domingo, 28 de octubre de 2018

Mensaje del Sínodo a los jóvenes


Con palabras de esperanza, confianza y consuelo, los padres sinodales nos dirigimos a ustedes, jóvenes del mundo. En estos días hemos estado reunidos para escuchar la voz de Jesús, “el Cristo eternamente joven” y reconocer en Él las muchas voces de ustedes: sus gritos de alegría, sus lamentos, sus silencios. Conocemos sus búsquedas interiores, sus alegrías y esperanzas, los dolores y las angustias que los inquietan.

Deseamos que ahora puedan escuchar una palabra nuestra: queremos acompañarlos en sus alegrías y trabajar junto a ustedes para que sus expectativas se transformen en ideales. Estamos seguros de que estan dispuestos a entregarse con todas sus ganas de vivir para que sus sueños se hagan realidad en su existencia y en la historia humana.

Que nuestras debilidades no los desanimen, que la fragilidad y los pecados no nos hagan perder la confianza de ustedes. La Iglesia es su madre, no los abandona y está dispuesta a acompañarlos por caminos nuevos, por las alturas donde el viento del Espíritu sopla con más fuerza, haciendo desaparecer las nieblas de la indiferencia, de la superficialidad, del desánimo.
Cuando el mundo, que Dios ha amado tanto hasta darle a su Hijo Jesús, se estanca en las cosas, en el éxito inmediato, en el placer y aplasta a los más débiles, ustedes deben ayudarlo a levantar la mirada hacia el amor, la belleza, la verdad y la justicia.

Durante un mes hemos caminado juntamente con algunos de ustedes y con muchos otros unidos por la oración y el afecto. Deseamos continuar ahora el camino en cada lugar de la tierra donde el Señor Jesús nos envía como discípulos misioneros.

La Iglesia y el mundo tienen necesidad urgente del entusiasmo de ustedes. Háganse compañeros de camino de los más débiles, de los pobres, de los heridos por la vida.
Ustedes son el presente; sean el futuro: el más luminoso futuro.

Roma, 28 de octubre de 2018.

miércoles, 24 de octubre de 2018

«Maestro, que yo pueda ver» (Marcos 10,46-52)







Una de las formas de medir la pobreza de una persona o un grupo es en base a las necesidades básicas insatisfechas. En Uruguay, los censos de población y vivienda suelen preguntar esos datos. Los aspectos que se estudian son: estado de la vivienda, abastecimiento de agua potable, servicios higiénicos y acceso a energía eléctrica. También un mínimo confort: calefacción, refrigeración de alimentos y agua caliente; finalmente, acceso a la educación formal de niños y adolescentes.
Pero una cosa son las necesidades que se pueden medir objetivamente y otra las necesidades sentidas por las personas. Contaba el Padre Cacho, sacerdote que se fue a vivir entre los más pobres en un asentamiento de Montevideo -lo que entonces se llamaba irónicamente un “cantegril”- que cuando se le preguntó a la gente de aquel lugar qué necesitaban (¡y cuántas cosas hacían falta!) ellos pidieron un salón comunal y en él, dos cosas fundamentales: duchas y un lugar donde lavar la ropa. Los hombres decían “si vas todo sucio y con la ropa mugrienta nadie te da trabajo”.

