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domingo, 1 de octubre de 2023

Santa Teresita del Niño Jesús: fiesta patronal de la parroquia de Juanicó, Canelones.

Homilía

“Si no se hacen como niños, no entrarán en el Reino de los Cielos”.

Hace apenas unos días, me tocó compartir una experiencia con un grupo de niños. Con motivo del Mes de la Palabra de Dios, en la parroquia de San José de Carrasco se hizo un túnel de la Biblia, un recorrido por toda la Historia de la Salvación, presentada a través de diferentes medios, incluyendo representaciones en vivo.

A mí me impresionó la capacidad de asombro de esos niños y el interés que ponían en cada episodio. Se mostraron muy sensibles frente a una representación del sacrificio de Isaac y, aunque solo escucharon el relato, cuando oyeron que san Pablo fue decapitado…

Me impresionó especialmente el momento en que llegamos a lo que representaba la cueva de Belén y vieron una imagen del niño Jesús en el pesebre. Una linda imagen, muy bien iluminada.

Entonces dijeron: “Es Jesús”, “uau” se oyó a uno, y otras expresiones de alegría y de asombro. Un momento precioso.

Yo salí muy feliz de haber hecho el camino con ellos, porque pude ver todo, no con mi mirada, que seguramente encontraría algún detalle a mejorar o a corregir… En cambio, lo pude ver con los ojos de ellos y así dejarme sorprender también. De alguna forma pude, por un momento “hacerme como niño”.

En este día de fiesta, animémonos también nosotros a entrar como niños, dejándonos asombrar, dejándonos sorprender, en otro túnel, en el túnel de Santa Teresita. Pero este túnel empieza por un ascensor. Vamos a ver.

El evangelio de hoy, esto de hacernos como niños, tiene relación directa con la vocación de santa Teresita y el camino espiritual que ella fue encontrando y siguiendo. ¿Cómo encontró ese camino? Ahí tenemos su mirada asombrada, de niña. Cuenta Teresita:

Estamos en un siglo de inventos. Ahora no hay que tomarse ya el trabajo de subir los peldaños de una escalera: en las casas de los ricos, un ascensor la suple ventajosamente.

El ascensor. Uno puede imaginar su asombro cuando ve esa caja que sube llevando a la gente sin que ellos tengan que hacer ningún esfuerzo. Y recordando esa experiencia, por ahí empieza a buscar su camino:

Yo quisiera también encontrar un ascensor para elevarme hasta Jesús, pues soy demasiado pequeña para subir la dura escalera de la perfección. Entonces busqué en los Libros Sagrados algún indicio del ascensor (…) y leí estas palabras salidas de la boca de la Sabiduría eterna: El que sea pequeñito, que venga a mí.

Y ella siguió buscando en la Escritura y encontró otra pista, en el profeta Isaías, donde Dios dice:

Como una madre acaricia a un hijo, así los consolaré yo; los llevaré en mis brazos y sobre mis rodillas los meceré. (cf. Isaías 66,12-13)

Los llevaré en mis brazos. Escuchando esas palabras de consuelo, llega a esta conclusión:

¡El ascensor que ha de elevarme hasta el cielo son tus brazos, Jesús! Y para eso, no necesito crecer; al contrario, tengo que seguir siendo pequeña, tengo que empequeñecerme más y más.

Las carmelitas tenían a Santa Teresa de Jesús, Teresa la Grande, la reformadora del Carmelo, la gran maestra espiritual. Nuestra santa lleva su mismo nombre: Teresa. En francés no hay un diminutivo para Teresa. No existe la forma “Teresita”. Se dice la petite Thérèse, “la pequeña Teresa”. Nuestra lengua nos da la fortuna de poder decir, más dulcemente, “Teresita”. Pero si la Gran Teresa era “Teresa de Jesús”, nuestra Teresita, que quiere ser pequeña y empequeñecerse más y más, elige agregar a su nombre “del Niño Jesús”, “Teresa del Niño Jesús”.

A mí no deja de asombrarme esta jovencita que, queriendo ser cada vez más chiquita, se hizo tan grande.

Murió en 1897, a los 24 años. Una vida muy breve, pero una vida completa; una vida que dejó una gran huella en la Iglesia. 26 años después de su muerte, en 1923, fue beatificada por el Papa Pío XI, que fue también quien la canonizó, apenas dos años más tarde.

En 1929, cuatro años después de la canonización, se colocó la piedra fundamental de esta iglesia, la primera en Uruguay dedicada a Santa Teresita. 

Hoy es Iglesia parroquial, pero comenzó siendo capilla. Y para muchos sigue siendo “capilla”, porque me han dicho que si uno viene en ómnibus a Juanicó tiene que decir “me bajo en la capilla” y si dijera “me bajo en la parroquia” no le entenderían. Escuchando eso desde el Cielo, Santa Teresita debe sonreír con picardía, como diciendo “yo quiero seguir siendo chiquita”.

Para seguir asombrándonos en el túnel de Teresita, tenemos que recordar que la Iglesia no solo la venera como santa, sino que la reconoce como Doctora, Doctora de la Iglesia, igual que santa Teresa de Jesús. 

Esto lo hizo san Juan Pablo II en 1997, en el centenario de la partida al Cielo de la santa.

Doctora, aquí, quiere decir, maestra, maestra de vida cristiana, con un alto grado. Alguien que ha dejado enseñanzas que hay que tomar muy en serio.

Otra vez, en apenas 24 años de vida ¿cómo fue posible eso?

Eso fue posible desde un profundo amor a Dios, que la llevó a darse enteramente a él, “como una virgen pura”, como dice San Pablo en la segunda lectura. Ese amor a Dios de Teresita es respuesta al amor de Dios, al inmenso amor con que Dios nos ama, como Padre Creador, como Hijo redentor, como Espíritu Santo santificador. 

Así nos ama Dios. Así nos ama a todos. Nadie está fuera de su amor. 

Sin embargo, hay muchas personas que no llegan a conocer el amor de Dios. No se han sentido amadas por Él, a pesar de que Él nos ama. Teresita tuvo la Gracia de percibir y recibir ese amor. Nunca dudó que fuera amada y nunca dudó en corresponder a ese amor.

Correspondiendo a ese amor, se sentía llamada al martirio, a dar su vida por Jesús de todas las formas posibles; a realizar todas las obras de los santos, a ser misionera, a llevar el Evangelio “al mismo tiempo en las cinco partes del mundo y hasta las islas más remotas”.

Y uno no puede menos que asombrarse que, con todos esos anhelos, ella entrara al Carmelo, es decir, saliera del mundo, de lo que podía ser el terreno de la misión, para dedicarse a la oración, como diríamos, a tiempo completo. Es verdad que las carmelitas francesas ya tenían sus mártires, las 17 carmelitas de Compiègne, que fueron decapitadas -decapitadas como san Pablo, pero en la guillotina- durante la revolución francesa.

Ese anhelo misionero hace que Teresita reciba otro título: con san Francisco Javier, que llevó el evangelio a los extremos del mundo, ella es patrona de las misiones. Por ella, octubre es el mes de las misiones. Pero también vivió su misión desde el Carmelo, como lo cuenta ella misma:

Presiento que mi misión va a comenzar, la misión de hacer amar a Dios como yo lo amo, la de enseñar mi caminito a las almas sencillas. 

Hacer amar a Dios como yo lo amo y enseñar su caminito. Y sigue diciendo:

El caminito de la infancia espiritual, de la confianza y del total abandono. Jesús se complace en enseñarme el único camino que conduce al Amor y este camino es el del abandono del niño que se duerme sin temor en brazos de su Padre.

Pero ese abandono en las manos del Padre no significa no hacer nada y quedarse esperando. Al contrario, dice Teresita:

En el caminito, hay que hacer cuanto esté en nosotros, dar sin medida, renunciarse continuamente. En una palabra, probar nuestro amor por medio de todas las buenas obras que estén en nuestra mano. 

Pero, como al fin, esto es bien poco... después de haber hecho todo lo que debíamos hacer, confesémonos "siervos inútiles", esperando que Dios nos dé, por Amor, todo lo que le pedimos.

Queridas hermanas, queridos hermanos:

Sigamos a Santa Teresita que, por su caminito, que nos lleva hacia el amor de Dios. 

Vayamos como niños, dispuestos a asombrarnos y a dejarnos sorprender, como ella, con el tesoro de Gracia que Dios tiene para nosotros.

Y recordemos que ese tesoro no es para guardarlo ni esconderlo, sino para compartirlo. Guardándolo y escondiéndolo, lo perdemos. Compartiéndolo, lo acrecentamos. 

Teresita quería “anunciar el Evangelio al mismo tiempo en las cinco partes del mundo y hasta las islas más remotas”. Nosotros estamos llamados a anunciar el Evangelio aquí y ahora, en nuestro suelo canario, en nuestros campos y caminos, en nuestras chacras, tambos y viñedos, en nuestras playas, ciudades y pueblos. Anunciar el amor de Dios por cada una de sus criaturas, pero especialmente a los pequeños y a los que están heridos y lastimados y no conocen su amor.

“Presiento que mi misión va a comenzar”, escribía Teresita. Comenzó y, ¡vaya si continuó! Para poder acompañarla, como misioneros del Evangelio, retomemos la petición que hicimos al comienzo de esta Misa.  

Señor: ayúdanos a seguir confiadamente
el camino de santa Teresa del Niño Jesús,
para que, con su intercesión,
podamos contemplar tu gloria eterna. Amén. 

domingo, 16 de abril de 2023

Domingo de la Divina Misericordia: Santa Misa con el Rito de Consagración en el Orden de las Vírgenes.

Homilía de Mons. Heriberto Bodeant.

Queridos hermanos y hermanas:

Estamos reunidos en la presencia del Señor, por especial invitación de Silvia y Sandra, estas hermanas nuestras que hoy recibirán de Cristo y de la Iglesia la consagración virginal.

Silvia nació en Montevideo y creció en Las Piedras. 
Sandra dejó su tierra argentina natal y se aquerenció en estos pagos.

Ellas provienen de dos familias que han venido a acompañarlas y a cuyos miembros saludamos y agradecemos por su presencia. Pero, ante todo, ellas provienen del Pueblo Santo de Dios, representado aquí por una gran diversidad de miembros, entre quienes quiero destacar a quienes hacen presente en nuestra diócesis distintas formas de Vida Consagrada.

El Señor llamó a Sandra y Silvia para unirlas más estrechamente a él y para consagrarlas al servicio de la Iglesia y de la Humanidad, allí donde se encuentren. 

Ese llamado, ellas lo fueron percibiendo a través de diferentes signos. 
Cada una tiene en eso su propia historia, su propia búsqueda, hasta el momento en que sus caminos confluyen.

En este tiempo más reciente, en el que se han venido acompañando mutuamente, estuvo la acogida inicial de Mons. Orlando Romero en nuestra Iglesia diocesana. Respondiendo a una inquietud que ellas sentían al ver tantas puertas cerradas, Mons. Orlando les confió mantener abiertas las puertas del templo y de la casa parroquial de San Adolfo, donde ellas viven desde febrero de 2010. 

Allí las encontró Mons. Alberto Sanguinetti, que en varias oportunidades y de formas muy concretas, les mostró su aprecio y apoyo.

También en esa casa, en una de mis primeras visitas, hablamos de una forma de consagración que ni ellas ni yo mismo conocíamos muy bien, pero que, intuíamos, podría ser la forma en que la Iglesia reconociera lo que ellas ya vivían y querían seguir viviendo.

Así ellas fueron descubriendo el Orden de las Vírgenes. Conocieron a dos uruguayas que ya habían sido consagradas y que hoy las acompañan como madrinas: Ana Laura y Charo. Encontraron también la significativa presencia del Orden de las Vírgenes en la iglesia argentina y hallaron allí apoyo para su formación su vida espiritual en esta forma de consagración.

El llamado que Silvia y Sandra han venido sintiendo tiene una coloración, un acento particular, y es la experiencia de la Misericordia Divina, al punto de reconocerse como “hijas de la misericordia”. Por eso, no es casual la elección para su consagración de este preciso día, el Domingo de la Divina Misericordia.

Cuando somos tocados por la Misericordia de Dios y la recibimos en nuestra corazón, pronto nos vemos introducidos en una dinámica de recibir y dar, dar y recibir. 

