viernes, 28 de septiembre de 2018

El círculo y la cruz (San Marcos 9,38-48)






¿Qué es una secta? En los medios de comunicación esa palabra aparece asociada a una organización religiosa o semi-religiosa en la cual sus integrantes son controlados completamente por un líder o una estructura. Los miembros de esos grupos suelen ser manipulados y aislados de sus familias y amistades, inducidos a dejar su trabajo y a vender sus propiedades y llevados a cortar contacto con el resto del mundo. En ambientes cristianos, una secta es cualquier grupo que se desvíe de las doctrinas fundamentales del cristianismo como la Santísima Trinidad o la encarnación del Hijo de Dios, por ejemplo. En el campo político también se habla de sectarismo, cuando un grupo se cierra sobre sí mismo y corta el diálogo con otros dentro de su mismo partido…
Aunque se entienda de diferentes maneras, hay algo más o menos común que es una pretensión de exclusividad, como si se dijera “nosotros somos los únicos que estamos en la verdad, todos los demás están completamente equivocados”. De ahí se pasa a la exclusión de los otros, porque “no son de los nuestros”.

En el Evangelio de este domingo escuchamos a los discípulos de Jesús decir: “no es de los nuestros”. ¿Qué significa eso realmente? ¿Cómo reaccionó Jesús ante esa expresión excluyente de parte de sus discípulos? Nos lo cuenta San Marcos:
Juan dijo a Jesús: «Maestro, hemos visto a uno que expulsaba demonios en tu Nombre, y tratamos de impedírselo porque no es de los nuestros».
Pero Jesús les dijo: «No se lo impidan, porque nadie puede hacer un milagro en mi Nombre y luego hablar mal de mí. Y el que no está contra nosotros, está con nosotros.
“No es de los nuestros” se traduce mejor como “no nos sigue a nosotros”.
Leído así, esas palabras hacen aún más ruido. Jesús llama a seguirlo a Él. Los discípulos son seguidores de Jesús. Quienes se agregan al grupo, se unen como discípulos de Jesús.

Esas expresiones: “nosotros”, “los nuestros” insinúan una actitud sectaria de los discípulos, que Jesús corrige. Los discípulos quieren cerrar un círculo alrededor de Jesús. Jesús, en cambio, que toca al leproso (1:41) que come con publicanos y pecadores (2:15-16) que recibe a los pequeños (9:36) abre el círculo. “Nadie puede hacer un milagro en mi nombre y luego hablar mal de mí”. Aquel hombre hizo el milagro en nombre de Jesús: no usó el nombre de Jesús en vano, sino para hacer el bien. No puede estar contra Jesús. De alguna forma sigue a Jesús, cree en Él.

El Concilio Vaticano II nos enseña que, “por su encarnación el Hijo de Dios se ha unido, en cierta forma a todo hombre”, a toda persona humana. Jesús vino para todos. Al mismo tiempo, creando su grupo de discípulos, Jesús puso los cimientos de la Iglesia, con Pedro como “roca”.

Pero… la Iglesia ¿no se cierra en sus miembros? ¿No forma un círculo, aunque sea grande?
La enseñanza del Concilio también dice:
Todos los hombres son llamados a esta unidad católica del Pueblo de Dios, que simboliza y promueve paz universal, y a ella pertenecen o se ordenan de diversos modos, sea los fieles católicos, sea los demás creyentes en Cristo, sea también todos los hombres en general, por la gracia de Dios llamados a la salvación. (LG 13)

Entonces… Somos miembros de la Iglesia los fieles católicos, que, como decía un biógrafo de san Juan Pablo II, “somos como los helados: venimos en diferentes sabores”. Esa diversidad dentro de la Iglesia, que es su gran riqueza, también nos llama a prevenirnos de actitudes sectarias internas. No debo discriminar a alguien porque no pertenezca al mismo grupo o movimiento al que pertenezco yo; lo que importa es que siga a Jesús y trate de vivir según el Evangelio, buscando siempre la unidad en el mismo Jesús, la común-unión en Él.

¿Qué pasa más allá de los fieles católicos, qué pasa con otros cristianos?
La Iglesia -sigue diciendo el Concilio- se reconoce unida por muchas razones con quienes, estando bautizados, se honran con el nombre de cristianos, más allá de las diferencias en algunos aspectos de la fe o el reconocimiento o no del sucesor de Pedro (LG 15).

Pero todavía el campo se abre más, porque el Concilio dice que quienes todavía no recibieron el Evangelio, se ordenan al Pueblo de Dios de diversas maneras:

En primer lugar, el pueblo judío, el pueblo de Israel, con el que Dios selló la primera alianza y en el que entró el Hijo de Dios por su encarnación.

También los que reconocen al Creador, entre los cuales están los musulmanes, que confiesan su adhesión a la fe de Abraham y adoran con nosotros a un Dios único, misericordioso, que juzgará a los hombres en el día final.

Dios tampoco está lejos de las personas que buscan “en sombras e imágenes al Dios desconocido, puesto que todos reciben de Él la vida, la inspiración y todas las cosas (cf. Hch 17,25-28)”.

Finalmente, de un modo que ignoramos, la gracia de Dios actúa también sobre aquellos que, sin conocer a Dios, escuchan la voz de su conciencia y se esfuerzan en llevar una vida recta: hombres y mujeres de buena voluntad.

Tal como escribe San Pablo a Timoteo, es voluntad de Dios “que todos los hombres se salven” (cf. 1 Tm 2,4). Por eso, Dios no cierra al hombre ningún camino. Como decía el poeta León Felipe: “Para cada hombre guarda un rayo nuevo de luz el sol... y un camino virgen Dios.”

Gilbert Chesterton, el pensador inglés, fue un hombre que de alguna manera recorrió esos caminos… primero como un no creyente pero buscador de la verdad, luego encontrando la fe con su esposa anglicana, para finalmente adherirse, con razón y corazón, a la Iglesia Católica. Chesterton compara los símbolos del círculo y la cruz. El círculo, cerrado sobre sí mismo, no puede cambiar de forma ni de tamaño sin romperse; la cruz, en cambio, puede prolongar sus dos trazos hasta el infinito, sin dejar de ser la cruz, originalmente un signo de muerte del que sin embargo brota vida eterna. La cruz representa a Cristo, camino, verdad y vida, que sigue abriendo allí sus brazos, ofreciendo a todos los hombres el encuentro con el Dios de amor y salvación.

viernes, 21 de septiembre de 2018

¿Recuperarse de adicciones? Sí, se puede. Testimonios de Fazenda de la Esperanza.



