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jueves, 6 de septiembre de 2018

El tesoro del Sacerdote


Cuando yo estaba en el Seminario, en ese tiempo en el Cerrito de la Victoria, había en la biblioteca un viejo libro, publicado en 1865 que tenía como título “El tesoro del sacerdote”. Estaba pensado como un verdadero manual práctico, donde se podía encontrar instrucciones y soluciones para las más diversas actividades y situaciones de la vida sacerdotal del siglo XIX.
Había también algunos consejos que a los seminaristas nos causaban mucha gracia, por ser cosas muy de otro tiempo…

El Evangelio nos habla también de un tesoro:
 “El Reino de los Cielos es semejante a un tesoro escondido en un campo, que, al encontrarlo un hombre, vuelve a esconderlo y, por la alegría que le da, va, vende todo lo que tiene y compra el campo” (Mateo 13,44).

Jesucristo es el tesoro del cristiano. Encontrarlo “da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva”, decía el Papa Benedicto. Para quien ha conocido a Jesús, ha escuchado su llamado y se ha puesto a seguirlo, todo lo demás es relativo. Esto vale para todo cristiano, para todo bautizado, pero vale especialmente para quien ha respondido a una vocación sacerdotal. Jesús llama a “dejarlo todo” para seguirlo y servirlo, especialmente en sus hermanos más pequeños (“este es el tesoro de la Iglesia”, dijo San Lorenzo, señalando a los pobres de Roma).

En ese “dejar todo” está la posibilidad de formar una familia. El celibato sacerdotal es una renuncia a un bien: el amor conyugal y la paternidad. Al mismo tiempo, es abrazar un bien: abrazar a Cristo, seguirlo con todo el corazón, sin buscar otras compensaciones para aquello a lo que se ha renunciado, agarrándose a las cosas o al dinero. Los sacerdotes diocesanos no hacemos votos de pobreza: no nos está prohibido tener propiedades personales o aún tener un trabajo pago; pero sabemos que nuestro ministerio se distorsiona si comenzamos a ocuparnos de negocios y nuestra vida comienza a girar alrededor del dinero, buscando un enriquecimiento personal. (Que no es lo mismo que buscar recursos para sostener el funcionamiento de la parroquia, el transporte, el pago de los servicios y la comida de cada día). El mismo Evangelio de Mateo nos trae otra palabra muy clara de Jesús: “donde esté tu tesoro, allí estará también tu corazón” (6,21).

El sacerdocio, en la Iglesia Católica, no es un trabajo o una profesión que se ejerce dentro de un horario, quedando el resto del tiempo en un ámbito de vida privada donde cada uno lleva su vida como le parece. No. El sacerdocio es un estado de vida. El sacerdote, antes de su ordenación, hace una promesa de celibato. Eso es parte de su total consagración a Dios y al prójimo. Se compromete así a vivir en abstinencia de relaciones sexuales, canalizando su afectividad en la consagración que ha hecho. El celibato bien entendido no es una auto represión, sino una forma de vivir una entrega de la propia persona a Dios y a los hermanos. Una promesa difícil de vivir, porque el sacerdote sigue siendo un ser humano frágil. El sacerdote que incumple su promesa y comienza una vida de promiscuidad sexual, está traicionando la vocación que recibió de Dios y la promesa con la que ha respondido a ese llamado. Para vivir en celibato y en desprendimiento de los bienes materiales, el sacerdote encuentra su fuerza en la Gracia de Dios que llegan en la oración, en la meditación de la Palabra de Dios, en su participación en los Sacramentos y en la cercanía y la atención a sus hermanos, especialmente a quienes viven alguna forma de sufrimiento.

El sacerdote diocesano es ordenado para una Diócesis. Ése es el campo primero de su ministerio. No está cerrado a la misión, pero su partida a otras tierras no es una decisión personal, sino una decisión que se discierne en comunión con los demás sacerdotes y con su Obispo, que lo envía en nombre de toda la comunidad diocesana. San Ignacio de Antioquía, Obispo que murió mártir en el año 107, escribía así:
“Deben ustedes estar acordes con el sentir de su obispo, como ya lo hacen. En cuanto al cuerpo presbiteral, digno de Dios y del nombre que lleva, esté armonizado con su obispo como las cuerdas de una lira. (…) Les conviene, por tanto, mantenerse en una unidad perfecta, para que sean siempre partícipes de Dios”.

+ Heriberto

jueves, 5 de noviembre de 2015

¿Retiros sin Dios?

Los nuevos retiros sin Dios




Reflexión de monseñor Héctor Aguer, arzobispo de La Plata, en el programa "Claves para un Mundo Mejor" (31 de octubre de 2015)
¡Qué vida llevamos hoy día! Parece que estamos todos estresados, y no me refiero a las últimas elecciones y a los resultados, sino que habla del ritmo de la vida cotidiana. Todo el mundo parece agobiado, agotado, y puedo pensar que esta razón hace que se multiplique una serie de recursos “espirituales” (lo pongo entre comillas) para descansar, para recuperarse. Los llaman retiros.

Yo leo varios diarios, y en uno de ellos encontré una nota sobre estos “retiros” que quiero compartir con ustedes, pues hay en ellos cosas de lo más llamativas e interesantes. Dice el artículo que hay retiros de silencio, de yoga, detox (para desintoxicarse), de sexo tántrico, de tarot, de vidas pasadas y de constelaciones familiares.

Personas que los dirigen, y otras que los practican, hacen comentarios interesantes; se dice que lo que se busca es una mejor calidad de vida para una generación se supone más joven, que no deposita ya su esperanza en las terapias tradicionales como eran la fe o el psicoanálisis. Esto es lo que dice el autor de la nota, y agrega que esos retiros son muy básicos y consisten en quedarse en silencio, sin hacer nada, obligan a pensar en vos, en procesar como estás, volvés renovado, cargado de energía.

Hay personas que practican estos retiros como rememorando, recordando, aquellos retiros religiosos que hacían en la adolescencia cuando tenían fe (digamos así) pero ahora han pasado a otro registro. Y lo digo con todo respeto por quienes los hacen, pero estoy analizando el fenómeno, que es cultural, sociológico y religioso también.

Se señala que ahora lo que importa es conectarse con el lado del bienestar y el yoga es muy importante en este ámbito como práctica principal. Luego está la alimentación alternativa y hay retiros en los que sólo se toman jugos verdes, por ejemplo, y otros que son de ayuno total. Pero me llamó la atención lo que se dice de los retiros de sexo tántrico; según el artículo la razón que motiva a algunas parejas a hacer sexo tántrico es que están aburridas, parece que ya no encuentran satisfacción. La “movilidad” de las parejas hoy día es tremenda. Al respecto, en la nota, una psicóloga y sexóloga confirma que las parejas que asisten a sus retiros lo hacen para sacudirse la modorra sexual; dice que el retiro les ayuda a conectarse con el deseo propio; se les enseña a redireccionar la energía sexual, se hace hincapié en las caricias, los masajes, en todo lo amoroso para no genitalizar tanto (estoy citando textualmente). Dice que hay rotación de parejas, aunque no intercambio; yo no veo bien la diferencia. No hay intercambio pero sí rotación de parejas; algunos ejercicios se hacen con la pareja propia y otros con otro participante, miembro de una ajena.

En fin, creo que ustedes habrán notado ya un panorama de este tema al cual me quiero referir: ¿Dónde está la madre del borrego en este asunto? Insisto que respeto plenamente a las personas que practican estos retiros, no tengo nada contra ellas, pero considero que corresponde a mi oficio pastoral analizar el fenómeno. Creo que lo que significa es que todo se resuelve en el interior de la persona (hombre o mujer) que se mira a sí misma no hay ninguna relación con Dios; no hay una salida trascendente. Importa sólo el bienestar. Bienestar en el sentido amplio, sea físico, psicológico, estar tranquilo, cualquiera sea el modo como uno vive; eso acá no cuenta.
Todo consiste en volverse hacia adentro de uno mismo. Es cierto que las disciplinas orientales tienen mucho que ver con esto; y es que el hombre se pone en lugar de Dios. En suma, Dios ya no existe y como no existe uno se arregla a uno mismo. En el fondo Dios es uno mismo, no queda otra cosa. El Papa Francisco hablaría de “autoreferencialidad” y este es un caso de autoreferencialidad espiritual; no hay relación con Dios sino que la relación es con uno mismo y entonces con todos estos artificios nos ponemos en conexión con nosotros mismos para alcanzar el bienestar.

¿Es suficiente esto? Parece que para alguna gente sí es suficiente. Ahora yo digo ¿qué vida es esa? Se cercena completamente la dimensión religiosa de la existencia, o se otorga una dimensión religiosa a algo que no lo tiene. Se habla de “espiritualidad” de algo espiritual y yo decía “espiritual” entre comillas porque, obviamente, no tiene nada que ver con el Espíritu Santo, fuente de la espiritualidad cristiana. Lo que se observa es que “yo soy espiritual y yo mismo me arreglo, busco este equilibrio y me armonizo y entonces soy feliz”.

Bueno, ojalá les vaya bien. Es un tema sobre el cual habría que volver a hablar porque tiene mucho que ver con un dato fundamental de la filosofía y la cultura moderna que se llama inmanentismo. Es decir, no hay trascendencia; todo se arregla acá adentro, adentro de uno mismo. Amigos, ¡vamos!, todos sabemos los líos que tenemos dentro y no los podemos arreglar así nomás con una armonización sentándonos en posición de flor de loto y juntando los dedos sino que necesitamos clarificar nuestra situación espiritual, saber qué hay de bueno y de malo en nosotros y ¿cómo juzgamos objetivamente de eso sino es por referencia a un bien o un mal objetivo y por referencia, en todo caso, a Dios que es nuestro creador, que nos conoce, comprende y perdona porque nos ama?

Además de inmanentismo habría que hablar también aquí de naturalismo: no es necesaria la gracia de Dios; no hay pecado, ni necesidad de perdón que Dios nos otorga con su gracia que eleva, transforma y sana.

Esta especie de crítica que hago a este fenómeno de los retiros tal vez le puede servir a ustedes para, por contraparte, ver qué importante es hacer un buen retiro, un retiro espiritual en serio, sin comillas. Nosotros los llamamos Ejercicios Espirituales y vienen desde muy antaño. Algún otro día les voy a comentar el librito de los Ejercicios Espirituales de San Ignacio de Loyola, porque en ellos se busca lo mismo, pero se busca ser felices en Dios y recordando que la felicidad del hombre no se consuma en esta vida sino que tenemos que prepararnos para la otra. Y en la puerta, en el paso entre una vida y la otra es allí donde se debe clarificarse todo.