El salmo que hemos rezado hoy recuerda las distintas manifestaciones de la Misericordia de Dios en la historia del Pueblo de Israel. El salmista canta: 

“den gracias al Señor porque es bueno, porque es eterna su misericordia”. 

Santa María, la Virgen de las vírgenes, proclama en su cántico que la misericordia del Todopoderoso 

“se extiende de generación en generación sobre aquellos que le temen” (Lucas 1,50), 

es decir, aquellos que no se esconden del Señor y quieren vivir siempre en su presencia.

Pero quien recibe misericordia, es llevado a obrar misericordia, a ponerla en práctica; como en la parábola del buen samaritano, haciéndose prójimo de quien está en necesidad.

Las catorce obras de misericordia, corporales y espirituales, nos muestran como la misericordia puede desplegarse en muchas formas. 

A veces esto puede parecernos difícil. Difícil, incluso, encontrar la ocasión para realizar alguna de esas obras, o encontrar a las personas que pueden estar necesitando de ellas. 

Silvia y Sandra me han compartido que ellas no buscaron especialmente qué podían hacer ni a quién podían ayudar: las personas y las situaciones fueron apareciendo en su camino y las encontraron disponibles. Ellas reconocieron allí la llamada del Señor, presente en esos hermanos necesitados y, junto con la comunidad de San Adolfo, fueron respondiendo a esas realidades. 

Entraron así en la dinámica de recibir misericordia y dar misericordia.
El Señor nos dice 

“Felices los misericordiosos, porque obtendrán misericordia” (Mateo 5,7) 

de modo que se vuelve a recibir, de otra forma, aquello que se ha dado.

En el evangelio de hoy, Jesús muestra a los discípulos sus manos y su costado. Sus manos son las que han obrado la misericordia tocando al leproso para purificarlo, devolviendo la vista al ciego de nacimiento, levantando a la joven del sueño de la muerte… para finalmente culminar su obra dejándose clavar en la cruz, por nosotros y por nuestra salvación. La marca de la lanza en el costado de Jesús nos lleva a su corazón traspasado, fuente de la misericordia divina. Sandra y Silvia, sigan en su vida contemplando esas manos y ese corazón, de modo que encuentren siempre en Jesús misericordioso la fuente y el fin de su consagración. 

En estos días de retiro, preparándose para esta celebración, Sandra y Silvia siguieron profundizando en lo que libremente han pedido a la Iglesia. Ellas saben que están asumiendo la exigencia de una mayor entrega para extender el Reino de Dios y un trabajo más intenso para que el espíritu cristiano entre en el mundo como la levadura en la masa. Saben, también, que no se trata de multiplicar tareas en un activismo que puede quedarse vacío, sino más bien de continuar con un espíritu renovado por su consagración todo lo que hoy hace parte de su diario quehacer en su vida pastoral, en su vida laboral, en su vida de vecinas.

En esta profundización sobre el significado de su consagración, con mucha sencillez ellas me expresaron “no sabemos en todo lo que nos metemos”. Y bien: eso sucede cuando nos asomamos a un misterio. Los misterios de Dios no son realidades herméticas, impenetrables, que no se pueden llegar a conocer; son más bien realidades que, con nuestras limitaciones humanas, nunca llegamos a abarcar del todo; o, dicho de una forma más positiva, son realidades que siempre podemos llegar a conocer un poco más.

Hablando del matrimonio cristiano, san Pablo escribió: 

“Este es un gran misterio: y yo digo que se refiere a Cristo y a la Iglesia” (Efesios 5,32). 

La Iglesia es la esposa de Cristo. Pablo nos recuerda que Cristo la amó y se entregó a sí mismo por ella para santificarla. La purificó con el bautismo y la Palabra, porque la quiso y la quiere 

“resplandeciente, sin mancha ni arruga y sin ningún defecto, sino santa e inmaculada” (cf. Efesios 5,25-27).

En los primeros tiempos cristianos, algunas mujeres se sintieron llamadas a permanecer en virginidad consagrándose al Señor. El canon romano recuerda los nombres de las santas vírgenes y mártires Águeda, Lucía, Inés, Cecilia y Anastasia. Los santos padres y los doctores de la Iglesia designaron a las vírgenes consagradas con el título de “esposas de Cristo”, que es el título propio de la Iglesia misma. También se les llama “imágenes de la Iglesia esposa”, porque su consagración está prefigurando el Reino futuro de Dios, donde nadie tomará marido ni mujer. La consagración virginal es un signo de los esponsales de Cristo con la Iglesia, que nos invita a contemplar el libro del Apocalipsis:

«Alegrémonos, regocijémonos y demos gloria a Dios, porque han llegado las bodas del Cordero: su esposa ya se ha preparado, y la han vestido con lino fino de blancura resplandeciente». El lino simboliza las buenas acciones de los santos. (Apocalipsis 19,7-8).

Sandra y Silvia: el Señor que purifica y santifica a su Iglesia, las ha preparado para llegar hoy ante el altar, donde Él mismo las consagrará.

Procuren siempre que su vida corresponda a su vocación.
A imitación de la Madre de Dios, deseen siempre ser y ser llamadas servidoras del Señor.
Conserven íntegra la fe, mantengan firme la esperanza, acrecienten la caridad sincera.
Sean prudentes y velen para que el don de la virginidad no se corrompa por la soberbia.

Renueven sus corazones consagrados a Dios recibiendo el Cuerpo de Cristo; fortalézcanlos con la práctica de la Penitencia, reanímenlos con la meditación de la Palabra de Dios, la oración asidua y las obras de misericordia.

Oren especialmente por la misión de la Iglesia de anunciar el Evangelio; misión en la que ustedes toman parte. Rueguen solícitamente por los matrimonios. Acuérdense de todos los que se han apartado del amor del Padre. 

Amen a todos, especialmente a los más necesitados. Ayuden a los pobres, curen a los enfermos, enseñen a los ignorantes, protejan a los niños y a las personas vulnerables, orienten a los adolescentes y jóvenes; socorran a los ancianos, conforten a los afligidos y a las viudas, como tantas veces lo han hecho.

Ustedes que han renunciado al matrimonio por amor a Cristo, serán madres espirituales cumpliendo la voluntad del Padre y cooperando, por su amor, a que numerosos hijos de Dios nazcan y sean restituidos a la vida de la Gracia.

Cristo, el hijo de la Virgen y Esposo de las vírgenes, sea aquí en la tierra su consuelo, alegría y recompensa, hasta que los introduzca en su Reino. Allí, entonando el canto nuevo, seguirán al Cordero divino donde quiera que vaya. Así sea. 

martes, 19 de octubre de 2021

Encuentro Diocesano de Canelones - Sínodo 2021-2023 - Santa Misa

 

Apertura de la fase diocesana en Canelones del Sínodo 2021-2023: "Por una Iglesia sinodal: comunión, participación, misión".
Eucaristía con la que se cerró el encuentro diocesano realizado en Villa Guadalupe, Canelones, el domingo 17 de octubre.
Fueron invitados delegados de todas las parroquias de la diócesis.
Laicas y laicos, personas consagradas, diáconos, presbíteros, sacerdotes, así como integrantes de distintos servicios y movimientos diocesanos se hicieron presentes.
Se informó sobre el proceso sinodal y se hizo un ejercicio de participación como anticipo de lo que se hará más adelante en cada comunidad.

Homilía: caminando con Jesús (Marcos 10,35-45)

Jesús y sus discípulos van de camino a Jerusalén. Jesús ha hecho el anuncio de su pasión y van caminando juntos. Pero… ¿qué tan juntos? Porque aquí hay dos que parecen estar haciendo un camino un poco distinto del camino de Jesús… y tal vez los otros diez, también. 

Santiago y Juan se acercan a Jesús y le dicen: “Maestro, queremos que nos concedas lo que te vamos a pedir” y lo que piden es los primeros puestos en el Reino: uno a la derecha y otro a la izquierda.

Jesús les pregunta si saben lo que piden o, más bien, les dice que “no saben lo que piden”. Les pregunta si pueden beber el cáliz que el beberá y recibir el bautismo que él recibirá y ellos contestan “podemos”.
Uno se pregunta si realmente eran conscientes de lo que estaban diciendo, si sabían hacia dónde se dirigía Jesús, a pesar de todo lo que él ya había anunciado. 

Se sentarán a la derecha y a la izquierda… bueno, no exactamente, pero habrá dos hombres: uno a la derecha y otro a la izquierda de Jesús: crucificados, como él. No es ése el puesto en el que pensaban los discípulos; pero Jesús les anuncia, que sí, efectivamente, ellos beberán el cáliz que Jesús beberá y recibirán su mismo bautismo; en su momento pasarán también por la pasión, en la forma que les toque y en el momento que les corresponda; pero no tendrán esos puestos. Eso lo decidirá el Padre.

Los otros diez, entonces, se indignan por el pedido de estos dos discípulos, que -muchos dicen- se han adelantado a lo que los otros hubieran querido hacer antes que ellos.

Pero, entonces: ¿estamos caminando con Jesús o estamos haciendo nuestro propio camino, pensando que vamos con él, pensando que él tiene reservado para nosotros exactamente lo que nosotros queremos… y, sin embargo, no entramos en lo que él realmente quiere? Lo que quiere, no para sí, sino para nosotros.

Ahí está la dificultad permanente de los discípulos. A veces nos asombra el realismo del Evangelio en esto, que no nos esconde, ni nos adorna, ni endulza todas estas dificultades que los discípulos tuvieron en el seguimiento de Jesús. Y no lo hace porque no se trata simplemente de hacer una crónica de lo que fue pasando, sino, precisamente, de mostrarnos como caminar con Jesús y como tenemos permanentemente la tentación de tomar nuestro propio camino, seguir con nuestros propios criterios, con nuestros prejuicios o con nuestra mundanidad, como suele decir el Papa Francisco. 

Entonces, este pasaje del Evangelio nos está invitando a mirar la forma en que caminamos; a caminar realmente con el Señor que nos conduce hacia su Pascua, que nos conduce hacia la vida en Él; sabiendo que la Pascua no es sólo resurrección. La Pascua pasa por la cruz, pasa por la muerte. Pasa por el sepulcro antes de llegar a la vida y abrirnos a la vida para todos.

Jesús corona esta enseñanza con estas palabras; por un lado, habla de los poderosos del mundo: “Ustedes saben que aquéllos a quienes se considera gobernantes, dominan a las naciones como si fueran sus dueños, y los poderosos les hacen sentir su autoridad”. Uno piensa en todo el poder acumulado por el emperador romano o, incluso, el poder que detentaban algunos reyezuelos, que no eran más que vasallos del Imperio Romano, como Herodes. Pero si miramos al mundo de hoy vemos, lamentablemente, muchos ejemplos de quienes se consideran dueños de la vida de los pueblos que dominan, más que gobiernan. Actúan como si fueran sus dueños y hacen sentir su autoridad.

Y aquí viene la enseñanza de Jesús: “Entre ustedes no debe suceder así… el que quiera ser grande, que se haga servidor de ustedes; y el que quiera ser el primero, que se haga servidor de todos.” Por ahí va nuestro caminar con Jesús, en ese servicio. Y sí, servidor, pues podemos pensar en todo el servicio de Jesús. Podemos pensar en cada momento en que él se acerca a alguien en necesidad; el momento en que hace andar a un paralítico, que sana a un enfermo, que devuelve la vista a un ciego, que abre los oídos de un sordo, limpia a un leproso, resucita a un muerto, perdona los pecados. Pero cada uno de esos momentos, además, no es un hecho aislado, sino que es esa entrega constante de Jesús, hecha servicio.
Y por eso corona sus palabras con éstas: “el mismo Hijo del hombre no vino para ser servido, sino para servir y dar su vida en rescate por una multitud”.

Servir y dar su vida. No son dos cosas distintas. Dar la vida es la culminación del servicio de Jesús.
Todo ese “darse”, permanentemente, se hace definitivo en su entrega en la cruz. Da su vida, el Padre la recibe y le vuelve a dar la vida; pero ahora, ya, una vida nueva, su vida de resucitado que Él quiere comunicarnos a nosotros. Renovamos, entonces, nuestro deseo de seguir caminando con Jesús. 
 
Buscamos cada día ver cómo vamos haciendo ese camino con él, buscando escuchar su Palabra, para que Él nos vaya guiando, dejándonos guiar por el Espíritu Santo; alimentándonos con el Pan de Vida que Jesús nos dejó, alimento de la marcha para el Pueblo de Dios que camina en este mundo que ya no es aquel desierto, pero que es también lugar de prueba, lugar de tentación; pero también lugar de encuentro con el Señor.

domingo, 14 de marzo de 2021

Misa - Domingo 14 de marzo de 2021, IV de Cuaresma.

