“Tú eres sacerdote para siempre, a la manera de Melquisedec”. Así reza la antífona del salmo que encontramos en la liturgia de la palabra de este domingo. Acerquémonos hoy a ese personaje de tan extraño nombre, cuyo sacerdocio anuncia el sacerdocio de Cristo.
Al acercarnos a la Palabra de Dios hay una dificultad frecuente, que podríamos denominar Antiguo Testamento versus Nuevo Testamento. No es difícil poner frente a frente las dos grandes partes de la Biblia, presentando al Dios del Antiguo Testamento como un Dios terrible, que infunde terror, en total contraste con la dulzura de Jesús. Sin embargo, a lo largo de toda la Escritura se va manifestando tanto la exigencia como la misericordia de Dios, no como actitudes contradictorias, sino como aspectos diferentes y complementarios del amor del Padre, manifestado en su Hijo.
Tengamos también en cuenta que la Palabra de Dios es el relato de una revelación que se va dando en la historia; una revelación que va avanzando, hasta alcanzar su plenitud en Jesucristo, la palabra definitiva del Padre.
Para entender ese desarrollo nos ayuda el concepto de tipos y antitipos. Los tipos se refieren aquí a los personajes que, de alguna manera preparan, anuncian, son imagen -todavía borrosa- de los antitipos, que son los personajes que realizan plenamente lo que solo aparecía entre la niebla, como la que tenemos alrededor, en el día en que hacemos esta grabación.
Así, el José del libro del Génesis, que interpreta los sueños, es tipo de José, esposo de María, que es guiado por Dios por medio de sueños.
Judit, entre muchas otras mujeres del Antiguo Testamento, es tipo (no el único) de María, la madre de Jesús. En Uruguay lo aplicamos a la Virgen de los Treinta y Tres, renovando la devoción iniciada hace 200 años, en un episodio que contribuyó a cimentar nuestra Patria. En la liturgia de su leemos un pasaje del libro de Judit y tomamos como salmo responsorial el cántico a ella dedicado, con la antífona:
Bendita seas, porque salvaste al pueblo en peligro (cf. Judit 15,8-10 y 13ab.19-20)
Veamos la primera lectura de hoy:
Melquisedec, rey de Salem, que era sacerdote de Dios, el Altísimo, hizo traer pan y vino, y bendijo a Abram, diciendo:
«¡Bendito sea Abram de parte de Dios, el Altísimo, creador del cielo y de la tierra! ¡Bendito sea Dios, el Altísimo, que entregó a tus enemigos en tus manos!»
Y Abram le dio el diezmo de todo. (Génesis 14,18-20)
Hoy, celebración del Cuerpo y Sangre de Cristo, lo primero que salta a la vista es que Melquisedec “hizo traer pan y vino”. Antes se dijo que era sacerdote y después se relata que bendijo a Abrám; por eso entendemos que ese pan y ese vino eran una ofrenda al Dios Altísimo.
En esto encontramos ya una diferencia con los sacrificios que solían practicarse en aquel tiempo y que continúan a lo largo del Antiguo Testamento, donde la ofrenda principal -había otras- era un animal, frecuentemente un cordero, que era sacrificado.
Siglos después de este episodio, en el templo de Jerusalén los sacerdotes sacrificaban los corderos que las familias presentaban y que, luego del sacrificio ritual, llevaban a sus casas donde lo asaban y lo comían en familia, pero… como un banquete sagrado.
No se dice que el pan y el vino que presentó Melquisedec fuera a ser comido o bebido, pero no es una suposición aventurada pensar que así se hiciera.
Lo llamativo para los primeros cristianos que releían este pasaje del Génesis es esa figura de “sacerdote” que trae “pan y vino” y bendice en nombre de Dios. No es tan difícil relacionar esto con la última cena de Jesús, vista como una acción sacerdotal; pero… no del sacerdocio antiguo, sino de un sacerdocio nuevo, completamente distinto.