Fazenda de la Esperanza: testimonio de un joven recuperado y de dos mamás, en diálogo en HOY QUIERO HABLARTE por Radio Oriental. Una hora y seis minutos... pero sin desperdicio !!!

jueves, 20 de septiembre de 2018

“El que recibe a uno de estos pequeños … a mí me recibe” (Marcos 9,30-37)







En el año 1994, la Organización de las Naciones Unidas convocó en la ciudad de El Cairo, Egipto, una conferencia internacional sobre Población y Desarrollo. 20.000 delegados discutieron allí durante varios días sobre una variedad de asuntos relacionados con la población, incluyendo la inmigración, la salud reproductiva, la mortalidad infantil, el aborto, los métodos anticonceptivos, la planificación familiar y la educación de las mujeres.

Para esa conferencia la Madre Teresa, a quien hoy veneramos como Santa Teresa de Calcuta, envió una declaración fuerte y breve, defendiendo la vida humana desde su gestación. Al final de su mensaje, Madre Teresa dice:
“Si hay un niño que ustedes no quieren o no pueden alimentar o educar, denme ese niño. Yo no rechazaré ningún niño. A él o a ella le daré un hogar o encontraré padres que lo amen. Nosotras luchamos contra el aborto por medio de la adopción, y hemos dado miles de niños a familias que pueden cuidar de ellos. Es hermoso ver el amor y la unidad que un niño trae a una familia.
El niño es el más hermoso regalo de Dios para una familia, para una nación. Nunca rechacemos este regalo de Dios. Mi oración por cada uno de ustedes es que tengan siempre la fe para ver y amar a Dios en cada persona, incluyendo a quien todavía no ha nacido. Que Dios los bendiga.”
El Evangelio que escuchamos este domingo, precisamente, pone al niño en el centro. Jesús tomando a un niño, lo puso en medio de los discípulos y, abrazándolo, les dijo:
«El que recibe a uno de estos pequeños en mi Nombre, me recibe a mí, y el que me recibe, no es a mí al que recibe, sino a aquel que me ha enviado».
Ya el Antiguo Testamento, el libro de la Primera Alianza, señalaba el deber de caridad hacia tres grupos de personas que estaban especialmente desvalidas: el extranjero, la viuda y el huérfano. Leemos en el libro del Deuteronomio:
[Dios] hace justicia al huérfano y a la viuda, y muestra su amor al extranjero dándole pan y vestido. (Deuteronomio 10:18)
Se mostraba así una particular atención de Dios a los más débiles; pero Jesús va más lejos, al decir que quien recibe a uno de esos pequeños, lo recibe a Él mismo.

Los primeros cristianos tomaron al pie de la letra las palabras de Jesús y se preocuparon de crear hogares que recibieran a los niños huérfanos. Siglos después, nuestra diócesis de Melo, como tantos otros lugares en el mundo, tuvo varias iniciativas de ese tipo, con sacerdotes que fundaron hogares en Charqueada, Vergara, Santa Clara y Cerro Chato. Con el tiempo estos hogares se fueron reconvirtiendo en otras obras sociales, mientras queda todavía el Hogar Cristo Rey en Melo. Hoy existe una importante colaboración entre distintas instituciones de la Iglesia y de la sociedad civil con los gobiernos para llevar adelante obras de educación no formal con niños, adolescentes y jóvenes socialmente desfavorecidos.

Pero volvamos a las palabras de Jesús… Él no solo nos invita a recibir a los pequeños y a cuidar de ellos, sino que agrega otra dimensión, una dimensión sagrada: quien recibe a los pequeños lo recibe a Él, y quien lo recibe a Él, recibe al Padre. Esto significa que todo lo que toca a nuestra relación con los niños, toca a Dios. El niño es sagrado. Los pequeños se hacen prioridad; los más débiles se hacen lugar privilegiado de la presencia de Dios.

Si lo entendemos así, ¿cómo vemos los horrores por los que pasan muchos niños de hoy, despreciados, explotados, en situación de calle, convertidos en niños-soldado… o en víctimas del abuso sexual, a veces dentro de su propia familia? O cometidos “por personas consagradas, clérigos e incluso por todos aquellos que tenían la misión de velar y cuidar a los más vulnerables”, como lo recordaba hace poco el Papa Francisco, en una carta dirigida a todo el Pueblo de Dios en la que exhorta a pedir perdón por los pecados propios y aún ajenos, y a continuar los esfuerzos y trabajos para garantizar la seguridad y protejer la integridad de niños y de adultos vulnerables de cualquier forma de abuso.

Pero las palabras de Jesús, invitándonos a recibir a cada niño como presencia de Dios, llegan, paradojalmente, a continuación de una discusión entre adultos. Los discípulos, en el camino,
“… habían estado discutiendo sobre quién era el más grande”.
Tomando a un niño y colocándolo en medio de ellos, Jesús cambia el foco de la discusión y los puntos de referencia de la vida. No son los adultos, deseosos de poder y grandeza los que están en el centro, sino el niño en su humildad y en su necesidad. Recibiendo a ese pequeño se recibe al mismo Jesús que acaba de anunciar que va a ser entregado en manos de los hombres y lo matarán. Sirviendo a los más pequeños, nos hacemos servidores de Jesús y como Él tomamos el último puesto, haciéndonos servidores de todos.

Tal vez convenga aquí decir que poner al niño en el centro no significa transformarlo en “su majestad el bebé”, como un pequeño monarca absoluto, a cuyos caprichos todos obedecen. El niño está para ser amado, pero también está llamado a aprender a amar. Necesita recibir mucho de los demás, pero también aprender a dar. Debe ser cuidado con cariño por otros, pero debe también aprender a cuidar de los demás. En su momento conocerá sus derechos, pero también tiene que conocer sus propios deberes, empezando por el respeto de los derechos de los demás. El amor verdadero no es el amor complaciente, sino el amor exigente, el que hace salir lo mejor de nosotros mismos. Ése es el amor de Jesús, el amor con que nos llama a amarnos unos a otros, como Él mismo nos ha amado.

domingo, 16 de septiembre de 2018

Dedicación de la Iglesia de Santa Clara de Olimar.

