martes, 31 de agosto de 2010

Reunión del Clero de Melo



Mons. Luis del Castillo visitó Treinta y Tres y Melo 
El clero de Melo (sacerdotes, diáconos y seminaristas) se reunió en el día de hoy en la parroquia El Salvador de la ciudad de Treinta y Tres con el Obispo, Mons. Heriberto Bodeant y el primer Obispo emérito, Mons. Roberto Cáceres.
Participó también en la reunión el segundo Obispo emérito, Mons. Luis del Castillo, quien se encuentra actualmente en los EE.UU. realizando un trabajo de investigación sobre un tema que le apasiona: las fuentes bibliográficas de José Pedro Varela. Mons. del Castillo recuerda que la educación formal que recibió Varela terminó a sus 15 años. A partir de allí comenzó a trabajar en el comercio de su padre. En 1867 viaja a París y luego a los Estados Unidos, donde se encuentra con Domingo Faustino Sarmiento, quien fue entre 1865-1868 embajador de Argentina. Sarmiento, quien ya venía trabajando en el tema de la educación popular, recomienda a Varela una serie de libros que éste traerá en su baúl en su regreso a Montevideo. Esas son las fuentes de Varela, citadas largamente en La Educación del Pueblo (1874) y La Legislación Escolar (1876). Esos libros son todavía accesibles en bibliotecas de los EE.UU., y allí los ha estado consultando Mons. del Castillo. Este tiempo de estudio le permite afirmar que la reforma proyectada por Varela "no se ha realizado aún", dando a entender que sus ideas eran aún más interesantes que lo que de ellas llegó a ponerse en práctica. 
Nuevo sacerdote será ordenado en octubre
Durante la reunión, Mons. Bodeant anunció la próxima ordenación sacerdotal del diácono Wilson Zapata. La misma tendrá lugar durante la celebración de la Fiesta Diocesana, el 16 de octubre.
Wilson es un joven colombiano que llegó a la diócesis a comienzos de 2009, después de haber concluido sus estudios teológicos. Luego de una práctica pastoral en diferentes parroquias de la Diócesis, solicitó y le fue conferida la ordenación diaconal, en diciembre de aquel año. Luego de una serie de evaluaciones realizadas por el candidato y el Consejo de Presbiterio junto con el Obispo, se fijó la fecha de la ordenación sacerdotal.
Asimismo, el Obispo anunció la entrega del ministerio de Lectorado al seminarista José Reinaldo Medina. Esto será en la Parroquia Sagrado Corazón de Jesús, en Cerro Chato, el domingo 19 de setiembre.
Libro sobre Jacinto Vera
Mons. Bodeant distribuyó entre los miembros del clero de Melo el libro "Don Jacinto, el misionero santo" de Laura Álvarez Goyoaga, el cual fue muy bien recibido por los participantes de la reunión.
Evaluación del Plan Pastoral Diocesano
Un punto central de la reunión fue la evaluación del Plan Pastoral Diocesano 2005-2010, evaluación que permite contemplar el camino recorrido y buscar pistas para la elaboración de un nuevo proyecto pastoral diocesano. Los participantes evaluaron su papel en cuanto ministros en el camino pastoral de sus comunidades, reconociendo sus limitaciones y errores, valorando los logros alcanzados y expresando también sus anhelos de crecimiento en la fraternidad entre los obreros del Evangelio, de promover una mayor participación de todo el Pueblo de Dios en la misión de la Iglesia y de celebrar la fe de una forma profunda y renovada. El trabajo de reflexión concluyó con un tiempo de oración comunitaria en la iglesia parroquial. La evaluación se completará con la asamblea diocesana de pastoral, que tendrá lugar en Melo el sábado 18 de setiembre.

domingo, 29 de agosto de 2010

Jornada Nacional de la Juventud - Encuentro de Catequistas

Queridos diocesanos:

Llega setiembre, el invierno empieza a dejarnos y la cercanía de la primavera nos invita a que la vida reverdezca también en nuestros corazones y nuestras comunidades.

En este mes, jóvenes y catequistas de nuestra diócesis vivirán respectivos encuentros.

El próximo fin de semana, que incluye el primer domingo de setiembre, se celebra en cada diócesis del Uruguay la Jornada Nacional de la Juventud, con el lema “Vamos a tu casa, Jesús nos espera”. Jóvenes de diferentes grupos de la diócesis se encontrarán en la Parroquia San José Obrero de la ciudad de Treinta y Tres, desde la noche del sábado, recibidos por familias de las parroquias de la ciudad. En la mañana del domingo compartirán actividades de servicio las obras sociales, para reencontrarse sobre el mediodía, finalizando con la Eucaristía a las 15:30.

Esta jornada esta en continuidad con el camino que viene haciendo este año la Pastoral Juvenil diocesana, jalonado por la vigilia de Pentecostés, el taller de Lectio Divina y el proyecto de campamento-misión en enero de 2011. Momentos de encuentro y formación que ayudan a crecer como discípulos misioneros de Jesús en la Iglesia diocesana.

El domingo 12 de setiembre, la Parroquia María Auxiliadora de Charqueada recibe a los catequistas de la diócesis, que compartirán una jornada de oración y reflexión en torno al tema del Día Nacional de la Catequesis: “Jesús nos habla en el camino”.

Animo a todos los jóvenes que habitualmente participan en los grupos parroquiales a encontrarnos en Treinta y Tres y a todos los catequistas de la Diócesis a participar del encuentro de La Charqueada. Yo estaré participando y acompañando ambos encuentros.

Agradezco a las familias que brindarán alojamiento, a las dos parroquias que serán sede de estos eventos y pido a todas las comunidades que tengan presente estos dos momentos, acompañando con su oración y colaborando en lo que puedan necesitar jóvenes y catequistas para su participación.

Los bendice de corazón,

+ Heriberto
Obispo de Melo

La 32ª JNJ en la Diócesis de Melo

La Pastoral Juvenil de la Diócesis de Melo se prepara para celebrar la 32ª Jornada Nacional de la Juventud.
La misma, convocada por la Comisión Nacional de Pastoral Juvenil (CNPJ) de la Conferencia Episcopal del Uruguay tiene como lema "Vamos a tu casa, Jesús nos espera".
El lema, elegido por los integrantes de la CNPJ en su reunión del pasado mes de enero, está acompañado por un texto inspirador: el encuentro de Jesús y Zaqueo (Lucas 19,1-10), del cual destacan las palabras con las que Jesús invita a Zaqueo a recibirlo: "Zaqueo, baja, porque hoy debo quedarme en tu casa". Yendo al encuentro de otros hermanos, los jóvenes quieren proponer a quienes los reciban en su casa un encuentro con Jesús. No se trata de que los jóvenes lleven a Jesús a las casas, sino de que su visita sea ocasión para que visitantes y visitados descubran juntos a Jesús allí presente.
En nuestra diócesis, animadores y jóvenes se reunieron hoy con el Obispo y el Vicario Pastoral para preparar la celebración de la jornada en la diócesis. La propuesta es convocar a los jóvenes en la parroquia San José Obrero de la ciudad de Treinta y Tres en la tarde del sábado 4 de setiembre. Al llegar serán recibidos por familias con las que se alojarán esa noche. Esta propuesta ha sido recibida con mucho entusiasmo por varias familias de Treinta y Tres que están dispuestas a recibir a los jóvenes. Una vez instalados, volverán a encontrarse para compartir distintos momentos, que incluyen también la preparación de la actividad de servicio que realizarán en la mañana.
El domingo de mañana, los grupos de jóvenes de Treinta y Tres guiarán a los grupos que vienen de fuera a diferentes centros de trabajo social, donde entre todos animarán actividades recreativas con niños. Allí compartirán también el almuerzo. Inmediatamente después regresarán para compartir, mezclados en grupos, lo vivido a partir del sábado, y culminar la jornada con la celebración de la Eucaristía que presidirá Mons. Heriberto.

sábado, 28 de agosto de 2010

San Agustín

San Agustín
Benozzo Gozzoli, 1468;
en la Iglesia de San Agustín, San Gimignano, Italia

Hoy la Iglesia recuerda a San Agustín. A comienzos de 2008, Benedicto XVI presentó la figura de este gran santo, por el cual él siente particular devoción y admiración, en cinco catequesis. Aquí van:

