Homilía de Mons. Heriberto
Queridos hermanos y hermanas:
Esta celebración de la solemnidad del Sagrado Corazón de Jesús tiene este año una significación especial, por varios motivos.
- Estamos en el Año Jubilar 2025, convocado bajo el lema “La esperanza no defrauda”.
- Culmina hoy, en Paray-le-Monial, el Jubileo por los 350 años de las apariciones de Jesús a Santa Margarita María Alacoque; un año y medio que nos ha llamado cada día a la reparación al Corazón de Jesús con la consigna “Devolver amor por amor”.
- En el bicentenario de aquellas apariciones, nuestro beato Jacinto Vera celebró la consagración de Uruguay al Corazón de Jesús. A 150 años de aquel acto de amor, queremos hoy renovar esa consagración en nuestra Iglesia diocesana.
- También en este día se celebra la jornada de oración por la santificación de los sacerdotes, establecida hace 30 años por san Juan Pablo II.
“Devolver amor por amor” expresa, con palabras sencillas, pero que hay que entender en toda su profundidad, la manera de ofrecer nuestra reparación al Corazón de Cristo.
Dios toma la iniciativa en el amor. Él nos amó primero:
“Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único para que todo el que cree en él no muera, sino que tenga Vida eterna” (Juan 3,16).
Él nos amó hasta el fin:
“… sabiendo Jesús que había llegado la hora de pasar de este mundo al Padre, él, que había amado a los suyos que quedaban en el mundo, los amó hasta el fin.” (Juan 13,1).
Él nos amó conociendo nuestra debilidad y nuestro pecado:
“… la prueba de que Dios nos ama es que Cristo murió por nosotros cuando todavía éramos pecadores” (Romanos 5,8 - segunda lectura).
El mensaje de Jesús a santa Margarita María nos muestra que ese amor no ha cesado; más aún, que sigue encendido, y no como un rescoldo entre cenizas, sino como una llama viva, inextinguible:
«Mi divino Corazón está tan apasionado de amor por los hombres, y por ti en particular, que no pudiendo ya contener en sí mismo las llamas de su caridad ardiente, le es preciso comunicarlas por tu medio, y manifestarse a todos para enriquecerlos con los preciosos tesoros, que te descubro».
A la vez, Jesús presenta su reclamo. Ese amor apasionado no es correspondido.
“Tengo sed, ardo por el deseo de ser amado”;“No recibo más que ingratitud e indiferencia”.
De este desencuentro entre el amor divino y nuestra ingratitud, surge la necesidad de un amor reparador: “devolver amor por amor”.
Ahora bien: ¿necesita el corazón de Cristo ser reparado? ¿no es acaso Cristo el resucitado, sentado a la derecha del Padre? Decía el papa Pío XI:
“¿cómo podrán estos actos de reparación consolar a Cristo, que dichosamente reina en los cielos?”
Por otra parte: ¿no está la humanidad atravesada por innumerables heridas, muchas de ellas que no dudaríamos de calificar en “irreparables”, en la vida personal, familiar, social…? Las guerras, con todas sus secuelas de muerte, violencia, destrucción de familias y de bienes, odios y resentimientos… y aquí, cerca de nosotros, el rostro infantil de la pobreza, las personas en situación de calle, los graves problemas de salud mental, las personas y familias destrozadas por las adicciones, la situación tantas veces denigrante de los privados de libertad, las injusticias y violencias de todo tipo…
Entonces ¿Por qué pensar en reparar al corazón de Cristo? ¿No será todo esto una distracción, una sensiblería, una religiosidad individualista? ¿No deberíamos volver la mirada al prójimo y poner allí todo nuestro esfuerzo para reparar, curar, sanar tantas almas y cuerpos desgarrados?
No, hermanos y hermanas. Precisamente, allí, en cada corazón humano herido, sigue presente, doliente y dolorosa la herida del corazón de Cristo… ¿es posible reparar lo irreparable? Solo Cristo puede llevar a término la más honda reparación del corazón humano.
Las lecturas de hoy nos anuncian a Jesús, buen pastor, que sale a buscar la oveja perdida, hace volver a la descarriada, venda a la que está herida y cura a la enferma y que, conduciéndonos a sus praderas y a sus aguadas, repara nuestras fuerzas.
La reparación al corazón de Cristo es el camino para nuestra reparación, la reparación de nuestro corazón. Así como Dios no necesita de nuestra alabanza, tampoco necesita de nuestros actos de reparación; pero Él inspira en nosotros que lo alabemos, que le demos gracias y nos pide que lo hagamos; Él inspira también esos actos de reparación y nos los pide, ¿para qué? para que
“nos ayuden en el camino de la salvación” (cf. Prefacio común IV).
El corazón que ha amado tanto y que solo ha recibido ingratitud pide ser amado, reclama nuestro amor, no para que nos olvidemos de la humanidad sufriente, sino para que seamos dentro de ella testigos de su amor reparador, viviendo en profundidad el amor al prójimo, ya que no puede
“amar a Dios, a quien no ve, el que no ama a su hermano, a quien ve” (1 Juan 4,20).
Respondiendo al amor del Corazón de Jesús, vamos hoy a ofrecerle nuestra consagración, tanto personal como comunitaria. Cada uno rezará la oración; pero lo haremos todos juntos. Cada uno buscará la forma personal de realizar la reparación al Corazón traspasado de Jesús. Pero también, como comunidad, buscaremos la forma de hacer juntos esos actos de amor, la forma de vivir y obrar juntos la Caridad.
Obrar la Caridad: no solamente ayudar económicamente, dar un plato de comida caliente, una frazada, la visita a un enfermo o a un encarcelado o, más aún, sostener o realizar obras educativas, de promoción de la persona humana, anunciar el evangelio, educar en la fe… todo eso, y muchas otras buenas acciones que realicemos personal o comunitariamente están bien, son un bien… ¿qué agrega a esto la consagración al Corazón de Jesús?
La respuesta es “mucho”. Pero no es algo que se agrega en el mismo plano, algo así como una especie de “charla motivacional”. Si vivimos en profundidad esta consagración, cada una de nuestras acciones podrá hacerse una verdadera ofrenda espiritual, que se una a la ofrenda de Cristo al Padre. A eso nos exhorta san Pablo: a ofrecernos nosotros mismos
“como una víctima viva, santa y agradable a Dios” (Romanos 12,1).
Nos consagramos al Corazón de Jesús para unirnos más a Él, para unirnos más aún a su pasión, a su amor hasta el fin, porque la ofrenda de nuestra vida solo tiene valor si está unida a su ofrenda en la cruz, de la que viene nuestra salvación.
Esta consagración nos hace conscientes de nuestro tiempo “perdido”… perdido, por no haber amado. Perdido, por no haber respondido al amor de Dios.
Realicemos esta consagración, no como un acto puntual, formal, sino como un verdadero acto de amor, renovando nuestra fe, renovando nuestro compromiso bautismal.
Con nuestro gesto, digámosle al Señor, personalmente, pero también como comunidad: “aquí estoy, aquí estamos, para hacer tu voluntad”; no la mía, no la nuestra, sino la tuya; abiertos a la forma que cada día quieras mostrarnos para “devolver amor por amor” amándote a ti y a nuestro prójimo. Así sea.
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