Sí, hay alguien frente a mí… pero mis ojos no ven más allá de lo que aparece ante ellos. Como suele decirse, “vemos caras, no vemos corazones”. Aunque alguna expresión permita suponerlos o adivinarlos, no percibimos los sentimientos de la persona,
Más aún, nuestra mirada ve en forma distorsionada, porque tenemos delante un cristal de color; y todo se ve según el color del cristal con que se mire.
¿Qué veía un judío del tiempo de Jesús en un samaritano? Ante todo, veía un extranjero. Así se refiere el mismo Jesús al leproso samaritano, el único de los diez que, después de haber sido curados, regresó donde estaba Jesús, que exclamó:
«¿Ninguno volvió a dar gracias a Dios, sino este extranjero?» ἀλλογενὴς (allogenēs) (Lucas 17,18).
Judíos y samaritanos no se trataban, como lo recuerda el encuentro de Jesús con la mujer samaritana. Cuando él le pide agua, ella le responde:
«¡Cómo! ¿Tú, que eres judío, me pides de beber a mí, que soy samaritana?» (Juan 4,9).
Y el evangelista agrega:
"Los judíos, en efecto, no se trataban con los samaritanos.” (Juan 4,9).
Hablar de “extranjero” nos hace pensar en inmigrantes, personas nacidas en otra tierra, a veces con cultura y lengua muy diferentes… pero aquel leproso, aquella mujer y también el protagonista de la parábola que hoy nos ocupa, habían nacido en la tierra de Jesús. Más aún, llevaban allí siglos… y reclamaban ser descendientes de Abraham, parte de las doce tribus de Jacob. Le dice la samaritana a Jesús:
«¿Eres acaso más grande que nuestro padre Jacob… ?» (Juan 4,12).
El origen remoto de los samaritanos, de los que aún hoy existe una pequeña comunidad en el Israel moderno, es confuso y tiene que ver con la política imperial de Asiria, en el siglo VIII a. C., que consistía en el desplazamiento de poblaciones de acuerdo a los intereses del imperio. Muchos israelitas -no todos- fueron llevados a Babilonia, pero otros pueblos fueron ubicados en las tierras que quedaron en parte despobladas. Esto cuenta el segundo libro de los Reyes:
El rey de Asiria hizo venir gente de Babilonia, de Cut, de Avá, de Jamat y de Sefarvaim, y la estableció en las ciudades de Samaría, en lugar de los israelitas. Ellos tomaron posesión de Samaría y ocuparon sus ciudades. (2 Reyes 17,24)
Los pueblos llevados por los asirios se mezclaron con algunos de los israelitas que habían quedado y, en aquellos tiempos confusos, sin sacerdotes ni maestros de la Ley, fueron creando su propia versión de la fe de Israel, con sus propios lugares santos, como el monte Garizim, al que se refiere la samaritana en su diálogo con Jesús:
«Nuestros padres adoraron en esta montaña, y ustedes dicen que es en Jerusalén donde se debe adorar» (Juan 4,20)
Además de ese lugar santo diferente, los samaritanos fueron estableciendo sus propios ritos y libros sagrados. Para los judíos del tiempo de Jesús, pues, el samaritano era una especie de hereje, alguien que pretendía ser como ellos “hijo de Abraham”, pero que no lo era, ni por la sangre ni por la fe. A ese pueblo despreciado pertenece el protagonista de la parábola que Jesús nos trae este domingo y que comienza así:
«Un hombre bajaba de Jerusalén a Jericó y cayó en manos de unos ladrones, que lo despojaron de todo, lo hirieron y se fueron, dejándolo medio muerto. Casualmente bajaba por el mismo camino un sacerdote: lo vio y siguió de largo.» (Lucas 10,30-31)
El sacerdote del que nos habla Jesús en esta parábola vio al hombre herido… pero siguió de largo ¿qué es lo que vio? Un problema. Un peligro. Una realidad que podría dejarlo impuro y, por tanto, impedido de realizar ese día su servicio en el templo de Jerusalén, si es que llegaba a tiempo tras haberse detenido. Lo vio, pero siguió de largo. Lo mismo sucedió con el levita que pasó después: “lo vio y siguió su camino”.
