jueves, 28 de febrero de 2019

“¿Puede un ciego guiar a otro ciego?” (Lucas 6,39-45). VIII Domingo del Tiempo Ordinario, ciclo C.







En el variado mundo de las organizaciones hay diferentes tipos de líderes. Están aquellos que concentran en sí mismos toda la autoridad y no permiten que nadie discuta sus decisiones; otros, en cambio, delegan responsabilidades, dejan a sus subordinados un gran espacio de autonomía y solo intervienen cuando algo realmente no funciona.
Hay líderes que dan una gran participación a sus colaboradores en las decisiones, logrando así más convicción a la hora de realizar lo decidido entre todos. Otros buscan asegurar el cumplimiento de las tareas a través de negociaciones, de intercambios de beneficios entre el líder y sus seguidores.
Detrás de todo liderazgo debe haber, o tendría que haber, una visión: la meta, los propósitos, los objetivos… aquello que la organización quiere llegar a HACER y lo que quiere llegar a SER. Cuando un líder tiene una visión atrayente, motivadora y logra que sus seguidores la compartan con entusiasmo, es posible que el emprendimiento, del tipo que sea, produzca buenos frutos.

El mundo está lleno de “visionarios”; personas que nos piden que les dejemos liderar nuestra vida, al menos en alguno de sus planos: espiritual, psicológico, económico, político o social… compiten en presentarnos su visión, sus ofertas… Muchas veces, lo que ofrecen es atrayente. Parece responder a nuestras necesidades más profundas; pero muchos no nos inspiran confianza.

Jesús de Nazaret apareció como un líder al que sus doce discípulos siguieron con una gran adhesión. Los primeros, cuatro pescadores, salieron tras de él en cuanto les dijo “síganme”. Dejaron todo atrás para seguir a Jesús.
Pasado ese primer momento de entusiasmo y ya completado el grupo de los Doce, los discípulos comenzaron su aprendizaje en el seguimiento de Jesús.

Los Doce estaban siempre con Él. Lo acompañaban a todas partes. Presenciaban sus acciones: curación de enfermos, expulsión de demonios; escuchaban su predicación: sus parábolas, sus discursos, sus dichos cortos e incisivos. Todo eso fue quedando grabado en su corazón. Los evangelios pueden darnos la impresión de que Jesús decía las cosas una sola vez; sin embargo, es más que probable que repitiera sus enseñanzas ante diferentes audiencias. De este modo los discípulos, escuchando una y otra vez, fueron memorizando el mensaje del Maestro.

Jesús no buscó formar un club de fans, atentos y curiosos, que lo siguieran a todas partes, ansiosos de novedades. Jesús llamó a los Doce para participar en un proyecto, el más formidable y desmesurado que pueda haberse presentado jamás: el proyecto de amor y de salvación de Dios, la reconciliación en Dios de toda la humanidad. Jesús llamó a sus discípulos “para que estuvieran con Él y para enviarlos a predicar” (Marcos 3,14). Como parte de su formación, los enviaba en misión, de dos en dos, a pueblos y aldeas. Llegará el día en que Jesús, ya resucitado, los enviará a anunciar el Evangelio a todas las naciones de la Tierra.

En su camino con Jesús, los discípulos fueron creciendo. Fueron depurando expectativas erradas, para comprender y asumir la visión de Jesús. Les costó abandonar la tentación del poder, pero entraron en el camino del servicio, para llegar un día, como el Maestro, “a servir y a dar la vida”. Aprendieron a formar comunidades de seguidores de Jesús, donde cada uno podía encontrar su dignidad de hijo o hija de Dios y participar también en la misión.

Desde esta perspectiva, pensando en la formación que Jesús quiso y quiere dar a sus discípulos de todos los tiempos, podemos escuchar y entender este pasaje del evangelio del domingo:
Jesús les hizo también esta comparación: ¿Puede un ciego guiar a otro ciego? ¿No caerán los dos en un pozo?
El discípulo no es superior al maestro; cuando el discípulo llegue a ser perfecto, será como su maestro.
El discípulo de Jesús debe ser capaz de orientar a otros hacia Jesús, no hacia sí mismo. El punto de referencia, el centro, es siempre Jesús. Quien pierde esa referencia queda ciego: no reconoce a Jesús, no comparte su visión. Jesús llama a los fariseos “guías ciegos” porque no ven: no reconocen la intervención salvadora de Dios que se está dando a través de Jesús. Ellos están preocupados de sí Jesús cumple o no la ley, de si respeta el sábado o no. Les molesta que Jesús cure en sábado; no les interesa el bien que Jesús está haciendo a las personas que han acudido a Él. A través de las acciones de Jesús, Dios manifiesta su misericordia hacia personas despreciadas y marginadas, a las que levanta de su miseria y devuelve su dignidad de hijos de Dios. Los fariseos están dentro de un pozo. Sólo ven su propio proyecto de presunta perfección, aquella que los hace llamarse a sí mismos “separados”, que es lo que significa “fariseos”.
¿Por qué miras la paja que hay en el ojo de tu hermano y no ves la viga que está en el tuyo? ¿Cómo puedes decir a tu hermano: «hermano, deja que te saque la paja de tu ojo», tú, que no ves la viga que tienes en el tuyo? ¡Hipócrita, saca primero la viga de tu ojo, y entonces verás claro para sacar la paja del ojo de tu hermano!
Jesús percibe en sus discípulos la tentación del fariseísmo, por eso advierte contra la actitud de quien juzga al hermano por hechos minúsculos y, en cambio, no ve la gravedad de su propia conducta egoísta. Sacarse la viga del ojo significa examinarse constantemente, evaluar la propia conducta, reconocer los propios pecados y pedir perdón.