Celebrada en la Parroquia San José, Tupambaé, Cerro Largo.

Homilía

Queridas hermanas, queridos hermanos:

Como ya se ha dicho, nos encontramos en la iglesia parroquial San José, en la localidad de Tupambaé. El viernes que viene, 19 de marzo, es la solemnidad de San José, esposo de María y, por lo tanto, fiesta patronal de esta parroquia. Un día siempre muy importante para esta comunidad, pero especialmente en este año dedicado a San José, que se extenderá hasta el 8 de diciembre.

Tupambaé es un hermoso nombre guaraní que significa “cosa de Dios”, “propiedad de Dios”. Muy cerca de aquí se encuentra el campo donde se libró la batalla de Tupambaé, el 22 y 23 de junio de 1904, que dejó el terrible saldo de más de 2.300 muertos y heridos.
Ese recuerdo nos invita a no dejar de rezar por la paz y la fraternidad en nuestro propio pueblo y entre todos los pueblos del mundo.

Y quiero unir este recuerdo de nuestra historia con un hecho cercano en el tiempo, aunque lejano en el espacio: la visita del Papa Francisco a una tierra asolada por la guerra. Hablo de su visita a Irak y, especialmente, de su visita a Qaraqosh, la ciudad que en 2014 fue tomada por la organización terrorista Estado Islámico, motivando la huida de la mayor parte de la población cristiana del lugar. Francisco se encontró con la comunidad cristiana en la Iglesia de la Inmaculada Concepción, un templo que fue reconstruido y que es símbolo de la reconstrucción de una comunidad que fue tan salvajemente agredida. La primera lectura de hoy nos habla de una situación como esa, cuando el Pueblo de Dios regresó de un exilio forzado y reconstruyó el templo de Jerusalén.

A la comunidad de Qaraqosh, a la que la oímos luego cantar con mucha alegría, Francisco les dirigió estas palabras:
“Cuántas cosas han sido destruidas. Y cuánto debe ser reconstruido. Nuestro encuentro demuestra que el terrorismo y la muerte nunca tienen la última palabra. La última palabra pertenece a Dios y a su Hijo, vencedor del pecado y de la muerte. Incluso ante la devastación que causa el terrorismo y la guerra podemos ver, con los ojos de la fe, el triunfo de la vida sobre la muerte.”

Las palabras del Papa Francisco nos ayudan a releer el evangelio que acabamos de escuchar:
“Sí, Dios amó tanto al mundo,
que entregó a su Hijo único
para que todo el que cree en Él no muera,
sino que tenga Vida eterna.”
No podemos olvidar esto: el amor del Padre por nosotros llega hasta el punto de entregar a su Hijo único, para que en Él encontremos la vida, Vida eterna, el triunfo definitivo sobre la muerte.

Decía también Francisco a esa comunidad que pasó por tantos sufrimientos y tribulaciones:
“Seguramente hay momentos en los que la fe puede vacilar, cuando parece que Dios no ve y no actúa. Esto se confirmó para ustedes durante los días más oscuros de la guerra, y también en estos días de crisis sanitaria global y de gran inseguridad. En estos momentos, acuérdense de que Jesús está a su lado. No dejen de soñar. No se rindan, no pierdan la esperanza. Desde el cielo los santos velan sobre nosotros: invoquémoslos y no nos cansemos de pedir su intercesión.”

También para nosotros, en otras situaciones, en otras dificultades. valen esas palabras, esa invitación a renovar nuestra fe y nuestra esperanza. El evangelio nos dice que Jesús fue entregado, fue a la cruz, al sacrificio, “para que todo el que cree en Él no muera…”

“El que cree en Él”. Creer no es lo mismo que saber. No es lo mismo decir “yo sé que Jesucristo existió” que decir “yo creo en Jesucristo”. Creer es entrar en relación con Dios, es recibir, es aceptar el amor con que Él nos amó y devolver amor. Por eso, cuando Jesús dice “el que no cree ya está condenado” eso significa que esa persona que no cree no ha querido recibir el amor de Dios y al rechazarlo ella misma se excluye de ese amor. Creer lleva a vivir en la luz: “el que obra conforme a la verdad se acerca a la luz, para que se ponga de manifiesto que sus obras han sido hechas en Dios”. Vivir en la luz, obrar la verdad es la manera de conducirse en la vida propia de los cristianos, de los discípulos y discípulas de Jesús.

La segunda lectura, de la carta de san Pablo a los efesios, nos invita a descubrir otro aspecto del amor de Dios, un aspecto central:
“Dios, que es rico en misericordia, por el gran amor con que nos amó, precisamente cuando estábamos muertos a causa de nuestros pecados, nos hizo revivir con Cristo”.
Cuando descubrimos la misericordia de Dios con nosotros mismos, en esa situación en la que, como dice Pablo “estábamos muertos a causa de nuestros pecados”; es, experimentando el perdón de Dios, que podemos llegar a perdonar.
Pero más grande es el perdón, cuando se trata de la muerte de un hijo… En Qaraqosh, el Papa Francisco se conmovió con el testimonio de la señora Doha Sabah Abdallah, cuyo hijo, junto con su primo y una joven vecina fueron asesinados por los terroristas. Decía esta madre cristiana:
“No es fácil para mí aceptar esta realidad... Sin embargo, nuestra fuerza viene sin duda de nuestra fe en la Resurrección, fuente de esperanza… queremos perdonar a los agresores, porque nuestro Maestro Jesús perdonó a sus verdugos. Imitándolo en nuestros sufrimientos, testimoniamos que el amor es más fuerte que todo”.
Francisco comentó esas palabras:
“la señora Doha me conmovió (cuando) dijo que el perdón es necesario para aquellos que sobrevivieron a los ataques terroristas. Perdón: esta es una palabra clave. El perdón es necesario para permanecer en el amor, para permanecer cristianos. … Se necesita capacidad de perdonar y, al mismo tiempo, valentía para luchar. Sé que esto es muy difícil. Pero creemos que Dios puede traer la paz a esta tierra. Nosotros confiamos en Él…“

Hermanas y hermanos: en este cuarto domingo de cuaresma, llamado domingo Laetare, domingo de alegría, he querido compartirles este testimonio y las palabras del papa Francisco, porque por encima del recuerdo de tanto dolor, en este tiempo de sufrimiento de toda la humanidad, aparece la alegría de la fe, la alegría del evangelio; no una alegría superficial y pasajera, sino la alegría profunda, la alegría que viene de “haber creído en el nombre del Hijo único de Dios”, alegría que nadie nos puede arrebatar.

Nos ponemos en manos del Señor, de su madre Inmaculada y de san José, a quien invocamos con esta oración del papa Francisco:
“bienaventurado José,
muéstrate padre también a nosotros
y guíanos en el camino de la vida.
Concédenos gracia, misericordia y valentía,
y defiéndenos de todo mal. Amén.”
 

sábado, 6 de marzo de 2021

Misa - III Domingo de Cuaresma.

Homilía


“Aprendan de mí, que soy manso y humilde de corazón” (Mateo 11,29). Todos recordamos esas palabras de Jesús, que suelen leerse en la fiesta del Sagrado Corazón. Es el mismo Jesús que proclama “Bienaventurados los mansos” (Mateo 5,4). Es el mismo Jesús en quien se cumple el anuncio del profeta Isaías: “He aquí mi Servidor, a quien elegí, mi Amado, en quien se complace mi alma... No disputará ni gritará, no levantará su voz en las plazas. No quebrará la caña trizada, ni apagará la mecha que apenas humea” (Mt 12,17-20).

Sin embargo, después de escuchar este pasaje del evangelio de Juan, podemos preguntarnos si es el mismo Jesús… ¿dónde quedó ese Jesús manso, frente a este hombre que se manifiesta con tanto enojo?
Recordemos que hay otros pasajes del evangelio que nos muestran a Jesús enojado, por buenas razones, como, por ejemplo, frente a la dureza de corazón de los hombres; pero ese enojo se manifiesta solamente en palabras. Lo más sorprendente de este episodio es que aquí Jesús no solo habla, sino que actúa y lo hace con cierta violencia.

Los cuatro evangelios narran este episodio.
Si los leemos con atención, veremos que, aunque Juan dice que Jesús hizo “un látigo de cuerdas”,
en ninguno de los relatos se manifiesta que le haya pegado a alguien; pero los cuatro evangelios dicen que Jesús echó a todos los vendedores y Juan, Mateo y Marcos agregan que Jesús volcó las mesas de los cambistas. Hablando en criollo, hizo un tremendo desparramo.

¿Quiénes eran los vendedores y los cambistas? ¿Qué hacían allí?
Aunque lo que pasaba en el templo nos parezca una feria, instalada en un lugar inadecuado, en realidad se trataba, sí, de un comercio, pero totalmente relacionado con el templo.
 
El evangelio dice que se vendían “bueyes, ovejas y palomas”. Esos animales estaban destinados a los sacrificios que se ofrecían en el templo. Hay una recriminación que vale para todos, pero que Jesús dirige especialmente a los vendedores de palomas: “saquen esto de aquí y no hagan de la casa de mi Padre una casa de comercio”. Las palomas eran la ofrenda de los pobres, que no podían pagar el precio de animales más costosos. Quienes se acercaban a ofrecer dos palomas, como hicieron José y María al presentar al niño Jesús, ponían en evidencia su condición de pobres y, además, habían tenido que pagar por ello.

La presencia de los cambistas era necesaria porque muchos peregrinos llegaban de países lejanos y traían moneda pagana, que no era aceptada en el templo. Por eso era necesario cambiar esas piezas por siclos o shequels de plata, que era las únicas monedas válidas para pagar animales destinados al sacrificio.

¿Por qué hace Jesús este gesto tan llamativo? ¿Qué es lo que lo enoja tanto?
Los discípulos recuerdan las palabras de un salmo (69,10): “El celo por tu Casa me consumirá”.
Jesús siente celo, es decir, siente que le concierne, que le toca profundamente lo que sucede en la Casa del Padre. No se trata solo del respeto a la Casa de Dios; se trata también del respeto a las personas que buscan estar en la presencia de Dios. Dios no mira el tamaño de la ofrenda, sino la intención del corazón.

“No hagan de la casa de mi Padre una casa de comercio”, dice Jesús. En los otros evangelios, sus palabras son aún más fuertes:
“Mi casa será llamada casa de oración, pero ustedes la han convertido en una cueva de asaltantes”.
Jesús está profundamente indignado por el comercio que se realiza en el templo.
Pero hay algo todavía más profundo. Todo en el templo giraba alrededor de los sacrificios de animales. El culto a Dios pasaba por esas ofrendas que, mucho tiempo antes de Jesús, los profetas habían señalado como un culto hipócrita. El salmo cincuenta sintetiza muy bien ese pensamiento:
“Los sacrificios no te satisfacen / si te ofreciera un holocausto, no lo querrías / mi sacrificio es un espíritu quebrantado / un corazón quebrantado y humillado Tú no lo desprecias.”

A los dirigentes religiosos les llama la atención que Jesús haya expulsado a los vendedores y cambistas. Jesús ha mostrado tener una gran autoridad. Tiene las simpatías de mucha gente y por eso las autoridades no se atreven a detenerlo.

Pero también notan los dirigentes la manera de hablar de Jesús. Jesús se refiere a Dios llamándolo “Mi Padre”. Esa expresión de Jesús es para ellos escandalosa y es una de las acusaciones contra Jesús cuando lo llevan ante el gobernador romano para pedir que sea condenado a muerte: «Nosotros tenemos una Ley y según esa Ley debe morir, porque se ha hecho a sí mismo Hijo de Dios» (Juan 19,7)
Pero eso sucederá el Viernes Santo.

En este momento, frente a la acción de Jesús, las autoridades religiosas le preguntan: «¿Qué signo nos das para obrar así?»
Jesús responde con palabras que anuncian su muerte y resurrección, pero en forma enigmática:
Dice Jesús: «Destruyan este templo y en tres días lo volveré a levantar.»
Como era de esperar, las autoridades interpretan que Jesús está hablando del Templo de Jerusalén, el lugar que Él ha llamado “la Casa de mi Padre” y también “Casa de oración” (Casa de oración: no de sacrificios).
Es así que le responden: «Han sido necesarios cuarenta y seis años para construir este Templo, ¿y Tú lo vas a levantar en tres días?»
Jesús no contesta a esta objeción. El evangelista es quien nos aclara:
“Pero Él se refería al templo de su cuerpo.”