San Agustín (1) - 9 de enero
Queridos hermanos y hermanas: 
Después de las grandes festividades navideñas, quiero volver a las meditaciones sobre los Padres de la Iglesia y hablar hoy del Padre más grande de la Iglesia latina, san Agustín:  hombre de pasión y de fe, de altísima inteligencia y de incansable solicitud pastoral. Este gran santo y doctor de la Iglesia a menudo es conocido, al menos de fama, incluso por quienes ignoran el cristianismo o no tienen familiaridad con él, porque dejó una huella profundísima en la vida cultural de Occidente y de todo el mundo.
Por su singular relevancia, san Agustín ejerció una influencia enorme y podría afirmarse, por una parte, que todos los caminos de la literatura latina cristiana llevan a Hipona (hoy Anaba, en la costa de Argelia), lugar donde era obispo; y, por otra, que de esta ciudad del África romana, de la que san Agustín fue obispo desde el año 395 hasta su muerte, en el año 430, parten muchas otras sendas del cristianismo sucesivo y de la misma cultura occidental.
Pocas veces una civilización ha encontrado un espíritu tan grande, capaz de acoger sus valores y de exaltar su riqueza intrínseca, inventando ideas y formas de las que se alimentarían las generaciones posteriores, como subrayó también Pablo VI:  «Se puede afirmar que todo el pensamiento de la antigüedad confluye en su obra y que de ella derivan corrientes de pensamiento que empapan  toda  la  tradición doctrinal de los  siglos  posteriores» (AAS, 62, 1970, p. 426:  L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 31 de mayo de 1970, p. 10).
San Agustín es, además, el Padre de la Iglesia que ha dejado el mayor número de obras. Su biógrafo, Posidio, dice:  parecía imposible que un hombre pudiera escribir tanto durante su vida. En un próximo encuentro hablaremos de estas diversas obras. Hoy nuestra atención se centrará en su vida, que puede reconstruirse a través de sus escritos, y en particular de las Confesiones, su extraordinaria autobiografía espiritual, escrita para alabanza de Dios, que es su obra más famosa. Las Confesiones, precisamente por su atención a la interioridad y a la psicología, constituyen un modelo único en la literatura occidental, y no sólo occidental, incluida la no religiosa, hasta la modernidad. Esta atención a la vida espiritual, al misterio del yo, al misterio de Dios que se esconde en el yo, es algo extraordinario, sin precedentes, y permanece para siempre, por decirlo así, como una "cumbre" espiritual.
Pero, volvamos a su vida. San Agustín nació en Tagaste, en la provincia de Numidia, en el África romana, el 13 de noviembre del año 354. Era hijo de Patricio, un pagano que después fue catecúmeno, y de Mónica, cristiana fervorosa. Esta mujer apasionada, venerada como santa, ejerció en su hijo una enorme influencia y lo educó en la fe cristiana. San Agustín había recibido también la sal, como signo de la acogida en el catecumenado. Y siempre quedó fascinado por la figura de Jesucristo; más aún, dice que siempre amó a Jesús, pero que se alejó cada vez más de la fe eclesial, de la práctica eclesial, como sucede también hoy a muchos jóvenes.
San Agustín tenía también un hermano, Navigio, y una hermana, cuyo nombre desconocemos, la cual, tras quedar viuda, fue superiora de un monasterio femenino. El muchacho, de agudísima inteligencia, recibió una buena educación, aunque no siempre fue un estudiante ejemplar. En cualquier caso, estudió bien la gramática, primero en su ciudad natal y después en Madaura y, a partir del año 370, retórica en Cartago, capital del África romana:  llegó a dominar perfectamente el latín, pero no alcanzó el mismo dominio en griego, ni aprendió el púnico, la lengua de sus paisanos.
Precisamente en Cartago san Agustín leyó por primera vez el Hortensius, obra de Cicerón que después se perdió y que se sitúa en el inicio de su camino hacia la conversión. Ese texto ciceroniano despertó en él el amor por la sabiduría, como escribirá, siendo ya obispo, en las Confesiones:  «Aquel libro cambió mis aficiones» hasta el punto de que «de repente me pareció vil toda vana esperanza, y con increíble ardor de corazón deseaba la inmortalidad de la sabiduría» (III, 4, 7).
Pero, dado que estaba convencido de que sin Jesús no puede decirse que se ha encontrado efectivamente la verdad, y dado que en ese libro apasionante faltaba ese nombre, al acabar de leerlo comenzó a leer la Escritura, la Biblia. Pero quedó decepcionado, no sólo porque el estilo latino de la traducción de la sagrada Escritura era deficiente, sino también porque el mismo contenido no le pareció satisfactorio. En las narraciones de la Escritura sobre guerras y otras vicisitudes humanas no encontraba la altura de la filosofía, el esplendor de la búsqueda de la verdad, propio de la filosofía. Sin embargo, no quería vivir sin Dios; buscaba una religión que respondiera a su deseo de verdad y también a su deseo de acercarse a Jesús.
De esta manera, cayó en la red de los maniqueos, que se presentaban como cristianos y prometían una religión totalmente racional. Afirmaban que el mundo se divide en dos principios: el bien y el mal. Así se explicaría toda la complejidad de la historia humana. También la moral dualista atraía a san Agustín, pues implicaba una moral muy elevada para los elegidos; quienes, como él, se adherían a esa moral podían llevar una vida mucho más adecuada a la situación de la época, especialmente los jóvenes.
Por tanto, se hizo maniqueo, convencido en ese momento de que había encontrado la síntesis entre racionalidad, búsqueda de la verdad y amor a Jesucristo. Y sacó también una ventaja concreta para su vida:  la adhesión a los maniqueos abría fáciles perspectivas de carrera. Adherirse a esa religión, que contaba con muchas personalidades influyentes, le permitía seguir su relación con una mujer y progresar en su carrera. De esa mujer tuvo un hijo, Adeodato, al que quería mucho, muy inteligente, que después estaría presente en su preparación para el bautismo junto al lago de Como, participando en los Diálogos que san Agustín nos dejó. Por desgracia, el muchacho falleció prematuramente.
Cuando tenía alrededor de veinte años, fue profesor de gramática en su ciudad natal, pero pronto regresó a Cartago, donde se convirtió en un brillante y famoso maestro de retórica. Con el paso del tiempo, sin embargo, comenzó a alejarse de la fe de los maniqueos, que le decepcionaron precisamente desde el punto de vista intelectual, pues eran incapaces de resolver sus dudas; se trasladó a Roma y después a Milán, donde residía entonces la corte imperial y donde había obtenido un puesto de prestigio, por recomendación del prefecto de Roma, el pagano Simaco, que era hostil al obispo de Milán, san Ambrosio.
En Milán, san Agustín adquirió la costumbre de escuchar, al inicio con el fin de enriquecer su bagaje retórico, las bellísimas predicaciones del obispo san Ambrosio, que había sido representante del emperador para el norte de Italia. El retórico africano quedó fascinado por la palabra del gran prelado milanés; y no sólo por su retórica. Sobre todo el contenido fue tocando cada vez más su corazón.
El gran problema del Antiguo Testamento, de la falta de belleza retórica y de altura filosófica, se resolvió con las predicaciones de san Ambrosio, gracias a la interpretación tipológica del Antiguo Testamento:  san Agustín comprendió que todo el Antiguo Testamento es un camino hacia Jesucristo. De este modo, encontró la clave para comprender la belleza, la profundidad, incluso filosófica, del Antiguo Testamento; y comprendió toda la unidad del misterio de Cristo en la historia, así como la síntesis entre filosofía, racionalidad y fe en el Logos, en Cristo, Verbo eterno, que se hizo carne.
Pronto san Agustín se dio cuenta de que la interpretación alegórica de la Escritura y la filosofía neoplatónica del obispo de Milán le permitían resolver las dificultades intelectuales que, cuando era más joven, en su primer contacto con los textos bíblicos, le habían parecido insuperables.
Así, tras la lectura de los escritos de los filósofos, san Agustín se dedicó a hacer una nueva lectura de la Escritura y sobre todo de las cartas de san Pablo. Por tanto, la conversión al cristianismo, el 15 de agosto del año 386, llegó al final de un largo y agitado camino interior, del que hablaremos en otra catequesis. Se trasladó al campo, al norte de Milán, junto al lago de Como, con su madre Mónica, su hijo Adeodato y un pequeño grupo de amigos, para prepararse al bautismo. Así, a los 32 años, san Agustín fue bautizado por san Ambrosio el 24 de abril del año 387, durante la Vigilia pascual, en la catedral de Milán.
Después del bautismo, san Agustín decidió regresar a África con sus amigos, con la idea de llevar vida en común, al estilo monástico, al servicio de Dios. Pero en Ostia, mientras esperaba para embarcarse, su madre repentinamente se enfermó y poco más tarde murió, destrozando el corazón de su hijo.
Tras regresar finalmente a su patria, el convertido se estableció en Hipona para fundar allí un monasterio. En esa ciudad de la costa africana, a pesar de resistirse, fue ordenado presbítero en el año 391 y comenzó con algunos compañeros la vida monástica en la que pensaba desde hacía bastante tiempo, repartiendo su tiempo entre la oración, el estudio y la predicación. Quería dedicarse sólo al servicio de la verdad; no se sentía llamado a la vida pastoral, pero después comprendió que la llamada de Dios significaba ser pastor entre los demás y así ofrecerles el don de la verdad. En Hipona, cuatro años después, en el año 395, fue consagrado obispo.
Al seguir profundizando en el estudio de las Escrituras y de los textos de la tradición cristiana, san Agustín se convirtió en un obispo ejemplar por su incansable compromiso pastoral:  predicaba varias veces a la semana a sus fieles, ayudaba a los pobres y a los huérfanos, cuidaba la formación del clero y la organización de monasterios femeninos y masculinos.
En poco tiempo, el antiguo retórico se convirtió en uno de los exponentes más importantes del cristianismo de esa época:  muy activo en el gobierno de su diócesis, también con notables implicaciones civiles, en sus más de 35 años de episcopado, el obispo de Hipona influyó notablemente en la dirección de la Iglesia católica del África romana y, más en general, en el cristianismo de su tiempo, afrontando tendencias religiosas y herejías tenaces y disgregadoras, como el maniqueísmo, el donatismo y el pelagianismo, que ponían en peligro la fe cristiana en el Dios único y rico en misericordia.
Y san Agustín se encomendó a Dios cada día, hasta el final de su vida:  afectado por la fiebre mientras la ciudad de Hipona se encontraba asediada desde hacía casi tres meses por los vándalos invasores, como cuenta su amigo Posidio en la Vita Augustini, el obispo pidió que le transcribieran con letras grandes los salmos penitenciales "y pidió que colgaran las hojas en la pared de enfrente, de manera que desde la cama, durante su enfermedad, los podía ver y leer, y lloraba intensamente sin interrupción" (31, 2). Así pasaron los últimos días de la vida de san Agustín, que falleció el 28 de agosto del año 430, sin haber cumplido los 76 años. A sus obras, a su mensaje y a su experiencia interior dedicaremos los próximos encuentros.