Mirando de nuevo a los distintos tipos de líder, y no pensando solamente en quienes tienen alguna forma de ministerio en la comunidad cristiana, dejo la conclusión a un educador estadounidense, Parker Palmer. El escribió estas líneas que invitan a cualquier persona que tenga la misión de liderar o guiar a otros a reconocer la gran responsabilidad que tiene en sus manos y a cuidar de sí mismo para que su servicio dé frutos buenos.
Un guía es una persona con una inusual capacidad de proyectar sobre otra gente su propia sombra o su propia luz.
Un guía es una persona con una inusual capacidad para crear las condiciones bajo las cuales la gente debe vivir, moverse y existir: condiciones que pueden ser tan luminosas como el cielo o tan sombrías como el infierno.
Un guía es una persona que tiene que tomar una especial responsabilidad sobre lo que se va dando dentro de su ser, dentro de su conciencia, no sea que su acción de guiar provoque más daño que bien.
Todos, en mayor o menor medida, tenemos una responsabilidad, en cuanto lo que somos y lo que hacemos es, por lo menos, ejemplo y guía para algunos. Busquemos siempre en Jesús esa luz que nos conduzca y nos haga capaces de hacer luminosa nuestra vida y la vida de los demás.
Gracias, amigas y amigos por su atención. Que el Señor los bendiga y hasta la próxima semana si Dios quiere.

viernes, 22 de febrero de 2019

Amen a sus enemigos (Lucas 6,39-45)




Dicen los que saben de cine que hay más o menos 21 argumentos que se pueden considerar “universales”. Cambian los personajes y algunas circunstancias, pero, en la base, la historia es la misma. Tal vez uno de los argumentos que aparece más frecuentemente es el de las historias de venganza. Creo que no es necesario pensar mucho para recordar al menos los títulos de algunas de esas películas y escenas llenas de violencia, primero de los agresores y luego de los vengadores. En cambio, no me es tan fácil recordar títulos de historias de perdón y reconciliación… generalmente son relatos de vida familiar, de reconciliación entre cónyuges, padres e hijos, hermanos, amigos… difícilmente aparece el perdón o la reconciliación con alguien ajeno o extraño.

La primera lectura de este domingo nos ofrece una escena que podríamos calificar como “de película”. La encontramos en el Primer libro de Samuel. David es un joven héroe que se ha hecho muy popular entre su gente, sobre todo después de haber matado al gigante Goliat. Sin embargo, sus hazañas han hecho caer sobre él la envidia del rey Saúl, que comienza a perseguirlo para matarlo. David escapa con un grupo de compañeros. Una noche, el grupo se encuentra muy cerca del campamento del ejército del rey. Se acercan sigilosamente y descubren que todos duermen profundamente. Con mucha audacia, David y los suyos llegan hasta donde duerme Saúl, al descampado. En la cabecera del rey está su jarro de agua y su lanza clavada en la tierra. Entonces Abisai, uno de sus hombres, le dice a David:
«Dios ha puesto a tu enemigo en tus manos. Déjame clavarlo en tierra con la lanza, de una sola vez; no tendré que repetir el golpe»
La oportunidad es única. Así David destruiría a su enemigo y posiblemente podría ocupar su lugar como rey. Pero no quiere hacerlo. En cambio, se lleva la lanza y el jarro de Saúl. Ya lejos del campamento, David grita:
«¡Aquí está la lanza del rey! Que cruce uno de los muchachos y la recoja. El Señor le pagará a cada uno según su justicia y su lealtad. Porque hoy el Señor te entregó en mis manos, pero yo no quise atentar contra el ungido del Señor».
Esta historia de perdón al enemigo nos da una clave para interpretar el evangelio de hoy. Jesús ha predicado el amor al prójimo. No trae en eso ninguna novedad respecto a las escrituras antiguas que él mismo cita:
Amarás a tu prójimo como a ti mismo. (Levítico 19,18 – Lucas 10,27)
Ahora Jesús quiere abrir este amor al prójimo a una dimensión nueva:
Amen a sus enemigos, hagan el bien a los que los odian.
Bendigan a los que los maldicen, rueguen por los que los difaman.
Palabras fuertes de Jesús… pero él no se quedó en las palabras. Recordábamos hace poco su perdón a quienes lo crucificaban:
«Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen» (Lucas 23,34)
¿Qué hacer con estas palabras de Jesús? ¿Cómo ponerlas en práctica?
La enemistad es un sentimiento fuerte y movilizador. Consume mucho tiempo y energía. Cuando se le suma el deseo de venganza, el efecto es terrible.