«Pero un samaritano que viajaba por allí, al pasar junto a él, lo vio y se conmovió.» (Lucas 10,33)
No. El samaritano vio al hombre herido. ¿Judío? ¿samaritano? ¿acaso un gentil, de otro pueblo? No lo sabemos. Jesús no lo dice. Se trata de un hombre herido; gravemente herido: “medio muerto”.
El samaritano se conmovió. Dejó que lo que veían sus ojos tocara su corazón y actuó en consecuencia.
«Entonces se acercó y vendó sus heridas, cubriéndolas con aceite y vino; después lo puso sobre su propia montura, lo condujo a un albergue y se encargó de cuidarlo. Al día siguiente, sacó dos denarios y se los dio al dueño del albergue, diciéndole: "Cuídalo, y lo que gastes de más, te lo pagaré al volver".» (Lucas 10,34-35)
“¿Quién es mi prójimo?” fue la pregunta de un doctor de la Ley, que motivó que Jesús narrara esta parábola. La respuesta que podría extraerse es “el hombre herido”; ése es mi prójimo, al que debo amar como a mí mismo. Sin embargo, Jesús cambia la perspectiva:
«¿Cuál de los tres te parece que se portó como prójimo del hombre asaltado por los ladrones?» (Lucas 10,36)
Eso significa que no soy yo quien define “¿quién es mi prójimo?”, sino que es la persona necesitada quien llama a que yo me haga su prójimo.
En la parábola, actuó como prójimo el samaritano, el extranjero, aquel que pertenecía a un pueblo que creía en Dios, pero “a su manera”… Pero no es por eso que se hizo prójimo. El doctor de la ley responde adecuadamente a la pregunta sobre quién se comportó como prójimo:
«El que tuvo compasión de él» (Lucas 10,37)
Jesús concluye el diálogo diciendo al doctor de la Ley:
«Ve, y procede tú de la misma manera» (Lucas 10,37)
A través de esta parábola, Jesús nos llama a la compasión haciéndonos “prójimo” de aquel que está en necesidad. A la vez, nos llama a tener una mirada más profunda, una mirada que atraviese nuestros prejuicios, que haga transparentes nuestros cristales, para reconocer la plena humanidad en la compasión manifestada por el samaritano y actuar de la misma manera.
Los padres de la Iglesia vieron en esta parábola al mismo Jesús que pasó haciendo el bien y curando a la humanidad herida por el pecado. Es esa su misión: curar los corazones con el perdón y la misericordia de Dios. Frente a todo aquello que calificamos como “inconsolable”, “incurable”, “irreparable”, Jesús es quien consuela, cura y repara con su Gracia.
Él sigue acercándose a cada persona sufriente en cuerpo o en espíritu
“y cura sus heridas con el aceite del consuelo y el vino de la esperanza” (Prefacio común VIII, Jesús, buen samaritano)
Que, actuando de la misma manera, podamos nosotros hacer presente a Jesús en nuestro mundo necesitado de misericordia.
En esta semana
- El martes 15 recordamos a San Buenaventura, obispo y doctor de la Iglesia, gran teólogo franciscano.
- El miércoles 16, Nuestra Señora del Carmen. Es la patrona de las parroquias de Migues y de Toledo.
- El viernes 18, en el calendario civil, recordamos la Jura de la primera Constitución del Uruguay, en 1830.
- El domingo 20 se cumple un año del fallecimiento del P. Washington Conde, párroco de San Antonio de Padua, barrio Pueblo Nuevo, ciudad de Las Piedras. Lo recordamos con gratitud y oramos por su descanso eterno.
Gracias, amigas y amigos por su atención. Que los bendiga Dios todopoderoso: Padre, Hijo y Espíritu Santo. Amén.