Todo esto me lo ha recordado la sencilla pregunta que Jesús hace en el Evangelio… «¿Qué quieres que haga por ti?». La respuesta podría parecernos obvia y, seguramente, Jesús sabe de antemano la respuesta; pero Él quiere que sea ese hombre, ese hombre que pide que Jesús le tenga compasión, el que exprese cuál es la profunda necesidad que siente.
Cuando Jesús salía de Jericó, acompañado de sus discípulos y de una gran multitud, el hijo de Timeo -Bartimeo, un mendigo ciego- estaba sentado junto al camino. Al enterarse de que pasaba Jesús, el Nazareno, se puso a gritar: «¡Jesús, Hijo de David, ten piedad de mí!» Muchos lo reprendían para que se callara, pero él gritaba más fuerte: «¡Hijo de David, ten piedad de mí!»
El ciego grita al paso de Jesús y sus discípulos. La gente lo reprende para que se calle. Su grito molesta… “¿qué quiere?” “¿para qué grita tanto?” tal vez se preguntan algunos y, sin embargo, quieren que calle.
Jesús se detuvo y dijo: «Llámenlo».
Entonces llamaron al ciego y le dijeron: «¡Ánimo, levántate! Él te llama».
Y el ciego, arrojando su manto, se puso de pie de un salto y fue hacia Él.
Jesús lo hace llamar. No lo hace él mismo, sino que hace que aquellos que le pedían que callara colaboren en lo que Él va a hacer. Cuando el ciego está ante Jesús, viene la pregunta y la rápida respuesta:
Jesús le preguntó: «¿Qué quieres que haga por ti?»
Él le respondió: «Maestro, que yo pueda ver».
El pedido del ciego dice mucho más de lo que parece. Poder ver es un deseo natural para quien ha perdido la vista o nunca la ha tenido. Pero el pedido dirigido a Jesús supone creer que Él tiene la posibilidad de hacer que la luz llegue de nuevo a sus ojos. Y esta fe es la que hace posible el milagro:
Jesús le dijo: «Vete, tu fe te ha salvado». En seguida comenzó a ver y lo siguió por el camino.
Notemos que Jesús lo despide: “vete…”. Pero el que había sido ciego no se va. Al contrario: comenzó a seguir a Jesús por el camino. Seguir a Jesús es lo propio del discípulo. Bartimeo ha entrado en el camino del discipulado. Sigue a la luz que ha encontrado en su vida: Jesús.

Así se presenta Jesús en el Evangelio según san Juan: Yo soy la luz del mundo; y lo hace, precisamente, antes de dar la vista a un ciego de nacimiento (c. 9).
A Bartimeo se le puede aplicar lo que dice San Pablo en la carta a los Efesios (5,14):
“Despierta, tú que duermes y Cristo te iluminará”.
Uno de los pasos de la celebración del Bautismo es la entrega de la luz. Junto a la pila bautismal se enciende el cirio pascual, la gran vela que representa la luz de Cristo Resucitado, vencedor de la oscuridad y de la muerte. Del cirio pascual se encienden los cirios que se entregan a los recién bautizados, para que, recibiendo la luz de Cristo, ellos se hagan también luz del mundo.

Así, los discípulos de Jesús, Luz del mundo, son llamados por Él a extender esa luz:
“ustedes son la luz del mundo” (Mateo 5,14). 
San Pablo expresa lo mismo de una forma muy gráfica:
“… en medio de una generación extraviada y pervertida … ustedes brillan como haces de luz en el mundo, mostrándole la Palabra de Vida” (Filipenses 2,15-16).
Dice el Papa Francisco:
“Como la llama del cirio pascual da luz a cada vela, así la caridad del Señor Resucitado inflama los corazones de los bautizados, colmándolos de luz y calor. Y por eso, desde los primeros siglos, el bautismo se llamaba también «iluminación» y a quien era bautizado se le llamaba «el iluminado». Esta es, de hecho, la vocación cristiana: «caminar siempre como hijos de la luz, perseverando en la fe» (cf. Rito de iniciación cristiana de los adultos, n. 226; Juan 12, 36). 
(…)
La presencia viva de Cristo, presencia a custodiar, defender y dilatar en nosotros, es lámpara que ilumina nuestros pasos, luz que orienta nuestras elecciones, llama que calienta los corazones en el ir al encuentro del Señor, haciéndonos capaces de ayudar a quien hace el camino con nosotros, hasta la comunión inseparable con Él.”
(Audiencia General, miércoles, 16 de mayo de 2018).

miércoles, 17 de octubre de 2018

Vino para servir y dar la vida (Marcos 10, 35-45)







“tu bisabuelo hizo Patria / tu abuelo fue servidor…”
Así dice una vieja canción, sintetizando la historia familiar de un niño de la frontera uruguayo-brasileña…
Tu bisabuelo hizo Patria, significa que estuvo en las luchas de la independencia, tal vez junto a Lavalleja…
Tu abuelo fue servidor, refiere que ese hombre luchó en alguno de los bandos de las guerras civiles que enfrentaron a los uruguayos hasta el comienzo mismo del siglo XX.
La historia termina tristemente:
“tu padre carneó una oveja / y está preso por ladrón”.
Pero me quedo con esa palabra: servidor. A quienes nunca hemos empuñado un arma nos cuesta pensar en la lucha armada como un servicio. Yo no diría que prestan servicio quienes forman un ejército de conquista, que sale a imponer el poder de una nación sobre otra… pero ¿qué hay de quienes defienden su tierra y su pueblo de uno de esos ataques invasores? ¿o de quienes hoy desempeñan misiones de paz? ¿O de quiénes defienden a los son atacados por la violencia criminal o terrorista? Armados para defender, poniendo su vida en juego, son y merecen ser llamados servidores, servidores públicos.

