Última imagen pública del Papa Francisco, Domingo de Pascua, 20 de abril, bendición Urbi et Orbi.
La partida del Papa Francisco a la Casa del Padre conmueve en este día a toda la Iglesia.
Los Obispos del Uruguay oramos e invitamos a orar por su eterno descanso en las Misas que se celebren a partir de hoy; correspondientes, en esta semana, a la Octava de Pascua.
También hemos acordado unirnos para concelebrar, el próximo 23 de abril, Miércoles de la Octava de Pascua, la Misa en la que rezaremos por su descanso eterno. Esta celebración tendrá lugar en la Catedral de Montevideo, a las 17 horas.
Invitamos además a que ese mismo día, en todas las parroquias del Uruguay, se ore por el Santo Padre, en el horario que facilite la mayor participación de fieles.
Por otra parte, la Nunciatura Apostólica ha comunicado que se ha abierto un libro de condolencias que estará disponible en esa sede los días 22 y 23 de abril de 10:00 a 12:00 y de 15:00 a 17:00 ambos días.
El próximo jueves 13, se cumplirán los doce años de la elección del Santo Padre Francisco.
Junto a nuestras comunidades, seguimos rezando por él: por su salud, por sus intenciones.
Queremos también recordar algunas de sus palabras en el día en que celebró el inicio solemne de su ministerio como sucesor de Pedro, el 19 de marzo de 2013:
“Hoy, junto a la fiesta de San José, celebramos el inicio del ministerio del nuevo Obispo de Roma, Sucesor de Pedro, que comporta también un poder. Ciertamente, Jesucristo ha dado un poder a Pedro, pero ¿de qué poder se trata? A las tres preguntas de Jesús a Pedro sobre el amor, sigue la triple invitación: Apacienta mis corderos, apacienta mis ovejas. Nunca olvidemos que el verdadero poder es el servicio, y que también el Papa, para ejercer el poder, debe entrar cada vez más en ese servicio que tiene su culmen luminoso en la cruz; debe poner sus ojos en el servicio humilde, concreto, rico de fe, de san José y, como él, abrir los brazos para custodiar a todo el Pueblo de Dios y acoger con afecto y ternura a toda la humanidad, especialmente a los más pobres, los más débiles, los más pequeños; eso que Mateo describe en el juicio final sobre la caridad: al hambriento, al sediento, al forastero, al desnudo, al enfermo, al encarcelado (cf. Mt 25,31-46). Sólo el que sirve con amor sabe custodiar.”
Caminando en esta Cuaresma y en este año Jubilar, renovemos nuestra esperanza y acompañemos con la oración al Papa Francisco.
Conferencia Episcopal del Uruguay, Consejo Permanente.
MENSAJE DEL SANTO PADRE FRANCISCO CON OCASIÓN DE LA XXXIII JORNADA MUNDIAL DEL ENFERMO
11 de febrero de 2025
«La esperanza no defrauda» (Rm 5,5) y nos hace fuertes en la tribulación
Queridos hermanos y hermanas:
Celebramos la XXXIII Jornada Mundial del Enfermo en el Año Jubilar 2025, en el que la Iglesia nos invita a hacernos “peregrinos de esperanza”. En esto nos acompaña la Palabra de Dios que, por medio de san Pablo, nos da un gran mensaje de aliento: «La esperanza no defrauda» (Rm 5,5), es más, nos hace fuertes en la tribulación.
Son expresiones consoladoras, pero que pueden suscitar algunos interrogantes, especialmente en los que sufren. Por ejemplo: ¿cómo permanecer fuertes, cuando sufrimos en carne propia enfermedades graves, invalidantes, que quizás requieren tratamientos cuyos costos van más allá de nuestras posibilidades? ¿Cómo hacerlo cuando, además de nuestro sufrimiento, vemos sufrir a quienes nos quieren y que, aun estando a nuestro lado, se sienten impotentes por no poder ayudarnos? En todas estas situaciones sentimos la necesidad de un apoyo superior a nosotros: necesitamos la ayuda de Dios, de su gracia, de su Providencia, de esa fuerza que es don de su Espíritu (cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 1808).
Detengámonos pues un momento a reflexionar sobre la presencia de Dios que permanece cerca de quien sufre, en particular bajo tres aspectos que la caracterizan: el encuentro, el don y el compartir.
1. El encuentro. Jesús, cuando envió en misión a los setenta y dos discípulos (cf. Lc 10,1-9), los exhortó a decir a los enfermos: «El Reino de Dios está cerca de ustedes» (v. 9). Les pidió concretamente ayudarles a comprender que también la enfermedad, aun cuando sea dolorosa y difícil de entender, es una oportunidad de encuentro con el Señor. En el tiempo de la enfermedad, en efecto, si por una parte experimentamos toda nuestra fragilidad como criaturas —física, psicológica y espiritual—, por otra parte, sentimos la cercanía y la compasión de Dios, que en Jesús ha compartido nuestros sufrimientos. Él no nos abandona y muchas veces nos sorprende con el don de una determinación que nunca hubiéramos pensado tener, y que jamás hubiéramos hallado por nosotros mismos.
La enfermedad entonces se convierte en ocasión de un encuentro que nos transforma; en el hallazgo de una roca inquebrantable a la que podemos aferrarnos para afrontar las tempestades de la vida; una experiencia que, incluso en el sacrificio, nos vuelve más fuertes, porque nos hace más conscientes de que no estamos solos. Por eso se dice que el dolor lleva siempre consigo un misterio de salvación, porque hace experimentar el consuelo que viene de Dios de forma cercana y real, hasta «conocer la plenitud del Evangelio con todas sus promesas y su vida» (S. Juan Pablo II, Discurso a los jóvenes, Nueva Orleans, 12 septiembre 1987).
2. Y esto nos conduce al segundo punto de reflexión: el don. Ciertamente, nunca como en el sufrimiento nos damos cuenta de que toda esperanza viene del Señor, y que por eso es, ante todo, un don que hemos de acoger y cultivar, permaneciendo “fieles a la fidelidad de Dios”, según la hermosa expresión de Madeleine Delbrêl (cf. La speranza è una luce nella notte, Ciudad del Vaticano 2024, Prefacio).
Por lo demás, sólo en la resurrección de Cristo nuestros destinos encuentran su lugar en el horizonte infinito de la eternidad. Sólo de su Pascua nos viene la certeza de que nada, «ni la muerte ni la vida, ni los ángeles ni los principados, ni lo presente ni lo futuro, ni los poderes espirituales, ni lo alto ni lo profundo, ni ninguna otra criatura podrá separarnos jamás del amor de Dios» (Rm 8,38-39). Y de esta “gran esperanza” deriva cualquier otro rayo de luz que nos permite superar las pruebas y los obstáculos de la vida (cf. Benedicto XVI, Carta enc. Spe salvi, 27.31). No sólo eso, sino que el Resucitado también camina con nosotros, haciéndose nuestro compañero de viaje, como con los discípulos de Emaús (cf. Lc 24,13-53). Como ellos, también nosotros podemos compartir con Él nuestro desconcierto, nuestras preocupaciones y nuestras desilusiones, podemos escuchar su Palabra que nos ilumina y hace arder nuestro corazón, y nos permite reconocerlo presente en la fracción del Pan, vislumbrando en ese estar con nosotros, aun en los límites del presente, ese “más allá” que al acercarse nos devuelve valentía y confianza.
3. Y llegamos así al tercer aspecto, el del compartir. Los lugares donde se sufre son a menudo lugares de intercambio, de enriquecimiento mutuo. ¡Cuántas veces, junto al lecho de un enfermo, se aprende a esperar! ¡Cuántas veces, estando cerca de quien sufre, se aprende a creer! ¡Cuántas veces, inclinándose ante el necesitado, se descubre el amor! Es decir, nos damos cuenta de que somos “ángeles” de esperanza, mensajeros de Dios, los unos para los otros, todos juntos: enfermos, médicos, enfermeros, familiares, amigos, sacerdotes, religiosos y religiosas; y allí donde estemos: en la familia, en los dispensarios, en las residencias de ancianos, en los hospitales y en las clínicas.
Y es importante saber descubrir la belleza y la magnitud de estos encuentros de gracia y aprender a escribirlos en el alma para no olvidarlos; conservar en el corazón la sonrisa amable de un agente sanitario, la mirada agradecida y confiada de un paciente, el rostro comprensivo y atento de un médico o de un voluntario, el semblante expectante e inquieto de un cónyuge, de un hijo, de un nieto o de un amigo entrañable. Son todas luces que atesorar pues, aun en la oscuridad de la prueba, no sólo dan fuerza, sino que enseñan el sabor verdadero de la vida, en el amor y la proximidad (cf. Lc 10,25-37).
Queridos enfermos, queridos hermanos y hermanas que asisten a los que sufren, en este Jubileo ustedes tienen más que nunca un rol especial. Su caminar juntos, en efecto, es un signo para todos, «un himno a la dignidad humana, un canto de esperanza» (Bula Spes non confundit, 11), cuya voz va mucho más allá de las habitaciones y las camas de los sanatorios donde se encuentren, estimulando y animando en la caridad “el concierto de toda la sociedad” (cf. ibíd.), en una armonía a veces difícil de realizar, pero precisamente por eso, muy dulce y fuerte, capaz de llevar luz y calor allí donde más se necesita.
Toda la Iglesia les está agradecida. También yo lo estoy y rezo por ustedes encomendándolos a María, Salud de los enfermos, por medio de las palabras con las que tantos hermanos y hermanas se han dirigido a ella en las dificultades:
Bajo tu amparo nos acogemos, Santa Madre de Dios; no deseches las súplicas que te dirigimos en nuestras necesidades, antes bien, líbranos de todo peligro, ¡oh siempre Virgen, gloriosa y bendita!
Los bendigo, junto con sus familias y demás seres queridos, y les pido, por favor, que no se olviden de rezar por mí.
MENSAJE DE SU SANTIDAD FRANCISCO PARA LA LVIII JORNADA MUNDIAL DE LA PAZ 1 DE ENERO DE 2025 Perdona nuestras ofensas, concédenos tu paz
I. Escuchando el grito de la humanidad amenazada
1. Al inicio de este nuevo año que nos da el Padre celestial, tiempo jubilar dedicado a la esperanza, dirijo mi más sincero deseo de paz a toda mujer y hombre, en particular a quien se siente postrado por su propia condición existencial, condenado por sus propios errores, aplastado por el juicio de los otros, y ya no logra divisar ninguna perspectiva para su propia vida. A todos ustedes, esperanza y paz, porque este es un Año de gracia que proviene del Corazón del Redentor.
2. En el 2025 la Iglesia católica celebra el Jubileo, evento que colma los corazones de esperanza. El “jubileo” se remonta a una antigua tradición judía, cuando el sonido de un cuerno de carnero —en hebreo yobel— anunciaba, cada cuarenta y nueve años, uno de clemencia y liberación para todo el pueblo (cf. Lv 25,10). Este solemne llamamiento debía resonar idealmente en todo el mundo (cf. Lv 25,9), para restablecer la justicia de Dios en distintos ámbitos de la vida: en el uso de la tierra, en la posesión de los bienes, en la relación con el prójimo, sobre todo respecto a los más pobres y a quienes habían caído en desgracia. El sonido del cuerno recordaba a todo el pueblo —al que era rico y al que se había empobrecido— que ninguna persona viene al mundo para ser oprimida; somos hermanos y hermanas, hijos del mismo Padre, nacidos para ser libres según la voluntad del Señor (cf. Lv 25,17.25.43.46.55).
3. También hoy, el Jubileo es un evento que nos impulsa a buscar la justicia liberadora de Dios sobre toda la tierra. Al comienzo de este Año de gracia, en lugar del cuerno nosotros quisiéramos ponernos a la escucha del «grito desesperado de auxilio» [1] que, como la voz de la sangre de Abel el justo, se eleva desde muchas partes de la tierra (cf. Gn 4,10), y que Dios nunca deja de escuchar. También nosotros nos sentimos llamados a ser voz de tantas situaciones de explotación de la tierra y de opresión del prójimo [2]. Dichas injusticias asumen a menudo la forma de lo que san Juan Pablo II definió como «estructuras de pecado» [3], porque no se deben sólo a la iniquidad de algunos, sino que se han consolidado —por así decirlo— y se sostienen en una complicidad extendida.