Mons. Héctor Aguer, arzobispo de La Plata

viernes, 15 de octubre de 2010

Santa Teresa de Jesús

 
La Oración Teresiana
Si en todos los elementos integrantes de nuestra vocación tenemos que volver los ojos a nuestra Santa Madre para encontrar su definición y descubrir los cauces más adecuados para vivirlos, con mucha más razón vale esto en el campo de la oración, centro y eje de la existencia y del carisma teresiano y, por ello, elemento medular de nuestra existencia en la Iglesia.
La oración es indudablemente la palabra de nuestra Madre. Sin ella no se explica ni su persona ni su mensaje. No se explica el Carmelo hoy. Por eso, el estudio de la oración teresiana, a la vez que nos brinda el acceso a toda su vida y doctrina, nos abre a la comprensión más radical de nuestra vocación.
Es también la palabra - antes vivencia o palabra vivida - que el hombre moderno tiene derecho a esperar de nosotros que, por Teresa y en ella, hemos pasado a la conciencia de la Iglesia como Orden particularmente vinculada a la oración, comunidad orante.
Concurren en la Santa Madre todos los elementos que constituyen a alguien maestro calificado de oración: experiencia copiosa, abundante; inteligencia profunda de la gracia que Dios le concede; poder de comunicación, capacidad para traducir en palabras su experiencia. Con extrema precisión escribe: "Porque una merced es dar el Señor la merced, y otra es entender qué merced es y qué gracia; otra es saber decirla y dar a entender cómo es" (V 17, 5; cf. V 12, 6; 23, 11; 30, 4). Tres gracias místicas que hacen a Teresa maestra de oración. A la vez que señalan los capítulos que comprende el estudio de la oración teresiana: experiencia, doctrina, pedagogía.
    1.- EXPERIENCIA TERESIANA DE LA ORACIÓN
Todos sabemos que el acceso a la experiencia de la Santa Madre es paso obligado para comprender su palabra, su mensaje. Y esto porque la experiencia es la fuente de sus saberes. Porque en su experiencia ha visto ella los elementos fundamentales de la vida cristiana; la ha pensado y la ha reflexionado para alumbrar esas líneas sobre las que avanza la Historia de salvación, de relación amistosa con Dios de cada uno.
Unas palabras siquiera para situarla, presentación esquemática que nos ayude a entrar en su palabra y mensaje.
Pueden señalarse tres períodos en la historia de la oración teresiana: primer período, de oración fácil y espontánea. Teresa se encuentra entre sus manos con la oración (cf. V. 1).
Segundo período, de oración difícil, dura que va desde la crisis de la adolescencia -a raíz de la muerte de su madre- hasta la conversión definitiva acontecida en 1554 (V 9). La dificultad que experimenta tiene una doble fuente: por un lado, su incapacidad para discurrir así como la insubordinación de la imaginación (V 4, 8. 9; 9, 4); por otra parte, su resistencia a entrar por el camino del amor totalitario, la incongruencia de la vida. Nos dice de este tiempo que "parece que quería concertar estos dos contrarios -tan enemigo uno de otro - como es vida espiritual y contentos, y gustos y pasatiempos sensuales" (V 7, 17). Más escueta e incisivamente: "tener oración, mas vivir a mi placer" (V 13, 6). Un auténtico drama situado en el interior de Teresa que le hace vivir tensa entre Dios y las criaturas. Confiesa "que no sé cómo un mes la pude sufrir, cuanto más tantos años" (V 8, 2).
Durante un año o algo más optó por dejar la oración (V 7, 11; 19, 5). Califica después este abandono: "fue la mayor tentación que tuve" (V 7, 11), "el peligro más peligroso" (V 19,10). Sufrió el mayor bache moral: "El tiempo que estuve sin ella era mucho más perdida mi vida" (V 19,11). "La verdadera caída es dejar la oración" (V 15, 3).
Tercer período, con el ingreso en la vida mística se inicia el tercer período, ascendente ya, sin retroceso. Punto de partida, 1554 año de la conversión definitiva. Comienza a quitar ocasiones y a darse más a la oración y Dios se vuelca materialmente sobre ella. Ha señalado reiteradamente esta conexión: "Pues comenzando a quitar ocasiones y a darme más a la oración, comenzó el Señor a hacerme las mercedes, como quien deseaba ... que yo las quisiese recibir" (V 23, 2; cf. V 19, 7; 9, 9 y 10). Una lectura atenta de la oración mística, en todas sus formas y manifestaciones, nos llevaría a descubrir que, más allá y por encima de los fenómenos y repercusiones psicosomáticas, la oración mística es una comunicación de Dios, comunicación personal al hombre, y que éste "experimenta", cada vez a niveles de mayor interioridad, hasta llegar a la comunión personal. En la oración mística resalta con trazo firme que la oración para Teresa es "trato de Persona a persona", "trato de amistad". Que Dios es más agente en la oración que la persona. En la amistad se absolutizan las personas, los amigos. Todo lo demás pasa inevitablemente a segundo plano.
Con esto entramos en el "modo" de oración que vivió Teresa desde sus primeros pasos en su "trato" con Dios. Unas palabras.
2. - MODO DE ORACIÓN DE TERESA
Pocos pero muy precisos y preciosos testimonios tenemos del "modo" o "manera" de orar de Teresa: "Procuraba lo más que podía traer a Jesucristo..., dentro de mí presente (V 4, 8). "Tenía este modo de oración ...: procuraba representar a Cristo dentro de mi" (V 9, 4). Este modo de orar cobra un realismo extraordinario en el momento de la comunión eucarística. Hablando de sí misma en tercera persona confiesa: "Entrábase con él" (C 34, 8). Orar: atención a la Persona, y esto dentro, que es el espacio del encuentro personal. Orar: estar con él, "traer presente" o "representar", es decir, revivir, reactualizar su presencia. "Estábame allí ... con él" (V 9, 4). Conectar con la Persona. Cuando traduzca su experiencia a mensaje no tendrá más que cambiar el sujeto: "Se esté allí con él" (V 13, 22). De este modo de proceder en la oración -"oración de recogimiento" la llamará más tarde- afirmará en Camino: "nunca supe qué cosa era rezar con satisfacción hasta que el Señor me enseñó este modo" (C 29, 7). Se erigirá en apóstol infatigable, convencida con el convencimiento que arranca y se alimenta de una larga y rica experiencia. Lo sistematizará en Camino 26-29.
La experiencia propia de la oración le llevó a la adecuación de oración-perfección. Por ser "trato de amistad" la oración compromete la vida entera. La oración-amistad es totalitaria y absorbente. Orar es optar por Dios como amigo. Apunta la explicación de su crisis y la clave de solución cuando escribe: "Si os pagara algo del amor que me comenzasteis a mostrar, no le pudiera yo emplear en nadie sino en Vos, y con esto se remediaba todo" (V 4, 3). Orar es "querer ser siervos del amor" y "seguir por el camino de la oración al que tanto nos amó" (V 11, 1). Vivir para otro, el Amigo: "Puesto ya en tan alto grado como es querer tratar a solas con Dios y dejar los pasatiempos del mundo ... guíe su Majestad por donde quisiere: ya no somos nuestros, sino suyos" (V 11, 13). La vida sigue la suerte de la oración. Y la oración sigue la suerte de la vida. Somos lo que es nuestra oración, es decir, lo que es nuestra amistad con Dios. Porque orar es "tratar de amistad", realizar y profundizar las relaciones amistosas con Dios.
3.- MENSAJE TERESIANO DE LA ORACIÓN
De su experiencia oracional Teresa ha pasado a la proclamación de su mensaje. Orar es "tratar de amistad, estando muchas veces tratando a solas con quien sabemos nos ama" (V 8, 5). Aparte de las enormes resonancias bíblicas de esta definición teresiana, de la "revolución" que supone en la historia de la espiritualidad, quisiéramos ahora llamar la atención únicamente sobre algo, por lo demás, patente: a saber, que todo el peso de la concepción teresiana de la oración recae sobre las personas, que aquí y ahora, viven vueltos el uno al otro, en trato de amistad. Señala la definición que orar es alcanzar la Persona desde la persona: acogida y donación, escucha y pronunciamiento. "Trato".
Cuando en Camino se pregunte directamente "en qué consiste la oración mental" (C 22, tit.), no retomará la definición dada en Vida, pero dirá reveladoramente al final del capítulo: "Esta es oración mental ... entender estas verdades". Una lectura atenta del capítulo nos descubrirá que "estas verdades" no tienen un significado abstracto. Son "las verdades" de Dios y del hombre, del "quien" de Dios y del "quien del hombre. Descubrimiento encaminado al encuentro existencial, a "conformar mi condición con la suya" (ib., 7).
Toda la atención del orante la quiere Teresa centrada en la Persona divina. "Mirar" a la Persona. "No os pido más que le miréis" (C 26, 3); "Acallado el entendimiento, mire que le mira" (V 13, 22). No importa lo que se le dice, ni cómo se le dice. Interesa el "estar con él". El acto de presencia.
Atención a la Persona, decíamos. Con una matización muy teresiana: atención al amor que Dios nos tiene. Entra como elemento en la definición: "con quien sabemos nos ama". Cuidadosamente notará Teresa que la primera lección de Cristo, Maestro de oración, es el amor que nos tiene: "En la primera [palabra del paternoster] entenderéis luego el amor que os tiene" (C 26, 11). Saberse amado. Es punto de partida para una respuesta de amor: "Amor saca amor" (V 22, 14). Por eso, en todo hay que mirar el amor que Dios nos tiene: "lo que más os despierte a amar eso haced" (4 M 1, 7).
Encuentro en el amor, la oración. Y encuentro en la verdad: la verdad de Dios y la verdad nuestra. En la oración se nos desvela Dios, nos muestra su verdad: que nos ama, que nos da. Dios es amigo de dar. "No se cansa de dar", y "sin tasa". "Anda buscando tener a quién dar". Es el Dios que Teresa ha descubierto en la oración. El conocimiento de alguien -también de Dios- sólo se logra por el trato amistoso con él.
Y también el descubrimiento de nosotros mismos. Orar es "entrar" dentro de nosotros. "Conocernos": nuestra riqueza. Y nuestra miseria, nuestro estado moral. Somos un "palacio todo de un diamante o muy puro cristal". "Nuestra gran capacidad", "dignidad", "hermosura". Son las primeras palabras que Teresa nos brinda al iniciar las Moradas. "Podemos tener conversación no menos que con Dios" (1 M 1, 6).
También nos descubre la oración nuestra situación moral. De si nos dice que "en la oración veía ... el ruin camino que llevaba" (V 19, 12); "en la oración entendía más mis faltas" (V 7, 17).
Por ser encuentro personal, la oración es también encuentro transformante. La oración genera hombres nuevos. "Tratar de amistad" significa robustecer y consolidar la amistad. Es la tesis que defiende la Santa Madre en todas sus obras. VIDA defiende la tesis de que la oración es transformante. Y para probar esta afirmación cuenta su vida, que es fruto de la oración. La estructura interna de la obra responde a esta tesis. CAMINO vuelve sobre lo mismo: la Oración, camino de perfección. Y MORADAS presenta la oración como movimiento de interiorización, de acercamiento al centro de nosotros mismos donde nos vive Dios. Profundizar las relaciones con él.
La mejor oración será siempre aquélla que más renueve la vida: "Yo no desearía otra oración sino la que me hiciese crecer las virtudes". "¡Oh!, que ésta es la verdadera oración y no unos gustos para nuestro gusto no más" (Cta. al P. Gracián, 23. 10.76; 133, 8). Por eso, a la vida hay que atender para el discernimiento de la verdadera oración. También cuando se trata de la oración mística: "En los efectos y obras de después se conocen estas verdades de oración, que no hay mejor crisol para probarse" (4 M 2, 8; cf. 6 M 8, 10; CC 53, 16). Concretamente a la vida hay que atender para discernir la verdad de la oración: "Vuestro entender, hijas, si estáis aprovechadas, será en si entendiere cada una es la más ruin de todas (...) y no en la que tiene más gustos en la oración y arrobamientos, o visiones o mercedes que hace el Señor ..., que hemos de aguardar al otro mundo para ver su valor" (C 18, 7).
Porque encuentro amistoso, la oración está abierta esencialmente a crecimiento y desarrollo. La oración no es algo hecho. La oración es una realidad viva, dinámica, en proceso.
Es particularmente importante destacar esta dinamicidad de la oración para no bloquear, sino positivamente servir a la oración del hombre en cada etapa del proceso.
La Santa Madre ha hablado del dinamisno de la oración con el grafismo de las comparaciones: distintas formas de regar el huerto, en la Autobiografía; distintos niveles de comunicación en la historia de las relaciones interpersonales entre Dios y el hombre, en Moradas. En ambas comparaciones se evidencia una progresividad en la definición de los dos protagonistas: Dios y el hombre. Crece la actividad de Dios y, consiguiente y paralelamente, crece la "pasividad" del hombre. En Vida señala la Santa que el "trabajo" del hortelano (el hombre) es cada vez menor, sin embargo, es mayor el "fruto". Dios va progresivamente adueñándose del escenario, hasta dominarlo. En Moradas, al presentar la oración como un movimiento de interiorización, se evidencian más los niveles en los que se sitúa ese encuentro: Dios y el hombre se "tratan" a niveles cada vez más íntimos y profundos (eso significan las distintas "moradas").
