jueves, 28 de junio de 2018

“Talitá kum”: joven, levántate. (Marcos 5,21-43)







Los jóvenes de hoy aman el lujo y son mal educados. No obedecen a las autoridades. No muestran el menor respeto por sus padres. Pasan el tiempo charlando en lugar de trabajar.
Nuestros hijos son unos verdaderos tiranos. No se ponen de pie cuando entra una persona mayor. Contestan a sus padres, fanfarronean todo el tiempo, comen con voracidad y hacen la vida imposible a sus maestros.
Hay gente que piensa así de los jóvenes… Esta parrafada aparece en muchos lugares atribuida a Sócrates, el gran filósofo griego. Sin embargo, no es de Sócrates. Esta falsa cita aparece en un libro de 1953. Se quería mostrar que las diferencias generacionales existen desde la antigüedad. Posiblemente, sí, esa disconformidad de los adultos respecto a los jóvenes atraviesa toda la historia de la humanidad; pero el peligro de repetir mucho estas cosas es que los jóvenes terminen creyendo que son así y terminen, efectivamente, siendo así.

Sin embargo, nuestra época tiene también otra mirada sobre la juventud, que es presentarla como ideal de vida, lo que se podría resumir en “todos queremos ser jóvenes”. Eso se expresa en la manera de vestir, en la forma de cuidar el cuerpo, pero también en actitudes de una libertad que no elige ni se compromete…

Cuando los adultos tomamos ese camino, cuando no queremos asumir nuestra edad y nuestro rol, cuando pretendemos “ser siempre jóvenes”, no sólo nos estamos engañando a nosotros mismos, sino que también estamos privando a los jóvenes de ver cómo continúa la vida más allá de la etapa en la que hoy están. La juventud no es la meta.

Los psicólogos dicen que los adultos tenemos la misión de poner límites. Los límites son como las líneas y señales del camino, que dan seguridad a quien va en la ruta. Pero los adultos también tenemos otra misión, que es abrir horizontes, mostrar las posibles metas como algo deseable. Descubrir la vocación, conocer y desarrollar las propias capacidades, formar una familia, tejer relaciones de amistad, conducirse pensando en los demás, actuar de forma solidaria, mantener los compromisos asumidos, siguen siendo caminos de realización para el ser humano.

Como en muchas cosas de la vida, las buenas noticias sobre los jóvenes no ocupan titulares. Junto a las dificultades, a veces extremas, que presenta en la sociedad el mundo juvenil, hay una realidad positiva y esperanzadora.

Hay jóvenes inquietos que buscan el sentido de la vida y quieren ser protagonistas en la construcción de una sociedad más justa y fraterna. Jóvenes que confían en la familia. Jóvenes de grupos parroquiales y de movimientos que perseveran en su fe y en su vida cristiana, en su compromiso apostólico en la Iglesia y en el mundo.

El evangelio de este domingo nos presenta el encuentro de Jesús con una joven. El punto de partida es una situación conmovedora. Un hombre importante, seguramente rico, llamado Jairo, jefe de la sinagoga, viene a buscar a Jesús, se postra a sus pies y le suplica angustiado:
«Mi hijita se está muriendo; ven a imponerle las manos, para que se cure y viva» (5,23).
En los evangelios, muchas madres van a Jesús rogando por sus hijos. Este es el único padre que va: no es algo común. Él la llama “mi hijita”, aunque también hay una mamá, como veremos; pero esa hija es el tesoro de su padre y con la vida de ella se va la vida de él. ¿Qué edad tiene esa niña? Eso es relevante; no es tan pequeña como parece.

Conmovido, Jesús se pone en camino. En la ruta se cruza otra historia, en la que no nos detendremos, pero Jesús sí se detiene. Podemos imaginar la ansiedad de ese padre que ha ido desesperado, al ver a Jesús detenerse y hablar con la gente.
La situación se hace todavía más dramática:
Todavía estaba hablando, cuando llegaron unas personas de la casa del jefe de la sinagoga y le dijeron: «Tu hija ya murió; ¿para qué vas a seguir molestando al Maestro?» Pero Jesús, sin tener en cuenta esas palabras, dijo al jefe de la sinagoga: «No temas, basta que creas» (5,35-36)
El cuadro que encuentran al llegar es el esperable, de acuerdo con las costumbres: ha muerto la hija de un jefe, la estrellita de su vida. Hay alboroto, llantos, alaridos.
Al entrar, [Jesús] les dijo: «¿Por qué se alborotan y lloran? La niña no está muerta, sino que duerme». Y se burlaban de él.
Pero Jesús hizo salir a todos, y tomando consigo al padre y a la madre de la niña, y a los que venían con él, entró donde ella estaba. La tomó de la mano y le dijo: «Talitá kum», que significa: «¡Muchachita, yo te lo ordeno, levántate!» En seguida la niña, que ya tenía doce años, se levantó y comenzó a caminar. Ellos, entonces, se llenaron de asombro, y él les mandó insistentemente que nadie se enterara de lo sucedido. Después dijo que le dieran de comer.
Una interpretación posible… Tal vez estamos aquí ante un padre que adora a su hija, pero esa adoración, a ella la adormece, la detiene en su crecimiento como persona. La niña está llamada a ser mujer, a desarrollar todas sus capacidades de trabajo, a tener un esposo, a formar ella misma su casa… El padre quisiera retenerla, conservarla como la pequeña que es la luz de su vida.