4. Cada uno de nosotros debe sentirse responsable de algún modo por la devastación a la que está sometida nuestra casa común, empezando por esas acciones que, aunque sólo sea indirectamente, alimentan los conflictos que están azotando la humanidad. Así se fomentan y se entrelazan desafíos sistémicos, distintos pero interconectados, que asolan nuestro planeta [4]. Me refiero, en particular, a las disparidades de todo tipo, al trato deshumano que se da a las personas migrantes, a la degradación ambiental, a la confusión generada culpablemente por la desinformación, al rechazo de toda forma de diálogo, a las grandes inversiones en la industria militar. Son todos factores de una amenaza concreta para la existencia de la humanidad en su conjunto. Por tanto, al comienzo de este año queremos ponernos a la escucha de este grito de la humanidad para que todos, juntos y personalmente, nos sintamos llamados a romper las cadenas de la injusticia y, así, proclamar la justicia de Dios. Hacer algún acto de filantropía esporádico no es suficiente. Se necesitan, por el contrario, cambios culturales y estructurales, de modo que también se efectúe un cambio duradero [5].
II. Un cambio cultural: todos somos deudores
5. El evento jubilar nos invita a emprender diversos cambios, para afrontar la actual condición de injusticia y desigualdad, recordándonos que los bienes de la tierra no están destinados sólo a algunos privilegiados, sino a todos [6]. Puede ser útil recordar lo que escribía san Basilio de Cesarea: «¿Qué cosa, dime, te pertenece? ¿De dónde la has tomado para ponerla en tu vida? […] ¿Acaso no saliste desnudo del vientre de tu madre?, ¿no tornarás desnudo nuevamente a la tierra? Los bienes presentes, ¿de dónde te vienen? Si dices del azar, eres impío, porque no reconoces al Creador, ni das gracias al que te ha dado» [7]. Cuando falta la gratitud, el hombre deja de reconocer los dones de Dios. Sin embargo, el Señor, en su misericordia infinita, no abandona a los hombres que pecan contra Él; confirma más bien el don de la vida con el perdón de la salvación, ofrecido a todos mediante Jesucristo. Por eso, enseñándonos el “Padre nuestro”, Jesús nos invita a pedir: «Perdona nuestras ofensas» ( Mt 6,12).
6. Cuando una persona ignora el propio vínculo con el Padre, comienza a albergar la idea de que las relaciones con los demás puedan ser gobernadas por una lógica de explotación, donde el más fuerte pretende tener el derecho de abusar del más débil [8]. Como las élites en el tiempo de Jesús, que se aprovechaban de los sufrimientos de los más pobres, así hoy en la aldea global interconectada [9], el sistema internacional, si no se alimenta de lógicas de solidaridad y de interdependencia, genera injusticias, exacerbadas por la corrupción, que atrapan a los países más pobres. La lógica de la explotación del deudor también describe sintéticamente la actual “crisis de la deuda” que afecta a diversos países, sobre todo del sur del mundo.
7. No me canso de repetir que la deuda externa se ha convertido en un instrumento de control, a través del cual algunos gobiernos e instituciones financieras privadas de los países más ricos no tienen escrúpulos de explotar de manera indiscriminada los recursos humanos y naturales de los países más pobres, a fin de satisfacer las exigencias de los propios mercados [10]. A esto se agrega que diversas poblaciones, más abrumadas por la deuda internacional, también se ven obligadas a cargar con el peso de la deuda ecológica de los países más desarrollados [11]. La deuda ecológica y la deuda externa son dos caras de una misma moneda de esta lógica de explotación que culmina en la crisis de la deuda [12]. Pensando en este Año jubilar, invito a la comunidad internacional a emprender acciones de remisión de la deuda externa, reconociendo la existencia de una deuda ecológica entre el norte y el sur del mundo. Es un llamamiento a la solidaridad, pero sobre todo a la justicia [13].
8. El cambio cultural y estructural para superar esta crisis se realizará cuando finalmente nos reconozcamos todos hijos del Padre y, ante Él, nos confesemos todos deudores, pero también todos necesarios, necesitados unos de otros, según una lógica de responsabilidad compartida y diversificada. Podremos descubrir «definitivamente que nos necesitamos y nos debemos los unos a los otros» [14].
III. Un camino de esperanza: tres acciones posibles
9. Si nos dejamos tocar el corazón por estos cambios necesarios, el Año de gracia del jubileo podrá reabrir la vía de la esperanza para cada uno de nosotros. La esperanza nace de la experiencia de la misericordia de Dios, que es siempre ilimitada [15].
Dios, que no debe nada a nadie, continúa otorgando sin cesar gracia y misericordia a todos los hombres. Isaac de Nínive, un Padre de la Iglesia oriental del siglo VII, escribía: «Tu amor es más grande que mis ofensas. Insignificantes son las olas del mar respecto al número de mis pecados; pero, si pesamos mis pecados, respecto a tu amor, se esfuman como la nada» [16]. Dios no calcula el mal cometido por el hombre, sino que es inmensamente «rico en misericordia, por el gran amor con que nos amó» ( Ef 2,4). Al mismo tiempo, escucha el grito de los pobres y de la tierra. Bastaría detenerse un momento, al inicio de este año, y pensar en la gracia con la que cada vez perdona nuestros pecados y condona todas nuestras deudas, para que nuestro corazón se inunde de esperanza y de paz.
10. Por eso Jesús, en la oración del “Padre nuestro”, establece una afirmación muy exigente: «como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden», después de que hemos pedido al Padre la remisión de nuestras ofensas (cf. Mt 6,12). Para perdonar una ofensa a los demás y darles esperanza es necesario, en efecto, que la propia vida esté llena de esa misma esperanza que llega de la misericordia de Dios. La esperanza es sobreabundante en la generosidad, no calcula, no exige cuentas a los deudores, no se preocupa de la propia ganancia, sino que tiene como punto de mira un sólo fin: levantar al que está caído, vendar los corazones heridos, liberar de toda forma de esclavitud.
11. Al inicio de este Año de gracia, quisiera, por tanto, sugerir tres acciones que puedan restaurar la dignidad en la vida de poblaciones enteras y volver a ponerlas en camino sobre la vía de la esperanza, para que se supere la crisis de la deuda y todos puedan volver a reconocerse deudores perdonados.
Sobre todo, retomo el llamamiento lanzado por san Juan Pablo II con ocasión del Jubileo del año 2000, de pensar «en una notable reducción, si no en una total condonación, de la deuda internacional, que grava sobre el destino de muchas naciones» [17]. Que, reconociendo la deuda ecológica, los países más ricos se sientan llamados a hacer lo posible para condonar las deudas de esos países que no están en condiciones de devolver lo que deben. Ciertamente, para que no se trate de un acto aislado de beneficencia, que lleve a correr el riesgo de desencadenar nuevamente un círculo vicioso de financiación-deuda, es necesario, al mismo tiempo, el desarrollo de una nueva arquitectura financiera, que lleve a la creación de un Documento financiero global, fundado en la solidaridad y la armonía entre los pueblos.
Además, pido un compromiso firme para promover el respeto de la dignidad de la vida humana, desde la concepción hasta la muerte natural, para que toda persona pueda amar la propia vida y mirar al futuro con esperanza, deseando el desarrollo y la felicidad para sí misma y para sus propios hijos. Sin esperanza en la vida, en efecto, es difícil que surja en el corazón de los más jóvenes el deseo de generar otras vidas. Aquí, en particular quisiera invitar una vez más a un gesto concreto que pueda favorecer la cultura de la vida. Me refiero a la eliminación de la pena de muerte en todas las naciones. Esta medida, en efecto, además de comprometer la inviolabilidad de la vida, destruye toda esperanza humana de perdón y de renovación [18].
Me atrevo también a volver a lanzar otro llamamiento, apelándome a san Pablo VI y a Benedicto XVI [19], para las jóvenes generaciones, en este tiempo marcado por las guerras: utilicemos al menos un porcentaje fijo del dinero empleado en los armamentos para la constitución de un Fondo mundial que elimine definitivamente el hambre y facilite en los países más pobres actividades educativas también dirigidas a promover el desarrollo sostenible, contrastando el cambio climático [20]. Debemos buscar que se elimine todo pretexto que pueda impulsar a los jóvenes a imaginar el propio futuro sin esperanza, o bien como una expectativa para vengar la sangre de sus seres queridos. El futuro es un don para superar los errores del pasado, para construir nuevos caminos de paz.
IV. La meta de la paz
12. Aquellos que emprenderán, por medio de los gestos sugeridos, el camino de la esperanza, podrán ver cada vez más cercana la tan anhelada meta de la paz. El salmista nos confirma en esta promesa: cuando «el Amor y la Verdad se encontrarán, la Justicia y la Paz se abrazarán» ( Sal 85,11). Cuando me despojo del arma del préstamo y restituyo la vía de la esperanza a una hermana o a un hermano, contribuyo al restablecimiento de la justicia de Dios en esta tierra y me encamino con esta persona hacia la meta de la paz. Como decía san Juan XXIII, la verdadera paz sólo podrá nacer de un corazón desarmado de la angustia y el miedo de la guerra [21].
13. Que el 2025 sea un año en el que crezca la paz. Esa paz real y duradera, que no se detiene en las objeciones de los contratos o en las mesas de compromisos humanos [22]. Busquemos la verdadera paz, que es dada por Dios a un corazón desarmado: un corazón que no se empecina en calcular lo que es mío y lo que es tuyo; un corazón que disipa el egoísmo en la prontitud de ir al encuentro de los demás; un corazón que no duda en reconocerse deudor respecto a Dios y por eso está dispuesto a perdonar las deudas que oprimen al prójimo; un corazón que supera el desaliento por el futuro con la esperanza de que toda persona es un bien para este mundo.
14. El desarme del corazón es un gesto que involucra a todos, a los primeros y a los últimos, a los pequeños y a los grandes, a los ricos y a los pobres. A veces, es suficiente algo sencillo, como «una sonrisa, un gesto de amistad, una mirada fraterna, una escucha sincera, un servicio gratuito» [23]. Con estos pequeños-grandes gestos, nos acercamos a la meta de la paz y la alcanzaremos más rápido; es más, a lo largo del camino, junto a los hermanos y hermanas reunidos, nos descubriremos ya cambiados respecto a cómo habíamos partido. En efecto, la paz no se alcanza sólo con el final de la guerra, sino con el inicio de un mundo nuevo, un mundo en el que nos descubrimos diferentes, más unidos y más hermanos de lo que habíamos imaginado.
15. ¡Concédenos tu paz, Señor! Esta es la oración que elevo a Dios, mientras envío mis mejores deseos para el año nuevo a los jefes de Estado y de gobierno, a los responsables de las organizaciones internacionales, a los líderes de las diversas religiones, a todas las personas de buena voluntad.
Perdona nuestras ofensas, Señor, como nosotros perdonamos a los que nos ofenden, y en este círculo de perdón concédenos tu paz, esa paz que sólo Tú puedes dar a quien se deja desarmar el corazón, a quien con esperanza quiere remitir las deudas de los propios hermanos, a quien sin temor confiesa de ser tu deudor, a quien no permanece sordo al grito de los más pobres.
Vaticano, 8 de diciembre de 2024
FRANCISCO
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[1] Spes non confundit. Bula de convocación del Jubileo Ordinario del Año 2025 (9 mayo 2024), 8.
[2] Cf. S. Juan Pablo II, Carta ap. Tertio millennio adveniente (10 noviembre 1994), 51.
[3] Carta enc. Sollicitudo rei socialis (30 diciembre 1987), 36.
[4] Cf. Discurso a los participantes en el Encuentro promovido por las Academias Pontificias de las Ciencias y de las Ciencias Sociales (16 mayo 2024).
[5] Cf. Exhort. ap. Laudate Deum (4 octubre 2023), 70.
[6] Cf. Spes non confundit. Bula de convocación del Jubileo Ordinario del Año 2025 (9 mayo 2024), 16.
[7] Homilia de avaritia, 7: PG 31, 275.
[8] Cf. Carta enc. Laudato si’ (24 mayo 2015), 123.
[9] Cf. Catequesis (2 septiembre 2020): L’Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española (4 septiembre 2020), p. 12.
[10] Cf. Discurso a los participantes en el Encuentro “Abordando la crisis de deuda en el Sur Global” (5 junio 2024).
[11] Cf. Discurso a la Conferencia de las Partes en la Convención Marco de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático ― COP 28 (2 diciembre 2023).
[12] Cf. Discurso a los participantes en el Encuentro “Abordando la crisis de deuda en el Sur Global” (5 junio 2024).
[13] Cf. Spes non confundit. Bula de convocación del Jubileo Ordinario del Año 2025 (9 mayo 2024), 16.
[14] Carta enc. Fratelli tutti (3 octubre 2020), 35.
[15] Cf. Spes non confundit. Bula de convocación del Jubileo Ordinario del Año 2025 (9 mayo 2024), 23.
[16] Discurso X (Tercera colección), Oración, 100-101: CSCO 638, 115. San Agustín incluso llega a afirmar que Dios no deja de hacerse deudor del hombre: «Porque aunque “tu misericordia es infinita”, tienes a bien hacerte deudor con promesas de aquellos mismos a quienes tú perdonas todas sus deudas» (cf. Confesiones, 5,9,17: PL 32, 714).