La oración mística es el "campo" por excelencia del magisterio teresiano. Intenta llenar una laguna existente en los libros de oración (1 M 2, 7; V 14, 7). 0 sea, decir lo más importante de ese trato amistoso que queda habitualmente silenciado: lo que Dios obra. El es el principal agente.
Y con ello conducir al hombre a una actitud de pasividad-activa, de escucha receptiva. La oración para Teresa es fundamentalmente, desde el hombre, tiempo de escucha, tiempo de manifestación de Dios. Epifanía, desvelamiento. A ello apunta la comparación fundamental sobre la que teje la exposición de Camino: Cristo, Maestro; el hombre, discípulo. Por ello señala la actitud con que el hombre tiene que acceder a la cita de la oración cuando escribe: "Pues juntaos cabe este Maestro muy determinadas a aprender lo que os enseña" (C 26, 11). Dios-Cristo "enseña" en la oración "a quien se quiere dar a ser enseñado de él en la oración (C 5, 3; cf. 2 M 1, 3; MC 4, 3; V 16, 1; C 28, 3; etc.).
Cuando se sitúa la oración en el encuentro interpersonal, en el amor mutuo, se da solución radical a un "problema" que ha capitalizado siempre la praxis de la oración: las distracciones y la sequedad. Teresa no se cansa de decirnos que las distracciones y la sequedad no impiden el acto de oración, aunque ciertamente lo hagan más difícil. La oración no es cuestión sicológica sino teologal. Ha sido reiterativa en afirmar que el hombre puede "estar" con Dios "con mil revueltas de cuidados y pensamientos de mundo ..." (V 8, 6). Por eso, ha dicho que "no haga caso de malos pensamientos" (V 11, 11), "que si no pudieren tener aún un buen pensamiento ..., que no se maten" (V 22, 11; cf. 2 M 1, 9). "Así no es bien que por los pensamientos nos turbemos ni se nos dé nada" (4 M 1, 11; todo este capítulo, a partir del n 7, es extraordinario).
4. - CRISTO EN LA ORACIÓN TERESIANA
Toda la palabra sobre la oración teresiana tiene que poner de manifiesto la dimensión cristocéntrica de la misma. Cristo no es un "tema". Cristo es la presencia obligada, inevitable en todo el proceso.
Su oración estuvo siempre centrada en Cristo, de comienzo a fin (cf. V 4, 8; 9, 4). Cristo HOMBRE (ib., 6). Nos habla en su "costumbre de holgarse con este Señor" (V 22, 4), que "había sido tan devota toda mi vida de Cristo" (ib.). Y aconsejará a los principiantes que "pueden representarse delante de Cristo y acostumbrarse a enamorarse mucho de su sagrada Humanidad y traerle siempre presente" (V 12, 2), dando "por aprovechado" a "quien trabajare por traer consigo esta preciosa compañía~ (ib.) a la vez que exhorta a no dejar "muchas veces la Pasión y vida de Cristo, que es adonde nos ha venido y viene todo bien" (V 13, 13).
La oración mística viene a confirmar esta dirección cristocéntrica de la oración teresiana (6 M 8, 1). Por eso Teresa entra en la disputa de la presencia de la Humanidad de Cristo en todo el proceso espiritual con la fuerza y el convencimiento de su experiencia, sentenciando que es camino y puerta para todo bien, y que "no quiero ningún bien, sino adquirido por quien nos vinieron todos los bienes" (6 M 7, 15).
La orientación cristológica de la oración teresiana vino definitivamente potenciada por un hecho decisivo: Cristo se le presentó como el "libro vivo" o "verdadero" en el que aprende "todo lo que hay que saber y hacer" (V 26, 6). Una serie de gracias místicas (visiones, hablas, etc.) que tiene a Cristo como objeto profundizan esta línea. Cristo le introduce en el matrimonio espiritual y en el misterio trinitario (7 M 1, 7; 2, 1).
Desde el "poned los ojos en Cristo" (1 M 2, 11) hasta el "aparecimiento" del "Señor en este centro del alma" (7 M 2, 3), corre la oración como un desvelamiento de Dios y del hombre en Cristo, encuentro cristificante: "Juntos andemos ..." (C 26, 6).
5.- PEDAGOGÍA TERESIANA DE LA ORACION
La oración se sabe desde la praxis. Por eso, la preocupación íntima de Teresa es enseñar a orar, disponer y concertar las piezas para hacer al orante.
Es un don la oración. Pero concedido a un hombre libre. Quiere esto decir que, como toda semilla, la oración precisa una tierra y unos cuidados para su desarrollo y culminación.
Camino es el libro por excelencia de la oración teresiana. El esquema interno de la obra manifiesta la intención de la autora. Se detiene en la exposición de las "cosas necesarias" que han de tener los que "pretenden llevar camino de oración". Ella sabe las prisas de sus lectoras porque les hable de la oración.. Y retrasa una y otra vez la exposición directa (cf. C 16, 1; 17, l; 20, 1; 21, 1) .
Es categórica: no podrá ser nadie contemplativa sin estas cosas, que son caridad, desasimiento y humildad. Quien pensare lo es está muy equivocado. Por el contrario, quien las viviere "estará muy adelante en el servicio de Señor", aunque no sea muy contemplativo, es decir, aunque su oración como tal sea pobre, no alcance las oraciones místicas.
¿Cómo podríamos presentar la pedagogía de la Santa Madre? Creemos que podemos decir que para ella enseñar a orar es enseñar a vivir. O sencillamente a ser. No se trata de enseñar una técnica -o no propiamente y menos principalmente una técnica - sino de recrear al hombre por dentro. Hacer al orante, cuidar la persona que ora. Con este planteamiento Teresa se muestra extremadamente consecuente y lógica con su definición de oración: "trato de amistad", una opción radical y totalitaria por Dios. De este modo las tres "cosas necesarias" apuntan directamente a promover unas actitudes que, a la vez que se oponen radicalmente al hombre de pecado, no amigo de Dios, definen al hombre nuevo, al amigo de Dios:
egocentrismo - caridad - virginidad
posesión - desasimiento - pobreza
soberbia - humildad - obediencia
Podríamos enunciar con palabras de la misma santa la meta que persigue con su pedagogía: "No os extrañaréis de lo mucho que he puesto en este libro para que procuréis esta libertad" (C 19, 4). Libertad que es donación totalitaria: "Porque todo lo que os he avisado en este libro va dirigido a este punto de darnos del todo al Criador y poner nuestra voluntad en la suya" (C 32, 9; cf. 2~,12). Es la primera palabra con que empieza el tratadillo de la oración: Si no nos damos del todo no se nos dará el tesoro de la oración ( V 11, 1-4).
Una presentación de cada una de esas "cosas necesarias" desborda con mucho nuestro intento presente. Pero cabría decir sencillamente: por la llamada a la caridad Teresa quiere que el hombre aprenda a tratar con su hermano, a ser amigo, a abrirse a los demás para poder sacar adelante su "trato" con Dios; por el desasimiento de todo lo criado o libertad, la Maestra de oración nos exhorta a romper amarras, a superar el "apetito" posesivo, a liberarse de todo; por la humildad nos enseña a dejar a Dios el protagonismo de nuestra vida, a dejarnos conducir por él, no queriendo imponerle, ni siquiera "aconsejarle", el camino por donde nos ha de llevar.
Junto con estas "cosas necesarias" la Santa Madre nos ha hablado con insistencia de la "determinada determinación". Es una pieza clave de su pedagogía. Determinada determinación contra los miedos de fuera, contra ciertos teólogos que dicen "que no es menester oración mental " y también contra las indolencias y los cansancios de dentro, resistencias a entrar por el camino del amor, porque "somos caros y tan tardíos de darnos del todo a Dios" (V 11, 1), "francos de presto y después tan escasos" (C 32, 8 ).
¿Que entiende la Santa Madre por la "determinada determinación"? Un movimiento de todo el ser por el que nos liberamos de nosotros mismos y nos convertimos a él. Determinarse es convertirse a él. Es decir, implica una postura de amor limpio, amor gratuito. Ya a los principiantes en el camino de la oración les brinda esta consigna: "El intento de quien comienza no ha de ser contentarse a si, sino a él" (V 11, 10).
Y esto se traduce concretamente en soportar con ánimo varonil, sin dramatismos egoístas, la cruz de la sequedad, la oración difícil. Personalizando - a lo que tan dada es la Santa - "determinarse" es "ayudar a llevar la cruz de Cristo", "no dejarle caer con la cruz". Así responde a una pregunta tremenda con la que define la oración de los principiantes: "¿Qué hará aquí el que ve que en muchos días no hay sino sequedad, y disgusto y desabor, y tan mala gana para venir a sacar el agua...?". Responde: "Alegrarse y consolarse ... pues ve [Dios] que sin pagarle nada tiene tan gran cuidado de lo que le encomendó; y ayúdele a llevar la cruz . . .; y así se determine . . . no dejar a Cristo caer con la cruz" ( V 11, 11). Capítulos más adelante volverá a decirles: "Es gran negoción comenzar las almas oración comenzándose a desasir de todo género de contentos y entrar determinadas a sólo ayudar a llevar la cruz a Cristo, como buenos caballeros que sin sueldo quieren servir a su Rey" (15, 11). Aconsejará a sus monjas esta postura de amor limpio: "Tomad, hijas, de aquella cruz; no se os dé nada de que os atropellen los judíos, porque él no vaya con tanto trabajo" (C 26, 7). Será la empresa, lo únicamente sustantivo; lo demás es accidental. "Abrazaos con la cruz que vuestro Esposo llevó sobre sí y entended que ésta ha de ser vuestra empresa ... Lo demás como cosa accesoria" (2 M 1, 7).
La determinada determinación debe ser radical (VII, 1-4), irrevocable (C 20, 2; 23, 1-2), perseverante (2 M 1, 5). En general, diríamos que debe poner al hombre en línea con Dios: para que dure la amistad y sea verdadero el amor, tienen que encontrarse las condiciones (V 8, 5).
Dios sólo atiende a esta determinación (VII, 16; 12, 3; 3 M 1, 7; 4 M 1, 7).
Junto a estos presupuestos o premisas de la oración, que bien podríamos llamar teologales, exigencias intrínsecas de la oración-amistad, Teresa insiste en otros elementos no menos importantes. Los llamaríamos presupuestos sicológicos. Entre éstos destaca la soledad. Entra como elemento integrante en la definición de la oración: "tratar a solas". La amistad - y la oración es una "vuelta a lo divino de la amistad humana"- busca el marco de la soledad, y crea la soledad. Toda oración es en verdad, radicalmente siempre a solas.
Educarnos a la soledad: necesaria para tener orante, para ser persona. Necesaria para posar experiencias y descubrir aspectos de la realidad que se nos escapan. Necesaria para el desarrollo de otras dimensiones del ser. La soledad es para "oírle", para bajar a niveles de nuestro "yo" que se nos escapan y que no explotamos porque desconocemos. La soledad es para saber con quién estamos. Soledad poblada: "Pues estáis sola, buscad compañía ...¿ y que mejor compañía que la del mismo Maestro que enseñó la oración que vais a rezar?" (C 26, 1). Oración a solas: no es huir de nadie sino ir hacia Alguien. No es ausencia sino presencia.
La conexión entre oración y soledad es tan íntima que Teresa la convierte en nota de discernimiento oracional: "anda continuo el deseo de soledad en las almas que de veras aman a Dios" (F 5, 15). El crecimiento en la oración se constata como crecimiento del deseo de soledad. Soledad material: de ésta dice que "acostumbrarse a soledad es gran cosa para la oración" (C 4, 9). Se remite a la práctica y a la enseñanza de Jesús: "ya sabéis que manda su Majestad que sea a solas, que así lo hacia él siempre que oraba" (C 24, 4).
Soledad espiritual: soledad de "amores" y presencias que vician en raíz el encuentro con él. Soledad espiritual es atención fuerte, gravitación amorosa en torno al Amigo. Presencia de todo el ser a él. Que culmina en "no salir de aquel centro". "Lo esencial" y "lo mejor" del hombre "siempre está con él". Soledad espiritual es interiorización (7 M 1, 11; 2, 5).
Habla también la Santa Madre de "tratar con personas que tratan de lo mismo':. "Oración compartida" (V 7, 20-22; C 20, 4). El trato amistoso con quienes son orantes - los primeros los miembros de la propia comunidad - salvaguarda y potencia la propia oración, educa a la oración.
Nos habla la Santa de un grupo heterogéneo (V 16, 7) y de una comunidad orante estable que "trata" de oración y que no ha de disimular ante extraños su identidad (C 20, 4-6).
Asigna al grupo un valor extraordinario en la promoción, mantenimiento y exigencia de la oración. "Está el todo" (V 23, 11), tratar con amigos de Dios, es decir, con orantes. "Grandísima cosa es tratar con los que tratan de esto" (2 M 1, 6). Se goza Teresa con el proceder de las hermanas: "A veces me es particular gozo cuando, estando juntas, las veo a estas hermanas tenerle tan grande interior, que la que más puede, más alabanzas da a nuestro Señor" (6 M 6, 11).
Con esto está en conexión la importancia que concede al "maestro de oración". Está convencida que sin él - "maestro sabio y experimentado" - casi será imposible sacar adelante la propia oración. Se quejó de no tenerlos, al menos tan buenos como quisiera. Su magisterio busca suplir en alguna manera esta posible escasez.
   Conclusión. - La oración define y abarca toda la vida espiritual, según Teresa. Preguntarse por ella es preguntarse por lo que nos caracteriza e identifica en la comunidad eclesial.

