domingo, 31 de enero de 2021

Misa - IV Domingo durante el año.

 

Homilía


“El Señor, tu Dios… hará surgir de entre ustedes… un profeta como yo y es a Él a quien escucharán.”
Según lo que nos dice la primera lectura, Dios, por medio de Moisés, había anunciado a su pueblo que, en su momento, Él haría surgir un profeta de en medio de ellos. Un profeta que iba a estar revestido de una autoridad especial.
La verdad es que, después de ese anuncio, hubo muchos y grandes profetas, hombres que supieron interpretar los acontecimientos desde la mirada de Dios y anunciaron la voluntad, el querer de Dios en cada situación.
Pero el anuncio no hablaba de varios profetas, sino de un profeta. Siempre quedó en el Pueblo de Dios la idea de que ese profeta sería alguien único, alguien especial, el profeta definitivo, el profeta por excelencia.

Esta profecía está como un telón de fondo sobre el cual se recorta lo que nos cuenta el evangelio.
Estamos en los comienzos del evangelio de Marcos y los comienzos de la misión de Jesús.
Jesús fue a la sinagoga un sábado. Era el día en que la comunidad creyente se reunía para escuchar la Palabra de Dios y comentarla.
Jesús interviene y sus palabras llaman la atención de la gente, que se asombra porque “les enseñaba como quien tiene autoridad y no como los escribas”. Los escribas eran los estudiosos de la Palabra de Dios. Ellos, normalmente, en sus comentarios, repetían lo que habían dicho otros maestros.
En cambio, Jesús habla por sí mismo. No sabemos de qué habló ese día; pero la gente se dio cuenta de que Él no repetía lo que habían dicho otros, sino que hablaba de una forma que les daba la seguridad de que lo que decía era verdad. Ellos sienten que en Jesús está el espíritu de los profetas, acaso de aquel profeta anunciado siglos atrás.
Nosotros sabemos que esa autoridad de Jesús le viene de ser Hijo de Dios, viene de su conexión con el Padre; pero la gente todavía no sabe nada de eso. Como decíamos, Jesús está en los comienzos de su misión.

La enseñanza de Jesús es interrumpida por la aparición de un hombre endemoniado que se pone a gritar. Las fuerzas del mal se resisten a la presencia de Jesús. Aquello que está dominando a ese hombre se siente atacado y grita.
Esa no es la única resistencia que Jesús va a encontrar. Los escribas, los fariseos y otros grupos también reaccionarán en su momento. Por ahora están estudiando a este hombre, Jesús, que ha aparecido con algo nuevo.

Jesús encara al demonio, lo hace callar y lo obliga a salir y dejar libre a aquel hombre atormentado.

Esto trae todavía más asombro a la gente que está allí congregada y se dicen unos a otros:
«¿Qué es esto? ¡Enseña de una manera nueva, llena de autoridad; da órdenes a los espíritus impuros, y éstos le obedecen!»

“Enseña de una manera nueva”.
Y es lo nuevo que Jesús presenta, lo que muy pronto le traerá problemas con las autoridades.
Cuando un grupo de personas, peor todavía si tiene cierto poder… o cuando una persona cree que ya sabe todo, que es dueña de la verdad, todo lo que se le aparece como nuevo tiene que ser falso. Porque ya está todo dicho. No hay nada que agregar.

Pero Jesús no está agregando algo. Él no trae novedades.
Él trae lo verdaderamente nuevo, que no es lo mismo que lo novedoso.
Lo novedoso, siempre o casi siempre, es algo viejo como el mundo, pero vestido con ropa nueva. Es como dice el libro del Eclesiastés: “nada nuevo bajo el sol; nada se hará que no se haya hecho antes”. (Eclesiastés 1,9).
A pesar de que el mensaje de Jesús tiene dos mil años, sigue siendo nuevo, porque es capaz de hacer algo nuevo en el corazón de las personas. Es capaz de desatarnos de todas las cosas a las que nos agarramos, aunque no encontremos en ellas ningún sentido. Es capaz de transformarnos. Es capaz, sobre todo, de despertar la capacidad de amar, de amar de verdad, como el mismo Jesús nos amó.

Jesús es aquel profeta anunciado, que surge de en medio de sus hermanos. Y su espíritu sigue suscitando profetas en la vida de la Iglesia… pensemos en un san Francisco de Asís, que tanto ha inspirado al Papa Francisco; en Monseñor Óscar Romero… en mujeres como Santa Teresita o Santa Nazaria March, que estuvo acá en Melo… pensemos, especialmente hoy, en un san Juan Bosco.
Cada una de estas personas santas tuvieron espíritu profético. Dejaron que en su vida Dios creara algo nuevo. Por medio de ellos Dios renovó a la Iglesia de su tiempo, y nos dejó un mensaje vivo para nuestro presente y para el futuro.
En momentos donde todo se hacía “porque siempre se hizo así”, en momentos en que no había “nada nuevo bajo el sol”, en momentos parecidos al que estamos hoy viviendo, estos santos y santas se abrieron a la voluntad de Dios y presentaron al mundo lo realmente nuevo, la fuerza del amor de Dios, capaz de cambiar la vida de muchos hombres y mujeres.

La vida y la obra de san Juan Bosco se dio en un contexto de muchos cambios políticos y sociales.
Cuando nació, en el año 1815, todavía no existía Italia como hoy la conocemos. Nació en el reino de Piamonte, que era uno de los siete Estados diferentes que existían en la península y las islas italianas.
En 1888, cuando murió, ya era casi todo Reino de Italia. A Don Bosco le tocó vivir el proceso de unificación italiana, con todas las complicaciones que tuvo la Iglesia en eso.
Don Bosco vivió también la revolución industrial en la ciudad de Turín, que comenzó a atraer a las poblaciones campesinas. Niños y jóvenes de esas familias empobrecidas fueron contratados y explotados en las nuevas fábricas. En esos niños y jóvenes vio Don Bosco un llamado de Cristo.
Don Bosco es llamado “padre y maestro de la juventud” y ese fue el carisma sobre el que creó la familia salesiana, que tiene como centro la educación de niños, adolescentes y jóvenes. Teniendo clara su misión, Don Bosco procuró los medios para realizarla: no sólo medios económicos, a través de generosos colaboradores, sino también la necesaria libertad para actuar en el marco de la sociedad civil, libertad que tuvo que defender frente a los gobiernos.
La propuesta de Don Bosco de formar “buenos cristianos y honrados ciudadanos” hay que entenderla también como la participación en la construcción de aquella sociedad y de toda sociedad que siempre está en transformación.

Volvamos a las lecturas de hoy. El Padre cumplió su promesa: envió a aquel que es el profeta por excelencia: su propio hijo, Jesucristo. Su Palabra es ley para nuestra vida. Su doctrina es siempre nueva para nosotros. El Espíritu de Jesús sigue soplando y suscitando respuestas para este tiempo. Prestemos atención a ese viento del Espíritu Santo que nos llama a una profunda renovación de nuestra fe, a un fortalecimiento de nuestra esperanza y a encontrar, como lo hicieron cristianos y cristianas de todos los tiempos, formas nuevas de vivir el amor a nuestro prójimo, como nos lo enseñó Jesús. Así sea.

sábado, 30 de enero de 2021

“¡Da órdenes a los espíritus impuros, y estos le obedecen!” (Marcos 1,21-28). IV Domingo durante el año.


En agosto de 1974 se estrenó en Uruguay la película “El exorcista”, basada en la novela del mismo nombre de William Peter Blatty. Mucha gente la vio en el cine y fue tema de discusión en mesas de café. Años después, vuelve a aparecer de tanto en tanto entre el cine de terror que presentan los canales de cable. El autor de la novela, que también escribió el guion, se documentó sobre diferentes manifestaciones de presunta posesión demoníaca y en su relato las fue desplegando en forma de creciente sufrimiento sobre la niña Regan, protagonizada en la película por Linda Blair. La madre de la niña pide ayuda a dos sacerdotes. que llegarán a practicar un exorcismo para liberar a Regan.

El endemoniado en la sinagoga

El evangelio de este domingo nos dice que

“Un hombre poseído de un espíritu impuro” 

entró en escena en forma llamativa en la sinagoga de Cafarnaúm, donde Jesús estaba predicando.
El hombre, o el espíritu que había en él, comenzó a gritar:

«¿Qué quieres de nosotros, Jesús Nazareno?
¿Has venido para acabar con nosotros?
Ya sé quién eres: el Santo de Dios».
Pero Jesús lo increpó, diciendo: «Cállate y sal de este hombre». El espíritu impuro lo sacudió violentamente y, dando un gran alarido, salió de ese hombre.
Y eso fue todo. Este es el primer relato que presenta el evangelio de Marcos de un exorcismo practicado por Jesús. Encontramos otros en el mismo evangelio y también en los de Mateo y Lucas. Llamativamente, no los encontramos en el evangelio de Juan, ni tampoco encontramos episodios similares en el Antiguo Testamento.

Ahora… ¿qué es todo esto? Algunos pueden leer este pasaje del evangelio y considerarlo pura y simple superstición. Otros pueden tomarlo totalmente al pie de la letra. Aquí hay un hombre poseído por un demonio y Jesús actuó expulsándolo y dejando al hombre libre.
Por otra parte, en la Iglesia Católica sigue existiendo un ritual de exorcismos, ritos que, vamos a decirlo ya, no pueden ser realizados por cualquier sacerdote ni en cualquier caso.

Demonios y trastornos

Vamos a acercarnos un poco a este asunto complejo.
Primero, vamos a ubicarnos en tiempos de Jesús. La gente de su época tenía un gran temor por los demonios. En realidad, se atribuía a los demonios muchos de los trastornos mentales que hoy son campo de la psiquiatría: demencia, esquizofrenia, trastorno bipolar, etcétera. Algunas de esas enfermedades tienen manifestaciones en las que la persona que las sufre no es dueña de sí misma. “Alienación” es una palabra con la que se nombra un estado en que la persona ha perdido su propia identidad. Estar alienado es ya no ser uno mismo, es como ser otro… pero ¿quién es ese otro? La psiquiatría nos dice que ese “otro” no es un espíritu que ha invadido a alguien, sino que ese paciente sufre un trastorno de personalidad que no le permite ser él mismo.

