miércoles, 4 de agosto de 2010

Don Jacinto Vera, el misionero santo

El 16 de julio de 1865, Jacinto Vera fue consagrado Obispo, con el título de Megara, convirtiéndose en el primer obispo del Uruguay y cabeza de su Iglesia, en calidad de administrador apostólico. El 13 de julio de 1878 se crea la diócesis de Montevideo (que abarcaba todo el Uruguay) y es nombrado su primer obispo, asumiendo como tal el 15 de julio de ese año.
En su primera gira pastoral visita en febrero de 1867 Melo, y el mes siguiente Río Branco y Treinta y Tres. En setiembre y octubre de 1876, en su segunda gira pastoral, volverá a visitar estos tres lugares de nuestra actual diócesis.

Con el título de "Don Jacinto Vera, el misionero santo", la escritora Laura Álvarez Goyoaga (montevideana, escribana y abogada, casada, cinco hijos) acaba de publicar una novela histórica que recoge en forma muy completa los datos históricos compilados en el documento presentado para la causa de canonización del primer obispo uruguayo.

Ayer por la noche, el libro fue presentado en el Museo Zorrilla. Un lugar significativo, por cierto, sorprendentemente cálido en la gélida noche montevideana. Cálido, no sólo por estar adecuadamente calefaccionado, sino porque nos envolvía el calor de la veneración y el cariño que profesó el antiguo dueño de casa, Don Juan Zorrilla de San Martín, al primer Obispo del Uruguay. Calidez que se brindó también en las palabras de quienes presentaron el libro, en la gratitud expresada por la autora, y en la escucha atenta y el aplauso de una numerosa concurrencia, que desbordó la sala.

El escritor Tomás de Mattos inició la presentación con una declaración que marcó el tono de sus palabras "voy a hablar como católico". Entre los muchos aspectos que evocó, se detuvo particularmente en la modestia y sencillez de Don Jacinto, recordando sus guantes de ceremonial, que pueden verse en el museo de la Catedral Metropolitana, zurcidos, remendados más de una vez.

La profesora María Emilia Pérez Santarcieri evocó el entorno histórico que rodeó a Jacinto Vera, marcando la necesidad de una lectura de la historia que no distorsione los hechos, ocultándolos, negándolos o tergiversando su sentido. Un principio necesario para entender la figura de Vera.

Sobre ese terreno, Mons. Alberto Sanguinetti, redactor del documento que fue fuente e inspiración de la obra de Laura Álvarez Goyoaga, nos ayudó a visualizar la grandeza de una figura que la historiografía nacional no destaca adecuadamente. Jacinto Vera fue el único hombre de su tiempo que recorrió varias veces todo el país, en forma detenida, superando el intento del presidente Giró. Conocido en todo el Uruguay, querido por su grey, respetado y valorado por sus adversarios, recibe a su muerte una impresionante muestra de ese afecto y respeto. Con visible emoción, Mons. Sanguinetti evoca el traslado de sus restos desde Pan de Azúcar hasta Montevideo. La noticia de su paso circula de boca en boca, de modo que las multitudes se congregan a su paso para darle el último adiós.

La autora cerró las exposiciones con una lista de delicados agradecimientos, tras lo cual un trío vocal integrado por Alice Méndez, Ana María Baraibar y Leonardo Fiorelli declamó y cantó las inolvidables palabras de Zorrilla, musicalizadas por Martín García:

¡Padre! ¡Maestro! ¡Amigo! ¡providencia!... ¿dónde estás?
dínoslo una vez siquiera, para que sintamos un momento más el contacto de tu vida, para que podamos decir a nuestros hijos, a las generaciones a quienes trasmitiremos tu memoria querida, cual fue la última vez que escuchamos tu voz, esa voz, fuente inexhausta de consuelo y de amor.

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No, no recuerdo una sola imperfección en aquel hombre.
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Señores, hermanos, pueblo uruguayo: ¡el santo ha muerto!
Su espíritu invisible vaga en torno nuestro y recoge nuestras lágrimas: las lágrimas de su pueblo, a quien amó hasta el sacrificio con infinita ternura.
Era sacerdote de Dios, era apóstol, era patriota, y ha caído como él lo presentía, como él lo anhelaba ardientemente: abrazado a su cruz; mártir de su deber sublime.
Él tenía derecho, él tiene derecho a arrastranos como nos arrastró en el dolor de su muerte, porque siempre nos envolvió en las bendiciones de la vida.
El panegírico de sus virtudes lo ha meditado mi llanto; perdonadme la insuficiencia de mi palabra, porque ella sólo encarna el pensamiento de las lágrimas.

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El santo ha muerto
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Su sombra es todo pureza, todo luz
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Nació predestinado a hacer la felicidad del pueblo uruguayo y ha cumplido la voluntad de Dios.
Fue la fuente de la verdad, el consuelo del afligido: fue el árbitro de la paz; fue el ejemplo de la virtud.
Su sonrisa afable y serena ahuyentaba los rencores: él conciliaba a las familias y desarmaba a los enemigos con la misma suave ternura que usaba para bendecir a los niños: su presencia consolaba, su voz alentaba y su plegaria redimía.
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Sólo será eterna la memoria del justo.
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1 comentario:

Anónimo dijo...

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