miércoles, 30 de agosto de 2017

Ir detrás de Jesús (Mateo 16,21-27)




Nuestro comentario anterior concluyó con un “continuará”, al estilo de los viejos folletines. Por eso mismo, se hace necesario empezar recordando de qué hablamos anteriormente…

Estuvimos viendo una de las más antiguas encuestas que se han hecho. Jesús preguntó a sus discípulos qué decía la gente sobre él y luego preguntó a ellos mismos: «Y ustedes ¿quién dicen que soy yo?». Fue Pedro quien tomó la palabra y respondió:
«Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo»
Esa respuesta le valió la aprobación de Jesús:
«Feliz de ti, Simón, hijo de Jonás, porque esto no te lo ha revelado ni la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en el cielo. Y yo te digo: Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia…».
Hasta aquí, todo bien. Pero la continuación de este pasaje del Evangelio va a dar un giro muy grande a este relato. Va a dar un giro dramático a la vida de Jesús, a la vida de los discípulos y al conjunto del Evangelio.

Sucede que Jesús anuncia su pasión. Así lo cuenta san Mateo:
“Jesús comenzó a anunciar a sus discípulos que debía ir a Jerusalén, y sufrir mucho de parte de los ancianos, de los sumos sacerdotes y de los escribas; que debía ser condenado a muerte y resucitar al tercer día.”
“sufrir… ser condenado a muerte… y resucitar al tercer día”. Olvidémonos por un momento que ya sabemos “el final de la película” o que estamos “leyendo el diario del lunes”, como suele decirse. Pongámonos en el lugar de los discípulos.

Ellos están viviendo un tiempo maravilloso junto a Jesús. La palabra que define muchos de los momentos vividos es “éxito”. Hay multitudes que se acercan a Jesús. La gente reconoce que él habla con autoridad “y no como los escribas y fariseos”. Mucha gente ha sido curada o liberada de los demonios… Jesús se manifiesta realmente como el “Ungido”, es decir, aquel que tiene consigo el Espíritu Santo y todo su poder.

Los discípulos pueden estar preguntándose hasta dónde llegarán siguiendo a Jesús. Algunos de ellos se imaginan que van hacia la conquista del poder, el poder terrenal. Ni más ni menos. Dos de ellos arreglan que su madre hable con Jesús para acomodarlos en los primeros: “que mis hijos puedan sentarse uno a tu derecha y otro a tu izquierda”…

¡Qué lejos están de imaginar quienes estarían finalmente a la derecha y a la izquierda de Jesús, aquéllos dos ladrones crucificados con él! “Ustedes no saben lo que piden…” dice Jesús.

Pero ahora, este anuncio de Jesús que habla de “sufrir”, de “ser condenado a muerte”… aunque hable de resurrección -lo que nadie entiende- cae como un balde de agua fría.

Inmediatamente después de escuchar ese anuncio, Pedro dice:
«Dios no lo permita, Señor, eso no sucederá».
Y no se trata sólo de lo que dice, que ya muestra que no entiende a Jesús, sino de lo que hace: se llevó a Jesús aparte y comenzó a reprenderlo. Esto le va a valer a Pedro escuchar una palabra durísima de parte de Jesús:
«¡Retírate, ponte detrás de mí, Satanás! Tú eres para mí un obstáculo, porque tus pensamientos no son los de Dios, sino los de los hombres».
De todo esto, tal vez lo que más nos impresiona es que Jesús le diga a Pedro “Satanás”. Es muy fuerte. ¿Por qué dice esto Jesús? Porque Pedro allí está haciendo el trabajo del Diablo, que es tentar a Jesús, buscar que Jesús se aparte de su camino.

Jesús le dice a Pedro “tú eres para mí un obstáculo”, “un tropiezo”. La palabra griega que se está traduciendo allí es skandalon, origen de nuestra palabra escándalo. El skandalon era en Grecia la trampa con que se atrapaba a un animal que iba de camino, inmovilizándolo, ya fuera con un lazo o con un cepo. Jesús quiere significar que si Él hace caso a las palabras de Pedro, se quedará detenido, no podrá continuar su camino para hacer la voluntad del Padre.