San Agustín (2)- 16 de enero
Queridos hermanos y hermanas:
Hoy, al igual que el miércoles pasado, quiero hablar del gran obispo de Hipona, san Agustín. Cuatro años antes de morir, quiso nombrar a su sucesor. Por eso, el 26 de septiembre del año 426, reunió al pueblo en la basílica de la Paz, en Hipona, para presentar a los fieles a quien había designado para esa misión. Dijo: «En esta vida todos somos mortales, pero para cada persona el último día de esta vida es siempre incierto. Sin embargo, en la infancia se espera llegar a la adolescencia; en la adolescencia, a la juventud; en la juventud, a la edad adulta; en la edad adulta, a la edad madura; en la edad madura, a la vejez. Nadie está seguro de que llegará, pero lo espera. La vejez, por el contrario, no tiene ante sí otro período en el que poder esperar; su misma duración es incierta... Yo, por voluntad de Dios, llegué a esta ciudad en el vigor de mi vida; pero ahora mi juventud ha pasado y ya soy viejo» (Ep. 213, 1).
En ese momento, san Agustín dio el nombre de su sucesor designado, el sacerdote Heraclio. La asamblea estalló en un aplauso de aprobación repitiendo veintitrés veces: «¡Demos gracias a Dios! ¡Alabemos a Cristo!». Con otras aclamaciones, los fieles aprobaron, además, lo que después dijo san Agustín sobre sus propósitos para su futuro: quería dedicar los años que le quedaban a un estudio más intenso de las sagradas Escrituras (cf. Ep. 213, 6).
De hecho, en los cuatro años siguientes llevó a cabo una extraordinaria actividad intelectual:  escribió obras importantes, emprendió otras no menos relevantes, mantuvo debates públicos con los herejes —siempre buscaba el diálogo—, promovió la paz en las provincias africanas amenazadas por las tribus bárbaras del sur.
En este sentido escribió al conde Darío, que había ido a África para tratar de solucionar la disputa entre el conde Bonifacio y la corte imperial, de la que se estaban aprovechando las tribus de los moros para sus correrías:  «Acabar con la guerra mediante la palabra, y buscar o mantener la paz con la paz y no con la guerra, es un título de gloria mucho mayor que matar a los hombres con la espada. Ciertamente, incluso quienes combaten, si son buenos, buscan sin duda la paz, pero a costa de derramar sangre. Tú, por el contrario, has sido enviado precisamente para impedir que haya derramamiento de sangre» (Ep. 229, 2).
Por desgracia, la esperanza de una pacificación de los territorios africanos quedó defraudada:  en mayo del año 429 los vándalos, invitados a África como venganza por el mismo Bonifacio, pasaron el estrecho de Gibraltar y penetraron en Mauritania. La invasión se extendió rápidamente por las otras ricas provincias africanas. En mayo o junio del año 430, «los destructores del imperio romano», como califica Posidio a esos bárbaros (Vida, 30, 1), ya rodeaban Hipona, asediándola.
En la ciudad se había refugiado también Bonifacio, el cual, habiéndose reconciliado demasiado tarde con la corte, trataba en vano de bloquear el paso a los invasores. El biógrafo Posidio describe el dolor de san Agustín: «Las lágrimas eran, más que de costumbre, su pan día y noche y, habiendo llegado ya al final de su vida, vivía su vejez en la amargura y en el luto más que los demás» (Vida, 28, 6). Y explica: «Ese hombre de Dios veía las matanzas y las destrucciones de las ciudades; las casas destruidas en los campos y a los habitantes asesinados por los enemigos o desplazados; las iglesias sin sacerdotes y ministros; las vírgenes consagradas y los religiosos dispersos por doquier; entre ellos, algunos habían desfallecido en las torturas, otros habían sido asesinados con la espada, otros habían sido hechos prisioneros, perdida la integridad del alma y del cuerpo e incluso la fe, reducidos a una dolorosa y larga esclavitud por los enemigos» (ib., 28, 8).
Aunque era anciano y estaba cansado, san Agustín permaneció en la brecha, confortándose a sí mismo y a los demás con la oración y con la meditación de los misteriosos designios de la Providencia. Al respecto, hablaba de la "vejez del mundo" —y en realidad ese mundo romano era viejo—; hablaba de esta vejez como lo había hecho ya algunos años antes para consolar a los refugiados procedentes de Italia, cuando en el año 410 los godos de Alarico invadieron la ciudad de Roma.
En la vejez —decía— abundan los achaques: tos, catarro, legañas, ansiedad, agotamiento. Pero si el mundo envejece, Cristo es siempre joven. Por eso, hacía la invitación: «No rechaces rejuvenecer con Cristo, incluso en un mundo envejecido. Él te dice:  "No temas, tu juventud se renovará como la del águila"» (cf. Serm. 81, 8). Por eso el cristiano no debe abatirse, incluso en situaciones difíciles, sino que ha de esforzarse por ayudar a los necesitados.
Es lo que el gran doctor sugiere respondiendo al obispo de Tiabe, Honorato, el cual le había preguntado si, ante la amenaza de las invasiones bárbaras, un obispo o un sacerdote o cualquier hombre de Iglesia podía huir para salvar la vida:  «Cuando el peligro es común a todos, es decir, para obispos, clérigos y laicos, quienes tienen necesidad de los demás no deben ser abandonados por aquellos de quienes tienen necesidad. En este caso, todos deben refugiarse en lugares seguros; pero si algunos necesitan quedarse, no los han de abandonar quienes tienen el deber de asistirles con el ministerio sagrado, de manera que o se salven juntos o juntos soporten las calamidades que el Padre de familia quiera que sufran» (Ep. 228, 2). Y concluía:  «Esta es la prueba suprema de la caridad» (ib., 3). ¿Cómo no reconocer en estas palabras el heroico mensaje que tantos sacerdotes, a lo largo de los siglos, han acogido y hecho propio?
Mientras tanto la ciudad de Hipona resistía. La casa-monasterio de san Agustín había abierto sus puertas para acoger a sus hermanos en el episcopado que pedían hospitalidad. Entre estos se encontraba también Posidio, que había sido su discípulo, el cual de este modo pudo dejarnos el testimonio directo de aquellos últimos y dramáticos días.
«En el tercer mes de aquel asedio —narra— se acostó con fiebre:  era su última enfermedad» (Vida, 29, 3). El santo anciano aprovechó aquel momento, finalmente libre, para dedicarse con más intensidad a la oración. Solía decir que nadie, obispo, religioso o laico, por más irreprensible que pudiera parecer su conducta, puede afrontar la muerte sin una adecuada penitencia. Por este motivo, repetía continuamente entre lágrimas los salmos penitenciales, que tantas veces había recitado con el pueblo (cf. ib., 31, 2).
Cuanto más se agravaba su enfermedad, más necesidad sentía el obispo moribundo de soledad y de oración: «Para que nadie le molestara en su recogimiento, unos diez días antes de abandonar el cuerpo nos pidió a los presentes que no dejáramos entrar a nadie en su habitación, a excepción de los momentos en los que los médicos iban a visitarlo o cuando le llevaban la comida. Su voluntad se cumplió escrupulosamente y durante todo ese tiempo él se dedicaba a la oración» (ib., 31, 3). Murió el 28 de agosto del año 430: su gran corazón finalmente pudo descansar en Dios.
«Para la inhumación de su cuerpo —informa Posidio— se ofreció a Dios el sacrificio, al que asistimos, y después fue sepultado» (Vida, 31, 5). Su cuerpo, en fecha incierta, fue trasladado a Cerdeña y, hacia el año 725, a Pavía, a la basílica de San Pedro en el Cielo de Oro, donde descansa en la actualidad. Su primer biógrafo da de él este juicio conclusivo: «Dejó a la Iglesia un clero muy numeroso, así como monasterios de hombres y de mujeres llenos de personas con voto de continencia bajo la obediencia de sus superiores, además de bibliotecas que contenían los libros y discursos suyos y de otros santos, gracias a los cuales se conoce cuál ha sido por gracia de Dios su mérito y su grandeza en la Iglesia, y en los cuales los fieles siempre lo encuentran vivo» (Posidio, Vida, 31, 8).
Es un juicio que podemos compartir: en sus escritos también nosotros lo «encontramos vivo». Cuando leo los escritos de san Agustín no tengo la impresión de que se trate de un hombre que murió hace más o menos mil seiscientos años, sino que lo siento como un hombre de hoy:  un amigo, un contemporáneo que me habla, que nos habla con su fe lozana y actual.
En san Agustín, que nos habla, que me habla a mí en sus escritos, vemos la actualidad permanente de su fe, de la fe que viene de Cristo, Verbo eterno encarnado, Hijo de Dios e Hijo del hombre. Y podemos ver que esta fe no es de ayer, aunque haya sido predicada ayer; es siempre actual, porque Cristo es realmente ayer, hoy y para siempre. Él es el camino, la verdad y la vida. De este modo san Agustín nos impulsa a confiar en este Cristo siempre vivo y a encontrar así el camino de la vida. 