[17] Carta ap. Tertio millennio adveniente (10 noviembre 1994), 51.
[18] Cf. Spes non confundit. Bula de convocación del Jubileo Ordinario del Año 2025 (9 mayo 2024), 10.
[19] Cf. S. Pablo VI, Carta enc. Populorum progressio (26 marzo 1967), 51; Benedicto XVI, Discurso al Cuerpo Diplomático acreditado ante la Santa Sede (9 enero 2006); Íd., Exhort. ap. postsin. Sacramentum caritatis (22 febrero 2007), 90.
[20] Cf. Carta enc. Fratelli tutti (3 octubre 2020), 262; Discurso al Cuerpo Diplomático acreditado ante la Santa Sede (8 enero 2024); Discurso a la Conferencia de las Partes en la Convención Marco de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático ― COP 28 (2 diciembre 2023).
[21] Cf. Carta enc. Pacem in terris (11 abril 1963), 113.
[22] Cf. Conmemoración en el décimo aniversario de la “Invocación a la paz en Tierra Santa” (7 junio 2024).
[23] Spes non confundit. Bula de convocación del Jubileo Ordinario del Año 2025 (9 mayo 2024), 18.
PARA LA JORNADA MUNDIAL DE ORACIÓN POR EL CUIDADO DE LA CREACIÓN
1° de septiembre de 2024
Espera y actúa con la creación
Queridos hermanos y hermanas:
“Espera y actúa con la creación” es el tema de la Jornada de oración por el cuidado de la creación, que se celebrará el próximo 1 de septiembre. Hace referencia a la Carta de san Pablo a los romanos 8,19-25, donde el apóstol aclara lo que significa vivir según el Espíritu y se concentra en la esperanza cierta de la salvación por medio de la fe, que es la vida nueva en Cristo.
1. Partamos entonces de una pregunta sencilla, pero que podría no tener una respuesta obvia: cuando somos verdaderamente creyentes, ¿ cómo es que tenemos fe? No es tanto porque “nosotros creemos” en algo trascendente que nuestra razón no logra entender, el misterio inalcanzable de un Dios distante y lejano, invisible e innombrable. Más bien, diría san Pablo, es porque habita en nosotros el Espíritu Santo. Sí, somos creyentes porque el mismo «amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo, que nos ha sido dado» ( Rm 5,5). Por eso el Espíritu es ahora, realmente, «el anticipo de nuestra herencia» ( Ef 1,14), como pro-vocación a vivir siempre orientados hacia los bienes eternos, según la plenitud de la humanidad hermosa y buena de Jesús. El Espíritu hace a los creyentes creativos, pro-activos en la caridad. Los introduce en un gran camino de libertad espiritual, no exento, sin embargo, de la lucha entre la lógica del mundo y la lógica del Espíritu, que tienen frutos contrapuestos entre ellos (cf. Ga 5,16-17). Lo sabemos, el primer fruto del Espíritu, compendio de todos los otros, es el amor. Conducidos, entonces, por el Espíritu Santo, los creyentes son hijos de Dios y pueden dirigirse a Él llamándolo «¡Abba!, es decir, ¡Padre!» ( Rm 8,15), precisamente como Jesús, con la libertad del que ya no cae más en el miedo a la muerte, porque Jesús resucitó de entre los muertos. He aquí la gran esperanza: el amor de Dios ha vencido, vence y seguirá venciendo siempre. A pesar de la perspectiva de la muerte física, para el hombre nuevo que vive en el Espíritu el destino de gloria es ya seguro. Esta esperanza no defrauda, como nos recuerda también la Bula de convocación del próximo Jubileo. [1]
2. La existencia del cristiano es vida de fe, diligente en la caridad y desbordante de esperanza, en la espera de la llegada del Señor en su gloria. La “demora” de la parusía, de su segunda venida, no es un problema; la cuestión es otra: «cuando venga el Hijo del hombre, ¿encontrará fe sobre la tierra?» (Lc 18,8). Sí, la fe es un don, un fruto de la presencia del Espíritu en nosotros, pero es también una tarea, que debe realizarse en la libertad, en la obediencia al mandamiento del amor de Jesús. Esa es la feliz esperanza que hemos de testimoniar; ¿dónde?, ¿cuándo?, ¿cómo? En los dramas de la carne humana que sufre. Si bien se sueña, ahora es necesario soñar con los ojos abiertos, animados por visiones de amor, de fraternidad, de amistad y de justicia para todos. La salvación cristiana entra en la profundidad del dolor del mundo, que no sólo afecta a los seres humanos, sino a todo el universo; a la naturaleza misma, oikos del hombre, su ambiente vital; comprende la creación como “paraíso terrenal”, la madre tierra, que debería ser lugar de alegría y promesa de felicidad para todos. El optimismo cristiano se fundamenta en una esperanza viva; sabe que todo tiende a la gloria de Dios, a la consumación final en su paz, a la resurrección corporal en la justicia, “de gloria en gloria”. En el transcurrir del tiempo, sin embargo, compartimos dolor y sufrimiento: la creación entera gime (cf. Rm 8,19-22), los cristianos gimen (cf. vv. 23-25) y gime el propio Espíritu (cf. vv. 26-27). El gemir manifiesta inquietud y sufrimiento, con anhelo y deseo. El gemido expresa confianza en Dios y abandono a su compañía afectuosa y exigente, con vistas a la realización de su designio, que es alegría, amor y paz en el Espíritu Santo.
3. Toda la creación está implicada en este proceso de un nuevo nacimiento y, gimiendo, espera la liberación. Se trata de un crecimiento escondido que madura, como “un grano de mostaza que se convierte en un gran árbol” o “levadura en la masa” (cf. Mt 13,31-33). Los comienzos son insignificantes, pero los resultados esperados pueden ser de una belleza infinita. En cuanto espera de un nacimiento —la revelación de los hijos de Dios— la esperanza es la posibilidad de mantenerse firmes en medio de las adversidades, de no desanimarse en el tiempo de las tribulaciones o frente a la barbarie humana. La esperanza cristiana no defrauda, pero tampoco da falsas ilusiones; si el gemido de la creación, de los cristianos y del Espíritu es anticipación y espera de la salvación que ya se está realizando, ahora estamos inmersos en muchos sufrimientos que san Pablo describe como “tribulaciones, angustias, persecución, hambre, desnudez, peligros, espada” (cf. Rm 8,35). Entonces la esperanza es una lectura alternativa de la historia y de las vicisitudes humanas; no ilusoria, sino realista, del realismo de la fe que ve lo invisible. Esta esperanza es la espera paciente, como el no-ver de Abraham. Me agrada recordar a ese gran creyente visionario que fue Joaquín de Fiore —el abad calabrés “de espíritu profético dotado”, según Dante Alighieri [2]— que, en un tiempo de luchas sanguinarias, de conflictos entre el papado y el imperio, de cruzadas, de herejías y de mundanidad de la Iglesia, supo indicar el ideal de un nuevo espíritu de convivencia entre los hombres, basado en la fraternidad universal y la paz cristiana, fruto de Evangelio vivido. Ese espíritu de amistad social y de fraternidad universal lo propuse en Fratelli tutti. Y esa armonía entre los seres humanos debe extenderse también a la creación, en un “antropocentrismo situado” (cf. Laudate Deum, 67), en la responsabilidad por una ecología humana e integral, camino de salvación de nuestra casa común y de nosotros que habitamos en ella.
4. ¿Por qué tanta maldad en el mundo? ¿Por qué tanta injusticia, tantas guerras fratricidas que causan la muerte de niños, destruyen ciudades, contaminan el entorno vital del hombre, la madre tierra, violentada y devastada? Refiriéndose implícitamente al pecado de Adán, san Pablo afirma: «Sabemos que la creación entera, hasta el presente, gime y sufre dolores de parto» (Rm 8,22). La lucha moral de los cristianos está relacionada con el “gemido” de la creación, porque esta última «quedó sujeta a la vanidad» (v. 20). Todo el cosmos y toda criatura gimen y anhelan “ansiosamente” que se supere la condición actual y se restablezca la originaria: en efecto, la liberación del hombre comporta también la de todas las demás criaturas que, solidarias con la condición humana, han sido sometidas al yugo de la esclavitud. Al igual que la humanidad, la creación ―sin culpa alguna― está esclavizada y se encuentra incapacitada para realizar aquello para lo que fue concebida, es decir, para tener un sentido y una finalidad duraderos; está sujeta a la disolución y a la muerte, agravadas por el abuso humano de la naturaleza. Pero, por el contrario, la salvación del hombre en Cristo es esperanza segura también para la creación; de hecho, «también la creación será liberada de la esclavitud de la corrupción para participar de la gloriosa libertad de los hijos de Dios» (Rm 8,21). Entonces, en la redención de Cristo es posible contemplar con esperanza el vínculo de solidaridad entre el ser humano y todas las demás criaturas.
5. En la expectación esperanzada y perseverante de la venida gloriosa de Jesús, el Espíritu Santo mantiene alerta a la comunidad creyente y la instruye continuamente, llamándola a la conversión de estilos de vida, para que se oponga a la degradación humana del medio ambiente y manifieste esa crítica social que es, ante todo, testimonio de la posibilidad de cambio. Esta conversión consiste en pasar de la arrogancia de quien quiere dominar a los demás y a la naturaleza ―reducida a objeto manipulable―, a la humildad de quien cuida de los demás y de la creación. «Un ser humano que pretende ocupar el lugar de Dios se convierte en el peor peligro para sí mismo» (Laudate Deum, 73), porque el pecado de Adán destruyó las relaciones fundamentales por las que vive el hombre: la que tiene con Dios, consigo mismo y con los demás seres humanos, y la que tiene con el cosmos. Todas estas relaciones deben ser, sinérgicamente, restauradas, salvadas, “reorientadas”. No puede faltar ninguna. Si falta una, falla todo.
6. Esperar y actuar con la creación significa, en primer lugar, aunar esfuerzos y, caminando junto con todos los hombres y mujeres de buena voluntad, contribuir a «repensar entre todos la cuestión del poder humano, cuál es su sentido, cuáles son sus límites. Porque nuestro poder ha aumentado frenéticamente en pocas décadas. Hemos hecho impresionantes y asombrosos progresos tecnológicos, y no advertimos que al mismo tiempo nos convertimos en seres altamente peligrosos, capaces de poner en riesgo la vida de muchos seres y nuestra propia supervivencia» (Laudate Deum, 28). Un poder incontrolado engendra monstruos y se vuelve contra nosotros mismos. Por eso hoy es urgente poner límites éticos al desarrollo de la inteligencia artificial, que, con su capacidad de cálculo y simulación, podría ser utilizada para dominar al hombre y la naturaleza, en lugar de ponerla al servicio de la paz y el desarrollo integral (cf. Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz 2024).
7. «El Espíritu Santo nos acompaña en la vida», esto lo entendieron bien los niños y niñas reunidos en la plaza de San Pedro para su primera Jornada Mundial, que coincidió con el domingo de la Santísima Trinidad. Dios no es una idea abstracta de infinito, sino que es Padre amoroso, Hijo amigo y redentor de todo hombre y Espíritu Santo que guía nuestros pasos por el camino de la caridad. La obediencia al Espíritu de amor cambia radicalmente la actitud del hombre: de “depredador” a “cultivador” del jardín. La tierra se entrega al hombre, pero sigue siendo de Dios (cf. Lv 25,23). Este es el antropocentrismo teologal de la tradición judeocristiana. Por tanto, pretender poseer y dominar la naturaleza, manipulándola a voluntad, es una forma de idolatría. Es el hombre prometeico, ebrio de su propio poder tecnocrático, que con arrogancia pone a la tierra en una condición “des-graciada”, es decir, privada de la gracia de Dios. Ahora bien, si la gracia de Dios es Jesús, muerto y resucitado, entonces es verdad lo que dijo Benedicto XVI: «No es la ciencia la que redime al hombre. El hombre es redimido por el amor» (Carta enc. Spe Salvi, 26), el amor de Dios en Cristo, del que nada ni nadie podrá separarnos jamás (cf. Rm 8,38-39). Constantemente atraída hacia su futuro, la creación no es estática ni está encerrada en sí misma. Hoy en día, también gracias a los descubrimientos de la física contemporánea, el vínculo entre materia y espíritu se presenta de manera cada vez más fascinante para nuestro conocimiento.