Aquí tenemos algo muy importante, aunque esté dicho de manera un poco rápida.
Jesús se ha referido a su cuerpo, que pasará por la cruz y la resurrección, como “este templo”. Y por si nos queda alguna duda, el evangelista agrega: “el templo de su cuerpo”.
Si hasta ahora el templo de Jerusalén había sido el signo de la presencia de Dios en medio de su Pueblo, ahora el Cuerpo de Jesús es el templo, el santuario, el lugar de la presencia de Dios.

Mientras Jesús vivió en esta tierra, entre los hombres, allí donde Él estuviera estaba presente Dios. Después de la muerte y resurrección de Jesús, su Cuerpo, el Cuerpo de Cristo, toma otros significados.
 
“El Cuerpo de Cristo” nos dice el ministro que nos presenta la Hostia consagrada cuando vamos a comulgar. Allí, en ese poco de harina y agua que ha sido consagrado -siguiendo las instrucciones que el mismo Jesús dejó en su última cena- allí está realmente presente Jesucristo, muerto y resucitado por nosotros, ofreciéndose como alimento.

“Somos un Cuerpo y Cristo es la Cabeza / Iglesia peregrina de Dios”. Con este canto que tan frecuentemente cantamos en nuestras comunidades recogemos las palabras de san Pablo que nos explica la Iglesia, la comunidad creyente, como Cuerpo de Cristo. La comunidad de los cristianos es presencia del Señor en el mundo. Allí, donde dos o tres se reúnen en su nombre, Él se hace presente, según lo prometió.
Es la presencia de Cristo, Cabeza de la Iglesia, lo que hace que la Iglesia sea Santa; los miembros del cuerpo estamos llamados a caminar hacia la santidad. Así enseña el Concilio Vaticano Segundo:
“la Iglesia reúne en su propio seno a pecadores, y siendo al mismo tiempo santa y necesitada de purificación, avanza continuamente por la senda de la penitencia y de la renovación” (Lumen Gentium, 8).
Y es eso lo que estamos haciendo en esta Cuaresma. Buscando, a través de la oración, la limosna y el ayuno, avanzar en nuestra conversión para unirnos cada vez más a Cristo.
La acción de Jesús, purificando el templo, nos invita a que nosotros busquemos también purificar nuestras actitudes, tanto personal como comunitariamente, para que cada uno de los miembros de la Iglesia y cada comunidad pueda ser lugar de la presencia de Dios, testigos de su amor misericordioso en este mundo. Que así sea.

domingo, 28 de febrero de 2021

Misa - II Domingo de Cuaresma

Celebrada en el Oratorio San Juan Pablo II, Catedral de Melo.

Homilía

Queridas hermanas, queridos hermanos:

Segundo domingo de Cuaresma. Avanzamos en nuestro camino hacia la Pascua, en medio de las incertidumbres y precariedades de este tiempo, pero también con esperanzas puestas en la vacunación que va avanzando en el mundo.

En su mensaje para esta Cuaresma, el Papa Francisco nos dice: “recordemos a Aquel que «se humilló a sí mismo, hecho obediente hasta la muerte, y una muerte de cruz» (Flp 2,8)”.
El Papa nos invita a renovar nuestra fe, a beber en el agua viva de la esperanza y a recibir con el corazón abierto el amor de Dios que nos convierte en hermanos y hermanas en Cristo.
Empecemos, entonces, por recordar a Jesucristo en su obediencia al Padre, su pasión y su cruz. Lo vamos a hacer a partir de la primera lectura.

Este pasaje del libro del Génesis es uno de los más difíciles de la Biblia.
Abraham, llamado “el padre de los creyentes” fue aquel hombre que, ya mayor y sin hijos, dejó su tierra para ir al lugar que Dios le mostraría. Dios le prometió que multiplicaría su descendencia. Sin embargo, cuando su hijo Isaac ya era un niño crecido, apareció la prueba.
El relato comienza diciendo precisamente eso: “Dios puso a prueba a Abraham”.
Dios le pidió que le ofreciera su hijo en sacrificio.
La historia termina bien, pero no deja de ser difícil de entender y aún de aceptar, porque aparece en el primer momento una imagen de Dios como un ser cruel, lejos del Dios misericordioso en que creemos.
Abraham estaba dispuesto a sacrificar a su hijo. No llegó a hacerlo porque Dios detuvo su mano en el momento mismo en que estaba por darle muerte con un cuchillo.

La horrible práctica de sacrificar a los propios hijos estuvo muy presente en los pueblos vecinos de Israel. En distintos momentos los israelitas se apartaron de Dios y tomaron las prácticas religiosas de esos pueblos. Sacrificaron a sus hijos y los quemaron en el fuego, en holocausto a Baal.

 
El episodio del sacrificio de Isaac se explica como una purificación de la religiosidad de Abraham. Dios quiere dejar en claro que Él no pide sacrificios humanos. En cambio, comienza a abrirse camino el sentido del sacrificio espiritual, la ofrenda a Dios de la propia existencia, de todo lo que hacemos.

La carta a las Hebreos alaba la fe Abraham diciendo:
“Por la fe, Abraham, sometido a la prueba, presentó a Isaac como ofrenda (…) Pensaba que Dios era poderoso aun para resucitar a alguien de entre los muertos. Por eso lo recobró para que Isaac fuera también figura” del que habría de venir (Hebreos 11,17-19).

No es entonces, Abraham, quien ofrecerá su hijo en sacrificio, sino Dios que, como dice la segunda lectura, “no escatimó a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros”. En ese sentido, el sacrificio de Isaac, que no llega a realizarse, tiene muchos puntos de relación con el sacrificio de Jesús en la cruz:
-    Abraham carga a Isaac con la leña; Jesús cargará con el leño, es decir con el madero de la cruz.
-    Con esa carga, Isaac sube al monte donde se ofrecerá el sacrificio; lo mismo hace Jesús subiendo al Gólgota.
-    Isaac pregunta dónde está el cordero para el holocausto. Abraham responde: “Dios proveerá el Cordero”. Así será Jesús, el cordero de Dios, quien será ofrecido en sacrificio para realizar su misión de quitar el pecado del mundo.

Después de esta lectura que nos anticipa la pasión de Jesús, recordemos con el Papa Francisco que “el itinerario de la Cuaresma, al igual que todo el camino cristiano, ya está bajo la luz de la Resurrección, que anima los sentimientos, las actitudes y las decisiones de quien desea seguir a Cristo”.
La luz de la resurrección se nos anticipa hoy en la Transfiguración de Jesús.
Allí, el Padre Dios nos invita, una vez más, a escuchar a su Hijo.

El prefacio de este domingo nos explica este pasaje, diciéndonos que Jesús
“después de anunciar su muerte a los discípulos
les reveló el esplendor de su gloria en la montaña santa,
para que constara, con el testimonio de la Ley y los Profetas,
que, por la pasión, debía llegar a la gloria de la resurrección.”

 
Dios nos ha creado para la vida.
Dios quiere la vida del hombre.
Más aún: “Dios no quiere la muerte del pecador, sino que se convierta y viva”.
Y la vida, es la vida en Cristo.

La cuaresma nos llama a rechazar y a desprendernos de cualquier forma de idolatría. El hombre de hoy ha construido sus propios ídolos, sus falsos dioses y, a menudo, se entrega a ellos destruyendo su propia vida y la de los demás, aún la de su propia familia, como aquellos hombres de los tiempos antiguos que pasaron por el fuego a sus hijos.

La cuaresma nos llama al reencuentro con el Dios verdadero, manifestado en Jesucristo, Cordero de Dios que quita el pecado del mundo. Nos llama a unirnos espiritualmente al sacrificio de Cristo. A ofrecer, con Él, nuestra vida al Padre.

Concluyo con palabras del mensaje de Francisco:

La Cuaresma es un tiempo para creer, es decir, para recibir a Dios en nuestra vida y permitirle “poner su morada” en nosotros (cf. Jn 14,23).

Vivir una Cuaresma con esperanza significa sentir que, en Jesucristo, somos testigos del tiempo nuevo, en el que Dios “hace nuevas todas las cosas” (cf. Ap 21,1-6).
Significa recibir la esperanza de Cristo que entrega su vida en la cruz y que Dios resucita al tercer día, “dispuestos siempre para dar explicación a todo el que nos pida una razón de nuestra esperanza” (cf. 1 P 3,15).

Que así sea.

 

domingo, 21 de febrero de 2021

Misa - I Domingo de Cuaresma

Celebrada en la Capilla San Ignacio de Antioquía, Río Branco.

Homilía

Queridas hermanas, queridos hermanos:

En tiempos en que el mundo conoció otras pandemias, como la peste negra, allá por el siglo XIV, nació la palabra cuarentena, por los cuarenta días en que debía permanecer aislada la gente que llegaba a Europa en barco, proveniente del Asia. Normalmente esa cuarentena se hacía en el mismo barco, anclado en el puerto. Los pasajeros quedaban esperando que pasara el tiempo y rezando para llegar a desembarcar sanos y salvos.

Ya hace casi un año de la declaración de emergencia sanitaria en Uruguay. Entre tantas cosas que han hecho difícil nuestra vida, muchos han tenido que hacer cuarentena -aunque no por cuarenta días- encerrados en su casa, por haber tenido contacto con un portador del Coronavirus.

El miércoles pasado, miércoles de Ceniza, comenzamos un período de cuarenta días en la vida de la Iglesia que llamamos tiempo de Cuaresma. Desde nuestra fe podríamos pensar que este año que se está cumpliendo ha sido como una cuarentena convertida en una larga Cuaresma; más aún, cuando no pudimos vivir en la forma habitual las celebraciones de Semana Santa y de Navidad.

Como creyentes, queremos y buscamos interpretar los acontecimientos de nuestra vida a la luz de la fe. El centro de nuestra fe cristiana está en la Pascua: Jesús murió y resucitó por nosotros. En Él está nuestra salvación. Los evangelios presentan varios momentos en los que Jesús anuncia a sus discípulos que se dirige a Jerusalén, donde vivirá su pasión, su cruz y su resurrección. Jesús les anuncia todo eso no solo para que ellos lo sepan, sino para que comprendan el sentido profundo de su misión y se asocien a ella; para que participen en la misión de Jesús para la salvación del mundo. Entonces, nosotros hacemos el camino cuaresmal buscando unirnos cada día más con Jesús y participando en su misión.

Hoy nos encontramos con Jesús en el desierto, adonde fue después de su bautismo, conducido por el Espíritu. El desierto es el lugar de las tentaciones. San Marcos no nos da detalles de éstas, como sí lo hacen Mateo y Lucas: solo nos dice que Jesús “fue tentado por Satanás”.

Después de casi un año de atravesar el desierto de la pandemia, después de un tiempo lleno de muchas tentaciones, nos reconforta reencontrar a Jesús en esta experiencia de la que sale vencedor para comunicarnos vida y fortaleza.

Por eso, el tiempo de Cuaresma siempre tiene sentido. Es un tiempo fuerte que nos invita a renovar nuestra fe. Esa es la invitación que nos recuerda el Papa Francisco en su mensaje titulado: “Cuaresma: un tiempo para renovar la fe, la esperanza y la caridad.”

Fe, esperanza y caridad son las tres virtudes teologales, es decir, las virtudes que nos disponen a vivir en relación con Dios: Padre, Hijo y Espíritu Santo y que nos hacen capaces de actuar como hijos e hijas suyos y recibir la vida eterna.

En su mensaje, el Papa pone estas tres grandes virtudes en relación con las tres acciones que Jesús nos presentó el miércoles de Ceniza: la limosna, la oración y el ayuno (Mateo 6, 1-18).

Con la ayuda de Francisco, vamos a ver cómo vivir esas tres tareas que Jesús nos propone.

La primera es la limosna. Francisco la explica como la mirada y los gestos de amor hacia las personas heridas. La mirada es lo primero, porque es el reconocimiento del otro. El Papa cita sus propias palabras, de su carta Fratelli tutti: «Sólo con una mirada cuyo horizonte esté transformado por la caridad, que le lleva a percibir la dignidad del otro, los pobres son descubiertos y valorados en su inmensa dignidad, respetados en su estilo propio y en su cultura y, por lo tanto, verdaderamente integrados en la sociedad» (FT, 187).

