lunes, 30 de diciembre de 2019

La paz como camino de esperanza: diálogo, reconciliación y conversión ecológica. Mensaje del Papa Francisco.

 
MENSAJE DEL SANTO PADRE
FRANCISCO
PARA LA CELEBRACIÓN DE LA
53 JORNADA MUNDIAL DE LA PAZ
1 DE ENERO DE 2020

LA PAZ COMO CAMINO DE ESPERANZA:
DIÁLOGO, RECONCILIACIÓN Y CONVERSIÓN ECOLÓGICA

1. La paz, camino de esperanza ante los obstáculos y las pruebas

La paz, como objeto de nuestra esperanza, es un bien precioso, al que aspira toda la humanidad. Esperar en la paz es una actitud humana que contiene una tensión existencial, y de este modo cualquier situación difícil «se puede vivir y aceptar si lleva hacia una meta, si podemos estar seguros de esta meta y si esta meta es tan grande que justifique el esfuerzo del camino»[1].  En este sentido, la esperanza es la virtud que nos pone en camino, nos da alas para avanzar, incluso cuando los obstáculos parecen insuperables.
Nuestra comunidad humana lleva, en la memoria y en la carne, los signos de las guerras y de los conflictos que se han producido, con una capacidad destructiva creciente, y que no dejan de afectar especialmente a los más pobres y a los más débiles. Naciones enteras se afanan también por liberarse de las cadenas de la explotación y de la corrupción, que alimentan el odio y la violencia. Todavía hoy, a tantos hombres y mujeres, niños y ancianos se les niega la dignidad, la integridad física, la libertad, incluida la libertad religiosa, la solidaridad comunitaria, la esperanza en el futuro. Muchas víctimas inocentes cargan sobre sí el tormento de la humillación y la exclusión, del duelo y la injusticia, por no decir los traumas resultantes del ensañamiento sistemático contra su pueblo y sus seres queridos.
Las terribles pruebas de los conflictos civiles e internacionales, a menudo agravados por la violencia sin piedad, marcan durante mucho tiempo el cuerpo y el alma de la humanidad. En realidad, toda guerra se revela como un fratricidio que destruye el mismo proyecto de fraternidad, inscrito en la vocación de la familia humana.
Sabemos que la guerra a menudo comienza por la intolerancia a la diversidad del otro, lo que fomenta el deseo de posesión y la voluntad de dominio. Nace en el corazón del hombre por el egoísmo y la soberbia, por el odio que instiga a destruir, a encerrar al otro en una imagen negativa, a excluirlo y eliminarlo. La guerra se nutre de la perversión de las relaciones, de las ambiciones hegemónicas, de los abusos de poder, del miedo al otro y la diferencia vista como un obstáculo; y al mismo tiempo alimenta todo esto.
Es paradójico, como señalé durante el reciente viaje a Japón, que «nuestro mundo vive la perversa dicotomía de querer defender y garantizar la estabilidad y la paz en base a una falsa seguridad sustentada por una mentalidad de miedo y desconfianza, que termina por envenenar las relaciones entre pueblos e impedir todo posible diálogo. La paz y la estabilidad internacional son incompatibles con todo intento de fundarse sobre el miedo a la mutua destrucción o sobre una amenaza de aniquilación total; sólo es posible desde una ética global de solidaridad y cooperación al servicio de un futuro plasmado por la interdependencia y la corresponsabilidad entre toda la familia humana de hoy y de mañana»[2].
Cualquier situación de amenaza alimenta la desconfianza y el repliegue en la propia condición. La desconfianza y el miedo aumentan la fragilidad de las relaciones y el riesgo de violencia, en un círculo vicioso que nunca puede conducir a una relación de paz. En este sentido, incluso la disuasión nuclear no puede crear más que una seguridad ilusoria.
Por lo tanto, no podemos pretender que se mantenga la estabilidad en el mundo a través del miedo a la aniquilación, en un equilibrio altamente inestable, suspendido al borde del abismo nuclear y encerrado dentro de los muros de la indiferencia, en el que se toman decisiones socioeconómicas, que abren el camino a los dramas del descarte del hombre y de la creación, en lugar de protegerse los unos a los otros[3]. Entonces, ¿cómo construir un camino de paz y reconocimiento mutuo? ¿Cómo romper la lógica morbosa de la amenaza y el miedo? ¿Cómo acabar con la dinámica de desconfianza que prevalece actualmente?
Debemos buscar una verdadera fraternidad, que esté basada sobre nuestro origen común en Dios y ejercida en el diálogo y la confianza recíproca. El deseo de paz está profundamente inscrito en el corazón del hombre y no debemos resignarnos a nada menos que esto.

2. La paz, camino de escucha basado en la memoria, en la solidaridad y en la fraternidad

Los Hibakusha, los sobrevivientes de los bombardeos atómicos de Hiroshima y Nagasaki, se encuentran entre quienes mantienen hoy viva la llama de la conciencia colectiva, testificando a las generaciones venideras el horror de lo que sucedió en agosto de 1945 y el sufrimiento indescriptible que continúa hasta nuestros días. Su testimonio despierta y preserva de esta manera el recuerdo de las víctimas, para que la conciencia humana se fortalezca cada vez más contra todo deseo de dominación y destrucción: «No podemos permitir que las actuales y nuevas generaciones pierdan la memoria de lo acontecido, esa memoria que es garante y estímulo para construir un futuro más justo y más fraterno»[4].
Como ellos, muchos ofrecen en todo el mundo a las generaciones futuras el servicio esencial de la memoria, que debe mantenerse no sólo para evitar cometer nuevamente los mismos errores o para que no se vuelvan a proponer los esquemas ilusorios del pasado, sino también para que esta, fruto de la experiencia, constituya la raíz y sugiera el camino para las decisiones de paz presentes y futuras.
La memoria es, aún más, el horizonte de la esperanza: muchas veces, en la oscuridad de guerras y conflictos, el recuerdo de un pequeño gesto de solidaridad recibido puede inspirar también opciones valientes e incluso heroicas, puede poner en marcha nuevas energías y reavivar una nueva esperanza tanto en los individuos como en las comunidades.
Abrir y trazar un camino de paz es un desafío muy complejo, en cuanto los intereses que están en juego en las relaciones entre personas, comunidades y naciones son múltiples y contradictorios. En primer lugar, es necesario apelar a la conciencia moral y a la voluntad personal y política. La paz, en efecto, brota de las profundidades del corazón humano y la voluntad política siempre necesita revitalización, para abrir nuevos procesos que reconcilien y unan a las personas y las comunidades.
El mundo no necesita palabras vacías, sino testigos convencidos, artesanos de la paz abiertos al diálogo sin exclusión ni manipulación. De hecho, no se puede realmente alcanzar la paz a menos que haya un diálogo convencido de hombres y mujeres que busquen la verdad más allá de las ideologías y de las opiniones diferentes. La paz «debe edificarse continuamente»[5], un camino que hacemos juntos buscando siempre el bien común y comprometiéndonos a cumplir nuestra palabra y respetar las leyes. El conocimiento y la estima por los demás también pueden crecer en la escucha mutua, hasta el punto de reconocer en el enemigo el rostro de un hermano.
Por tanto, el proceso de paz es un compromiso constante en el tiempo. Es un trabajo paciente que busca la verdad y la justicia, que honra la memoria de las víctimas y que se abre, paso a paso, a una esperanza común, más fuerte que la venganza. En un Estado de derecho, la democracia puede ser un paradigma significativo de este proceso, si se basa en la justicia y en el compromiso de salvaguardar los derechos de cada uno, especialmente si es débil o marginado, en la búsqueda continua de la verdad[6]. Es una construcción social y una tarea en progreso, en la que cada uno contribuye responsablemente a todos los niveles de la comunidad local, nacional y mundial.
Como resaltaba san Pablo VI: «La doble aspiración hacia la igualdad y la participación trata de promover un tipo de sociedad democrática. […] Esto indica la importancia de la educación para la vida en sociedad, donde, además de la información sobre los derechos de cada uno, sea recordado su necesario correlativo: el reconocimiento de los deberes de cada uno de cara a los demás; el sentido y la práctica del deber están mutuamente condicionados por el dominio de sí, la aceptación de las responsabilidades y de los límites puestos al ejercicio de la libertad de la persona individual o del grupo»[7].
Por el contrario, la brecha entre los miembros de una sociedad, el aumento de las desigualdades sociales y la negativa a utilizar las herramientas para el desarrollo humano integral ponen en peligro la búsqueda del bien común. En cambio, el trabajo paciente basado en el poder de la palabra y la verdad puede despertar en las personas la capacidad de compasión y solidaridad creativa.
En nuestra experiencia cristiana, recordamos constantemente a Cristo, quien dio su vida por nuestra reconciliación (cf. Rm 5,6-11). La Iglesia participa plenamente en la búsqueda de un orden justo, y continúa sirviendo al bien común y alimentando la esperanza de paz a través de la transmisión de los valores cristianos, la enseñanza moral y las obras sociales y educativas.