8. Por tanto, el cuidado de la creación no es sólo una cuestión ética, sino también eminentemente teológica, pues concierne al entrelazamiento del misterio del hombre con del misterio de Dios. Se puede decir que este entrelazamiento es “generativo”, ya que se remonta al acto de amor con el que Dios crea al ser humano en Cristo. Este acto creador de Dios otorga y funda el actuar libre del hombre y toda su eticidad: libre precisamente es su ser creado a imagen de Dios que es Jesucristo, y por ello “representante” de la creación en Cristo mismo. Hay una motivación trascendente (teológico-ética) que compromete al cristiano a promover la justicia y la paz en el mundo, también a través del destino universal de los bienes: se trata de la revelación de los hijos de Dios que la creación espera, gimiendo como con dolores de parto. En esta historia no sólo está en juego la vida terrena del hombre, está sobre todo su destino en la eternidad, el eschaton de nuestra bienaventuranza, el Paraíso de nuestra paz, en Cristo Señor del cosmos, el Crucificado-Resucitado por amor.
9. Esperar e actuar con la creación significa, pues, vivir una fe encarnada, que sabe entrar en la carne sufriente y esperanzada de la gente, compartiendo la espera de la resurrección corporal a la que los creyentes están predestinados en Cristo Señor. En Jesús, el Hijo eterno en carne humana, somos verdaderamente hijos del Padre. Por la fe y el bautismo, comienza para el creyente la vida según el Espíritu (cf. Rm 8,2), una vida santa, una existencia de hijos del Padre, como Jesús (cf. Rm 8,14-17), ya que, por la fuerza del Espíritu Santo, Cristo vive en nosotros (cf. Ga 2,20). Una vida que se convierte en un canto de amor a Dios, a la humanidad, con y por la creación, y que encuentra su plenitud en la santidad. [3]
Roma, San Juan de Letrán, 27 de junio de 2024
FRANCISCO
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[1] Spes non confundit, Bula de convocación del Jubileo Ordinario del Año 2025 (9 mayo 2024).
[2] Divina Comedia, Paraíso, XII, 141.
[3] Lo ha expresado poéticamente el sacerdote rosminiano Clemente Rebora: “Mientras la creación asciende en Cristo al Padre, / En el arcano destino / todo es dolor de parto: / ¡cuánto morir para que nazca la vida! / pero de una sola Madre, que es divina, / se viene felizmente a la luz: / vida que el amor produce en lágrimas, / y, si anhela, aquí abajo es poesía; / pero sólo la santidad cumple el canto” (cf. Curriculum vitae, “Poesia e santità”: Poesie, prose e traduzioni, Milano 2015, p. 297).
Dios nunca abandona a sus hijos. Ni siquiera cuando la edad avanza y las fuerzas flaquean, cuando aparecen las canas y el estatus social decae, cuando la vida se vuelve menos productiva y corre el peligro de parecernos inútil. Él no se fija en las apariencias (cf. 1 S 16,7) y no desdeña elegir a aquellos que para muchos resultan irrelevantes. No descarta ninguna piedra, al contrario, las más “viejas” son la base segura sobre las que se pueden apoyar las piedras “nuevas” para construir todas juntas el edificio espiritual (cf. 1 P 2,5).
La Sagrada Escritura, en su conjunto, es una narración del amor fiel del Señor, del que emerge una certeza consoladora: Dios sigue mostrándonos su misericordia, siempre, en cada etapa de la vida, y en cualquier condición en la que nos encontremos, incluso en nuestras traiciones. Los salmos están llenos del asombro del corazón humano frente a Dios, que nos cuida a pesar de nuestra pequeñez (cf. Sal 144,3-4); nos aseguran que Dios nos ha plasmado en el seno materno (cf. Sal 139,13) y que no entregará nuestra vida a la muerte (cf. Sal 16,10). Por tanto, podemos tener la certeza de que también estará cerca de nosotros durante la ancianidad, tanto más porque en la Biblia envejecer es signo de bendición.
Y, sin embargo, en los salmos encontramos además esta sentida súplica al Señor: «No me rechaces en el tiempo de mi vejez» (Sal 71,9). Una expresión fuerte, muy cruda. Nos lleva a pensar en el sufrimiento extremo de Jesús que exclamó en la cruz: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?» (Mt 27,46).
En la Biblia, pues, hallamos la certeza de la cercanía de Dios en cada etapa de la vida y, al mismo tiempo, encontramos el miedo al abandono, particularmente en la vejez y en el momento del dolor. No se trata de una contradicción. Mirando a nuestro alrededor no nos resulta difícil comprobar cómo esas expresiones reflejan una realidad más que evidente. Con mucha frecuencia la soledad es la amarga compañera de la vida de los que como nosotros son mayores y abuelos. Siendo obispo de Buenos Aires, muchas veces tuve ocasión de visitar residencias de ancianos y me di cuenta de las pocas visitas que recibían esas personas; algunos no veían a sus seres queridos desde hacía muchos meses.
Las causas de esa soledad son múltiples. En muchos países, sobre todo en los más pobres, los ancianos están solos porque sus hijos se han visto obligados a emigrar. Pienso también en las numerosas situaciones de conflicto; cuántos ancianos se quedan solos porque los hombres —jóvenes y adultos— han sido llamados a combatir y las mujeres, sobre todo las madres con niños pequeños, dejan el país para dar seguridad a los hijos. En las ciudades y en los pueblos devastados por la guerra, muchas personas mayores se quedan solas, como únicos signos de vida en zonas donde parece reinar el abandono y la muerte. En otras partes del mundo, además, existe una falsa creencia, muy enraizada en algunas culturas locales, que genera hostilidad respecto a los ancianos, acusados de recurrir a la brujería para quitar energías vitales a los jóvenes; de modo que, en caso de que una muerte prematura, una enfermedad o una suerte adversa afecte a un joven, la culpa recae sobre algún anciano. Esta mentalidad se debe combatir y erradicar. Es uno de esos prejuicios infundados, de los que la fe cristiana nos ha liberado, que alimenta persistentes conflictos generacionales entre jóvenes y ancianos.
Si lo pensamos bien, esta acusación dirigida a los mayores de “robar el futuro a los jóvenes” está muy presente hoy en todas partes. Esta también se encuentra, bajo otras formas, en las sociedades más avanzadas y modernas. Por ejemplo, hoy en día está muy extendida la creencia de que los ancianos hacen pesar sobre los jóvenes el costo de la asistencia que ellos requieren, y de esta manera quitan recursos al desarrollo del país y, por ende, a los jóvenes. Se trata de una percepción distorsionada de la realidad. Es como si la supervivencia de los ancianos pusiera en peligro la de los jóvenes. Como si para favorecer a los jóvenes fuera necesario descuidar a los ancianos o, incluso, eliminarlos. La contraposición entre las generaciones es un engaño y un fruto envenenado de la cultura de la confrontación. Poner a los jóvenes en contra de los ancianos es una manipulación inaceptable; «está en juego la unidad de las edades de la vida, es decir, el real punto de referencia para la comprensión y el aprecio de la vida humana en su totalidad» (Catequesis 23 febrero 2022).
El salmo citado anteriormente —en el que se suplica no ser abandonados en la vejez— habla de una conspiración que ciñe la vida de los ancianos. Parecen palabras excesivas, pero comprensibles si se considera que la soledad y el descarte de los mayores no son casuales ni inevitables, son más bien fruto de decisiones —políticas, económicas, sociales y personales— que no reconocen la dignidad infinita de toda persona «más allá de toda circunstancia y en cualquier estado o situación en que se encuentre» (Decl. Dignitas infinita, 1). Esto sucede cuando se pierde el valor de cada uno y las personas se convierten en una mera carga onerosa, en algunos casos demasiado elevada. Lo peor es que, a menudo, los mismos ancianos terminan por someterse a esta mentalidad y llegan a considerarse como un peso, deseando ser los primeros en hacerse a un lado.
Por otra parte, hoy son muchas las mujeres y los hombres que buscan la propia realización personal llevando una existencia lo más autónoma y desligada de los demás que sea posible. Las pertenencias comunes están en crisis y se afirman las individualidades; el pasaje del “nosotros” al “yo” se muestra como uno de los signos más evidentes de nuestro tiempo. La familia, que es la primera y la más radical oposición a la idea de que podemos salvarnos solos, es una de las víctimas de esta cultura individualista. Pero cuando se envejece, a medida que las fuerzas disminuyen, el espejismo del individualismo, la ilusión de no necesitar a nadie y de poder vivir sin vínculos se revela tal cual es: uno se encuentra en cambio teniendo necesidad de todo, pero ya solo, sin ninguna ayuda, sin tener a alguien con quien poder contar. Es un triste descubrimiento que muchos hacen cuando ya es demasiado tarde.
La soledad y el descarte se han vuelto elementos recurrentes en el contexto en el que estamos inmersos. Estos tienen múltiples raíces: en algunos casos son el fruto de una exclusión programada, una especie de triste “complot social”; en otros casos se trata lamentablemente de una decisión propia. Otras veces también se los sufre fingiendo que se trate de una elección autónoma. Estamos perdiendo cada vez más «el sabor de la fraternidad» (Carta enc. Fratelli tutti, 33) e incluso nos cuesta imaginar algo diferente.
En muchos ancianos podemos advertir ese sentimiento de resignación del que habla el libro de Rut, cuando relata que la anciana Noemí —después de la muerte del marido y de los hijos— invitó a sus nueras, Orpá y Rut, a regresar a sus países de origen y a sus casas (cf. Rut 1,8). Noemí —como tantos ancianos de hoy— teme quedarse sola, pero no consigue imaginar algo distinto. Como viuda, es consciente de valer poco ante la sociedad y está convencida de ser un peso para esas dos jóvenes que, al contrario de ella, tienen toda la vida por delante. Por eso piensa que sea mejor hacerse a un lado y ella misma invita a las jóvenes nueras a dejarla y a construir su futuro en otros lugares (cf. Rut 1,11-13). Sus palabras son un concentrado de convenciones sociales y religiosas que parecen inmutables y que marcan su destino.
El relato bíblico nos presenta en este momento dos opiniones diferentes frente a la invitación de Noemí y, por tanto, frente a la vejez. Una de las dos nueras, Orpá, que le tiene cariño a Noemí, con un gesto afectuoso la besa, pero acepta lo que ella también cree que es la única solución posible y sigue su propio camino. Rut, en cambio, no se separa de Noemí y le dirige palabras sorprendentes: «No insistas en que te abandone» (Rut 1,16). No tiene miedo de desafiar las costumbres y la opinión común, siente que esa mujer anciana la necesita y, con valentía, permanece a su lado, dando inicio a una nueva travesía para ambas. A todos nosotros —acostumbrados a la idea de que la soledad es un destino inevitable— Rut nos enseña que a la súplica “¡no me abandones!” es posible responder “¡no te abandonaré!”. No duda en trastocar lo que parece una realidad inmutable, ¡vivir solos no puede ser la única alternativa! No es casualidad que Rut —la que se quedó acompañando a la anciana Noemí— sea un antepasado del Mesías (cf. Mt 1,5), de Jesús, el Emanuel, Aquel que es “Dios con nosotros”, Aquel que lleva la cercanía y la proximidad de Dios a todos los hombres, de todas las condiciones y de todas las edades.
La libertad y la valentía de Rut nos invitan a recorrer un camino nuevo. Sigamos sus pasos, hagamos el viaje junto a esta joven mujer extranjera y a la anciana Noemí, no tengamos miedo de cambiar nuestras costumbres y de imaginar un futuro distinto para nuestros ancianos. Nuestro agradecimiento se dirige a todas esas personas que, aun con muchos sacrificios, han seguido efectivamente el ejemplo de Rut y se están ocupando de un anciano, o sencillamente muestran cada día su cercanía a parientes o conocidos que no tienen a nadie. Rut eligió estar cerca de Noemí y fue bendecida con un matrimonio feliz, una descendencia y una tierra. Esto vale siempre y para todos: estando cerca de los ancianos, reconociendo el papel insustituible que estos tienen en la familia, en la sociedad y en la Iglesia, también nosotros recibiremos muchos dones, muchas gracias, muchas bendiciones.
En esta IV Jornada Mundial dedicada a ellos, no dejemos de mostrar nuestra ternura a los abuelos y a los mayores de nuestras familias, visitemos a los que están desanimados o que ya no esperan que un futuro distinto sea posible. A la actitud egoísta que lleva al descarte y a la soledad contrapongamos el corazón abierto y el rostro alegre de quien tiene la valentía de decir “¡no te abandonaré!” y de emprender un camino diferente.
A todos ustedes, queridos abuelos y mayores, y a cuantos los acompañan, llegue mi bendición junto con mi oración. También a ustedes les pido, por favor, que no se olviden de rezar por mí.
La evolución de los sistemas de la así llamada "inteligencia artificial", sobre la que ya reflexioné en mi reciente Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz, también está modificando radicalmente la información y la comunicación y, a través de ellas, algunos de los fundamentos de la convivencia civil. Es un cambio que afecta a todos, no sólo a los profesionales. La difusión acelerada de sorprendentes inventos, cuyo funcionamiento y potencial son indescifrables para la mayoría de nosotros, suscita un asombro que oscila entre el entusiasmo y la desorientación y nos coloca inevitablemente frente a preguntas fundamentales: ¿qué es pues el hombre? ¿cuál es su especificidad y cuál será el futuro de esta especie nuestra llamada homo sapiens, en la era de las inteligencias artificiales? ¿Cómo podemos seguir siendo plenamente humanos y orientar hacia el bien el cambio cultural en curso?