El presbiterio de la nueva Iglesia

Dedicarle algo a alguien es una de las cosas lindas que podemos hacer en la vida. El enamorado le dedica una canción a la muchacha que está en sus pensamientos… o ella a él; el futbolista dedica a sus hijos el gol que marcó. El escritor o el poeta dedica su obra a un maestro o a la persona que lo alentó y lo sostuvo en su empeño… es hermoso oír a un papá o una mamá decir, de aquello que les ha costado mucho esfuerzo, “esto se lo he dedicado a mis hijos” y, más bonito aún, porque expresa una gratitud profunda, oír a un hijo o una hija presentar sus logros y decir: “para vos, mamá”, “para vos, papá”.

Hoy estamos reunidos en este espacio del viejo colegio de Santa Clara, que ha sido reformado y transformado en una Iglesia, para dedicarlo. Para dedicar esta Iglesia a Dios. A partir de hoy, este sitio se convierte en un lugar sagrado. Un espacio para el encuentro con Dios. Un lugar que, como se dice en la primera lectura “es la casa de Dios y la puerta del Cielo”. Cuando termine esta Misa, en ese hermoso sagrario que está aquí, se guardará el santísimo sacramento, es decir, el Cuerpo de Cristo y se encenderá una luz que indica que, efectivamente, Jesús está allí. Y cada vez que entremos a este templo y veamos esa luz, sabremos que Jesús está presente y podremos quedarnos un rato de rodillas delante de Él. Y cuando pasemos frente al templo, podemos recordar que Él está allí y saludarlo haciendo la señal de la cruz.

Junto con el sagrario, hay otras dos cosas que son especialmente importantes en el templo. El lugar desde donde se lee la Palabra de Dios, que llamamos ambón. Es la mesa de la Palabra. Desde allí, Cristo alimenta nuestra fe y da sentido a nuestra vida con su Evangelio. En el centro, el altar, la mesa del Pan de vida. El lugar donde Jesús se hace presente a través de la oración del sacerdote, que invoca al Espíritu Santo para que consagre el pan y el vino de modo que se hagan Cuerpo y Sangre de Cristo.

Pero si está sucediendo eso, si estamos celebrando la Misa, ya no estamos en un momento de encuentro personal con Dios, a solas con Él. Estamos con la comunidad reunida para escuchar la Palabra de Dios y recibir el Cuerpo de Cristo. Reunida también, aunque no haya Misa, en una celebración preparada por las Madres Misioneras de Jesús Verbo y Víctima, donde también escucharemos la Palabra y recibiremos la Comunión con las hostias que quedaron en el sagrario desde la última Misa. Y aquí también se reunirá la comunidad para celebrar otros sacramentos: el Bautismo, el Matrimonio.

Usamos muy comúnmente la palabra “Iglesia” para referirnos al edificio, al templo; pero la Iglesia es, ante todo, la comunidad de los bautizados, el Pueblo de Dios, la comunidad de los discípulos de Jesús. Ahí entendemos las palabras de San Pedro en la segunda lectura: “ustedes, a manera de piedras vivas, son edificados como una casa espiritual”. ¡Piedras vivas! Eso es lo que somos cada uno de nosotros. Cada uno “piedra viva” para construir la Iglesia, para superar enemistades, rivalidades, envidias, rencores y, en cambio, construir fraternidad, cercanía, encuentro; hacer comunidad.

Estas “piedras vivas” que somos nosotros, no son piedras sueltas, que se apilan de cualquier manera. La Iglesia de piedras vivas se construye sobre la piedra angular, la piedra grande, que sostiene toda la estructura. San Pedro nos habla también de esa piedra, que es Cristo. Cristo es la piedra “rechazada por los hombres pero elegida y preciosa a los ojos de Dios”. Cristo es esa piedra de que habla el salmo que hemos rezado: “la piedra que el cantero desechó”, descartó… pero que ahora “es la piedra angular”, la que sostiene todo.

Cristo nos llama a construir nuestra vida sobre el cimiento de su Palabra. “El que escucha mi palabra y la pone en práctica, es como el hombre que edificó su casa sobre la roca” (Mateo 7,24). Ser cristianos, ser discípulos de Jesús, no es posible sin escuchar su Palabra y ponerla en práctica. Practicar la Palabra de Dios no es simplemente acordarse de rezar y venir a la celebración cada tanto, o hacer alguna obra buena cuando tengo tiempo. Ser cristiano, ser discípulo de Jesús es tratar de vivir la Palabra de Dios cada día, como miembros de una familia que buscan quererse cada día más, como vecinos que se acompañan y se ayudan unos a otros, como personas de trabajo que buscan hacer las cosas bien, como ciudadanos que nos preocupamos por el bien común y por los más desamparados… en fin, ser cristiano es vivir de tal manera que se pueda decir de nosotros, lo que se dijo de Jesús: “pasó haciendo el bien”.

En el grupo de discípulos de Jesús hubo uno que se destacó por su fe. Era un hombre un poco impulsivo, pero de corazón muy generoso; sobre todo, un hombre de fe. Ese hombre fue Pedro. Él creyó en Jesús como Hijo de Dios. Por eso, por esa fe, Jesús le dijo, como escuchamos en el Evangelio “tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia”. Después de Pedro vinieron sus sucesores, hasta llegar hoy al Papa Francisco, que, igual que Pedro, sigue teniendo la misión de confirmarnos en la fe. Junto a Pedro estaban los demás apóstoles. Ellos fueron dejando también sucesores en los distintos lugares donde pasaron: así aparecimos los Obispos, para servir al Pueblo de Dios enseñando la Palabra de Dios, celebrando los sacramentos y organizando la vida de la comunidad cristiana en un lugar determinado donde se forma esa porción, esa parte del Pueblo de Dios que es una Diócesis, como nuestra diócesis de Melo, formada por los departamentos de Cerro Largo y Treinta y Tres.