Poniendo a la madre al lado del padre Jesús equilibra las cosas: son ellos dos quienes tienen que transitar juntos la ancianidad. La hija de ambos debe hacer su propio camino en la vida. Tiene 12 años.

Los 12 años del tiempo de Jesús son muy diferentes a los de hoy. Recordemos, la primera iniciativa de Jesús, cuando se queda en el templo de Jerusalén con los doctores, ocurre a sus 12 años. En esos tiempos no había una prolongada adolescencia o juventud: se entraba pronto en la vida adulta a través de decisiones y de compromisos.

Eso es lo que Jesús “despierta” o resucita en esta jovencita. La joven que devuelve a sus padres ya no es la niña que había muerto. Ella no solo se ha levantado; también camina, emprende su propia ruta, con su libertad y con sus riesgos, buscando lo que Dios tiene reservado para ella.

jueves, 21 de junio de 2018

Juan el bautista: anuncio de lo nuevo (Lucas 1,57-66.80)







El jueves 21 de junio entró el invierno en el hemisferio sur. Todos nos preparamos para la estación fría. Sin embargo, hay un detalle que tiene que reconfortarnos. Las horas de sol, que venían acortándose cada día desde el comienzo del verano, de a poquito se irán haciendo más largas, hasta el 21 de diciembre, cuando se dé vuelta este proceso.

En el hemisferio norte sucede exactamente al revés. Empezó el verano y los días se irán acortando hasta el 21 de diciembre, donde volverán a alargarse al comenzar el invierno boreal.

En la antigüedad, los hombres llegaron a preguntarse si ese ciclo no se terminaría algún día y las horas de sol serían cada vez menos hasta que reinara la oscuridad completa.

Muchos pueblos celebraban una fiesta en el solsticio de invierno, cuando volvían a ver alargarse las horas de sol. Los romanos festejaban el Dies Natalis Solis Invicti, el día del nacimiento del sol invicto. Una fiesta religiosa, porque ese Sol era un dios que no había sido vencido por la oscuridad. Se celebraba el 25 de diciembre.

Esa fecha ya nos dice algo: es la de la Navidad cristiana. En el sur la celebramos al entrar el verano, pero en el norte es la entrada del invierno, cuando el sol vuelve a nacer, venciendo la oscuridad; por eso se eligió ese día.

Es posible calcular la fecha de la muerte de Jesús, porque ocurrió en una fiesta de Pascua; pero no conocemos el día de su nacimiento. Los evangelios no dan ningún dato. En diversos lugares del mundo cristiano se comenzó a celebrar en fechas diferentes, pero hacia el siglo IV la fecha del 25 de diciembre comenzó a prevalecer y se ha mantenido hasta hoy.

No hay que olvidar que esa elección tiene un carácter simbólico: Jesucristo es “la luz verdadera que ilumina a todo hombre” (Juan 1,9), la luz que vence a las tinieblas (Jn 1,5). La vieja fiesta pagana del nacimiento del sol invicto cede el lugar al nacimiento de aquel que es la Luz del Mundo, el verdadero sol… pero claro, eso funciona bien en el hemisferio norte, por todo lo que hemos explicado.
Pero al fijar la Navidad el 25 de diciembre, se fijan también otras fechas.

El evangelio de Lucas nos cuenta que cuando María recibe el anuncio del ángel de que ha sido elegida para ser la Madre del Salvador, se le dice también que su prima Isabel, la madre de Juan el Bautista está ya en su sexto mes.

Así, a partir de dar la fecha del 25 de diciembre para el nacimiento de Jesús, ubicamos las otras dos:
  • 24 de junio, seis meses antes de Jesús, nacimiento de Juan el bautista. Es, precisamente, la fiesta que vamos a celebrar el próximo domingo.
  • 25 de marzo, nueve meses antes de la Navidad, y tres meses antes del nacimiento de Juan, la anunciación.