Jesús le dice también a Pedro:
“ponte detrás de mí”.
Esto puede pasarnos un poco desapercibido, pero es tal vez lo más importante para Pedro y para nosotros. Con su actitud, Pedro se había puesto delante de Jesús. Se había puesto en su camino. Pretendía hacerle cambiar el rumbo. Pretendía guiarlo. Ese no es el lugar del discípulo de Jesús. El discípulo de Jesús es el que sigue a Jesús, es decir, el que trata de ir conformando su vida con la enseñanza de Jesús. Y eso sólo es posible yendo detrás de Él y llevando la propia cruz. Así lo indica Jesús a todos los discípulos, después de reprender a Pedro:
“El que quiera venir detrás de mí, que renuncie a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga. Porque él que quiera salvar su vida, la perderá; y el que pierda su vida a causa de mí, la encontrará.”
“El que quiera venir detrás de mí…”, el que quiera seguirme de verdad… Aquí está planteado algo fundamental sobre nuestra actitud espiritual, nuestra actitud frente a Dios… Jesús advierte que a veces lo que queremos es “salvar nuestra vida”. En esa actitud, si creo en Dios, ese Dios me interesa tanto cuanto pueda hacer algo por mí, de acuerdo a mis deseos, de acuerdo a mis intereses… en definitiva, de acuerdo a mi voluntad. La búsqueda de Dios para quien quiere “salvar su vida” en el sentido de que habla Jesús, es la búsqueda de un ser poderoso al que, bueno… tengo que agradar de alguna manera, pero para que haga lo que yo quiero…

Pero eso no es lo que Jesús propone. Jesús vive para hacer la voluntad del Padre y llama a todos a entrar en ese camino. A buscar y a realizar la voluntad de Dios. Él nos enseña a rezar “Venga tu Reino. Hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo”.

La voluntad de Dios, me oirán decirlo más de una vez, es voluntad de vida y salvación para toda la humanidad. “Dios quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad”, escribe San Pablo. Renunciar a sí mismo, como pide Jesús, significa salir de mí mismo, dejar de ponerme en el centro del universo, poner en el centro a Dios, ir hacia Dios, ir hacia los demás. No pretender poner a Dios al servicio de mis propósitos, sino poner mi vida al servicio de Él, confiado en la promesa de Jesús: “el que pierda su vida a causa de mí, la encontrará.”

+ Heriberto

martes, 29 de agosto de 2017

Desde Colombia, hacia el encuentro con Francisco


Cae la tarde en Medellín. La vista de esta ciudad que se extiende trepando por las laderas de los montes que la circundan, se alegra con las luces que se van encendiendo. Todavía se ve el rojo del ladrillo y de las tejas que dan personalidad a la capital del departamento de Antioquia, con una población en su área metropolitana que supera la de todo el Uruguay.

Desde el templo parroquial me llegan los cantos de la Misa. Mucha gente, en este martes en la parroquia San Andrés Apóstol, cuyo párroco es el P. Álvaro Mejía, a quien debemos la presencia de nuestros sacerdotes colombianos.

He llegado hasta Colombia para la reunión del CELAM (Consejo Episcopal Latinoamericano) que será en Bogotá la semana próxima y que concluirá con una reunión con el Papa Francisco y la participación en la Misa que él presidirá en el Parque Simón Bolívar el próximo jueves. En cada parroquia se respira un ambiente festivo preparando la visita del Papa.


Desde mi llegada he tenido varios encuentros en los que he buscado algunas posibilidades para la Diócesis. En Bogotá visité a la asociación Misioneros de la Juventud y su institución Central de Juventudes. Llegué a ellos por mediación del P. Enrique Martín, misionero español que ha estado tres veces en Río Branco.


Los Misioneros de la Juventud tienen una propuesta interesante para la formación de jóvenes, incluida la formación de jóvenes misioneros. Pude escuchar el testimonio de tres jóvenes que han hecho un año de misión en diferentes lugares de Colombia. Nos ofrecieron la formación de jóvenes uruguayos y la posibilidad de venir también a nuestra diócesis en misión con jóvenes.