La segunda mención de Melquisedec en el Antiguo Testamento la encontramos en el salmo 109, con el que comenzamos esta reflexión:
El Señor lo ha jurado y no se retractará:
«Tú eres sacerdote para siempre, a la manera de Melquisedec». (Salmo 109/110, 4)
Pero aquí seguimos todavía entre la bruma. ¿Quién es ese “sacerdote para siempre”?
Es en la carta a los Hebreos donde se retoma la figura de Melquisedec y se la aplica a Cristo.
De él no se menciona ni padre ni madre ni antecesores, ni comienzo ni fin de su vida: así, a semejanza del Hijo de Dios, él es sacerdote para siempre. (Hebreos 7,3)
El autor de Hebreos resalta el misterio que envuelve la figura del antiguo personaje, porque no se da de él la habitual información que encontramos sobre otras figuras. No se menciona padre ni madre, no hay genealogía, no hay datos biográficos… no hay comienzo ni fin: “es sacerdote para siempre”. La omisión de la genealogía es extraña para un sacerdote del Antiguo Testamento. Para ser reconocido como sacerdote, según la Ley de Moisés, hay que demostrar que se viene de una familia sacerdotal. Con Melquisedec estamos ante algo distinto, de otro orden.
Pero, notemos un detalle nada menor: el autor de Hebreos da vuelta la comparación; no es el Hijo de Dios semejante a Melquisedec sino que éste es semejante a Cristo, en cuanto que no aparece un final, un término de su sacerdocio. No olvidemos: Melquisedec es solo una figuración, un anticipo de lo que en Cristo será la plena realidad.
Pero hay otros elementos en la figura de Melquisedec que son anuncio de Cristo… empezando por su nombre y su título, rey de Salem. Así lo explica el autor de Hebreos:
… el nombre de Melquisedec significa, en primer término, «rey de justicia» y él era, además, rey de Salem, es decir, «rey de paz». (Hebreos 7,2)
La justicia y la paz eran los dones que se esperaban del rey-mesías. A la condición de sacerdote, se suma la de rey de justicia y paz. Melquisedec, como sacerdote-rey, es anuncio de Cristo glorificado, sumo sacerdote sentado en su trono, a la derecha del Padre.
Volvamos a la carta a los Hebreos:
… Jesús, como permanece para siempre, posee un sacerdocio inmutable.
De ahí que él puede salvar en forma definitiva a los que se acercan a Dios por su intermedio, ya que vive eternamente para interceder por ellos. (…) Él no tiene necesidad, como los otros sumos sacerdotes, de ofrecer sacrificios cada día, primero por sus pecados, y después por los del pueblo. Esto lo hizo de una vez para siempre, ofreciéndose a sí mismo. (Hebreos 7,24-27)
Los sacerdotes del Nuevo Testamente participamos del sacerdocio de Cristo. No ofrecemos nuevos sacrificios, sino que, por el ministerio que hemos recibido, invocamos al Espíritu Santo para que se vuelva a hacer presente, en forma no cruenta, el sacrificio que Cristo realizó “de una vez para siempre, ofreciéndose a sí mismo” y lo hacemos rezando así:
[Padre] te pedimos que santifiques estos dones
con la efusión de tu Espíritu,
de manera que se conviertan para nosotros
en el Cuerpo y la Sangre
de Jesucristo, nuestro Señor. (Plegaria Eucarística II)
Todos los bautizados participamos del sacerdocio de Cristo ofreciendo al Señor nuestra vida familiar, laboral, social y aún nuestros sufrimientos, vivido todo ello en el Espíritu, haciéndolo una ofrenda espiritual que se une a la ofrenda del cuerpo del Señor.
Al celebrar esta solemnidad del Cuerpo y la Sangre de Cristo, donde en muchas parroquias haremos la consagración al Sagrado Corazón de Jesús, vayamos al encuentro del Señor reconociendo y agradeciendo su amor y su presencia y plenamente dispuestos a “devolver amor por amor”, a poner en todo lo que hacemos amor a Dios y al prójimo, respondiendo al amor que brota del corazón traspasado de Jesús.
Que los bendiga Dios todopoderoso: Padre, Hijo y Espíritu Santo. Amén.
No hay comentarios:
Publicar un comentario