En el evangelio de Juan (3,31) Juan el Bautista dice de Jesús “es necesario que él crezca y que yo disminuya”. Por eso, se celebra el nacimiento de Jesús cuando -recordemos, en el hemisferio norte- las horas de sol comienzan a crecer y el nacimiento de Juan cuando las horas de sol comienzan a mermar.

Juan el Bautista es un personaje realmente importante. El historiador judeo-romano Flavio Josefo lo menciona en su libro “Antigüedades Judías” (Libro 18, capítulo 5) y lo describe así:

un hombre justo que predicaba la práctica de la virtud, incitando a vivir con justicia mutua y con piedad hacia Dios, para así poder recibir el bautismo. Era con esta condición que Dios consideraba agradable el bautismo; se servían de él no para hacerse perdonar ciertas faltas, sino para purificar el cuerpo, con tal que previamente el alma hubiera sido purificada por la rectitud. Hombres de todos lados se habían reunido con él, pues se entusiasmaban al oírlo hablar.
Aunque su explicación difiere de la que dan los Evangelios, Josefo dice también que fue mandado matar por Herodes.

Jesús tiene en muy alta estima al Bautista. Dice de él que “es más que un profeta” (Lc 7,26) y, más aún: “entre los nacidos de mujer no hay ninguno mayor que Juan”; pero agrega: “sin embargo el más pequeño en el Reino de Dios es mayor que él” (Lc 7,28). Juan es como una bisagra, una línea divisoria entre la primera y la nueva alianza. Lo dice el mismo Jesús:
“La Ley y los profetas llegan hasta Juan; desde ahí comienza a anunciarse la Buena Noticia del Reino de Dios” (Lc 16,16).

La Iglesia ha reconocido la importancia de Juan celebrando no sólo su muerte, su martirio, sino también su nacimiento. San Agustín subraya el carácter sagrado de esa celebración:
“él es el único de los santos cuyo nacimiento se festeja; celebramos el nacimiento de Juan y el de Cristo” (Sermón 293, 1-3, Oficio de lecturas de la Natividad de S. Juan Bautista).

En forma muy sintética, Agustín compara los dos nacimientos y su diferente significado:
Juan nace de una anciana estéril; Cristo, de una jovencita virgen.
El futuro padre de Juan no cree el anuncio de su nacimiento y se queda mudo;
la Virgen cree el del nacimiento de Cristo y lo concibe por la fe.

[Juan] es como la personificación de lo antiguo y el anuncio de lo nuevo.
Porque personifica lo antiguo, nace de padres ancianos;
porque personifica lo nuevo, es declarado profeta en el seno de su madre.
Aún no ha nacido y, al venir la Virgen María, salta de gozo en las entrañas de su madre.
Con ello queda ya señalada su misión, aun antes de nacer;
queda demostrado de quién es precursor, antes de que él lo vea. (Ib.)

Ser precursor… ir abriendo el camino a otro que viene detrás. Una misión difícil, pero esa es la misión del cristiano: mostrar a Cristo, indicar dónde está, facilitar el encuentro de los demás con Jesús… Ser la lámpara, sabiendo que la luz es Cristo. Ser la voz, sabiendo que la Palabra es el mismo Jesús. No ponernos a nosotros mismos en el centro, sino ponerlo siempre a Él. Así hizo Juan, así estamos nosotros también invitados a hacer, al presentar a Jesús. Disminuir, para que Cristo crezca.

Más sobre Juan el Bautista...





martes, 19 de junio de 2018

30 años de la muerte de Mons. Carlos Nicolini, "el Obispo de los Jóvenes"



Hoy se cumplen 30 años de la muerte de Mons. Carlos Alberto Nicolini, obispo coadjutor de Salto.
Carlos Nicolini nació en Montevideo en 1941.
Fue ordenado sacerdote con 23 años, obispo con 36 y falleció a los 47.
Le tocó una delicada actuación en la Diócesis de Salto, durante el exilio de Mons. Marcelo Mendiharat.
En la Conferencia Episcopal fue “el Obispo de los jóvenes”, a los que dejó estas
“Bienaventuranzas de la Civilización del amor”:
  • Felices los que han hecho la opción por los pobres, porque conocerán el Amor que Dios les tiene y vivirán como hermanos e hijos de un mismo Padre.
  • Felices los que están abiertos a “lo nuevo”, porque sabrán ver entre los signos de la muerte y los signos de vida la luz del horizonte de la esperanza que nos convoca.
  • Felices los que saben entregar sus vidas, porque, aun cuando mueran sin comprender el por qué, sabrán que la verdad y la justicia están por llegar.
  • Felices los que saben confiar y esperar, porque ustedes harán la Civilización del Amor, fructificarán la esperanza y serán llamados hijos de Dios.
  • Felices los que sufren incomprensión y son perseguidos por practicar la justicia, porque si el grano de trigo, sembrado en tierra no muere, no da fruto; a ustedes pertenece el Reino de los Cielos.
  • Felices ustedes cuando sean perseguidos e insultados a causa del Evangelio de Jesucristo. No se pongan tristes; alégrense por que el mismo Hijo de Dios los hará presentes ante su Padre, que está en los cielos.
  • Felices ustedes, jóvenes, porque se han abierto a la Palabra de Dios, la ponen en común y la quieren sembrar en una Nueva Sociedad, porque en esta nueva encarnación, Dios es “Dios con nosotros”, que vive en medio de su Pueblo.
Mons. Carlos A Nicolini