San Agustín (3) - 30 de enero
Armonía entre fe y razón
Queridos amigos:
Después de la Semana de oración por la unidad de los cristianos volvemos hoy a hablar de la gran figura de san Agustín. Mi querido predecesor Juan Pablo II le dedicó, en 1986, es decir, en el decimosexto centenario de su conversión, un largo y denso documento, la carta apostólica Augustinum Hipponensem (cf. L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 14 de septiembre de 1986, pp. 15-21). El mismo Papa definió ese texto como «una acción de gracias a Dios por el don que hizo a la Iglesia, y mediante ella a la humanidad entera, gracias a aquella admirable conversión» (n. 1).
Sobre el tema de la conversión hablaré en una próxima audiencia. Es un tema fundamental, no sólo para su vida personal, sino también para la nuestra. En el evangelio del domingo pasado el Señor mismo resumió su predicación con la palabra:  "Convertíos". Siguiendo el camino de san Agustín, podríamos meditar en lo que significa esta conversión:  es algo definitivo, decisivo, pero la decisión fundamental debe desarrollarse, debe realizarse en toda nuestra vida.
La catequesis de hoy está dedicada, en cambio, al tema de la fe y la razón, un tema determinante, o mejor, el tema determinante de la biografía de san Agustín. De niño había aprendido de su madre, santa Mónica, la fe católica. Pero siendo adolescente había abandonado esta fe porque ya no lograba ver su racionalidad y no quería una religión que no fuera también para él expresión de la razón, es decir, de la verdad. Su sed de verdad era radical y lo llevó a alejarse de la fe católica. Pero era tan radical que no podía contentarse con filosofías que no llegaran a la verdad misma, que no llegaran hasta Dios. Y a un Dios que no fuera sólo una hipótesis cosmológica última, sino que fuera el verdadero Dios, el Dios que da la vida y que entra en nuestra misma vida. De este modo, todo el itinerario intelectual y espiritual de san Agustín constituye un modelo válido también hoy en la relación entre fe y razón, tema no sólo para hombres creyentes, sino también para todo hombre que busca la verdad, tema central para el equilibrio y el destino de todo ser humano.
Estas dos dimensiones, fe y razón, no deben separarse ni contraponerse, sino que deben estar siempre unidas. Como escribió san Agustín tras su conversión, fe y razón son "las dos fuerzas que nos llevan a conocer" (Contra academicos, III, 20, 43). A este respecto, son justamente célebres sus dos fórmulas (cf. Sermones, 43, 9) con las que expresa esta síntesis coherente entre fe y razón:  crede ut intelligas ("cree para comprender") —creer abre el camino para cruzar la puerta de la verdad—, pero también y de manera inseparable, intellige ut credas ("comprende para creer"), escruta la verdad para poder encontrar a Dios y creer.
Las dos afirmaciones de san Agustín expresan con gran eficacia y profundidad la síntesis de este problema, en la que la Iglesia católica ve manifestado su camino. Históricamente esta síntesis se fue formando, ya antes de la venida de Cristo, en el encuentro entre la fe judía y el pensamiento griego en el judaísmo helenístico. Sucesivamente, en la historia, esta síntesis fue retomada y desarrollada por muchos pensadores cristianos. La armonía entre fe y razón significa sobre todo que Dios no está lejos:  no está lejos de nuestra razón y de nuestra vida; está cerca de todo ser humano, cerca de nuestro corazón y de nuestra razón, si realmente nos ponemos en camino.
San Agustín experimentó con extraordinaria intensidad esta cercanía de Dios al hombre. La presencia de Dios en el hombre es profunda y al mismo tiempo misteriosa, pero puede reconocerse y descubrirse en la propia intimidad:  no hay que salir fuera —afirma el convertido—; "vuelve a ti mismo. La verdad habita en lo más íntimo del hombre. Y si encuentras que tu naturaleza es mudable, trasciéndete a ti mismo. Pero, al hacerlo, recuerda que trasciendes un alma que razona. Así pues, dirígete adonde se enciende la luz misma de la razón" (De vera religione, 39, 72). Con una afirmación famosísima del inicio de las Confesiones, autobiografía espiritual escrita en alabanza de Dios, él mismo subraya:  "Nos hiciste, Señor, para ti, y nuestro corazón está inquieto, hasta que descanse en ti" (I, 1, 1).
La lejanía de Dios equivale, por tanto, a la lejanía de sí mismos. "Porque tú —reconoce san Agustín (Confesiones, III, 6, 11)— estabas más dentro de mí que lo más íntimo de mí, y más alto que lo supremo de mi ser" ("interior intimo meo et superior summo meo"), hasta el punto de que, como añade en otro pasaje recordando el tiempo precedente a su conversión, "tú estabas, ciertamente, delante de mí, mas yo me había alejado también de mí, y no acertaba a hallarme, ¡cuánto menos a ti!" (Confesiones, V, 2, 2).
Precisamente porque san Agustín vivió a fondo este itinerario intelectual y espiritual, supo presentarlo en sus obras con tanta claridad, profundidad y sabiduría, reconociendo en otros dos famosos pasajes de las Confesiones (IV, 4, 9 y 14, 22) que el hombre es "un gran enigma" (magna quaestio) y "un gran abismo" (grande profundum), enigma y abismo que sólo Cristo ilumina y colma. Esto es importante:  quien está lejos de Dios también está lejos de sí mismo, alienado de sí mismo, y sólo puede encontrarse a sí mismo si se encuentra con Dios. De este modo logra llegar a sí mismo, a su verdadero yo, a su verdadera identidad.
El ser humano —subraya después san Agustín en el De civitate Dei (XII, 27)— es sociable por naturaleza pero antisocial por vicio, y quien lo salva es Cristo, único mediador entre Dios y la humanidad, y "camino universal de la libertad y de la salvación", como repitió mi predecesor Juan Pablo II (Augustinum Hipponensem, 21). Fuera de este camino, que nunca le ha faltado al género humano —afirma también san Agustín en esa misma obra— "nadie ha sido liberado nunca, nadie es liberado y nadie será liberado" (De civitate Dei X, 32, 2). Como único mediador de la salvación, Cristo es cabeza de la Iglesia y está unido místicamente a ella, hasta el punto de que san Agustín puede afirmar:  "Nos hemos convertido en Cristo. En efecto, si él es la cabeza, nosotros somos sus miembros; el hombre total es él y nosotros" (In Iohannis evangelium tractatus, 21, 8).
Según la concepción de san Agustín, la Iglesia, pueblo de Dios y casa de Dios, está por tanto íntimamente vinculada al concepto de Cuerpo de Cristo, fundamentada en la relectura cristológica del Antiguo Testamento y en la vida sacramental centrada en la Eucaristía, en la que el Señor nos da su Cuerpo y nos transforma en su Cuerpo. Por tanto, es fundamental que la Iglesia, pueblo de Dios, en sentido cristológico y no en sentido sociológico, esté verdaderamente insertada en Cristo, el cual, como afirma san Agustín en una página hermosísima, "ora por nosotros, ora en nosotros; nosotros oramos a él; él ora por nosotros como sacerdote; ora en nosotros como nuestra cabeza; y nosotros oramos a él como a nuestro Dios; por tanto, reconocemos en él nuestra voz y la suya en nosotros" (Enarrationes in Psalmos, 85, 1).
En la conclusión de la carta apostólica Augustinum Hipponensem, Juan Pablo II pregunta al mismo santo qué quería decir a los hombres de hoy y responde, ante todo, con las palabras que san Agustín escribió en una carta dictada poco después de su conversión:  "A mí me parece que hay que conducir de nuevo a los hombres... a la esperanza de encontrar la verdad" (Ep., 1, 1), la verdad que es Cristo mismo, Dios verdadero, a quien se dirige una de las oraciones más hermosas y famosas de las Confesiones (X, 27, 38):  "Tarde te amé, hermosura tan antigua, y tan nueva, tarde te amé. Y he aquí que tú estabas dentro de mí, y yo fuera, y fuera te buscaba yo, y me arrojaba sobre esas hermosuras que tú creaste. Tú estabas conmigo, mas yo no estaba contigo. Me mantenían lejos de ti aquellas cosas que, si no estuviesen en ti, no existirían. Llamaste y gritaste, y rompiste mi sordera; brillaste y resplandeciste, y ahuyentaste mi ceguera; exhalaste tu fragancia, la respiré y suspiro por ti; te gusté y tengo hambre y sed de ti; me tocaste y me abrasé en tu paz".
San Agustín encontró a Dios y durante toda su vida lo experimentó hasta el punto de que esta realidad —que es ante todo el encuentro con una Persona, Jesús— cambió su vida, como cambia la de cuantos, hombres y mujeres, en cualquier tiempo, tienen la gracia de encontrarse con él. Pidamos al Señor que nos dé esta gracia y nos haga encontrar así su paz. 