Entonces, no le doy vuelta la cara a quien tengo delante. Lo miro, pidiendo poder verlo como Dios lo mira, con misericordia. Pero no me quedo solo en la mirada, porque después tiene que venir el gesto, la ayuda concreta. Cuando nos mueve la caridad, dice Francisco: “… consideramos a quien se ve privado de lo necesario como un miembro de nuestra familia, un amigo, un hermano. Lo poco que tenemos, si lo compartimos con amor, no se acaba nunca (...) Así sucede con nuestra limosna, ya sea grande o pequeña, si la damos con gozo y sencillez.” Y agrega: “ofrezcamos con nuestra caridad una palabra de confianza, para que el otro sienta que Dios lo ama como a un hijo.”

La oración es la segunda tarea. Jesús es nuestro modelo de oración y la oración es para él el diálogo del Hijo con su Padre. Jesús sabe encontrar tiempo y lugar para ese diálogo, levantándose temprano y buscando lugares apartados, porque la oración pide recogimiento para “encontrar, en la intimidad, al Padre de la ternura”, como dice el Papa. La oración de Jesús no es una lista de peticiones. Ante todo, Jesús busca en ese diálogo conocer la voluntad del Padre y pide la fuerza para poder realizarla.

La tercera tarea es el ayuno. La Iglesia nos pide en este tiempo dos gestos comunitarios. Comunitarios no porque los hagamos juntos, sino porque se nos pide a todos. Al hacerlos, nos unimos como comunidad creyente en la misma actitud penitencial. Si lo pensamos bien, son gestos bastante mínimos. Uno es la abstinencia de carne en los viernes de Cuaresma. El ayuno propiamente dicho está indicado el miércoles de ceniza y el Viernes Santo. Una vieja norma, que podemos seguir tomando como referencia, indica que solo se haga una comida en el día, pudiendo agregar dos colaciones livianas en otros momentos. Partiendo de esa base, cada uno puede ver qué más quitar.

Pero lo importante es que el privarnos de algunos alimentos y también de otras cosas a las que estemos muy apegados, en fin, todo eso, nos ayude a acercarnos a la realidad de quienes muchas veces no tienen lo necesario para comer o para alimentar a su familia. El ayuno bien hecho, es decir, no solo con el cuerpo sino con el espíritu nos ayuda a poner a los demás en el centro de nuestra atención. Dice Francisco: “Ayunar significa liberar nuestra existencia de todo lo que estorba, incluso de la saturación de informaciones —verdaderas o falsas— y productos de consumo, para abrir las puertas de nuestro corazón a Aquel que viene a nosotros pobre de todo, pero «lleno de gracia y de verdad» (Jn 1,14): el Hijo de Dios Salvador”.

Así sea.

domingo, 31 de enero de 2021

Misa - IV Domingo durante el año.

 

Homilía


“El Señor, tu Dios… hará surgir de entre ustedes… un profeta como yo y es a Él a quien escucharán.”
Según lo que nos dice la primera lectura, Dios, por medio de Moisés, había anunciado a su pueblo que, en su momento, Él haría surgir un profeta de en medio de ellos. Un profeta que iba a estar revestido de una autoridad especial.
La verdad es que, después de ese anuncio, hubo muchos y grandes profetas, hombres que supieron interpretar los acontecimientos desde la mirada de Dios y anunciaron la voluntad, el querer de Dios en cada situación.
Pero el anuncio no hablaba de varios profetas, sino de un profeta. Siempre quedó en el Pueblo de Dios la idea de que ese profeta sería alguien único, alguien especial, el profeta definitivo, el profeta por excelencia.

Esta profecía está como un telón de fondo sobre el cual se recorta lo que nos cuenta el evangelio.
Estamos en los comienzos del evangelio de Marcos y los comienzos de la misión de Jesús.
Jesús fue a la sinagoga un sábado. Era el día en que la comunidad creyente se reunía para escuchar la Palabra de Dios y comentarla.
Jesús interviene y sus palabras llaman la atención de la gente, que se asombra porque “les enseñaba como quien tiene autoridad y no como los escribas”. Los escribas eran los estudiosos de la Palabra de Dios. Ellos, normalmente, en sus comentarios, repetían lo que habían dicho otros maestros.
En cambio, Jesús habla por sí mismo. No sabemos de qué habló ese día; pero la gente se dio cuenta de que Él no repetía lo que habían dicho otros, sino que hablaba de una forma que les daba la seguridad de que lo que decía era verdad. Ellos sienten que en Jesús está el espíritu de los profetas, acaso de aquel profeta anunciado siglos atrás.
Nosotros sabemos que esa autoridad de Jesús le viene de ser Hijo de Dios, viene de su conexión con el Padre; pero la gente todavía no sabe nada de eso. Como decíamos, Jesús está en los comienzos de su misión.

La enseñanza de Jesús es interrumpida por la aparición de un hombre endemoniado que se pone a gritar. Las fuerzas del mal se resisten a la presencia de Jesús. Aquello que está dominando a ese hombre se siente atacado y grita.
Esa no es la única resistencia que Jesús va a encontrar. Los escribas, los fariseos y otros grupos también reaccionarán en su momento. Por ahora están estudiando a este hombre, Jesús, que ha aparecido con algo nuevo.

Jesús encara al demonio, lo hace callar y lo obliga a salir y dejar libre a aquel hombre atormentado.

Esto trae todavía más asombro a la gente que está allí congregada y se dicen unos a otros:
«¿Qué es esto? ¡Enseña de una manera nueva, llena de autoridad; da órdenes a los espíritus impuros, y éstos le obedecen!»

“Enseña de una manera nueva”.
Y es lo nuevo que Jesús presenta, lo que muy pronto le traerá problemas con las autoridades.
Cuando un grupo de personas, peor todavía si tiene cierto poder… o cuando una persona cree que ya sabe todo, que es dueña de la verdad, todo lo que se le aparece como nuevo tiene que ser falso. Porque ya está todo dicho. No hay nada que agregar.

Pero Jesús no está agregando algo. Él no trae novedades.
Él trae lo verdaderamente nuevo, que no es lo mismo que lo novedoso.
Lo novedoso, siempre o casi siempre, es algo viejo como el mundo, pero vestido con ropa nueva. Es como dice el libro del Eclesiastés: “nada nuevo bajo el sol; nada se hará que no se haya hecho antes”. (Eclesiastés 1,9).
A pesar de que el mensaje de Jesús tiene dos mil años, sigue siendo nuevo, porque es capaz de hacer algo nuevo en el corazón de las personas. Es capaz de desatarnos de todas las cosas a las que nos agarramos, aunque no encontremos en ellas ningún sentido. Es capaz de transformarnos. Es capaz, sobre todo, de despertar la capacidad de amar, de amar de verdad, como el mismo Jesús nos amó.

Jesús es aquel profeta anunciado, que surge de en medio de sus hermanos. Y su espíritu sigue suscitando profetas en la vida de la Iglesia… pensemos en un san Francisco de Asís, que tanto ha inspirado al Papa Francisco; en Monseñor Óscar Romero… en mujeres como Santa Teresita o Santa Nazaria March, que estuvo acá en Melo… pensemos, especialmente hoy, en un san Juan Bosco.
Cada una de estas personas santas tuvieron espíritu profético. Dejaron que en su vida Dios creara algo nuevo. Por medio de ellos Dios renovó a la Iglesia de su tiempo, y nos dejó un mensaje vivo para nuestro presente y para el futuro.
En momentos donde todo se hacía “porque siempre se hizo así”, en momentos en que no había “nada nuevo bajo el sol”, en momentos parecidos al que estamos hoy viviendo, estos santos y santas se abrieron a la voluntad de Dios y presentaron al mundo lo realmente nuevo, la fuerza del amor de Dios, capaz de cambiar la vida de muchos hombres y mujeres.

La vida y la obra de san Juan Bosco se dio en un contexto de muchos cambios políticos y sociales.
Cuando nació, en el año 1815, todavía no existía Italia como hoy la conocemos. Nació en el reino de Piamonte, que era uno de los siete Estados diferentes que existían en la península y las islas italianas.
En 1888, cuando murió, ya era casi todo Reino de Italia. A Don Bosco le tocó vivir el proceso de unificación italiana, con todas las complicaciones que tuvo la Iglesia en eso.
Don Bosco vivió también la revolución industrial en la ciudad de Turín, que comenzó a atraer a las poblaciones campesinas. Niños y jóvenes de esas familias empobrecidas fueron contratados y explotados en las nuevas fábricas. En esos niños y jóvenes vio Don Bosco un llamado de Cristo.
Don Bosco es llamado “padre y maestro de la juventud” y ese fue el carisma sobre el que creó la familia salesiana, que tiene como centro la educación de niños, adolescentes y jóvenes. Teniendo clara su misión, Don Bosco procuró los medios para realizarla: no sólo medios económicos, a través de generosos colaboradores, sino también la necesaria libertad para actuar en el marco de la sociedad civil, libertad que tuvo que defender frente a los gobiernos.
La propuesta de Don Bosco de formar “buenos cristianos y honrados ciudadanos” hay que entenderla también como la participación en la construcción de aquella sociedad y de toda sociedad que siempre está en transformación.

Volvamos a las lecturas de hoy. El Padre cumplió su promesa: envió a aquel que es el profeta por excelencia: su propio hijo, Jesucristo. Su Palabra es ley para nuestra vida. Su doctrina es siempre nueva para nosotros. El Espíritu de Jesús sigue soplando y suscitando respuestas para este tiempo. Prestemos atención a ese viento del Espíritu Santo que nos llama a una profunda renovación de nuestra fe, a un fortalecimiento de nuestra esperanza y a encontrar, como lo hicieron cristianos y cristianas de todos los tiempos, formas nuevas de vivir el amor a nuestro prójimo, como nos lo enseñó Jesús. Así sea.

domingo, 24 de enero de 2021

Misa - III Domingo durante el año.

Homilía

Jesús les dijo “síganme” y aquellos cuatro pescadores dejaron todo y lo siguieron.
La escena que nos pinta Marcos es bien conocida. La hemos escuchado muchas veces. Cantamos canciones que se refieren a este momento en que Jesús, pasa, llama y ellos lo siguen con toda decisión.

¿Cuántas veces nos ha ocurrido de querer llegar a un lugar determinado sin saber bien el camino? Si alguien conocido se ofrece a guiarnos, lo seguimos con gusto. Sabemos a dónde vamos y confiamos en nuestro guía.

En cambio, ¿a dónde llevaba Jesús a esos cuatro pescadores que lo siguieron con tanta decisión? “¡Síganme!” El llamado de Jesús es a ir caminando detrás de él. No les dice a dónde va, no anuncia ningún lugar. En cambio, les hace una promesa un poco enigmática: “yo los haré pescadores de hombres”.

Yo creo que Marcos ha querido transmitirnos lo esencial: Jesús llama, ellos escuchan su llamado y lo siguen. Pero… ¿no habrá habido otros encuentros antes de este llamado? Posiblemente sí… el domingo pasado leímos en el evangelio de Juan un relato donde algunos discípulos, entre ellos los hermanos Andrés y Simón, se encontraron con Jesús y estuvieron con él. Fue Andrés quien lo conoció primero y después le dijo a Simón: “hemos encontrado al Mesías”.

Tal vez sucedió así… se dieron algunos encuentros en los que se fueron conociendo y, no mucho después, el llamado y el comienzo del seguimiento de Jesús.

Sea como haya sido, la manera tan decidida con que los discípulos dejan todo para ir con Jesús muestra una gran confianza. Confianza en Él, en Jesús, pero también una gran confianza en Dios. Jesús (que es el Hijo de Dios, aunque ellos no lo saben todavía) Jesús trae para ellos una forma nueva de presencia y de cercanía de Dios. Algo que ellos van a ir conociendo y profundizando, pero que, de alguna manera ya pueden ver en ese hombre que los ha llamado.

Es solamente con esa confianza que los discípulos pueden lanzarse a seguir a Jesús sin saber a dónde van. Pero ese es el camino de la fe: salir a la vida confiando en Dios, confiando en que Él nos llevará al mejor destino. Con esa fe y esa confianza emprendió el camino Abraham, el padre de los creyentes, de quien se dice que “salió sin saber a dónde iba”. Igual que Abraham, los discípulos dejan su mundo: la casa de sus padres, su trabajo, para ir con Jesús.