En la Diócesis de Sonsón-Rionegro, que tiene fuera de Colombia 200 sacerdotes misioneros (en lugares tan remotos como Bangladesh) en ausencia del Obispo fui recibido por el Vicario General y el rector de la Universidad Católica, presentando nuestras necesidades. Dejo una carta para el Obispo Mons. Fidel Cadavid presentando nuestro pedido. Quedó confiada al P. Daniel, a quien conozco desde la primera visita a Medellín y que me llevó a celebrar en una capilla provisoria construida con cañas.



En la Diócesis de Caldas estuve con su Obispo, Mons. César Balbín, a quien agradecí la presencia del P. Samuel en nuestra diócesis. Mons. César me aseguró su voluntad de que esta presencia se continúe más allá del tiempo acordado para el P. Samuel. Encontré también allí la presencia de la Sociedad Cruzada del Espíritu Santo, a la que pertenece el P. Walter (Cruz Alta) que tiene a sus seminaristas en Rionegro, en un importante seminario. Saludé a dos de los sacerdotes de la Cruzada que están en Caldas. Visité también la familia del P. Samuel y pasé por Amagá, el pueblo del P. Reinaldo.


En Medellín di una charla para un grupo de jóvenes universitarios que se congrega bajo "La mirada de Dios". Fue un gusto encontrar un grupo de jóvenes inquietos por profundizar y compartir su fe. Pude también encontrarme con el P. Wilson, que va reencaminando su ministerio en una diócesis colombiana.

Mi viaje continúa pasado mañana a Cali, para ver a un sacerdote que desea ir a Uruguay, si su Obispo se lo permite. También está previsto un encuentro con el Obispo.

El lunes, vuelvo a Bogotá para la reunión del CELAM y encuentro con Francisco. Al otro día emprenderé el regreso. Traigo la Diócesis en el corazón, rezo por todos y cada uno. Ténganme también presente en sus oraciones.

Se hizo noche en Medellín... Las luces parecen guirnaldas de un gigantesco árbol de Navidad... que sea un buen presagio.
+ Heriberto

jueves, 24 de agosto de 2017

Y tú ¿quién dices que soy yo? (Mateo 16, 13-20)




«¿Qué dice la gente sobre el Hijo del hombre? ¿Quién dicen que es?»
Eso preguntó Jesús una vez a sus discípulos: ¿Qué dice la gente sobre mí? Los discípulos le respondieron:
«Unos dicen que es Juan el Bautista; otros, Elías; y otros, Jeremías o alguno de los profetas».
Diferentes imágenes de Jesús… La gente de su tiempo lo veía como un hombre de Dios, un profeta, una de esas personas que Dios enviaba cada cierto tiempo en medio de su Pueblo para comunicar su palabra. Alguien como Elías, como Juan el Bautista.
Pero Jesús pregunta a sus discípulos:
«Y ustedes ¿quién dicen que soy yo?»
La respuesta la va a dar Pedro:
«Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo»
Creo que todos entendemos, por lo menos de alguna forma, lo que quiere decir Pedro con “el Hijo de Dios vivo”. Hay que entenderlo en el sentido más fuerte del término. Jesús no es “un” hijo sino que es “el” Hijo. El Hijo único de Dios. Es el Hijo en una forma tan especial, que en el Credo lo expresamos diciendo que Él es
“Hijo único de Dios, nacido del Padre
antes de todos los siglos: Dios de Dios, Luz de Luz,
Dios verdadero de Dios verdadero,
engendrado, no creado, de la misma naturaleza del Padre”
“No creado”. Nosotros somos creaturas. El Hijo, no. Él es engendrado por el Padre. Hasta dónde entiende Pedro en ese momento el alcance de lo que está diciendo, no lo sabemos; pero está expresando la más profunda verdad sobre Jesús, el Hijo de Dios vivo.

Pero Pedro utiliza primero otra expresión para decir quién es Jesús para él: “Tú eres el Mesías”, le dice.