Secretariatus Generalis Pro Monialibus
O.C.D. - Roma Proyecto de reflexión teológico pastoral de las Monjas Carmelitas Descalzas
 
Publicado por Pedro Sergio Antonio Donoso Brant en su página:

sábado, 28 de agosto de 2010

San Agustín

San Agustín
Benozzo Gozzoli, 1468;
en la Iglesia de San Agustín, San Gimignano, Italia

Hoy la Iglesia recuerda a San Agustín. A comienzos de 2008, Benedicto XVI presentó la figura de este gran santo, por el cual él siente particular devoción y admiración, en cinco catequesis. Aquí van:

San Agustín (1) - 9 de enero
Queridos hermanos y hermanas: 
Después de las grandes festividades navideñas, quiero volver a las meditaciones sobre los Padres de la Iglesia y hablar hoy del Padre más grande de la Iglesia latina, san Agustín:  hombre de pasión y de fe, de altísima inteligencia y de incansable solicitud pastoral. Este gran santo y doctor de la Iglesia a menudo es conocido, al menos de fama, incluso por quienes ignoran el cristianismo o no tienen familiaridad con él, porque dejó una huella profundísima en la vida cultural de Occidente y de todo el mundo.
Por su singular relevancia, san Agustín ejerció una influencia enorme y podría afirmarse, por una parte, que todos los caminos de la literatura latina cristiana llevan a Hipona (hoy Anaba, en la costa de Argelia), lugar donde era obispo; y, por otra, que de esta ciudad del África romana, de la que san Agustín fue obispo desde el año 395 hasta su muerte, en el año 430, parten muchas otras sendas del cristianismo sucesivo y de la misma cultura occidental.
Pocas veces una civilización ha encontrado un espíritu tan grande, capaz de acoger sus valores y de exaltar su riqueza intrínseca, inventando ideas y formas de las que se alimentarían las generaciones posteriores, como subrayó también Pablo VI:  «Se puede afirmar que todo el pensamiento de la antigüedad confluye en su obra y que de ella derivan corrientes de pensamiento que empapan  toda  la  tradición doctrinal de los  siglos  posteriores» (AAS, 62, 1970, p. 426:  L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 31 de mayo de 1970, p. 10).
San Agustín es, además, el Padre de la Iglesia que ha dejado el mayor número de obras. Su biógrafo, Posidio, dice:  parecía imposible que un hombre pudiera escribir tanto durante su vida. En un próximo encuentro hablaremos de estas diversas obras. Hoy nuestra atención se centrará en su vida, que puede reconstruirse a través de sus escritos, y en particular de las Confesiones, su extraordinaria autobiografía espiritual, escrita para alabanza de Dios, que es su obra más famosa. Las Confesiones, precisamente por su atención a la interioridad y a la psicología, constituyen un modelo único en la literatura occidental, y no sólo occidental, incluida la no religiosa, hasta la modernidad. Esta atención a la vida espiritual, al misterio del yo, al misterio de Dios que se esconde en el yo, es algo extraordinario, sin precedentes, y permanece para siempre, por decirlo así, como una "cumbre" espiritual.
Pero, volvamos a su vida. San Agustín nació en Tagaste, en la provincia de Numidia, en el África romana, el 13 de noviembre del año 354. Era hijo de Patricio, un pagano que después fue catecúmeno, y de Mónica, cristiana fervorosa. Esta mujer apasionada, venerada como santa, ejerció en su hijo una enorme influencia y lo educó en la fe cristiana. San Agustín había recibido también la sal, como signo de la acogida en el catecumenado. Y siempre quedó fascinado por la figura de Jesucristo; más aún, dice que siempre amó a Jesús, pero que se alejó cada vez más de la fe eclesial, de la práctica eclesial, como sucede también hoy a muchos jóvenes.
San Agustín tenía también un hermano, Navigio, y una hermana, cuyo nombre desconocemos, la cual, tras quedar viuda, fue superiora de un monasterio femenino. El muchacho, de agudísima inteligencia, recibió una buena educación, aunque no siempre fue un estudiante ejemplar. En cualquier caso, estudió bien la gramática, primero en su ciudad natal y después en Madaura y, a partir del año 370, retórica en Cartago, capital del África romana:  llegó a dominar perfectamente el latín, pero no alcanzó el mismo dominio en griego, ni aprendió el púnico, la lengua de sus paisanos.
Precisamente en Cartago san Agustín leyó por primera vez el Hortensius, obra de Cicerón que después se perdió y que se sitúa en el inicio de su camino hacia la conversión. Ese texto ciceroniano despertó en él el amor por la sabiduría, como escribirá, siendo ya obispo, en las Confesiones:  «Aquel libro cambió mis aficiones» hasta el punto de que «de repente me pareció vil toda vana esperanza, y con increíble ardor de corazón deseaba la inmortalidad de la sabiduría» (III, 4, 7).
Pero, dado que estaba convencido de que sin Jesús no puede decirse que se ha encontrado efectivamente la verdad, y dado que en ese libro apasionante faltaba ese nombre, al acabar de leerlo comenzó a leer la Escritura, la Biblia. Pero quedó decepcionado, no sólo porque el estilo latino de la traducción de la sagrada Escritura era deficiente, sino también porque el mismo contenido no le pareció satisfactorio. En las narraciones de la Escritura sobre guerras y otras vicisitudes humanas no encontraba la altura de la filosofía, el esplendor de la búsqueda de la verdad, propio de la filosofía. Sin embargo, no quería vivir sin Dios; buscaba una religión que respondiera a su deseo de verdad y también a su deseo de acercarse a Jesús.
De esta manera, cayó en la red de los maniqueos, que se presentaban como cristianos y prometían una religión totalmente racional. Afirmaban que el mundo se divide en dos principios: el bien y el mal. Así se explicaría toda la complejidad de la historia humana. También la moral dualista atraía a san Agustín, pues implicaba una moral muy elevada para los elegidos; quienes, como él, se adherían a esa moral podían llevar una vida mucho más adecuada a la situación de la época, especialmente los jóvenes.
Por tanto, se hizo maniqueo, convencido en ese momento de que había encontrado la síntesis entre racionalidad, búsqueda de la verdad y amor a Jesucristo. Y sacó también una ventaja concreta para su vida:  la adhesión a los maniqueos abría fáciles perspectivas de carrera. Adherirse a esa religión, que contaba con muchas personalidades influyentes, le permitía seguir su relación con una mujer y progresar en su carrera. De esa mujer tuvo un hijo, Adeodato, al que quería mucho, muy inteligente, que después estaría presente en su preparación para el bautismo junto al lago de Como, participando en los Diálogos que san Agustín nos dejó. Por desgracia, el muchacho falleció prematuramente.
Cuando tenía alrededor de veinte años, fue profesor de gramática en su ciudad natal, pero pronto regresó a Cartago, donde se convirtió en un brillante y famoso maestro de retórica. Con el paso del tiempo, sin embargo, comenzó a alejarse de la fe de los maniqueos, que le decepcionaron precisamente desde el punto de vista intelectual, pues eran incapaces de resolver sus dudas; se trasladó a Roma y después a Milán, donde residía entonces la corte imperial y donde había obtenido un puesto de prestigio, por recomendación del prefecto de Roma, el pagano Simaco, que era hostil al obispo de Milán, san Ambrosio.
En Milán, san Agustín adquirió la costumbre de escuchar, al inicio con el fin de enriquecer su bagaje retórico, las bellísimas predicaciones del obispo san Ambrosio, que había sido representante del emperador para el norte de Italia. El retórico africano quedó fascinado por la palabra del gran prelado milanés; y no sólo por su retórica. Sobre todo el contenido fue tocando cada vez más su corazón.
El gran problema del Antiguo Testamento, de la falta de belleza retórica y de altura filosófica, se resolvió con las predicaciones de san Ambrosio, gracias a la interpretación tipológica del Antiguo Testamento:  san Agustín comprendió que todo el Antiguo Testamento es un camino hacia Jesucristo. De este modo, encontró la clave para comprender la belleza, la profundidad, incluso filosófica, del Antiguo Testamento; y comprendió toda la unidad del misterio de Cristo en la historia, así como la síntesis entre filosofía, racionalidad y fe en el Logos, en Cristo, Verbo eterno, que se hizo carne.
Pronto san Agustín se dio cuenta de que la interpretación alegórica de la Escritura y la filosofía neoplatónica del obispo de Milán le permitían resolver las dificultades intelectuales que, cuando era más joven, en su primer contacto con los textos bíblicos, le habían parecido insuperables.
Así, tras la lectura de los escritos de los filósofos, san Agustín se dedicó a hacer una nueva lectura de la Escritura y sobre todo de las cartas de san Pablo. Por tanto, la conversión al cristianismo, el 15 de agosto del año 386, llegó al final de un largo y agitado camino interior, del que hablaremos en otra catequesis. Se trasladó al campo, al norte de Milán, junto al lago de Como, con su madre Mónica, su hijo Adeodato y un pequeño grupo de amigos, para prepararse al bautismo. Así, a los 32 años, san Agustín fue bautizado por san Ambrosio el 24 de abril del año 387, durante la Vigilia pascual, en la catedral de Milán.
Después del bautismo, san Agustín decidió regresar a África con sus amigos, con la idea de llevar vida en común, al estilo monástico, al servicio de Dios. Pero en Ostia, mientras esperaba para embarcarse, su madre repentinamente se enfermó y poco más tarde murió, destrozando el corazón de su hijo.
Tras regresar finalmente a su patria, el convertido se estableció en Hipona para fundar allí un monasterio. En esa ciudad de la costa africana, a pesar de resistirse, fue ordenado presbítero en el año 391 y comenzó con algunos compañeros la vida monástica en la que pensaba desde hacía bastante tiempo, repartiendo su tiempo entre la oración, el estudio y la predicación. Quería dedicarse sólo al servicio de la verdad; no se sentía llamado a la vida pastoral, pero después comprendió que la llamada de Dios significaba ser pastor entre los demás y así ofrecerles el don de la verdad. En Hipona, cuatro años después, en el año 395, fue consagrado obispo.
Al seguir profundizando en el estudio de las Escrituras y de los textos de la tradición cristiana, san Agustín se convirtió en un obispo ejemplar por su incansable compromiso pastoral:  predicaba varias veces a la semana a sus fieles, ayudaba a los pobres y a los huérfanos, cuidaba la formación del clero y la organización de monasterios femeninos y masculinos.
En poco tiempo, el antiguo retórico se convirtió en uno de los exponentes más importantes del cristianismo de esa época:  muy activo en el gobierno de su diócesis, también con notables implicaciones civiles, en sus más de 35 años de episcopado, el obispo de Hipona influyó notablemente en la dirección de la Iglesia católica del África romana y, más en general, en el cristianismo de su tiempo, afrontando tendencias religiosas y herejías tenaces y disgregadoras, como el maniqueísmo, el donatismo y el pelagianismo, que ponían en peligro la fe cristiana en el Dios único y rico en misericordia.
Y san Agustín se encomendó a Dios cada día, hasta el final de su vida:  afectado por la fiebre mientras la ciudad de Hipona se encontraba asediada desde hacía casi tres meses por los vándalos invasores, como cuenta su amigo Posidio en la Vita Augustini, el obispo pidió que le transcribieran con letras grandes los salmos penitenciales "y pidió que colgaran las hojas en la pared de enfrente, de manera que desde la cama, durante su enfermedad, los podía ver y leer, y lloraba intensamente sin interrupción" (31, 2). Así pasaron los últimos días de la vida de san Agustín, que falleció el 28 de agosto del año 430, sin haber cumplido los 76 años. A sus obras, a su mensaje y a su experiencia interior dedicaremos los próximos encuentros.