3. La paz, camino de reconciliación en la comunión fraterna

La Biblia, de una manera particular a través de la palabra de los profetas, llama a las conciencias y a los pueblos a la alianza de Dios con la humanidad. Se trata de abandonar el deseo de dominar a los demás y aprender a verse como personas, como hijos de Dios, como hermanos. Nunca se debe encasillar al otro por lo que pudo decir o hacer, sino que debe ser considerado por la promesa que lleva dentro de él. Sólo eligiendo el camino del respeto será posible romper la espiral de venganza y emprender el camino de la esperanza.
Nos guía el pasaje del Evangelio que muestra el siguiente diálogo entre Pedro y Jesús: «“Señor, si mi hermano me ofende, ¿cuántas veces tengo que perdonarlo? ¿Hasta siete veces?”. Jesús le contesta: “No te digo hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete”» (Mt 18,21-22). Este camino de reconciliación nos llama a encontrar en lo más profundo de nuestros corazones la fuerza del perdón y la capacidad de reconocernos como hermanos y hermanas. Aprender a vivir en el perdón aumenta nuestra capacidad de convertirnos en mujeres y hombres de paz.
Lo que afirmamos de la paz en el ámbito social vale también en lo político y económico, puesto que la cuestión de la paz impregna todas las dimensiones de la vida comunitaria: nunca habrá una paz verdadera a menos que seamos capaces de construir un sistema económico más justo. Como escribió hace diez años Benedicto XVI en la Carta encíclica Caritas in veritate: «La victoria sobre el subdesarrollo requiere actuar no sólo en la mejora de las transacciones basadas en la compraventa, o en las transferencias de las estructuras asistenciales de carácter público, sino sobre todo en la apertura progresiva en el contexto mundial a formas de actividad económica caracterizada por ciertos márgenes de gratuidad y comunión» (n. 39).

4. La paz, camino de conversión ecológica

«Si una mala comprensión de nuestros propios principios a veces nos ha llevado a justificar el maltrato a la naturaleza o el dominio despótico del ser humano sobre lo creado o las guerras, la injusticia y la violencia, los creyentes podemos reconocer que de esa manera hemos sido infieles al tesoro de sabiduría que debíamos custodiar»[8].
Ante las consecuencias de nuestra hostilidad hacia los demás, la falta de respeto por la casa común y la explotación abusiva de los recursos naturales —vistos como herramientas útiles únicamente para el beneficio inmediato, sin respeto por las comunidades locales, por el bien común y por la naturaleza—, necesitamos una conversión ecológica.
El reciente Sínodo sobre la Amazonia nos lleva a renovar la llamada a una relación pacífica entre las comunidades y la tierra, entre el presente y la memoria, entre las experiencias y las esperanzas.
Este camino de reconciliación es también escucha y contemplación del mundo que Dios nos dio para convertirlo en nuestra casa común. De hecho, los recursos naturales, las numerosas formas de vida y la tierra misma se nos confían para ser “cultivadas y preservadas” (cf. Gn 2,15) también para las generaciones futuras, con la participación responsable y activa de cada uno. Además, necesitamos un cambio en las convicciones y en la mirada, que nos abra más al encuentro con el otro y a la acogida del don de la creación, que refleja la belleza y la sabiduría de su Hacedor.
De aquí surgen, en particular, motivaciones profundas y una nueva forma de vivir en la casa común, de encontrarse unos con otros desde la propia diversidad, de celebrar y respetar la vida recibida y compartida, de preocuparse por las condiciones y modelos de sociedad que favorecen el florecimiento y la permanencia de la vida en el futuro, de incrementar el bien común de toda la familia humana.
Por lo tanto, la conversión ecológica a la que apelamos nos lleva a tener una nueva mirada sobre la vida, considerando la generosidad del Creador que nos dio la tierra y que nos recuerda la alegre sobriedad de compartir. Esta conversión debe entenderse de manera integral, como una transformación de las relaciones que tenemos con nuestros hermanos y hermanas, con los otros seres vivos, con la creación en su variedad tan rica, con el Creador que es el origen de toda vida. Para el cristiano, esta pide «dejar brotar todas las consecuencias de su encuentro con Jesucristo en las relaciones con el mundo que los rodea»[9].

5. Se alcanza tanto cuanto se espera[10]

El camino de la reconciliación requiere paciencia y confianza. La paz no se logra si no se la espera.
En primer lugar, se trata de creer en la posibilidad de la paz, de creer que el otro tiene nuestra misma necesidad de paz. En esto, podemos inspirarnos en el amor de Dios por cada uno de nosotros, un amor liberador, ilimitado, gratuito e incansable.
El miedo es a menudo una fuente de conflicto. Por lo tanto, es importante ir más allá de nuestros temores humanos, reconociéndonos hijos necesitados, ante Aquel que nos ama y nos espera, como el Padre del hijo pródigo (cf. Lc 15,11-24). La cultura del encuentro entre hermanos y hermanas rompe con la cultura de la amenaza. Hace que cada encuentro sea una posibilidad y un don del generoso amor de Dios. Nos guía a ir más allá de los límites de nuestros estrechos horizontes, a aspirar siempre a vivir la fraternidad universal, como hijos del único Padre celestial.
Para los discípulos de Cristo, este camino está sostenido también por el sacramento de la Reconciliación, que el Señor nos dejó para la remisión de los pecados de los bautizados. Este sacramento de la Iglesia, que renueva a las personas y a las comunidades, nos llama a mantener la mirada en Jesús, que ha reconciliado «todas las cosas, las del cielo y las de la tierra, haciendo la paz por la sangre de su cruz» (Col 1,20); y nos pide que depongamos cualquier violencia en nuestros pensamientos, palabras y acciones, tanto hacia nuestro prójimo como hacia la creación.
La gracia de Dios Padre se da como amor sin condiciones. Habiendo recibido su perdón, en Cristo, podemos ponernos en camino para ofrecerlo a los hombres y mujeres de nuestro tiempo. Día tras día, el Espíritu Santo nos sugiere actitudes y palabras para que nos convirtamos en artesanos de la justicia y la paz.
Que el Dios de la paz nos bendiga y venga en nuestra ayuda.
Que María, Madre del Príncipe de la paz y Madre de todos los pueblos de la tierra, nos acompañe y nos sostenga en el camino de la reconciliación, paso a paso.
Y que cada persona que venga a este mundo pueda conocer una existencia de paz y desarrollar plenamente la promesa de amor y vida que lleva consigo.

Vaticano, 8 de diciembre de 2019
Francisco
 
[1] Benedicto XVI, Carta enc. Spe salvi (30 noviembre 2007), 1.
[2] Discurso sobre las armas nucleares, Nagasaki, Parque del epicentro de la bomba atómica, 24 noviembre 2019.
[3] Cf. Homilía en Lampedusa, 8 julio 2013.
[4] Encuentro por la paz, Hiroshima, Memorial de la Paz, 24 noviembre 2019.
[5] Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. Gaudium et spes, 78.
[6] Cf. Benedicto XVI, Discurso a los dirigentes de las asociaciones cristianas de trabajadores italianos, 27 enero 2006.
[7] Carta. ap. Octogesima adveniens (14 mayo 1971), 24.
[8] Carta enc. Laudato si’ (24 mayo 2015), 200.
[9] Ibíd., 217.
[10] Cf. S. Juan de la Cruz, Noche Oscura, II, 21, 8.

jueves, 26 de diciembre de 2019

“Levántate, toma al niño y a su madre, huye a Egipto”. (Mateo 2,13-15.19-23) La Sagrada Familia.






