miércoles, 24 de octubre de 2018

«Maestro, que yo pueda ver» (Marcos 10,46-52)







Una de las formas de medir la pobreza de una persona o un grupo es en base a las necesidades básicas insatisfechas. En Uruguay, los censos de población y vivienda suelen preguntar esos datos. Los aspectos que se estudian son: estado de la vivienda, abastecimiento de agua potable, servicios higiénicos y acceso a energía eléctrica. También un mínimo confort: calefacción, refrigeración de alimentos y agua caliente; finalmente, acceso a la educación formal de niños y adolescentes.
Pero una cosa son las necesidades que se pueden medir objetivamente y otra las necesidades sentidas por las personas. Contaba el Padre Cacho, sacerdote que se fue a vivir entre los más pobres en un asentamiento de Montevideo -lo que entonces se llamaba irónicamente un “cantegril”- que cuando se le preguntó a la gente de aquel lugar qué necesitaban (¡y cuántas cosas hacían falta!) ellos pidieron un salón comunal y en él, dos cosas fundamentales: duchas y un lugar donde lavar la ropa. Los hombres decían “si vas todo sucio y con la ropa mugrienta nadie te da trabajo”.

Todo esto me lo ha recordado la sencilla pregunta que Jesús hace en el Evangelio… «¿Qué quieres que haga por ti?». La respuesta podría parecernos obvia y, seguramente, Jesús sabe de antemano la respuesta; pero Él quiere que sea ese hombre, ese hombre que pide que Jesús le tenga compasión, el que exprese cuál es la profunda necesidad que siente.
Cuando Jesús salía de Jericó, acompañado de sus discípulos y de una gran multitud, el hijo de Timeo -Bartimeo, un mendigo ciego- estaba sentado junto al camino. Al enterarse de que pasaba Jesús, el Nazareno, se puso a gritar: «¡Jesús, Hijo de David, ten piedad de mí!» Muchos lo reprendían para que se callara, pero él gritaba más fuerte: «¡Hijo de David, ten piedad de mí!»
El ciego grita al paso de Jesús y sus discípulos. La gente lo reprende para que se calle. Su grito molesta… “¿qué quiere?” “¿para qué grita tanto?” tal vez se preguntan algunos y, sin embargo, quieren que calle.
Jesús se detuvo y dijo: «Llámenlo».
Entonces llamaron al ciego y le dijeron: «¡Ánimo, levántate! Él te llama».
Y el ciego, arrojando su manto, se puso de pie de un salto y fue hacia Él.
Jesús lo hace llamar. No lo hace él mismo, sino que hace que aquellos que le pedían que callara colaboren en lo que Él va a hacer. Cuando el ciego está ante Jesús, viene la pregunta y la rápida respuesta:
Jesús le preguntó: «¿Qué quieres que haga por ti?»
Él le respondió: «Maestro, que yo pueda ver».
El pedido del ciego dice mucho más de lo que parece. Poder ver es un deseo natural para quien ha perdido la vista o nunca la ha tenido. Pero el pedido dirigido a Jesús supone creer que Él tiene la posibilidad de hacer que la luz llegue de nuevo a sus ojos. Y esta fe es la que hace posible el milagro:
Jesús le dijo: «Vete, tu fe te ha salvado». En seguida comenzó a ver y lo siguió por el camino.
Notemos que Jesús lo despide: “vete…”. Pero el que había sido ciego no se va. Al contrario: comenzó a seguir a Jesús por el camino. Seguir a Jesús es lo propio del discípulo. Bartimeo ha entrado en el camino del discipulado. Sigue a la luz que ha encontrado en su vida: Jesús.

Así se presenta Jesús en el Evangelio según san Juan: Yo soy la luz del mundo; y lo hace, precisamente, antes de dar la vista a un ciego de nacimiento (c. 9).
A Bartimeo se le puede aplicar lo que dice San Pablo en la carta a los Efesios (5,14):
“Despierta, tú que duermes y Cristo te iluminará”.
Uno de los pasos de la celebración del Bautismo es la entrega de la luz. Junto a la pila bautismal se enciende el cirio pascual, la gran vela que representa la luz de Cristo Resucitado, vencedor de la oscuridad y de la muerte. Del cirio pascual se encienden los cirios que se entregan a los recién bautizados, para que, recibiendo la luz de Cristo, ellos se hagan también luz del mundo.

Así, los discípulos de Jesús, Luz del mundo, son llamados por Él a extender esa luz:
“ustedes son la luz del mundo” (Mateo 5,14). 
San Pablo expresa lo mismo de una forma muy gráfica:
“… en medio de una generación extraviada y pervertida … ustedes brillan como haces de luz en el mundo, mostrándole la Palabra de Vida” (Filipenses 2,15-16).
Dice el Papa Francisco:
“Como la llama del cirio pascual da luz a cada vela, así la caridad del Señor Resucitado inflama los corazones de los bautizados, colmándolos de luz y calor. Y por eso, desde los primeros siglos, el bautismo se llamaba también «iluminación» y a quien era bautizado se le llamaba «el iluminado». Esta es, de hecho, la vocación cristiana: «caminar siempre como hijos de la luz, perseverando en la fe» (cf. Rito de iniciación cristiana de los adultos, n. 226; Juan 12, 36). 
(…)
La presencia viva de Cristo, presencia a custodiar, defender y dilatar en nosotros, es lámpara que ilumina nuestros pasos, luz que orienta nuestras elecciones, llama que calienta los corazones en el ir al encuentro del Señor, haciéndonos capaces de ayudar a quien hace el camino con nosotros, hasta la comunión inseparable con Él.”
(Audiencia General, miércoles, 16 de mayo de 2018).

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