La gente del tiempo de Jesús estaba familiarizada con esas conductas extrañas y consideraban la curación de esos enfermos como una victoria sobre el demonio que las provocaba.
Los evangelios recogen las ideas y el lenguaje de su época y por eso no debe extrañarnos que los enfermos mentales sean presentados como endemoniados.

El enemigo

Sin embargo, Jesús va más allá de la cuestión de esas enfermedades, porque la presencia del mal ataca todos los aspectos de la vida humana. Jesús no ve esos episodios como fragmentos aislados que pueden aparecer por aquí y por allá, sino como una unidad dirigida por el enemigo de la especie humana, el destructor de la creación. Los hombres se hallan sin defensa ante ese ejército de espíritus malignos.

En ese marco aparece Jesús, en lucha contra Satanás. En el caso que escuchamos hoy, pongamos entre paréntesis la cuestión de si hay un demonio o se trata de una enfermedad mental. Lo que nos presenta el evangelio es un episodio de esa lucha de Jesús contra el mal.

Al igual que otras actividades de Jesús, estas expulsiones de demonios son manifestaciones de que ha amanecido el tiempo de la salvación y de que comienza la aniquilación de Satanás.
Es interesante ver que Jesús hace participar a sus discípulos en esa lucha. Cuando los envía en misión les da ese poder, como aparece en distintos pasajes de los evangelios.

Llamó a los Doce y comenzó a enviarlos de dos en dos, dándoles poder sobre los espíritus inmundos. (Marcos 6,7)
El evangelio de Lucas nos cuenta la exclamación de entusiasmo de Jesús cuando los misioneros regresan:
Regresaron los Setenta y Dos alegres, diciendo: «Señor, hasta los demonios se nos someten en tu nombre».
Él les dijo: «Yo veía a Satanás caer del cielo como un rayo». (Lucas 10,17-18)
Esa visión de Jesús corresponde al final, a la victoria definitiva. Pero la lucha continúa. Permanentemente estamos confrontados con el Mal, sobre todo como Tentador, que busca de mil maneras apartarnos del camino de Jesús. Jesús nos anima anticipándonos la victoria final.

Exorcismo

Decía, al principio, que la Iglesia Católica tiene un ritual de exorcismos. Veamos lo que dice el Catecismo de la Iglesia Católica acerca de este rito. (Catecismo de la Iglesia Católica, 1673)

Se habla de exorcismo 

“cuando la Iglesia pide públicamente y con autoridad, en nombre de Jesucristo, que una persona o un objeto sea protegido contra las asechanzas del Maligno y sustraída a su dominio”
En forma simple, el exorcismo es parte de la celebración del bautismo y consiste en una oración que dice el sacerdote. Esta es una de las fórmulas posibles de esa oración:
Dios todopoderoso y eterno, que enviaste a tu Hijo al mundo, para expulsar de nosotros el poder de Satanás, espíritu del mal y llevarnos así, arrancados de la oscuridad del pecado, al reino de tu luz admirable, te pedimos que estos niños, al ser lavados del pecado original, sean templo tuyo y que el Espíritu Santo viva en ellos. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén.
El Catecismo recuerda que Jesús practicó exorcismos, citando precisamente el evangelio de hoy y que comunicó a la Iglesia el oficio de exorcizar (cf Mc 3,15; 6,7.13; 16,17).

El exorcismo al que se refiere la famosa película y novela de que hablábamos al principio es el exorcismo solemne, llamado también “el gran exorcismo”. Esto dice el Catecismo al respecto:
sólo puede ser practicado por un sacerdote y con el permiso del obispo.
En estos casos es preciso proceder con prudencia, observando estrictamente las reglas establecidas por la Iglesia. El exorcismo intenta expulsar a los demonios o liberar del dominio demoníaco gracias a la autoridad espiritual que Jesús ha confiado a su Iglesia.
Muy distinto es el caso de las enfermedades, sobre todo psíquicas, cuyo cuidado pertenece a la ciencia médica. Por tanto, es importante, asegurarse, antes de celebrar el exorcismo, de que se trata de una presencia del Maligno y no de una enfermedad.

Siempre Jesús

Decía el autor de El Exorcista que, con su novela, a través del choque con el Diablo, quería ayudar a una sociedad opulenta y acomodada a darse cuenta de que se había alejado de Dios, de que necesitaba volver a Él. Lamentaba William Blatty que, en cambio, la gente terminaba viendo la presencia del Diablo más creíble que la de Dios...
Amigas y amigos: lo importante en todo esto es volver siempre al centro de nuestra fe, es decir a Jesucristo, en el que encontramos la salvación y la fuerza para caminar en nuestra vida sin miedo a las asechanzas del Mal.
Gracias por su atención. Que el Señor los bendiga y hasta la próxima semana, si Dios quiere.

domingo, 24 de enero de 2021

Misa - III Domingo durante el año.

Homilía

Jesús les dijo “síganme” y aquellos cuatro pescadores dejaron todo y lo siguieron.
La escena que nos pinta Marcos es bien conocida. La hemos escuchado muchas veces. Cantamos canciones que se refieren a este momento en que Jesús, pasa, llama y ellos lo siguen con toda decisión.

¿Cuántas veces nos ha ocurrido de querer llegar a un lugar determinado sin saber bien el camino? Si alguien conocido se ofrece a guiarnos, lo seguimos con gusto. Sabemos a dónde vamos y confiamos en nuestro guía.

En cambio, ¿a dónde llevaba Jesús a esos cuatro pescadores que lo siguieron con tanta decisión? “¡Síganme!” El llamado de Jesús es a ir caminando detrás de él. No les dice a dónde va, no anuncia ningún lugar. En cambio, les hace una promesa un poco enigmática: “yo los haré pescadores de hombres”.

Yo creo que Marcos ha querido transmitirnos lo esencial: Jesús llama, ellos escuchan su llamado y lo siguen. Pero… ¿no habrá habido otros encuentros antes de este llamado? Posiblemente sí… el domingo pasado leímos en el evangelio de Juan un relato donde algunos discípulos, entre ellos los hermanos Andrés y Simón, se encontraron con Jesús y estuvieron con él. Fue Andrés quien lo conoció primero y después le dijo a Simón: “hemos encontrado al Mesías”.

Tal vez sucedió así… se dieron algunos encuentros en los que se fueron conociendo y, no mucho después, el llamado y el comienzo del seguimiento de Jesús.

Sea como haya sido, la manera tan decidida con que los discípulos dejan todo para ir con Jesús muestra una gran confianza. Confianza en Él, en Jesús, pero también una gran confianza en Dios. Jesús (que es el Hijo de Dios, aunque ellos no lo saben todavía) Jesús trae para ellos una forma nueva de presencia y de cercanía de Dios. Algo que ellos van a ir conociendo y profundizando, pero que, de alguna manera ya pueden ver en ese hombre que los ha llamado.

Es solamente con esa confianza que los discípulos pueden lanzarse a seguir a Jesús sin saber a dónde van. Pero ese es el camino de la fe: salir a la vida confiando en Dios, confiando en que Él nos llevará al mejor destino. Con esa fe y esa confianza emprendió el camino Abraham, el padre de los creyentes, de quien se dice que “salió sin saber a dónde iba”. Igual que Abraham, los discípulos dejan su mundo: la casa de sus padres, su trabajo, para ir con Jesús.

¿Eran conscientes aquellos primeros discípulos de las consecuencias de seguir a Jesús?
Seguramente no. Simplemente confiaron en Él.

Esa confianza debieron renovarla en un momento crucial.
Los discípulos se iban haciendo sus ideas.
Esperaban un gran triunfo de Jesús. Cuando Jesús les anuncia su pasión y su muerte (también les anuncia su resurrección, pero parece que ese anuncio hubiera quedado como apagado por el impacto del primero) …cuando Jesús les anuncia su pasión y su muerte, los discípulos rechazan semejante idea. Simón Pedro, uno de los dos primeros en seguir a Jesús, lo lleva aparte y se pone a reprenderlo. Es allí donde Jesús le dice a los Doce, pero también a toda la gente que iba con Él: “Si alguno quiere venir detrás de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame” (Marcos 8,34).

Ser cristiano es seguir a Jesús. Esa es nuestra vocación, el llamado que Jesús nos hace a todos. Él también dice a cada uno de nosotros “¡sígueme!” Seguir a Jesús no siempre significa hacer lo que hicieron los primeros discípulos, que dejaron todo y fueron con Él.
Cada cristiano está llamado a seguir a Jesús desde su estado de vida: soltería, matrimonio, paternidad, maternidad, viudez, consagración, sacerdocio y también desde su situación particular de familia, de trabajo, de participación en la sociedad…
De todos modos, seguir a Jesús siempre significa un desprendimiento, un desapego de mi propia manera de ver y entender las cosas, es decir, dejar de pensar que todo tiene que ser como yo digo y tratar de ver cómo quiere Dios que sean las cosas.
Más aún, Jesús llama a un desapego hasta de la propia vida: “niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame”.

Seguir a Jesús es seguir a una persona, no a una doctrina. La doctrina nos ayuda a conocer, a clarificar ideas, a no quedarnos en sensaciones y sentimientos; pero no se puede seguir a alguien sin establecer una relación personal, sin conocerlo como persona, sin relacionarse con él.
Ya no somos esos privilegiados que vieron a Jesús caminando delante de ellos…
Nosotros nos encontramos con Jesús meditando su Palabra, que encontramos en el Evangelio; le hablamos y lo escuchamos en la oración; lo sabemos presente cuando estamos reunidos en comunidad; lo recibimos en los sacramentos… y nos dejamos conmover por su rostro sufriente en el rostro de hermanos y hermanas que pasan necesidades materiales y espirituales.

Jesús es radical. Eso quiere decir que no es alguien que se va por las ramas, sino que su camino en la vida tiene raíces profundas. Sus raíces están en el amor del Padre, que lo ha enviado.
Es radical, pero no es un fanático.
Tampoco quiere que se le siga con fanatismo, sino con la misma radicalidad que Él vive; porque todo en Él nos reenvía al Padre, como la misma oración que él nos enseñó. Lo que mueve a Jesús es el amor. No cualquier cosa a la que llamemos “amor”, sino el amor que Él recibe del Padre, el amor con que Él ama al Padre, el amor que se vuelve compasión y misericordia hacia nosotros. Seguir a Jesús es embarcarnos en ese amor. No es sentimentalismo. Es entrega, que puede llegar a ser total, como la suya, porque “nadie ama más que aquel que da la vida por los amigos”.