San Agustín (4) - 20 de febrero
Las Obras de san Agustín
Queridos hermanos y hermanas: 
Tras la pausa de los ejercicios espirituales de la semana pasada, hoy volvemos a presentar la gran figura de san Agustín, sobre el que ya he hablado varias veces en las catequesis del miércoles. Es el Padre de la Iglesia que ha dejado el mayor número de obras, y de ellas quiero hablar hoy brevemente. Algunos de los escritos de san Agustín son de fundamental importancia, no sólo para la historia del cristianismo, sino también para la formación de toda la cultura occidental:  el ejemplo más claro son las Confesiones, sin duda uno de los libros de la antigüedad cristiana más leídos todavía hoy. Al igual que varios Padres de la Iglesia de los primeros siglos, aunque en una medida incomparablemente más amplia, también el obispo de Hipona ejerció una influencia amplia y persistente, como lo demuestra la sobreabundante tradición manuscrita de sus obras, que son realmente numerosas.
Él mismo las revisó algunos años antes de morir en las Retractationes y poco después de su muerte fueron cuidadosamente registradas en el Indiculus ("índice") añadido por su fiel amigo Posidio a la biografía de san Agustín, Vita Augustini. La lista de las obras de san Agustín fue realizada con el objetivo explícito de salvaguardar su memoria mientras la invasión de los vándalos se extendía por toda el África romana y contabiliza mil treinta escritos numerados por su autor, junto con otros "que no pueden numerarse porque no les puso ningún número".
Posidio, obispo de una ciudad cercana, dictaba estas palabras precisamente en Hipona, donde se había refugiado y donde había asistido a la muerte de su amigo, y casi seguramente se basaba en el catálogo de la biblioteca personal de san Agustín. Hoy han sobrevivido más de trescientas cartas del obispo de Hipona, y casi seiscientas homilías, pero estas originalmente eran muchas más, quizá entre tres mil y cuatro mil, fruto de cuatro décadas de predicación del antiguo retórico, que había decidido seguir a Jesús, dejando de hablar a los grandes de la corte imperial para dirigirse a la población sencilla de Hipona.
En años recientes, el descubrimiento de un grupo de cartas y de algunas homilías ha enriquecido nuestro conocimiento de este gran Padre de la Iglesia. "Muchos libros —escribe Posidio— fueron redactados y publicados por él, muchas predicaciones fueron pronunciadas en la iglesia, transcritas y corregidas, ya sea para confutar a herejes ya sea para interpretar las sagradas Escrituras para edificación de los santos hijos de la Iglesia. Estas obras —subraya el obispo amigo— son tan numerosas que a duras penas un estudioso tiene la posibilidad de leerlas y aprender a conocerlas" (Vita Augustini, 18, 9).
Entre la producción literaria de san Agustín —por tanto, más de mil publicaciones subdivididas en escritos filosóficos, apologéticos, doctrinales, morales, monásticos, exegéticos y contra los herejes, además de las cartas y homilías— destacan algunas obras excepcionales de gran importancia teológica y filosófica. Ante todo, hay que recordar las Confesiones, antes mencionadas, escritas en trece libros entre los años 397 y 400 para alabanza de Dios. Son una especie de autobiografía en forma de diálogo con Dios. Este género literario refleja precisamente la vida de san Agustín, que no estaba cerrada en sí misma, dispersa en muchas cosas, sino vivida esencialmente como un diálogo con Dios y, de este modo, una vida con los demás.
El título Confesiones indica ya lo específico de esta autobiografía. En el latín cristiano desarrollado por la tradición de los Salmos, la palabra confessiones tiene dos significados, que se entrecruzan. Confessiones indica, en primer lugar, la confesión de las propias debilidades, de la miseria de los pecados; pero al mismo tiempo, confessiones significa alabanza a Dios, reconocimiento de Dios. Ver la propia miseria a la luz de Dios se convierte en alabanza a Dios y en acción de gracias porque
Dios nos ama y nos acepta, nos transforma y nos eleva hacia sí mismo.
Sobre estas Confesiones, que tuvieron gran éxito ya en vida de san Agustín, escribió él mismo:  "Han ejercido sobre mí un gran influjo mientras las escribía y lo siguen ejerciendo todavía cuando las vuelvo a leer. Hay muchos hermanos a quienes gustan estas obras" (Retractationes, II, 6):  y tengo que reconocer que yo también soy uno de estos "hermanos". Gracias a las Confesiones podemos seguir, paso a paso, el camino interior de este hombre extraordinario y apasionado por Dios.
Menos difundidas, aunque igualmente originales y muy importantes son, también, las Retractationes, redactadas en dos libros en torno al año 427, en las que san Agustín, ya anciano, realiza una labor de "revisión" (retractatio) de toda su obra escrita, dejando así un documento literario singular y sumamente precioso, pero también una enseñanza de sinceridad y de humildad intelectual.
De civitate Dei, obra imponente y decisiva para el desarrollo del pensamiento político occidental y para la teología cristiana de la historia, fue escrita entre los años 413 y 426 en veintidós libros. La ocasión fue el saqueo de Roma por parte de los godos en el año 410. Muchos paganos de entonces, y también muchos cristianos, habían dicho:  Roma ha caído, ahora el Dios cristiano y los apóstoles ya no pueden proteger la ciudad. Durante la presencia de las divinidades paganas, Roma era caput mundi, la gran capital, y nadie podía imaginar que caería en manos de los enemigos. Ahora, con el Dios cristiano, esta gran ciudad ya no parecía segura. Por tanto, el Dios de los cristianos no protegía, no podía ser el Dios a quien convenía encomendarse. A esta objeción, que también tocaba profundamente el corazón de los cristianos, responde san Agustín con esta grandiosa obra, De civitate Dei, aclarando qué es lo que debían esperarse de Dios y qué es lo que no podían esperar de él, cuál es la relación entre la esfera política y la esfera de la fe, de la Iglesia. Este libro sigue siendo una fuente para definir bien la auténtica laicidad y la competencia de la Iglesia, la grande y verdadera esperanza que nos da la fe.
Este gran libro es una presentación de la historia de la humanidad gobernada por la divina Providencia, pero actualmente dividida en dos amores. Y este es el designio fundamental, su interpretación de la historia, la lucha entre dos amores:  el amor a sí mismo "hasta el desprecio de Dios" y el amor a Dios "hasta el desprecio de sí mismo", (De civitate Dei, XIV, 28), hasta la plena libertad de sí mismo para los demás a la luz de Dios. Este es, tal vez, el mayor libro de san Agustín, de una importancia permanente.
Igualmente importante es el De Trinitate, obra en quince libros sobre el núcleo principal de la fe cristiana, la fe en el Dios trino, escrita en dos tiempos:  entre los años 399 y 412 los primeros doce libros, publicados sin saberlo san Agustín, el cual hacia el año 420 los completó y revisó toda la obra. En ella reflexiona sobre el rostro de Dios y trata de comprender este misterio de Dios, que es único, el único creador del mundo, de todos nosotros:  precisamente este Dios único es trinitario, un círculo de amor. Trata de comprender el misterio insondable:  precisamente su ser trinitario, en tres Personas, es la unidad más real y profunda del único Dios.
El libro De doctrina christiana es, en cambio, una auténtica introducción cultural a la interpretación de la Biblia y, en definitiva, al cristianismo mismo, y tuvo una importancia decisiva en la formación de la cultura occidental.
Con gran humildad, san Agustín fue ciertamente consciente de su propia talla intelectual. Pero para él era más importante llevar el mensaje cristiano a los sencillos que redactar grandes obras de elevado nivel teológico. Esta intención profunda, que le guió durante toda su vida, se manifiesta en una carta escrita a su colega Evodio, en la que le comunica la decisión de dejar de dictar por el momento los libros del De Trinitate, "pues son demasiado densos y creo que son pocos los que los pueden entender; urgen más textos que esperamos sean útiles a muchos" (Epistulae, 169, 1, 1). Por tanto, para él era más útil comunicar la fe de manera comprensible para todos, que escribir grandes obras teológicas.
La gran responsabilidad que sentía por la divulgación del mensaje cristiano se encuentra en el origen de escritos como el De catechizandis rudibus, una teoría y también una práctica de la catequesis, o el Psalmus contra partem Donati. Los donatistas eran el gran problema del África de san Agustín, un cisma específicamente africano. Los donatistas afirmaban:  la auténtica cristiandad es la africana. Se oponían a la unidad de la Iglesia. Contra este cisma el gran obispo luchó durante toda su vida, tratando de convencer a los donatistas de que incluso la africanidad sólo puede ser verdadera en la unidad. Y para que le entendieran los sencillos, los que no podían comprender el gran latín del retórico, dijo:  tengo que escribir incluso con errores gramaticales, en un latín muy simplificado. Y lo hizo, sobre todo en este Psalmus, una especie de poesía sencilla contra los donatistas para ayudar a toda la gente a comprender que sólo en la unidad de la Iglesia se realiza realmente para todos nuestra relación con Dios y crece la paz en el mundo.
En esta producción destinada a un público más amplio reviste particular importancia su gran número de homilías, con frecuencia improvisadas, transcritas por taquígrafos durante la predicación e inmediatamente puestas en circulación. Entre estas destacan las bellísimas Enarrationes in Psalmos, muy leídas en la Edad Media. La publicación de las miles de homilías de san Agustín —con frecuencia sin el control del autor— explica su amplia difusión y su dispersión sucesiva, así como su vitalidad. Inmediatamente las predicaciones del obispo de Hipona, por la fama del autor, se convirtieron en textos sumamente requeridos. Para los demás obispos y sacerdotes servían también de modelos, adaptados a contextos siempre nuevos.
En la tradición iconográfica, un fresco de Letrán que se remonta al siglo VI, representa a san Agustín con un libro en la mano (véase la foto), no sólo para expresar su producción literaria, que tanta influencia ejerció en la mentalidad y en el pensamiento cristianos, sino también para expresar su amor por los libros, por la lectura y el conocimiento de la gran cultura precedente. A su muerte, cuenta Posidio, no dejó nada, pero "recomendaba siempre que se conservara diligentemente para las futuras generaciones la biblioteca de la iglesia con todos sus códices", sobre todo los de sus obras. En estas, subraya Posidio, san Agustín está "siempre vivo" y es muy útil para quien lee sus escritos, aunque —concluye— "creo que pudieron sacar más provecho de su contacto los que lo pudieron ver y escuchar cuando hablaba personalmente en la iglesia, y sobre todo los que fueron testigos de su vida cotidiana entre la gente" (Vita Augustini, 31).
Sí, también a nosotros nos hubiera gustado poderlo escuchar vivo. Pero sigue realmente vivo en sus escritos, está presente en nosotros y de este modo vemos también la permanente vitalidad de la fe por la que dio toda su vida.