lunes, 18 de junio de 2018

Mons. Cáceres en la ordenación del nuevo Obispo auxiliar de Montevideo

"El joven está definido por su mínimo de realidades y su máximo de posibilidades reales (...) En cuanto al viejo [representa] el máximo de riqueza de realidad, y unas posibilidades reducidas pero virtualmente ampliadas por la acumulación de la experiencia de la vida: las potencias del viejo son ciertamente menores que las del joven o el adulto maduro, pero su significación es mucho mayor en la medida en que su vida biográfica es mucho más dilatada."
(Julián Marías, Antropología Metafísica.)
Cuando Mons. Cáceres recibió en el Hogar Sacerdotal la invitación del Cardenal Daniel Sturla para la ordenación del nuevo Obispo auxiliar de Montevideo, Mons. Luis Eduardo González, inmediatamente dijo "tengo que ir".

A partir de allí, comenzaron los preparativos. El P. Jorge Techera, residente del Hogar pero en plena actividad se comprometió como chofer. Las Hermanas como compañía. Pocos días antes me llamaron pidiendo que le llevara el solideo y la mitra.

El domingo nos encontramos temprano en la sacristía de la Catedral. Allí estuvo rodeado del cariño de todos. Un seminarista lo acompañó en todo momento, incluso durante la larga celebración (dos horas y media), ayudándolo en los momentos en que se puso de pie y en los pocos desplazamientos.
Sentado frente a él, lo vi muy presente y escuchando con atención la homilía del Cardenal.

Es verdad, cuando conversamos con él se pierde un poco, repite dos o tres veces lo que ya ha dicho; le cuesta moverse y es importante acompañarlo cuando camina (no ha querido usar bastón, de modo que el bastón es quien lo acompañe) y ayudarlo a ponerse de pie y a sentarse. Y bueno... ¡son 97 años! Pero lo que realmente me impresiona es la presencia, sentir que él realmente está ahí, con todo lo que él puede poner.

Algo así, más extremo, experimenté cuando vi por última vez a san Juan Pablo II, al final del encuentro que tuvimos los nuevos obispos en setiembre de 2004. Todos los que estuvimos compartimos la misma sensación. El Papa estaba muy disminuido por su mal de Parkinson, sin poder hablar, con movimientos muy limitados... pero cuando cada uno de nosotros pasó a saludarlo, encontramos una mirada viva, expresiva, que hablaba de la profundidad del alma.

Así, pues, tuvimos ayer en la catedral la presencia de todos los Obispos que nos encontramos en el Uruguay (recordemos que nuestro segundo emérito, Mons. Luis del Castillo, se encuentra en Cuba).

Que el Señor bendiga a nuestra Iglesia uruguaya y nos ayude a los pastores a acompañar a todo nuestro pueblo: a la porción del Pueblo de Dios que a cada uno se la ha confiado (nuestras Diócesis) pero también a estar cercanos a todos aquellos con los que nos vamos cruzando cada día en los caminos de este mundo.


miércoles, 13 de junio de 2018

El amanecer del Reinado de Dios (Marcos 4, 26-34).







El 22 de enero de 1901, a los 81 años de edad, murió la Reina Victoria de Inglaterra. Había reinado durante 63 años sobre el extenso imperio británico. Cuatrocientos millones de personas, un cuarto de la población mundial, a gusto o a disgusto, eran súbditas de la reina. ¿Cuántos grandes reinos ha habido en este mundo a lo largo de la historia? ¿Cuántos gobernantes soñaron y conquistaron un gran imperio? ¿Cuántos llegaron a dominar como señores absolutos, oprimiendo con su poder? (cf. Marcos 10,42)

Alrededor del año 30 de nuestra era, en Judea, provincia de la periferia del vasto Imperio Romano, el prefecto Poncio Pilato, instigado por las autoridades locales, condenó a morir crucificado a un galileo llamado Yeshúa de Nazaret. Hizo colocar en la cruz una inscripción con la causa de su condena: “el rey de los judíos”. Su muerte fue un alivio para quienes lo miraban como un incómodo alborotador que soliviantaba al pueblo con sus enseñanzas. Fue, en cambio, una gran desilusión para los que esperaban que él liberara al pueblo y restaurara el reino de Israel. Pero Jesús de Nazaret no venía para establecer esa clase de reino. Con él llegó a los hombres el amanecer del Reino de Dios o el Reino de los Cielos, como lo menciona el evangelio de Mateo.