“Mesías” es una palabra hebrea que significa “ungido”, es decir, una persona que había sido ungida derramando aceite sobre su cabeza. Digamos ya que la palabra hebrea Mesías se traduce al griego como “Cristo”. Es decir, Cristo significa también “ungido”.

La unción con aceite era un rito que se practicaba para expresar que Dios había elegido a alguien para una misión especial. Así se cuenta en el primer libro de Samuel la unción de David como futuro rey de Israel:
“Tomó Samuel el cuerno de aceite y lo ungió en medio de sus hermanos. Y a partir de entonces, vino sobre David el espíritu de Dios”. (1 Samuel 16:13)

Notemos que lo importante no es el rito con el aceite, sino su consecuencia: “vino sobre David el espíritu de Dios”. A toda persona, como a los profetas, en la que se manifestaba el Espíritu de Dios, el Espíritu Santo, se le llamaba también “ungido”, aunque no hubiera recibido el aceite.
Dios prometió al rey David que un descendiente suyo reinaría para siempre. Así, el Pueblo de Dios comenzó a esperar la llegada de ese Ungido, de ese Mesías, que ya no sería uno más, sino que sería “el Mesías”, “el Cristo”.

Cuando Pedro dice “Tú eres el Mesías”, está reconociendo eso. Jesús era aquel que todo su Pueblo había esperado a lo largo de siglos: el Ungido, el Cristo, el enviado de Dios con todo el poder del Espíritu Santo.

Delante de Pedro está Jesús, con su rostro de siempre, con sus manos curtidas, con su túnica de uso diario… Es la fe la que permite a Pedro reconocer en el carpintero de Nazaret al Mesías enviado de Dios; más aún, al Hijo de Dios.
Es así que Jesús le dice:
«Feliz de ti, Simón, hijo de Jonás, porque esto no te lo ha revelado ni la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en el cielo. Y yo te digo: Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia…».
Feliz de ti, Pedro… Feliz de cada uno de nosotros, si podemos decir con Pedro, frente a Jesús: “Tú eres aquel en quien yo creo; tú que te has hecho hombre por nosotros; tú que has muerto y has resucitado, tú que nos das la Vida para siempre”.

Pedro ha llegado muy alto en el camino de la fe… pero todavía no ha terminado el camino. Aún tiene mucho que aprender, y veremos de qué se trata. Pero aquí tenemos que decir, como en aquellos viejos folletines:

“Continuará...”

martes, 15 de agosto de 2017

¡Alzo mi voz a Dios gritando! (Mateo 15, 21-28 - Salmo 76). Domingo XX durante el año.




“Alzo mi voz a Dios gritando / alzo mi voz a Dios para que me oiga”
Así dice el salmo 76. Los salmos son, antes que nada oraciones. Detrás de cada uno de ellos está la experiencia de una persona orante, de una persona que ha dirigido a Dios su súplica. A veces, como un desgarrador pedido de perdón… otras, una sentida acción de gracias… pero a veces son el grito de socorro de quien se siente a punto de perder la vida.
“Señor, atiende a esa mujer, porque nos persigue con sus gritos”
Eso dijeron los discípulos a Jesús en una ocasión. El Evangelio de este domingo nos cuenta que Jesús salió de su tierra, entrando en el territorio de los cananeos.
Entonces una mujer cananea, que procedía de esa región, comenzó a gritar: «¡Señor, Hijo de David, ten piedad de mí! Mi hija está terriblemente atormentada por un demonio». Pero Él no le respondió nada.
Es en ese momento que intervienen los discípulos, tal vez más por librarse de ella que por atenderla realmente. Pero Jesús respondió:
«Yo he sido enviado solamente a las ovejas perdidas del pueblo de Israel».
La respuesta de Jesús es extraña… es una respuesta de rechazo, una respuesta excluyente. “He venido sólo para los de mi pueblo, sólo para los de mi raza…” y esa alusión a las “ovejas perdidas” hace pensar que está en un país extranjero solo por eso, por buscar una oveja extraviada.