San Agustín (5) - 27 de febrero
Las conversiones
Queridos hermanos y hermanas:
Con el encuentro de hoy quiero concluir la presentación de la figura de san Agustín. Después de comentar su vida, sus obras, y algunos aspectos de su pensamiento, hoy quiero volver a hablar de su experiencia interior, que hizo de él uno de los más grandes convertidos de la historia cristiana. A esta experiencia dediqué en particular mi reflexión durante la peregrinación que realicé a Pavía, el año pasado, para venerar los restos mortales de este Padre de la Iglesia. De ese modo le expresé el homenaje de toda la Iglesia católica, y al mismo tiempo manifesté mi personal devoción y reconocimiento con respecto a una figura a la que me siento muy unido por el influjo que ha tenido en mi vida de teólogo, de sacerdote y de pastor.
Todavía hoy es posible revivir la historia de san Agustín sobre todo gracias a las Confesiones, escritas para alabanza de Dios, que constituyen el origen de una de las formas literarias más específicas de Occidente, la autobiografía, es decir, la expresión personal de la propia conciencia. Pues bien, cualquiera que se acerque a este extraordinario y fascinante libro, muy leído todavía hoy, fácilmente se da cuenta de que la conversión de san Agustín no fue repentina ni se realizó plenamente desde el inicio, sino que puede definirse más bien como un auténtico camino, que sigue siendo un modelo para cada uno de nosotros.
Ciertamente, este itinerario culminó con la conversión y después con el bautismo, pero no se concluyó en aquella Vigilia pascual del año 387, cuando en Milán el retórico africano fue bautizado por el obispo san Ambrosio. El camino de conversión de san Agustín continuó humildemente hasta el final de su vida, y se puede decir con verdad que sus diferentes etapas —se pueden distinguir fácilmente tres— son una única y gran conversión.
San Agustín buscó apasionadamente la verdad: lo hizo desde el inicio y después durante toda su vida. La primera etapa en su camino de conversión se realizó precisamente en el acercamiento progresivo al cristianismo. En realidad, había recibido de su madre, santa Mónica, a la que siempre estuvo muy unido, una educación cristiana y, a pesar de que en su juventud había llevado una vida desordenada, siempre sintió una profunda atracción por Cristo, habiendo bebido con la leche materna, como él mismo subraya (cf. Confesiones, III, 4, 8), el amor al nombre del Señor.
Pero también la filosofía, sobre todo la platónica, había contribuido a acercarlo más a Cristo, manifestándole la existencia del Logos, la razón creadora. Los libros de los filósofos le indicaban que existe la razón, de la que procede todo el mundo, pero no le decían cómo alcanzar este Logos, que parecía tan lejano. Sólo la lectura de las cartas de san Pablo, en la fe de la Iglesia católica, le reveló plenamente la verdad. San Agustín sintetizó esta experiencia en una de las páginas más famosas de las Confesiones: cuenta que, en el tormento de sus reflexiones, habiéndose retirado a un jardín, escuchó de repente una voz infantil que repetía una cantilena que nunca antes había escuchado: «tolle, lege; tolle, lege», «toma, lee; toma, lee» (VIII, 12, 29). Entonces se acordó de la conversión de san Antonio, padre del monaquismo, y solícitamente volvió a tomar el códice de san Pablo que poco antes tenía en sus manos: lo abrió y la mirada se fijó en el pasaje de la carta a los Romanos donde el Apóstol exhorta a abandonar las obras de la carne y a revestirse de Cristo (Rm 13, 13-14).
Había comprendido que esas palabras, en aquel momento, se dirigían personalmente a él, procedían de Dios a través del Apóstol y le indicaban qué debía hacer en ese momento. Así sintió cómo se disipaban las tinieblas de la duda y quedaba libre para entregarse totalmente a Cristo: «Habías convertido a ti mi ser», comenta (Confesiones, VIII, 12, 30). Esta fue la conversión primera y decisiva.
El retórico africano llegó a esta etapa fundamental de su largo camino gracias a su pasión por el hombre y por la verdad, pasión que lo llevó a buscar a Dios, grande e inaccesible. La fe en Cristo le hizo comprender que en realidad Dios no estaba tan lejos como parecía. Se había hecho cercano a nosotros, convirtiéndose en uno de nosotros. En este sentido, la fe en Cristo llevó a cumplimiento la larga búsqueda de san Agustín en el camino de la verdad. Sólo un Dios que se ha hecho «tocable», uno de nosotros, era realmente un Dios al que se podía rezar, por el cual y en el cual se podía vivir.
Es un camino que hay que recorrer con valentía y al mismo tiempo con humildad, abiertos a una purificación permanente, que todos necesitamos siempre. Pero, como hemos dicho, el camino de san Agustín no había concluido con aquella Vigilia pascual del año 387. Al regresar a África, fundó un pequeño monasterio y se retiró a él, junto a unos pocos amigos, para dedicarse a la vida contemplativa y al estudio. Este era el sueño de su vida. Ahora estaba llamado a vivir totalmente para la verdad, con la verdad, en la amistad de Cristo, que es la verdad. Un hermoso sueño que duró tres años, hasta que, contra su voluntad, fue consagrado sacerdote en Hipona y destinado a servir a los fieles. Ciertamente siguió viviendo con Cristo y por Cristo, pero al servicio de todos. Esto le resultaba muy difícil, pero desde el inicio comprendió que sólo podía realmente vivir con Cristo y por Cristo viviendo para los demás, y no simplemente para su contemplación privada.
Así, renunciando a una vida consagrada sólo a la meditación, san Agustín aprendió, a menudo con dificultad, a poner a disposición el fruto de su inteligencia para beneficio de los demás. Aprendió a comunicar su fe a la gente sencilla y a vivir así para ella en aquella ciudad que se convirtió en su ciudad, desempeñando incansablemente una actividad generosa y pesada, que describe con estas palabras en uno de sus bellísimos sermones: «Continuamente predicar, discutir, reprender, edificar, estar a disposición de todos, es una gran carga y un gran peso, una enorme fatiga» (Serm. 339, 4). Pero cargó con este peso, comprendiendo que precisamente así podía estar más cerca de Cristo. Su segunda conversión consistió en comprender que se llega a los demás con sencillez y humildad.
Pero hay una última etapa en el camino de san Agustín, una tercera conversión: la que lo llevó a pedir perdón a Dios cada día de su vida. Al inicio, había pensado que una vez bautizado, en la vida de comunión con Cristo, en los sacramentos, en la celebración de la Eucaristía, iba a llegar a la vida propuesta en el Sermón de la montaña: a la perfección donada en el bautismo y reconfirmada en la Eucaristía. En la última parte de su vida comprendió que no era verdad lo que había dicho en sus primeras predicaciones sobre el Sermón de la montaña: es decir, que nosotros, como cristianos, vivimos ahora permanentemente este ideal. Sólo Cristo mismo realiza verdadera y completamente el Sermón de la montaña. Nosotros siempre tenemos necesidad de ser lavados por Cristo, que nos lava los pies, y de ser renovados por él. Tenemos necesidad de una conversión permanente. Hasta el final necesitamos esta humildad que reconoce que somos pecadores en camino, hasta que el Señor nos da la mano definitivamente y nos introduce en la vida eterna. San Agustín murió con esta última actitud de humildad, vivida día tras día.
Esta actitud de humildad profunda ante el único Señor Jesús lo introdujo en la experiencia de una humildad también intelectual. San Agustín, que es una de las figuras más grandes en la historia del pensamiento, en los últimos años de su vida quiso someter a un lúcido examen crítico sus numerosísimas obras. Surgieron así las Retractationes («Revisiones»), que de este modo introducen su pensamiento teológico, verdaderamente grande, en la fe humilde y santa de aquella a la que llama sencillamente con el nombre de Catholica, es decir, la Iglesia. «He comprendido —escribe precisamente en este originalísimo libro (I, 19, 1-3)— que uno sólo es verdaderamente perfecto y que las palabras del Sermón de la montaña sólo se realizan totalmente en uno solo: en Jesucristo mismo. Toda la Iglesia, por el contrario —todos nosotros, incluidos los Apóstoles—, debemos rezar cada día: Perdona nuestras ofensas, como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden».
San Agustín, convertido a Cristo, que es verdad y amor, lo siguió durante toda la vida y se transformó en un modelo para todo ser humano, para todos nosotros, en la búsqueda de Dios. Por eso quise concluir mi peregrinación a Pavía volviendo a entregar espiritualmente a la Iglesia y al mundo, ante la tumba de este gran enamorado de Dios, mi primera encíclica, Deus caritas est, la cual, en efecto, debe mucho, sobre todo en su primera parte, al pensamiento de san Agustín.
También hoy, como en su época, la humanidad necesita conocer y sobre todo vivir esta realidad fundamental: Dios es amor y el encuentro con él es la única respuesta a las inquietudes del corazón humano, un corazón en el que vive la esperanza —quizá todavía oscura e inconsciente en muchos de nuestros contemporáneos—, pero que para nosotros los cristianos abre ya hoy al futuro, hasta el punto de que san Pablo escribió que «en esperanza fuimos salvados» (Rm 8, 24). A la esperanza he dedicado mi segunda encíclica, Spe salvi, la cual también debe mucho a san Agustín y a su encuentro con Dios.
En un escrito sumamente hermoso, san Agustín define la oración como expresión del deseo y afirma que Dios responde ensanchando hacia él nuestro corazón. Por nuestra parte, debemos purificar nuestros deseos y nuestras esperanzas para acoger la dulzura de Dios (cf. In I Ioannis, 4, 6). Sólo ella nos salva, abriéndonos también a los demás. Pidamos, por tanto, para que en nuestra vida se nos conceda cada día seguir el ejemplo de este gran convertido, encontrando como él en cada momento de nuestra vida al Señor Jesús, el único que nos salva, nos purifica y nos da la verdadera alegría, la verdadera vida.