San Agustín (2)- 16 de enero
Queridos hermanos y hermanas:
Hoy, al igual que el miércoles pasado, quiero hablar del gran obispo de Hipona, san Agustín. Cuatro años antes de morir, quiso nombrar a su sucesor. Por eso, el 26 de septiembre del año 426, reunió al pueblo en la basílica de la Paz, en Hipona, para presentar a los fieles a quien había designado para esa misión. Dijo: «En esta vida todos somos mortales, pero para cada persona el último día de esta vida es siempre incierto. Sin embargo, en la infancia se espera llegar a la adolescencia; en la adolescencia, a la juventud; en la juventud, a la edad adulta; en la edad adulta, a la edad madura; en la edad madura, a la vejez. Nadie está seguro de que llegará, pero lo espera. La vejez, por el contrario, no tiene ante sí otro período en el que poder esperar; su misma duración es incierta... Yo, por voluntad de Dios, llegué a esta ciudad en el vigor de mi vida; pero ahora mi juventud ha pasado y ya soy viejo» (Ep. 213, 1).
En ese momento, san Agustín dio el nombre de su sucesor designado, el sacerdote Heraclio. La asamblea estalló en un aplauso de aprobación repitiendo veintitrés veces: «¡Demos gracias a Dios! ¡Alabemos a Cristo!». Con otras aclamaciones, los fieles aprobaron, además, lo que después dijo san Agustín sobre sus propósitos para su futuro: quería dedicar los años que le quedaban a un estudio más intenso de las sagradas Escrituras (cf. Ep. 213, 6).
De hecho, en los cuatro años siguientes llevó a cabo una extraordinaria actividad intelectual:  escribió obras importantes, emprendió otras no menos relevantes, mantuvo debates públicos con los herejes —siempre buscaba el diálogo—, promovió la paz en las provincias africanas amenazadas por las tribus bárbaras del sur.
En este sentido escribió al conde Darío, que había ido a África para tratar de solucionar la disputa entre el conde Bonifacio y la corte imperial, de la que se estaban aprovechando las tribus de los moros para sus correrías:  «Acabar con la guerra mediante la palabra, y buscar o mantener la paz con la paz y no con la guerra, es un título de gloria mucho mayor que matar a los hombres con la espada. Ciertamente, incluso quienes combaten, si son buenos, buscan sin duda la paz, pero a costa de derramar sangre. Tú, por el contrario, has sido enviado precisamente para impedir que haya derramamiento de sangre» (Ep. 229, 2).
Por desgracia, la esperanza de una pacificación de los territorios africanos quedó defraudada:  en mayo del año 429 los vándalos, invitados a África como venganza por el mismo Bonifacio, pasaron el estrecho de Gibraltar y penetraron en Mauritania. La invasión se extendió rápidamente por las otras ricas provincias africanas. En mayo o junio del año 430, «los destructores del imperio romano», como califica Posidio a esos bárbaros (Vida, 30, 1), ya rodeaban Hipona, asediándola.
En la ciudad se había refugiado también Bonifacio, el cual, habiéndose reconciliado demasiado tarde con la corte, trataba en vano de bloquear el paso a los invasores. El biógrafo Posidio describe el dolor de san Agustín: «Las lágrimas eran, más que de costumbre, su pan día y noche y, habiendo llegado ya al final de su vida, vivía su vejez en la amargura y en el luto más que los demás» (Vida, 28, 6). Y explica: «Ese hombre de Dios veía las matanzas y las destrucciones de las ciudades; las casas destruidas en los campos y a los habitantes asesinados por los enemigos o desplazados; las iglesias sin sacerdotes y ministros; las vírgenes consagradas y los religiosos dispersos por doquier; entre ellos, algunos habían desfallecido en las torturas, otros habían sido asesinados con la espada, otros habían sido hechos prisioneros, perdida la integridad del alma y del cuerpo e incluso la fe, reducidos a una dolorosa y larga esclavitud por los enemigos» (ib., 28, 8).
Aunque era anciano y estaba cansado, san Agustín permaneció en la brecha, confortándose a sí mismo y a los demás con la oración y con la meditación de los misteriosos designios de la Providencia. Al respecto, hablaba de la "vejez del mundo" —y en realidad ese mundo romano era viejo—; hablaba de esta vejez como lo había hecho ya algunos años antes para consolar a los refugiados procedentes de Italia, cuando en el año 410 los godos de Alarico invadieron la ciudad de Roma.
En la vejez —decía— abundan los achaques: tos, catarro, legañas, ansiedad, agotamiento. Pero si el mundo envejece, Cristo es siempre joven. Por eso, hacía la invitación: «No rechaces rejuvenecer con Cristo, incluso en un mundo envejecido. Él te dice:  "No temas, tu juventud se renovará como la del águila"» (cf. Serm. 81, 8). Por eso el cristiano no debe abatirse, incluso en situaciones difíciles, sino que ha de esforzarse por ayudar a los necesitados.
Es lo que el gran doctor sugiere respondiendo al obispo de Tiabe, Honorato, el cual le había preguntado si, ante la amenaza de las invasiones bárbaras, un obispo o un sacerdote o cualquier hombre de Iglesia podía huir para salvar la vida:  «Cuando el peligro es común a todos, es decir, para obispos, clérigos y laicos, quienes tienen necesidad de los demás no deben ser abandonados por aquellos de quienes tienen necesidad. En este caso, todos deben refugiarse en lugares seguros; pero si algunos necesitan quedarse, no los han de abandonar quienes tienen el deber de asistirles con el ministerio sagrado, de manera que o se salven juntos o juntos soporten las calamidades que el Padre de familia quiera que sufran» (Ep. 228, 2). Y concluía:  «Esta es la prueba suprema de la caridad» (ib., 3). ¿Cómo no reconocer en estas palabras el heroico mensaje que tantos sacerdotes, a lo largo de los siglos, han acogido y hecho propio?
Mientras tanto la ciudad de Hipona resistía. La casa-monasterio de san Agustín había abierto sus puertas para acoger a sus hermanos en el episcopado que pedían hospitalidad. Entre estos se encontraba también Posidio, que había sido su discípulo, el cual de este modo pudo dejarnos el testimonio directo de aquellos últimos y dramáticos días.
«En el tercer mes de aquel asedio —narra— se acostó con fiebre:  era su última enfermedad» (Vida, 29, 3). El santo anciano aprovechó aquel momento, finalmente libre, para dedicarse con más intensidad a la oración. Solía decir que nadie, obispo, religioso o laico, por más irreprensible que pudiera parecer su conducta, puede afrontar la muerte sin una adecuada penitencia. Por este motivo, repetía continuamente entre lágrimas los salmos penitenciales, que tantas veces había recitado con el pueblo (cf. ib., 31, 2).
Cuanto más se agravaba su enfermedad, más necesidad sentía el obispo moribundo de soledad y de oración: «Para que nadie le molestara en su recogimiento, unos diez días antes de abandonar el cuerpo nos pidió a los presentes que no dejáramos entrar a nadie en su habitación, a excepción de los momentos en los que los médicos iban a visitarlo o cuando le llevaban la comida. Su voluntad se cumplió escrupulosamente y durante todo ese tiempo él se dedicaba a la oración» (ib., 31, 3). Murió el 28 de agosto del año 430: su gran corazón finalmente pudo descansar en Dios.
«Para la inhumación de su cuerpo —informa Posidio— se ofreció a Dios el sacrificio, al que asistimos, y después fue sepultado» (Vida, 31, 5). Su cuerpo, en fecha incierta, fue trasladado a Cerdeña y, hacia el año 725, a Pavía, a la basílica de San Pedro en el Cielo de Oro, donde descansa en la actualidad. Su primer biógrafo da de él este juicio conclusivo: «Dejó a la Iglesia un clero muy numeroso, así como monasterios de hombres y de mujeres llenos de personas con voto de continencia bajo la obediencia de sus superiores, además de bibliotecas que contenían los libros y discursos suyos y de otros santos, gracias a los cuales se conoce cuál ha sido por gracia de Dios su mérito y su grandeza en la Iglesia, y en los cuales los fieles siempre lo encuentran vivo» (Posidio, Vida, 31, 8).
Es un juicio que podemos compartir: en sus escritos también nosotros lo «encontramos vivo». Cuando leo los escritos de san Agustín no tengo la impresión de que se trate de un hombre que murió hace más o menos mil seiscientos años, sino que lo siento como un hombre de hoy:  un amigo, un contemporáneo que me habla, que nos habla con su fe lozana y actual.
En san Agustín, que nos habla, que me habla a mí en sus escritos, vemos la actualidad permanente de su fe, de la fe que viene de Cristo, Verbo eterno encarnado, Hijo de Dios e Hijo del hombre. Y podemos ver que esta fe no es de ayer, aunque haya sido predicada ayer; es siempre actual, porque Cristo es realmente ayer, hoy y para siempre. Él es el camino, la verdad y la vida. De este modo san Agustín nos impulsa a confiar en este Cristo siempre vivo y a encontrar así el camino de la vida. 