¿Eran conscientes aquellos primeros discípulos de las consecuencias de seguir a Jesús?
Seguramente no. Simplemente confiaron en Él.

Esa confianza debieron renovarla en un momento crucial.
Los discípulos se iban haciendo sus ideas.
Esperaban un gran triunfo de Jesús. Cuando Jesús les anuncia su pasión y su muerte (también les anuncia su resurrección, pero parece que ese anuncio hubiera quedado como apagado por el impacto del primero) …cuando Jesús les anuncia su pasión y su muerte, los discípulos rechazan semejante idea. Simón Pedro, uno de los dos primeros en seguir a Jesús, lo lleva aparte y se pone a reprenderlo. Es allí donde Jesús le dice a los Doce, pero también a toda la gente que iba con Él: “Si alguno quiere venir detrás de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame” (Marcos 8,34).

Ser cristiano es seguir a Jesús. Esa es nuestra vocación, el llamado que Jesús nos hace a todos. Él también dice a cada uno de nosotros “¡sígueme!” Seguir a Jesús no siempre significa hacer lo que hicieron los primeros discípulos, que dejaron todo y fueron con Él.
Cada cristiano está llamado a seguir a Jesús desde su estado de vida: soltería, matrimonio, paternidad, maternidad, viudez, consagración, sacerdocio y también desde su situación particular de familia, de trabajo, de participación en la sociedad…
De todos modos, seguir a Jesús siempre significa un desprendimiento, un desapego de mi propia manera de ver y entender las cosas, es decir, dejar de pensar que todo tiene que ser como yo digo y tratar de ver cómo quiere Dios que sean las cosas.
Más aún, Jesús llama a un desapego hasta de la propia vida: “niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame”.

Seguir a Jesús es seguir a una persona, no a una doctrina. La doctrina nos ayuda a conocer, a clarificar ideas, a no quedarnos en sensaciones y sentimientos; pero no se puede seguir a alguien sin establecer una relación personal, sin conocerlo como persona, sin relacionarse con él.
Ya no somos esos privilegiados que vieron a Jesús caminando delante de ellos…
Nosotros nos encontramos con Jesús meditando su Palabra, que encontramos en el Evangelio; le hablamos y lo escuchamos en la oración; lo sabemos presente cuando estamos reunidos en comunidad; lo recibimos en los sacramentos… y nos dejamos conmover por su rostro sufriente en el rostro de hermanos y hermanas que pasan necesidades materiales y espirituales.

Jesús es radical. Eso quiere decir que no es alguien que se va por las ramas, sino que su camino en la vida tiene raíces profundas. Sus raíces están en el amor del Padre, que lo ha enviado.
Es radical, pero no es un fanático.
Tampoco quiere que se le siga con fanatismo, sino con la misma radicalidad que Él vive; porque todo en Él nos reenvía al Padre, como la misma oración que él nos enseñó. Lo que mueve a Jesús es el amor. No cualquier cosa a la que llamemos “amor”, sino el amor que Él recibe del Padre, el amor con que Él ama al Padre, el amor que se vuelve compasión y misericordia hacia nosotros. Seguir a Jesús es embarcarnos en ese amor. No es sentimentalismo. Es entrega, que puede llegar a ser total, como la suya, porque “nadie ama más que aquel que da la vida por los amigos”.

Por eso cuesta seguir de verdad a Jesús. Hay quienes lo rechazaron y quienes todavía lo rechazan. Pero también hay quienes lo miraron con simpatía, se sintieron llamados… pero no se animaron. Lo vieron pasar y seguir su camino, pero allí se quedaron, inmóviles… No es fácil. Sin embargo, los cuatro pescadores de aquella primera hora pudieron dejarlo todo, porque confiaron en Él. Jesús sigue pasando, sigue llamando… Renovemos nuestra confianza en Él para seguirlo cada día, hoy y siempre.

domingo, 17 de enero de 2021

Misa - II Domingo durante el año.

 

Homilía


“Este es el Cordero de Dios”. De esta forma, Juan el Bautista les presentó a Jesús a dos de sus discípulos. Un poco antes, Juan había dado su testimonio diciendo: “Este es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo”.

Dentro de instantes, aquí mismo, en la Misa, volveremos a escuchar esas palabras, cuando corresponda presentar la Hostia consagrada: “Este es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo” y, a continuación: “Felices los invitados a la cena del Señor”. Más aún, antes de escuchar esas palabras, todos habremos cantado “Cordero de Dios, que quitas el pecado del mundo, ten piedad de nosotros… Cordero de Dios, que quitas el pecado del mundo, danos la paz”.

Quienes participamos habitualmente en la Misa estamos acostumbrados a oír y repetir esas frases y puede ser que no nos llamen la atención. Por eso, creo que vale la pena detenernos a pensar qué es lo que realmente significan y apreciar el peso que tienen esas palabras.

¿Qué les dirían esas palabras a los discípulos de Juan el Bautista: “Este es el Cordero de Dios”?

La expresión “Cordero de Dios” no la encontramos en el Antiguo Testamento; pero, para un israelita, el cordero evocaba la más grande de las fiestas: la Pascua. La gran fiesta que era el memorial de la intervención salvadora de Dios, liberando a su pueblo de la esclavitud en Egipto. Esa intervención trajo la muerte entre los opresores, tal como Dios había anunciado:
“Yo pasaré esta noche por la tierra de Egipto y heriré a todos los primogénitos del país de Egipto, desde los hombres hasta los ganados…” (Éxodo 12,12)
Sin embargo, Dios había dado instrucciones a los israelitas para escapar del exterminio. Esa noche cada familia debía comer un cordero y marcar con su sangre la puerta de su casa.
Dios había dicho: “Cuando yo vea la sangre pasaré de largo ante ustedes, y no habrá entre ustedes plaga exterminadora cuando yo hiera el país de Egipto.” (Éxodo 12,13)
Desde aquella noche, la comida del cordero era el centro de la celebración de la Pascua. Los corderos eran llevados al templo para ser sacrificados por los sacerdotes y, desde allí, a las casas, para asarlos y comerlos en la cena familiar, que iba acompañada de ritos y oraciones.

El cordero, pues, recordaba a los israelitas que habían sido rescatados no solo de la esclavitud, sino también de la muerte.

Las palabras del Bautista anuncian que Jesús será el Cordero Pascual, enviado por Dios, que, con su sacrificio abrirá el camino de liberación del pecado y de la muerte para todo el mundo, para toda la humanidad. Ya no será el Cordero que cada familia presentaba para ser sacrificado, sino el Cordero ofrecido por Dios, el Cordero de Dios. En la última cena, Jesús ofrecerá a sus discípulos su cuerpo y su sangre, para que participen de su sacrificio y de la salvación que Él vino a traer al mundo.

El anuncio de Juan el Bautista, entonces, recuerda como Dios intervino en el pasado para salvar a su pueblo y anuncia como intervendrá en el futuro por medio de su Hijo, el Cordero de Dios para salvar a toda la humanidad.

Después de oír esa presentación que expresa un gran misterio de la fe, los dos discípulos de Juan comenzaron a seguir a Jesús. Al darse cuenta, Jesús se dio vuelta y les preguntó “¿qué quieren?”.

¿Qué querrían los discípulos? ¿Qué es lo que les impulsó a seguir a Jesús? ¿Curiosidad? ¿Admiración? Esos dos hombres ya tenían un camino. Eran discípulos de Juan el Bautista. Hombres que buscaban a Dios, que querían prepararse para la llegada del Reino de Dios. Juan los orientó hacia Jesús.

Cuando Jesús les preguntó “¿qué buscan?” ellos respondieron:
“Maestro ¿dónde vives?”
Los dos discípulos comenzaron por llamar a Jesús “maestro”.
Al darle ese título, expresaban un reconocimiento y, a la vez una expectativa: querían aprender.
No estaban buscando algunos conocimientos; estaban buscando una manera de vivir.
Por eso, la pregunta no fue ¿dónde enseñas? O ¿a qué hora das clases?
No. La pregunta fue “¿dónde vives?”.

Esa pregunta encontró como respuesta la invitación de Jesús: “Vengan y verán”.
Ellos fueron con Él y se quedaron con Él ese día.
Esas horas con Jesús marcaron profundamente la vida de los discípulos. A partir de allí, no se apartaron de Jesús: permanecieron con Él.
¿Cómo fue posible? No se trataba de hombres extraordinarios, poseedores de una gran fuerza de voluntad, que mantuvieron su decisión contra viento y marea.
No. Ellos, al igual que los demás discípulos, fueron hombres con toda la fragilidad y las contradicciones humanas. Vivieron sus momentos de miedo. Les costó algunas veces entender y poner en práctica la palabra de Jesús, dejándose llevar por impulsos muy terrenales. La pasión y muerte de Jesús los llevó al borde de la desesperación…
No fue fácil comprender todo lo que significaba ser el Cordero de Dios. Sin embargo, esos hombres débiles llegaron a experimentar la fuerza del amor de Dios y permanecieron en Jesús, fieles, hasta llegar a dar la vida por Él.

Aquel día en que aquellos dos discípulos se quedaron con Jesús hasta “las cuatro de la tarde” volvió a pasar muchas veces por su corazón, refrescando todo lo que produjo aquel primer encuentro en el que fueron a ver dónde vivía Jesús.

Jesús nos dice hoy a nosotros “vengan y verán”. Nos invita a seguir encontrándonos con Él en la oración, en la Escucha de su Palabra y en la Eucaristía; pero también nos está llamando desde el rostro sufriente de quienes están en necesidad. Que, al terminar cada jornada, podamos recordar esas “cuatro de la tarde” -sea cual sea la hora en que haya sido- ese momento en que estuvimos con Él. Así sea.

domingo, 10 de enero de 2021

Misa - Bautismo del Señor

 

Homilía


Queridas hermanas, queridos hermanos:

Como decíamos al comienzo, esta capilla hace parte de la parroquia san Juan Bautista de Río Branco.

San Juan Bautista se distinguió por su predicación fuerte, en la que llamaba a las personas a hacer un profundo cambio de vida, arrepintiéndose de todas sus malas acciones y volviendo su corazón a Dios.
Como un signo de arrepentimiento y de conversión, Juan los hacía entrar en el río Jordán y sumergirse. Era mucha la gente que iba a escucharlo y, posiblemente, el Bautismo se hacía en grupos que entraban al agua y se sumergían cuando el Bautista lo indicaba.

Podemos imaginarnos la escena, que sería bastante llamativa. Pero no se trata de quedarnos en aspectos pintorescos, sino de ver la experiencia humana que está detrás de ese gesto.

Cuando los seres humanos reconocemos que hemos actuado mal, que hemos tenido una conducta equivocada con la que estamos haciendo daño a los demás y nos hacemos daño nosotros mismos, sentimos el deseo de cambiar, de ser mejores, de actuar de una manera más digna, más humana.
Cuando tomamos eso en serio, nos esforzamos por corregir errores, por cumplir con responsabilidad nuestros deberes, por hacer las cosas de mejor manera… pero, muchas veces, pasado el entusiasmo, volvemos a viejas conductas y nos estancamos en la mediocridad de siempre.
¿Por qué? ¿Por qué ese esfuerzo por cambiar no se sostiene? Tal vez porque, más allá de ese impulso, nada nuevo se despertó adentro de nosotros; no nació en nuestro corazón nada realmente apasionante.

Es cierto, la gente que se acercaba a Juan vivía un momento fuerte, una gran sacudida interna, que marcaba con el gesto del bautismo. Pero Juan el Bautista era consciente de que lo que él ofrecía no era definitivo. Él estaba preparando el camino para otro. Por eso Juan decía: “Yo los he bautizado a ustedes con agua, pero él los bautizará con el Espíritu Santo”.

A continuación de esas palabras de Juan, el evangelista Marcos nos dice simplemente que “Jesús llegó desde Nazaret de Galilea y fue bautizado por Juan en el Jordán”.
Sin hacerse problemas, Jesús se mezcló entre aquella gente pecadora que quería convertirse, cambiar su vida, corregir su camino equivocado.
Jesús es el Hijo de Dios. En Él no había pecado ni nada que necesitara ser purificado. Pero Él quería pasar por eso. Quería estar allí, junto a toda esa gente que buscaba el perdón de Dios.
Y es así como sucedieron cosas extraordinarias.
Tal vez, en ese momento, por la forma en que lo cuenta el evangelio, solo Jesús se dio cuenta; solo él pudo percibirlas; pero esos acontecimientos tendrán consecuencias para todos.