jueves, 26 de agosto de 2010

Hace cien años nacía quien sería la Madre Teresa de Calcuta

Madre Teresa de Calcuta (26 de agosto de 1910, Uskub, Imperio otomano (actual Skopje, República de Macedonia) – 5 de septiembre de 1997, Calcuta, India), nació como Agnes Gonxha Bojaxhiu. Fue una católica albanesa que se radicó durante décadas en la India, y fundó las Misioneras de la Caridad en 1950. Por más de cuarenta años sirvió a los pobres, enfermos, huérfanos y moribundos, y fue también quien guió a su fundación en diversos países del mundo hasta pocos meses antes de su muerte. Tras su deceso, fue beatificada por el Papa Juan Pablo II, por lo que se le dio el título de Beata Madre Teresa de Calcuta. Para la década del 70, ya era conocida internacionalmente teniendo una importante reputación humanitaria y considerada una gran defensora de los pobres e indefensos. En 1979 obtuvo el Premio Nobel de la Paz, y un año después, en 1980 y en la India, uno de los más relevantes galardones civiles allí. (Tomado de Wikipedia)


Mensaje del Papa por el centenario del nacimiento de Madre Teresa
CIUDAD DEL VATICANO, jueves 26 agosto 2010 (ZENIT.org).- Publicamos a continuación el texto que Benedicto XVI ha enviado a sor Mary Prema Pierick, superiora general de la congregación de las Misioneras de la Caridad, con ocasión del ocasión del centenario del nacimiento de la Beata Teresa de Calcuta, celebrado este jueves.