El amor al enemigo comienza por la renuncia a la venganza. No sólo a una acción vengadora, sino también al pensamiento, a la imaginación de formas y caminos de venganza. No hay que alimentar el odio ni el resentimiento.
La renuncia a la venganza no es la renuncia a la justicia. Hay situaciones que, por su gravedad y por sus implicancias tienen que ser reparadas; pero, al mismo tiempo, es importante -tal vez lo más importante- el ir sanando interiormente del daño recibido.

Perdonar es un paso más largo. Es el resultado de un proceso. Sólo un alma grande puede hacerlo en un acto único y espontáneo, como Jesús en la cruz. En este proceso necesitamos crecer en sensibilidad, en capacidad de comprensión.

“Errar es humano, perdonar es divino… que te perdone Dios: yo no”.
Lo he oído más de una vez. Sin embargo, perdonar no solo es divino: también es humano.
No es el odio ni el deseo de venganza lo que nos hace más humanos, sino el respeto a la dignidad del otro y el perdón.

Para quienes somos creyentes, la base del perdón está en nuestra fe.
En la oración que Jesús nos enseñó pedimos cada día:
“Perdona nuestras ofensas, como también nosotros perdonamos a quienes nos ofenden”
La experiencia del perdón de Dios es lo que nos ayuda a perdonar.
«Perdónense unos a otros como Dios los ha perdonado en Cristo» (Efesios 4, 32).
dice San Pablo. Sin esa experiencia de perdón, es muy difícil entender y más aún practicar las palabras de Jesús: “amen a sus enemigos, hagan el bien a los que los odian…”

El perdón es un acto interior. La reconciliación ya es otro paso. La reconciliación significa que ese perdón, que se ha dado interiormente, se comunica a quien lo pide y lo quiere recibir. A veces significa perdonarse mutuamente, como decía san Pablo.

¿Qué supone pedir perdón, de verdad, para que el perdón pueda ser dado y recibido?

Ante todo, un reconocimiento.
Reconocimiento de la totalidad del mal que se ha hecho; no una parte, no un “esto sí, pero esto no…” Si sucedió, sucedió. Hay que aceptarlo, reconocerlo y no seguir negándolo.
Reconocimiento de la voluntad de ofender, de engañar, de agredir, de abandonar… Todo eso no sucedió “sin querer”, “obligado por las circunstancias”. Fue hecho con conciencia y voluntad o al menos con negligencia. Hay culpa y no cabe la “dis-culpa”, el “yo no tengo la culpa”.

Un segundo paso es el arrepentimiento.  Es diferente. Se puede reconocer cínicamente todo el mal que se ha hecho, pero agregar un “y te lo volvería a hacer”. Entonces, de arrepentimiento, nada. El arrepentimiento mira hacia lo que pasó, y es el profundo deseo de haber actuado de forma diferente, de no haber hecho mal.

Finalmente, la mirada hacia adelante es el propósito de cambiar, el deseo firme de corregir la manera de conducirse, para que no se repitan las cosas que se dieron. En algunos casos, no basta que esto sea un buen propósito. A veces es necesario buscar ayuda para que ese cambio, una verdadera conversión, se sostenga. Puede ser ayuda espiritual y aún técnica, psicológica.

Reconocimiento, arrepentimiento y propósito de cambiar son también las condiciones para recibir el perdón a través del sacramento de la Reconciliación o de la confesión. Con ese perdón viene también la ayuda de la Gracia, la ayuda del Espíritu Santo.

“Nada volverá a ser como antes”. Para que ese cambio sea para bien, renovemos la confianza en Dios, que mueve los corazones para que se dispongan a la reconciliación; que hace posible que el amor venza al odio, que la venganza deje paso a la indulgencia y que la discordia se convierta en amor mutuo.

Gracias, amigas y amigos, por su atención. Que el Señor los bendiga y hasta la próxima semana si Dios quiere.

miércoles, 13 de febrero de 2019

Bienaventurados (Lucas 6,12-13.17.20-26). VI Domingo del Tiempo Ordinario.







Macario es un nombre poco común… ¿y el femenino, Macaria? aún menos... ¿pero si digo “Macarena”? Ahí ya encontramos un nombre más conocido.
¿A qué viene todo esto o, mejor dicho, de dónde viene?
Makario es la palabra griega que se traduce como “bienaventurado” o también como “dichoso”, “feliz”. Macarena, referido a una advocación mariana muy fuerte en Andalucía, significa "Bienaventurada".