Pero ahora la mujer se ha acercado:
… fue a postrarse ante él y le dijo: «¡Señor, socórreme!»
Jesús le dijo: «No está bien tomar el pan de los hijos, para tirárselo a los cachorros».
Llamar “perro” a alguien es un insulto muy fuerte, aún hoy. Lo era más aún en tiempos de Jesús. Es como para dar la vuelta mascullando rabia e insultos… Jesús le ha quitado un poco de su agresividad usando el diminutivo: “perritos”… cachorros. Tal vez también su tono de voz o aún una sonrisa mostrara que la negativa dejaba todavía una rendija por donde colarse en esa puerta que parecía cerrarse.

Y la mujer lo vio, y respondió con ingenio, pero sobre todo con fe.
«¡Y sin embargo, Señor, los cachorros comen las migas que caen de la mesa de sus dueños!»
Jesús no pudo menos que decir:
«Mujer, ¡qué grande es tu fe! ¡Que se cumpla tu deseo!» Y en ese momento su hija quedó sana.
Hace algunos años estuve celebrando la fiesta patronal de la capilla de Isla Patrulla, un pueblo del departamento de Treinta y Tres que se hizo famoso por la canción que le dedicó Ruben Lena, maestro en la escuela de la localidad.
Al terminar la Misa, se me acercó una mamá con dos hijas pequeñas, para que yo las bendijera. Les pregunté su nombre. La segunda se llama Abigaíl. A simple vista se notaba que Abigaíl tenía algunos problemas: un ojito desviado, pero, sobre todo, un cuerpo que estaba flojo, como sí tuviera alguna especie de atrofia muscular.
Pregunté a la mamá qué tenía la niña. Me contó que había sido un problema en el parto – no bien atendido –. Abigaíl había pasado cierto tiempo sin respirar, y eso le produjo una lesión cerebral y de ahí sus trastornos.
También me contó que le habían dado a lo sumo un mes de vida y que ahora tenía cinco años. Las palabras de esta mamá, que yo hubiera querido atesorar una a una, pero que le salían del corazón como un torrente imparable, me hablaron de su amor por su hija y de su lucha por sacarla adelante. Todo esto sin quejas, sin amarguras y con la profunda convicción de que esa niñita, con sus capacidades disminuidas, no había hecho disminuir sino acrecentar el valor que su madre le daba y el amor que le tenía. Y de repente, me quedaron estas palabras que ella dijo: “no hay nada más grande que la fe de una madre”.
Esas palabras me quedaron resonando en el corazón. “No hay nada más grande que la fe de una madre”. ¡Y qué grande que es el amor de una madre, dispuesta a trasmitir la vida y a pelear por la vida de sus hijos, contra todas las fuerzas que quieran arrebatárselos!

Esta es la madre que Jesús encontró en el camino. Ella suplicó, “alzo su voz a Dios gritando” y fue escuchada. “Si el afligido invoca al Señor, Él lo escucha y lo libra de todas sus angustias”, dice el Salmo 33.

Nos queda de todos modos la pregunta… Si Jesús ama siempre, si el amor está siempre presente en toda acción y en toda palabra de Jesús ¿por qué la trató así?
La respuesta solo puede ser “por amor”, aunque nos resulte incomprensible.
La mujer es pagana. Recurre a Jesús como a uno de los tantos sanadores que pasaban por aquellos caminos. Jesús pide algo más para actuar. Pide fe. Y la encuentra: “no hay nada más grande que la fe de una madre”

Dejemos a la madre de la tierra de Canaán y a la madre de Isla Patrulla.
Vayamos a nuestra propia relación con Dios.

A veces Dios quiebra nuestra dureza con respuestas duras. Existen cosas como el orgullo, la arrogancia y autosuficiencia que se vuelven una presencia maligna en nuestra vida y en la de quien vive con nosotros. Son actitudes que revelan heridas que todavía no son curadas.
Hoy puede ser un buen día para revisar cómo tratamos a los demás y expulsar las cosas negativas del corazón. Y cuando necesitemos de ayuda, tengamos el valor de pedirla, ya sea a Dios o a los hermanos. Pidámosla con fe.

viernes, 11 de agosto de 2017

Caminar sobre el agua (Mt 14, 22-33) Domingo XIX del Tiempo Ordinario.