Si buscamos en los evangelios cuántas veces habla Jesús del Reino de Dios, podríamos decir, sin exagerar mucho, que Jesús “no habla de otra cosa”. En Marcos, el evangelio más breve, aparece 13 veces. En Lucas, 21. En Mateo, 36. En el Evangelio de Juan, que se escribió mucho más tarde que los otros, sólo dos veces. En total, 63 menciones.

En el evangelio de Marcos, que es el que leemos en los domingos de este año, desde el comienzo Jesús anuncia “el Reino de Dios está cerca” y exhorta a sus oyentes a que se conviertan y reciban con fe esa Buena Noticia.

Jesús va más lejos y afirma que el Reino no sólo está cerca, sino que “ya está aquí”, “está en medio de ustedes”. Ya está aquí… pero ¿dónde? La forma de hablar de Jesús hace entender que no se trata de un lugar sino de una realidad misteriosa, en la que se conjuga la intervención de Dios y la respuesta de los hombres. Los estudiosos de la Biblia nos dicen que la palabra más adecuada no sería “reino”, que da la idea de un país gobernado por un rey o una reina (el reino de España o el Reino Unido). La palabra más acertada sería “reinado” que es la acción de reinar, el ejercicio del poder que tiene el rey, el cumplimiento de su voluntad… ¿qué pedimos en el padrenuestro…? “Hágase tu voluntad así en la tierra como en el cielo”.

Este domingo escuchamos dos breves parábolas con las que Jesús explica cómo comienza ese Reino o Reinado de Dios, cómo crece y cómo llega a su plenitud.
«El Reino de Dios es como un hombre que echa la semilla en la tierra: sea que duerma o se levante, de noche y de día, la semilla germina y va creciendo, sin que él sepa cómo. La tierra por sí misma produce primero un tallo, luego una espiga, y al fin grano abundante en la espiga. Cuando el fruto está a punto, él aplica en seguida la hoz, porque ha llegado el tiempo de la cosecha».
También decía: «¿Con qué podríamos comparar el Reino de Dios? ¿Qué parábola nos servirá para representarlo? Se parece a un grano de mostaza. Cuando se la siembra, es la más pequeña de todas las semillas de la tierra, pero, una vez sembrada, crece y llega a ser la más grande de todas las hortalizas, y extiende tanto sus ramas que los pájaros del cielo se cobijan a su sombra».
Las dos parábolas empiezan por una semilla; la segunda tiene una característica especial, que es la de ser la semilla más pequeña, la de la mostaza.

La semilla plantada nos dice que el Reino no es un proyecto, un sueño o una utopía, algo que todavía no tiene lugar… es una realidad que ya está presente, que tiene dentro de sí todas las posibilidades de crecer, que todavía no ha llegado a su plenitud, pero que está germinando, creciendo, despuntando tallos y hojas y un día llegará a su total cumplimiento, y aparecerá un mundo nuevo.

Prestemos atención también a los finales. La primera parábola nos habla del momento de la cosecha, el tiempo de recoger los frutos. Allí entra la hoz; los frutos se recogen, pero el resto quedará seco y caduco y será desechado. Hay cosas que no tienen sentido en la historia: aquellas que se oponen al proyecto de Dios. La hoz -el juicio de Dios- las dejará fuera.

La segunda parábola tiene un final con sentido totalmente positivo. La semilla más pequeña dio origen a una planta grande, con ramas como las de un árbol, donde los pájaros pueden venir a protegerse. “Los pájaros del cielo” puede entenderse como toda clase de aves. El Reino no está cerrado a un único grupo o a un pueblo determinado, sino que está abierto a hombres y mujeres de toda raza, lengua, pueblo o nación.

Así estas parábolas nos presentan dos aspectos del Reino y de su transformación de la historia.
La primera nos habla del Reino de Dios como don, como algo que Dios hace crecer en el corazón de la humanidad, en el corazón del mundo… en el padrenuestro pedimos “Venga tu Reino”, precisamente pidiendo que Dios reine, que Dios actúe, que venga a nosotros esa fuerza a la vez humanizadora y divinizadora de nuestra vida.