Por eso cuesta seguir de verdad a Jesús. Hay quienes lo rechazaron y quienes todavía lo rechazan. Pero también hay quienes lo miraron con simpatía, se sintieron llamados… pero no se animaron. Lo vieron pasar y seguir su camino, pero allí se quedaron, inmóviles… No es fácil. Sin embargo, los cuatro pescadores de aquella primera hora pudieron dejarlo todo, porque confiaron en Él. Jesús sigue pasando, sigue llamando… Renovemos nuestra confianza en Él para seguirlo cada día, hoy y siempre.

viernes, 22 de enero de 2021

«Síganme, y yo los haré pescadores de hombres» (Marcos 1,14-20). III Domingo durante el año.

El baqueano

Cuando estas tierras del sur apenas contaban con caminos y tan solo algunos cercos de piedra marcaban el límite de extensas propiedades, ningún grupo de viajeros se aventuraba fuera de territorio conocido sin la ayuda de un baqueano.
Roberto Bouton, en sus apuntes sobre la vida rural en el Uruguay, explicaba que el baqueano era un gaucho que conocía bien un territorio. Era práctico en los caminos y en los pasos de ríos y arroyos. De noche se guiaba por las estrellas para mantener el rumbo. Cuando el cielo nocturno estaba entoldado, se valía del tronco de un árbol que forma una arista señalando al este o de un poste de alambrado, buscando el musgo que está del lado del sur. Era un verdadero oficio, cuando el hombre se desempeñaba fiel y eficazmente. Quien tuviera un buen baqueano y lo siguiera, sabía que llegaría a lugar seguro.

Evangelio de San Marcos

Hoy comenzamos a leer el evangelio de Marcos, que nos acompañará en los domingos de este año.
«El tiempo se ha cumplido: el Reino de Dios está cerca. Conviértanse y crean en la Buena Noticia».
En esas palabras se resume el mensaje de Jesús. Un plazo ha llegado a su término. Una nueva realidad está entrando en la vida de los hombres: el Reino de Dios. Esto trae dos exigencias: convertirse y creer en la Buena Noticia.

Conviértanse. No es solamente arrepentirse de una mala conducta y tratar de encaminar mejor la vida. Es eso, sí, pero, más aún, es un profundo cambio de mentalidad. Dejar de pensar que las cosas tienen que ser como me parece a mí, sin importar las consecuencias, para empezar a buscar cómo quiere Dios que sean las cosas. Buscar la voluntad de Dios y ponerla en práctica. Orientar la vida hacia Dios y hacia los demás, tratándolos como hermanos y hermanas. Ese es el camino para entrar en el Reino de Dios que está llegando.

Crean en la Buena Noticia. Es la segunda exigencia de Jesús. No es solamente creer en algo. No se trata de creer lo que a mí me parece, armarme un Dios y una religión a mi gusto. Es creer en el Evangelio. En definitiva, en la Buena Noticia que es el mismo Jesús.

El llamado

«Síganme, y yo los haré pescadores de hombres»

Así llamó Jesús a cuatro pescadores a la orilla del Mar de Galilea. Simón y Andrés, Santiago y Juan dejaron todo y lo siguieron.
Sorprende la decisión de estos dos pares de hermanos. No pidieron tiempo para pensarlo: dejaron de inmediato sus familias y sus bienes. No preguntaron a dónde iban; en realidad, no preguntaron nada. Sin vueltas, comenzaron a caminar detrás de Jesús.
¿Cómo se explica eso? Podemos pensar que no era la primera vez que se veían con Jesús. Tal vez ya habrían hablado de ese llamado que llegaría… pero ¿cuánta gente hay que parece muy convencida y se echa pa’trás a último momento? Los cuatro estaban decididos a seguir a Jesús. Él sería su guía, su baqueano, el que les mostraría el rumbo a seguir.

El viaje

El viaje que emprenderán los discípulos siguiendo a Jesús los llevará por los caminos de su tierra. A lo largo de tres años irán de pueblo en pueblo por toda Galilea. Jesús predicará en las sinagogas, curará enfermos, expulsará demonios… Cruzarán Samaría, llegarán hasta Judea, a Jerusalén… pero el interés del viaje no estará en los lugares visitados, sino en el encuentro de Jesús con las personas que irán apareciendo en el camino y el encuentro de los discípulos con esas personas y con Jesús, a quien irán conociendo en ese tiempo de aprendizaje. Aunque Jesús conoce o sabe encontrar los caminos para ir a cada lugar, es, en realidad, un baqueano de los caminos de Dios. Son esos los caminos que los discípulos irán descubriendo en el seguimiento de Jesús.

El seguimiento

Por eso, lo más importante es caminar siguiendo a Jesús. Sus dichos, sus parábolas, que hoy encontramos en los evangelios, quedaron grabadas en la memoria de los discípulos que las escucharon una y otra vez en los diferentes lugares donde fueron pasando. Lo mismo sucedió con las acciones de Jesús, de las que fueron testigos privilegiados. Tampoco se les escaparon las diferentes confrontaciones que Jesús fue teniendo con otros maestros: los doctores de la Ley, los fariseos, los saduceos. En todo esto, los discípulos fueron descubriendo lo que significaba la promesa de Jesús: “yo los haré pescadores de hombres”.

En el libro del profeta Jeremías, Dios anuncia:

“envío a muchos pescadores y los pescarán … enviaré a muchos cazadores, y los cazarán” (Jeremías 16,16-18)
Parece lo mismo, pero allí se trataba de atrapar a hombres malvados que huían de Dios y que recibirían doble castigo por sus culpas y pecados. En cambio, Jesús llamó a estos pescadores para anunciar y obrar la misericordia de Dios.

Rescatar

Por eso, no será la pesca que los cuatro hermanos conocían bien, sino todo lo contrario. Los pescadores recogían en sus redes los peces para alimento de los hombres. Sacaban los peces del agua, su medio vital, llevándolos a la muerte. En cambio, los hombres sumergidos en el agua no encuentran la vida, sino la muerte. Se ahogan. “Pescar” al hombre que cae al agua es rescatarlo, salvar su vida.
Pero Jesús no está formando un grupo de guardavidas o de socorristas. La profundidad del mar es un símbolo del mal. Hundirse hasta el abismo es separarse totalmente de Dios, caer en el lugar de los monstruos y de los demonios. Los pescadores de hombres participarán en la misión de Jesús: liberar, rescatar a los hombres del mal.

Tempestades

El Salmo 123 es el testimonio de un pueblo rescatado por Dios de los males simbolizados en aguas amenazantes:

“Si el Señor no hubiera estado de nuestra parte…
Nos habrían arrollado las aguas, llegándonos el torrente hasta el cuello;
nos habrían llegado hasta el cuello las aguas espumantes”
No mucho después de haber sido llamados los cuatro pescadores, ya formado el grupo de los Doce, vivieron la experiencia del peligro en el mar:
Se levantó una fuerte borrasca y las olas irrumpían en la barca, de modo que ya se anegaba la barca. Él estaba en popa, durmiendo sobre un cabezal. Lo despertaron y le dijeron:

«Maestro, ¿no te importa que perezcamos?» (Marcos 4,37-38)
¿No te importa…? La pregunta de los discípulos expresa miedo, desconfianza, falta de fe. Aquellos que lo siguieron tan decididos en la primera hora tienen que renovar su sí y su confianza. La tormenta no está solo en el mar, sino también en sus corazones.
A nadie le importamos más que a Jesús. Cuando sus discípulos lo llaman, calma la tormenta. Pero también quiere calmar la tormenta interior y los anima a desterrar el miedo y a crecer en la fe.
¿Quién es éste que hasta el viento y el mar le obedecen? (Marcos 4,41)
Es la pregunta que se quedan haciendo los discípulos. Todavía tienen que seguir caminando detrás de Jesús, creciendo con Él.

Pescadores de hombres

Amigas y amigos: muchas veces encontramos a otros con el agua al cuello… recordemos las palabras de Jesús, que puede hacer de nosotros “pescadores de hombres” capaces de rescatar a sus hermanos y hermanas. Y cuando somos nosotros mismos quienes nos encontramos así, no dejemos que el viento y el oleaje nos atemoricen y mantengamos firme la mirada en Jesús, que vuelve a decirnos 

“¡Ánimo, soy yo, no teman!” (Marcos 6,50).
Gracias por su atención. Que el Señor los bendiga y hasta la próxima semana si Dios quiere.

domingo, 17 de enero de 2021

Misa - II Domingo durante el año.

 

Homilía


“Este es el Cordero de Dios”. De esta forma, Juan el Bautista les presentó a Jesús a dos de sus discípulos. Un poco antes, Juan había dado su testimonio diciendo: “Este es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo”.

Dentro de instantes, aquí mismo, en la Misa, volveremos a escuchar esas palabras, cuando corresponda presentar la Hostia consagrada: “Este es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo” y, a continuación: “Felices los invitados a la cena del Señor”. Más aún, antes de escuchar esas palabras, todos habremos cantado “Cordero de Dios, que quitas el pecado del mundo, ten piedad de nosotros… Cordero de Dios, que quitas el pecado del mundo, danos la paz”.

Quienes participamos habitualmente en la Misa estamos acostumbrados a oír y repetir esas frases y puede ser que no nos llamen la atención. Por eso, creo que vale la pena detenernos a pensar qué es lo que realmente significan y apreciar el peso que tienen esas palabras.

¿Qué les dirían esas palabras a los discípulos de Juan el Bautista: “Este es el Cordero de Dios”?

La expresión “Cordero de Dios” no la encontramos en el Antiguo Testamento; pero, para un israelita, el cordero evocaba la más grande de las fiestas: la Pascua. La gran fiesta que era el memorial de la intervención salvadora de Dios, liberando a su pueblo de la esclavitud en Egipto. Esa intervención trajo la muerte entre los opresores, tal como Dios había anunciado:
“Yo pasaré esta noche por la tierra de Egipto y heriré a todos los primogénitos del país de Egipto, desde los hombres hasta los ganados…” (Éxodo 12,12)
Sin embargo, Dios había dado instrucciones a los israelitas para escapar del exterminio. Esa noche cada familia debía comer un cordero y marcar con su sangre la puerta de su casa.
Dios había dicho: “Cuando yo vea la sangre pasaré de largo ante ustedes, y no habrá entre ustedes plaga exterminadora cuando yo hiera el país de Egipto.” (Éxodo 12,13)
Desde aquella noche, la comida del cordero era el centro de la celebración de la Pascua. Los corderos eran llevados al templo para ser sacrificados por los sacerdotes y, desde allí, a las casas, para asarlos y comerlos en la cena familiar, que iba acompañada de ritos y oraciones.