Caminaré sobre las aguas
si tú me miras y me llamas
si alguien me dice que me amas
caminaré sobre las aguas. 
(Zeny Orduña)
Caminar sobre el agua… Difícil imaginarnos eso… se dice que Uruguay, que tiene una hermosa costa, es, sin embargo “un país de espaldas al mar”. Valoramos el agua y sentimos su falta, pero sabemos lo que son las crecidas, las inundaciones… sabemos lo que es estar “con el agua hasta el cuello”… y las mujeres de nuestros pocos pescadores saben lo que es estar “con el Jesús en la boca” hasta que los hombres vuelven del mar.

Algunos también recordarán los versos de Osiris Rodríguez Castillos en el Romance del Malevo, cuando el perro lo saca de las crecidas aguas del río Negro:
¡Hermano!, d’esta te quedo debiendo.
No me halla ni el pan bendito
si no me sacás, Malevo!
En el evangelio de este domingo, Jesús aparece caminando sobre el agua. Caminando sobre el mar encrespado, con viento en contra, hacia sus discípulos que iban en la barca…
“La barca ya estaba muy lejos de la costa, sacudida por las olas, porque tenían viento en contra. A la madrugada, Jesús fue hacia ellos, caminando sobre el mar. Los discípulos, al verlo caminar sobre el mar, se asustaron. «Es un fantasma», dijeron, y llenos de temor se pusieron a gritar.
Pero Jesús les dijo: «Tranquilícense, soy Yo; no teman».”
Entonces Pedro le respondió: «Señor, si eres tú, mándame ir a tu encuentro sobre el agua».
«Ven,» le dijo Jesús. Y Pedro, bajando de la barca, comenzó a caminar sobre el agua en dirección a Él. Pero, al ver la violencia del viento, tuvo miedo, y como empezaba a hundirse, gritó: «Señor, sálvame». En seguida, Jesús le tendió la mano y lo sostuvo, mientras le decía: «Hombre de poca fe, ¿por qué dudaste?»”
El pedido de Pedro sorprende… Primero, hay una duda: “Señor, si eres tú…”
Para salir de la duda, Pedro pide una prueba.

Comparemos esta prueba que pide Pedro con las “tentaciones” de Jesús. Dos veces le dice Satanás a Jesús “si eres Hijo de Dios…” y después le pide algo que demuestre que lo es realmente: convertir las piedras en pan, (Mt 4,3) o tirarse de lo alto del templo (Mt 4,6).

Pedro dice algo parecido “si eres tú…”, pero le dice “Señor”.
Pedro cree, pero quiere estar seguro.
Porque cree, dice “Señor”; porque quiere estar seguro dice “si eres tú…” y viene el pedido de la prueba.
En otros pasajes de los Evangelios hay momentos así, incluso después de la resurrección. La duda ante Jesús acompaña a los discípulos.
Los Evangelios no ocultan estas dudas, como la de Santo Tomás, que quiere “meter el dedo en la llaga” –de ahí viene la frase-, es decir, tocar la marca de los clavos en las manos de Jesús. Eso quedó para que los creyentes que vendrían después, –o sea, nosotros– no nos angustiemos ante nuestras propias dudas. Los discípulos dudaron muchas veces… pero, finalmente, creyeron y sobre su testimonio está edificada nuestra fe.

Volvamos ahora a la prueba que pide Pedro.
Satanás le había pedido a Jesús, para probar que era el Hijo de Dios que convirtiera las piedras en pan y, después, que se tirara de lo alto del templo.
Son cosas que Jesús hubiera tenido que hacer. El tentador se quedaría mirando.