A comienzos de diciembre llamó la atención un gran pesebre armado al aire libre por una Iglesia Metodista cerca de Los Ángeles, California. En él había solo tres figuras: Jesús, María y José, ubicados en jaulas separadas. Se quiso así, alertar sobre la situación que viven desde hace años, familias migrantes que llegan a los Estados Unidos sin visa. Las autoridades migratorias detienen a esas familias y separan a los menores de los adultos, con todas las consecuencias que ello tiene.
La agencia de las Naciones Unidas para los refugiados, ACNUR, nos dice que en el mundo hay más de setenta millones de personas que se han visto forzadas a desplazarse, por distintas causas. No son emigrantes que toman la decisión de buscar un destino mejor, sino gente que no quiere abandonar su lugar, pero que no puede seguir viviendo allí. ACNUR señala que cada día 37.000 personas se ven obligadas a huir de sus hogares por causa de conflictos y persecución.

En este primer domingo después de Navidad, la Iglesia celebra la fiesta de la Sagrada Familia: es decir, Jesús, María y José.
Este año leemos el relato del evangelista Mateo que nos presenta a los tres huyendo de la persecución, marchando como refugiados a una tierra extraña, donde vivirán su exilio.
Después de la partida de los magos, el Ángel del Señor se apareció en sueños a José y le dijo: «Levántate, toma al niño y a su madre, huye a Egipto y permanece allí hasta que yo te avise, porque Herodes va a buscar al niño para matarlo.»
José se levantó, tomó de noche al niño y a su madre, y se fue a Egipto.
Allí permaneció hasta la muerte de Herodes, para que se cumpliera lo que el Señor había anunciado por medio del Profeta: desde Egipto llamé a mi hijo.
Nuevamente José recibe en sueños las instrucciones de Dios. Al levantarse, inmediatamente realiza lo que se le ha indicado. José es hombre de pocas palabras. El evangelio no nos trae ninguna palabra pronunciada por él. Lo que vemos son sus acciones, su resolución, su prontitud. Hombre de trabajo y acción.

¿De qué peligro escapa el niño Jesús?
El rey Herodes había pedido a los Magos que le informaran acerca del lugar donde se encontraba el niño. Los Magos, después de adorar al recién nacido, advertidos por los ángeles, regresaron a su tierra por otro camino.
Al verse engañado por los magos, Herodes se enfureció y mandó matar, en Belén y sus alrededores, a todos los niños menores de dos años, de acuerdo con la fecha que los magos le habían indicado. Así se cumplió lo que había sido anunciado por el profeta Jeremías: En Ramá se oyó una voz, hubo lágrimas y gemidos: es Raquel, que llora a sus hijos y no quiere que la consuelen, porque ya no existen.
Esta es “la matanza de los inocentes”, recordada cada 28 de diciembre. Todavía hacemos chistes del “Día de los inocentes”, pero lo que nos cuenta el evangelio no es broma. Nos llama a pensar en todas las vidas humanas que se cortan en la niñez, o aún antes de nacer, por las más diversas causas: epidemias, guerras, violencia familiar, aborto…
Como ya veremos, Mateo ha organizado su relato de esta parte de la infancia de Jesús para poner al Mesías en paralelo con la figura de Moisés. Moisés fue el salvador que Dios envió a su pueblo en la primera alianza.
Leemos el final del evangelio de hoy:
Cuando murió Herodes, el Ángel del Señor se apareció en sueños a José, que estaba en Egipto, y le dijo: «Levántate, toma al niño y a su madre, y regresa a la tierra de Israel, porque han muerto los que atentaban contra la vida del niño.»
José se levantó, tomó al niño y a su madre, y entró en la tierra de Israel.
¿Por qué se va Egipto esta familia? ¿Era necesario tomar tanta distancia para poner el niño a salvo? Para explicarlo, Mateo cita al profeta Oseas:
Desde Egipto llamé a mi hijo (Oseas 11,1)
Esta simple cita nos remite a grandes momentos de la historia de la salvación, narrados al final del libro del Génesis y en el libro del Éxodo.
Allí se cuenta que la familia de Jacob, también llamado Israel, se estableció en Egipto, huyendo de la hambruna que se había instalado en su tierra (otra vez, una historia de refugiados).
Pasaron los años y los israelitas se multiplicaron. Los egipcios comenzaron a inquietarse por esa presencia de inmigrantes y sus descendientes que se incrementaba día a día (tal como sucede hoy en muchos países).
El faraón, rey de Egipto decidió esclavizar a esa abundante mano de obra para trabajar en sus grandes construcciones. Implementó, además, una política genocida: matar a los niños hebreos. Así comenzó la historia de Moisés, rescatado de ese plan de exterminio y criado en la corte del faraón.

Vemos los paralelos: la familia de Jacob va a Egipto. Así también la sagrada familia.
  • Moisés escapa de las manos asesinas. Jesús escapa de la espada de los esbirros de Herodes.
  • Moisés liberará al Pueblo de Dios de la esclavitud en Egipto y lo conducirá a la Tierra Prometida.
  • Jesús liberará al pueblo de la esclavitud del pecado y lo conducirá a la Casa del Padre.
  • Con Moisés se establecerá la primera alianza entre Dios y su pueblo.
  • En Jesús y por su sangre derramada, Dios sellará una nueva y eterna alianza con un pueblo formado de entre todas las naciones de la tierra.
El paralelo entre Jesús y Moisés será uno de los ejes sobre los que Mateo construirá su evangelio.

El viaje de ida y vuelta de Jesús a Egipto lo hace repetir el itinerario del Pueblo de Dios: migración a Egipto y regreso a la tierra prometida. Las palabras del profeta Oseas, “desde Egipto llamé a mi hijo” se aplican tanto al Pueblo de Dios como al Hijo de Dios.

La anunciación a María y la anunciación a José nos han mostrado a Dios entrando en la vida de dos buenas personas, cambiando sus planes, sus proyectos de vida. Pero no se trata solamente de sus vidas. Se trata de la salvación de toda la humanidad, del proyecto de Dios. María y José, asintiendo, aceptando libremente la voluntad de Dios, entran en ese Plan del Creador.

“Yo soy la servidora del Señor”, dice María. José se pone inmediatamente a la obra cuando ve con claridad la voluntad de Dios. Jesús dirá después “Mi alimento es hacer la voluntad del Padre”.

A veces pensamos que la voluntad de Dios es algo que se nos impone y que simplemente tenemos que aceptar, con resignación.
Vemos la voluntad de Dios como una decisión puntual del Señor sobre nuestra vida: una enfermedad, un fallecimiento o también un suceso afortunado.
La voluntad de Dios no es aleatoria, no es caprichosa. No es un azar donde hoy te puede tocar pan y mañana te puede tocar cebolla. Hay que mirar más allá de las apariencias y descubrir que, al igual que los miembros de la sagrada familia, estamos llamados a colaborar en un gran proyecto de salvación, aunque el papel que nos toque no sea tan relevante.
Los acontecimientos de nuestra vida son ocasiones para que prestemos esa colaboración.
En cada acontecimiento estamos llamados a poner nuestra mirada de fe y las actitudes que vamos aprendiendo en el seguimiento de Jesús. La presencia del refugiado, del migrante, son acontecimientos de ese tipo, donde tenemos que encontrar los recursos del amor y la misericordia.

Gracias, amigas y amigos por su atención. Que el Señor los bendiga abundantemente en este tiempo de Navidad y que empiecen con felicidad el nuevo año 2020. Hasta la próxima semana si Dios quiere.
















domingo, 22 de diciembre de 2019

“Ella dará a luz un hijo, a quien pondrás el nombre de Jesús” (Mateo 1,18-24). IV Domingo de Adviento.