Los Evangelios de Mateo y de Lucas nos presentan dos versiones de un discurso de Jesús conocido como las bienaventuranzas, porque “bienaventurados”, makaroi en griego, es la primera palabra de cada frase. Según Mateo, Jesús habla desde una elevación (por eso se dice “sermón del monte”, mientras Lucas ubica el discurso en una llanura. La versión de Mateo es más larga: ocho bienaventuranzas, mientras Lucas presenta solo 4, aunque les contrapone en paralelo 4 lamentaciones (“¡Ay de ustedes los que…”!). No son “maldiciones”, pero sí fuertes advertencias sobre aquello en lo que no hay que caer. En Mateo, Jesús habla a la multitud y lo hace en tercera persona: “bienaventurados los que…”. En Lucas, Jesús, con la multitud delante, dirige sus palabras a sus discípulos: “bienaventurados ustedes, que…”

Leamos las palabras de Jesús en el evangelio de Lucas:
«¡Felices ustedes, los pobres, porque el Reino de Dios les pertenece!
¡Felices ustedes, los que ahora tienen hambre, porque serán saciados!
¡Felices ustedes, los que ahora lloran, porque reirán!
¡Felices ustedes, cuando los hombres los odien, los excluyan, los insulten y los proscriban, considerándolos infames a causa del Hijo del hombre!
¡Alégrense y llénense de gozo en ese día, porque la recompensa de ustedes será grande en el cielo! ¡De la misma manera los padres de ellos trataban a los profetas!
Pero ¡ay de ustedes los ricos, porque ya tienen su consuelo!¡Ay de ustedes, los que ahora están satisfechos, porque tendrán hambre!¡Ay de ustedes, los que ahora ríen, porque conocerán la aflicción y las lágrimas!¡Ay de ustedes cuando todos los elogien! ¡De la misma manera los padres de ellos trataban a los falsos profetas!»
El domingo pasado decíamos que cada persona que viene a este mundo tiene una vocación, que cada vida tiene un propósito y que encontrarlo y realizarlo nos da una felicidad profunda. Profunda, porque no nos la arrebatan las contradicciones ni las adversidades.
Hoy escuchamos a Jesús hablar de bienaventurados, felices… el anhelo de felicidad está en el corazón de cada persona. Todos deseamos ser dichosos y eso es lo que, de una manera o de otra, estamos buscando cada día de nuestra vida. Pero ¿qué es lo que buscamos, exactamente? ¿Cómo definir esa felicidad? Lo que sentimos es que se trata de algo que nos falta, algo que todavía no poseemos, algo que no hemos alcanzado plenamente, aunque vivamos momentos felices que lo anticipan y nos lo hacen gustar.

¿Cuál es el mensaje de las bienaventuranzas? ¿Qué eco provocan en nosotros? Sin duda, tienen algo de desconcertante, de paradójico, con sus fuertes contrastes, a contrapelo de los mensajes que podemos escuchar desde otra mentalidad o desde tantos anuncios publicitarios… los pobres, los hambrientos, los que lloran, los perseguidos… ¡felices! ¿No son acaso felices los que tienen bienes en abundancia, los que están satisfechos, los que ríen, los que son reconocidos y elogiados por todos? Y sin embargo, a ellos Jesús les dice “¡Ay de ustedes…!”

Sin embargo, las bienaventuranzas encierran una promesa, una respuesta al anhelo que está en el fondo de nuestro ser. Si los contrastes nos desconciertan, la promesa nos atrae y nos abre la esperanza de encontrar un día la felicidad auténtica. Las bienaventuranzas son el gran llamado a la felicidad en el seguimiento de Jesús. Mateo coloca a Jesús en la altura para que ese escenario evoque a Moisés, bajando del monte Sinaí con las tablas de la Ley, los diez mandamientos.
A continuación de las bienaventuranzas, Mateo continúa el discurso de Jesús explicando los mandamientos: no se trata de abolirlos, sino de llevarlos a su plenitud, de cumplirlos en profundidad. Las bienaventuranzas, precisamente, ayudan a quien quiere seguir a Jesús y vivir la ley de Dios según su enseñanza.