Esta Iglesia está dedicada a la patrona de la parroquia, Santa Clara de Asís. Santa Clara fue la jovencita que se sintió llamada a entregar totalmente su vida a Dios junto con otras muchachas de su pueblo, a partir del testimonio de San Francisco de Asís. Francisco recibió su vocación a partir de una iglesia en ruinas, la iglesia de San Damián, donde escuchó la voz del crucifijo que se había conservado intacto: “Francisco, repara mi casa, que está a punto de derrumbarse totalmente”. Francisco tomó las palabras al pie de la letra y con sus hermanos se puso a arreglar la vieja iglesia abandonada. Pronto entendería que el llamado de Jesús era a reparar la Iglesia de piedras vivas, la comunidad de los creyentes, que estaba perdiendo el espíritu del Evangelio.

Santa Clara de Olimar, a lo largo de los años, vio quedar en ruinas dos iglesias. La segunda se está reconstruyendo ahora, para quedar como un lugar de memoria, de historia, de recuerdo. La que hoy estamos dedicando a Dios abre su puerta, como quisimos marcarlo al principio, para todos los que, humildemente, nos reconocemos pecadores, nos reconocemos personas frágiles. Aquí encontramos una fuerza que ningún ser humano tiene por sí mismo: la fuerza de Dios, que puede cambiar nuestra vida.

La puerta de la Iglesia se abrió para todos nosotros. Ahora le toca a cada uno abrir la puerta de su corazón. Jesús nos dice: “mira que estoy a la puerta y llamo. Si alguno oye mi voz y abre la puerta, entraré, y cenaré con él, y él conmigo” (Apoc. 3,20). Recordemos las palabras de san Juan Pablo II: “no tengan miedo: abran de par en par las puertas a Cristo”. Así sea.

+ Heriberto, Obispo de Melo


viernes, 14 de septiembre de 2018

Oriente Antúnez, nuevo diácono permanente para la Diócesis de Melo

 Homilía de Mons. Heriberto


Nos reunimos en esta fiesta de la Exaltación de la Santa Cruz, recordando que, en un día como hoy, en el año 1932, Mons. Miguel Paternain erigió la parroquia Nuestra Señora del Carmen. La fiesta litúrgica y este aniversario hacen ocasión propicia para que la comunidad se reúna a participar de la ordenación diaconal de Oriente.

Les invito a que contemplemos primero el misterio de la cruz, ese misterio que nunca llegamos a comprender totalmente pero que siempre arroja luz sobre nuestra vida.
Lo voy a hacer recordando la reflexión de un hombre que, como Oriente, como muchos otros varones que están aquí, recorrieron un camino largo y sinuoso hasta vivir su reencuentro o su encuentro con Jesucristo. Ese hombre fue un gran católico inglés, que murió en 1936. Se llamaba Gilbert Chesterton. En su juventud fue un agnóstico, cerrado a Dios. Fue su esposa, Frances, quien lo acercó al cristianismo, en la Iglesia Anglicana. Luego, él mismo fue dando pasos que lo llevaron a la fe católica, con una profunda convicción.

Chesterton veía que mucha gente de su tiempo pensaba que el mundo, la historia, la vida, se podía explicar con la figura del círculo. “El círculo es perfecto e infinito” dice Chesterton “pero se halla siempre limitado a su tamaño; nunca puede ser mayor ni más pequeño”. Lo que él dice se entiende si seguimos con el dedo la línea de un círculo… ¿qué haríamos, sino dar vueltas y vueltas, volver a pasar siempre por el mismo punto, sin encontrar una salida?
“Pero la cruz…” sigue diciendo el filósofo inglés “la cruz puede prolongar hasta siempre sus cuatro brazos, sin alterar su estructura”. “La cruz puede agrandarse sin cambiar nunca… el círculo vuelve sobre sí mismo y está cerrado. La cruz abre sus brazos a los cuatro vientos; es el indicador de los viajeros libres”.
“La cruz tiene en su centro una fusión y una contradicción”, “una paradoja”. Es el lugar de encuentro del hombre con Dios, es el instrumento de muerte del que surge la vida y esa vida se abre al infinito, se abre a la eternidad de Dios.

San Pablo dice de la cruz que es “escándalo para los judíos y locura para los griegos”. En eso, nuestro mundo de hoy es bastante “griego”. El cristianismo es locura para el mundo. Para mucha gente, lo que Oriente ha pedido y va a recibir, este sacramento del Orden, es incomprensible, o se entiende solo a medias… Pero esto sucede con cualquier paso que demos en seguimiento de Cristo, en seguimiento en serio. Ser diácono permanente, al igual que ser un esposo y un padre cristiano, o un obrero, un comerciante, un profesional cristiano, un policía, un militar o un gobernante cristiano, o lo que seamos en la vida… no es hacer del seguimiento de Jesús algo para los ratos libres, para hacer alguna obra buena y después ir llevando el resto de nuestra vida como vaya saliendo. Ser cristiano es pasar por la vida como Jesús, que “pasó haciendo el bien”. Y como decía la canción que escribió un maestro rural “si hacer el bien da alegría / costarnos suele una cruz”. Pero, como nos muestra Chesterton, la cruz no nos encierra. No nos mete en un círculo. Al contrario, nos abre cada día más a Dios, a los hermanos, al mundo al que somos enviados por el amor de Jesucristo.

Pero vamos a profundizar un poco más en lo que asume hoy Oriente, que se integra hoy a ese cuerpo diaconal que comenzó a formarse hace 40 años con la ordenación de Néstor, a la que siguieron luego otros… recordemos a Víctor, que partió a la casa del Padre; pero tenemos al propio Néstor, a Luis, a Mario y a Juan Carlos, como testigos de la Diaconía de Cristo entre nosotros.

“Diácono” significa servidor; y este ministerio configura a quien lo recibe con Cristo “que se hizo el último y el servidor de todos”.