En el libro de la Primera Alianza o Antiguo Testamento, muchas veces vemos al Pueblo de Dios reunirse en asamblea. La palabra hebrea para esa asamblea es qahal, el qahal de Yahveh, la asamblea de Dios. Es la comunidad que ha hecho alianza con Yahveh y está dispuesta a servirlo, como se manifiesta en una de las lecturas de un domingo ya pasado:
“Lejos de nosotros abandonar al Señor para servir a otros dioses… nosotros también serviremos al Señor” (Josué 24,16.18)
Cuando la primera parte de la Biblia se tradujo al griego, la palabra qahal fue traducida por la palabra ekklesía. La ekklesía era la asamblea de los ciudadanos en las ciudades griegas, siglos antes de Cristo. Eran ciudadanos los hombres que tenían armas y estaban dispuestos a defender la ciudad. Lo interesante de la palabra ekklesía es que viene del verbo ekkaleo, que significa “llamar”. Ekklesía se traduce también como “convocatoria”, gente que es llamada simultáneamente, para que se reúna, se congregue.

En el evangelio de este domingo, Jesús anuncia que Él ha venido para servir. No parece difícil entender lo que dice Jesús. El servicio a los demás está siempre presente en su vida: sanando enfermos, expulsando demonios, haciendo andar a los paralíticos, devolviendo la vista a los ciegos, enseñando… lavando los pies de sus discípulos para darles un ejemplo… en fin. Sin embargo, este evangelio nos presenta el servicio de Jesús de la forma más radical, precisamente cuando sus discípulos están buscando puestos y privilegios.
Santiago y Juan, los hijos de Zebedeo, se acercaron a Jesús y le dijeron: «Maestro, queremos que nos concedas lo que te vamos a pedir».
Él les respondió: «¿Qué quieren que haga por ustedes?»
Ellos le dijeron: «Concédenos sentarnos uno a tu derecha y el otro a tu izquierda, cuando estés en tu gloria».
Salteamos la respuesta del Maestro. Veamos la reacción de los demás discípulos frente a ese pedido y las palabras finales de Jesús:
Los otros diez, que habían oído a Santiago y a Juan, se indignaron contra ellos. Jesús los llamó y les dijo: «Ustedes saben que aquéllos a quienes se considera gobernantes, dominan a las naciones como si fueran sus dueños, y los poderosos les hacen sentir su autoridad. Entre ustedes no debe suceder así. Al contrario, el que quiera ser grande, que se haga servidor de ustedes; y el que quiera ser el primero, que se haga servidor de todos. Porque el mismo Hijo del hombre no vino para ser servido, sino para servir y dar su vida en rescate por una multitud».
Jesús contrapone la actitud que él espera de su grupo de discípulos con la más común actitud en el mundo: los poderosos “dominan a las naciones y actúan como si fueran sus dueños” (Y pensemos que Jesús está en una provincia del Imperio Romano). De sus discípulos, Jesús espera la actitud de servicio: “el que quiera ser el primero, que se haga servidor de todos”.

Y aquí viene lo más importante: “Porque el mismo Hijo del hombre” -es decir, el mismo Jesús, porque esa es la manera que Él tiene de nombrarse a sí mismo- “el Hijo del hombre no vino para ser servido, sino para servir y dar su vida en rescate por una multitud”.

Jesús vino para servir y dar la vida. Pero no está hablando de dos cosas distintas, como si dijera: yo vine primero para servir, es decir, curar enfermos, expulsar demonios, etc. y después de todo eso, dar la vida en la cruz. No. Todo es una sola cosa. Para Jesús servir es dar la vida. Él va dando su vida en cada encuentro con personas y comunidades… en cada paso va entregando su vida; y esa entrega, ese dar la vida culmina en la cruz.