Más de una vez he oído la historia de un hombre que se casa con una muchacha embarazada, sabiendo muy bien que ella espera un hijo de una pareja anterior. Muchas veces esas historias se cuentan con un poco de sorna, con un dejo de compasión hacia ese hombre que parece hacer algo tonto: hacerse cargo del hijo de otro. Sin embargo, hay que ver cómo siguen las cosas, porque a veces salen muy bien, cuando ese niño es recibido como hijo propio y encuentra un papá verdadero, que sabe quererlo y responsabilizarse de él.
Jesucristo fue engendrado así:
María, su madre, estaba comprometida con José y, cuando todavía no habían vivido juntos, concibió un hijo por obra del Espíritu Santo. José, su esposo, que era un hombre justo y no quería denunciarla públicamente, resolvió abandonarla en secreto.
Hace dos mil años, en la pequeña ciudad de Nazaret de Galilea, José, el carpintero, estaba comprometido con una joven llamada María. En realidad, estaban más que comprometidos. Según las costumbres de su pueblo, habían firmado un contrato matrimonial: estaban legalmente casados, aunque todavía no había llegado el momento en que él la llevara a su casa y comenzaran su vida conyugal.

De pronto, se hizo evidente que María estaba embarazada. Para José no había explicación. Él sabía que el hijo no era suyo, porque no habían tenido relaciones. Humanamente solo había dos posibilidades: la joven había cometido adulterio o había sido forzada.
Se nos dice que José era un hombre justo. Esto significa que cumplía la Ley de Dios. Creía en la santidad del matrimonio y esa nueva situación ya no lo hacía posible en la forma que él entendía que debía ser. Decidió, entonces, romper el contrato y no llevar a María a su casa. Sin embargo, planeó hacer eso en secreto, es decir, sin juicio público. José se guiaba por la Ley de Dios, pero la Ley no excluye la misericordia. Desapareciendo discretamente de la vida de María, José quería evitarle una vergonzosa exposición ante todo el pueblo.

María sabía bien de dónde venía su embarazo. Nosotros también. Hace quince días escuchamos el relato de la anunciación a María, cuando el arcángel Gabriel le comunicó que iba a quedar embarazada por obra del Espíritu Santo y tendría un hijo del Dios altísimo. Escuchamos como María aceptó participar en el plan de Dios manifestando “yo soy la servidora del Señor; hágase en mí según tu palabra”.

La escena de la anunciación a María ha sido muchas veces plasmada por los artistas que han intentado representar la disponibilidad de María para hacer la voluntad de Dios. Muchas postales reproducen obras de distintos pintores que representan ese momento.
Sin embargo, hay otra anunciación, menos conocida y mucho menos representada: es la dirigida a José, que, como vimos, está a punto de tomar una decisión dramática.
Mientras pensaba en esto, el Ángel del Señor se le apareció en sueños y le dijo: «José, hijo de David, no temas recibir a María, tu esposa, porque lo que ha sido engendrado en ella proviene del Espíritu Santo. Ella dará a luz un hijo, a quien pondrás el nombre de Jesús, porque él salvará a su Pueblo de todos sus pecados.»
Frente a José, Dios interviene de una manera muy particular, que se va a repetir más adelante.
José está dormido y sueña con un ángel que le dice que el hijo que espera María “proviene del Espíritu Santo”. Esto es lo que José necesita escuchar. Las dudas se aclaran y José es animado a recibir a María en su casa, lo que hará inmediatamente.

La presencia de José junto a María y al niño que va a nacer formará la Sagrada Familia. María necesita un esposo y el niño necesita un padre: alguien que se haga cargo de ellos, que los proteja (y habrá muchos momentos en que necesiten ser protegidos, como veremos la próxima semana) y que los sostenga con su trabajo.

Pero hay otro papel muy importante que cumplirá José. El niño que espera María es el Mesías, el salvador prometido por Dios a su pueblo. Las profecías decían que el Mesías sería “hijo de David”, es decir, descendiente del Rey David. Al comienzo de su obra, el evangelista Mateo nos presenta la genealogía de Jesús. Desde el comienzo se nos dice que Jesús es “hijo de David”. En el desarrollo de la genealogía, claramente aparece que José es descendiente de David. Las genealogías que aparecen en la Biblia tienen una fórmula monótona y así aparece en la de Jesús:
Aquim engendró a Eliud, Eliud engendró a Eleazar, Eleazar engendró a Mattán…
Así viene, hasta que llegamos a José:
Mattán engendró a Jacob, y Jacob engendró a José, el esposo de María, de la que nació Jesús, llamado Cristo (Mateo 1,15-16)
Claramente no se dice que José engendró a Jesús; se dice que José fue “el esposo de María, de la que nació Jesús”.

Entonces, ¿en qué sentido es Jesús “hijo de David”? En el anuncio del ángel hay una palabra clave, que puede pasarnos desapercibida en todo su significado. A José se le indica que él es quien pondrá el nombre del niño. Se le dice que le pondrá por nombre Jesús, pero, aunque el nombre esté indicado, es José quien tiene que poner ese nombre. Esa es una función del padre. Aquel que le da el nombre a un niño que acaba de nacer, está actuando como padre, está reconociendo a ese hijo como suyo. Poniéndole nombre al hijo de María, José se convierte en el padre legal de ese niño. Ese niño entra en su familia. Jesús no es descendiente de David según la sangre, pero entra en la familia de David por ese acto de José. Así se cumple lo que anunció el profeta Isaías:
Saldrá un vástago del tronco de Jesé, y un retoño brotará de sus raíces (Isaías 11,1)
Jesé es el padre del rey David; por lo tanto, Jesús, es el retoño, el “hijo de David”, el descendiente de David.

El nombre de Jesús tiene un significado. El filósofo judío Filón, que vivió en tiempos del Nuevo Testamento, traduce “Jesús” como “salvación del Señor”. Las palabras del ángel van más lejos en la explicación de esa salvación: “él salvará a su Pueblo de todos sus pecados”. A través de Moisés, Dios había salvado al pueblo elegido de la esclavitud en Egipto. A través de Jesús, Dios salvará a un nuevo pueblo, formado de todas las naciones de la tierra, de la esclavitud del pecado.

José aporta mucho en esta historia, asumiendo la paternidad legal del hijo de María. Pero hay algo más que José tiene que asumir y en lo que él no tiene parte: ese niño tiene otro nombre: Emanuel, Dios con nosotros. Las últimas palabras de Jesús en la tierra, antes de ser elevado a los cielos son
“Yo estoy con ustedes todos los días hasta el fin del mundo”. 
Con solo invocar el nombre de Jesús, recordamos que Él está siempre presente y nos abrimos a su acción salvadora en nosotros.

Amigas y amigos, san José escuchó la voz de Dios mientras dormía. Después se levantó y actuó en consecuencia. Una vez que hemos oído la voz de Dios, eso es lo que tenemos que hacer: levantarnos y poner manos a la obra. La fe no nos separa del mundo, sino que nos ayuda a entrar en él llevando la fuerza de la esperanza y del amor que recibimos de Dios.

Gracias por su atención. Que el Señor los bendiga: que tengan una muy feliz Navidad y hasta la próxima semana si Dios quiere.

viernes, 20 de diciembre de 2019

No hay nada imposible para Dios (la anunciación a María)


Este breve video, como los otros que venimos publicando en estos días de Adviento (excepto los domingos) fue grabado con voces de jóvenes mujeres de la Fazenda de la Esperanza femenina Betania, en Melo, Uruguay.
La Fazenda es una comunidad terapéutica para la recuperación de adicciones.
Contacto en Facebook: Fazenda de la Esperanza Uruguay

domingo, 15 de diciembre de 2019

"Yo envío a mi mensajero delante de ti, para prepararte el camino" (Mateo 11,2-11). Tercer domingo de Adviento.






Les cuento una vieja historia, de cuando las redes sociales eran relaciones personales, cara a cara, sin pantallas…
José era un jovencito que gustaba mucho de Ana Laura, una compañera de Liceo. Pero José era muy tímido y no se animaba a hablar con ella. Ella, por otra parte, estaba para él como en un mundo inalcanzable, siempre rodeada de sus amigas… José tenía un amigo que se llamaba Juan. Un muy buen amigo. Un día, José le contó a Juan sus cuitas y Juan le prometió que lo ayudaría. Él le haría saber a Ana Laura los sentimientos de José. Así empezó Juan a hacer un acercamiento… pero el resultado fue que Ana Laura se interesó en Juan y no en José. Juan era un buen amigo, no estaba interesado en la chica, pero ella no quería saber nada de José: ella se había fijado en Juan.
Tras mucha insistencia de Juan, Ana Laura salió por fin con José. Allí descubrió tres cosas: José no era como le había contado Juan; José tampoco era como pensaba ella y José… le resultó alguien muy interesante.