El cordero, pues, recordaba a los israelitas que habían sido rescatados no solo de la esclavitud, sino también de la muerte.

Las palabras del Bautista anuncian que Jesús será el Cordero Pascual, enviado por Dios, que, con su sacrificio abrirá el camino de liberación del pecado y de la muerte para todo el mundo, para toda la humanidad. Ya no será el Cordero que cada familia presentaba para ser sacrificado, sino el Cordero ofrecido por Dios, el Cordero de Dios. En la última cena, Jesús ofrecerá a sus discípulos su cuerpo y su sangre, para que participen de su sacrificio y de la salvación que Él vino a traer al mundo.

El anuncio de Juan el Bautista, entonces, recuerda como Dios intervino en el pasado para salvar a su pueblo y anuncia como intervendrá en el futuro por medio de su Hijo, el Cordero de Dios para salvar a toda la humanidad.

Después de oír esa presentación que expresa un gran misterio de la fe, los dos discípulos de Juan comenzaron a seguir a Jesús. Al darse cuenta, Jesús se dio vuelta y les preguntó “¿qué quieren?”.

¿Qué querrían los discípulos? ¿Qué es lo que les impulsó a seguir a Jesús? ¿Curiosidad? ¿Admiración? Esos dos hombres ya tenían un camino. Eran discípulos de Juan el Bautista. Hombres que buscaban a Dios, que querían prepararse para la llegada del Reino de Dios. Juan los orientó hacia Jesús.

Cuando Jesús les preguntó “¿qué buscan?” ellos respondieron:
“Maestro ¿dónde vives?”
Los dos discípulos comenzaron por llamar a Jesús “maestro”.
Al darle ese título, expresaban un reconocimiento y, a la vez una expectativa: querían aprender.
No estaban buscando algunos conocimientos; estaban buscando una manera de vivir.
Por eso, la pregunta no fue ¿dónde enseñas? O ¿a qué hora das clases?
No. La pregunta fue “¿dónde vives?”.

Esa pregunta encontró como respuesta la invitación de Jesús: “Vengan y verán”.
Ellos fueron con Él y se quedaron con Él ese día.
Esas horas con Jesús marcaron profundamente la vida de los discípulos. A partir de allí, no se apartaron de Jesús: permanecieron con Él.
¿Cómo fue posible? No se trataba de hombres extraordinarios, poseedores de una gran fuerza de voluntad, que mantuvieron su decisión contra viento y marea.
No. Ellos, al igual que los demás discípulos, fueron hombres con toda la fragilidad y las contradicciones humanas. Vivieron sus momentos de miedo. Les costó algunas veces entender y poner en práctica la palabra de Jesús, dejándose llevar por impulsos muy terrenales. La pasión y muerte de Jesús los llevó al borde de la desesperación…
No fue fácil comprender todo lo que significaba ser el Cordero de Dios. Sin embargo, esos hombres débiles llegaron a experimentar la fuerza del amor de Dios y permanecieron en Jesús, fieles, hasta llegar a dar la vida por Él.

Aquel día en que aquellos dos discípulos se quedaron con Jesús hasta “las cuatro de la tarde” volvió a pasar muchas veces por su corazón, refrescando todo lo que produjo aquel primer encuentro en el que fueron a ver dónde vivía Jesús.

Jesús nos dice hoy a nosotros “vengan y verán”. Nos invita a seguir encontrándonos con Él en la oración, en la Escucha de su Palabra y en la Eucaristía; pero también nos está llamando desde el rostro sufriente de quienes están en necesidad. Que, al terminar cada jornada, podamos recordar esas “cuatro de la tarde” -sea cual sea la hora en que haya sido- ese momento en que estuvimos con Él. Así sea.

viernes, 15 de enero de 2021

“Habla, Señor, porque tu servidor escucha” (1 Samuel 3, 3b-10. 19). II Domingo durante el año.

 

Vocaciones

Cuando encontramos una persona realmente apasionada por lo que hace, poniendo en ello mucha dedicación y mucho empeño, en fin, poniendo allí su vida, solemos reconocer en ella una vocación. Generalmente la vemos en quienes están dedicados a alguna forma de servicio: educadores, trabajadores de la salud, comunicadores, trabajadores sociales, personas consagradas, sacerdotes… Es también muy decepcionante cuando, en aquellos que tienen esos roles, encontramos apatía, desinterés, mediocridad o, peor aún, intereses mezquinos. Decepciona, porque no vemos allí la vocación que esperábamos encontrar y reconocer.

“Vocación” significa “llamado”. No es posible entender la vocación y seguirla sin reconocer a quien llama. Algunos pueden sentir el llamado de una tradición familiar o de una persona muy admirada a la que se quiere imitar…

Podemos seguir pensando la vocación por ese lado, pero se me empieza a plantear una pregunta. Entonces, la vocación ¿es algo para algunas personas elegidas, para las que pueden llegar a acceder a una profesión? ¿qué pasa con los demás? ¿su destino es apenas una vida gris, que pasará sin pena o con mucha pena, pero, seguramente, sin ninguna gloria?
 

El llamado de Dios

Si vocación es “llamado”, el primer llamado que recibimos viene de Dios. Dios nos ha llamado a la vida. Nos llama a caminar por la vida con Él y hacia Él. Más aún, nos llama a compartir su eternidad, a entrar con Él en la vida eterna. Esa es la vocación de toda persona que viene a este mundo: llegar a Dios, llegar a la vida de Dios, desde ahora y para siempre.

Es verdad, para muchas personas todo esto puede estar completamente oscurecido, porque no han encontrado a Dios o solo han visto una imagen muy deformada de Él, y por eso no creen ni esperan. Es posible que encuentren un sentido para su vida en una causa humanitaria, en algo que les dé una razón para vivir. O, puede suceder que no encuentren sentido ninguno.

A cada persona

Sin embargo, Dios sigue llamando, llamando a cada persona a encontrarse con Él, a reconocerlo como su Creador, a reconocerse como su creatura. Más aún, a partir de Jesús de Nazaret, a reconocer a Dios como Padre, y a reconocerse a sí mismo como su hijo o su hija. Esa es la primera vocación humana y sobre ella se funda la grandeza que pueda alcanzar cada persona. Como dice uno de los salmos: “Señor, nuestro Dios… ¿Qué es el hombre para que pienses en él, el ser humano para que lo cuides? Lo hiciste poco inferior a los ángeles; lo coronaste de gloria y dignidad…” (Salmo 8)

No pensemos, entonces, que solo son algunos los llamados. Cada persona tiene su vocación y en ella encontrará el sentido de su vida. Y lo encontrará, aún desde el lugar más humilde, si allí es capaz de dar amor. Por el amor que esa persona sepa dar a lo largo de su vida será recordada y por ese amor entrará en la presencia de Dios.
 

Tu servidor

Las lecturas de hoy nos hablan de vocación. En el evangelio, la experiencia de los primeros discípulos que fueron a conocer a Jesús y se quedaron con Él todo el día. Un día que marcó su vida y que los embarcó en el seguimiento de aquel que, desde el primer momento, reconocieron como Maestro y que llegarían a reconocer como su Dios y Señor.

La primera lectura, del Antiguo Testamento, sobre la que nos vamos a detener un poco, nos ofrece el relato de la vocación de Samuel. Esta vocación fue un llamado con todas las letras. Samuel era un niño que había sido entregado por su madre para el servicio del templo. Vivía con el sacerdote Elí y su familia y dormía en el santuario. Una noche escuchó que lo llamaban: “Samuel, Samuel” (cf. 1 Samuel 3, 3b-10. 19). Pensó que era el sacerdote y se presentó diciendo “Aquí estoy, porque me has llamado”. Él le respondió “Yo no te llamé: vuelve a acostarte”. Esto sucedió tres veces. A la tercera vez, Elí comprendió que era Dios quien estaba llamando al jovencito y le dijo lo que debía hacer: “Si alguien te llama, tú dirás: habla, Señor, porque tu servidor escucha”.

Así sucedió. La lectura concluye diciendo: Samuel creció; el Señor estaba con él y no dejó que cayera por tierra ninguna de sus palabras (cf. 1 Samuel 3, 3b-10. 19).
Así comenzó Samuel su servicio a Dios y a su pueblo. Fue un profeta, un hombre que hablaba de parte de Dios. Su madre había querido consagrarlo a Dios (1 Samuel 1,28), pero fue Dios quien lo llamó y fue Samuel quien respondió por sí mismo a ese llamado.
Responder
Volvamos sobre la enseñanza del sacerdote Elí. Elí le enseñó a Samuel a responder. Todo llamado espera una respuesta. Esa respuesta es, ante todo, disponibilidad para escuchar.
Y por responder al llamado de Dios, Samuel no se sintió investido de una autoridad que lo llevara a hacer lo que a él le pareciera, sino, ante todo, a ser un servidor que escucha lo que debe hacer y decir.
En la Biblia hay dos libros bajo el título de Samuel (1 y 2 Samuel), pero es en el primero de ellos donde está contada toda su vida, desde su nacimiento hasta su muerte (1 Samuel 25,1).

Leyendo algunos pasajes vemos como Samuel, con sus actitudes, volvía siempre a las palabras con las que respondió al llamado de Dios: “habla Señor, porque tu servidor escucha”.
 