* * *

Le envío cordiales saludos a usted y a todas las Misioneras de la Caridad al inicio de las celebraciones del centenario del nacimiento de la Beata Madre Teresa, fundadora de vuestra orden y modelo ejemplar de virtud cristiana. Confío en el hecho de que este años será para la Iglesia y para el mundo una ocasión de gratitud ferviente hacia Dios por el don inestimable que Madre Teresa ha sido en el transcurso de su vida y que sigue siendo a través de la obra amorosa e incansable que lleváis a cabo vosotras, sus hijas espirituales.

Para prepararos a este año, habéis buscado acercaros aún más a la persona de Jesús, cuya sed de almas se extingue gracias a vuestro ministerio por Él en los más pobres de entre los pobres. Habiendo respondido con confianza a la llamada directa del Señor, Madre Teresa dio ejemplo excelente ante el mundo de las palabras de san Juan: “Queridos míos, si Dios nos amó tanto, también nosotros debemos amarnos los unos a los otros. Si nos amamos los unos a los otros, Dios permanece en nosotros y el amor de Dios ha llegado a su plenitud en nosotros” (1 Jn 4, 11-12).

Que este amor siga inspirándoos, Misioneras de la Caridad, para donaros generosamente a Jesús, quien veis y servís, o lo que es lo mismo, a los pobres, a los marginados y a los abandonados. Os animo a beber con constancia de la espiritualidad y del ejemplo de Madre Teresa y, siguiendo sus huellas, a acoger la invitación de Cristo: “Venid y sed mi luz”. Participando espiritualmente en las celebraciones por el centenario, con gran afecto en el Señor, imparto de todo corazón a as Misioneras de la caridad y a todos aquellos que servís, mi paternal Bendición Apostólica.

miércoles, 25 de agosto de 2010

Jornada de Formación de los Diáconos Permanentes de Melo

Los Diáconos permanentes de la Diócesis de Melo vivieron hoy, en la Parroquia María Auxiliadora de La Charqueada, una jornada de Formación Permanente.
En la misma estuvo presente el Diácono Jorge Vargas, de la Arquidiócesis de Montevideo, acompañado por su esposa Luisa.
Jorge compartió algunos temas del curso de formación de Diáconos del ITEPAL (Instituto Teológico Pastoral del CELAM, en Bogotá) al que asistió recientemente.
El Obispo diocesano los acompañó a lo largo del encuentro, y presidió la celebración eucarística con la que concluyó la jornada.
Los participantes evaluaron positivamente la reunión, reafirmando la necesidad de la formación permanente en los diversos aspectos que hacen al ministerio: humano, espiritual, teológico, litúrgico, pastoral.

lunes, 23 de agosto de 2010

"Tuya es la misión"

6ª Jornada Misionera de A.U.G.
Con el lema "¡Ánimo, levántate, tuya es la misión!" cerca de 80 jóvenes y adolescentes de Santa Clara, Tupambaé, Cerro Chato, Fraile Muerto, Catedral, Barrio López Benítez y Villa Betania participaron ayer domingo en la 6ª Jornada Misionera organizada por A.U.G. (Andiamo in Uruguay, Giovani!) junto a las religiosas responsables de la Parroquia de San Clara, Misioneras de Jesús Verbo y Víctima.
Luego del desayuno compartido, dinámicas, cantos y bailes como forma de presentación de los grupos participantes, los jóvenes presenciaron una representación del episodio de los Discípulos de Emaús (Evangelio de Lucas).
A partir de esa representación, con la ayuda del texto del Evangelio y algunas preguntas, los participantes hicieron su reflexión en grupos.
De allí salieron a visitar las casas cercanas para invitar a la Misa de cierre de la jornada.
Luego del almuerzo, escucharon el testimonio de Raffaele, joven de la diócesis de Lamezia Terme que está haciendo su primera experiencia como voluntario de A.U.G. Sus palabras espontáneas y sentidas llegaron mucho a los presentes.
El grupo de Santa Clara hizo una presentación que lanzó un nuevo tema de reflexión: recoger los momentos más positivos de nuestra vida, como motivos de acción de gracias.
La Misa celebrada con la comunidad a las 16 horas, con el P. Mimmo Baldi, el P. Jairo y el Diácono Wilson, cerraron una jornada intensa y alegremente vivida por los jóvenes.

Comenzó "La Misión en San Pablo"

 Curso bíblico por el P. Marco Antonio Jorquera

El P. Marco Antonio Jorquera, párroco de Ecilda Paulier, en la Diócesis de San José, comenzó hoy en Melo un curso bíblico sobre "La Misión en San Pablo".
El mismo se hará hasta viernes 27, en dos lugares:
- Parroquia San José Obrero, a las 15:30
- Parroquia Nuestra Señora del Carmen a las 20:00

Un interesante artículo sobre este tema, del P. Gabriel Nápole OP, que fuera profesor en la Facultad de Teología del Uruguay, puede leerse aquí: San Pablo Misionero.

domingo, 22 de agosto de 2010

Capilla Nuestra Señora del Carmen, San Diego, Cerro Largo

A unos 12 km de Isidoro Noblía, en territorio de la Parroquia Cristo Rey de Aceguá, se encuentra la capilla Nuestra Señora del Carmen, en el paraje conocido como La Mina, camino a San Diego o Cuchilla de Melo.
Vecinos de la zona, de Noblía y de Aceguá se congregaron hoy, colmando la pequeña capilla para la celebración de la Misa con el P. Thomas, párroco de Aceguá, presidida por el Obispo de Melo.
No era una Misa más: se celebraba la reinauguración de la capilla tras varios trabajos de refacción. Con emoción las catequistas recordaron el estado de deterioro en que encontraron el templo hace tres años y como, con la ayuda de la comunidad local, de la parroquia, y de los Caballeros de San Columbano (Irlanda) fueron logrando el estado más que decoroso en que la capilla se presenta hoy.
Mons. Heriberto no olvidó que se celebraba el Día de la Catequesis, y destacó el trabajo de las catequistas, la presencia numerosa de los niños, e invitó a la comunidad a seguir encontrándose y creciendo en la fe.
 Imágenes de Primeras Comuniones en 2009, antes de las reparaciones
 Así estaba...

Jesuitas, Masones y Universidad

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El Dr. Julio Fernández Techera, sacerdote de la Compañía de Jesús, profesor en la Universidad Católica del Uruguay, ha publicado el segundo tomo de su ensayo sobre "Jesuitas, Masones y Universidad". El mismo será presentado mañana (ver tarjeta de invitación, arriba)
Se transcribe la presentación que hace de ambos volúmenes el sitio web de Ediciones de la Plaza.

En Jesuitas, Masones y Universidad en el Uruguay, Tomo I (1860-1859), Julio Fernández Techera, S.I., se propone el estudio de la labor educativa de la Compañía de Jesús en el Uruguay y su vinculación con otros protagonistas-antagonistas, reales o imaginarios, del siglo XIX, en especial la Masonería y la Universidad.
La obra es producto de una exhaustiva labor de investigación, que ha llevado al autor a incursionar, no solo en archivos locales sino también en el Archivo Secreto Vaticano, en los Archivos de la Compañía de Jesús en España, Argentina y Roma y en el Archivo del Ministerio de RR.EE. de España. El fruto más destacado de este trabajo es la revisión de la conocida y repetida tesis de Arturo Ardao, sobre el enfrentamiento ideológico entre jesuitas y masones al promediar el siglo XIX.
La presente publicación constituye un aporte fundamental a la muy escasa reflexión sobre la Historia de la Educación en el Uruguay, especialmente sobre el legado de la enseñanza privada en la formación de los uruguayos.

En el segundo tomo de Jesuitas, masones y universidad en el Uruguay, Julio Fernández Techera, S.I. estudia lo que califica como “la difícil fundación del Colegio Seminario”, desde los primeros pasos que se dieron en 1860 para que regresaran los jesuitas expulsados un año anterior, hasta su consolidación como institución educativa en 1903. El historiador enmarca su investigación en el proceso político, ideológico y educativo del período, en el que siguen siendo referentes que condicionan el nacimiento de la nueva institución, la masonería y la universidad. Para ello recurre a los archivos del Vaticano, de la Compañía de Jesús en Roma, España y Argentina, y del Ministerio de Relaciones Exteriores de Chile. En Uruguay trabaja en el Archivo General de la Nación, de la Curia Arzobispal de Montevideo, de la Universidad de la República y del mismo Colegio Seminario. Las vicisitudes de la fundación, el proyecto educativo propio, la “tormenta anticlerical de 1885” y la participación del P. Morel, rector del colegio, en la Reacción Espiritualista de 1890, son algunos de los temas abordados en esta obra.