En la cruz ¿para qué? Jesús no ofrece su vida para nada: entrega su vida, da la vida “en rescate por una multitud”; para abrir el camino de los hombres hacia Dios, para abrir el camino de la humanidad hacia la vida eterna en Dios. El servicio de Jesús es difícil de comprender, si no se entiende como un acto de amor, un acto de amor generoso hasta el extremo. Jesús no presta un servicio con las armas en la mano. No ejerce ninguna violencia, ni siquiera para defender a otros o defenderse él mismo: él mismo se hace víctima de la violencia, recibe sobre Él las acusaciones falsas y un juicio con aires de linchamiento (¡crucifícalo, crucifícalo!), recibe los insultos y las escupidas, los azotes, la corona de espinas, los golpes y las caídas bajo el peso del patíbulo, los clavos que taladran sus pies y sus manos y la agonía de la cruz.

Miles de hombres fueron crucificados por los romanos antes y después de Jesús; pero Él transformó esa muerte terrible e infamante en una ofrenda de amor. Jesús, el crucificado, se hizo el servidor de todos. Por eso venció a la muerte y el Padre lo resucitó de entre los muertos.

Cuando Él nos dice “el que quiera seguirme que tome su cruz y me siga… el que quiera ser el primero que se haga el servidor de todos…” recordemos que él, como dice Santa Teresa de Ávila “se puso primero”; “se puso primero en el padecer”. Y sigue diciendo la santa:
“Él es ayuda y da esfuerzo; nunca falta; es amigo verdadero (…) ¿Qué más queremos de un tan buen amigo al lado, que no nos dejará en los trabajos y tribulaciones, como hacen los del mundo? Bienaventurado quien de verdad le amare y siempre le trajere cabe de sí” (Vida 22, 6-7).

jueves, 11 de octubre de 2018

Los nuevos santos y la Diócesis de Melo







Amigas, amigos, como muchos de ustedes saben, me encuentro todo este mes de octubre en Roma, participando del Sínodo de los obispos sobre los jóvenes, convocado por el Papa Francisco.
Este domingo el Papa presidirá la celebración en la que serán canonizados siete nuevos santos. De ellos hay tres que tienen alguna relación con nuestra diócesis: el Papa Pablo VI, Mons. Óscar Romero y la Madre Ignacia March. Ya me extenderé sobre ellos.
Los otros cuatro son:

Un santo joven: Nunzio Sulprizio, que murió en 1836, a los 19 años. Durante su infancia padeció las consecuencias de la pobreza, la enfermedad y el maltrato, especialmente de su tío materno que -desde que fallecieron sus padres-, lo obligó a trabajar como herrero en condiciones inhumanas, las cuales le habrían provocado el tumor óseo que lo llevó a la muerte. Es un ejemplo de santificación en la enfermedad y el trabajo.

El Padre Vincenzo Romano, un sacerdote italiano, de Torre del Greco, cerca de Nápoles. Murió en 1831. Sostuvo en la fe a su gente cuando una erupción del volcán Vesubio arrasó la ciudad. También fue muy cercano a los marineros que pasaban por los peligros y fatigas de la pesca.

La Madre María Katharina Kasper, fue una religiosa alemana que murió en 1898. Venía de una familia campesina y trabajó también como tejedora. Eso la hizo muy cercana a los pobres de su tiempo, a quienes se dedicó con la congregación que fundó, las Pobres Siervas de Jesucristo.

Otro sacerdote italiano, el P. Francesco Spinelli, de la arquidiócesis de Milán, que murió en 1913. Fundó las Hermanas Adoratrices del Santísimo Sacramento, que unían su vida de oración, adorando a Jesús en la Eucaristía día y noche, con el servicio a los hermanos pobres y sufrientes en los que se “revela el rostro de Cristo”.