Discernir

Hubo un momento muy importante, cuando el pueblo pidió a Samuel que le diera un rey (1 Samuel 8,6). El pedido disgustó a Samuel, pero buscó escuchar a Dios, que le dijo “Haz caso a todo lo que el pueblo te dice” (1 Samuel 8,7). Sin embargo, junto con esa condescendencia, Dios hizo su juicio sobre las intenciones del pueblo y dijo a Samuel: no te han rechazado a ti, me han rechazado a mí, para que no reine sobre ellos (1 Samuel 8,7). A continuación, Dios le indicó a Samuel todo lo que debía decirle al pueblo sobre lo que era tener un rey. El rey reclutaría a los jóvenes para el ejército, llevaría a las jóvenes como servidoras en el palacio y cobraría impuestos para mantener a toda su corte (1 Samuel 8,11-18). Dios no deja de mostrarle al pueblo las consecuencias de lo que piden, pero los israelitas se obstinan:
«¡No! Tendremos un rey y seremos como los demás pueblos: nuestro rey nos juzgará, irá al frente de nosotros y combatirá nuestros combates». (1 Samuel 8,19-20)
Entonces Dios dijo a Samuel:

«Hazles caso y ponles un rey» (1 Samuel 8,22)

La mirada de Dios

Otro momento decisivo fue la unción del futuro rey David. Samuel fue enviado por Dios a la casa de Jesé, para ungir como rey a uno de sus hijos. Cuando apareció Eliab, el mayor, Samuel pensó que era el elegido; pero, nuevamente, supo escuchar la voz de Dios que le dijo: «No mires su apariencia ni su gran estatura, pues yo lo he descartado. La mirada de Dios no es como la mirada del hombre, pues el hombre mira las apariencias, pero Yahveh mira el corazón» (1 Samuel 16,7).
El elegido fue el último en aparecer. Era David, el menor de los hijos, un jovencito que había quedado cuidando el rebaño. Nuevamente escuchó Samuel la voz de Dios: «Levántate y úngelo, porque éste es» (1 Samuel 16,12).

La historia de Samuel es, en definitiva, la historia de un hombre que estuvo siempre a la escucha de Dios, para conocer su voluntad y transmitirla al pueblo.
 

Cada día

Volviendo a lo que decíamos al comienzo, la vocación es siempre un llamado; pero la voz de Dios no llega a nosotros como si saliera de un parlante adosado en alguna pared, que escuchamos con toda claridad.
Dice una de las canciones que solemos cantar en nuestras celebraciones: “Señor, tú me llamas / por mi nombre, desde lejos / por mi nombre, cada día / tú me llamas”.
Esa voz, ese llamado, solo podemos oírlo en nuestro corazón.
Aprendamos de Samuel, ante todo, la actitud disponible, abierta, que permite decir, de verdad: “habla, Señor, porque tu servidor escucha”.

Amigas y amigos, el llamado a cuidarnos unos a otros, es también un llamado de Dios… “Señor, cada día, tú me llamas”. También hoy. Gracias por su atención. Que el Señor los bendiga y hasta la próxima semana, si Dios quiere.

domingo, 10 de enero de 2021

Misa - Bautismo del Señor

 

Homilía


Queridas hermanas, queridos hermanos:

Como decíamos al comienzo, esta capilla hace parte de la parroquia san Juan Bautista de Río Branco.

San Juan Bautista se distinguió por su predicación fuerte, en la que llamaba a las personas a hacer un profundo cambio de vida, arrepintiéndose de todas sus malas acciones y volviendo su corazón a Dios.
Como un signo de arrepentimiento y de conversión, Juan los hacía entrar en el río Jordán y sumergirse. Era mucha la gente que iba a escucharlo y, posiblemente, el Bautismo se hacía en grupos que entraban al agua y se sumergían cuando el Bautista lo indicaba.

Podemos imaginarnos la escena, que sería bastante llamativa. Pero no se trata de quedarnos en aspectos pintorescos, sino de ver la experiencia humana que está detrás de ese gesto.

Cuando los seres humanos reconocemos que hemos actuado mal, que hemos tenido una conducta equivocada con la que estamos haciendo daño a los demás y nos hacemos daño nosotros mismos, sentimos el deseo de cambiar, de ser mejores, de actuar de una manera más digna, más humana.
Cuando tomamos eso en serio, nos esforzamos por corregir errores, por cumplir con responsabilidad nuestros deberes, por hacer las cosas de mejor manera… pero, muchas veces, pasado el entusiasmo, volvemos a viejas conductas y nos estancamos en la mediocridad de siempre.
¿Por qué? ¿Por qué ese esfuerzo por cambiar no se sostiene? Tal vez porque, más allá de ese impulso, nada nuevo se despertó adentro de nosotros; no nació en nuestro corazón nada realmente apasionante.

Es cierto, la gente que se acercaba a Juan vivía un momento fuerte, una gran sacudida interna, que marcaba con el gesto del bautismo. Pero Juan el Bautista era consciente de que lo que él ofrecía no era definitivo. Él estaba preparando el camino para otro. Por eso Juan decía: “Yo los he bautizado a ustedes con agua, pero él los bautizará con el Espíritu Santo”.

A continuación de esas palabras de Juan, el evangelista Marcos nos dice simplemente que “Jesús llegó desde Nazaret de Galilea y fue bautizado por Juan en el Jordán”.
Sin hacerse problemas, Jesús se mezcló entre aquella gente pecadora que quería convertirse, cambiar su vida, corregir su camino equivocado.
Jesús es el Hijo de Dios. En Él no había pecado ni nada que necesitara ser purificado. Pero Él quería pasar por eso. Quería estar allí, junto a toda esa gente que buscaba el perdón de Dios.
Y es así como sucedieron cosas extraordinarias.
Tal vez, en ese momento, por la forma en que lo cuenta el evangelio, solo Jesús se dio cuenta; solo él pudo percibirlas; pero esos acontecimientos tendrán consecuencias para todos.

Primer acontecimiento: el cielo abierto.
Dice Marcos que, al salir del agua, Jesús “vio que los cielos se abrían”.
No está hablando de un cambio atmosférico, como cuando pasa la lluvia, las nubes se abren y vemos el azul del cielo.
Mucho antes de Jesús los hombres creyentes decían que el Cielo estaba cerrado. Había pasado mucho tiempo sin que Dios se comunicara con su Pueblo.
Al bautizarse Jesús, el Cielo se abrió. Se reabrió la comunicación de Dios con los hombres y se reabrió, precisamente, a través de Jesús, porque Él es el Hijo de Dios, la Palabra del Padre, como veíamos el domingo pasado.

Segundo acontecimiento: bajó el Espíritu Santo.
¿Qué es lo que vio Jesús, con el cielo abierto?
Jesús vio “que el Espíritu Santo descendía sobre él como una paloma”.
Juan el Bautista hablaba con un lenguaje amenazante. Hablaba de la ira divina. Por ejemplo, decía que había un hacha clavada en la raíz del árbol, o sea que ése árbol estaba por ser cortado… y ese árbol sería cada persona que no dejara atrás su mala vida.
Pero al abrirse los Cielos, lo que bajó no fue la ira de Dios, sino el Espíritu Santo, el Espíritu de amor, que, como una paloma, se posó pacíficamente sobre Jesús.
La Paloma como signo de la paz no se inventó en el siglo XX; ya estaba en el libro del Génesis.
Lo que bajó del Cielo fue el Amor de Dios.

Tercer acontecimiento: la voz del Padre.
El amor de Dios no se manifestó solo con la venida del Espíritu Santo sobre Jesús, sino también con palabras de profundo afecto.
“una voz dijo desde el cielo: «Tú eres mi Hijo muy querido, en ti tengo puesta toda mi predilección».”

El mensaje, entonces, es éste: Con Jesús, el Cielo ha quedado abierto; de Dios brota amor y paz… Dios nos invita a acercarnos a Él sin temor, llenos de confianza. El cielo está abierto también para nosotros, a pesar de nuestros errores, a pesar de la chatura y la mediocridad de nuestra vida.
Las palabras que escucha Jesús las podemos escuchar también nosotros. El Padre nos dice: “Tú eres mi hijo muy querido, tú eres mi hija muy querida”.
La historia de nuestra vida, por más manchada que esté, no puede seguir como una “historia sucia” que necesitamos lavar y purificar constantemente.
La historia de nuestra vida se reescribe cuando nos damos cuenta de que Dios nos regala la dignidad de ser sus hijos e hijas. Esa dignidad es lo que tenemos que cuidar, viviendo como hijos e hijas de Dios con gratitud y alegría.

Al comenzar este año, yo saludé a mucha gente deseándole un año nuevo de Gracia y Paz. Gracia es el amor de Dios que los creyentes reconocemos en muchos momentos de nuestra vida, esos momentos de los que podemos decir “esto ha sido una Gracia”: el nacimiento de un hijo o de un nieto, el encuentro con una persona buena, la experiencia de un amor limpio o de una amistad sincera, la ayuda para superar una situación difícil, la fortaleza en un momento de prueba… En cosas como ésas vemos “el cielo abierto”. A partir de allí comienza algo nuevo en nosotros. Nos sentimos vivos y con ganas de vivir. Sale a luz lo mejor que hay dentro de nuestro corazón. Detrás de esas experiencias está el Padre Dios, entregándonos su Espíritu por medio de Jesús, amándonos como hijos e hijas muy queridos.

En este día del Bautismo de Jesús, recordemos nuestro propio bautismo. Aunque lo hayamos recibido siendo bebés y no tengamos nuestro propio recuerdo de ese momento, sabemos que fuimos bautizados. Démosle todo su valor. Allí fuimos hechos hijos e hijas de Dios. Allí recibimos el Espíritu Santo. Reconozcamos ese gran momento de Gracia en nuestra vida y continuemos o, si es necesario, volvamos a empezar el camino de la fe, siguiendo a Jesús. Así sea.

viernes, 8 de enero de 2021

Iconografía del Bautismo de Jesús.

Un recorrido por las primeras imágenes del arte cristiano que representan el bautismo de Jesús.

Algunas cosas pueden sorprendernos... Jesús, bautizado por Juan, representado como un niño... Juan, ataviado como un filósofo clásico y no con su ropa de piel de camello... ¿se hacía el bautismo por aspersión o por inmersión? Imágenes de las catacumbas, de antiguos sarcófagos cristianos y de los primeros baptisterios. Siglos III a V.

jueves, 7 de enero de 2021

Los cielos se abrieron (Marcos 1,7-11). Fiesta del Bautismo del Señor.

“A partir de mañana…”, como decía la canción de Alberto Cortez. Así comenzamos muchas veces a expresar nuestros buenos propósitos. A partir de mañana me cuidaré más en las comidas (propósito muy frecuente). A partir de mañana voy a tratar de ser más amable con la gente. A partir de mañana pondré más atención a lo que me dice mi familia. A partir de mañana intentaré hacer mejor mi trabajo. A partir de mañana…
Y a veces comenzamos a hacerlo. Y lo hacemos bien. Sin embargo, pasa el primero impulso, perdemos el empuje y volvemos a caer en conductas que queríamos abandonar… conductas a veces muy malas, dañinas para las demás y / o para nosotros mismos, o a veces, simplemente conductas que dejan nuestra vida sumida en la mediocridad, en la chatura…
¿Por qué ese esfuerzo por cambiar no se sostiene? Tal vez porque, más allá de esa inquietud inicial, nada nuevo se despertó dentro de nosotros; no nació en nuestro corazón nada realmente apasionante… tal vez, tampoco tengamos las fuerzas necesarias.