San Agustín (3) - 30 de enero
Armonía entre fe y razón
Queridos amigos:
Después de la Semana de oración por la unidad de los cristianos volvemos hoy a hablar de la gran figura de san Agustín. Mi querido predecesor Juan Pablo II le dedicó, en 1986, es decir, en el decimosexto centenario de su conversión, un largo y denso documento, la carta apostólica Augustinum Hipponensem (cf. L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 14 de septiembre de 1986, pp. 15-21). El mismo Papa definió ese texto como «una acción de gracias a Dios por el don que hizo a la Iglesia, y mediante ella a la humanidad entera, gracias a aquella admirable conversión» (n. 1).
Sobre el tema de la conversión hablaré en una próxima audiencia. Es un tema fundamental, no sólo para su vida personal, sino también para la nuestra. En el evangelio del domingo pasado el Señor mismo resumió su predicación con la palabra:  "Convertíos". Siguiendo el camino de san Agustín, podríamos meditar en lo que significa esta conversión:  es algo definitivo, decisivo, pero la decisión fundamental debe desarrollarse, debe realizarse en toda nuestra vida.
La catequesis de hoy está dedicada, en cambio, al tema de la fe y la razón, un tema determinante, o mejor, el tema determinante de la biografía de san Agustín. De niño había aprendido de su madre, santa Mónica, la fe católica. Pero siendo adolescente había abandonado esta fe porque ya no lograba ver su racionalidad y no quería una religión que no fuera también para él expresión de la razón, es decir, de la verdad. Su sed de verdad era radical y lo llevó a alejarse de la fe católica. Pero era tan radical que no podía contentarse con filosofías que no llegaran a la verdad misma, que no llegaran hasta Dios. Y a un Dios que no fuera sólo una hipótesis cosmológica última, sino que fuera el verdadero Dios, el Dios que da la vida y que entra en nuestra misma vida. De este modo, todo el itinerario intelectual y espiritual de san Agustín constituye un modelo válido también hoy en la relación entre fe y razón, tema no sólo para hombres creyentes, sino también para todo hombre que busca la verdad, tema central para el equilibrio y el destino de todo ser humano.
Estas dos dimensiones, fe y razón, no deben separarse ni contraponerse, sino que deben estar siempre unidas. Como escribió san Agustín tras su conversión, fe y razón son "las dos fuerzas que nos llevan a conocer" (Contra academicos, III, 20, 43). A este respecto, son justamente célebres sus dos fórmulas (cf. Sermones, 43, 9) con las que expresa esta síntesis coherente entre fe y razón:  crede ut intelligas ("cree para comprender") —creer abre el camino para cruzar la puerta de la verdad—, pero también y de manera inseparable, intellige ut credas ("comprende para creer"), escruta la verdad para poder encontrar a Dios y creer.
Las dos afirmaciones de san Agustín expresan con gran eficacia y profundidad la síntesis de este problema, en la que la Iglesia católica ve manifestado su camino. Históricamente esta síntesis se fue formando, ya antes de la venida de Cristo, en el encuentro entre la fe judía y el pensamiento griego en el judaísmo helenístico. Sucesivamente, en la historia, esta síntesis fue retomada y desarrollada por muchos pensadores cristianos. La armonía entre fe y razón significa sobre todo que Dios no está lejos:  no está lejos de nuestra razón y de nuestra vida; está cerca de todo ser humano, cerca de nuestro corazón y de nuestra razón, si realmente nos ponemos en camino.
San Agustín experimentó con extraordinaria intensidad esta cercanía de Dios al hombre. La presencia de Dios en el hombre es profunda y al mismo tiempo misteriosa, pero puede reconocerse y descubrirse en la propia intimidad:  no hay que salir fuera —afirma el convertido—; "vuelve a ti mismo. La verdad habita en lo más íntimo del hombre. Y si encuentras que tu naturaleza es mudable, trasciéndete a ti mismo. Pero, al hacerlo, recuerda que trasciendes un alma que razona. Así pues, dirígete adonde se enciende la luz misma de la razón" (De vera religione, 39, 72). Con una afirmación famosísima del inicio de las Confesiones, autobiografía espiritual escrita en alabanza de Dios, él mismo subraya:  "Nos hiciste, Señor, para ti, y nuestro corazón está inquieto, hasta que descanse en ti" (I, 1, 1).
La lejanía de Dios equivale, por tanto, a la lejanía de sí mismos. "Porque tú —reconoce san Agustín (Confesiones, III, 6, 11)— estabas más dentro de mí que lo más íntimo de mí, y más alto que lo supremo de mi ser" ("interior intimo meo et superior summo meo"), hasta el punto de que, como añade en otro pasaje recordando el tiempo precedente a su conversión, "tú estabas, ciertamente, delante de mí, mas yo me había alejado también de mí, y no acertaba a hallarme, ¡cuánto menos a ti!" (Confesiones, V, 2, 2).
Precisamente porque san Agustín vivió a fondo este itinerario intelectual y espiritual, supo presentarlo en sus obras con tanta claridad, profundidad y sabiduría, reconociendo en otros dos famosos pasajes de las Confesiones (IV, 4, 9 y 14, 22) que el hombre es "un gran enigma" (magna quaestio) y "un gran abismo" (grande profundum), enigma y abismo que sólo Cristo ilumina y colma. Esto es importante:  quien está lejos de Dios también está lejos de sí mismo, alienado de sí mismo, y sólo puede encontrarse a sí mismo si se encuentra con Dios. De este modo logra llegar a sí mismo, a su verdadero yo, a su verdadera identidad.
El ser humano —subraya después san Agustín en el De civitate Dei (XII, 27)— es sociable por naturaleza pero antisocial por vicio, y quien lo salva es Cristo, único mediador entre Dios y la humanidad, y "camino universal de la libertad y de la salvación", como repitió mi predecesor Juan Pablo II (Augustinum Hipponensem, 21). Fuera de este camino, que nunca le ha faltado al género humano —afirma también san Agustín en esa misma obra— "nadie ha sido liberado nunca, nadie es liberado y nadie será liberado" (De civitate Dei X, 32, 2). Como único mediador de la salvación, Cristo es cabeza de la Iglesia y está unido místicamente a ella, hasta el punto de que san Agustín puede afirmar:  "Nos hemos convertido en Cristo. En efecto, si él es la cabeza, nosotros somos sus miembros; el hombre total es él y nosotros" (In Iohannis evangelium tractatus, 21, 8).
Según la concepción de san Agustín, la Iglesia, pueblo de Dios y casa de Dios, está por tanto íntimamente vinculada al concepto de Cuerpo de Cristo, fundamentada en la relectura cristológica del Antiguo Testamento y en la vida sacramental centrada en la Eucaristía, en la que el Señor nos da su Cuerpo y nos transforma en su Cuerpo. Por tanto, es fundamental que la Iglesia, pueblo de Dios, en sentido cristológico y no en sentido sociológico, esté verdaderamente insertada en Cristo, el cual, como afirma san Agustín en una página hermosísima, "ora por nosotros, ora en nosotros; nosotros oramos a él; él ora por nosotros como sacerdote; ora en nosotros como nuestra cabeza; y nosotros oramos a él como a nuestro Dios; por tanto, reconocemos en él nuestra voz y la suya en nosotros" (Enarrationes in Psalmos, 85, 1).
En la conclusión de la carta apostólica Augustinum Hipponensem, Juan Pablo II pregunta al mismo santo qué quería decir a los hombres de hoy y responde, ante todo, con las palabras que san Agustín escribió en una carta dictada poco después de su conversión:  "A mí me parece que hay que conducir de nuevo a los hombres... a la esperanza de encontrar la verdad" (Ep., 1, 1), la verdad que es Cristo mismo, Dios verdadero, a quien se dirige una de las oraciones más hermosas y famosas de las Confesiones (X, 27, 38):  "Tarde te amé, hermosura tan antigua, y tan nueva, tarde te amé. Y he aquí que tú estabas dentro de mí, y yo fuera, y fuera te buscaba yo, y me arrojaba sobre esas hermosuras que tú creaste. Tú estabas conmigo, mas yo no estaba contigo. Me mantenían lejos de ti aquellas cosas que, si no estuviesen en ti, no existirían. Llamaste y gritaste, y rompiste mi sordera; brillaste y resplandeciste, y ahuyentaste mi ceguera; exhalaste tu fragancia, la respiré y suspiro por ti; te gusté y tengo hambre y sed de ti; me tocaste y me abrasé en tu paz".
San Agustín encontró a Dios y durante toda su vida lo experimentó hasta el punto de que esta realidad —que es ante todo el encuentro con una Persona, Jesús— cambió su vida, como cambia la de cuantos, hombres y mujeres, en cualquier tiempo, tienen la gracia de encontrarse con él. Pidamos al Señor que nos dé esta gracia y nos haga encontrar así su paz. 