Hubo diáconos en los primeros tiempos de la Iglesia, durante varios siglos. Su figura fue quedando solo como una etapa hacia el sacerdocio, hasta que el Concilio Vaticano II restableció este ministerio en forma permanente. Hace 50 años, en la II Conferencia de los Obispos de América Latina, en Medellín, se miró con esperanza este resurgir del diaconado y se alentaba a formarlos para
“crear nuevas comunidades cristianas o alentar las existentes, a fin de que el Misterio de la Iglesia pueda realizarse en ellas con mayor plenitud… se cuidará también de capacitarlos en orden a una acción efectiva en los campos de la evangelización y del desarrollo integral”.

El servicio de los diáconos a la comunidad se despliega en tres dimensiones: la Palabra, la Liturgia y la Caridad.

La Palabra es la Palabra de Dios. En la ordenación se le entrega al diácono el Evangelio diciéndole:
"Recibe el Evangelio de Cristo del cual has sido constituido mensajero; convierte en fe viva lo que lees, y lo que ha hecho fe viva enséñalo, y cumple aquello que has enseñado".

La Liturgia es el conjunto de prácticas por las que se desarrolla el culto. En la Misa, en el Bautismo, en el Matrimonio y en otras acciones litúrgicas, el Diácono no está “de adorno”: tiene su papel propio.

La Caridad es el gran mandamiento de Cristo: "ámense unos a otros como yo los he amado". Los primeros diáconos fueron llamados especialmente para atender a las viudas y huérfanos de la primera comunidad cristiana. San Lorenzo, diácono y mártir, se ocupaba especialmente de la atención de los pobres.

Las tres funciones están unidas. No se oponen, sino que se complementan. El diácono las vive en cada lugar según las necesidades y las circunstancias de la comunidad a la que le toca servir. Oriente lleva ya un camino como feligrés de esta comunidad, como cursillista y ha ido asumiendo distintos servicios, como su participación en el equipo de pastoral carcelaria.


Oriente, hermano, tú que sales en correr en bicicleta, sabes bien que el cartel que dice “llegada” no es un final, sino un nuevo punto de partida. Que esa carrera que has corrido es resultado de un tiempo largo de preparación y entrenamiento; y haber llegado a esa meta te pone de nuevo en carrera, te pone de nuevo a prepararte nuevamente para la próxima.

La ordenación diaconal, como las que corresponden a los otros grados del sacramento del orden, son puntos de llegada, después de una preparación… pero son punto de partida de una carrera aún más larga por recorrer, donde el entrenamiento se va dando en la misma práctica; donde hay que seguir aprendiendo en la marcha.

San Pablo, que conocía bien el mundo de los atletas de su época, tiene un párrafo que te puede ayudar a unir tu propia experiencia deportiva con este nuevo esfuerzo que estás emprendiendo. Dice el apóstol:
“¿No saben que en el estadio todos corren, pero uno solo gana el premio? Corran, entonces, de manera que lo ganen. Los atletas se privan de todo, y lo hacen para obtener una corona que se marchita; nosotros, en cambio, por una corona incorruptible. Así, yo corro, pero no sin saber adónde; peleo, no como el que da golpes en el aire. Al contrario, castigo mi cuerpo y lo tengo sometido, no sea que, después de haber predicado a los demás, yo mismo quede descalificado.” (1 Co 9,24-27).

Te animo, pues, con las palabras de Pablo, a que sigas empeñándote, trabajando, entrenando, aprendiendo, para que siguiendo a Jesús, llevando tu propia cruz, viviendo íntegramente tu vida cristiana y realizando generosamente tu servicio diaconal, puedas recibir de Cristo esa corona que no se marchita ni es para uno solo, sino para todos los que perseveran en Él. Así sea.

miércoles, 12 de septiembre de 2018

“Ustedes, a manera de piedras vivas, son edificados como una casa espiritual” (1 Pedro 2,5)







Este domingo nuestra Diócesis vive un gran acontecimiento: la dedicación de de la nueva iglesia parroquial de Santa Clara de Olimar, en el departamento de Treinta y Tres, resultado de la reforma del antiguo colegio. Vamos a conocer la historia de esta parroquia y el significado de esta celebración, teniendo como telón de fondo las palabras del apóstol Pedro, que nos recuerdan que, al mismo tiempo que se construye el edificio de ladrillo o piedra, tenemos que seguir construyendo la comunidad de piedras vivas, donde cada uno está llamado a ocupar un lugar.

En 1873 ya había una capilla

En 1978 Santa Clara celebró su centenario. Un hijo de ese pago, Omar Medina Soca, recogió esa historia en su libro “Santa Clara del Olimar Grande 1878-1978”. Al abrir esas páginas, pronto descubrimos que, antes de la creación del pueblo, ya había una capilla dedicada a Santa Clara de Asís. En 1873 la capilla funcionaba como vice parroquia. El Padre Joaquín Vázquez inició los libros de bautismos y de matrimonios. Allí pronto figurarían los casamientos de los hermanos Saravia, de marcado protagonismo en la vida nacional: Gumersindo con Amelia Rodríguez; Basilicio con Elvira da Rosa y, en 1878, el joven Aparicio con Cándida Díaz.

En ese año del casamiento de Aparicio y Cándida, un vecino de la zona, Modesto Polanco, recibió autorización del gobierno para formar un pueblo en terrenos ubicados en las nacientes del río Olimar. En 1900 Santa Clara del Olimar Grande era un pueblo de 200 habitantes con su bonita capilla de Santa Clara.

Santa Clara de Asís

Santa Clara de Asís fue la jovencita que se sintió llamada a entregar totalmente su vida a Dios junto con otras jóvenes de su tiempo, a partir del testimonio de San Francisco de Asís. Francisco recibió su vocación a partir de una iglesia en ruinas, la iglesia de San Damián, donde escuchó la voz del crucifijo que se había conservado intacto: “Francisco, repara mi casa, que está a punto de derrumbarse totalmente”. Francisco tomó las palabras al pie de la letra y con sus hermanos se puso a arreglar la vieja iglesia abandonada. Pronto entendería que el llamado de Jesús era a reparar la Iglesia de piedras vivas, la comunidad de los creyentes, que estaba perdiendo el espíritu del Evangelio.