Primer acontecimiento: el cielo abierto.
Dice Marcos que, al salir del agua, Jesús “vio que los cielos se abrían”.
No está hablando de un cambio atmosférico, como cuando pasa la lluvia, las nubes se abren y vemos el azul del cielo.
Mucho antes de Jesús los hombres creyentes decían que el Cielo estaba cerrado. Había pasado mucho tiempo sin que Dios se comunicara con su Pueblo.
Al bautizarse Jesús, el Cielo se abrió. Se reabrió la comunicación de Dios con los hombres y se reabrió, precisamente, a través de Jesús, porque Él es el Hijo de Dios, la Palabra del Padre, como veíamos el domingo pasado.

Segundo acontecimiento: bajó el Espíritu Santo.
¿Qué es lo que vio Jesús, con el cielo abierto?
Jesús vio “que el Espíritu Santo descendía sobre él como una paloma”.
Juan el Bautista hablaba con un lenguaje amenazante. Hablaba de la ira divina. Por ejemplo, decía que había un hacha clavada en la raíz del árbol, o sea que ése árbol estaba por ser cortado… y ese árbol sería cada persona que no dejara atrás su mala vida.
Pero al abrirse los Cielos, lo que bajó no fue la ira de Dios, sino el Espíritu Santo, el Espíritu de amor, que, como una paloma, se posó pacíficamente sobre Jesús.
La Paloma como signo de la paz no se inventó en el siglo XX; ya estaba en el libro del Génesis.
Lo que bajó del Cielo fue el Amor de Dios.

Tercer acontecimiento: la voz del Padre.
El amor de Dios no se manifestó solo con la venida del Espíritu Santo sobre Jesús, sino también con palabras de profundo afecto.
“una voz dijo desde el cielo: «Tú eres mi Hijo muy querido, en ti tengo puesta toda mi predilección».”

El mensaje, entonces, es éste: Con Jesús, el Cielo ha quedado abierto; de Dios brota amor y paz… Dios nos invita a acercarnos a Él sin temor, llenos de confianza. El cielo está abierto también para nosotros, a pesar de nuestros errores, a pesar de la chatura y la mediocridad de nuestra vida.
Las palabras que escucha Jesús las podemos escuchar también nosotros. El Padre nos dice: “Tú eres mi hijo muy querido, tú eres mi hija muy querida”.
La historia de nuestra vida, por más manchada que esté, no puede seguir como una “historia sucia” que necesitamos lavar y purificar constantemente.
La historia de nuestra vida se reescribe cuando nos damos cuenta de que Dios nos regala la dignidad de ser sus hijos e hijas. Esa dignidad es lo que tenemos que cuidar, viviendo como hijos e hijas de Dios con gratitud y alegría.

Al comenzar este año, yo saludé a mucha gente deseándole un año nuevo de Gracia y Paz. Gracia es el amor de Dios que los creyentes reconocemos en muchos momentos de nuestra vida, esos momentos de los que podemos decir “esto ha sido una Gracia”: el nacimiento de un hijo o de un nieto, el encuentro con una persona buena, la experiencia de un amor limpio o de una amistad sincera, la ayuda para superar una situación difícil, la fortaleza en un momento de prueba… En cosas como ésas vemos “el cielo abierto”. A partir de allí comienza algo nuevo en nosotros. Nos sentimos vivos y con ganas de vivir. Sale a luz lo mejor que hay dentro de nuestro corazón. Detrás de esas experiencias está el Padre Dios, entregándonos su Espíritu por medio de Jesús, amándonos como hijos e hijas muy queridos.

En este día del Bautismo de Jesús, recordemos nuestro propio bautismo. Aunque lo hayamos recibido siendo bebés y no tengamos nuestro propio recuerdo de ese momento, sabemos que fuimos bautizados. Démosle todo su valor. Allí fuimos hechos hijos e hijas de Dios. Allí recibimos el Espíritu Santo. Reconozcamos ese gran momento de Gracia en nuestra vida y continuemos o, si es necesario, volvamos a empezar el camino de la fe, siguiendo a Jesús. Así sea.

domingo, 3 de enero de 2021

Misa - II Domingo del tiempo de Navidad.

Homilía

Queridas hermanas, queridos hermanos:

Estamos en el segundo domingo después de Navidad.
En la Misa de nochebuena y, luego, en la fiesta de la sagrada familia, hemos escuchado relatos de la infancia de Jesús: su nacimiento y su presentación en el templo.

Son relatos llenos de personajes vivos, que se dibujan ante nuestros ojos y que tocan nuestros sentimientos: Jesús, María y José; los pastores, los ancianos Simeón y Ana… Relatos que nos transportan al pesebre de Belén y después a los patios del templo…

Luego de eso, el evangelio de este domingo nos lleva por otro lado. Comienza con un tono muy solemne: “Al principio…”

Esa expresión nos recuerda otro libro de la Biblia… buscamos cuál es y encontramos el libro del Génesis que comienza diciendo: “Al principio…”
Aquí estamos en el principio del evangelio según san Juan.
El evangelista ha comenzado así su libro, precisamente porque quiere marcar un nuevo principio. Y es así. Con Jesús comenzó una etapa totalmente nueva en la historia de la humanidad. A partir de su nacimiento contamos los años…

Avanzamos en estas palabras iniciales y nos vemos sumergidos en el misterio de Dios. Se nos habla de la Palabra -el Verbo, dicen traducciones de otra época- la Palabra que existía desde siempre y estaba junto a Dios y era Dios… nos sorprende este lenguaje tan extraño, tan abstracto, tan lejos del lenguaje sencillo de los relatos que escuchamos anteriormente.

Este comienzo del evangelio de san Juan, conocido como el “prólogo” es el resultado de una profunda búsqueda, la búsqueda de respuesta a una pregunta: ¿Quién es Jesús?
Los evangelios utilizan diferentes palabras para responder a esa pregunta. Algunas de esas palabras tienen más que ver con la realidad humana de Jesús; otras, en cambio, nos hablan de su realidad divina. Los cuatro evangelios nos dicen que Jesús es el Hijo de Dios; sin embargo, ¿qué quiere decir eso, exactamente?

Los discípulos conocieron a Jesús como hombre. Ellos lo acompañaban. Lo veían en su humanidad: lo vieron experimentar el cansancio, el hambre, la sed… lo vieron descansar, comer, beber… escucharon su risa y su llanto… Lo vieron enseñar con una autoridad nueva, que nadie había manifestado hasta entonces. Presenciaron sus milagros. Y poco a poco, en ellos fue creciendo la convicción de que su Maestro era el Mesías enviado por Dios.
Aún así, los discípulos tuvieron que abandonar sus ideas -y les costó mucho hacerlo- tuvieron que abandonar sus ideas de un Mesías que vendría a restaurar el antiguo reino de Israel, un Mesías que sería el rey de los judíos, como su antepasado David.
Los anuncios de Jesús de que iba a ser entregado a las autoridades, que debía sufrir mucho y morir resultaron escandalosos para los discípulos.
Los anuncios de Jesús, sin embargo, estaban respaldados por las profecías de Isaías que hablaban del Servidor de Yahveh, el servidor sufriente que, por medio de sus padecimientos, rescataría a muchos.
La muerte y la resurrección de Jesús son el acontecimiento que está en el centro de la fe cristiana.
Ese hecho, vivido por los discípulos es el motivo del primer anuncio de la buena noticia: Jesucristo murió y resucitó por nosotros. Él es el salvador, Él es el Hijo de Dios.

Pero ¿qué significa que Jesús es el Hijo de Dios?
¿Es un ser humano bueno, al que Dios eligió y le dio un lugar especial en su proyecto de salvación?
¿Es un ser humano que fue convertido en Dios por medio de la resurrección?
¿O eso fue antes, en su Bautismo, cuando el Espíritu Santo descendió sobre Él?
En el evangelio de Mateo, un ángel le anuncia a José que el niño que espera María es obra del Espíritu Santo. En el evangelio de Lucas, el ángel Gabriel le explica a María que ella va a concebir un hijo por obra del Espíritu Santo. Los dos relatos confirman que el hijo de María es el Hijo de Dios. Pero entonces, todavía podemos preguntarnos: la existencia del Hijo de Dios ¿comienza en ese momento, cuando comienza a gestarse en el seno de María?

Estas preguntas se las hacían algunos de los primeros cristianos y con estas preguntas llegamos a nuestro evangelio de hoy. Aquí encontramos la respuesta que nos da Juan. Así comienza su Evangelio:
“Al principio existía la Palabra, y la Palabra estaba junto a Dios, y la Palabra era Dios.”

Vamos a hacer un pequeño cambio, esperando que nos ayude a entender mejor lo que quiere decirnos san Juan:
“Al principio existía el Hijo de Dios; y el Hijo de Dios estaba junto a Dios, y el Hijo de Dios era Dios”
Y ahora vamos a lo que dice más adelante:
“Y la Palabra se hizo carne y habitó entre nosotros”

Hagamos lo mismo que ya hicimos: cambiamos Palabra por “Hijo de Dios” y dice así:
“y el Hijo de Dios se hizo carne y habitó entre nosotros”.

Así llegamos a Jesús:
es el Hijo de Dios, que existía desde siempre, que estaba junto a Dios, que es Dios y que se hizo hombre, se hizo uno de nosotros: se encarnó en el seno de María y de ella nació. Por eso decimos que Jesús es Dios verdadero y hombre verdadero.

Y sigue diciendo san Juan:
“nosotros hemos visto su gloria,
la gloria que recibe del Padre como Hijo único”.

Aquí aparece una palabra que estábamos esperando, que estábamos necesitando: y esa palabra es “Padre”. Eso nos ayuda entender mejor, porque el Padre es Dios, y el Hijo es Dios. No son dos dioses: son dos personas y las dos son Dios. Un solo Dios. Juan no nos habla todavía de la tercera persona, del Espíritu Santo. Eso vendrá después y así se completará la revelación de Dios.
Tomemos una línea más. Dice san Juan:
“Nadie ha visto jamás a Dios;
el que lo ha revelado es el Dios Hijo único,
que está en el seno del Padre.”
¿Cómo podemos llegar a conocer a Dios? Más aún, podemos preguntarnos, ¿cómo es que Juan sabe lo que nos está diciendo?
“el que lo ha revelado es el Dios Hijo único”.
Es Jesús, el Hijo único de Dios, quien nos ha revelado cómo es Dios.
Es por medio de Él que llegamos a conocer a Dios.
La encarnación del Hijo de Dios fue fundamental para eso.

Dios se hizo hombre, habitó entre nosotros; “acampó” entre nosotros; pasó por este mundo, como pasamos todos los seres humanos. Pero Él venía del seno del Padre y vino a comunicarnos la vida de Dios. Vino a mostrarnos el camino hacia el Padre. Vino a decirnos que tenemos un lugar en la Casa del Padre para participar en la vida de Dios.

“Nadie ha visto jamás a Dios” y, sin embargo, en este mismo evangelio Jesús dirá “Quien me ve a mí, ve al Padre” (Juan 14,19). Jesús se hizo para nosotros el rostro del Padre, el rostro de la Misericordia. Dice el papa Francisco: “Jesús de Nazaret con su palabra, con sus gestos y con toda su persona revela la misericordia de Dios” (MV 1).

Seguimos en tiempo de Navidad. Volvamos al pesebre. Volvamos a contemplar al Niño. Recién nacido, todavía no nos dirige la Palabra; pero Él mismo, “envuelto en pañales y acostado en un pesebre”, Él mismo es ya un mensaje, una Palabra del amor de Dios, una palabra de Misericordia. No endurezcamos el corazón. Dejémonos tocar por su amor y aprendamos con Él a amar al prójimo y al Padre. Así sea.

domingo, 27 de diciembre de 2020

Misa - Sagrada Familia

Queridas hermanas, queridos hermanos:

Desde esta capilla dedicada a la Sagrada Familia de Nazaret, cuya fiesta celebramos hoy, contemplamos a Jesús, María y José en su visita al templo de Jerusalén, tal como la hemos escuchado en el evangelio de Lucas.

No es una visita casual ni tampoco es la peregrinación como la que esta misma familia hará algunos años más tarde, cuando el niño les dará un susto a sus padres quedándose en el templo.
Esta visita tiene un motivo y es cumplir dos leyes, dos mandamientos que Dios entregó por medio de Moisés a su pueblo.

