Mensaje del Papa Francisco para la Jornada Mundial de las Misiones, que se celebra el domingo 20 de octubre, coincidiendo con la Fiesta Diocesana de Melo.
Queridos hermanos y hermanas:
Este año celebramos la Jornada Mundial de las Misiones mientras se clausura el
Año de la fe,
ocasión importante para fortalecer nuestra amistad con el Señor y
nuestro camino como Iglesia que anuncia el Evangelio con valentía. En
esta prospectiva, querría plantear algunas reflexiones.
1. La fe es un don precioso
de Dios, el cual abre nuestra mente para que lo podamos conocer y amar,
Él quiere relacionarse con nosotros para hacernos participes de su misma
vida y hacer que la nuestra esté más llena de significado, que sea más
buena, más bella. ¡Dios nos ama! Pero la fe, necesita ser acogida, es
decir, necesita nuestra respuesta personal, el coraje de poner nuestra
confianza en Dios, de vivir su amor, agradecidos por su infinita
misericordia. Es un don que no se reserva sólo a unos pocos, sino que se
ofrece a todos generosamente. ¡Todo el mundo debería poder experimentar
la alegría de ser amados por Dios, el gozo de la salvación! Y es un don
que no se puede conservar para uno mismo, sino que debe ser compartido.
Si queremos guardarlo sólo para nosotros mismos, nos convertiremos en
cristianos aislados, estériles y enfermos. El anuncio del Evangelio es
parte del ser discípulos de Cristo y es un compromiso constante que
anima toda la vida de la Iglesia.
«El impulso misionero es una señal clara de la madurez de una comunidad eclesial» (Benedicto XVI, Exhort. ap.
Verbum Domini,
95). Toda comunidad es “adulta”, cuando profesa la fe, la celebra con
alegría en la liturgia, vive la caridad y proclama la Palabra de Dios
sin descanso, saliendo del propio ambiente para llevarla también a los
“suburbios”, especialmente a aquellos que aún no han tenido la
oportunidad de conocer a Cristo. La fuerza de nuestra fe, a nivel
personal y comunitario, también se mide por la capacidad de comunicarla a
los demás, de difundirla, de vivirla en la caridad, de dar testimonio a
las personas que encontramos y que comparten con nosotros el camino de
la vida.
2. El
Año de la fe,
a cincuenta años de distancia del inicio del Concilio Vaticano II, es
un estímulo para que toda la Iglesia reciba una conciencia renovada de
su presencia en el mundo contemporáneo, de su misión entre los pueblos y
las naciones.
La misionariedad no es sólo una cuestión de territorios geográficos,
sino de pueblos, de culturas e individuos independientes, precisamente
porque los “límites” de la fe no sólo atraviesan lugares y tradiciones
humanas, sino el corazón de cada hombre y cada mujer. El Concilio
Vaticano II destacó de manera especial como la tarea misionera, la tarea
de ampliar los límites de la fe es un compromiso de todo bautizado y
de todas las comunidades cristianas: «Viviendo el Pueblo de Dios en
comunidades, sobre todo diocesanas y parroquiales, en las que de algún
modo se hace visible, a ellas pertenece también dar testimonio de Cristo
delante de las gentes» (Decr. Ad gentes, 37). Por tanto, se pide y se
invita a toda comunidad a hacer propio el mandato confiado por Jesús a
los Apóstoles de ser sus «testigos en Jerusalén, en toda Judea y
Samaría, y hasta los confines de la tierra» (Hch 1,8), no como un
aspecto secundario de la vida cristiana, sino como un aspecto esencial:
todos somos enviados por los senderos del mundo para caminar con
nuestros hermanos, profesando y dando testimonio de nuestra fe en Cristo
y convirtiéndonos en anunciadores de su Evangelio. Invito a los
Obispos, a los Sacerdotes, a los Consejos presbiterales y pastorales, a
cada persona y grupo responsable en la Iglesia a dar relieve a la
dimensión misionera en los programas pastorales y formativos, sintiendo
que el propio compromiso apostólico no está completo si no contiene el
propósito de “dar testimonio de Cristo ante las naciones”, ante todos
los pueblos. La misionariedad no es sólo una dimensión programática en
la vida cristiana, sino también una dimensión paradigmática que afecta a
todos los aspectos de la vida cristiana.
3. A menudo, la obra de
evangelización encuentra obstáculos no sólo fuera, sino dentro de la
comunidad eclesial. A veces el fervor, la alegría, el coraje, la
esperanza en anunciar a todos el mensaje de Cristo y ayudar a la gente
de nuestro tiempo a encontrarlo son débiles; en ocasiones todavía se
piensa que llevar la verdad del Evangelio es violentar la libertad.