Por alguna razón, Santa Clara ha visto también derrumbarse sus templos. La “bonita capilla” de 1900 estaba en ruinas catorce años más tarde; pero ya se estaba construyendo en piedra una nueva iglesia, bajo la dirección del arquitecto Miguel Echandi, que fue inaugurada en 1917.

P. Bartolomé: desde S. Clara al martirio en Barcelona

Fueron muchos los sacerdotes que pasaron por la que era todavía una vice parroquia. Quiero detenerme en uno de ellos, porque merece ser particularmente recordado: el Padre Bartolomé Pons Sintes.

Bartolomé nació en Menorca, una de las Islas Baleares. Vino a Uruguay como misionero y llegó a Melo en 1919, junto con el primer Obispo, Mons. José Marcos Semería, que lo envió a la parroquia de Rivera. En 1921 el Obispo lo cambió a Santa Clara. El Padre Pons trajo a su madre, pero ella no se adaptó al Uruguay y se enfermó. Con pena, el sacerdote regresó a España. Sus fieles lamentaron su partida, pero lo despidieron con mucho cariño y le regalaron un hermoso reloj de cadena, que tuvo en sus manos el día de su muerte.
Mientras ejercía su ministerio sacerdotal en la provincia de Barcelona, a pocos días de comenzada la Guerra Civil Española, fue detenido y escarnecido. Se le hizo a cuchillo una cruz en el pecho y se le ultimó con dos balas en la cabeza. Fue el 29 de julio de 1936.
Bartolomé Pons Sintes no es beato porque la Diócesis de Barcelona no introdujo su causa de beatificación, aunque lo reconoce entre los 1.000 sacerdotes mártires de aquellos años. Merece el recuerdo de Santa Clara, ya que, hasta el final, él tuvo en sus manos aquel objeto querido que le recordaba su vida de pastor en tierras uruguayas.

1932 ¡Ahora sí, Parroquia!

En 1932 Mons. Miguel Paternain, obispo de Florida-Melo, decidió convertir la vice parroquia de Santa Clara en parroquia. Pasaron por allí sacerdotes que están aún presentes en la memoria de los santaclarenses: Félix García Álvarez, Antonio Petralanda, el misionero jesuita Juan Carlos Pérez y finalmente Omar Alonso. El Padre Alonso tuvo que dejar la iglesia de 1917, que tenía riesgo de derrumbe, lo que efectivamente ocurrió en 2016. La vida parroquial funcionaba en el colegio, convertido en hogar de niños.

Llegaron las Madre Misioneras

La falta de vocaciones sacerdotales hizo que el Obispo Luis del Castillo buscara otra forma de atender a los fieles católicos. Encontró así una congregación religiosa peruana, Misioneras de Jesús Verbo y Víctima, cuya característica es ir a lugares que no cuentan con sacerdotes. En 2001 llegaron a Santa Clara, con Madre Juana como primera superiora y se hicieron también cargo de la vecina parroquia de San José en Tupambaé, además de algunas poblaciones más pequeñas de la zona.

Las Misioneras desplegaron su labor desde el viejo colegio, convertido en su casa y centro pastoral. Allí funcionaba una pequeña capilla. El derrumbe de una parte del techo redujo aún más el espacio de celebración. Surgió así la idea de rehacer la capilla dentro del interior del Colegio, pero de forma que se ingresara desde la calle directamente a la Iglesia, como lo pidieron algunos de los fieles que fueron a planteárselo al Obispo. Esta es la Iglesia que se inaugurará este domingo.

La dedicación de la Iglesia

La celebración comenzará ante la puerta cerrada del templo, que se abrirá para que ingresen por primera vez los fieles. Una vez adentro, el Obispo rociará con agua bendita a la asamblea, así como el altar y las paredes. Se cantará el Gloria y se rezará pidiendo al Señor que derrame su Gracia para que la eficacia de su Palabra y de los sacramentos confirme en ese lugar los corazones de todos los fieles.

Las lecturas de esta Misa hacen referencia al templo… el sueño de Jacob en el que el patriarca descubre que el lugar donde ha dormido “es la casa de Dios y la puerta del Cielo”; en el Evangelio, la profesión de fe de Simón que motiva las palabras de Jesús: “Tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia”.

Destaco la segunda lectura, de la Primera carta de Pedro: “también ustedes, a manera de piedras vivas, son edificados como una casa espiritual”. Pedro nos recuerda que la Iglesia es ante todo la comunidad, las personas que la forman y no el edificio de piedra o de ladrillo. La comunidad se forma con esas “piedras vivas” de las que habla Pedro; piedras vivas que somos cada uno de los que participamos en la comunidad, donde hay siempre lugar para integrarse a la construcción, nunca terminada. El edificio es el lugar de reunión, el espacio de encuentro de la comunidad con el Señor, un sitio privilegiado para construir la comunidad.

El canto de las letanías invocará la intercesión de la Virgen María y de los santos sobre la comunidad que inaugura su nuevo templo. Se colocarán reliquias en el interior del altar. El Obispo rezará la extensa plegaria de la dedicación que culmina pidiendo que “Aquí los hombres encuentren misericordia, los oprimidos obtengan la verdadera libertad, y todos los hombres se revistan con la dignidad de los hijos tuyos, hasta que lleguen, llenos de alegría a la Jerusalén celestial”.

Seguirá la unción del altar y las paredes con el santo crisma, la incensación del altar y de la Iglesia, y la iluminación del altar. Luego continuará la Misa como habitualmente. Al finalizar la comunión, antes de guardar el santísimo sacramento, se bendecirá e incensará el nuevo sagrario, que por primera vez albergará el cuerpo de Cristo.

Así Santa Clara volverá a tener un espacio donde la comunidad se siga construyendo en torno a la Palabra y al Pan de Vida.

sábado, 8 de septiembre de 2018

Semana de la Educación Católica en Melo



El 10 de setiembre de 1815 José Artigas firmaba en Purificación dos documentos: el que sería conocido como Reglamento de tierras y una carta al Cabildo de Montevideo en la que solicitaba dos sacerdotes para fundar las “Escuelas de la Patria”.