Pero la prueba que pide Pedro no es algo que Jesús tenga que hacer y que Pedro mire desde la barca. Porque lo que pide Pedro es ir caminando hacia Jesús sobre el agua.
Pedro se involucra en la prueba.
La prueba funcionará si se dan dos condiciones:
La primera, si realmente es Jesús el que está allí, porque Él es el que puede hacer que Pedro logre lo que pide.
La segunda, es que Pedro mismo crea que es Jesús el que está allí y que Él puede hacer que Pedro camine sobre el agua. Es decir, lo que Pedro tiene que poner es la fe y la confianza en Jesús. Tal vez, sin darse cuenta, Pedro se está probando a sí mismo: hasta dónde él es capaz de ponerse totalmente en manos de Jesús.

Jesús le dice “Ven” y Pedro bajó de la barca y se puso a caminar hacia Jesús. Pero finalmente tuvo miedo, empezó a hundirse y gritó “Señor, sálvame”.
Jesús le reprocha el haber dudado: “Hombre de poca fe ¿por qué dudaste?”

¿Por qué Pedro pide esto, ir caminando sobre el agua? ¿Por qué meterse en líos?
Creo que Pedro no se mete en el agua… ya está en el agua.
Los salmos nos recuerdan la experiencia de muchos creyentes que han gritado como Pedro: “Señor, sálvame”:
¡Sálvame, oh Dios, porque las aguas me llegan hasta el cuello! Me hundo en el cieno del abismo, sin poder hacer pie; he llegado hasta el fondo de las aguas, y las olas me anegan. (69:2-3)
La confianza en la intervención de Dios:
Todo el que te ama te suplica en la hora de la angustia. Y aunque las muchas aguas se desborden, no lo alcanzarán. (32:6)
Y también la experiencia de haber sido salvado:
Si el Señor no hubiera estado de nuestra parte (…) las aguas nos habrían anegado, habría pasado sobre nosotros un torrente, habría pasado sobre nuestra alma la vorágine de las aguas. (124:2-5)
Muchas veces nuestra vida está así. Con la sensación de que el agua nos va a tragar. No dudemos en invocar a Jesús. En Él está nuestra salvación. Que también cada uno pueda decir, con el salmista:
 Si el afligido invoca al Señor, Él lo escucha y lo libra de todas sus angustias.

viernes, 4 de agosto de 2017

Ver el rostro de Dios. La Transfiguración (Mateo 17, 1-9)






¿Qué es la gloria? Los antiguos griegos hablaban de doxa, que, entre otras cosas, llega a significar fama, prestigio, esplendor.

Cuando el Antiguo Testamento se traduce al griego, la palabra que se elige para hablar de la gloria de Dios y de las manifestaciones de esa gloria es ésa: doxa.
Doxa, gloria, expresa el mundo de Dios, la manifestación gloriosa de Dios al final de los tiempos.

En lo humano, “alcanzar la gloria”, es haber hecho algo remarcable, destacado, extraordinario: un triunfo deportivo, producto del esfuerzo, de no entregarse, de remontar resultados adversos, es “glorioso”.
Los Treinta y Tres Orientales, con su cruzada libertadora, con su voluntad de dar libertad a la Patria, son “gloriosos”.
El pequeño Dionisio Díaz, dando su vida para salvar a su hermanita, hizo algo “glorioso”…
Cuando decimos que una persona, que un equipo deportivo, que un grupo de patriotas es “glorioso”, estamos manifestando un reconocimiento.

Ese reconocimiento que da la sociedad a esa acción destacada se expresa de muchas formas: la copa que se entrega al equipo campeón, la memoria de los héroes, los homenajes, los monumentos, los nombres de las calles, de las ciudades… todo eso está expresando que un pueblo reconoce y valora los hechos y las personas como gloriosos.

Cuando, por el contrario, un dictador inaugura escuelas que llevan su nombre y se hace levantar impresionantes monumentos, mientras masacra a su pueblo, verá (si es que queda vivo) como esa gloria pasa, los nombres son cambiados y los monumentos derribados. Así sucede también con un deportista que ha actuado deshonestamente: pierde sus medallas y es borrado de los registros, como aquel ciclista que perdió sus títulos del Tour de Francia cuando debió admitir que había usado drogas para mejorar su rendimiento.