Comenzando desde el corazón
Ante todo, conviene despejar el terreno de lecturas catastrofistas y de sus efectos paralizantes. Hace un siglo, Romano Guardini, reflexionando sobre la tecnología y el hombre, instaba a no ponerse rígidos ante lo “nuevo” intentando «conservar un mundo de infinita belleza que está a punto de desaparecer». Sin embargo, al mismo tiempo de manera encarecida advertía proféticamente: «Nuestro puesto está en el porvenir. Todos han de buscar posiciones allí donde corresponde a cada uno […], podremos realizar este objetivo si cooperamos noblemente en esta empresa; y a la vez, permaneciendo, en el fondo de nuestro corazón incorruptible, sensibles al dolor que produce la destrucción y el proceder inhumano que se contiene en este mundo nuevo». Y concluía: «Es cierto que se trata, de problemas técnicos, científicos y políticos; pero es preciso resolverlos planteándolos desde el punto de vista humano. Es preciso que brote una nueva humanidad de profunda espiritualidad, de una libertad y una vida interior nuevas». [1]
En esta época que corre el riesgo de ser rica en tecnología y pobre en humanidad, nuestra reflexión sólo puede partir del corazón humano. [2] Sólo dotándonos de una mirada espiritual, sólo recuperando una sabiduría del corazón, podremos leer e interpretar la novedad de nuestro tiempo y redescubrir el camino de una comunicación plenamente humana. El corazón, bíblicamente entendido como la sede de la libertad y de las decisiones más importantes de la vida, es símbolo de integridad, de unidad, a la vez que evoca afectos, deseos, sueños, y es sobre todo el lugar interior del encuentro con Dios. La sabiduría del corazón es, pues, esa virtud que nos permite entrelazar el todo y las partes, las decisiones y sus consecuencias, las capacidades y las fragilidades, el pasado y el futuro, el yo y el nosotros.
Esta sabiduría del corazón se deja encontrar por quien la busca y se deja ver por quien la ama; se anticipa a quien la desea y va en busca de quien es digno de ella (cf. Sab 6,12-16). Está con los que se dejan aconsejar (cf. Prov 13,10), con los que tienen el corazón dócil y escuchan (cf. 1 Re 3,9). Es un don del Espíritu Santo, que permite ver las cosas con los ojos de Dios, comprender los vínculos, las situaciones, los acontecimientos y descubrir su sentido. Sin esta sabiduría, la existencia se vuelve insípida, porque es precisamente la sabiduría —cuya raíz latina sapere se relaciona con el sabor— la que da gusto a la vida.
Oportunidad y peligro
No podemos esperar esta sabiduría de las máquinas. Aunque el término inteligencia artificial ha suplantado al más correcto utilizado en la literatura científica, machine learning, el uso mismo de la palabra “inteligencia” es engañoso. Sin duda, las máquinas poseen una capacidad inconmensurablemente mayor que los humanos para almacenar datos y correlacionarlos entre sí, pero corresponde al hombre, y sólo a él, descifrar su significado. No se trata, pues, de exigir que las máquinas parezcan humanas; sino más bien de despertar al hombre de la hipnosis en la que ha caído debido a su delirio de omnipotencia, creyéndose un sujeto totalmente autónomo y autorreferencial, separado de todo vínculo social y ajeno a su creaturalidad.
En efecto, el hombre siempre ha experimentado que no puede bastarse a sí mismo e intenta superar su vulnerabilidad utilizando cualquier medio. Empezando por los primeros artefactos prehistóricos, utilizados como prolongación de los brazos, pasando por los medios de comunicación empleados como prolongación de la palabra, hemos llegado hoy a las máquinas más sofisticadas que actúan como ayuda del pensamiento. Sin embargo, cada una de estas realidades puede estar contaminada por la tentación original de llegar a ser como Dios sin Dios (cf. Gn 3), es decir, de querer conquistar por las propias fuerzas lo que, en cambio, debería acogerse como un don de Dios y vivirse en la relación con los demás.
Según la orientación del corazón, todo lo que está en manos del hombre se convierte en una oportunidad o en un peligro. Su propio cuerpo, creado para ser un lugar de comunicación y comunión, puede convertirse en un medio de agresión. Del mismo modo, toda extensión técnica del hombre puede ser un instrumento de servicio amoroso o de dominación hostil. Los sistemas de inteligencia artificial pueden contribuir al proceso de liberación de la ignorancia y facilitar el intercambio de información entre pueblos y generaciones diferentes. Pueden, por ejemplo, hacer accesible y comprensible una enorme riqueza de conocimientos escritos en épocas pasadas o hacer que las personas se comuniquen en lenguas que no conocen. Pero al mismo tiempo pueden ser instrumentos de “contaminación cognitiva”, de alteración de la realidad a través de narrativas parcial o totalmente falsas que se creen —y se comparten— como si fueran verdaderas. Baste pensar en el problema de la desinformación al que nos enfrentamos desde hace años en forma de fake news [3] y que hoy se sirve de deepfakes, es decir, de la creación y difusión de imágenes que parecen perfectamente verosímiles pero que son falsas (también yo he sido objeto de ello), o de mensajes de audio que utilizan la voz de una persona para decir cosas que nunca ha dicho. La simulación, que está a la base de estos programas, puede ser útil en algunos campos específicos, pero se vuelve perversa cuando distorsiona la relación con los demás y la realidad.
Ya desde la primera ola de la inteligencia artificial, la de los medios sociales, hemos comprendido su ambivalencia, dándonos cuenta tanto de sus potencialidades como de sus riesgos y patologías. El segundo nivel de inteligencia artificial generativa marca un salto cualitativo indiscutible. Por lo tanto, es importante tener la capacidad de entender, comprender y regular herramientas que en manos equivocadas podrían abrir escenarios adversos. Como todo lo que ha salido de la mente y de las manos del hombre, los algoritmos no son neutros. Por ello, es necesario actuar preventivamente, proponiendo modelos de regulación ética para frenar las implicaciones nocivas y discriminatorias, socialmente injustas, de los sistemas de inteligencia artificial y contrarrestar su uso en la reducción del pluralismo, la polarización de la opinión pública o la construcción de un pensamiento único. Así pues, renuevo mi llamamiento exhortando a «la comunidad de las naciones a trabajar unida para adoptar un tratado internacional vinculante, que regule el desarrollo y el uso de la inteligencia artificial en sus múltiples formas». [4] Sin embargo, como en cualquier ámbito humano, la sola reglamentación no es suficiente.
Crecer en humanidad
Estamos llamados a crecer juntos, en humanidad y como humanidad. El reto que tenemos ante nosotros es dar un salto cualitativo para estar a la altura de una sociedad compleja, multiétnica, pluralista, multirreligiosa y multicultural. Nos corresponde cuestionarnos sobre el desarrollo teórico y el uso práctico de estos nuevos instrumentos de comunicación y conocimiento. Grandes posibilidades de bien acompañan al riesgo de que todo se transforme en un cálculo abstracto, que reduzca las personas a meros datos, el pensamiento a un esquema, la experiencia a un caso, el bien a un beneficio, y sobre todo que acabemos negando la unicidad de cada persona y de su historia, disolviendo la concreción de la realidad en una serie de estadísticas.
La revolución digital puede hacernos más libres, pero no ciertamente si nos dejamos atrapar por los fenómenos mediáticos hoy conocidos como cámara de eco. En tales casos, en lugar de aumentar el pluralismo de la información, corremos el riesgo de perdernos en un pantano desconocido, al servicio de los intereses del mercado o del poder. Es inaceptable que el uso de la inteligencia artificial conduzca a un pensamiento anónimo, a un ensamblaje de datos no certificados, a una negligencia colectiva de responsabilidad editorial. La representación de la realidad en macrodatos, por muy funcional que sea para la gestión de las máquinas, implica de hecho una pérdida sustancial de la verdad de las cosas, que dificulta la comunicación interpersonal y amenaza con dañar nuestra propia humanidad. La información no puede separarse de la relación existencial: implica el cuerpo, el estar en la realidad; exige poner en relación no sólo datos, sino también las experiencias; exige el rostro, la mirada y la compasión más que el intercambio.
Pienso en los reportajes de las guerras y en la “guerra paralela” que se hace mediante campañas de desinformación. Y pienso en cuántos reporteros resultan heridos o mueren sobre el terreno para permitirnos ver lo que han visto sus ojos. Porque sólo tocando el sufrimiento de niños, mujeres y hombres podemos comprender lo absurdo de las guerras.
El uso de la inteligencia artificial podrá contribuir positivamente en el campo de la comunicación si no anula el papel del periodismo sobre el terreno, sino que, por el contrario, lo respalda; si aumenta la profesionalidad de la comunicación, responsabilizando a cada comunicador; si devuelve a cada ser humano el papel de sujeto, con capacidad crítica, respecto de la misma comunicación.
Interrogantes para el hoy y para el mañana
Así pues, surgen espontáneamente algunas preguntas: ¿cómo proteger la profesionalidad y la dignidad de los trabajadores del ámbito de la comunicación y la información, junto con la de los usuarios de todo el mundo? ¿Cómo garantizar la interoperabilidad de las plataformas? ¿Cómo garantizar que las empresas que desarrollan plataformas digitales asuman la responsabilidad de lo que difunden y de lo cual obtienen beneficios, del mismo modo que los editores de los medios de comunicación tradicionales? ¿Cómo hacer más transparentes los criterios en los que se basan los algoritmos de indexación y desindexación y los motores de búsqueda, capaces de exaltar o cancelar personas y opiniones, historias y culturas? ¿Cómo garantizar la transparencia de los procesos de información? ¿Cómo hacer evidente la autoría de los escritos y rastreables las fuentes, evitando el manto del anonimato? ¿Cómo poner de manifiesto si una imagen o un vídeo retratan un acontecimiento o lo simulan? ¿Cómo evitar que las fuentes se reduzcan a un pensamiento único, elaborado algorítmicamente? ¿Y cómo fomentar, en cambio, un entorno que preserve el pluralismo y represente la complejidad de la realidad? ¿Cómo hacer sostenible esta herramienta potente, costosa y de alto consumo energético? ¿Cómo hacerla accesible también a los países en desarrollo?
A partir de las respuestas a estas y otras preguntas, comprenderemos si la inteligencia artificial acabará construyendo nuevas castas basadas en el dominio de la información, generando nuevas formas de explotación y desigualdad; o si, por el contrario, traerá más igualdad, promoviendo una información correcta y una mayor conciencia del cambio de época que estamos viviendo, favoreciendo la escucha de las múltiples necesidades de las personas y de los pueblos, en un sistema de información articulado y pluralista. Por una parte, se cierne el espectro de una nueva esclavitud, por la otra, una conquista de la libertad; por un lado, la posibilidad de que unos pocos condicionen el pensamiento de todos, por otro, la posibilidad de que todos participen en la elaboración del pensamiento.
La respuesta no está escrita, depende de nosotros. Corresponde al hombre decidir si se convierte en alimento de algoritmos o en cambio sí alimenta su corazón con la libertad, ese corazón sin el cual no creceríamos en sabiduría. Esta sabiduría madura sacando provecho del tiempo y comprendiendo las debilidades. Crece en la alianza entre generaciones, entre quienes tienen memoria del pasado y quienes tienen visión de futuro. Sólo juntos crece la capacidad de discernir, de vigilar, de ver las cosas a partir de su cumplimiento. Para no perder nuestra humanidad, busquemos la Sabiduría que es anterior a todas las cosas (cf. Si 1,4), la que pasando por los corazones puros hace amigos de Dios profetas (cf. Sab 7,27). Ella nos ayudará también a orientar los sistemas de inteligencia artificial a una comunicación plenamente humana.
Roma, en San Juan de Letrán, 24 de enero de 2024
FRANCISCO
[1] Cartas del Lago de Como, Pamplona 2013, 101-104.
[2] En continuidad con los Mensajes de las anteriores Jornadas Mundiales de las Comunicaciones Sociales, dedicadas a encontrar a las personas donde están y como son (2021), escuchar con los oídos del corazón (2022) y hablar con el corazón (2023).
[3] “La verdad os hará libres” (Jn 8, 32). Fake news y periodismo de paz. Mensaje de la 52 Jornada Mundial de las Comunicaciones Sociales, 2018 .
[4] Mensaje para la Celebración de la 57 Jornada Mundial de la Paz (1 enero 2024), 8.