San Agustín (4) - 20 de febrero
Las Obras de san Agustín
Queridos hermanos y hermanas: 
Tras la pausa de los ejercicios espirituales de la semana pasada, hoy volvemos a presentar la gran figura de san Agustín, sobre el que ya he hablado varias veces en las catequesis del miércoles. Es el Padre de la Iglesia que ha dejado el mayor número de obras, y de ellas quiero hablar hoy brevemente. Algunos de los escritos de san Agustín son de fundamental importancia, no sólo para la historia del cristianismo, sino también para la formación de toda la cultura occidental:  el ejemplo más claro son las Confesiones, sin duda uno de los libros de la antigüedad cristiana más leídos todavía hoy. Al igual que varios Padres de la Iglesia de los primeros siglos, aunque en una medida incomparablemente más amplia, también el obispo de Hipona ejerció una influencia amplia y persistente, como lo demuestra la sobreabundante tradición manuscrita de sus obras, que son realmente numerosas.
Él mismo las revisó algunos años antes de morir en las Retractationes y poco después de su muerte fueron cuidadosamente registradas en el Indiculus ("índice") añadido por su fiel amigo Posidio a la biografía de san Agustín, Vita Augustini. La lista de las obras de san Agustín fue realizada con el objetivo explícito de salvaguardar su memoria mientras la invasión de los vándalos se extendía por toda el África romana y contabiliza mil treinta escritos numerados por su autor, junto con otros "que no pueden numerarse porque no les puso ningún número".
Posidio, obispo de una ciudad cercana, dictaba estas palabras precisamente en Hipona, donde se había refugiado y donde había asistido a la muerte de su amigo, y casi seguramente se basaba en el catálogo de la biblioteca personal de san Agustín. Hoy han sobrevivido más de trescientas cartas del obispo de Hipona, y casi seiscientas homilías, pero estas originalmente eran muchas más, quizá entre tres mil y cuatro mil, fruto de cuatro décadas de predicación del antiguo retórico, que había decidido seguir a Jesús, dejando de hablar a los grandes de la corte imperial para dirigirse a la población sencilla de Hipona.
En años recientes, el descubrimiento de un grupo de cartas y de algunas homilías ha enriquecido nuestro conocimiento de este gran Padre de la Iglesia. "Muchos libros —escribe Posidio— fueron redactados y publicados por él, muchas predicaciones fueron pronunciadas en la iglesia, transcritas y corregidas, ya sea para confutar a herejes ya sea para interpretar las sagradas Escrituras para edificación de los santos hijos de la Iglesia. Estas obras —subraya el obispo amigo— son tan numerosas que a duras penas un estudioso tiene la posibilidad de leerlas y aprender a conocerlas" (Vita Augustini, 18, 9).
Entre la producción literaria de san Agustín —por tanto, más de mil publicaciones subdivididas en escritos filosóficos, apologéticos, doctrinales, morales, monásticos, exegéticos y contra los herejes, además de las cartas y homilías— destacan algunas obras excepcionales de gran importancia teológica y filosófica. Ante todo, hay que recordar las Confesiones, antes mencionadas, escritas en trece libros entre los años 397 y 400 para alabanza de Dios. Son una especie de autobiografía en forma de diálogo con Dios. Este género literario refleja precisamente la vida de san Agustín, que no estaba cerrada en sí misma, dispersa en muchas cosas, sino vivida esencialmente como un diálogo con Dios y, de este modo, una vida con los demás.
El título Confesiones indica ya lo específico de esta autobiografía. En el latín cristiano desarrollado por la tradición de los Salmos, la palabra confessiones tiene dos significados, que se entrecruzan. Confessiones indica, en primer lugar, la confesión de las propias debilidades, de la miseria de los pecados; pero al mismo tiempo, confessiones significa alabanza a Dios, reconocimiento de Dios. Ver la propia miseria a la luz de Dios se convierte en alabanza a Dios y en acción de gracias porque
Dios nos ama y nos acepta, nos transforma y nos eleva hacia sí mismo.
Sobre estas Confesiones, que tuvieron gran éxito ya en vida de san Agustín, escribió él mismo:  "Han ejercido sobre mí un gran influjo mientras las escribía y lo siguen ejerciendo todavía cuando las vuelvo a leer. Hay muchos hermanos a quienes gustan estas obras" (Retractationes, II, 6):  y tengo que reconocer que yo también soy uno de estos "hermanos". Gracias a las Confesiones podemos seguir, paso a paso, el camino interior de este hombre extraordinario y apasionado por Dios.
Menos difundidas, aunque igualmente originales y muy importantes son, también, las Retractationes, redactadas en dos libros en torno al año 427, en las que san Agustín, ya anciano, realiza una labor de "revisión" (retractatio) de toda su obra escrita, dejando así un documento literario singular y sumamente precioso, pero también una enseñanza de sinceridad y de humildad intelectual.
De civitate Dei, obra imponente y decisiva para el desarrollo del pensamiento político occidental y para la teología cristiana de la historia, fue escrita entre los años 413 y 426 en veintidós libros. La ocasión fue el saqueo de Roma por parte de los godos en el año 410. Muchos paganos de entonces, y también muchos cristianos, habían dicho:  Roma ha caído, ahora el Dios cristiano y los apóstoles ya no pueden proteger la ciudad. Durante la presencia de las divinidades paganas, Roma era caput mundi, la gran capital, y nadie podía imaginar que caería en manos de los enemigos. Ahora, con el Dios cristiano, esta gran ciudad ya no parecía segura. Por tanto, el Dios de los cristianos no protegía, no podía ser el Dios a quien convenía encomendarse. A esta objeción, que también tocaba profundamente el corazón de los cristianos, responde san Agustín con esta grandiosa obra, De civitate Dei, aclarando qué es lo que debían esperarse de Dios y qué es lo que no podían esperar de él, cuál es la relación entre la esfera política y la esfera de la fe, de la Iglesia. Este libro sigue siendo una fuente para definir bien la auténtica laicidad y la competencia de la Iglesia, la grande y verdadera esperanza que nos da la fe.
Este gran libro es una presentación de la historia de la humanidad gobernada por la divina Providencia, pero actualmente dividida en dos amores. Y este es el designio fundamental, su interpretación de la historia, la lucha entre dos amores:  el amor a sí mismo "hasta el desprecio de Dios" y el amor a Dios "hasta el desprecio de sí mismo", (De civitate Dei, XIV, 28), hasta la plena libertad de sí mismo para los demás a la luz de Dios. Este es, tal vez, el mayor libro de san Agustín, de una importancia permanente.
Igualmente importante es el De Trinitate, obra en quince libros sobre el núcleo principal de la fe cristiana, la fe en el Dios trino, escrita en dos tiempos:  entre los años 399 y 412 los primeros doce libros, publicados sin saberlo san Agustín, el cual hacia el año 420 los completó y revisó toda la obra. En ella reflexiona sobre el rostro de Dios y trata de comprender este misterio de Dios, que es único, el único creador del mundo, de todos nosotros:  precisamente este Dios único es trinitario, un círculo de amor. Trata de comprender el misterio insondable:  precisamente su ser trinitario, en tres Personas, es la unidad más real y profunda del único Dios.
El libro De doctrina christiana es, en cambio, una auténtica introducción cultural a la interpretación de la Biblia y, en definitiva, al cristianismo mismo, y tuvo una importancia decisiva en la formación de la cultura occidental.
Con gran humildad, san Agustín fue ciertamente consciente de su propia talla intelectual. Pero para él era más importante llevar el mensaje cristiano a los sencillos que redactar grandes obras de elevado nivel teológico. Esta intención profunda, que le guió durante toda su vida, se manifiesta en una carta escrita a su colega Evodio, en la que le comunica la decisión de dejar de dictar por el momento los libros del De Trinitate, "pues son demasiado densos y creo que son pocos los que los pueden entender; urgen más textos que esperamos sean útiles a muchos" (Epistulae, 169, 1, 1). Por tanto, para él era más útil comunicar la fe de manera comprensible para todos, que escribir grandes obras teológicas.
La gran responsabilidad que sentía por la divulgación del mensaje cristiano se encuentra en el origen de escritos como el De catechizandis rudibus, una teoría y también una práctica de la catequesis, o el Psalmus contra partem Donati. Los donatistas eran el gran problema del África de san Agustín, un cisma específicamente africano. Los donatistas afirmaban:  la auténtica cristiandad es la africana. Se oponían a la unidad de la Iglesia. Contra este cisma el gran obispo luchó durante toda su vida, tratando de convencer a los donatistas de que incluso la africanidad sólo puede ser verdadera en la unidad. Y para que le entendieran los sencillos, los que no podían comprender el gran latín del retórico, dijo:  tengo que escribir incluso con errores gramaticales, en un latín muy simplificado. Y lo hizo, sobre todo en este Psalmus, una especie de poesía sencilla contra los donatistas para ayudar a toda la gente a comprender que sólo en la unidad de la Iglesia se realiza realmente para todos nuestra relación con Dios y crece la paz en el mundo.
En esta producción destinada a un público más amplio reviste particular importancia su gran número de homilías, con frecuencia improvisadas, transcritas por taquígrafos durante la predicación e inmediatamente puestas en circulación. Entre estas destacan las bellísimas Enarrationes in Psalmos, muy leídas en la Edad Media. La publicación de las miles de homilías de san Agustín —con frecuencia sin el control del autor— explica su amplia difusión y su dispersión sucesiva, así como su vitalidad. Inmediatamente las predicaciones del obispo de Hipona, por la fama del autor, se convirtieron en textos sumamente requeridos. Para los demás obispos y sacerdotes servían también de modelos, adaptados a contextos siempre nuevos.
En la tradición iconográfica, un fresco de Letrán que se remonta al siglo VI, representa a san Agustín con un libro en la mano (véase la foto), no sólo para expresar su producción literaria, que tanta influencia ejerció en la mentalidad y en el pensamiento cristianos, sino también para expresar su amor por los libros, por la lectura y el conocimiento de la gran cultura precedente. A su muerte, cuenta Posidio, no dejó nada, pero "recomendaba siempre que se conservara diligentemente para las futuras generaciones la biblioteca de la iglesia con todos sus códices", sobre todo los de sus obras. En estas, subraya Posidio, san Agustín está "siempre vivo" y es muy útil para quien lee sus escritos, aunque —concluye— "creo que pudieron sacar más provecho de su contacto los que lo pudieron ver y escuchar cuando hablaba personalmente en la iglesia, y sobre todo los que fueron testigos de su vida cotidiana entre la gente" (Vita Augustini, 31).
Sí, también a nosotros nos hubiera gustado poderlo escuchar vivo. Pero sigue realmente vivo en sus escritos, está presente en nosotros y de este modo vemos también la permanente vitalidad de la fe por la que dio toda su vida.