Recordando esa presencia de la Iglesia en la educación de los niños de la Patria naciente, desde 2007 se celebra en Uruguay cada 10 de diciembre el Día de la Educación Católica.

En Melo, las diferentes instituciones de educación formal y no formal participarán en la Catedral en dos Misas presididas por el Obispo.
Esto será el miércoles 12:
10:30 - Colegio y Liceo María Auxiliadora, Instituto Monseñor Lasagna y adolescentes de la Obra Social Picapiedras.
15:00 - Colegios Agustín de la Rosa y Dámaso Antonio Larrañaga, grupos de educación inicial (4 y 5 años) de María Auxiliadora y niños de la Obra Social Picapiedras.

Algunas de las instituciones han organizado diversas actividades a lo largo de toda la semana:

Colegio Liceo María Auxiliadora 
Exposición de los "avances" del Proyecto Quinquenal CONOCER y RE-CONOCER NUESTRA REGIÓN, trabajos de todo el alumnado, desde Inicial a Bachillerato.
Desde el lunes 10 de 8:30 a 18 hs. hasta el jueves 13

Colegio Dámaso Antonio Larrañaga
Celebrando los 60 años de su fundación. 
Lunes 10. 16 hs. Exposición de trabajos realizados por los niños y muestra fotográfica.
Martes 11. 15 hs. Con música y danzas celebramos los 60 años del Colegio.
Miércoles 12. Misas en la Catedral (ver arriba).
Jueves 13:30. Pintura de murales.
Viernes 14. 14 hs. Jornada recreativa de educación física compartida con otras instituciones.

Instituto Monseñor Lasagna
Martes 11. De 8.30 a 11:30 hs. nuestra institución estará abierta a la comunidad. Exposición de fotos y representación de distintos pasajes de la vida de Don Bosco por grupos.
A cada grupo  le corresponde caracterizarse de acuerdo a una de las đécadas correspondientes a la presencia salesiana en Melo. A las 11:00 hs cierre con actividad lúdica propuesta por alumnos de Oratorio.
 

jueves, 6 de septiembre de 2018

¡Efatá, ábrete! (Marcos 7,31-37)





En el año 1620 se publicó en Madrid un libro titulado “Reducción de las letras y arte para enseñar a hablar a los mudos”, firmado por Juan de Pablo Bonet. Este pedagogo aragonés tuvo a su cargo la educación de un joven noble, sordo de nacimiento. Esa compleja tarea lo llevó a estudiar en profundidad los laberintos de la lengua hablada, la forma en que se emiten los distintos sonidos y las estructuras del lenguaje, para conseguir que los niños mudos pudieran llegar a leer y hablar.

La persona que nace sorda vive en un mundo totalmente silencioso. Esa carencia lleva a otra: la mudez. Adquirir el lenguaje hablado supone primero escuchar. El sordomudo no tiene impedimentos físicos para hablar, pero ¿cómo reproducir lo que no se oye? Es algo muy complejo… pero hay algo más complicado todavía. Sin lenguaje ¿cómo se forma el pensamiento? Juan Pablo de Bonet y otros que lo precedieron sabían que no sólo estaban enseñando a hablar o al menos a escribir: estaban dando una herramienta para pensar, para poder nombrar las cosas, tanto las del mundo exterior como las del propio mundo interior.

Algunos de los uruguayos que fueron a Rusia este año contaban que, al andar por las calles de Moscú vivieron algo remotamente parecido a lo que puede experimentar un sordomudo: aunque oían, no entendían ese idioma tan ajeno; aunque seguían teniendo el habla, no podían comunicarse en esa lengua extranjera. Más todavía, al mirar los carteles, no reconocían las letras del alfabeto cirílico… toda comunicación quedaba cerrada. El oído y la boca se volvían inútiles para la escucha y el habla.

El Evangelio de este domingo nos narra la curación de un sordomudo:
Le presentaron a un sordomudo y le pidieron que le impusiera las manos. Jesús lo separó de la multitud y, llevándolo aparte, le puso los dedos en las orejas y con su saliva le tocó la lengua. Después, levantando los ojos al cielo, suspiró y le dijo: «Efatá», que significa: «Ábrete». Y en seguida se abrieron sus oídos, se le soltó la lengua y comenzó a hablar normalmente.
Muchas veces nos presenta el evangelio relatos como éste, en que alguien recupera alguno de sus sentidos. De esa forma, Jesús rompe el aislamiento en que se encuentran las personas que padecen sordera o ceguera.

El evangelista nos dice discretamente que el sordomudo ha sido llevado a Jesús por otros: “le presentaron… le pidieron…” Son personas que se interesan por este hombre y lo presentan. Una pista de cómo debe ser la comunidad cristiana: hermanos y hermanas que se ayudan mutuamente para encontrarse con Jesús y ser sanados por Él.

Le pidieron que le impusiera las manos. Muchas veces Jesús cura con solo decir una palabra. Aquí no. Lleva aparte al sordomudo y se toma mucho más trabajo. Se necesita un recogimiento y un encuentro personal que no es posible en medio de la multitud… lo mismo que necesitamos nosotros tantas veces para encontrarnos con Jesús, personalmente o en comunidad, en un retiro.

El contacto es intenso: los dedos en las orejas, la saliva en la lengua. Pero los gestos necesitan también la palabra que les da sentido. Antes de pronunciar esa palabra, la única que dirá en este relato, Jesús levanta los ojos al Cielo. Pide al Padre que se asocie a su acción. Entonces sí, llega la palabra, la primera que escuchará este hombre sordo. El evangelista Marcos nos dejó esa palabra en arameo, la lengua que hablaba Jesús: “Efatá” y nos da la traducción: “ábrete”. No es “que se abran tus oídos”; es “ábrete”, porque es todo el hombre quien es llamado a abrirse a Jesús y a su Evangelio. Jesús ha tocado con sus dedos los oídos y la lengua del hombre. Con su palabra ahora toca su corazón.

Esta curación tiene también un sentido espiritual. Escuchándola podemos sentir nuestra propia necesidad de ser tocados por Jesús. Necesitamos que nuestros oídos o nuestros ojos se abran y que nuestra lengua se destrabe.