La segunda comparación pone de manifiesto la fuerza escondida en lo pequeño. El más pequeño gesto, hecho con amor, tiene la fuerza de la minúscula semilla de mostaza, la capacidad de generar vida.
Un escriba, un entendido de la Palabra de Dios, después de haber escuchado a Jesús le dijo: «Maestro; tienes razón al decir que el Señor es el único Dios y que no hay otro fuera de Él, y amarlo con todo el corazón, con toda la inteligencia y con todas las fuerzas, y amar al prójimo como a sí mismo vale más que todos los holocaustos y sacrificios». A eso, Jesús le respondió “no estás lejos del Reino de Dios” (Marcos 12,32-34).
¿Por qué Jesús no le dijo “has entrado en el Reino de Dios”? Tal vez para invitarlo a pensar que aún le faltaba algo… tal vez lo que le faltó y nos puede faltar a nosotros sea precisamente pedir de Dios la fuerza para vivir así, para amar así, de modo que cada pequeño o gran gesto que hagamos pueda estar lleno de ese amor y manifieste que el Reino de Dios ha llegado y está en medio de nosotros.

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Más sobre la parábola del grano de mostaza (en el evangelio de Mateo, ciclo A)





viernes, 8 de junio de 2018

Decían que estaba loco (Marcos 3,20-35)






Cuando se presenta una situación de trabajo que nos desborda, o nos vemos enfrentados a un peligro o tenemos que hacernos cargo de una emergencia, nuestro organismo nos prepara para ese esfuerzo físico y mental segregando adrenalina, que sube enormemente nuestra energía. Otra hormona menos conocida, el cortisol, se ocupa de que esa respuesta del cuerpo dure el tiempo necesario.
Esa activación frente al momento de apremio es el estrés.

Pasada la contingencia, el cuerpo vuelve a su equilibrio. Pero si no lo hace, es decir, si nuestro organismo se mantiene como enganchado en la situación de exigencia, el estrés se convierte en un problema que se traduce en cansancio, dolor físico, falta de concentración y de memoria, irritación, agresividad, problemas para dormir… Es como si nos quedáramos permanentemente enchufados a una energía que termina consumiéndonos.

Otras situaciones directamente nos tiran abajo. La muerte de una persona querida, un desengaño amoroso, una crisis económica, problemas de la adolescencia… o de la entrada en la vejez, el diagnóstico de una enfermedad terminal… todo eso puede hacernos sentir tristes, melancólicos, infelices, abatidos...

Frente a eso, quisiéramos huir de alguna manera… dormir… o que nos duerman. Pero no nos podemos anestesiar. Necesitamos vivir esas situaciones dolorosas y esos efectos. Estos reveses de la vida nos ayudan a madurar, a crecer espiritualmente desde la humildad.

Desde la humildad, porque estos contrastes nos hacen ver que no lo podemos todo ni lo sabemos todo, que nuestra vida tiene siempre una parte grande de incertidumbre que tenemos que aprender a gestionar. Se entra así a una situación difícil, pero se sale de ella mejor… y si es algo de lo que no vamos a salir, pasaremos por allí también de mejor manera.

Pero cuando esos sentimientos se mantienen, se hacen permanentes, como un dolor constante y sordo, que hace sufrir -a veces sin causa evidente- conviene ir a consulta, porque la depresión puede haberse instalado.