Para entender las bienaventuranzas, nos ayuda el Papa Francisco, en su reciente visita a Abu Dabi:
Miremos cómo vivió Jesús: pobre de cosas y rico de amor, devolvió la salud a muchas vidas, pero no se ahorró la suya. Vino para servir y no para ser servido; nos enseñó que no es grande quien tiene, sino quien da. Fue justo y dócil, no opuso resistencia y se dejó condenar injustamente. De este modo, Jesús trajo al mundo el amor de Dios. Solo así derrotó a la muerte, al pecado, al miedo y a la misma mundanidad, solo con la fuerza del amor divino. 
¿Por qué son dichosos los discípulos de Jesús, a quiénes Él dirige sus palabras? Detengámonos en las promesas: la primera es el Reino de Dios, la entrada en la vida misma de Dios. A sus discípulos, Jesús les dice que el Reino ya les pertenece y que ellos pertenecen al Reino desde ahora. “Serán saciados…” ¿Saciados por quién? Esa voz pasiva, serán saciados, esconde la acción de Dios. La justicia de Dios hará que sean saciados, que encuentren la verdadera alegría, que reciban la recompensa de todos los justos que los precedieron y que sufrieron también persecución por causa del Reino de Dios.

Las bienaventuranzas hablan de una justicia de Dios, que enaltece al que ha sido humillado injustamente, al que ha sido despreciado y descartado y, por otra parte, humilla a quienes se confiaron en su poder y en sus riquezas, se olvidaron del prójimo y no pusieron su confianza en Dios. En la primera lectura, el profeta Jeremías proclama:
¡Maldito el hombre que confía en el hombre
mientras su corazón se aparta del Señor!
Y en cambio, declara:
¡Bendito el hombre que confía en el Señor
y en él tiene puesta su confianza!
Amigas, amigos… no desconfiemos del amor de Dios. Pongamos nuestra confianza en Él y en sus promesas. Acerquémonos a Jesús de corazón. Él llama a todos a estar con Él, a seguirlo en el camino de nuestra vida. Contemplemos a María, su Madre, la bienaventurada, la Macarena. Leamos con ella las bienaventuranzas: contemplémosla en su humildad, en su pobreza, en su llanto… contemplémosla en el Reino, compartiendo la vida de su Hijo, intercediendo por nosotros. Con ella, sigamos el camino de Jesús.

Gracias por su lectura. Que el Señor los bendiga y hasta la próxima semana si Dios quiere.

Mons. Roberto Cáceres: la vida luminosa de un hombre de esperanza





Mons. Roberto tuvo una vida larga, pero, sobre todo, plenamente vivida. Desde niño sintió el llamado al sacerdocio, alentado por una familia que recibió y apoyó esa vocación como un don de Dios no sólo para su hijo y para la Iglesia, sino para ellos mismos.

En sus años de Seminario, llegó circunstancialmente a Melo para participar del Congreso Eucarístico Diocesano convocado por Mons. Paternain en 1944. Tenía entonces 23 años. Al año siguiente, el 15 de julio, fue ordenado sacerdote para la arquidiócesis de Montevideo.

Siempre recordó con cariño aquella primera visita que un día adquiriría para él otro relieve, porque fue su primera presencia en medio de un pueblo al que ya estaba destinado, aunque nadie, mucho menos él mismo, lo supiera o lo presintiera entonces. 

Sus años de sacerdote lo fueron llevando por las parroquias de Canelones y Paso Molino y en la asesoría de la Acción Católica, acompañando a los laicos en su compromiso en el mundo. A fines de 1950 fue nombrado primer párroco de Nuestra Señora del Perpetuo Socorro, en la Cruz de Carrasco, donde estuvo más de once años y donde ha seguido siendo querido y recordado por los fieles.

Y desde allí, a Melo. El mismo ha contado muchas veces su conversación con el Sr. Nuncio de la época, Mons. Forti, sobre su lema episcopal.

El nuncio le preguntó si ya había elegido un lema y Mons. Roberto le dijo que no, porque no pensaba hacer escudo… “¡cómo que no!”, le dijo el Nuncio y le insistió en que debía hacerlo. Entonces Monseñor le dijo: “bueno, si tengo que hacer escudo, que sea una simple cruz”. Es el escudo que todos conocemos. Pero faltaba el lema; entonces el Nuncio empezó a sugerir: “In cruce salus”, “en la cruz está la salvación”. Monseñor Roberto le explicó que en ese tiempo había una propaganda del agua Salus, que decía Salus shshshsh. El Nuncio siguió pensando: “Per crucem ad lucem”, “de la cruz a la luz”; Monseñor le dijo: “estoy en la Cruz de Carrasco… la gente va a decir ‘este se va del barrio y se va a la luz’”. El Nuncio se quedó un momento en silencio, pero no se le ocurrió otra cosa. Mons. Roberto tenía pensado un lema, recordando la historia de David y Goliat. David le dice al gigante: “tú vienes a mí con tus armas; yo voy a ti in nomine Domini, en el Nombre del Señor”. Pero ahí no dijo nada. Unos días después, el Nuncio lo llama para decirle que en Melo había un ambiente adverso, como de desconfianza, porque venía pasando un Obispo detrás del otro, los nombraban, estaban un corto tiempo y los trasladaban. El Nuncio lo invitó a comer para animarlo, pero Mons. no estaba afligido. Comprendía la inquietud de la gente, pero él era un hombre joven y estaba entusiasmado con su nueva misión. El Nuncio, sin embargo, seguía preocupado, pero le dijo: “usted vaya tranquilo, vaya In Nomine Domini”. Entonces Mons. Roberto le dijo: “justo: ése es el lema que yo había elegido”.