Cuando nuestro Dios se revela, comunica la libertad: «Yo soy el Señor, tu Dios, que te hice salir de Egipto, de un lugar de esclavitud» (Ex 20,2). Así se abre el Decálogo dado a Moisés en el monte Sinaí. El pueblo sabe bien de qué éxodo habla Dios; la experiencia de la esclavitud todavía está impresa en su carne. Recibe las diez palabras de la alianza en el desierto como camino hacia la libertad. Nosotros las llamamos “mandamientos”, subrayando la fuerza del amor con el que Dios educa a su pueblo. La llamada a la libertad es, en efecto, una llamada vigorosa. No se agota en un acontecimiento único, porque madura durante el camino. Del mismo modo que Israel en el desierto lleva todavía a Egipto dentro de sí ―en efecto, a menudo echa de menos el pasado y murmura contra el cielo y contra Moisés―, también hoy el pueblo de Dios lleva dentro de sí ataduras opresoras que debe decidirse a abandonar. Nos damos cuenta de ello cuando nos falta esperanza y vagamos por la vida como en un páramo desolado, sin una tierra prometida hacia la cual encaminarnos juntos. La Cuaresma es el tiempo de gracia en el que el desierto vuelve a ser ―como anuncia el profeta Oseas― el lugar del primer amor (cf. Os 2,16-17). Dios educa a su pueblo para que abandone sus esclavitudes y experimente el paso de la muerte a la vida. Como un esposo nos atrae nuevamente hacia sí y susurra palabras de amor a nuestros corazones.
El éxodo de la esclavitud a la libertad no es un camino abstracto. Para que nuestra Cuaresma sea también concreta, el primer paso es querer ver la realidad. Cuando en la zarza ardiente el Señor atrajo a Moisés y le habló, se reveló inmediatamente como un Dios que ve y sobre todo escucha: «Yo he visto la opresión de mi pueblo, que está en Egipto, y he oído los gritos de dolor, provocados por sus capataces. Sí, conozco muy bien sus sufrimientos. Por eso he bajado a librarlo del poder de los egipcios y a hacerlo subir, desde aquel país, a una tierra fértil y espaciosa, a una tierra que mana leche y miel» (Ex 3,7-8). También hoy llega al cielo el grito de tantos hermanos y hermanas oprimidos. Preguntémonos: ¿nos llega también a nosotros? ¿Nos sacude? ¿Nos conmueve? Muchos factores nos alejan los unos de los otros, negando la fraternidad que nos une desde el origen.
En mi viaje a Lampedusa, ante la globalización de la indiferencia planteé dos preguntas, que son cada vez más actuales: «¿Dónde estás?» (Gn 3,9) y «¿Dónde está tu hermano?» (Gn 4,9). El camino cuaresmal será concreto si, al escucharlas de nuevo, confesamos que seguimos bajo el dominio del Faraón. Es un dominio que nos deja exhaustos y nos vuelve insensibles. Es un modelo de crecimiento que nos divide y nos roba el futuro; que ha contaminado la tierra, el aire y el agua, pero también las almas. Porque, si bien con el bautismo ya ha comenzado nuestra liberación, queda en nosotros una inexplicable añoranza por la esclavitud. Es como una atracción hacia la seguridad de lo ya visto, en detrimento de la libertad.
Quisiera señalarles un detalle de no poca importancia en el relato del Éxodo: es Dios quien ve, quien se conmueve y quien libera, no es Israel quien lo pide. El Faraón, en efecto, destruye incluso los sueños, roba el cielo, hace que parezca inmodificable un mundo en el que se pisotea la dignidad y se niegan los vínculos auténticos. Es decir, logra mantener todo sujeto a él. Preguntémonos: ¿deseo un mundo nuevo? ¿Estoy dispuesto a romper los compromisos con el viejo? El testimonio de muchos hermanos obispos y de un gran número de aquellos que trabajan por la paz y la justicia me convence cada vez más de que lo que hay que denunciar es un déficit de esperanza. Es un impedimento para soñar, un grito mudo que llega hasta el cielo y conmueve el corazón de Dios. Se parece a esa añoranza por la esclavitud que paraliza a Israel en el desierto, impidiéndole avanzar. El éxodo puede interrumpirse. De otro modo no se explicaría que una humanidad que ha alcanzado el umbral de la fraternidad universal y niveles de desarrollo científico, técnico, cultural y jurídico, capaces de garantizar la dignidad de todos, camine en la oscuridad de las desigualdades y los conflictos.
Dios no se cansa de nosotros. Acojamos la Cuaresma como el tiempo fuerte en el que su Palabra se dirige de nuevo a nosotros: «Yo soy el Señor, tu Dios, que te hice salir de Egipto, de un lugar de esclavitud» (Ex 20,2). Es tiempo de conversión, tiempo de libertad. Jesús mismo, como recordamos cada año en el primer domingo de Cuaresma, fue conducido por el Espíritu al desierto para ser probado en su libertad. Durante cuarenta días estará ante nosotros y con nosotros: es el Hijo encarnado. A diferencia del Faraón, Dios no quiere súbditos, sino hijos. El desierto es el espacio en el que nuestra libertad puede madurar en una decisión personal de no volver a caer en la esclavitud. En Cuaresma, encontramos nuevos criterios de juicio y una comunidad con la cual emprender un camino que nunca antes habíamos recorrido.
Esto implica una lucha, que el libro del Éxodo y las tentaciones de Jesús en el desierto nos narran claramente. A la voz de Dios, que dice: «Tú eres mi Hijo muy querido» (Mc 1,11) y «no tendrás otros dioses delante de mí» (Ex 20,3), se oponen de hecho las mentiras del enemigo. Más temibles que el Faraón son los ídolos; podríamos considerarlos como su voz en nosotros. El sentirse omnipotentes, reconocidos por todos, tomar ventaja sobre los demás: todo ser humano siente en su interior la seducción de esta mentira. Es un camino trillado. Por eso, podemos apegarnos al dinero, a ciertos proyectos, ideas, objetivos, a nuestra posición, a una tradición e incluso a algunas personas. Esas cosas en lugar de impulsarnos, nos paralizarán. En lugar de unirnos, nos enfrentarán. Existe, sin embargo, una nueva humanidad, la de los pequeños y humildes que no han sucumbido al encanto de la mentira. Mientras que los ídolos vuelven mudos, ciegos, sordos, inmóviles a quienes les sirven (cf. Sal 115,8), los pobres de espíritu están inmediatamente abiertos y bien dispuestos; son una fuerza silenciosa del bien que sana y sostiene el mundo.
Es tiempo de actuar, y en Cuaresma actuar es también detenerse. Detenerse en oración, para acoger la Palabra de Dios, y detenerse como el samaritano, ante el hermano herido. El amor a Dios y al prójimo es un único amor. No tener otros dioses es detenerse ante la presencia de Dios, en la carne del prójimo. Por eso la oración, la limosna y el ayuno no son tres ejercicios independientes, sino un único movimiento de apertura, de vaciamiento: fuera los ídolos que nos agobian, fuera los apegos que nos aprisionan. Entonces el corazón atrofiado y aislado se despertará. Por tanto, desacelerar y detenerse. La dimensión contemplativa de la vida, que la Cuaresma nos hará redescubrir, movilizará nuevas energías. Delante de la presencia de Dios nos convertimos en hermanas y hermanos, percibimos a los demás con nueva intensidad; en lugar de amenazas y enemigos encontramos compañeras y compañeros de viaje. Este es el sueño de Dios, la tierra prometida hacia la que marchamos cuando salimos de la esclavitud.
La forma sinodal de la Iglesia, que en estos últimos años estamos redescubriendo y cultivando, sugiere que la Cuaresma sea también un tiempo de decisiones comunitarias, de pequeñas y grandes decisiones a contracorriente, capaces de cambiar la cotidianeidad de las personas y la vida de un barrio: los hábitos de compra, el cuidado de la creación, la inclusión de los invisibles o los despreciados. Invito a todas las comunidades cristianas a hacer esto: a ofrecer a sus fieles momentos para reflexionar sobre los estilos de vida; a darse tiempo para verificar su presencia en el barrio y su contribución para mejorarlo. Ay de nosotros si la penitencia cristiana fuera como la que entristecía a Jesús. También a nosotros Él nos dice: «No pongan cara triste, como hacen los hipócritas, que desfiguran su rostro para que se note que ayunan» (Mt 6,16). Más bien, que se vea la alegría en los rostros, que se sienta la fragancia de la libertad, que se libere ese amor que hace nuevas todas las cosas, empezando por las más pequeñas y cercanas. Esto puede suceder en cada comunidad cristiana.
En la medida en que esta Cuaresma sea de conversión, entonces, la humanidad extraviada sentirá un estremecimiento de creatividad; el destello de una nueva esperanza. Quisiera decirles, como a los jóvenes que encontré en Lisboa el verano pasado: «Busquen y arriesguen, busquen y arriesguen. En este momento histórico los desafíos son enormes, los quejidos dolorosos —estamos viviendo una tercera guerra mundial a pedacitos—, pero abrazamos el riesgo de pensar que no estamos en una agonía, sino en un parto; no en el final, sino al comienzo de un gran espectáculo. Y hace falta coraje para pensar esto» (Discurso a los universitarios, 3 agosto 2023). Es la valentía de la conversión, de salir de la esclavitud. La fe y la caridad llevan de la mano a esta pequeña esperanza. Le enseñan a caminar y, al mismo tiempo, es ella la que las arrastra hacia adelante.[1]
Los bendigo a todos y a vuestro camino cuaresmal.
Roma, San Juan de Letrán, 3 de diciembre de 2023, I Domingo de Adviento.
FRANCISCO
[1] Cf. Ch. Péguy, El pórtico del misterio de la segunda virtud, Madrid 1991, 21-23.
«No conviene que el hombre esté solo» (Gn 2,18). Desde el principio, Dios, que es amor, creó el ser humano para la comunión, inscribiendo en su ser la dimensión relacional.Así, nuestra vida, modelada a imagen de la Trinidad, está llamada a realizarse plenamente en el dinamismo de las relaciones, de la amistad y del amor mutuo. Hemos sido creados para estar juntos, no solos. Y es precisamente porque este proyecto de comunión está inscrito en lo más profundo del corazón humano, que la experiencia del abandono y de la soledad nos asusta, es dolorosa e, incluso, inhumana. Y lo es aún más en tiempos de fragilidad, incertidumbre e inseguridad, provocadas, muchas veces, por la aparición de alguna enfermedad grave.
Pienso, por ejemplo, en cuantos estuvieron terriblemente solos durante la pandemia de Covid-19; en los pacientes que no podía recibir visitas, pero también en los enfermeros, médicos y personal de apoyo, sobrecargados de trabajo y encerrados en las salas de aislamiento. Y obviamente no olvidemos a quienes debieron afrontar solos la hora de la muerte, solo asistidos por el personal sanitario, pero lejos de sus propias familias.
Al mismo tiempo, me uno con dolor a la condición de sufrimiento y soledad de quienes, a causa de la guerra y sus trágicas consecuencias, se encuentran sin apoyo y sin asistencia. La guerra es la más terrible de las enfermedades sociales y son las personas más frágiles las que pagan el precio más alto.
Sin embargo, es necesario subrayar que, también en los países que gozan de paz y cuentan con mayores recursos, el tiempo de la vejez y de la enfermedad se vive a menudo en la soledad y, a veces, incluso en el abandono. Esta triste realidad es consecuencia sobre todo de la cultura del individualismo, que exalta el rendimiento a toda costa y cultiva el mito de la eficiencia, volviéndose indiferente e incluso despiadada cuando las personas ya no tienen la fuerza necesaria para seguir ese ritmo. Se convierte entonces en una cultura del descarte, en la que «no se considera ya a las personas como un valor primario que hay que respetar y amparar, especialmente si son pobres o discapacitadas, si “todavía no son útiles” —como los no nacidos—, o si “ya no sirven” —como los ancianos—.» (Carta enc. Fratelli tutti, 18). Desgraciadamente, esta lógica también prevalece en determinadas opciones políticas, que no son capaces de poner en el centro la dignidad de la persona humana y sus necesidades, y no siempre favorecen las estrategias y los medios necesarios para garantizar el derecho fundamental a la salud y el acceso a los cuidados médicos a todo ser humano. Al mismo tiempo, el abandono de las personas frágiles y su soledad también se agravan por el hecho de reducir los cuidados únicamente a servicios de salud, sin que éstos vayan sabiamente acompañados por una “alianza terapéutica” entre médico, paciente y familiares.
Nos hace bien volver a escuchar esa palabra bíblica: ¡no conviene que el hombre esté solo! Dios la pronuncia al comienzo mismo de la creación y nos revela así el sentido profundo de su designio sobre la humanidad, pero, al mismo tiempo, también la herida mortal del pecado, que se introduce generando recelos, fracturas, divisiones y, por tanto, aislamiento. Esto afecta a la persona en todas sus relaciones; con Dios, consigo misma, con los demás y con la creación. Ese aislamiento nos hace perder el sentido de la existencia, nos roba la alegría del amor y nos hace experimentar una opresiva sensación de soledad en todas las etapas cruciales de la vida.