Estos ejemplos nos ayudan a ver que, al igual que nuestra salud física, nuestra salud mental tiene también sus amenazas… se suele decir que nunca estamos completamente sanos, ni en un aspecto ni en el otro. Todo esto viene a propósito del comienzo mismo del evangelio que escuchamos este domingo. Dice el evangelista Marcos:
Jesús regresó a la casa, y de nuevo se juntó tanta gente que ni siquiera podían comer. Cuando sus parientes se enteraron, salieron para llevárselo, porque decían: «Es un exaltado».
“Es un exaltado”. Otras traducciones dicen “Está fuera de sí”, “Ha perdido el juicio” o, directamente “se ha vuelto loco”. Para empeorar un poco más las cosas, llega la opinión de los que son considerados “sabios y entendidos”. Sigue diciendo Marcos:
“Los escribas que habían venido de Jerusalén decían: «Está poseído por Belzebul y expulsa a los demonios por el poder del Príncipe de los Demonios»”.
O sea: además de loco, endemoniado. En el evangelio de Juan encontramos también esa acusación combinada de locura y posesión diabólica:
Y muchos de ellos [las autoridades judías] decían: Tiene un demonio y está loco. ¿Por qué le hacen caso? (Juan 10,20)
Y bien… ¿estaba loco Jesús o hacía cosas que hicieran pensar que lo estaba?
En el Evangelio, Jesús aparece muchas veces en situaciones que para nosotros serían muy estresantes, permanentemente rodeado de gente. En otro pasaje de Marcos encontramos:
A la puesta del sol le trajeron todos los enfermos y endemoniados; la ciudad entera estaba agolpada a la puerta. (Marcos 1,32-33)
No algunos, ¡todos! ¡la ciudad entera! No es extraño, entonces, que Jesús busque, en cuanto le sea posible, momentos de soledad… Otra vez dice Marcos:
De madrugada, cuando todavía estaba muy oscuro, Jesús se levantó, salió y fue a un lugar solitario y allí se puso a hacer oración. (Mc 1,35)
En otro momento Jesús lleva aparte a los discípulos, diciéndoles:
«Vengan conmigo a un lugar solitario, para descansar un poco». Pues los que iban y venían eran muchos, y no les quedaba tiempo ni para comer. (Mc 6,31)
Contemplando y escuchando a Jesús en los Evangelios vamos descubriendo los sentimientos de su corazón. Resalta enseguida la compasión, la misericordia que le despiertan muchas personas. Pero encontramos también otros sentimientos muy humanos. Algunas situaciones y actitudes lo enojan; otras le producen tristeza. Hay un momento, en la víspera de su muerte, que lo encontramos sintiendo miedo, angustia, tristeza profunda. Es el momento de la prueba final. Cuenta Marcos:
Jesús llevó con él a Pedro, Santiago y Juan, y comenzó a sentir pavor y angustia.
Y les dijo: «Mi alma está triste hasta el punto de morir; quédense aquí velando».
Y adelantándose un poco, cayó en tierra suplicando que, de ser posible, pasara de él aquella hora. Y decía: «¡Abbá, Padre!; todo es posible para ti; aparta de mí esta copa; pero no sea lo que yo quiero, sino lo que quieras tú». (Mc 14,33-36)
Ya sea en medio del estrés del ir y venir de la gente como en el momento supremo en que ve venir la muerte hacia Él, Jesús busca tener un momento de oración.

Creo que nadie pensará que cada vez que nos sentimos estresados o angustiados todo se resuelve con rezar un padrenuestro… La oración de Jesús es intensa y profunda. Es levantar su corazón hacia Aquel que está en el centro de su vida: su Padre Dios, al que Él llama tiernamente “Abbá”, “Papá”, “Papito”, con la confianza de un niño que está en la presencia de alguien que lo ama y lo protege. Y en ese encuentro de corazón a corazón está su punto de equilibrio.
El Padre está en el centro de la vida de Jesús. Jesús dice:
“Mi alimento es hacer la voluntad del Padre”
Nos enseña a pedir a su Padre:
“hágase tu voluntad así en la tierra como en el cielo”.
Esa adhesión total a la voluntad del Padre expresa la unidad profunda que hay entre los dos:
“el Padre y yo somos uno”.
Pero esa unidad entre ellos no los encierra, sino que abre a Jesús a la humanidad doliente y alejada de Dios. La voluntad del Padre es
“que todos los hombres [es decir, todas las personas humanas] se salven”. 
Jesús hace la voluntad del Padre porque comparte esa voluntad de salvación y quiere llevarla a cabo hasta las últimas consecuencias. Sí. Jesús se pone “fuera de sí”, Jesús “se exalta”, pero no en un acto insano, aunque algunos lo vean como locura. Él sale fuera de sí para dar su vida en la cruz, en un acto de amor extremo.

viernes, 1 de junio de 2018

Santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo (Marcos 14, 12-16. 22-26)







Ubiquémonos en el hemisferio norte, unos 5.000 años atrás, en el Cercano Oriente, en una zona semiárida, donde, sin embargo, ovejas y cabras pueden encontrar pastos y plantas para comer y algunos ojos de agua donde saciar su sed. Un mundo de pastores nómades, que van llevando sus rebaños buscando los mejores lugares para alimentarlos. Familias que arman y desarman con facilidad sus carpas, siempre prontos para seguir viaje.

Un mundo donde la noche significa oscuridad, descanso, y también turnos para vigilar los rebaños.
El 21 de marzo, en nuestro calendario actual, mientras en el sur comienza el otoño, en el norte llega la primavera. Desde el 21 de diciembre, comienzo del invierno boreal, las horas de sol han venido alargándose y el 21 de marzo se produce el equinoccio, la fecha en que se igualan las horas del día con las horas de la noche. El plenilunio, primer día de luna llena después del equinoccio es un día de luz. Sol en el día; luna llena de noche.