Pablo VI usa palabras iluminadoras al respecto: «Sería... un error
imponer cualquier cosa a la conciencia de nuestros hermanos. Pero
proponer a esa conciencia la verdad evangélica y la salvación ofrecida
por Jesucristo, con plena claridad y con absoluto respeto hacia las
opciones libres que luego pueda hacer... es un homenaje a esta libertad»
(Exhort, Ap.
Evangelii nuntiandi, 80). Siempre debemos tener
el valor y la alegría de proponer, con respeto, el encuentro con Cristo,
de hacernos heraldos de su Evangelio, Jesús ha venido entre nosotros
para mostrarnos el camino de la salvación, y nos ha confiado la misión
de darlo a conocer a todos, hasta los confines de la tierra. Con
frecuencia vemos que son la violencia, la mentira, el error las cosas
que destacan y se proponen. Es urgente hacer que resplandezca en nuestro
tiempo la vida buena del Evangelio con el anuncio y el testimonio, y
esto desde el interior mismo de la Iglesia. Porque, en esta perspectiva,
es importante no olvidar un principio fundamental de todo
evangelizador: no se puede anunciar a Cristo sin la Iglesia. Evangelizar
nunca es un acto aislado, individual, privado, sino que es siempre
eclesial. Pablo VI escribía que «Cuando el más humilde predicador,
catequista o Pastor, en el lugar más apartado, predica el Evangelio,
reúne su pequeña comunidad o administra un sacramento, aun cuando se
encuentra solo, ejerce un acto de Iglesia», Este no actúa «por una
misión que él se atribuye o por inspiración personal, sino en unión con
la misión de la Iglesia y en su nombre» (
Exhort, ap. Evangelii nuntiandi,
60).Y esto da fuerza a la misión y hace sentir a cada misionero y
evangelizador que nunca está solo, que forma parte de un solo Cuerpo
animado por el Espíritu Santo.
4. En nuestra época, la
movilidad general y la facilidad de comunicación a través de los nuevos
medios de comunicación han mezclado entre sí los pueblos, el
conocimiento, las experiencias. Por motivos de trabajo familias enteras
se trasladan de un continente a otro; los intercambios profesionales y
culturales, así como el turismo y otros fenómenos análogos empujan a un
gran movimiento de personas. A veces es difícil, incluso para las
comunidades parroquiales, conocer de forma segura y profunda a quienes
están de paso o a quienes viven de forma permanente en el territorio.
Además, en áreas cada vez más grandes de las regiones tradicionalmente
cristianas crece el número de los que son ajenos a la fe, indiferentes a
la dimensión religiosa o animados por otras creencias. Por tanto, no es
raro que algunos bautizados escojan estilos de vida que les alejan de
la fe, convirtiéndolos en necesitados de una “nueva evangelización”.A
esto se suma el hecho de que a una gran parte de la humanidad todavía no
le ha llegado la buena noticia de Jesucristo. Y que vivimos en una
época de crisis que afecta a muchas áreas de la vida, no sólo la
economía, las finanzas, la seguridad alimentaria, el medio ambiente,
sino también la del sentido profundo de la vida y los valores
fundamentales que la animan. La convivencia humana está marcada por
tensiones y conflictos que causan inseguridad y fatiga para encontrar el
camino hacia una paz estable. En esta situación tan compleja, donde el
horizonte del presente y del futuro parece estar cubierto por nubes
amenazantes, se hace aún más urgente el llevar con valentía a todas las
realidades, el Evangelio de Cristo, que es anuncio de esperanza,
reconciliación, comunión, anuncio de la cercanía de Dios, de su
misericordia, de su salvación, anuncio de que el poder del amor de Dios
es capaz de vencer las tinieblas del mal y conducir hacia el camino del
bien.
El hombre de nuestro tiempo necesita una luz fuerte que ilumine su
camino y que sólo el encuentro con Cristo puede darle. ¡Traigamos a este
mundo, a través de nuestro testimonio, con amor, la esperanza donada
por la fe! La naturaleza misionera de la Iglesia no es proselitista,
sino testimonio de vida que ilumina el camino, que trae esperanza y
amor.
La Iglesia -lo repito una vez más- no es una organización
asistencial, una empresa, una ONG, sino que es una comunidad de
personas, animadas por la acción del Espíritu Santo, que han vivido y
viven la maravilla del encuentro con Jesucristo y desean compartir esta
experiencia de profunda alegría, compartir el mensaje de salvación que
el Señor nos ha dado. Es el Espíritu Santo quién guía a la Iglesia en
este camino.