Algo así, pero no tan así, sucedió con Juan el Bautista. Fue enviado por Dios para preparar la llegada de Jesús. Así lo reconoció el mismo Jesús, que vio en la predicación de Juan el cumplimiento del antiguo anuncio del profeta Malaquías:
"Yo envío a mi mensajero delante de ti, para prepararte el camino" (Malaquías 3,1)
Jesús dijo que Juan es “más que un profeta” y agregó:
Les aseguro que no ha nacido ningún hombre más grande que Juan el Bautista.
En verdad, la aparición de Juan el Bautista provocó una gran movilización entre los israelitas de su tiempo. El pueblo con el que Dios hizo la primera alianza esperaba la llegada del Mesías, el salvador prometido. Muchos pensaron que era Juan, pero él dijo claramente “Yo no soy el Mesías”.
Juan predicaba con mucha fuerza, llamando a la conversión, a menudo con un tono amenazante:
Conviértanse porque ha llegado el Reino de los Cielos (Mateo 3,2)
Ya está el hacha puesta a la raíz de los árboles;
y todo árbol que no dé buen fruto
será cortado y arrojado al fuego (Mateo 3,10).
Con todo, la gente iba a escuchar a Juan, se arrepentía y se hacía bautizar.
Alrededor de Juan se formó un grupo de discípulos.
Sin embargo, Juan recordaba siempre que él no era el Mesías, sino el mensajero que debía prepararle el camino. Y presentaba al Mesías como aquel que venía con una trilladora, a separar la paja del trigo:
recogerá su trigo en el granero, pero quemará la paja con fuego que no se apaga
(Mateo 3,12)
Juan anunciaba un Mesías que venía a juzgar, a premiar y castigar, sin más trámite.
La predicación de Juan, recordando a los hombres sus graves faltas, terminó por incomodar al rey Herodes, que tenía muchas cosas que arreglar en su vida.
Entonces Herodes encerró a Juan en la fortaleza de Maqueronte.
Mientras tanto, Jesús, que se había hecho bautizar por Juan, comenzó a anunciar el Reino de Dios a través de sus palabras y obras.
Sin embargo, lo que Jesús hacía no coincidía exactamente con lo que Juan había anunciado.
Así dice el evangelio de este domingo:
Juan el Bautista oyó hablar en la cárcel de las obras de Cristo, y mandó a dos de sus discípulos para preguntarle: «¿Eres tú el que ha de venir o debemos esperar a otro?»
Es una pregunta muy seria. Juan es el amigo que preparó a la novia, o sea, al Pueblo de Dios, para el encuentro con el novio, es decir, el Mesías… pero ahora parece que lo que él anunció no es lo que está sucediendo. ¿Cuál es la respuesta de Jesús?
«Vayan a contar a Juan lo que ustedes oyen y ven: los ciegos ven y los paralíticos caminan; los leprosos son purificados y los sordos oyen; los muertos resucitan y la Buena Noticia es anunciada a los pobres. ¡Y feliz aquel para quien yo no sea motivo de tropiezo!»
Un primer mensaje que podemos sacar de este Evangelio es que Dios nunca dejará de sorprendernos, si lo escuchamos y lo miramos sin prejuicios. Podemos hacernos nuestra idea de Dios, no necesariamente equivocada, pero sí limitada. Nos hacemos esa idea quedándonos con un aspecto, con una cara, pero no abarcamos la totalidad del misterio.
Juan veía la maldad presente en la sociedad de su tiempo. Sentía un profundo anhelo por la justicia de Dios. Llamaba intensamente a los hombres a entrar en esa justicia, a abandonar su vida de maldad, bautizándose como un signo de arrepentimiento y penitencia, para empezar de nuevo y hacerse justos.
Pero Juan pensaba también en aquellos que pretendían zafar del juicio sin un verdadero cambio. Con ellos tuvo palabras muy duras:
“Raza de víboras, ¿quién les ha enseñado a huir de la ira inminente?” (Mateo 3,7)
Juan esperaba el cumplimiento de su anuncio. Con la llegada del Mesías, el Juicio de Dios empezaría inmediatamente.

Jesús sorprendió a Juan porque mostró otro rostro de Dios. La gente oía y veía cosas nuevas. Antes de hablar del juicio que, sí, llegará a su tiempo, el Mesías comenzó por anunciar la misericordia de Dios, a través de varios signos: dando la vista a los ciegos, haciendo andar a los paralíticos, limpiando a los leprosos, devolviendo el oído a los sordos, resucitando a los muertos… y resumiendo todo en que la Buena Noticia era anunciada a los pobres, los excluidos, los marginados, los descartados…

Las palabras con que Jesús resumió su acción fueron tomadas de distintos pasajes del profeta Isaías. Con ello Jesús se identificó con el Servidor de Dios anunciado por el profeta. Eso iba a tener otras consecuencias, porque ese hombre de Dios se caracteriza por ser el Servidor sufriente, aquel que rescataría a la multitud a través de su propio sufrimiento… todavía faltaba tiempo para que eso ocurriera, pero Jesús mostró la compasión de Dios por las heridas y los dolores de la humanidad.

Aquí hay un segundo mensaje que podemos tomar de este evangelio. Mostrándose compasivo, curando las heridas, Jesús nos dice que por allí tenemos que ir los que hemos escuchado su llamado y queremos seguirlo. Seguirlo trabajando y colaborando en todo lo que hace la vida más humana, apoyando todo lo que de verdad humanice al hombre. De muchas formas podemos colaborar con la acción de Dios, que humaniza restaurando su imagen en cada persona humana, la imagen que el pecado ha desfigurado.

En ese seguimiento de Jesús, el Papa Francisco ha señalado una tarea especialmente urgente:
Curar heridas...
Veo con claridad que lo que la Iglesia necesita con mayor urgencia hoy
es una capacidad de curar heridas y dar calor a los corazones… cercanía, proximidad.
Hacerse cargo de las personas, acompañándolas como el buen samaritano
que lava, limpia y consuela a su prójimo.
Devolver la vista a los ciegos, hacer oír a los sordos y los demás milagros realizados por Jesús no están a nuestro alcance si los tomamos al pie de la letra… sin embargo, todos podemos ayudar a otros a ver la vida de una manera esperanzada, a escuchar una palabra que levanta y anima, todos podemos ayudar a quienes van perdidos a encontrar caminos de verdadera vida.

Amigas y amigos, en este tiempo de preparación a la Navidad, Jesús está en las personas heridas que encontramos en nuestro camino. No pasemos de largo.
Gracias por su atención. Que el Señor los bendiga y hasta la próxima semana si Dios quiere.

miércoles, 4 de diciembre de 2019

"Llena eres de Gracia" (Lucas 1,26-38). Solemnidad de la Inmaculada Concepción de María.




“Dios te salve María, llena eres de gracia, el Señor es contigo”. Así empieza el avemaría, una oración que muchos aprendimos desde niños y seguimos rezando a lo largo de nuestra vida… a veces es nuestra última plegaria después de apagar la luz y antes de entrar en el sueño reparador.
Es una oración dirigida a la Madre de Jesús. Quienes la rezamos, creemos que ella está junto a su Hijo, en la eternidad y, desde allí, intercede por nosotros; es decir, presenta a Jesús las súplicas de quienes acudimos a ella. La oración dice, más adelante: “ruega por nosotros pecadores”. Eso es lo que le pedimos a la Virgen: que ruegue, que interceda para que nuestra petición llegue al Señor, de quien viene la salvación y de quien recibimos toda gracia.