El Papa Pablo VI, cuyo nombre era Juan Bautista Montini, nació en Brescia, una diócesis italiana que, desde hace 50 años, está muy unida a nuestra diócesis de Melo. Fue elegido Papa en 1963, a la muerte de san Juan XXIII.
Le tocó continuar y culminar el Concilio Ecuménico Vaticano II. Mons. Roberto Cáceres estuvo en más de una ocasión con él.
Los numerosos viajes de san Juan Pablo II dejaron un poco a la sombra los de Pablo VI, que fue, en realidad, el primer papa viajero en nuestros tiempos. Sus salidas no fueron muchas, pero fueron significativas, visitando los cinco continentes. En agosto se cumplieron los 50 años de su visita a América Latina, que fue en Colombia.
Una particular relación con nuestra diócesis la recordamos este año, al recibir en Melo la visita del P. Javier Mori. Este sacerdote fue ordenado junto con otros misioneros por el Papa Pablo VI el 3 de julio de 1966. En la homilía, el Papa concluyó con estas palabras a los nuevos sacerdotes: “Ahora pueden recibir la última palabra: ¡vayan! Prediquen, bauticen... vayan. Cristo los envía, la Iglesia los espera, el mundo está abierto delante de ustedes.

Mons. Óscar Arnulfo Romero murió mártir en El Salvador, el 24 de marzo de 1980, mientras celebraba la Eucaristía. La bala de un francotirador lo alcanzó en el momento en que preparaba el altar para hacer la ofrenda. Fue así que, en lugar de presentar a Cristo el pan y el vino, entregó su propia vida como ofrenda.
En Río Branco, por iniciativa del P. Miguel García se construyó una capilla en el barrio Cirilo Olivera, que él quería dedicar a Mons. Romero. En aquel momento la muerte del arzobispo era relativamente reciente; la Iglesia ni siquiera había iniciado una causa de canonización. Mons. Cáceres le sugirió al P. García que la capilla fuera dedicada a los mártires latinoamericanos. Con la beatificación de Mons. Romero en 2015 se agregó al nombre de la capilla el de “Beato Oscar Romero”. Ahora pasará a ser “San Oscar Romero y mártires Latinoamericanos”. Es de destacar que la embajada de El Salvador en Uruguay desde el comienzo valoró este homenaje y de una forma u otra la embajadora y funcionarios se han hecho presentes en Río Branco los 24 de marzo a partir de 2015.

Para el final dejamos a la figura menos conocida, pero a la vez más cercana, porque, así como decimos hoy, hablando de san Juan Pablo II que tuvimos “un santo entre nosotros”, podemos ahora decir que también tuvimos “una santa entre nosotros”.
El 27 de setiembre de 1932 llegó a Melo la hermana Nazaria Ignacia de Santa Teresa de Jesús o, simplemente, Nazaria March; una religiosa española, fundadora de una congregación que inicialmente se llamó “Hermanas Pontificias” y que hoy son las “Cruzadas de la Iglesia”. Fue Mons. Miguel Paternain quien conoció a Nazaria en Buenos Aires y la invitó a fundar una comunidad de sus hermanas en la diócesis de Melo. La casa que se les ofreció estaba donde hoy se encuentra la parroquia San José Obrero. En aquel tiempo, eso era pleno campo.

Al otro día de llegar a Melo, fueron a ver la casa. A la noche, esto escribió Nazaria en su diario:
A mí me gustó muchísimo, por ser muy pobre y en medio del campo, entre gente bien pobre. Aquella sí que era la Casa-Misión tal como la soñara desde niña, muy lejos del mundo, cuya atmósfera siempre me ha asfixiado.
Aquella buena gente nos rodeó con todo cariño, echaron a vuelo las campanas de la Ermita y nos trajeron pequeños ramitos de flores silvestres. Mi corazón reventaba de emociones… ¡con qué gusto hubiera concretado mi vida en la misión en Melo! ¡Qué feliz me encontraba en Melo! Era para mí la casita ideal de la Cruzada Pontificia. En gran pobreza, en medio de los pobres, lejos de la ciudad, siendo, por otra parte, como el amparo y el consuelo de todas aquellas personas.
La Misión no prosperó, sin embargo. A los dos años falleció una de las hermanas, Bernardina, que fue enterrada en Melo. Después se cerró la casa.
La vida de Nazaria continuó en América, en Argentina y muy especialmente en Bolivia. Hubo un especial recuerdo de ella en el reciente Congreso Misionero realizado en Santa Cruz de la Sierra.