Hermanos y hermanas, el primer cuidado del que tenemos necesidad en la enfermedad es el de una cercanía llena de compasión y de ternura. Por eso, cuidar al enfermo significa, ante todo, cuidar sus relaciones, todas sus relaciones; con Dios, con los demás —familiares, amigos, personal sanitario—, con la creación y consigo mismo. ¿Es esto posible? Claro que es posible, y todos estamos llamados a comprometernos para que sea así. Fijémonos en la imagen del Buen Samaritano (cf. Lc 10, 25-37), en su capacidad para aminorar el paso y hacerse prójimo, en la actitud de ternura con que alivia las heridas del hermano que sufre.
Recordemos esta verdad central de nuestra vida, que hemos venido al mundo porque alguien nos ha acogido. Hemos sido hechos para el amor, estamos llamados a la comunión y a la fraternidad. Esta dimensión de nuestro ser nos sostiene de manera particular en tiempos de enfermedad y fragilidad, y es la primera terapia que debemos adoptar todos juntos para curar las enfermedades de la sociedad en la que vivimos.
A ustedes que padecen una enfermedad, temporal o crónica, me gustaría decirles: ¡no se avergüencen de su deseo de cercanía y ternura! No lo oculten y no piensen nunca que son una carga para los demás. La condición de los enfermos nos invita a todos a frenar los ritmos exasperados en los que estamos inmersos y a redescubrirnos a nosotros mismos.
En este cambio de época en el que vivimos, nosotros los cristianos estamos especialmente llamados a hacer nuestra la mirada compasiva de Jesús. Cuidemos a quienes sufren y están solos, e incluso marginados y descartados. Con el amor recíproco que Cristo Señor nos da en la oración, sobre todo en la Eucaristía, sanemos las heridas de la soledad y del aislamiento. Cooperemos así a contrarrestar la cultura del individualismo, de la indiferencia, del descarte, y hagamos crecer la cultura de la ternura y de la compasión.
Los enfermos, los frágiles, los pobres están en el corazón de la Iglesia y deben estar también en el centro de nuestra atención humana y solicitud pastoral. No olvidemos esto. Y encomendémonos a María Santísima, Salud de los Enfermos, para que interceda por nosotros y nos ayude a ser artífices de cercanía y de relaciones fraternas.
MENSAJE DE SU SANTIDAD FRANCISCO PARA LA CELEBRACIÓN DE LA 57 JORNADA MUNDIAL DE LA PAZ, 1 DE ENERO DE 2024
Inteligencia artificial y paz
Al iniciar el año nuevo, tiempo de gracia que el Señor nos da a cada uno de nosotros, quisiera dirigirme al Pueblo de Dios, a las naciones, a los Jefes de Estado y de Gobierno, a los Representantes de las distintas religiones y de la sociedad civil, y a todos los hombres y mujeres de nuestro tiempo para expresarles mis mejores deseos de paz.
1. El progreso de la ciencia y de la tecnología como camino hacia la paz
La Sagrada Escritura atestigua que Dios ha dado a los hombres su Espíritu para que tengan «habilidad, talento y experiencia en la ejecución de toda clase de trabajos» (Ex 35,31). La inteligencia es expresión de la dignidad que nos ha dado el Creador al hacernos a su imagen y semejanza (cf. Gn 1,26) y nos ha hecho capaces de responder a su amor a través de la libertad y del conocimiento. La ciencia y la tecnología manifiestan de modo particular esta cualidad fundamentalmente relacional de la inteligencia humana, ambas son producto extraordinario de su potencial creativo.
En la Constitución pastoral Gaudium et spes, el Concilio Vaticano II ha insistido en esta verdad, declarando que «siempre se ha esforzado el hombre con su trabajo y con su ingenio en perfeccionar su vida». [1] Cuando los seres humanos, «con ayuda de los recursos técnicos», se esfuerzan para que la tierra «llegue a ser morada digna de toda la familia humana», [2] actúan según el designio de Dios y cooperan con su voluntad de llevar a cumplimiento la creación y difundir la paz entre los pueblos. Asimismo, el progreso de la ciencia y de la técnica, en la medida en que contribuye a un mejor orden de la sociedad humana y a acrecentar la libertad y la comunión fraterna, lleva al perfeccionamiento del hombre y a la transformación del mundo.
Nos alegramos justamente y agradecemos las extraordinarias conquistas de la ciencia y de la tecnología, gracias a las cuales se ha podido poner remedio a innumerables males que afectaban a la vida humana y causaban grandes sufrimientos. Al mismo tiempo, los progresos técnico-científicos, haciendo posible el ejercicio de un control sobre la realidad, nunca visto hasta ahora, están poniendo en las manos del hombre una vasta gama de posibilidades, algunas de las cuales representan un riesgo para la supervivencia humana y un peligro para la casa común. [3]
Los notables progresos de las nuevas tecnologías de la información, especialmente en la esfera digital, presentan, por tanto, entusiasmantes oportunidades y graves riesgos, con serias implicaciones para la búsqueda de la justicia y de la armonía entre los pueblos. Por consiguiente, es necesario plantearse algunas preguntas urgentes. ¿Cuáles serán las consecuencias, a medio y a largo plazo, de las nuevas tecnologías digitales? ¿Y qué impacto tendrán sobre la vida de los individuos y de la sociedad, sobre la estabilidad internacional y sobre la paz?
2. El futuro de la inteligencia artificial entre promesas y riesgos
Los progresos de la informática y el desarrollo de las tecnologías digitales en los últimos decenios ya han comenzado a producir profundas transformaciones en la sociedad global y en sus dinámicas. Los nuevos instrumentos digitales están cambiando el rostro de las comunicaciones, de la administración pública, de la instrucción, del consumo, de las interacciones personales y de otros innumerables aspectos de la vida cotidiana.
Además, las tecnologías que usan un gran número de algoritmos pueden extraer, de los rastros digitales dejados en internet, datos que permiten controlar los hábitos mentales y relacionales de las personas con fines comerciales o políticos, frecuentemente sin que ellos lo sepan, limitándoles el ejercicio consciente de la libertad de elección. De hecho, en un espacio como la web, caracterizado por una sobrecarga de información, se puede estructurar el flujo de datos según criterios de selección no siempre percibidos por el usuario.
Debemos recordar que la investigación científica y las innovaciones tecnológicas no están desencarnadas de la realidad ni son «neutrales», [4] sino que están sujetas a las influencias culturales. En cuanto actividades plenamente humanas, las direcciones que toman reflejan decisiones condicionadas por los valores personales, sociales y culturales de cada época. Lo mismo se diga de los resultados que consiguen. Estas, precisamente en cuanto fruto de planteamientos específicamente humanos hacia el mundo circunstante, tienen siempre una dimensión ética, estrictamente ligada a las decisiones de quien proyecta la experimentación y enfoca la producción hacia objetivos particulares.
Esto vale también para las formas de inteligencia artificial, para la cual, hasta hoy, no existe una definición unívoca en el mundo de la ciencia y de la tecnología. El término mismo, que ha entrado ya en el lenguaje común, abraza una variedad de ciencias, teorías y técnicas dirigidas a hacer que las máquinas reproduzcan o imiten, en su funcionamiento, las capacidades cognitivas de los seres humanos. Hablar en plural de “formas de inteligencia” puede ayudar a subrayar sobre todo la brecha infranqueable que existe entre estos sistemas y la persona humana, por más sorprendentes y potentes que sean. Estos son, a fin de cuentas, “fragmentarios”, en el sentido de que sólo pueden imitar o reproducir algunas funciones de la inteligencia humana. El uso del plural pone en evidencia además que estos dispositivos, muy distintos entre sí, se deben considerar siempre como “sistemas socio-técnicos”. En efecto, su impacto, independientemente de la tecnología de base, no sólo depende del proyecto, sino también de los objetivos y de los intereses del que los posee y del que los desarrolla, así como de las situaciones en las que se usan.
La inteligencia artificial, por tanto, debe ser entendida como una galaxia de realidades distintas y no podemos presumir a priori que su desarrollo aporte una contribución benéfica al futuro de la humanidad y a la paz entre los pueblos. Tal resultado positivo sólo será posible si somos capaces de actuar de forma responsable y de respetar los valores humanos fundamentales como «la inclusión, la transparencia, la seguridad, la equidad, la privacidad y la responsabilidad». [5]
No basta ni siquiera suponer, de parte de quien proyecta algoritmos y tecnologías digitales, un compromiso de actuar de forma ética y responsable. Es preciso reforzar o, si es necesario, instituir organismos encargados de examinar las cuestiones éticas emergentes y de tutelar los derechos de los que utilizan formas de inteligencia artificial o reciben su influencia. [6]
La inmensa expansión de la tecnología, por consiguiente, debe ser acompañada, para su desarrollo, por una adecuada formación en la responsabilidad. La libertad y la convivencia pacífica están amenazadas cuando los seres humanos ceden a la tentación del egoísmo, del interés personal, del afán de lucro y de la sed de poder. Tenemos por ello el deber de ensanchar la mirada y de orientar la búsqueda técnico-científica hacia la consecución de la paz y del bien común, al servicio del desarrollo integral del hombre y de la comunidad. [7]
La dignidad intrínseca de cada persona y la fraternidad que nos vincula como miembros de una única familia humana, deben estar en la base del desarrollo de las nuevas tecnologías y servir como criterios indiscutibles para valorarlas antes de su uso, de modo que el progreso digital pueda realizarse en el respeto de la justicia y contribuir a la causa de la paz. Los desarrollos tecnológicos que no llevan a una mejora de la calidad de vida de toda la humanidad, sino que, por el contrario, agravan las desigualdades y los confictos, no podrán ser considerados un verdadero progreso. [8]
La inteligencia artificial será cada vez más importante. Los desafíos que plantea no son sólo técnicos, sino también antropológicos, educativos, sociales y políticos. Promete, por ejemplo, un ahorro de esfuerzos, una producción más eficiente, transportes más ágiles y mercados más dinámicos, además de una revolución en los procesos de recopilación, organización y verificación de los datos. Es necesario ser conscientes de las rápidas transformaciones que están ocurriendo y gestionarlas de modo que se puedan salvaguardar los derechos humanos fundamentales, respetando las instituciones y las leyes que promueven el desarrollo humano integral. La inteligencia artificial debería estar al servicio de un mejor potencial humano y de nuestras más altas aspiraciones, no en competencia con ellos.
3. La tecnología del futuro: máquinas que aprenden solas
En sus múltiples formas la inteligencia artificial, basada en técnicas de aprendizaje automático (machine learning), aunque se encuentre todavía en una fase pionera, ya está introduciendo cambios notables en el tejido de las sociedades, ejercitando una profunda influencia en las culturas, en los comportamientos sociales y en la construcción de la paz.
Desarrollos como el machine learning o como el aprendizaje profundo (deep learning) plantean cuestiones que trascienden los ámbitos de la tecnología y de la ingeniería y tienen que ver con una comprensión estrictamente conectada con el significado de la vida humana, los procesos básicos del conocimiento y la capacidad de la mente de alcanzar la verdad.
La habilidad de algunos dispositivos para producir textos sintáctica y semánticamente coherentes, por ejemplo, no es garantía de confiabilidad. Se dice que pueden “alucinar”, es decir, generar afirmaciones que a primera vista parecen plausibles, pero que en realidad son infundadas o delatan prejuicios. Esto crea un serio problema cuando la inteligencia artificial se emplea en campañas de desinformación que difunden noticias falsas y llevan a una creciente desconfianza hacia los medios de comunicación. La confidencialidad, la posesión de datos y la propiedad intelectual son otros ámbitos en los que las tecnologías en cuestión plantean graves riesgos, a los que se añaden ulteriores consecuencias negativas unidas a su uso impropio, como la discriminación, la interferencia en los procesos electorales, la implantación de una sociedad que vigila y controla a las personas, la exclusión digital y la intensificación de un individualismo cada vez más desvinculado de la colectividad. Todos estos factores corren el riesgo de alimentar los conflictos y de obstaculizar la paz.
4. El sentido del límite en el paradigma tecnocrático
Nuestro mundo es demasiado vasto, variado y complejo para poder ser completamente conocido y clasificado. La mente humana nunca podrá agotar su riqueza, ni siquiera con la ayuda de los algoritmos más avanzados. Estos, de hecho, no ofrecen previsiones garantizadas del futuro, sino sólo aproximaciones estadísticas. No todo puede ser pronosticado, no todo puede ser calculado; al final «la realidad es superior a la idea» [9] y, por más prodigiosa que pueda ser nuestra capacidad de cálculo, habrá siempre un residuo inaccesible que escapa a cualquier intento de cuantificación.