El 19 de marzo de 1962 recibió la ordenación episcopal y el 8 de abril asumió la conducción del Pueblo de Dios en estas tierras arachanas y olimareñas. Vino “en el nombre del Señor”, como David frente a Goliat, aunque sin ningún espíritu bélico.

En setiembre de ese mismo año fue llamado a participar en el gran acontecimiento de la Iglesia Católica en el siglo XX: el Concilio Vaticano II.

Estuvo en sus cuatro sesiones, íntegramente, sin perder ningún momento de reunión ni celebración. “Cero faltas”, como él decía alegremente.

Pero no solo estuvo presente. Estuvo activamente presente. Luego de las sesiones, había reuniones espontáneas de obispos, charlas de teólogos, debates… allí estuvo también. Él decía que el Concilio había sido su escuela de Obispo.

A través de La Voz de Melo fue presentando enfoques de la enseñanza del Concilio, esos Enfoques que luego se hicieron los “Enfoques Dominicales” que siguió entregando hasta hace pocos años y que ahora tengo el honor de continuar.

De las enseñanzas del Concilio, Mons. Roberto tenía algunas que se volvieron sus temas favoritos. No perdía ocasión de volver sobre ellos: la Iglesia como Pueblo de Dios[i], formada por todos los bautizados; el sacerdocio común de todos los fieles[ii], capaces de hacer cada día la ofrenda de su vida a Dios; la vocación universal a la santidad[iii], que no es sólo para gente extraordinaria sino para todos, para vivirla en la vida de cada día. A Mons. Roberto le hubiera gustado mucho la reciente encíclica del Papa Francisco que nos habla de “los santos de la puerta de al lado”[iv].

Con el bagaje conciliar, sumado a su experiencia previa de párroco, fue metiéndose en la vida de la Iglesia y de la gente de Cerro Largo y Treinta y Tres, haciendo suyos “Los gozos y las esperanzas, las tristezas y las angustias”[v] de todos ellos.

Después de dos obispos que pasaron un poco rápidamente, él se quedó con nosotros 34 años como obispo diocesano y luego, como obispo emérito, 20 años más en la ciudad de Treinta y Tres y en los tres últimos años en el Hogar Sacerdotal, en Montevideo.

Hombre de radio, no perdió la oportunidad de hacerse presente por ese medio en todos los espacios que se le abrieron generosamente. Su voz, su expresión, su manera de narrar o aún de teatralizar situaciones para explicarse mejor, eran inconfundibles. También son reconocibles sus líneas en la revista diocesana COMUNIÓN, donde no se olvidaba de consignar y los cumpleaños, aniversarios, viajes, fallecimientos de sus diocesanos, consigna siempre acompañada de alguna palabra de afecto.

Por su edad, Mons. Roberto perteneció a la llamada “generación del ’45”, esa generación a la que pertenecieron, entre otros, intelectuales y artistas como Carlos Maggi, Ángel Rama, Carlos Real de Azúa, Mario Benedetti, el melense Emir Rodríguez Monegal, Ida Vitale, Idea Vilariño, nacidos alrededor de 1920. Gente brillante.

El brillo es el intenso destello de la luz. Aparece muchas veces en la erudición o en la eficiencia y ejecutividad de las acciones… el brillo atrae, pero a veces molesta, hace que apartemos los ojos. Y él no quería molestar a nadie.

Mucho más que una persona brillante, él fue una persona luminosa. A él le cabe bien la expresión con que Louis de Wohl[vi] describiera a Santo Tomás de Aquino: el portador de “una luz apacible”, la luz de Cristo, luz del mundo. Mons. Roberto puso en práctica sin esfuerzo, de una forma natural, la palabra de Jesús: “ustedes son la luz del mundo”, “brille así su luz ante los hombres”.
De muchas formas se manifestaba esa luz apacible. Mencionaré dos:

-          Su manera de acercarse a los demás. ¡Cuántas veces lo vi sentarse junto a completos desconocidos -el taxista, un compañero de asiento- y en pocos segundos entablar animada conversación!
-          Su manera de ver la realidad: ver el bien, ver el lado luminoso, aún en medio de las catástrofes. En él se hacía realidad el proverbio bíblico:
“Una mirada luminosa alegra el corazón; una buena noticia reanima el vigor” (Proverbios 15,30)

Algunos decían que era un hombre optimista. Un hermano Obispo llegó a decirle, bromeando “vos estás enfermo de optimismo”. Yo creo que él no era un optimista, sino algo mucho más profundo. Era un hombre de esperanza. Un hombre que supo ponerse en todo momento en manos de Dios, sabiendo que hacia él caminaba. 
Que la luz de esa esperanza que él supo comunicar y sostener “en el nombre del Señor” siga iluminando el camino de todo el Pueblo de Dios que peregrina en Cerro Largo y Treinta y Tres.