Un día apareció Juan el Bautista en el desierto cercano a Jerusalén. Con su predicación llamaba a las personas a hacer un profundo cambio de vida, arrepintiéndose de todas sus malas acciones y volviendo su corazón a Dios.
Como un signo de arrepentimiento y conversión, Juan los hacía entrar en el río Jordán y bautizarse. Era mucha la gente que iba a escucharlo y, posiblemente, el bautismo se hacía en grupos que entraban al agua y se sumergían cuando el Bautista lo indicaba.
La gente vivía un momento fuerte, una gran sacudida interna, que marcaba con el gesto del bautismo. Pero Juan era consciente de que lo que él ofrecía no era definitivo.
Él estaba preparando el camino para otro. Por eso Juan decía: 

“Yo los he bautizado a ustedes con agua, pero él los bautizará con el Espíritu Santo”.
Después de darnos cuenta de esta actividad de Juan, el evangelista Marcos nos dice que 

“Jesús llegó desde Nazaret de Galilea y fue bautizado por Juan en el Jordán”.
Jesús, según nuestra fe, es el Hijo de Dios. En Él no había pecado ni nada que necesitara ser purificado. Pero Él quería pasar por eso. Sin hacerse problemas, Jesús se mezcló con aquella gente pecadora que quería convertirse, cambiar de vida, corregir sus caminos equivocados.
Jesús quería estar con esa gente que buscaba el perdón de Dios, el perdón que Él venía a traer.

Y es así como sucedieron cosas extraordinarias.
Por la forma en que lo cuenta el evangelio, tal vez solo Jesús se dio cuenta, en ese momento, de lo que estaba pasando. Solo Él pudo percibirlos; pero esos acontecimientos tuvieron consecuencias para todos, que llegan hasta hoy.

Primer acontecimiento: el cielo abierto.

Dice Marcos que, al salir del agua, Jesús “vio que los cielos se abrían”.
Marcos no está hablando de un cambio atmosférico, como cuando pasa la lluvia, las nubes se abren y vemos el azul del cielo.
Mucho antes de Jesús los hombres creyentes decían que el Cielo estaba cerrado. Había pasado mucho tiempo sin que Dios se comunicara con su Pueblo. Muchos repetían el ruego del Profeta Isaías: 

“Si rasgaras los Cielos y descendieras…” (Isaías 64,1)
Al bautizarse Jesús, el Cielo se abrió. Se reabrió la comunicación de Dios con los hombres y se reabrió, precisamente, a través de Jesús, porque Él es el Hijo de Dios, la Palabra eterna del Padre, como nos dice el prólogo del Evangelio según san Juan.

Segundo acontecimiento: bajó el Espíritu Santo.

¿Qué es lo que vio Jesús, con el cielo abierto?
Jesús vio 

“que el Espíritu Santo descendía sobre él como una paloma”.
Juan el Bautista hablaba con un lenguaje amenazador. Hablaba de la ira divina. Decía que el hacha estaba clavada en la raíz del árbol, o sea que ése árbol iba a ser cortado… y ese árbol sería cada persona que no dejara atrás su mala vida.
Pero al abrirse los Cielos, lo que bajó no fue la ira de Dios, sino el Espíritu Santo, el Espíritu de amor, que, como una paloma, se posó pacíficamente sobre Jesús.
La Paloma como signo de la paz no se inventó en el siglo XX; ya estaba en el libro del Génesis.
Lo que bajó del Cielo fue el Amor de Dios.

Tercer acontecimiento: la voz del Padre.

El amor de Dios no se manifestó solamente con la venida del Espíritu Santo sobre Jesús, sino también con palabras de profundo afecto.

“una voz dijo desde el cielo: «Tú eres mi Hijo muy querido, en ti tengo puesta toda mi predilección».”
El mensaje, entonces, es éste: Con Jesús, el Cielo ha quedado abierto; de Dios brota amor y paz… Dios nos invita a acercarnos a Él sin temor, llenos de confianza. El cielo se abrió también para nosotros, a pesar de nuestros errores, a pesar de la chatura y la mediocridad de nuestra vida.
Las palabras que oye Jesús las podemos escuchar también nosotros. El Padre nos dice: “Tú eres mi hijo muy querido, tú eres mi hija muy querida”.
La historia de nuestra vida, por más manchada que esté, no puede seguir como una “historia sucia” que necesitamos lavar y purificar constantemente.
La historia de nuestra vida se reescribe cuando nos damos cuenta de que Dios nos regala la dignidad de ser sus hijos e hijas. Esa dignidad es lo que tenemos que cuidar, viviendo como hijos e hijas de Dios con gratitud y alegría, haciendo el bien.

Cuidar nuestra dignidad de hijos de Dios, vivir como hijos de Dios, no es algo que dependa únicamente de nuestro esfuerzo. Hay que dejar actuar al Espíritu Santo. Hay que reconocer los signos de la Gracia.
Gracia es el amor de Dios que los creyentes reconocemos en muchos momentos de nuestra vida, esos momentos de los que podemos decir “esto ha sido una Gracia”: el nacimiento de un hijo o de un nieto, el encuentro con una persona buena, la experiencia de un amor limpio o de una amistad sincera, la ayuda para superar una situación difícil, la fortaleza en un momento de prueba… En cosas como ésas vemos “el cielo abierto”. A partir de allí comienza algo nuevo en nosotros. Nos sentimos vivos y con ganas de vivir. Sale a luz lo mejor que hay dentro de nuestro corazón. Detrás de esas experiencias está el Padre Dios, dándonos su Espíritu por medio de Jesús, amándonos como hijos e hijas muy queridos.

Amigas y amigos, en este día del Bautismo de Jesús, recordemos nuestro propio bautismo. Aunque lo hayamos recibido siendo bebés y no tengamos nuestro propio recuerdo de ese momento, sabemos que fuimos bautizados. Démosle todo su valor. Allí fuimos hechos hijos e hijas de Dios. Allí recibimos el Espíritu Santo. Reconozcamos ese gran momento de Gracia en nuestra vida y continuemos o, si es necesario, volvamos a empezar el camino de la fe, siguiendo a Jesús.
Gracias por su atención. Sigamos cuidándonos y cuidando unos de otros. Que el Señor los bendiga y hasta la próxima semana si Dios quiere.

domingo, 3 de enero de 2021

Misa - II Domingo del tiempo de Navidad.

Homilía

Queridas hermanas, queridos hermanos:

Estamos en el segundo domingo después de Navidad.
En la Misa de nochebuena y, luego, en la fiesta de la sagrada familia, hemos escuchado relatos de la infancia de Jesús: su nacimiento y su presentación en el templo.

Son relatos llenos de personajes vivos, que se dibujan ante nuestros ojos y que tocan nuestros sentimientos: Jesús, María y José; los pastores, los ancianos Simeón y Ana… Relatos que nos transportan al pesebre de Belén y después a los patios del templo…

Luego de eso, el evangelio de este domingo nos lleva por otro lado. Comienza con un tono muy solemne: “Al principio…”

Esa expresión nos recuerda otro libro de la Biblia… buscamos cuál es y encontramos el libro del Génesis que comienza diciendo: “Al principio…”
Aquí estamos en el principio del evangelio según san Juan.
El evangelista ha comenzado así su libro, precisamente porque quiere marcar un nuevo principio. Y es así. Con Jesús comenzó una etapa totalmente nueva en la historia de la humanidad. A partir de su nacimiento contamos los años…

Avanzamos en estas palabras iniciales y nos vemos sumergidos en el misterio de Dios. Se nos habla de la Palabra -el Verbo, dicen traducciones de otra época- la Palabra que existía desde siempre y estaba junto a Dios y era Dios… nos sorprende este lenguaje tan extraño, tan abstracto, tan lejos del lenguaje sencillo de los relatos que escuchamos anteriormente.

Este comienzo del evangelio de san Juan, conocido como el “prólogo” es el resultado de una profunda búsqueda, la búsqueda de respuesta a una pregunta: ¿Quién es Jesús?
Los evangelios utilizan diferentes palabras para responder a esa pregunta. Algunas de esas palabras tienen más que ver con la realidad humana de Jesús; otras, en cambio, nos hablan de su realidad divina. Los cuatro evangelios nos dicen que Jesús es el Hijo de Dios; sin embargo, ¿qué quiere decir eso, exactamente?

Los discípulos conocieron a Jesús como hombre. Ellos lo acompañaban. Lo veían en su humanidad: lo vieron experimentar el cansancio, el hambre, la sed… lo vieron descansar, comer, beber… escucharon su risa y su llanto… Lo vieron enseñar con una autoridad nueva, que nadie había manifestado hasta entonces. Presenciaron sus milagros. Y poco a poco, en ellos fue creciendo la convicción de que su Maestro era el Mesías enviado por Dios.
Aún así, los discípulos tuvieron que abandonar sus ideas -y les costó mucho hacerlo- tuvieron que abandonar sus ideas de un Mesías que vendría a restaurar el antiguo reino de Israel, un Mesías que sería el rey de los judíos, como su antepasado David.
Los anuncios de Jesús de que iba a ser entregado a las autoridades, que debía sufrir mucho y morir resultaron escandalosos para los discípulos.
Los anuncios de Jesús, sin embargo, estaban respaldados por las profecías de Isaías que hablaban del Servidor de Yahveh, el servidor sufriente que, por medio de sus padecimientos, rescataría a muchos.
La muerte y la resurrección de Jesús son el acontecimiento que está en el centro de la fe cristiana.
Ese hecho, vivido por los discípulos es el motivo del primer anuncio de la buena noticia: Jesucristo murió y resucitó por nosotros. Él es el salvador, Él es el Hijo de Dios.