Pido para nuestra diócesis y para todos los que me escuchan la intercesión de estos tres santos que, de una forma u otra, son cercanos a nosotros: san Pablo VI, san Óscar Romero y santa Nazaria March.

miércoles, 10 de octubre de 2018

¿Hablamos todavía de “vocación” en los centros educativos?


Participando en el sínodo de los Obispos sobre “Los jóvenes, la fe y el discernimiento vocacional”, encuentro en el Documento de Trabajo un párrafo que dice “Habría que profundizar mejor […] la relación entre vocación y profesión, y la diferente “intensidad vocacional” de las distintas profesiones.

No sé qué quiere decir “intensidad vocacional” y la expresión nos sugería cosas diferentes a quienes la discutíamos, pero a partir de esa expresión comencé a pensar… ¿se sigue hablando o, mejor aún, haciendo lo que solía llamarse “orientación vocacional” en las instituciones educativas, tanto de gestión estatal como de gestión privada y, especialmente, las católicas?

No me refiero a propuestas vocacionales hacia alguna forma de especial consagración, sino más bien lo que ayuda al joven a buscar lo que quiere “hacer” en la vida, de acuerdo con las capacidades que ha ido adquiriendo en el aprendizaje y las potencialidades que aparecen; eso que solía medirse por medio de “tests vocacionales”.

En nuestro tiempo vivimos muchos cambios de lenguaje, que denotan concepciones antropológicas subyacentes. En ese sentido, no es lo mismo decir “orientación vocacional” que “orientación profesional” u “orientación laboral”.

“Vocación” significa “llamado”. Es verdad, la palabra puede ser vaciada de contenido; pero si la tomo en serio, me interpela. Pensar en el llamado que he recibido, me lleva a pensar que hay Alguien que me llama. Me invita a considerar la trascendencia y a no quedar solamente en la consideración de mis capacidades heredadas o aprendidas…

Por otra parte ¿de dónde salen esas capacidades? No todo es resultado de mi esfuerzo personal aislado. Pensar en que tengo “dones” significa que gran parte de lo que soy me ha sido “dado”. Lo he recibido de mi herencia, de mi ambiente, de las personas que han ido marcando mi vida… otra vez, la trascendencia. No soy un ser aislado; soy parte de la humanidad… ¿Y más allá de ella? ¿Más allá de este mundo? ¿No hay algo de Misterio en esos dones maravillosos? ¿Algo que me abra a considerar la presencia de Alguien que me llama y me ha regalado esos dones?

Reconociéndome -y reconociendo igualmente a cada uno de los demás- como alguien que ha sido dotado de dones, se abre en mí la conciencia de ser creatura, de haber sido creado. No soy resultado de un azar. No he recibido la vida y lo que soy únicamente de mis padres… No sólo tengo “dones”, sino que toda mi vida, todo mi ser, es un don.

He recibido la vida como un regalo… ¿me despierta eso gratitud? Sí es así, ¿a quién agradecer? ¿cómo agradecer? Los dones no son sólo posibilidades para mi crecimiento y desarrollo individual. Mi vida, mis capacidades, todo lo que soy porque lo he recibido, me ponen frente a una misión en este mundo. El trabajo, la profesión, el desarrollo de mis capacidades no estarán sólo en función de ganarme la vida o alcanzar una posición, una vida acomodada, confortable… me ponen frente a los demás como posibilidad de compartir, de dar de lo que he recibido, de hacer algo nuevo a partir del encuentro con los otros.

sábado, 6 de octubre de 2018

Escuchar a cada joven y escuchar a todos los jóvenes.


Intervención de Mons. Heriberto en la XV Asamblea ordinaria del sínodo de los obispos sobre "Los jóvenes, la fe y el discernimiento vocacional"

Santo Padre, hermanos y hermanas:
Quiero destacar dos circunstancias de la escucha, y su relación con el discernimiento.