5. Quisiera animar a todos a
ser portadores de la buena noticia de Cristo y estoy agradecido
especialmente a los misioneros y misioneras, a los presbíteros fidei
donum, a los religiosos y religiosas y a los fieles laicos -cada vez más
numerosos- que, acogiendo la llamada del Señor, dejan su patria para
servir al Evangelio en tierras y culturas diferentes de las suyas. Pero
también me gustaría subrayar que las mismas iglesias jóvenes están
trabajando generosamente en el envío de misioneros a las iglesias que se
encuentran en dificultad -no es raro que se trate de Iglesias de
antigua cristiandad- llevando la frescura y el entusiasmo con que estas
viven la fe que renueva la vida y dona esperanza. Vivir en este aliento
universal, respondiendo al mandato de Jesús «Id, pues, y haced
discípulos de todas las naciones» (Mt. 28, 19) es una riqueza para cada
una de las iglesias particulares, para cada comunidad, y donar
misioneros y misioneras nunca es una pérdida sino una ganancia. Hago un
llamamiento a todos aquellos que sienten la llamada a responder con
generosidad a la voz del Espíritu Santo, según su estado de vida, y a no
tener miedo de ser generosos con el Señor. Invito también a los
obispos, las familias religiosas, las comunidades y todas las
agregaciones cristianas a sostener, con visión de futuro y
discernimiento atento, la llamada misionera
ad gentes y a
ayudar a las iglesias que necesitan sacerdotes, religiosos y religiosas y
laicos para fortalecer la comunidad cristiana. Y esta atención debe
estar también presente entre las iglesias que forman parte de una misma
Conferencia Episcopal o de una Región: es importante que las iglesias
más ricas en vocaciones ayuden con generosidad a las que sufren de
escasez. Al mismo tiempo exhorto a los misioneros y a las misioneras,
especialmente los sacerdotes
fidei donum y a los laicos, a
vivir con alegría su precioso servicio en las iglesias a las que son
destinados, y a llevar su alegría y su experiencia a las iglesias de las
que proceden, recordando cómo Pablo y Bernabé, al final de su primer
viaje misionero «contaron todo lo que Dios había hecho a través de ellos
y cómo había abierto la puerta de la fe a los gentiles» (Hechos 14:27).
Ellos pueden llegar a ser un camino hacia una especie de “restitución”
de la fe, llevando la frescura de las Iglesias jóvenes, de modo que las
Iglesias de antigua cristiandad redescubran el entusiasmo y la alegría
de compartir la fe en un intercambio que enriquece mutuamente en el
camino de seguimiento del Señor.
La solicitud por todas las Iglesias, que el Obispo de Roma comparte
con sus hermanos en el episcopado, encuentra una actuación importante
en el compromiso de las Obras Misionales Pontificias, que tienen como
propósito animar y profundizar la conciencia misionera de cada bautizado
y de cada comunidad, ya sea llamando a la necesidad de una formación
misionera más profunda de todo el Pueblo de Dios, ya sea alimentando la
sensibilidad de las comunidades cristianas a ofrecer su ayuda para
favorecer la difusión del Evangelio en el mundo.
Por último, dirijo un pensamiento a los cristianos que, en diversas
partes del mundo, se encuentran en dificultades para profesar
abiertamente su fe y ver reconocido el derecho a vivirla con dignidad.
Ellos son nuestros hermanos y hermanas, testigos valientes - aún más
numerosos que los mártires de los primeros siglos - que soportan con
perseverancia apostólica las diversas formas de persecución actuales.
Muchos también arriesgan su vida para permanecer fieles al Evangelio de
Cristo. Deseo asegurarles que me siento cercano en la oración a las
personas, a las familias y a las comunidades que sufren violencia e
intolerancia y les repito las palabras consoladoras de Jesús: «Confiad,
yo he vencido al mundo» (Jn 16,33).
Benedicto XVI exhortaba: «Que la Palabra del Señor siga avanzando y
sea glorificada» (2 Ts 3, 1): que este Año de la fe haga cada vez más
fuerte la relación con Cristo, el Señor, pues sólo en él tenemos la
certeza para mirar al futuro y la garantía de un amor auténtico y
duradero» (Carta Ap. Porta fidei, 15). Este es mi deseo para la JOrnada
Mundial de las Misiones de este año. Bendigo de corazón a los misioneros
y misioneras y a todos los que acompañan y apoyan este compromiso
fundamental de la Iglesia para que el anuncio del Evangelio pueda
resonar en todos los rincones de la tierra, y nosotros, ministros del
Evangelio y misioneros, experimentaremos “la dulce y confortadora
alegría de evangelizar” (Pablo VI, Exhort. Ap.
Evangelii nuntiandi, 80).
Vaticano, 19 de mayo de 2013, Solemnidad de Pentecostés