Pero ¿qué significa que Jesús es el Hijo de Dios?
¿Es un ser humano bueno, al que Dios eligió y le dio un lugar especial en su proyecto de salvación?
¿Es un ser humano que fue convertido en Dios por medio de la resurrección?
¿O eso fue antes, en su Bautismo, cuando el Espíritu Santo descendió sobre Él?
En el evangelio de Mateo, un ángel le anuncia a José que el niño que espera María es obra del Espíritu Santo. En el evangelio de Lucas, el ángel Gabriel le explica a María que ella va a concebir un hijo por obra del Espíritu Santo. Los dos relatos confirman que el hijo de María es el Hijo de Dios. Pero entonces, todavía podemos preguntarnos: la existencia del Hijo de Dios ¿comienza en ese momento, cuando comienza a gestarse en el seno de María?

Estas preguntas se las hacían algunos de los primeros cristianos y con estas preguntas llegamos a nuestro evangelio de hoy. Aquí encontramos la respuesta que nos da Juan. Así comienza su Evangelio:
“Al principio existía la Palabra, y la Palabra estaba junto a Dios, y la Palabra era Dios.”

Vamos a hacer un pequeño cambio, esperando que nos ayude a entender mejor lo que quiere decirnos san Juan:
“Al principio existía el Hijo de Dios; y el Hijo de Dios estaba junto a Dios, y el Hijo de Dios era Dios”
Y ahora vamos a lo que dice más adelante:
“Y la Palabra se hizo carne y habitó entre nosotros”

Hagamos lo mismo que ya hicimos: cambiamos Palabra por “Hijo de Dios” y dice así:
“y el Hijo de Dios se hizo carne y habitó entre nosotros”.

Así llegamos a Jesús:
es el Hijo de Dios, que existía desde siempre, que estaba junto a Dios, que es Dios y que se hizo hombre, se hizo uno de nosotros: se encarnó en el seno de María y de ella nació. Por eso decimos que Jesús es Dios verdadero y hombre verdadero.

Y sigue diciendo san Juan:
“nosotros hemos visto su gloria,
la gloria que recibe del Padre como Hijo único”.

Aquí aparece una palabra que estábamos esperando, que estábamos necesitando: y esa palabra es “Padre”. Eso nos ayuda entender mejor, porque el Padre es Dios, y el Hijo es Dios. No son dos dioses: son dos personas y las dos son Dios. Un solo Dios. Juan no nos habla todavía de la tercera persona, del Espíritu Santo. Eso vendrá después y así se completará la revelación de Dios.
Tomemos una línea más. Dice san Juan:
“Nadie ha visto jamás a Dios;
el que lo ha revelado es el Dios Hijo único,
que está en el seno del Padre.”
¿Cómo podemos llegar a conocer a Dios? Más aún, podemos preguntarnos, ¿cómo es que Juan sabe lo que nos está diciendo?
“el que lo ha revelado es el Dios Hijo único”.
Es Jesús, el Hijo único de Dios, quien nos ha revelado cómo es Dios.
Es por medio de Él que llegamos a conocer a Dios.
La encarnación del Hijo de Dios fue fundamental para eso.

Dios se hizo hombre, habitó entre nosotros; “acampó” entre nosotros; pasó por este mundo, como pasamos todos los seres humanos. Pero Él venía del seno del Padre y vino a comunicarnos la vida de Dios. Vino a mostrarnos el camino hacia el Padre. Vino a decirnos que tenemos un lugar en la Casa del Padre para participar en la vida de Dios.

“Nadie ha visto jamás a Dios” y, sin embargo, en este mismo evangelio Jesús dirá “Quien me ve a mí, ve al Padre” (Juan 14,19). Jesús se hizo para nosotros el rostro del Padre, el rostro de la Misericordia. Dice el papa Francisco: “Jesús de Nazaret con su palabra, con sus gestos y con toda su persona revela la misericordia de Dios” (MV 1).

Seguimos en tiempo de Navidad. Volvamos al pesebre. Volvamos a contemplar al Niño. Recién nacido, todavía no nos dirige la Palabra; pero Él mismo, “envuelto en pañales y acostado en un pesebre”, Él mismo es ya un mensaje, una Palabra del amor de Dios, una palabra de Misericordia. No endurezcamos el corazón. Dejémonos tocar por su amor y aprendamos con Él a amar al prójimo y al Padre. Así sea.

sábado, 2 de enero de 2021

Al principio existía la Palabra (Juan 1,1-18). Domingo II después de Navidad.


¡Feliz Año Nuevo!

Amigas y amigos: llegamos a este primer domingo del nuevo año 2021. Ante todo, mis deseos de un Feliz Año Nuevo para todos, en el que podamos ver el final de esta pandemia.

Seguimos en el Tiempo de Navidad, que concluye el próximo domingo con la fiesta del Bautismo de Jesús, que es como el gozne entre este tiempo y el tiempo durante el año, llamado también tiempo ordinario o, para nuestros vecinos brasileños, o Tempo comum.
Durante este tiempo de Navidad hemos escuchado los relatos evangélicos en torno al nacimiento y la infancia de Jesús. Pasajes llenos de color, con personajes muy vivos que se ganan su lugar en nuestro corazón: el Niño, su Madre, José; los ángeles, los pastores, los magos de Oriente. Hay también acontecimientos dolorosos como la matanza de los inocentes y la huida de la Sagrada Familia a Egipto.

Al principio… (Juan 1,1)

Hoy, sin embargo, como en la Misa del día de Navidad, el evangelio que leemos es el prólogo, es decir, el comienzo del Evangelio según san Juan.
Aunque el prólogo está colocado delante del resto del texto (por eso se llama prólogo; si estuviera al final sería epílogo) eso no quiere decir que sea lo primero que se haya escrito. Más bien se escribe con el resto de la obra ya terminada, como una invitación a la lectura, que adelanta algunos de los temas o da una clave para entender lo que sigue.
¿Qué es el prólogo del evangelio de Juan? Un gran estudioso de los escritos de Juan, Raymond Brown, en quien nos apoyaremos en este programa, dice lo siguiente:
El prólogo es un himno, una síntesis poética de toda la teología y la narración del Evangelio, y también una introducción.
Entonces… una síntesis poética, una introducción… Y agrega que el prólogo
Se puede entender plenamente sólo después de haber estudiado todo el Evangelio.
¡Todo el evangelio de Juan! Bueno… no nos desanimemos. En este breve espacio vamos a tratar de comprender algunos de los aspectos que nos presenta san Juan en este himno o poema.

“¿Quién es este hombre…?”

El Evangelio de Juan fue el último de los cuatro evangelios en llegar a su redacción final, hacia el año 100 después de Cristo. Habían pasado 70 años después de la Pascua. Numerosas comunidades cristianas se habían ido formando en el mundo del Mar Mediterráneo. Tanto los cristianos que venían del mundo judío como aquellos que se convirtieron desde el paganismo querían tener un conocimiento más profundo de Jesús. “¿Quién es este hombre…?” (Cf. Marcos 4,41) fue la pregunta que se hicieron más de una vez los discípulos que conocieron a Jesús en su vida terrena y es la pregunta que se seguían haciendo quienes habían creído en Él por el testimonio de los apóstoles.
Por supuesto, es también la pregunta que nos seguimos haciendo nosotros, buscando profundizar nuestra fe. A medida que se fueron escribiendo los textos de lo que hoy conocemos como el Nuevo Testamento, fueron apareciendo las cristologías, es decir, las maneras de entender la identidad de Jesús y su papel en el plan de salvación de Dios.

Hay cristologías que parten más bien de la realidad humana de Jesús. No es que nieguen su divinidad, pero el acento está más bien en títulos como Mesías, rabbí, profeta, sumo sacerdote, salvador, maestro. En cambio, otras miradas cristológicas ponen el acento en la divinidad de Jesús, con los títulos de Señor, Hijo de Dios, Dios.

Hombre y Dios

Ahora bien ¿qué quiere decir que Jesús es Dios? Los primeros seguidores de Jesús respondieron al llamado de un hombre, un ser plenamente humano, al que acompañaron durante tres años. Un hombre que, como ellos, necesitaba comer, beber, lavarse los pies, descansar… un hombre que manifestaba sus sentimientos, capaz de una gran compasión; un hombre al que vieron reír y llorar… un hombre que, finalmente, “padeció bajo el poder de Poncio Pilato; fue crucificado, muerto y sepultado” (Credo apostólico)
A este hombre “Dios lo resucitó”, como atestiguan los apóstoles (Hechos 2,24).

Jesucristo resucitado, sentado a la derecha del Padre es el Hijo de Dios, es el Señor.

“Dios ha constituido Señor y Cristo a este Jesús a quien ustedes han crucificado” (Hechos 2,36)

Los primeros cristianos no lo dudan, pero queda una pregunta, o varias:
¿es a partir de la resurrección que el hombre Jesús de Nazaret es constituido Hijo de Dios?
O, yendo un poco más atrás: ¿fue en el bautismo? Cuando el Espíritu de Dios descendió sobre él ¿Fue allí cuando comenzó a ser el Hijo de Dios, cuando oye la voz del Padre diciendo: 

“Tú eres mi Hijo amado…”? (Marcos 1,11)
Todavía podemos ir más atrás, a lo que nos cuentan Mateo y Lucas antes del nacimiento: el niño que espera María ha sido concebido por obra del Espíritu Santo, sin padre humano (Mateo 1,18.20 Lucas 1,35). ¿Es desde el momento de su concepción que Jesús es el Hijo de Dios?

“el que ha de nacer será santo y será llamado Hijo de Dios” (Lucas 1,35)
Pero todavía podemos ir aún más atrás, ya no en el tiempo. Salimos de la experiencia humana y, atrevidamente, intentamos entrar en el misterio de Dios y nos preguntamos… ese ser divino, ese Hijo de Dios concebido en el seno de María ¿ya existía, de alguna forma, antes de ser concebido? Es cuando creemos que ya existía que podemos hablar de encarnación.
Pero, otra vez ¿desde cuándo? Si ya existía antes de la concepción ¿hubo algún momento en que todavía no existía? Entonces ¿fue creado por Dios, como la primera creatura de toda la creación? ¿O existía desde siempre?

