sábado, 25 de julio de 2020

Salomón: Un corazón comprensivo, sabio y prudente (1 Reyes 3,5-6a.7-12). Domingo XVII durante el año.







Hubo en la antigüedad siete hombres que llegaron a ser conocidos como “los siete sabios de Grecia”. Vivieron unos seiscientos años antes de Cristo.
A cada uno de ellos se le atribuye alguna frase célebre, de ésas que son como grandes principios que orientan la vida, aunque no siempre los tenemos en cuenta.
Más atrás en el tiempo, diez siglos antes de Cristo, hubo un rey que llegó, también, a tener su fama de sabio.
Estamos hablando de Salomón, que reinó en Israel durante cuatro décadas. Hijo del rey David, heredó el trono siendo muy joven. La primera lectura de este domingo recuerda la oración que dirige a Dios al comienzo de su reinado.
Comienza reconociendo su inexperiencia y su necesidad de ayuda, lo que ya es algo sabio:
soy apenas un muchacho y no sé valerme por mí mismo.
Ayuda más que necesaria, porque debe reinar sobre
un pueblo tan numeroso que no se puede contar ni calcular.
¿Qué pide, entonces, Salomón?
un corazón comprensivo, para juzgar a tu pueblo,
para discernir entre el bien y el mal.
Dios responde a la oración de Salomón concediéndole lo que pide:
Te doy un corazón sabio y prudente, de manera que no ha habido nadie como tú antes de ti, ni habrá nadie como tú después de ti.
En el lenguaje de la Biblia, el corazón, más que el lugar de los sentimientos, es el centro de la persona. Es donde se forman sus intenciones, los juicios y las decisiones. El corazón es el lugar de la conciencia.

Salomón pide un corazón -una conciencia, podríamos decir nosotros- que le permita juzgar al pueblo. Notemos que, cuando hace ese pedido a Dios, no dice “para juzgar a mi pueblo”, sino “para juzgar a tu pueblo”. El pueblo no le pertenece al rey: le pertenece a Dios. Y el mismo rey pertenece a Dios y a su pueblo. El rey tiene que hacer justicia escuchando al pueblo: por eso pide un corazón comprensivo. Pero también se podría traducir como “un corazón atento” o “un corazón que escucha”. No sólo atento a la voz del pueblo, a las voces de los que piden justicia, sino también a la voz de Dios, a la voz de la verdad, precisamente para poder discernir entre el bien y el mal.

Puede llamarnos también la atención que Salomón pida sabiduría para juzgar… Nosotros esperaríamos que pidiera sabiduría para gobernar, porque, en definitiva ¿no es eso lo que tiene que hacer el rey? Sin embargo, los jueces tienen una larga tradición en Israel. Ser juez es una función esencial de quien está a la cabeza del pueblo. Moisés ejerció esa función en el desierto:
Se sentó Moisés para juzgar al pueblo; y el pueblo estuvo ante Moisés desde la mañana hasta la noche. (Éxodo 18,13).
Desbordado por esa tarea, siguiendo el consejo de su suegro, Moisés delegó esa función en varios
“hombres temerosos de Dios, fieles e incorruptibles” (Éxodo 18,21)
Josué, sucesor de Moisés, también ejerció la función de juez y quienes lo sucedieron tuvieron como título, precisamente, el de Jueces. Estos Jueces estaban a disposición del pueblo para resolver sus conflictos, como se cuenta de la jueza Débora:
Se sentaba bajo la palmera (…) y los israelitas subían donde ella en busca de justicia. (Jueces 4,5)
Cuando el pueblo, por su desobediencia a Dios, se ponía en situaciones de peligro, los jueces conducían al pueblo para su salvación, como hizo la misma Débora.
El profeta Samuel fue el último de los grandes jueces de Israel. Con avanzada edad, nombró a sus sucesores y se presentó ante el pueblo, disponible a cualquier reclamo que se le quisiera hacer:
“… ¿A quién le he quitado un buey? ¿A quién le he quitado un asno? ¿A quién he oprimido o perjudicado? ¿Por quién me he dejado sobornar para cerrar los ojos? Díganlo, y yo les restituiré".
Ellos respondieron: "Nunca nos has oprimido ni perjudicado, ni has aceptado nada de nadie".
(1 Samuel 12,3-4)

Samuel dejó como sucesores a sus hijos. Sin embargo:
ellos no siguieron su camino: fueron atraídos por el lucro, aceptaron regalos y torcieron el derecho. (1 Samuel 8,3)
La mala fama de sus hijos, ya antes de ser jueces, fue lo que llevó a los israelitas a pedirle a Samuel:
danos un rey para que nos juzgue, como lo tienen todas las naciones (1 Samuel 8,5)
Juzgar al pueblo seguirá siendo, pues, una importante función del rey. Salomón será el tercero de esos reyes, después de Saúl y David.

Aunque los israelitas pidieron un rey “como lo tienen todas las naciones”, sus reyes no podían ser como los demás. Ocho siglos antes de Salomón, un rey de Babilonia, mandó reunir las leyes hasta entonces aplicadas por costumbre y las hizo inscribir en piedra. Así se formó uno de los primeros códigos de leyes de la historia, que conocemos con el nombre de aquel rey: el código de Hammurabi.
Pero en Israel no encontramos algo así: no hay leyes ni códigos promulgados por sus reyes, porque la ley de Israel es la Ley de Dios. Es esa la Ley que tiene que cumplir y hacer cumplir el Rey. Por eso necesita un corazón sabio y prudente. No sólo debe conocer la letra de la Ley, sino que tiene que penetrar en su espíritu… como diríamos hoy, tiene que comprender la intención del legislador, es decir, comprender cuál es el bien que Dios quiere dar al hombre a través de sus preceptos.

Sin embargo, aquel rey sabio, fue declinando con los años:
En la ancianidad de Salomón sus mujeres inclinaron su corazón tras otros dioses, y su corazón no fue por entero de Yahveh su Dios, como el corazón de David su padre. (1 Reyes 11,4)

Aunque no seamos reyes ni nada parecido, cada uno de nosotros puede pedir el mismo don que Salomón. No para ponerse como juez ante los demás, sino para ser rey sobre sus propios actos, para examinar y juzgar su propio corazón, discernir entre el bien y el mal y actuar con conciencia recta. Y, recordando la etapa de decadencia del rey, pedir que esa sabiduría nos acompañe hasta el final de la vida.

Quienes tienen una responsabilidad sobre otras personas, en la familia, en el mundo del trabajo, o en la administración pública tienen aún más necesidad de la ayuda de Dios para escuchar la voz de la verdad y seguir sus indicaciones para que, tanto en nuestras pequeñas como en nuestras grandes decisiones, construyamos la justicia y la paz.

Amigas y amigos, hubo una mujer cuyo corazón estuvo siempre atento a la voluntad de Dios: María, madre de Jesús, “sede de la sabiduría”. A ella le pedimos que interceda por nosotros para que el Señor nos conceda un corazón comprensivo, sabio y prudente.
Gracias por su atención. No dejemos de cuidarnos en este tiempo difícil. Que el Señor los bendiga y hasta la próxima semana si Dios quiere.

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