Este domingo es 8 de diciembre y la Iglesia Católica celebra la solemnidad de la Inmaculada Concepción de María, que, en esta oportunidad, sustituye al segundo domingo del tiempo de Adviento.
¿Qué significa esto de la Inmaculada Concepción? El 8 de diciembre de 1854, mientras el Uruguay iba saliendo del devastador período de la Guerra Grande, en Roma, el Papa Pío Nono definía solemnemente como dogma de fe católica lo siguiente:
«La doctrina que enseña que la bienaventurada Virgen María fue preservada inmune de toda mancha de pecado original en el primer instante de su Concepción por singular gracia y privilegio de Dios omnipotente, en atención a los méritos de Jesucristo, Salvador del género humano, es revelada por Dios, y por lo mismo debe creerse firme y constantemente por todos los fieles».
Lo que dice Pío Nono es que, cuando San Joaquín y Santa Ana, los padres de María, concibieron a su hija, desde el primer instante esa criatura fue preservada de toda mancha del pecado original.

Todos sabemos qué es una mancha. Aquí no se trata de una suciedad o una mancha física, sino de una mancha en el corazón: cuando alguien ha hecho algo malo, decimos que se ha manchado. Cuando otro quiere defender su inocencia dice que sus manos están limpias. Mancha se puede decir también “mácula”, de modo que la in-maculada es la que no tiene mácula, la que no tiene mancha. La mujer que no se ha manchado por nada malo, por ningún pecado.
No se trata solamente de que María esté libre de pecados personales. Se habla de que ha sido “preservada inmune de toda mancha de pecado original”. El pecado original es la consecuencia de la desobediencia a Dios de la primera pareja humana. Es la herencia que recibimos desde que somos concebidos. San Pablo expresa que todos los seres humanos participamos de esa realidad:
"Por la desobediencia de un solo hombre, todos fueron constituidos pecadores" (Rm 5,19)
Ese pecado original que traemos desde el nacimiento debe ser perdonado y ese es el efecto del bautismo. Cuando un bebé es bautizado, su pecado original es perdonado; cuando es bautizado alguien que ya tiene uso de razón, al perdón del pecado original se suma el de los pecados personales que haya cometido quien se bautiza.

Ahora bien… ¿fue recién en 1854 que los católicos comenzamos a creer en la Inmaculada Concepción de María? ¿Fue a partir de las palabras del Papa? No, no es así. Más que un punto de partida, la declaración del Papa Pío Nono es un punto de llegada, que parte de una expresión que encontramos en el evangelio de este domingo, la misma que recogemos en la oración del avemaría: “llena de gracia”

…el Ángel Gabriel fue enviado por Dios a una ciudad de Galilea, llamada Nazaret, a una virgen que estaba comprometida con un hombre perteneciente a la familia de David, llamado José. El nombre de la virgen era María.
El Ángel entró en su casa y la saludó, diciendo: «¡Alégrate!, llena de gracia, el Señor está contigo.»

“Llena de gracia”. En esas palabras está la clave. Pueden no ser fáciles de interpretar para nosotros; tanto si estamos demasiado acostumbrados a repetirlas como si fuese la primera vez que las oyéramos. Ahora bien, el evangelio nos dice que la propia María “quedó desconcertada y se preguntaba qué podía significar ese saludo”. No es extraño, entonces, que tampoco nosotros las entendamos totalmente.

El Papa Francisco nos ofrece una explicación:
¿Qué quiere decir llena de gracia? Que María está llena de la presencia de Dios. Y si está completamente habitada por Dios, no hay lugar en Ella para el pecado. Es una cosa extraordinaria, porque todo en el mundo, desgraciadamente, está contaminado por el mal. Cada uno de nosotros, mirando dentro de sí, ve algunos lados oscuros. También los santos más grandes eran pecadores y todas las realidades, incluso las más bellas, están tocadas por el mal: todas, menos María. Ella es el único «oasis siempre verde» de la humanidad, la única incontaminada, creada inmaculada para acoger plenamente, con su «sí», a Dios que venía al mundo y comenzar así una historia nueva.
A partir de esas palabras del Evangelio y del hecho mismo de que María sea Madre de Dios, ya en tiempos antiguos se comenzó a creer y afirmar que en María no hay mancha ninguna y se la llamó inmaculada, purísima, toda limpia… en el siglo V encontramos una expresión muy bonita. Se dijo de María que está formada de “barro limpio”. De barro, porque es humana; pero barro limpio, incontaminado. (Proclo, siglo V). Más adelante, en los siglos IX y X se la proclamó «Inmune de toda mancha y caída; la única Inmaculada, sin mancha; sola sin mancha» (San José el Himnógrafo).
En la Edad Media la creencia fue muy discutida. Los grandes teólogos de aquellos tiempos tomaron posiciones opuestas. Fueron los franciscanos, encabezados por el beato Juan Duns Escoto, quienes defendieron la Inmaculada Concepción.
En la época Moderna, el Concilio de Trento, finalizado en 1563, no se pronunció, pero dejó abierta la posibilidad del reconocimiento de la Inmaculada Concepción como una excepción:
Declara (…) este santo Concilio que, al hablar del pecado original, no intenta comprender a la bienaventurada e inmaculada Virgen María.
Años después, el Papa Gregorio XV prohibió la afirmación de que María fue concebida con el pecado original.
De a poco se fue abriendo el camino para que toda la Iglesia, la comunidad de los creyentes, a través del Papa Pío Nono, llegara a reconocer la Inmaculada Concepción de María. Desde ese momento, la fiesta de la Inmaculada, que ya se celebraba desde antiguo en muchos lugares, llegó a ser establecida universalmente.

No puedo dejar de recordar que hay un pueblo de nuestra América que celebra de un modo totalmente especial a la Inmaculada. En la víspera del ocho, los nicaragüenses salen a las calles gritando:
¿Quién causa tanta alegría? ¡La concepción de María!
Pidamos a María su intercesión por ese pueblo hermano, por todos aquellos que al igual que el nicaragüense están viviendo momentos de zozobra… y también por nuestro Uruguay, para que en paz comencemos el próximo período de gobierno y todo sea para bien.
Gracias, amigas y amigos por su atención. Que el Señor los bendiga y hasta la próxima semana si Dios quiere.

"¿Cuántos panes tienen?" Mateo 15,29-37. Miércoles de la I semana de Adviento.


lunes, 2 de diciembre de 2019

Mensaje del Papa Francisco sobre el valor del tradicional Pesebre navideño


CARTA APOSTÓLICA
Admirabile signum
DEL SANTO PADRE
FRANCISCO
SOBRE EL SIGNIFICADO Y EL VALOR DEL BELÉN

1. El hermoso signo del pesebre, tan estimado por el pueblo cristiano, causa siempre asombro y admiración. La representación del acontecimiento del nacimiento de Jesús equivale a anunciar el misterio de la encarnación del Hijo de Dios con sencillez y alegría. El belén, en efecto, es como un Evangelio vivo, que surge de las páginas de la Sagrada Escritura. La contemplación de la escena de la Navidad, nos invita a ponernos espiritualmente en camino, atraídos por la humildad de Aquel que se ha hecho hombre para encontrar a cada hombre. Y descubrimos que Él nos ama hasta el punto de unirse a nosotros, para que también nosotros podamos unirnos a Él.
Con esta Carta quisiera alentar la hermosa tradición de nuestras familias que en los días previos a la Navidad preparan el belén, como también la costumbre de ponerlo en los lugares de trabajo, en las escuelas, en los hospitales, en las cárceles, en las plazas... Es realmente un ejercicio de fantasía creativa, que utiliza los materiales más dispares para crear pequeñas obras maestras llenas de belleza. Se aprende desde niños: cuando papá y mamá, junto a los abuelos, transmiten esta alegre tradición, que contiene en sí una rica espiritualidad popular. Espero que esta práctica nunca se debilite; es más, confío en que, allí donde hubiera caído en desuso, sea descubierta de nuevo y revitalizada.

