quién es aquel que ha sido su Maestro: es el Hijo de Dios.
En las primeras generaciones cristianas hubo diferentes maneras de entender esa afirmación.
Algunos, los adopcionistas, consideraron que Jesús fue un hombre como todos, adoptado por Dios para que en él actúe la fuerza divina y realice la salvación.
Otros, al revés, los docetistas subrayaron su aspecto divino: Jesús era Dios con aspecto humano, como disfrazado de hombre. Su sufrimiento en la cruz habría sido solo apariencia.

¿Qué dicen los evangelios? Las comunidades creyentes en las que nació cada uno de los evangelios fue recibiendo la revelación sobre la identidad de Jesús y fue comprendiendo progresivamente quién es Él.

Marcos, el evangelio más antiguo, subraya fuertemente la humanidad de Jesús y no nos relata nada sobre su origen divino, aunque en el primer versículo dice:
Comienzo de la Buena Noticia de Jesús, Mesías, Hijo de Dios.
Sin embargo, es impresionante escuchar, nada menos que en el momento de su muerte, la profesión de fe del centurión romano que exclama
“¡verdaderamente este hombre era el Hijo de Dios!
En los evangelios de Mateo y Lucas vemos un mayor equilibrio entre humanidad y divinidad, a través de numerosos detalles.

Este domingo leemos de nuevo el prólogo del evangelio según san Juan. Allí tenemos la afirmación más clara y fuerte de la divinidad y, a la vez, de la humanidad de Jesús.
Al principio existía la Palabra,
y la Palabra estaba junto a Dios,
y la Palabra era Dios.

“La Palabra era Dios”. Esa Palabra es el Hijo de Dios, que existe desde la eternidad, junto al Padre Dios y al Espíritu Santo. Es, pues, una persona divina, una persona espiritual. Ahí no se habla todavía de ningún rasgo humano. Unos versículos más abajo, Juan dice:
La Palabra se hizo carne y habitó entre nosotros.

Esa Palabra eterna del Padre, ese Hijo de Dios que existía desde la eternidad, “se hizo carne”. Se “encarnó”, decimos nosotros. Es el misterio de la “encarnación” del Hijo de Dios. En Paraguay hay una ciudad que tiene ese bonito nombre: “Encarnación”, en recuerdo de ese aspecto fundamental de la fe cristiana.

Ahora bien… ¿por qué “carne”? ¿por qué no decir más simplemente “se hizo hombre”? En el lenguaje bíblico, “carne” es una palabra que designa al ser humano, todo el ser humano (no solo su cuerpo) marcando sobre todo su debilidad, su fragilidad, como dice el salmo:
…carne, un soplo que se va y no vuelve más. (Salmo 78,39)

Al decir que “la Palabra se hizo carne”, el evangelista nos está señalando que Jesús asumió nuestra humanidad, lo que incluye el hecho de ser mortal. Haciéndose hombre, el Dios inmortal, el Dios eterno, se hace mortal. Es tal vez por eso que somos especialmente sensibles a las representaciones de Jesús crucificado. Aunque creemos en el Resucitado, la cruz nos recuerda hasta dónde llegó el amor de Cristo al hacerse uno de nosotros.

No puedo terminar sin llamar la atención sobre el versículo siguiente:
Habitó entre nosotros.
Algunos lo traducen como “acampó entre nosotros”, “puso su tienda entre nosotros”. En aquel pueblo de pastores, que vivió durante siglos armando y desarmando sus carpas, la presencia de un Dios que “acampa” en medio de su Pueblo, que se hace vecino, que comparte la precariedad de la existencia, anticipa la plenitud del amor que se dará en su entrega en la cruz.

Gracias, amigas y amigos por su atención. Que el Señor los bendiga y hasta la próxima semana si Dios quiere.