jueves, 6 de septiembre de 2018

¡Efatá, ábrete! (Marcos 7,31-37)





En el año 1620 se publicó en Madrid un libro titulado “Reducción de las letras y arte para enseñar a hablar a los mudos”, firmado por Juan de Pablo Bonet. Este pedagogo aragonés tuvo a su cargo la educación de un joven noble, sordo de nacimiento. Esa compleja tarea lo llevó a estudiar en profundidad los laberintos de la lengua hablada, la forma en que se emiten los distintos sonidos y las estructuras del lenguaje, para conseguir que los niños mudos pudieran llegar a leer y hablar.

La persona que nace sorda vive en un mundo totalmente silencioso. Esa carencia lleva a otra: la mudez. Adquirir el lenguaje hablado supone primero escuchar. El sordomudo no tiene impedimentos físicos para hablar, pero ¿cómo reproducir lo que no se oye? Es algo muy complejo… pero hay algo más complicado todavía. Sin lenguaje ¿cómo se forma el pensamiento? Juan Pablo de Bonet y otros que lo precedieron sabían que no sólo estaban enseñando a hablar o al menos a escribir: estaban dando una herramienta para pensar, para poder nombrar las cosas, tanto las del mundo exterior como las del propio mundo interior.

Algunos de los uruguayos que fueron a Rusia este año contaban que, al andar por las calles de Moscú vivieron algo remotamente parecido a lo que puede experimentar un sordomudo: aunque oían, no entendían ese idioma tan ajeno; aunque seguían teniendo el habla, no podían comunicarse en esa lengua extranjera. Más todavía, al mirar los carteles, no reconocían las letras del alfabeto cirílico… toda comunicación quedaba cerrada. El oído y la boca se volvían inútiles para la escucha y el habla.

El Evangelio de este domingo nos narra la curación de un sordomudo:
Le presentaron a un sordomudo y le pidieron que le impusiera las manos. Jesús lo separó de la multitud y, llevándolo aparte, le puso los dedos en las orejas y con su saliva le tocó la lengua. Después, levantando los ojos al cielo, suspiró y le dijo: «Efatá», que significa: «Ábrete». Y en seguida se abrieron sus oídos, se le soltó la lengua y comenzó a hablar normalmente.
Muchas veces nos presenta el evangelio relatos como éste, en que alguien recupera alguno de sus sentidos. De esa forma, Jesús rompe el aislamiento en que se encuentran las personas que padecen sordera o ceguera.

El evangelista nos dice discretamente que el sordomudo ha sido llevado a Jesús por otros: “le presentaron… le pidieron…” Son personas que se interesan por este hombre y lo presentan. Una pista de cómo debe ser la comunidad cristiana: hermanos y hermanas que se ayudan mutuamente para encontrarse con Jesús y ser sanados por Él.

Le pidieron que le impusiera las manos. Muchas veces Jesús cura con solo decir una palabra. Aquí no. Lleva aparte al sordomudo y se toma mucho más trabajo. Se necesita un recogimiento y un encuentro personal que no es posible en medio de la multitud… lo mismo que necesitamos nosotros tantas veces para encontrarnos con Jesús, personalmente o en comunidad, en un retiro.

El contacto es intenso: los dedos en las orejas, la saliva en la lengua. Pero los gestos necesitan también la palabra que les da sentido. Antes de pronunciar esa palabra, la única que dirá en este relato, Jesús levanta los ojos al Cielo. Pide al Padre que se asocie a su acción. Entonces sí, llega la palabra, la primera que escuchará este hombre sordo. El evangelista Marcos nos dejó esa palabra en arameo, la lengua que hablaba Jesús: “Efatá” y nos da la traducción: “ábrete”. No es “que se abran tus oídos”; es “ábrete”, porque es todo el hombre quien es llamado a abrirse a Jesús y a su Evangelio. Jesús ha tocado con sus dedos los oídos y la lengua del hombre. Con su palabra ahora toca su corazón.

Esta curación tiene también un sentido espiritual. Escuchándola podemos sentir nuestra propia necesidad de ser tocados por Jesús. Necesitamos que nuestros oídos o nuestros ojos se abran y que nuestra lengua se destrabe.

Escuchar y hablar no son solamente necesidades prácticas. La escucha y la palabra son dos realidades constitutivas de la vida humana. Una de las más grandes necesidades de hoy es ser escuchados, poder decir nuestra propia palabra, poder manifestar nuestros sentimientos, poder nombrar nuestra realidad interior. La “tecnología”, como suele hoy decirse, multiplica nuestras posibilidades de emitir mensajes como nadie lo hizo hasta hace muy pocos años… queremos ser escuchados. Pero necesitamos también escuchar.

Hoy Jesús vuelve a decir a cada uno de nosotros “efatá”: “ábrete”. Jesús quiere sanar nuestra sordera. Nos llama a abrir nuestro corazón para recibir sus palabras, pero también para que escuchemos con paciencia y compasión a tantos que sufren sin recibir cariño ni atención de nadie. En los temores, las preocupaciones, los padecimientos, como también en las esperanzas de la gente, llega a nosotros la llamada de Jesús. Él dice a nuestro corazón “ábrete”. Como dice el salmo: “Ojalá hoy escuchen la voz del Señor: no endurezcan el corazón”.

El evangelio concluye de una manera curiosa:
Jesús les mandó insistentemente que no dijeran nada a nadie, pero cuanto más insistía, ellos más lo proclamaban y, en el colmo de la admiración, decían: «Todo lo ha hecho bien: hace oír a los sordos y hablar a los mudos».
Es curioso. Jesús ha dado de nuevo la palabra a aquel hombre, pero no quiere ahora que nadie hable… Pero todos lo hacen, “en el colmo de la admiración” para decir “todo lo ha hecho bien”. También nosotros estamos llamados a anunciar la buena noticia de Jesús, compartiendo todo lo que Él ha hecho bien en nuestra propia vida… pero de nuevo, todo comienza por escuchar su Palabra: “efatá”, “Ábrete”.

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