El primero es la purificación de la madre. Puede sorprendernos, hasta chocarnos, que María, la madre de Jesús, a quien veneramos como la Inmaculada, la Purísima, tenga que hacer una purificación. Pero eso era lo indicado: 40 días después de haber dado a luz, toda madre debía hacer ese rito. María lo cumplió ofreciendo “un par de tórtolas o de pichones de paloma” que era “la ofrenda propia de los pobres” (Lumen Gentium, 57).

El segundo motivo por el que María y José van al templo es el de ofrecer su hijo al Señor. Esta es una ley que se refiere al primogénito, el primer niño que tiene una pareja. El ofrecimiento era una entrega del niño al servicio de Dios; pero no se trataba de que el niño quedara allí en el templo. Hecho el ofrecimiento, de forma simbólica, los padres lo “rescataban” y se lo llevaban.
Más que el cumplimiento de esas leyes, importa el espíritu con que la Sagrada Familia las cumple. Es una familia que quiere ser fiel a Dios. Cumple las leyes con espíritu religioso, como toda familia judía piadosa. 

María y José, con su actitud, invitan a todos los padres creyentes a asumir su responsabilidad de transmitir la fe a sus hijos y a educarlos en esa misma fe. Ése es el compromiso que asumen los padres cuando piden el bautismo para sus hijos. Dios quiera que, en ese sentido, la Sagrada Familia, sea siempre fuente de inspiración para los papás y las mamás.

Así, entonces, llegó al templo esta pequeña familia: Jesús, María y José. El templo era un lugar muy concurrido, con grandes patios por donde la gente entraba y salía todo el tiempo. Dos esposos y un bebé apenas se distinguirían entre aquella aglomeración… sin embargo, no pasaron desapercibidos. Dos personas se fijaron en ellos: dos ancianos, Simeón y Ana.

Podemos imaginarnos fácilmente a esas dos personas mayores enternecidas ante un bebé. No es algo que no hayamos visto: una señora mayor que se acerca a una mamá que tiene un niño en brazos y la saluda y la felicita por ese bebé precioso.

Pero aquí sucede algo más: Simeón y Ana no se acercaron simple y espontáneamente, alegrándose por ese niño y por sus padres, sino que actuaron movidos por el Espíritu Santo. Impulsados por el Espíritu, los dos profetizan:

Simeón da gracias a Dios porque sus ojos “han visto la salvación” que Dios ha preparado, desde Israel, su pueblo elegido, para todos los pueblos, para todas las naciones de la tierra.
Por su parte, Ana “se puso a dar gracias a Dios. Y hablaba acerca del niño a todos los que esperaban la redención de Jerusalén”.

El papa Francisco describe este encuentro en una forma muy linda. Así dice Francisco:

Este es “el encuentro entre dos jóvenes esposos llenos de alegría y de fe por las gracias del Señor; y dos ancianos también ellos llenos de alegría y de fe por la acción del Espíritu. ¿Quién hace que se encuentren? Jesús. Jesús hace que se encuentren: los jóvenes y los ancianos. Jesús es quien acerca a las generaciones. Es la fuente de ese amor que une a las familias y a las personas, venciendo toda desconfianza, todo aislamiento, toda distancia”.
Hasta ahí las palabras del papa… Esto lo decía hace algunos años. Hoy, esas últimas palabras que él dice: “aislamiento”, “distancia”, tomaron otro significado. Siguen siendo palabras que evocan algo triste, doloroso, pero, en este tiempo de pandemia, se convirtieron también en una necesidad; por un lado, por prudencia, pero, otras veces obligatoriamente, cuando se debe guardar una cuarentena.
Pero no nos quedemos con esas dos palabras, sino con lo que antes nos recuerda Francisco: Jesús “es la fuente del amor que une a las familias y a las personas venciendo toda desconfianza, venciendo todo aislamiento, venciendo toda distancia”. En este tiempo de Navidad, sigamos buscando y recibiendo el amor que Jesús nos ofrece, fuerza para vencer nuestras contrariedades, fuerza de salvación para nuestras familias y nuestra humanidad.

No nos podemos olvidar de una palabra que el anciano Simeón dirige especialmente a María: 

“a ti misma una espada te atravesará el corazón”. 

Es el anuncio del profundo dolor que experimentará la madre de Jesús viendo a su Hijo sufrir y morir en el calvario. María llegó al templo para ofrecer a Dios su Hijo recién nacido. Ante la Cruz ella lo entregará, lo ofrecerá de nuevo, para recibirlo resucitado. No hay verdadero amor sin sufrir con aquel y por aquel a quien se ama. El sufrimiento no es la última palabra en la vida familiar, pero es una realidad que solo puede ser bien asumida en el amor.

Nuestro pasaje del evangelio termina contándonos que Jesús, María y José 

“volvieron a su ciudad de Nazaret, en Galilea. El niño iba creciendo y se fortalecía, lleno de sabiduría, y la gracia de Dios estaba con él.”

Así va la Sagrada Familia a su “normalidad”, a su vida de trabajo y familia en Nazaret. De la infancia de Jesús nos quedan otros episodios: la huida a Egipto y la ocasión en que Jesús se queda en el templo de Jerusalén. Después, no se nos cuenta nada más: pero también ese silencio es un mensaje.

Así lo entendió san Pablo VI, que en su visita a Nazaret en el año 1964, destacó las enseñanzas de la Sagrada Familia: sus lecciones de vida doméstica y de trabajo, pero, primero que nada, su lección de silencio. El papa Montini rezaba así:

Renazca en nosotros la valorización del silencio, de esta estupenda e indispensable condición del espíritu; en nosotros, aturdidos por tantos ruidos, tantos estrépitos, tantas voces de nuestra ruidosa e hipersensibilizada vida moderna. Silencio de Nazaret, enséñanos el recogimiento, la interioridad, la aptitud de prestar oídos a las buenas inspiraciones y palabras de los verdaderos maestros; enséñanos la necesidad y el valor de la preparación, del estudio, de la meditación, de la vida personal e interior, de la oración que Dios sólo ve secretamente.
Desde esta capilla dedicada a la Sagrada Familia, encomendamos todas nuestras familias a Jesús, María y José. Que ellos nos ayuden a crecer en el amor: cuidándonos unos a otros, consolándonos y acompañándonos mutuamente en el dolor, ayudándonos solidariamente y manteniendo siempre viva la esperanza. Así sea.

domingo, 20 de diciembre de 2020

Misa - IV Domingo de Adviento.

“El Ángel Gabriel fue enviado por Dios a una ciudad de Galilea, llamada Nazaret”
Nazaret y Galilea son nombres que todos hemos oído o leído muchas veces, por poco que conozcamos la Biblia.
Jesús fue conocido como Jesús de Nazaret. En su misión se movió mucho por Galilea. De allí eran los primeros discípulos que llamó: pescadores del mar de Galilea.
La madre de Jesús es también conocida como María de Nazaret. Más de una canción la nombra así.
Sin embargo, si buscamos en la primera parte de la Biblia, lo que se suele llamar Antiguo Testamento, no encontramos ninguna referencia a Nazaret. Y no es que la ciudad no existiera: simplemente, allí nunca pasó nada en relación con la historia de la salvación.
Tal vez por eso cuando uno de los primeros discípulos fue invitado a conocer a Jesús de Nazaret, preguntó, con duda: “¿acaso de Nazaret puede salir algo bueno?”.

Galilea, sí, es mencionada muchas veces en toda la Biblia. Pero no es una región con buena fama… en algún momento se la llama “Galilea de las naciones”, es decir, la Galilea de los extranjeros, de los que no pertenecen al Pueblo de Dios, de los que no creen en el único Dios.
Entonces, a esa ciudad desconocida, en esa región sin buena fama, allí fue enviado el mensajero de Dios.

Esto me da qué pensar, porque estamos celebrando esta Misa en un lugar que, para muchos, es desconocido… La Micaela, en el departamento de Cerro Largo.
Dios quiere hacer llegar su salvación a todo lugar de este mundo, a toda persona, por lejos que esté.

Pero este mensaje tiene una sola persona como destinataria: una joven mujer.
¿Quién es ella? Dice el evangelio:
“una virgen que estaba comprometida con un hombre perteneciente a la familia de David, llamado José. El nombre de la virgen era María.” Dos veces se nos dice que es una “virgen”. Es importante. También se nos dice su nombre, un nombre que desde entonces han llevado muchas mujeres en el mundo; y también algunos hombres, combinado con un nombre de varón: José María, Carlos María…
Una jovencita de Nazaret. Una muchacha desconocida, en una ciudad desconocida…

María estaba comprometida con un hombre de la familia de David.
Allí cambia un poco la cosa: salimos del anonimato, porque ese David fue el gran rey de Israel, del que nos habla la primera lectura… David tuvo la idea de construir un gran templo, pero Dios le dijo que no, que eso no le iba a tocar a él. Eso lo haría su hijo Salomón. Dios, en cambio, le hizo una promesa:
“yo elevaré … a uno de tus descendientes … y afianzaré su realeza. … Tu casa y tu reino durarán eternamente delante de mí, y tu trono será estable para siempre”.

Pero eso había sido mil años atrás. Hacía siglos que la familia de David no estaba en el trono. José no era ningún príncipe ni vivía en un palacio: era un carpintero, posiblemente de los que hacían la parte de madera en las construcciones. Un obrero.

Tenemos entonces al ángel en Nazaret de Galilea, buscando a María ¿y dónde la encuentra?
Dice el evangelio: “El ángel entró en su casa (la casa de María) y la saludó”. María estaba en su casa, tal vez ocupada en alguna tarea doméstica…
Uno de los muchos artistas que han imaginado esta escena la presenta con un libro en las manos. No es un entretenimiento: es la Palabra de Dios. María es una mujer que se alimenta de la Palabra de Dios. El anuncio que le va a hacer el ángel la sorprenderá, le hará pedir una explicación sobre los detalles, pero no sobre lo esencial: ella entiende bien que ha sido elegida por Dios para ser madre de su Hijo, madre del salvador. Su respuesta será “que se cumpla en mí lo que has dicho”. Que se cumpla en ella la voluntad salvadora del Padre Dios.

Así ocurre el anuncio más grande de todos los tiempos. No en la capital, la ciudad de Jerusalén, sino en la desconocida Nazaret. No en el templo, sino en una sencilla casa. No dirigido a una personalidad distinguida y conocida por todos, sino a esta jovencita a quien solo conocen en su pueblo.

En todo esto ya hay un mensaje: es la manera en que se manifiesta Dios. No lo hace con ruido, con grandes conferencias de prensa, con grandes multitudes, con transmisiones por todos los medios… Cuando nazca el niño, como vamos a recordar dentro de poco, así seguirán las cosas: en un oscuro pesebre, una cueva donde se resguardaban y alimentaban los animales…

Hoy estamos en una capilla en la que, cuando es posible, se reúne la comunidad para la Misa. Una capilla cuidada con cariño. Es bueno tener un espacio donde la comunidad cristiana puede reunirse, aún con las restricciones que tenemos en este tiempo de pandemia. Pero Dios no está encerrado aquí. Dios hace su casa en el corazón de cada persona que quiere recibirlo, que quiere escuchar y vivir su palabra, como María.

En esta Navidad ya cercana, dejémonos ayudar por ella. Como el rey David, a veces soñamos con grandes proyectos. Incluso pensamos que es lo que Dios nos pide… Sin embargo, María nos lleva por otros caminos, los verdaderos caminos de Dios.
San Agustín lo explicaba muy bien. Dice así:
María, antes de concebir al Hijo de Dios en su seno virginal, lo concibió en su mente y en su corazón en el momento en que respondió, llena de fe: «Yo soy la servidora del Señor, que se cumpla en mí lo que has dicho».

También nosotros, como María, podemos hacer nacer a Jesús en nuestro corazón y en nuestra mente, buscando y obrando la voluntad de Dios, extendiendo en el mundo su luz y su amor.
¿Qué podemos hacer en esta situación que nos limita tanto?
No se trata de hacer cosas extraordinarias… no nos olvidemos: David soñaba con hacer un gran templo. Se trata de hacer cosas sencillas, de poner amor en lo que hacemos cada día, de hacer con amor algo por los demás… Puede parecer muy poco, pero Dios lo hace grande, porque para Él “nada es imposible”.