Además, la gran cantidad de datos analizados por las inteligencias artificiales no es de por sí garantía de imparcialidad. Cuando los algoritmos extrapolan informaciones, siempre corren el riesgo de distorsionarlas, reproduciendo las injusticias y los prejuicios de los ambientes en los que se originan. Cuanto más veloces y complejos se vuelven, más difícil es comprender porqué han generado un determinado resultado.
Las máquinas inteligentes pueden efectuar las tareas que se les asignan cada vez con mayor eficiencia, pero el fin y el significado de sus operaciones continuarán siendo determinadas o habilitadas por seres humanos que tienen un propio universo de valores. El riesgo es que los criterios que están en la base de ciertas decisiones se vuelvan menos transparentes, que la responsabilidad decisional se oculte y que los productores puedan eludir la obligación de actuar por el bien de la comunidad. En cierto sentido, esto es favorecido por el sistema tecnocrático, que alía la economía con la tecnología y privilegia el criterio de la eficiencia, tendiendo a ignorar todo aquello que no está vinculado con sus intereses inmediatos. [10]
Esto debe hacernos reflexionar sobre el “sentido del límite”, un aspecto a menudo descuidado en la mentalidad actual, tecnocrática y eficientista, y sin embargo decisivo para el desarrollo personal y social. El ser humano, en efecto, mortal por definición, pensando en sobrepasar todo límite gracias a la técnica, corre el riesgo, en la obsesión de querer controlarlo todo, de perder el control de sí mismo, y en la búsqueda de una libertad absoluta, de caer en la espiral de una dictadura tecnológica. Reconocer y aceptar el propio límite de criatura es para el hombre condición indispensable para conseguir o, mejor, para acoger la plenitud como un don. En cambio, en el contexto ideológico de un paradigma tecnocrático, animado por una prometeica presunción de autosuficiencia, las desigualdades podrían crecer de forma desmesurada, y el conocimiento y la riqueza acumularse en las manos de unos pocos, con graves riesgos para las sociedades democráticas y la coexistencia pacífica. [11]
5. Temas candentes para la ética
En el futuro, la fiabilidad de quien pide un préstamo, la idoneidad de un individuo para un trabajo, la posibilidad de reincidencia de un condenado o el derecho a recibir asilo político o asistencia social podrían ser determinados por sistemas de inteligencia artificial. La falta de niveles diversificados de mediación que estos sistemas introducen está particularmente expuesta a formas de prejuicio y discriminación. Los errores sistémicos pueden multiplicarse fácilmente, produciendo no sólo injusticias en casos concretos sino también, por efecto dominó, auténticas formas de desigualdad social.
Además, con frecuencia las formas de inteligencia artificial parecen capaces de influenciar las decisiones de los individuos por medio de opciones predeterminadas asociadas a estímulos y persuasiones, o mediante sistemas de regulación de las elecciones personales basados en la organización de la información. Estas formas de manipulación o de control social requieren una atención y una supervisión precisas, e implican una clara responsabilidad legal por parte de los productores, de quienes las usan y de las autoridades gubernamentales.
La dependencia de procesos automáticos que clasifican a los individuos, por ejemplo, por medio del uso generalizado de la vigilancia o la adopción de sistemas de crédito social, también podría tener repercusiones profundas en el entramado social, estableciendo categorizaciones impropias entre los ciudadanos. Y estos procesos artificiales de clasificación podrían llevar incluso a conflictos de poder, no sólo en lo que respecta a destinatarios virtuales, sino a personas de carne y hueso. El respeto fundamental por la dignidad humana postula rechazar que la singularidad de la persona sea identificada con un conjunto de datos. No debemos permitir que los algoritmos determinen el modo en el que entendemos los derechos humanos, que dejen a un lado los valores esenciales de la compasión, la misericordia y el perdón o que eliminen la posibilidad de que un individuo cambie y deje atrás el pasado.
En este contexto, no podemos dejar de considerar el impacto de las nuevas tecnologías en el ámbito laboral. Trabajos que en un tiempo eran competencia exclusiva de la mano de obra humana son rápidamente absorbidos por las aplicaciones industriales de la inteligencia artificial. También en este caso se corre el riesgo sustancial de un beneficio desproporcionado para unos pocos a costa del empobrecimiento de muchos. El respeto de la dignidad de los trabajadores y la importancia de la ocupación para el bienestar económico de las personas, las familias y las sociedades, la seguridad de los empleos y la equidad de los salarios deberían constituir una gran prioridad para la comunidad internacional, a medida que estas formas de tecnología se van introduciendo cada vez más en los lugares de trabajo.
6. ¿Transformaremos las espadas en arados?
En estos días, mirando el mundo que nos rodea, no podemos eludir las graves cuestiones éticas vinculadas al sector de los armamentos. La posibilidad de conducir operaciones militares por medio de sistemas de control remoto ha llevado a una percepción menor de la devastación que estos han causado y de la responsabilidad en su uso, contribuyendo a un acercamiento aún más frío y distante a la inmensa tragedia de la guerra. La búsqueda de las tecnologías emergentes en el sector de los denominados “sistemas de armas autónomos letales”, incluido el uso bélico de la inteligencia artificial, es un gran motivo de preocupación ética. Los sistemas de armas autónomos no podrán ser nunca sujetos moralmente responsables. La exclusiva capacidad humana de juicio moral y de decisión ética es más que un complejo conjunto de algoritmos, y dicha capacidad no puede reducirse a la programación de una máquina que, aun siendo “inteligente”, no deja de ser siempre una máquina. Por este motivo, es imperioso garantizar una supervisión humana adecuada, significativa y coherente de los sistemas de armas.
Tampoco podemos ignorar la posibilidad de que armas sofisticadas terminen en las manos equivocadas facilitando, por ejemplo, ataques terroristas o acciones dirigidas a desestabilizar instituciones de gobierno legítimas. En resumen, realmente lo último que el mundo necesita es que las nuevas tecnologías contribuyan al injusto desarrollo del mercado y del comercio de las armas, promoviendo la locura de la guerra. Si lo hace así, no sólo la inteligencia, sino el mismo corazón del hombre correrá el riesgo de volverse cada vez más “artificial”. Las aplicaciones técnicas más avanzadas no deben usarse para facilitar la resolución violenta de los conflictos, sino para pavimentar los caminos de la paz.
En una óptica más positiva, si la inteligencia artificial fuese utilizada para promover el desarrollo humano integral, podría introducir importantes innovaciones en la agricultura, la educación y la cultura, un mejoramiento del nivel de vida de enteras naciones y pueblos, el crecimiento de la fraternidad humana y de la amistad social. En definitiva, el modo en que la usamos para incluir a los últimos, es decir, a los hermanos y las hermanas más débiles y necesitados, es la medida que revela nuestra humanidad.
Una mirada humana y el deseo de un futuro mejor para nuestro mundo llevan a la necesidad de un diálogo interdisciplinar destinado a un desarrollo ético de los algoritmos — la algorética—, en el que los valores orienten los itinerarios de las nuevas tecnologías. [12]Las cuestiones éticas deberían ser tenidas en cuenta desde el inicio de la investigación, así como en las fases de experimentación, planificación, distribución y comercialización. Este es el enfoque de la ética de la planificación, en el que las instituciones educativas y los responsables del proceso decisional tienen un rol esencial que desempeñar.
7. Desafíos para la educación
El desarrollo de una tecnología que respete y esté al servicio de la dignidad humana tiene claras implicaciones para las instituciones educativas y para el mundo de la cultura. Al multiplicar las posibilidades de comunicación, las tecnologías digitales nos han permitido nuevas formas de encuentro. Sin embargo, continúa siendo necesaria una reflexión permanente sobre el tipo de relaciones al que nos está llevando. Los jóvenes están creciendo en ambientes culturales impregnados de la tecnología y esto no puede dejar de cuestionar los métodos de enseñanza y formación.
La educación en el uso de formas de inteligencia artificial debería centrarse sobre todo en promover el pensamiento crítico. Es necesario que los usuarios de todas las edades, pero sobre todo los jóvenes, desarrollen una capacidad de discernimiento en el uso de datos y de contenidos obtenidos en la web o producidos por sistemas de inteligencia artificial. Las escuelas, las universidades y las sociedades científicas están llamadas a ayudar a los estudiantes y a los profesionales a hacer propios los aspectos sociales y éticos del desarrollo y el uso de la tecnología.
La formación en el uso de nuevos instrumentos de comunicación debería considerar no sólo la desinformación, las falsas noticias, sino también el inquietante aumento de «miedos ancestrales que [...] han sabido esconderse y potenciarse detrás de nuevas tecnologías». [13]Lamentablemente, una vez más nos encontramos teniendo que combatir “la tentación de hacer una cultura de muros, de levantar muros para impedir el encuentro con otras culturas, con otra gente” [14]y el desarrollo de una coexistencia pacífica y fraterna.
8. Desafíos para el desarrollo del derecho internacional
El alcance global de la inteligencia artificial hace evidente que, junto a la responsabilidad de los estados soberanos de disciplinar internamente su uso, las organizaciones internacionales pueden desempeñar un rol decisivo en la consecución de acuerdos multilaterales y en la coordinación de su aplicación y actuación. [15]A este propósito, exhorto a la comunidad de las naciones a trabajar unida para adoptar un tratado internacional vinculante, que regule el desarrollo y el uso de la inteligencia artificial en sus múltiples formas. Naturalmente, el objetivo de la reglamentación no debería ser sólo la prevención de las malas prácticas, sino también alentar las mejores prácticas, estimulando planteamientos nuevos y creativos y facilitando iniciativas personales y colectivas. [16]
En definitiva, en la búsqueda de modelos normativos que puedan proporcionar una guía ética a quienes desarrollan tecnologías digitales, es indispensable identificar los valores humanos que deberían estar en la base del compromiso de las sociedades para formular, adoptar y aplicar los marcos legislativos necesarios. El trabajo de redacción de las orientaciones éticas para la producción de formas de inteligencia artificial no puede prescindir de la consideración de cuestiones más profundas, relacionadas con el significado de la existencia humana, la tutela de los derechos humanos fundamentales y la búsqueda de la justicia y de la paz. Este proceso de discernimiento ético y jurídico puede revelarse como una valiosa ocasión para una reflexión compartida sobre el rol que la tecnología debería tener en nuestra vida personal y comunitaria y sobre cómo su uso podría contribuir a la creación de un mundo más justo y humano. Por este motivo, en los debates sobre la reglamentación de la inteligencia artificial, se debería tener en cuenta la voz de todas las partes interesadas, incluidos los pobres, los marginados y otros más que a menudo quedan sin ser escuchados en los procesos decisionales globales.
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Espero que esta reflexión anime a hacer que los progresos en el desarrollo de formas de inteligencia artificial contribuyan, en última instancia, a la causa de la fraternidad humana y de la paz. No es responsabilidad de unos pocos, sino de toda la familia humana. La paz, en efecto, es el fruto de relaciones que reconocen y acogen al otro en su dignidad inalienable, y de cooperación y esfuerzo en la búsqueda del desarrollo integral de todas las personas y de todos los pueblos.
Mi oración al comienzo del nuevo año es que el rápido desarrollo de formas de inteligencia artificial no aumente las ya numerosas desigualdades e injusticias presentes en el mundo, sino que ayude a poner fin a las guerras y los conflictos, y a aliviar tantas formas de sufrimiento que afectan a la familia humana. Que los fieles cristianos, los creyentes de distintas religiones y los hombres y mujeres de buena voluntad puedan colaborar en armonía para aprovechar las oportunidades y afrontar los desafíos que plantea la revolución digital, y dejar a las generaciones futuras un mundo más solidario, justo y pacífico.
Vaticano, 8 de diciembre de 2023
FRANCISCO
[1] N. 33.
[2] Ibíd., n. 57.
[3] Cf. Carta enc. Laudato si’ (24 mayo 2015), 104.
[4] Cf. ibíd., 114.
[5] Discurso a los participantes en el encuentro “Minerva Dialogues” (27 marzo 2023).
[6] Cf. ibíd.
[7] Cf. Mensaje al Presidente Ejecutivo del “World Economic Forum” en Davos-Klosters (12 enero 2018).
[8] Cf. Carta enc. Laudato si’, 194; Discurso a los participantes en un Seminario sobre “El bien común en la era digital” (27 septiembre 2019).
[9] Exhort. ap. Evangelii gaudium (24 noviembre 2013), 233.
[10] Cf. Carta. enc. Laudato si’, 54.
[11] Cf. Discurso a los participantes en la Plenaria de la Pontificia Academia para la Vida (28 febrero 2020).
[12] Cf. ibíd.
[13] Carta enc. Fratelli tutti (3 octubre 2020), 27.