Verdadero hombre, Dios verdadero

¿Qué decimos nosotros en el Credo? ¿Qué decimos acerca del Hijo de Dios? Decimos que es
“Dios de Dios, luz de luz, Dios verdadero de Dios verdadero;
engendrado, no creado, de la misma naturaleza que el Padre”
Esta es la fórmula a la que llegó el Concilio de Nicea, el 19 de junio del año 325.
Ya habían pasado muchas generaciones de cristianos; se había discutido mucho sobre la interpretación de la Palabra de Dios. El Credo niceno expresa la fe del Pueblo de Dios:
El Hijo de Dios, el que se encarnó en Jesús de Nazaret no fue creado. No es una creatura: es Dios de Dios. Existía desde siempre junto al Padre.
Y por obra del Espíritu Santo se encarnó de María, la Virgen, y se hizo hombre
(Credo Niceno)
En este tiempo de Navidad, en que contemplamos el nacimiento de Jesús, el prólogo de san Juan nos ayuda a comprender quién es el Niño que ha nacido de María. Vamos a acercarnos a algunos pasajes clave del gran himno de este evangelio.

La Palabra

Al principio existía la Palabra,
y la Palabra estaba junto a Dios,
y la Palabra era Dios.
Al principio estaba junto a Dios.
“Al principio…” esta expresión nos lleva a otro libro de la Biblia: el Génesis. Así comienza el primer libro:
“Al principio creó Dios los Cielos y la Tierra” (Génesis 1,1).
Aunque los dos comienzan con las mismas palabras, el Génesis habla del inicio de la creación; el evangelio, en cambio, va más atrás. Quiere decirnos que, en el momento de la creación, la Palabra ya existía. La Palabra no fue creada y estaba en la presencia del Padre. De hecho, ella misma era Dios.
Pero ¿por qué Juan dice “la Palabra”? ¿Por qué no dice directamente “el Hijo de Dios”?
Si seguimos leyendo el relato del Génesis, notamos que Dios realiza su obra creadora pronunciando su palabra
“Dijo Dios: «Haya luz», y hubo luz” (Génesis 1,3)
Y dice san Juan:
Todas las cosas fueron hechas por medio de la Palabra
y sin ella no se hizo nada de todo lo que existe.
A esta idea de la Palabra creadora podemos relacionar el concepto de la sabiduría divina. De ella nos habla la primera lectura de este domingo (Eclesiástico 24, 1-2. 8-12); pero ahora vamos a ver cómo habla de ella el libro de la Sabiduría:
…la Sabiduría que conoce tus obras, que estaba presente cuando hacías el mundo (Sabiduría 9,9)
La sabiduría aparece como una realidad divina, casi distinta de Dios y que desempeña un papel en la creación. También es enviada por Dios para guiar a los humanos hacia la salvación. Dice la Sabiduría en otro de los libros sapienciales:
Yo salí de la boca del Altísimo (…)
Quien me obedece a mí, no queda avergonzado,
los que en mí se ejercitan, no llegan a pecar. (Eclesiástico/Sirácida 24,3.22)
La Palabra del prólogo une la sabiduría y la palabra de Dios, como una persona divina, no creada, existente con el Padre. Esa persona es el Hijo.

Ahora sí, de la mano segura de san Juan, nos fuimos al comienzo mismo, a la eternidad profunda, antes de que comenzara la creación, antes del tiempo y de la historia… allí estaba ya la Palabra: “la Palabra estaba junto a Dios y la Palabra era Dios”.

Se hizo carne

Todo muy bien… pero ¿cómo llegamos a Jesús, con su humanidad asumida y real? Vayamos ahora al más famoso versículo del prólogo:

Y la Palabra se hizo carne
y habitó entre nosotros. (Juan 1,14)
La Palabra, entonces, la persona del Hijo, se hizo carne.
Llama la atención esa manera de expresarse: ¿por qué carne y por qué no hombre?
¿Qué diferencia hay entre decir “la Palabra se hizo carne” y “la Palabra se hizo hombre”?

“Carne”, en el lenguaje de la Biblia, es la naturaleza humana, contrapuesta a la naturaleza divina. “Carne” subraya la fragilidad y la debilidad del ser humano; su vulnerabilidad y su mortalidad. Dice Isaías:
“Toda carne es hierba… la hierba se seca” (cf. Isaías 40,5-6)
“Carne”, sobre todo en las cartas de san Pablo, también se puede referir a la debilidad ante la tentación, la tendencia a caer en el pecado. Pablo nos habla de “las obras de la carne” (Cf. Gálatas 5,19-21) pero no es en ese sentido que la tomamos ahora.
Sin usar la palabra carne, el himno cristiano que san Pablo recogió en su carta a los Filipenses, nos dice que
“Cristo… siendo de condición divina… se despojó de sí mismo… haciéndose semejante a los hombres” (cf. Filipenses 2,5-11)
La encarnación del Hijo de Dios es un despojo, un empobrecimiento. Otro texto de san Pablo nos lo presenta de esa manera; pero, al mismo tiempo, nos da la razón fundamental del misterio de la encarnación. Es la misma de todo el misterio de Cristo: por nosotros.
Jesucristo… siendo rico, por ustedes se hizo pobre a fin de que se enriquecieran con su pobreza. (2 Corintios 8,9)
No podemos entrar en esto ahora, pero recordemos que, en el evangelio de Juan, Jesús no habla de “comer su cuerpo”, como los otros evangelios, sino de “comer su carne”. La comunión sacramental, que tantos no han podido recibir en este tiempo de pandemia, es posible y tiene sentido por la encarnación.

Habitó entre nosotros

Bien. Es así como la Palabra, tomando nuestra naturaleza humana “se hizo carne” “y habitó entre nosotros”.
El verbo griego que se traduce aquí como “habitó” tiene muchas resonancias. Se podría traducir como “acampó”, en el sentido de poner una carpa en un lugar. Aquí podemos volver a mirar la primera lectura, a la que ya nos hemos referido, donde dice la Sabiduría:

El Creador de todas las cosas me dio una orden,
el que me creó me hizo instalar mi carpa,
Él me dijo: "Levanta tu carpa en Jacob
y fija tu herencia en Israel". (cf. Eclesiástico/Sirácida 24,1-2. 8-12)
Para nosotros, uruguayos, acampar nos hace pensar en los campamentos de turismo, con sus pesquerías y cacerías, o los campamentos de pastoral juvenil o de los scouts… aunque aún entre nosotros, encontramos a veces situaciones donde una familia está en la precariedad de una carpa.
Para un israelita, la carpa evoca dos cosas.
En primer lugar, los lleva a los orígenes de su pueblo, como pueblo de pastores, que armaban y desarmaban sus carpas según las necesidades de su ganadería trashumante.
En segundo lugar, más importante, la carpa evoca la carpa del Encuentro de la que nos habla el libro del Éxodo (25,8 y ss). Era la carpa en la que se guardaba el Arca de la Alianza, que contenía las tablas de la Ley. La carpa del Encuentro fue el lugar de la presencia de Dios en medio de su Pueblo y la sede de la Gloria de Dios.
Así fue durante los años de peregrinación en el desierto y en los primeros años en la Tierra prometida. El rey David constataba:
yo habito en una casa de cedro, mientras el Arca de Dios está en una tienda de campaña. (2 Samuel 7,2)
Fue Salomón, hijo y sucesor de David quien construyó el primer templo de Jerusalén, que tomó la función que hasta ahora había tenido la tienda como sitio de la presencia de Dios.
Entonces… ¿qué está detrás de este versículo? El mensaje es que, a partir de la encarnación de la Palabra, la carne del Hijo de Dios, su humanidad se convierte en el lugar supremo de la presencia y la gloria divinas.
Así entendemos mejor las palabras de Jesús que aparecen en Juan:
“Destruyan este Templo y en tres días lo levantaré” (Juan 2,19)
Frente a las objeciones irónicas que los adversarios de Jesús presentan a esa frase, el evangelista nos aclara:
Pero él hablaba del Templo de su cuerpo (Juan 2,21)
Así como las palabras de Dios, los diez mandamientos, quedaron grabadas en las tablas de la Ley y guardadas en el arca de la alianza, ahora es La Palabra de Dios la que está grabada y guardada en la carne de Jesús. Así entendemos mejor como el Hijo de Dios se hizo “pobre” para enriquecernos con su pobreza.

Ver a Dios

Nadie ha visto jamás a Dios;
el que lo ha revelado es el Dios Hijo único,
que está en el seno del Padre.

A pesar de que cuando se relata la muerte de Moisés se dice de él que era alguien “a quien Yahveh trataba cara a cara” (Deuteronomio 34,10), el libro del Éxodo nos cuenta hasta dónde pudo llegar la visión de Moisés:
Moisés pidió a Dios

«Déjame ver, por favor, tu gloria» (Éxodo 33,18)
Pero Dios le respondió:
“… mi rostro no podrás verlo; porque no puede verme el hombre y seguir viviendo… apartaré mi mano, para que veas mis espaldas; pero mi rostro no se puede ver” (cf. Éxodo 3,20-23)
Entonces, si ni Moisés pudo verlo, nadie ha visto jamás a Dios.
Es por medio de su Hijo, de su Palabra encarnada, que Dios se ha revelado, que Dios se ha dado a conocer.
Bastante más adelante en el evangelio de Juan, dice Jesús:
“El que me ha visto a mí, ha visto al Padre” (Juan 14,9)
Jesús es para nosotros el rostro humano de Dios: “el rostro de la Misericordia del Padre”, en la expresión del Papa Francisco (Misericordiae Vultus, 1).
Desde su humanidad, con sus gestos de bondad, Jesús nos va revelando cómo es Dios. Nos va revelando hasta dónde nos ama Dios. Con sus palabras, en lenguaje humano, nos comunica el llamado y las promesas de Dios. En su proyecto conocemos el proyecto del Padre.
La mirada compasiva de Jesús hacia nuestros males es la mirada de Dios. Su manera de recibir a los pecadores nos manifiesta cómo Dios nos comprende y nos perdona y cómo quiere vernos perdonar a quienes nos ofenden. En el humano y sagrado corazón de Jesús encontramos el amor de Dios desbordante de misericordia.

Volvamos a Jesús

En estos tiempos en que vivimos con tanta precariedad, con tanta perplejidad, a veces sin saber ni en qué creer ni en quién confiar, volvamos nuestro corazón hacia Jesús, volvamos a Jesús rostro humano de Dios, que, por medio del Espíritu Santo, sigue teniendo su carpa entre nosotros.

Amigas y amigos: no bajemos los brazos; sigamos cuidando unos de otros. No dejemos de rezar por el fin de esta pandemia. Que el Señor los bendiga y les dé un año lleno de su presencia y de su misericordia. Gracias por su atención y hasta la próxima semana, si Dios quiere.