1) Escuchar a cada joven


Ser escuchados es la gran necesidad de muchos jóvenes, a la que no siempre encuentran respuesta en sus padres, docentes u otros adultos de su entorno más cercano.
Es la necesidad de abrir su corazón, con sus interrogantes, sus anhelos, sus búsquedas y, a menudo, con sus dificultades, tristezas, angustias y aún heridas que van quedando en su intimidad.
Los jóvenes buscan la escucha de un adulto, percibido como una persona que los recibe con empatía y respeto, que no los juzga y que los acompaña en el discernimiento acerca de esas situaciones.
Hablar de escucha de un adulto remite a la necesidad de adultez de quien recibe a los jóvenes, tanto en el sentido de madurez humana como de madurez en la fe.
Esta necesidad de adultez se hace mayor por la tendencia al “juvenilismo”: el deseo de muchos de continuar viviendo “como jóvenes”, pretendiendo instalarse en la juventud como si fuera la etapa definitiva de la vida y no una etapa de transición. Esa actitud desorienta a los jóvenes que se ven privados de referentes adultos que muestren una vida realizada, consolidada, con compromisos definidos y asumiendo también fragilidades y fracasos.
Esta escucha que se da en
 la relación interpersonal puede ser inicio de un proceso de acompañamiento y discernimiento vocacional, desde el enfoque amplio del llamado a la vida y la búsqueda del proyecto de Dios para cada persona y a las decisiones personales que eso conlleva.
En la vida pastoral es posible constatar que la presencia de los jóvenes en parroquias y movimientos tiene relación, entre otras cosas, con el hecho de contar con adultos que tengan esa capacidad de escucha y estén dispuestos a dedicar tiempo a acompañar a los jóvenes.

2) Escuchar a los jóvenes


El desafío de escuchar a todos los jóvenes: ¿qué piden los jóvenes a la Iglesia? Pero… ¿qué espacios abrimos para ese encuentro y ese diálogo?
El desafío de escuchar a los jóvenes que participan en las comunidades o movimientos: se trata aquí de favorecer el protagonismo juvenil. Recordar la enseñanza del Concilio Vaticano II: “Los jóvenes deben convertirse en los primeros e inmediatos apóstoles de los jóvenes, ejerciendo el apostolado personal entre sus propios compañeros, habida cuenta del medio social en que viven” (AA 12).
Para que este protagonismo sea auténtico, es necesario que los jóvenes participen no sólo en la ejecución de proyectos y programas, sino en la búsqueda de las modalidades más eficaces de hoy para anunciar la Buena Noticia a los jóvenes, sin atarse a un “siempre se hizo así”.
Entramos aquí en el discernimiento en la vida ordinaria de la Iglesia, convertido en un estilo comunitario. (139)

Muchas gracias.

viernes, 5 de octubre de 2018

“Lo que Dios ha unido, no lo separe el hombre” (Marcos 10, 2-16)







“Lo que Dios ha unido, no lo separe el hombre”. Con esas palabras de Jesús, el ministro que preside la celebración de un matrimonio refrenda el consentimiento que se han dado el esposo y la esposa, por el que se han recibido mutuamente y cada uno ha prometido al otro serle fiel, en lo favorable y en lo adverso, con salud o enfermedad, y así, amarlo y respetarlo todos los días de su vida.

Cada vez son menos las parejas que hacen esa promesa y escuchan las palabras de Jesús, aunque, por cierto, algunas siguen haciéndolo. Y muy seriamente. Pero es verdad que hay menos casamientos, no sólo en la Iglesia sino también en el registro civil. Muchas parejas simplemente conviven, a veces llegando a formar una familia estable. Otras personas van pasando por diferentes relaciones sin encontrar para sí mismos ni para sus hijos esa estabilidad.

¿Qué sucedía en tiempos de Jesús? Algo nos cuenta el evangelio de este domingo:
Se acercaron algunos fariseos y, para ponerlo a prueba, le plantearon esta cuestión:
«¿Es lícito al hombre divorciarse de su mujer?»
Él les respondió: «¿Qué es lo que Moisés les ha ordenado?»
Ellos dijeron: «Moisés permitió redactar una declaración de divorcio y separarse de ella».
En tiempos de Jesús, la mujer estaba totalmente sometida al varón. El marido podía repudiar a su mujer en cualquier momento, abandonándola. De acuerdo a la tradición judía, ese derecho se fundaba en la Ley de Dios. Los grandes maestros discutían sobre el motivo que podía justificar ese repudio. La escuela del rabino Shammai decía que eso sólo podía ser por causa de adulterio. En cambio, para el rabino Hillel, bastaba que ella hiciera algo que no agradara a su esposo. En cualquier caso, el hombre debía dar a la mujer un certificado de divorcio; pero ella quedaba en una situación difícil, como la de una viuda: no siempre sus padres estaban en condiciones de recibirla, ni encontraba fácilmente la posibilidad de una nueva unión. Si el esposo no le daba el certificado, ella no quedaba libre y si se unía a otro hombre incurrían ambos en adulterio. Era conocida por todos la situación del rey Herodes, a quien Juan Bautista reprochaba: «No te es lícito tener la mujer de tu hermano» (Mc 6,18). Este reproche le costó a Juan la vida. Por eso, la pregunta que le hacen a Jesús huele también a trampa…