Escuchar y hablar no son solamente necesidades prácticas. La escucha y la palabra son dos realidades constitutivas de la vida humana. Una de las más grandes necesidades de hoy es ser escuchados, poder decir nuestra propia palabra, poder manifestar nuestros sentimientos, poder nombrar nuestra realidad interior. La “tecnología”, como suele hoy decirse, multiplica nuestras posibilidades de emitir mensajes como nadie lo hizo hasta hace muy pocos años… queremos ser escuchados. Pero necesitamos también escuchar.

Hoy Jesús vuelve a decir a cada uno de nosotros “efatá”: “ábrete”. Jesús quiere sanar nuestra sordera. Nos llama a abrir nuestro corazón para recibir sus palabras, pero también para que escuchemos con paciencia y compasión a tantos que sufren sin recibir cariño ni atención de nadie. En los temores, las preocupaciones, los padecimientos, como también en las esperanzas de la gente, llega a nosotros la llamada de Jesús. Él dice a nuestro corazón “ábrete”. Como dice el salmo: “Ojalá hoy escuchen la voz del Señor: no endurezcan el corazón”.

El evangelio concluye de una manera curiosa:
Jesús les mandó insistentemente que no dijeran nada a nadie, pero cuanto más insistía, ellos más lo proclamaban y, en el colmo de la admiración, decían: «Todo lo ha hecho bien: hace oír a los sordos y hablar a los mudos».
Es curioso. Jesús ha dado de nuevo la palabra a aquel hombre, pero no quiere ahora que nadie hable… Pero todos lo hacen, “en el colmo de la admiración” para decir “todo lo ha hecho bien”. También nosotros estamos llamados a anunciar la buena noticia de Jesús, compartiendo todo lo que Él ha hecho bien en nuestra propia vida… pero de nuevo, todo comienza por escuchar su Palabra: “efatá”, “Ábrete”.

El tesoro del Sacerdote


Cuando yo estaba en el Seminario, en ese tiempo en el Cerrito de la Victoria, había en la biblioteca un viejo libro, publicado en 1865 que tenía como título “El tesoro del sacerdote”. Estaba pensado como un verdadero manual práctico, donde se podía encontrar instrucciones y soluciones para las más diversas actividades y situaciones de la vida sacerdotal del siglo XIX.
Había también algunos consejos que a los seminaristas nos causaban mucha gracia, por ser cosas muy de otro tiempo…

El Evangelio nos habla también de un tesoro:
 “El Reino de los Cielos es semejante a un tesoro escondido en un campo, que, al encontrarlo un hombre, vuelve a esconderlo y, por la alegría que le da, va, vende todo lo que tiene y compra el campo” (Mateo 13,44).

Jesucristo es el tesoro del cristiano. Encontrarlo “da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva”, decía el Papa Benedicto. Para quien ha conocido a Jesús, ha escuchado su llamado y se ha puesto a seguirlo, todo lo demás es relativo. Esto vale para todo cristiano, para todo bautizado, pero vale especialmente para quien ha respondido a una vocación sacerdotal. Jesús llama a “dejarlo todo” para seguirlo y servirlo, especialmente en sus hermanos más pequeños (“este es el tesoro de la Iglesia”, dijo San Lorenzo, señalando a los pobres de Roma).

En ese “dejar todo” está la posibilidad de formar una familia. El celibato sacerdotal es una renuncia a un bien: el amor conyugal y la paternidad. Al mismo tiempo, es abrazar un bien: abrazar a Cristo, seguirlo con todo el corazón, sin buscar otras compensaciones para aquello a lo que se ha renunciado, agarrándose a las cosas o al dinero. Los sacerdotes diocesanos no hacemos votos de pobreza: no nos está prohibido tener propiedades personales o aún tener un trabajo pago; pero sabemos que nuestro ministerio se distorsiona si comenzamos a ocuparnos de negocios y nuestra vida comienza a girar alrededor del dinero, buscando un enriquecimiento personal. (Que no es lo mismo que buscar recursos para sostener el funcionamiento de la parroquia, el transporte, el pago de los servicios y la comida de cada día). El mismo Evangelio de Mateo nos trae otra palabra muy clara de Jesús: “donde esté tu tesoro, allí estará también tu corazón” (6,21).

El sacerdocio, en la Iglesia Católica, no es un trabajo o una profesión que se ejerce dentro de un horario, quedando el resto del tiempo en un ámbito de vida privada donde cada uno lleva su vida como le parece. No. El sacerdocio es un estado de vida. El sacerdote, antes de su ordenación, hace una promesa de celibato. Eso es parte de su total consagración a Dios y al prójimo. Se compromete así a vivir en abstinencia de relaciones sexuales, canalizando su afectividad en la consagración que ha hecho. El celibato bien entendido no es una auto represión, sino una forma de vivir una entrega de la propia persona a Dios y a los hermanos. Una promesa difícil de vivir, porque el sacerdote sigue siendo un ser humano frágil. El sacerdote que incumple su promesa y comienza una vida de promiscuidad sexual, está traicionando la vocación que recibió de Dios y la promesa con la que ha respondido a ese llamado. Para vivir en celibato y en desprendimiento de los bienes materiales, el sacerdote encuentra su fuerza en la Gracia de Dios que llegan en la oración, en la meditación de la Palabra de Dios, en su participación en los Sacramentos y en la cercanía y la atención a sus hermanos, especialmente a quienes viven alguna forma de sufrimiento.

El sacerdote diocesano es ordenado para una Diócesis. Ése es el campo primero de su ministerio. No está cerrado a la misión, pero su partida a otras tierras no es una decisión personal, sino una decisión que se discierne en comunión con los demás sacerdotes y con su Obispo, que lo envía en nombre de toda la comunidad diocesana. San Ignacio de Antioquía, Obispo que murió mártir en el año 107, escribía así:
“Deben ustedes estar acordes con el sentir de su obispo, como ya lo hacen. En cuanto al cuerpo presbiteral, digno de Dios y del nombre que lleva, esté armonizado con su obispo como las cuerdas de una lira. (…) Les conviene, por tanto, mantenerse en una unidad perfecta, para que sean siempre partícipes de Dios”.

+ Heriberto