Aquí aparece otra cosa importante: el reconocimiento tiene que ver con la verdad. Sin verdad, no hay auténtica gloria, sino vanagloria, gloria vacía.

¿A dónde vamos con todo esto? A ver bajo este aspecto lo que sucede a Jesús durante su transfiguración.
“Jesús tomó a Pedro, a Santiago y a su hermano Juan, y los llevó aparte a un monte elevado. Allí se transfiguró en presencia de ellos: su rostro resplandecía como el sol y sus vestiduras se volvieron blancas como la luz. De pronto se les aparecieron Moisés y Elías, hablando con Jesús.
Pedro dijo a Jesús: «Señor, ¡qué bien estamos aquí! Si quieres, levantaré aquí mismo tres carpas, una para ti, otra para Moisés y otra para Elías.»
Todavía estaba hablando, cuando una nube luminosa los cubrió con su sombra y se oyó una voz que decía desde la nube: «Este es mi Hijo muy querido, en quien tengo puesta mi predilección: escúchenlo.»”
Este pasaje del Evangelio nos relata un acontecimiento muy particular  en la vida de Jesús. Un hecho enmarcado por la luz:
-    El rostro de Jesús “resplandecía como el sol”
-    “sus vestiduras se volvieron blancas como la luz”
-    “una nube luminosa los cubrió”
¿Por qué esto es tan particular? Sí, Jesús es el Hijo de Dios, como manifiesta la voz del Padre: “Este es mi Hijo muy querido”.

Sí, Jesús es Dios. Pero Jesús está entre los hombres. Es Dios hecho hombre. Nada en su apariencia muestra que él sea diferente de otros seres humanos. Sí, es un hombre bueno… pero eso no lo hace divino. Es un ser humano excepcional… pero no es fácil reconocer en el carpintero de Nazaret al Hijo de Dios.

Sin embargo, eso es lo que vislumbran Pedro, Santiago y Juan. San Lucas, contando este mismo episodio, es más directo: “Pedro y sus compañeros estaban cargados de sueño, pero permanecían despiertos, y vieron su gloria” (Lucas 9,32).

Los tres discípulos que ha llevado Jesús están viviendo una experiencia única, algo que en su mundo religioso se conocía como “ver el rostro de Dios”, “ver la Gloria de Dios”. En el Antiguo Testamento, Moisés había pedido a Dios poder verlo: “Te ruego que me muestres tu gloria”. Y Dios respondió “No puedes ver mi rostro, porque nadie puede ver mi rostro y vivir”. (Éxodo 33,19-20). Dios le concede a Moisés ver “su espalda”, pero no su rostro (33,23).

Ahora los tres discípulos están viendo la gloria de Dios. Más aún, oyen la voz de Dios: «Este es mi Hijo muy querido, en quien tengo puesta mi predilección: escúchenlo.»
Los discípulos caen con el rostro en tierra, llenos de temor.
“¿Vamos a morir?” es la pregunta que tal vez se hacen.
Pero Jesús disipa el temor: “Levántense, no tengan miedo”.

Lo que queda ahora, con todo su valor, es la palabra final del Padre: “escúchenlo”.
Jesús sigue con ellos. Sigue con su realidad de hombre, con su rostro tostado por sol y viento, con su túnica de siempre… con su plena humanidad, para seguir enseñando.
Pero esa experiencia ha abierto un horizonte nuevo a sus discípulos. El horizonte de la Gloria. El horizonte de la verdad sobre Dios y la verdad del destino del hombre. Un horizonte que todavía no pueden vislumbrar claramente, pero que comprenderán cuando Jesús “el Hijo del hombre resucite de entre los muertos”.

La transfiguración sigue abriendo para nosotros ese horizonte. Sigan resonando también en nuestro corazón la palabra de Jesús y la palabra del Padre: “no teman”. “escúchenlo”. Con el caminemos, con la cruz que nos toque llevar, hacia ese horizonte de resurrección buscando hacer todo para Gloria de Dios.