2. El origen del pesebre encuentra confirmación ante todo en algunos detalles evangélicos del nacimiento de Jesús en Belén. El evangelista Lucas dice sencillamente que María «dio a luz a su hijo primogénito, lo envolvió en pañales y lo recostó en un pesebre, porque no había sitio para ellos en la posada» (2,7). Jesús fue colocado en un pesebre; palabra que procede del latín: praesepium.
El Hijo de Dios, viniendo a este mundo, encuentra sitio donde los animales van a comer. El heno se convierte en el primer lecho para Aquel que se revelará como «el pan bajado del cielo» (Jn 6,41). Un simbolismo que ya san Agustín, junto con otros Padres, había captado cuando escribía: «Puesto en el pesebre, se convirtió en alimento para nosotros» (Serm. 189,4). En realidad, el belén contiene diversos misterios de la vida de Jesús y nos los hace sentir cercanos a nuestra vida cotidiana.
Pero volvamos de nuevo al origen del belén tal como nosotros lo entendemos. Nos trasladamos con la mente a Greccio, en el valle Reatino; allí san Francisco se detuvo viniendo probablemente de Roma, donde el 29 de noviembre de 1223 había recibido del Papa Honorio III la confirmación de su Regla. Después de su viaje a Tierra Santa, aquellas grutas le recordaban de manera especial el paisaje de Belén. Y es posible que el Poverello quedase impresionado en Roma, por los mosaicos de la Basílica de Santa María la Mayor que representan el nacimiento de Jesús, justo al lado del lugar donde se conservaban, según una antigua tradición, las tablas del pesebre.
Las Fuentes Franciscanas narran en detalle lo que sucedió en Greccio. Quince días antes de la Navidad, Francisco llamó a un hombre del lugar, de nombre Juan, y le pidió que lo ayudara a cumplir un deseo: «Deseo celebrar la memoria del Niño que nació en Belén y quiero contemplar de alguna manera con mis ojos lo que sufrió en su invalidez de niño, cómo fue reclinado en el pesebre y cómo fue colocado sobre heno entre el buey y el asno»[1]. Tan pronto como lo escuchó, ese hombre bueno y fiel fue rápidamente y preparó en el lugar señalado lo que el santo le había indicado. El 25 de diciembre, llegaron a Greccio muchos frailes de distintos lugares, como también hombres y mujeres de las granjas de la comarca, trayendo flores y antorchas para iluminar aquella noche santa. Cuando llegó Francisco, encontró el pesebre con el heno, el buey y el asno. Las personas que llegaron mostraron frente a la escena de la Navidad una alegría indescriptible, como nunca antes habían experimentado. Después el sacerdote, ante el Nacimiento, celebró solemnemente la Eucaristía, mostrando el vínculo entre la encarnación del Hijo de Dios y la Eucaristía. En aquella ocasión, en Greccio, no había figuras: el belén fue realizado y vivido por todos los presentes[2].
Así nace nuestra tradición: todos alrededor de la gruta y llenos de alegría, sin distancia alguna entre el acontecimiento que se cumple y cuantos participan en el misterio.
El primer biógrafo de san Francisco, Tomás de Celano, recuerda que esa noche, se añadió a la escena simple y conmovedora el don de una visión maravillosa: uno de los presentes vio acostado en el pesebre al mismo Niño Jesús. De aquel belén de la Navidad de 1223, «todos regresaron a sus casas colmados de alegría»[3].

3. San Francisco realizó una gran obra de evangelización con la simplicidad de aquel signo. Su enseñanza ha penetrado en los corazones de los cristianos y permanece hasta nuestros días como un modo genuino de representar con sencillez la belleza de nuestra fe. Por otro lado, el mismo lugar donde se realizó el primer belén expresa y evoca estos sentimientos. Greccio se ha convertido en un refugio para el alma que se esconde en la roca para dejarse envolver en el silencio.
¿Por qué el belén suscita tanto asombro y nos conmueve? En primer lugar, porque manifiesta la ternura de Dios. Él, el Creador del universo, se abaja a nuestra pequeñez. El don de la vida, siempre misterioso para nosotros, nos cautiva aún más viendo que Aquel que nació de María es la fuente y protección de cada vida. En Jesús, el Padre nos ha dado un hermano que viene a buscarnos cuando estamos desorientados y perdemos el rumbo; un amigo fiel que siempre está cerca de nosotros; nos ha dado a su Hijo que nos perdona y nos levanta del pecado.
La preparación del pesebre en nuestras casas nos ayuda a revivir la historia que ocurrió en Belén. Naturalmente, los evangelios son siempre la fuente que permite conocer y meditar aquel acontecimiento; sin embargo, su representación en el belén nos ayuda a imaginar las escenas, estimula los afectos, invita a sentirnos implicados en la historia de la salvación, contemporáneos del acontecimiento que se hace vivo y actual en los más diversos contextos históricos y culturales.
De modo particular, el pesebre es desde su origen franciscano una invitación a “sentir”, a “tocar” la pobreza que el Hijo de Dios eligió para sí mismo en su encarnación. Y así, es implícitamente una llamada a seguirlo en el camino de la humildad, de la pobreza, del despojo, que desde la gruta de Belén conduce hasta la Cruz. Es una llamada a encontrarlo y servirlo con misericordia en los hermanos y hermanas más necesitados (cf. Mt 25,31-46).

4. Me gustaría ahora repasar los diversos signos del belén para comprender el significado que llevan consigo. En primer lugar, representamos el contexto del cielo estrellado en la oscuridad y el silencio de la noche. Lo hacemos así, no sólo por fidelidad a los relatos evangélicos, sino también por el significado que tiene. Pensemos en cuántas veces la noche envuelve nuestras vidas. Pues bien, incluso en esos instantes, Dios no nos deja solos, sino que se hace presente para responder a las preguntas decisivas sobre el sentido de nuestra existencia: ¿Quién soy yo? ¿De dónde vengo? ¿Por qué nací en este momento? ¿Por qué amo? ¿Por qué sufro? ¿Por qué moriré? Para responder a estas preguntas, Dios se hizo hombre. Su cercanía trae luz donde hay oscuridad e ilumina a cuantos atraviesan las tinieblas del sufrimiento (cf. Lc 1,79).
Merecen también alguna mención los paisajes que forman parte del belén y que a menudo representan las ruinas de casas y palacios antiguos, que en algunos casos sustituyen a la gruta de Belén y se convierten en la estancia de la Sagrada Familia. Estas ruinas parecen estar inspiradas en la Leyenda Áurea del dominico Jacopo da Varazze (siglo XIII), donde se narra una creencia pagana según la cual el templo de la Paz en Roma se derrumbaría cuando una Virgen diera a luz. Esas ruinas son sobre todo el signo visible de la humanidad caída, de todo lo que está en ruinas, que está corrompido y deprimido. Este escenario dice que Jesús es la novedad en medio de un mundo viejo, y que ha venido a sanar y reconstruir, a devolverle a nuestra vida y al mundo su esplendor original.

5. ¡Cuánta emoción debería acompañarnos mientras colocamos en el belén las montañas, los riachuelos, las ovejas y los pastores! De esta manera recordamos, como lo habían anunciado los profetas, que toda la creación participa en la fiesta de la venida del Mesías. Los ángeles y la estrella son la señal de que también nosotros estamos llamados a ponernos en camino para llegar a la gruta y adorar al Señor.
«Vayamos, pues, a Belén, y veamos lo que ha sucedido y que el Señor nos ha comunicado» (Lc 2,15), así dicen los pastores después del anuncio hecho por los ángeles. Es una enseñanza muy hermosa que se muestra en la sencillez de la descripción. A diferencia de tanta gente que pretende hacer otras mil cosas, los pastores se convierten en los primeros testigos de lo esencial, es decir, de la salvación que se les ofrece. Son los más humildes y los más pobres quienes saben acoger el acontecimiento de la encarnación. A Dios que viene a nuestro encuentro en el Niño Jesús, los pastores responden poniéndose en camino hacia Él, para un encuentro de amor y de agradable asombro. Este encuentro entre Dios y sus hijos, gracias a Jesús, es el que da vida precisamente a nuestra religión y constituye su singular belleza, y resplandece de una manera particular en el pesebre.