En nuestras noches artificialmente iluminadas, la luna llena no hace una diferencia tan grande. Pero sí la hacía para aquellos pastores de tiempos remotos. Era una noche para la fiesta. Ese día, los pastores mataban algunos de los corderos que ya tenían unos meses. Marcaban con su sangre los palos de las tiendas, pidiendo la protección divina y el alejamiento de todo mal. Luego comían la carne del cordero asada a fuego, acompañada con hojas amargas de plantas del desierto; prontos para emprender la marcha, porque había que seguir buscando los pastos verdes de primavera. Así, como una fiesta de pastores, comenzó a celebrarse lo que llegaría a ser la Pascua.

La fiesta tomó otro significado después de un acontecimiento: la intervención de Dios para liberar a su Pueblo de la esclavitud en Egipto. Así se convirtió en una comida ritual, con el carácter de “memorial”, para recordar la acción liberadora de Dios. No solamente como ejercicio de memoria, sino como una manera de darse cuenta de que Dios sigue cada día obrando su salvación.

A partir de allí, la Pascua comenzó a celebrarse, según el calendario judío, el día 14 del mes de Nisán, desde el atardecer del viernes hasta el amanecer del sábado. Los meses de este calendario eran lunares, de 28 días y el día 14 era siempre luna llena. Se sacrificaba un cordero de un año, macho, sin defecto. Luego, se asaba al fuego y se comía. Había que consumir el cordero completo, alternando la comida con lecturas de las acciones maravillosas de Dios en favor de su pueblo, sobre todo, de la liberación de la esclavitud de Egipto. Esto era sacrificar y comer la Pascua.

Jesús también celebró la Pascua como lo hacía su pueblo. Sin embargo, la última vez que lo hizo, la que conocemos como “la última cena”, frente a sus Doce discípulos Jesús introdujo un gesto nuevo, acompañándolo con palabras que lo explicaban. Así lo cuenta el evangelio de Marcos:
«Mientras comían, Jesús tomó el pan, pronunció la bendición, lo partió y lo dio a sus discípulos, diciendo: “Tomen, esto es mi Cuerpo”.
Después tomó una copa, dio gracias y se la entregó, y todos bebieron de ella. Y les dijo: “Esta es mi Sangre, la Sangre de la Alianza, que se derrama por muchos”.»
En lugar de la carne del cordero, Jesús dio a comer su propia carne bajo la forma del pan.
En lugar de la sangre del cordero, que era derramada y con la cual se había sellado la primera alianza, Jesús asegura que su sangre, ofrecida a beber bajo la forma del vino, también será derramada y será el sello de una nueva Alianza con Dios. Esto significa que, en adelante, Jesús es el Cordero Pascual, el Cordero de Dios.

Después de la cena, poco antes del amanecer, Jesús fue capturado y luego condenado a muerte. El gesto y las palabras de Jesús en la última cena encuentran su sentido ante la muerte de Jesús y la muerte de Jesús en la cruz cobra sentido en esas palabras y gestos. La muerte de Jesús fue un sacrificio. Él mismo ofreció su vida en la cruz, en un sacrificio totalmente único, para el perdón de los pecados.

La carta a los Hebreos nos recuerda que el pueblo de Israel hacía sacrificios para el perdón de los pecados. En el día de la expiación se rociaba al pueblo con “la sangre de chivos y toros y la ceniza de ternera”. Si ese gesto podía purificar, al menos externamente al pueblo, dice el autor de la carta:
“¡cuánto más la sangre de Cristo, que por obra del Espíritu eterno se ofreció sin mancha a Dios, purificará nuestra conciencia de las obras que llevan a la muerte, para permitirnos tributar culto al Dios viviente!”
El sacrificio de Jesús en la cruz es el mismo sacrificio que se hace presente cada vez que se celebra la Eucaristía. En este sacrificio Jesús es el sacerdote y la víctima. Los que participan de él comen verdaderamente el Cuerpo de Cristo y beben verdaderamente la Sangre de Cristo y reciben su vida divina.

En la Misa, después de repetir los gestos y palabras de Jesús sobre el pan y el vino, y teniendo en sus manos el Cuerpo y la Sangre de Cristo, el sacerdote aclama:
«Este es el sacramento de nuestra fe».
Nuestra fe. El Cuerpo y la Sangre de Cristo, por medio de los cuales se nos da Cristo entero como alimento, es conocido solamente por medio de la fe. Este conocimiento que Dios nos infunde transforma toda nuestra vida.

Jesús promete:
«El que come mi carne y bebe mi sangre, permanece en mí y yo en él» (Jn 6,56). 
Lo que esto significa lo sabe sólo quien ha tenido esta experiencia del amor de Jesús, como lo expresa un antiguo himno:
No habrá canto que pueda expresarlo,
ni palabra que pueda traducirlo,
pues tan sólo el que lo ha experimentado,
es capaz de saber lo que es amarlo.