Pero ¿Qué dice Jesús?
«Si Moisés les dio esta prescripción fue debido a la dureza del corazón de ustedes.
Pero desde el principio de la creación, "Dios los hizo varón y mujer". "Por eso, el hombre dejará a su padre y a su madre, y los dos no serán sino una sola carne". De manera que ya no son dos, "sino una sola carne". Que el hombre no separe lo que Dios ha unido».
Jesús no entra en las discusiones de los rabinos. En todo momento, Él invita a buscar cuál ha sido y cuál es la voluntad del Padre, el proyecto de Dios, que está por encima de leyes y normas humanas. Esta ley se había impuesto en el pueblo judío por “la dureza del corazón” de los hombres que se relacionaban con sus mujeres desde una posición de dominio.

Jesús recuerda que Dios los ha creado varón y mujer: los dos tienen la misma dignidad de creaturas. Ninguno tiene poder sobre el otro. Entre varones y mujeres no debe haber dominación por parte de nadie.

Aquella sociedad había conocido también la poligamia. Jesús habla de “dos”: un solo hombre y una sola mujer, que se hacen uno, una sola carne, un solo ser, complementándose, completándose en el amor. De esa unión nacen los hijos, fruto del amor de sus padres, que asumen así una nueva responsabilidad: cuidar el bienestar y el crecimiento físico, mental y espiritual de los que ellos han llamado a la vida.

La unión de los esposos es para Jesús la suprema expresión del amor humano. En toda la Biblia se compara el amor de Dios por su pueblo con el amor del esposo por la esposa. Es Dios mismo que atrae al hombre y a la mujer a vivir unidos por un amor libre y gratuito, al que Dios pone su sello: “lo que Dios ha unido, no lo separe el hombre”.

A partir de estas palabras de Jesús, la Iglesia ha contado como uno de los sacramentos al matrimonio, y ve en el amor de la pareja un signo del amor “con que Cristo amó a la Iglesia y se entregó a sí mismo por ella”.

Casarse por la Iglesia, “casarse en el Señor”, como decían los primeros cristianos, es una decisión libre, al punto de que un “sí” que no se da en plena libertad hace que el sacramento sea nulo. Como tantas cosas importantes de la vida, la celebración del matrimonio se rodea muchas veces de un gran decorado, vestimenta especial, una gran fiesta… sin embargo, nada de eso es esencial. Lo que cuenta realmente es el amor de un hombre y una mujer que asumen desde su libertad el compromiso indisoluble de ser mutuamente fieles, amarse y respetarse en las buenas y en las malas, a lo largo de toda la vida.

Para muchos, esto parece una carga pesada. Jesús, sin embargo, hablando de su ley, dice «Mi yugo es suave y mi carga liviana» (Mt 11,30). A través del Sacramento del matrimonio, Jesús entrega la Gracia que permite a los esposos amarse de manera exclusiva, fiel, indisoluble y fecunda y velar por el bien de sus hijos.

En la mayor parte de las bodas que me ha tocado presidir, los novios eligieron como lectura bíblica el “himno de la caridad” que se encuentra en el capítulo 13 de la primera carta a los Corintios. En su exhortación Amoris Laetitia el Papa Francisco comenta cada una de las características del amor que aparecen allí: la paciencia, el servicio, el perdón, la alegría, el desprendimiento, la esperanza… Les invito a buscar y meditar esas páginas. Vale la pena.

Papa Francisco, Amoris Laetitia: nuestro amor cotidiano (1 Co 13,4-7))