6. Tenemos la costumbre de poner en nuestros belenes muchas figuras simbólicas, sobre todo, las de mendigos y de gente que no conocen otra abundancia que la del corazón. Ellos también están cerca del Niño Jesús por derecho propio, sin que nadie pueda echarlos o alejarlos de una cuna tan improvisada que los pobres a su alrededor no desentonan en absoluto. De hecho, los pobres son los privilegiados de este misterio y, a menudo, aquellos que son más capaces de reconocer la presencia de Dios en medio de nosotros.
Los pobres y los sencillos en el Nacimiento recuerdan que Dios se hace hombre para aquellos que más sienten la necesidad de su amor y piden su cercanía. Jesús, «manso y humilde de corazón» (Mt 11,29), nació pobre, llevó una vida sencilla para enseñarnos a comprender lo esencial y a vivir de ello. Desde el belén emerge claramente el mensaje de que no podemos dejarnos engañar por la riqueza y por tantas propuestas efímeras de felicidad. El palacio de Herodes está al fondo, cerrado, sordo al anuncio de alegría. Al nacer en el pesebre, Dios mismo inicia la única revolución verdadera que da esperanza y dignidad a los desheredados, a los marginados: la revolución del amor, la revolución de la ternura. Desde el belén, Jesús proclama, con manso poder, la llamada a compartir con los últimos el camino hacia un mundo más humano y fraterno, donde nadie sea excluido ni marginado.
Con frecuencia a los niños —¡pero también a los adultos!— les encanta añadir otras figuras al belén que parecen no tener relación alguna con los relatos evangélicos. Y, sin embargo, esta imaginación pretende expresar que en este nuevo mundo inaugurado por Jesús hay espacio para todo lo que es humano y para toda criatura. Del pastor al herrero, del panadero a los músicos, de las mujeres que llevan jarras de agua a los niños que juegan..., todo esto representa la santidad cotidiana, la alegría de hacer de manera extraordinaria las cosas de todos los días, cuando Jesús comparte con nosotros su vida divina.

7. Poco a poco, el belén nos lleva a la gruta, donde encontramos las figuras de María y de José. María es una madre que contempla a su hijo y lo muestra a cuantos vienen a visitarlo. Su imagen hace pensar en el gran misterio que ha envuelto a esta joven cuando Dios ha llamado a la puerta de su corazón inmaculado. Ante el anuncio del ángel, que le pedía que fuera la madre de Dios, María respondió con obediencia plena y total. Sus palabras: «He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra» (Lc 1,38), son para todos nosotros el testimonio del abandono en la fe a la voluntad de Dios. Con aquel “sí”, María se convertía en la madre del Hijo de Dios sin perder su virginidad, antes bien consagrándola gracias a Él. Vemos en ella a la Madre de Dios que no tiene a su Hijo sólo para sí misma, sino que pide a todos que obedezcan a su palabra y la pongan en práctica (cf. Jn 2,5).
Junto a María, en una actitud de protección del Niño y de su madre, está san José. Por lo general, se representa con el bastón en la mano y, a veces, también sosteniendo una lámpara. San José juega un papel muy importante en la vida de Jesús y de María. Él es el custodio que nunca se cansa de proteger a su familia. Cuando Dios le advirtió de la amenaza de Herodes, no dudó en ponerse en camino y emigrar a Egipto (cf. Mt 2,13-15). Y una vez pasado el peligro, trajo a la familia de vuelta a Nazaret, donde fue el primer educador de Jesús niño y adolescente. José llevaba en su corazón el gran misterio que envolvía a Jesús y a María su esposa, y como hombre justo confió siempre en la voluntad de Dios y la puso en práctica.

8. El corazón del pesebre comienza a palpitar cuando, en Navidad, colocamos la imagen del Niño Jesús. Dios se presenta así, en un niño, para ser recibido en nuestros brazos. En la debilidad y en la fragilidad esconde su poder que todo lo crea y transforma. Parece imposible, pero es así: en Jesús, Dios ha sido un niño y en esta condición ha querido revelar la grandeza de su amor, que se manifiesta en la sonrisa y en el tender sus manos hacia todos.
El nacimiento de un niño suscita alegría y asombro, porque nos pone ante el gran misterio de la vida. Viendo brillar los ojos de los jóvenes esposos ante su hijo recién nacido, entendemos los sentimientos de María y José que, mirando al niño Jesús, percibían la presencia de Dios en sus vidas.
«La Vida se hizo visible» (1Jn 1,2); así el apóstol Juan resume el misterio de la encarnación. El belén nos hace ver, nos hace tocar este acontecimiento único y extraordinario que ha cambiado el curso de la historia, y a partir del cual también se ordena la numeración de los años, antes y después del nacimiento de Cristo.
El modo de actuar de Dios casi aturde, porque parece imposible que Él renuncie a su gloria para hacerse hombre como nosotros. Qué sorpresa ver a Dios que asume nuestros propios comportamientos: duerme, toma la leche de su madre, llora y juega como todos los niños. Como siempre, Dios desconcierta, es impredecible, continuamente va más allá de nuestros esquemas. Así, pues, el pesebre, mientras nos muestra a Dios tal y como ha venido al mundo, nos invita a pensar en nuestra vida injertada en la de Dios; nos invita a ser discípulos suyos si queremos alcanzar el sentido último de la vida.

9. Cuando se acerca la fiesta de la Epifanía, se colocan en el Nacimiento las tres figuras de los Reyes Magos. Observando la estrella, aquellos sabios y ricos señores de Oriente se habían puesto en camino hacia Belén para conocer a Jesús y ofrecerle dones: oro, incienso y mirra. También estos regalos tienen un significado alegórico: el oro honra la realeza de Jesús; el incienso su divinidad; la mirra su santa humanidad que conocerá la muerte y la sepultura.
Contemplando esta escena en el belén, estamos llamados a reflexionar sobre la responsabilidad que cada cristiano tiene de ser evangelizador. Cada uno de nosotros se hace portador de la Buena Noticia con los que encuentra, testimoniando con acciones concretas de misericordia la alegría de haber encontrado a Jesús y su amor.
Los Magos enseñan que se puede comenzar desde muy lejos para llegar a Cristo. Son hombres ricos, sabios extranjeros, sedientos de lo infinito, que parten para un largo y peligroso viaje que los lleva hasta Belén (cf. Mt 2,1-12). Una gran alegría los invade ante el Niño Rey. No se dejan escandalizar por la pobreza del ambiente; no dudan en ponerse de rodillas y adorarlo. Ante Él comprenden que Dios, igual que regula con soberana sabiduría el curso de las estrellas, guía el curso de la historia, abajando a los poderosos y exaltando a los humildes. Y ciertamente, llegados a su país, habrán contado este encuentro sorprendente con el Mesías, inaugurando el viaje del Evangelio entre las gentes.

10. Ante el belén, la mente va espontáneamente a cuando uno era niño y se esperaba con impaciencia el tiempo para empezar a construirlo. Estos recuerdos nos llevan a tomar nuevamente conciencia del gran don que se nos ha dado al transmitirnos la fe; y al mismo tiempo nos hacen sentir el deber y la alegría de transmitir a los hijos y a los nietos la misma experiencia. No es importante cómo se prepara el pesebre, puede ser siempre igual o modificarse cada año; lo que cuenta es que este hable a nuestra vida. En cualquier lugar y de cualquier manera, el belén habla del amor de Dios, el Dios que se ha hecho niño para decirnos lo cerca que está de todo ser humano, cualquiera que sea su condición.
Queridos hermanos y hermanas: El belén forma parte del dulce y exigente proceso de transmisión de la fe. Comenzando desde la infancia y luego en cada etapa de la vida, nos educa a contemplar a Jesús, a sentir el amor de Dios por nosotros, a sentir y creer que Dios está con nosotros y que nosotros estamos con Él, todos hijos y hermanos gracias a aquel Niño Hijo de Dios y de la Virgen María. Y a sentir que en esto está la felicidad. Que en la escuela de san Francisco abramos el corazón a esta gracia sencilla, dejemos que del asombro nazca una oración humilde: nuestro “gracias” a Dios, que ha querido compartir todo con nosotros para no dejarnos nunca solos.

Dado en Greccio, en el Santuario del Pesebre, 1 de diciembre de 2019.

Francisco
 

[1] Tomás de Celano, Vida Primera, 84: Fuentes franciscanas (FF), n. 468.
[2] Cf. ibíd., 85: FF, n. 469.
[3] Ibíd., 86: FF, n. 470.

"Estén prevenidos, porque ustedes no saben qué día vendrá su Señor" (Mateo 25,42). Lunes de la I semana de Adviento.