+ Heriberto
Melo, 13 de febrero de 2019.
Misa con motivo del primer mes del fallecimiento de Mons. Cáceres.


[i] Concilio Ecuménico Vaticano II. Constitución dogmática sobre la Iglesia Lumen Gentium, capítulo II “El Pueblo de Dios”
[ii] Lumen Gentium, N° 10
[iii] Lumen Gentium, capítulo V “Vocación universal a la santidad en la Iglesia”
[iv] Papa Francisco, Exhortación apostólica Gaudete et Exsultate, sobre el llamado a la santidad en el mundo actual, 6-9.
[v] Concilio Ecuménico Vaticano II. Constitución pastoral Gaudium et Spes sobre la Iglesia en el mundo actual, 1.
[vi] Louis de Wohl, La luz apacible. Novela sobre Santo Tomás de Aquino y su tiempo.1ª edición, 1949.

viernes, 8 de febrero de 2019

«Gratis habéis recibido; dad gratis» (Mt 10,8) Mensaje del Papa Francisco para la XXVII Jornada Mundial del Enfermo.

Iglesia del Colegio San Francisco Javier, en Calcuta, India,
donde se hará la celebración central de la Jornada.
 MENSAJE DEL SANTO PADRE FRANCISCO
PARA LA XXVII JORNADA MUNDIAL DEL ENFERMO 2019
«Gratis habéis recibido; dad gratis» (Mt 10,8) 

Queridos hermanos y hermanas:

«Gratis habéis recibido; dad gratis» (Mt 10,8). Estas son las palabras pronunciadas por Jesús cuando envió a los apóstoles a difundir el Evangelio, para que su Reino se propagase a través de gestos de amor gratuito.

Con ocasión de la XXVII Jornada Mundial del Enfermo, que se celebrará solemnemente en Calcuta, India, el 11 de febrero de 2019, la Iglesia, como Madre de todos sus hijos, sobre todo los enfermos, recuerda que los gestos gratuitos de donación, como los del Buen Samaritano, son la vía más creíble para la evangelización. El cuidado de los enfermos requiere profesionalidad y ternura, expresiones de gratuidad, inmediatas y sencillas como la caricia, a través de las cuales se consigue que la otra persona se sienta “querida”.

La vida es un don de Dios —y como advierte san Pablo—: «¿Tienes algo que no hayas recibido?» (1 Co 4,7). Precisamente porque es un don, la existencia no se puede considerar una mera posesión o una propiedad privada, sobre todo ante las conquistas de la medicina y de la biotecnología, que podrían llevar al hombre a ceder a la tentación de la manipulación del “árbol de la vida” (cf. Gn3,24).

Frente a la cultura del descarte y de la indiferencia, deseo afirmar que el don se sitúa como el paradigma capaz de desafiar el individualismo y la contemporánea fragmentación social, para impulsar nuevos vínculos y diversas formas de cooperación humana entre pueblos y culturas. El diálogo, que es una premisa para el don, abre espacios de relación para el crecimiento y el desarrollo humano, capaces de romper los rígidos esquemas del ejercicio del poder en la sociedad. 

La acción de donar no se identifica con la de regalar, porque se define solo como un darse a sí mismo, no se puede reducir a una simple transferencia de una propiedad o de un objeto. Se diferencia de la acción de regalar precisamente porque contiene el don de sí y supone el deseo de establecer un vínculo. El don es ante todo reconocimiento recíproco, que es el carácter indispensable del vínculo social. En el don se refleja el amor de Dios, que culmina en la encarnación del Hijo, Jesús, y en la efusión del Espíritu Santo.

Cada hombre es pobre, necesitado e indigente. Cuando nacemos, necesitamos para vivir los cuidados de nuestros padres, y así en cada fase y etapa de la vida, nunca podremos liberarnos completamente de la necesidad y de la ayuda de los demás, nunca podremos arrancarnos del límite de la impotencia ante alguien o algo. También esta es una condición que caracteriza nuestro ser “criaturas”. El justo reconocimiento de esta verdad nos invita a permanecer humildes y a practicar con decisión la solidaridad, en cuanto virtud indispensable de la existencia.

Esta conciencia nos impulsa a actuar con responsabilidad y a responsabilizar a otros, en vista de un bien que es indisolublemente personal y común. Solo cuando el hombre se concibe a sí mismo, no como un mundo aparte, sino como alguien que, por naturaleza, está ligado a todos los demás, a los que originariamente siente como “hermanos”, es posible una praxis social solidaria orientada al bien común. No hemos de temer reconocernos como necesitados e incapaces de procurarnos todo lo que nos hace falta, porque solos y con nuestras fuerzas no podemos superar todos los límites. No temamos reconocer esto, porque Dios mismo, en Jesús, se ha inclinado (cf. Flp 2,8) y se inclina sobre nosotros y sobre nuestra pobreza para ayudarnos y regalarnos aquellos bienes que por nosotros mismos nunca podríamos tener.