San Agustín (5) - 27 de febrero
Las conversiones
Queridos hermanos y hermanas:
Con el encuentro de hoy quiero concluir la presentación de la figura de san Agustín. Después de comentar su vida, sus obras, y algunos aspectos de su pensamiento, hoy quiero volver a hablar de su experiencia interior, que hizo de él uno de los más grandes convertidos de la historia cristiana. A esta experiencia dediqué en particular mi reflexión durante la peregrinación que realicé a Pavía, el año pasado, para venerar los restos mortales de este Padre de la Iglesia. De ese modo le expresé el homenaje de toda la Iglesia católica, y al mismo tiempo manifesté mi personal devoción y reconocimiento con respecto a una figura a la que me siento muy unido por el influjo que ha tenido en mi vida de teólogo, de sacerdote y de pastor.
Todavía hoy es posible revivir la historia de san Agustín sobre todo gracias a las Confesiones, escritas para alabanza de Dios, que constituyen el origen de una de las formas literarias más específicas de Occidente, la autobiografía, es decir, la expresión personal de la propia conciencia. Pues bien, cualquiera que se acerque a este extraordinario y fascinante libro, muy leído todavía hoy, fácilmente se da cuenta de que la conversión de san Agustín no fue repentina ni se realizó plenamente desde el inicio, sino que puede definirse más bien como un auténtico camino, que sigue siendo un modelo para cada uno de nosotros.
Ciertamente, este itinerario culminó con la conversión y después con el bautismo, pero no se concluyó en aquella Vigilia pascual del año 387, cuando en Milán el retórico africano fue bautizado por el obispo san Ambrosio. El camino de conversión de san Agustín continuó humildemente hasta el final de su vida, y se puede decir con verdad que sus diferentes etapas —se pueden distinguir fácilmente tres— son una única y gran conversión.
San Agustín buscó apasionadamente la verdad: lo hizo desde el inicio y después durante toda su vida. La primera etapa en su camino de conversión se realizó precisamente en el acercamiento progresivo al cristianismo. En realidad, había recibido de su madre, santa Mónica, a la que siempre estuvo muy unido, una educación cristiana y, a pesar de que en su juventud había llevado una vida desordenada, siempre sintió una profunda atracción por Cristo, habiendo bebido con la leche materna, como él mismo subraya (cf. Confesiones, III, 4, 8), el amor al nombre del Señor.
Pero también la filosofía, sobre todo la platónica, había contribuido a acercarlo más a Cristo, manifestándole la existencia del Logos, la razón creadora. Los libros de los filósofos le indicaban que existe la razón, de la que procede todo el mundo, pero no le decían cómo alcanzar este Logos, que parecía tan lejano. Sólo la lectura de las cartas de san Pablo, en la fe de la Iglesia católica, le reveló plenamente la verdad. San Agustín sintetizó esta experiencia en una de las páginas más famosas de las Confesiones: cuenta que, en el tormento de sus reflexiones, habiéndose retirado a un jardín, escuchó de repente una voz infantil que repetía una cantilena que nunca antes había escuchado: «tolle, lege; tolle, lege», «toma, lee; toma, lee» (VIII, 12, 29). Entonces se acordó de la conversión de san Antonio, padre del monaquismo, y solícitamente volvió a tomar el códice de san Pablo que poco antes tenía en sus manos: lo abrió y la mirada se fijó en el pasaje de la carta a los Romanos donde el Apóstol exhorta a abandonar las obras de la carne y a revestirse de Cristo (Rm 13, 13-14).
Había comprendido que esas palabras, en aquel momento, se dirigían personalmente a él, procedían de Dios a través del Apóstol y le indicaban qué debía hacer en ese momento. Así sintió cómo se disipaban las tinieblas de la duda y quedaba libre para entregarse totalmente a Cristo: «Habías convertido a ti mi ser», comenta (Confesiones, VIII, 12, 30). Esta fue la conversión primera y decisiva.
El retórico africano llegó a esta etapa fundamental de su largo camino gracias a su pasión por el hombre y por la verdad, pasión que lo llevó a buscar a Dios, grande e inaccesible. La fe en Cristo le hizo comprender que en realidad Dios no estaba tan lejos como parecía. Se había hecho cercano a nosotros, convirtiéndose en uno de nosotros. En este sentido, la fe en Cristo llevó a cumplimiento la larga búsqueda de san Agustín en el camino de la verdad. Sólo un Dios que se ha hecho «tocable», uno de nosotros, era realmente un Dios al que se podía rezar, por el cual y en el cual se podía vivir.
Es un camino que hay que recorrer con valentía y al mismo tiempo con humildad, abiertos a una purificación permanente, que todos necesitamos siempre. Pero, como hemos dicho, el camino de san Agustín no había concluido con aquella Vigilia pascual del año 387. Al regresar a África, fundó un pequeño monasterio y se retiró a él, junto a unos pocos amigos, para dedicarse a la vida contemplativa y al estudio. Este era el sueño de su vida. Ahora estaba llamado a vivir totalmente para la verdad, con la verdad, en la amistad de Cristo, que es la verdad. Un hermoso sueño que duró tres años, hasta que, contra su voluntad, fue consagrado sacerdote en Hipona y destinado a servir a los fieles. Ciertamente siguió viviendo con Cristo y por Cristo, pero al servicio de todos. Esto le resultaba muy difícil, pero desde el inicio comprendió que sólo podía realmente vivir con Cristo y por Cristo viviendo para los demás, y no simplemente para su contemplación privada.
Así, renunciando a una vida consagrada sólo a la meditación, san Agustín aprendió, a menudo con dificultad, a poner a disposición el fruto de su inteligencia para beneficio de los demás. Aprendió a comunicar su fe a la gente sencilla y a vivir así para ella en aquella ciudad que se convirtió en su ciudad, desempeñando incansablemente una actividad generosa y pesada, que describe con estas palabras en uno de sus bellísimos sermones: «Continuamente predicar, discutir, reprender, edificar, estar a disposición de todos, es una gran carga y un gran peso, una enorme fatiga» (Serm. 339, 4). Pero cargó con este peso, comprendiendo que precisamente así podía estar más cerca de Cristo. Su segunda conversión consistió en comprender que se llega a los demás con sencillez y humildad.
Pero hay una última etapa en el camino de san Agustín, una tercera conversión: la que lo llevó a pedir perdón a Dios cada día de su vida. Al inicio, había pensado que una vez bautizado, en la vida de comunión con Cristo, en los sacramentos, en la celebración de la Eucaristía, iba a llegar a la vida propuesta en el Sermón de la montaña: a la perfección donada en el bautismo y reconfirmada en la Eucaristía. En la última parte de su vida comprendió que no era verdad lo que había dicho en sus primeras predicaciones sobre el Sermón de la montaña: es decir, que nosotros, como cristianos, vivimos ahora permanentemente este ideal. Sólo Cristo mismo realiza verdadera y completamente el Sermón de la montaña. Nosotros siempre tenemos necesidad de ser lavados por Cristo, que nos lava los pies, y de ser renovados por él. Tenemos necesidad de una conversión permanente. Hasta el final necesitamos esta humildad que reconoce que somos pecadores en camino, hasta que el Señor nos da la mano definitivamente y nos introduce en la vida eterna. San Agustín murió con esta última actitud de humildad, vivida día tras día.
Esta actitud de humildad profunda ante el único Señor Jesús lo introdujo en la experiencia de una humildad también intelectual. San Agustín, que es una de las figuras más grandes en la historia del pensamiento, en los últimos años de su vida quiso someter a un lúcido examen crítico sus numerosísimas obras. Surgieron así las Retractationes («Revisiones»), que de este modo introducen su pensamiento teológico, verdaderamente grande, en la fe humilde y santa de aquella a la que llama sencillamente con el nombre de Catholica, es decir, la Iglesia. «He comprendido —escribe precisamente en este originalísimo libro (I, 19, 1-3)— que uno sólo es verdaderamente perfecto y que las palabras del Sermón de la montaña sólo se realizan totalmente en uno solo: en Jesucristo mismo. Toda la Iglesia, por el contrario —todos nosotros, incluidos los Apóstoles—, debemos rezar cada día: Perdona nuestras ofensas, como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden».
San Agustín, convertido a Cristo, que es verdad y amor, lo siguió durante toda la vida y se transformó en un modelo para todo ser humano, para todos nosotros, en la búsqueda de Dios. Por eso quise concluir mi peregrinación a Pavía volviendo a entregar espiritualmente a la Iglesia y al mundo, ante la tumba de este gran enamorado de Dios, mi primera encíclica, Deus caritas est, la cual, en efecto, debe mucho, sobre todo en su primera parte, al pensamiento de san Agustín.
También hoy, como en su época, la humanidad necesita conocer y sobre todo vivir esta realidad fundamental: Dios es amor y el encuentro con él es la única respuesta a las inquietudes del corazón humano, un corazón en el que vive la esperanza —quizá todavía oscura e inconsciente en muchos de nuestros contemporáneos—, pero que para nosotros los cristianos abre ya hoy al futuro, hasta el punto de que san Pablo escribió que «en esperanza fuimos salvados» (Rm 8, 24). A la esperanza he dedicado mi segunda encíclica, Spe salvi, la cual también debe mucho a san Agustín y a su encuentro con Dios.
En un escrito sumamente hermoso, san Agustín define la oración como expresión del deseo y afirma que Dios responde ensanchando hacia él nuestro corazón. Por nuestra parte, debemos purificar nuestros deseos y nuestras esperanzas para acoger la dulzura de Dios (cf. In I Ioannis, 4, 6). Sólo ella nos salva, abriéndonos también a los demás. Pidamos, por tanto, para que en nuestra vida se nos conceda cada día seguir el ejemplo de este gran convertido, encontrando como él en cada momento de nuestra vida al Señor Jesús, el único que nos salva, nos purifica y nos da la verdadera alegría, la verdadera vida.