En esta circunstancia de la solemne celebración en la India, quiero recordar con alegría y admiración la figura de la santa Madre Teresa de Calcuta, un modelo de caridad que hizo visible el amor de Dios por los pobres y los enfermos. Como dije con motivo de su canonización, «Madre Teresa, a lo largo de toda su existencia, ha sido una generosa dispensadora de la misericordia divina, poniéndose a disposición de todos por medio de la acogida y la defensa de la vida humana, tanto la no nacida como la abandonada y descartada. […] Se ha inclinado sobre las personas desfallecidas, que mueren abandonadas al borde de las calles, reconociendo la dignidad que Dios les había dado; ha hecho sentir su voz a los poderosos de la tierra, para que reconocieran sus culpas ante los crímenes […] de la pobreza creada por ellos mismos. La misericordia ha sido para ella la “sal” que daba sabor a cada obra suya, y la “luz” que iluminaba las tinieblas de los que no tenían ni siquiera lágrimas para llorar su pobreza y sufrimiento. Su misión en las periferias de las ciudades y en las periferias existenciales permanece en nuestros días como testimonio elocuente de la cercanía de Dios hacia los más pobres entre los pobres» (Homilía, 4 septiembre 2016).

Santa Madre Teresa nos ayuda a comprender que el único criterio de acción debe ser el amor gratuito a todos, sin distinción de lengua, cultura, etnia o religión. Su ejemplo sigue guiándonos para que abramos horizontes de alegría y de esperanza a la humanidad necesitada de comprensión y de ternura, sobre todo a quienes sufren.

La gratuidad humana es la levadura de la acción de los voluntarios, que son tan importantes en el sector socio-sanitario y que viven de manera elocuente la espiritualidad del Buen Samaritano. 

Agradezco y animo a todas las asociaciones de voluntariado que se ocupan del transporte y de la asistencia de los pacientes, aquellas que proveen las donaciones de sangre, de tejidos y de órganos. Un ámbito especial en el que vuestra presencia manifiesta la atención de la Iglesia es el de la tutela de los derechos de los enfermos, sobre todo de quienes padecen enfermedades que requieren cuidados especiales, sin olvidar el campo de la sensibilización social y la prevención. Vuestros servicios de voluntariado en las estructuras sanitarias y a domicilio, que van desde la asistencia sanitaria hasta el apoyo espiritual, son muy importantes. De ellos se benefician muchas personas enfermas, solas, ancianas, con fragilidades psíquicas y de movilidad. Os exhorto a seguir siendo un signo de la presencia de la Iglesia en el mundo secularizado. El voluntario es un amigo desinteresado con quien se puede compartir pensamientos y emociones; a través de la escucha, es capaz de crear las condiciones para que el enfermo, de objeto pasivo de cuidados, se convierta en un sujeto activo y protagonista de una relación de reciprocidad, que recupere la esperanza, y mejor dispuesto para aceptar las terapias. El voluntariado comunica valores, comportamientos y estilos de vida que tienen en su centro el fermento de la donación. Así es como se realiza también la humanización de los cuidados.

La dimensión de la gratuidad debería animar, sobre todo, las estructuras sanitarias católicas, porque es la lógica del Evangelio la que cualifica su labor, tanto en las zonas más avanzadas como en las más desfavorecidas del mundo. Las estructuras católicas están llamadas a expresar el sentido del don, de la gratuidad y de la solidaridad, en respuesta a la lógica del beneficio a toda costa, del dar para recibir, de la explotación que no mira a las personas.
Os exhorto a todos, en los diversos ámbitos, a que promováis la cultura de la gratuidad y del don, indispensable para superar la cultura del beneficio y del descarte. Las instituciones de salud católicas no deberían caer en la trampa de anteponer los intereses de empresa, sino más bien en proteger el cuidado de la persona en lugar del beneficio. Sabemos que la salud es relacional, depende de la interacción con los demás y necesita confianza, amistad y solidaridad, es un bien que se puede disfrutar “plenamente” solo si se comparte. La alegría del don gratuito es el indicador de la salud del cristiano.

Os encomiendo a todos a María, Salus infirmorum. Que ella nos ayude a compartir los dones recibidos con espíritu de diálogo y de acogida recíproca, a vivir como hermanos y hermanas atentos a las necesidades de los demás, a saber dar con un corazón generoso, a aprender la alegría del servicio desinteresado. Con afecto aseguro a todos mi cercanía en la oración y os envío de corazón mi Bendición Apostólica.

Vaticano, 25 de noviembre de 2018
Solemnidad de N. S. Jesucristo Rey del Universo

Francisco