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miércoles, 10 de septiembre de 2025

“Levantado en alto” (Juan 3,13-17) Exaltación de la Santa Cruz

Celebramos hoy una fiesta que se superpone al domingo que correspondería hoy, vigésimo cuarto durante el año, porque se trata, como veremos, de una fiesta del Señor.

El título de esta fiesta es llamativo y tal vez desconcertante porque, entre nosotros, el uso más común de “exaltación” es el referido al estado de una persona que manifiesta con excesiva intensidad lo que siente. Decimos de esa persona que está “exaltada”; pero la primera acepción del verbo exaltar es “Elevar a alguien o algo a gran auge o dignidad”. Exaltar la cruz es, pues, darle a ese signo una especial importancia y lo hacemos porque se trata de la cruz de Cristo. Es la Cruz de Cristo porque, a través de su sufrimiento y muerte en la cruz, Él realizó la salvación y fue, a su vez, “exaltado” por el Padre, es decir: fue resucitado y elevado. “Subió al Cielo y está sentado a la derecha del Padre”, rezamos en el Credo.

La cruz es el signo cristiano por excelencia. Sin embargo, no siempre fue así. En los primeros tiempos del cristianismo no la encontramos entre los signos que utilizaban los fieles. De esos tiempos recordamos el signo del pez, en griego ichthys, (IXΘΥΣ) palabra cuyas letras forman la sigla de Jesús – Cristo – Dios – Hijo - Salvador. 

Antes que la imagen del crucificado estaba ya la del Buen Pastor, que evoca las palabras del Salmo 23 “El Señor es mi pastor”, la parábola de la oveja perdida del evangelio de Lucas y, sobre todo, el capítulo diez del evangelio según san Juan, donde Jesús dice “yo soy el buen pastor”.

La cruz y, más aún, el crucifijo, es decir el Cristo clavado en la cruz y sufriendo, no llegó a hacerse parte de las imágenes cristianas sino después de un largo proceso. Mientras la crucifixión siguió siendo en el imperio romano una forma de ejecución, no era fácil para un cristiano ver la imagen de su maestro clavado en la cruz, como se hacía con los más horrendos criminales. Se hablaba de la cruz, no sin tensión, como lo refleja san Pablo cuando dice:

Nosotros predicamos a un Cristo crucificado, escándalo para los judíos y locura para los paganos (1 Corintios 1,23)

Escándalo y locura: un Dios crucificado, ¡un Dios que sufre! Pero la cruz no puede ser negada. Jesús fue levantado, padeció y murió en ella. Es un misterio y, como tal, será siendo mejor comprendido a medida que la Iglesia vaya profundizando en su fe.

Con el abandono de las crucifixiones como forma de ejecución y la peregrinación de Santa Elena a Jerusalén donde, según la tradición, encontró la verdadera cruz de Jesús, el signo comenzó a aparecer en las iglesias; pero solo la cruz, sin el crucificado. Aparecía hermosamente adornada: una cruz enjoyada, como la de estos mosaicos de antiguas iglesias en Roma y en Ravena.

Un segundo paso fue colocar a Cristo en la cruz; pero se lo representaba triunfante, vestido, sin signos de sufrimiento, como este Cristo de la Sagrada Faz, en Lucca, de fines del siglo VIII. 

Fue hacia el siglo XIII cuando comenzó a afirmarse la representación del crucifijo con el Cristo doliente, un Cristo identificado con una humanidad que sufre, pero que toma ese dolor sobre sí y abre con la cruz la puerta de la eternidad.

La cruz, el objeto material, no tiene que distraer nuestra mirada de modo que olvidemos qué es lo que le da significado. Recordemos el momento de la adoración de la Cruz, en el Viernes Santo. Para invitarnos a ese gesto, el sacerdote canta: “Este es el árbol de la Cruz donde estuvo suspendida la salvación del mundo. Vengan y adoremos.”

Esas palabras nos recuerdan que la cruz tiene valor y significado por lo que sucedió en ella, cumpliendo lo anunciado por Jesús en el evangelio que leemos hoy:

«… es necesario que el Hijo del hombre sea levantado en alto, para que todos los que creen en Él tengan Vida eterna». (Juan 3,14)

Pero ¿qué es lo que hace Jesús en la cruz? Aparentemente, no puede hacer nada. Pasión habla de “pasividad”. La Pasión se sufre. Clavado en la cruz, fijado a ella, a Jesús no le espera nada más que una muerte que no tardará en acontecer… entonces ¿qué puede hacer?

“… se humilló hasta aceptar por obediencia la muerte y muerte de cruz.” (Filipenses 2,8)

Lo que realiza Jesús en la Cruz es hacer de esa ejecución que se le impone, que le impone la fuerza del mal… hacer de esa ejecución un sacrificio, donde él mismo es sacerdote, víctima y altar. Jesús da un sentido a su pasión y muerte en la cruz ofreciendo su vida como manifestación del amor de Dios, el amor infinito de Dios por cada uno de nosotros. 

«Sí, tanto Dios amó al mundo, que entregó a su Hijo único para que todo el que cree en Él no muera, sino que tenga Vida eterna. Porque Dios no envió a su Hijo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por Él.» (Juan 3,16-17)

Por eso exaltamos la Cruz de Cristo: porque de ella brota la misericordia del Padre que abraza al mundo entero. Es contemplando todo eso que podemos decir “Ave Crux, spes única”: “salve, oh cruz, única esperanza”; porque esa cruz es la cruz de Cristo. La Exaltación de la Santa Cruz nos llama a mirar con nuevos ojos la realidad de cada día y a descubrir, en cada gesto de entrega, una chispa de eternidad.

Nuestra Señora de los Dolores

El 15 de septiembre, día siguiente a la fiesta de la Exaltación de la Santa Cruz, se celebra la memoria de Nuestra Señora de los Dolores, recordando como la Madre de Jesús estuvo acompañando a su Hijo al pie de la Cruz y cómo allí, en la persona del discípulo amado, Jesús nos la entrega como Madre.

Al ver a la madre y cerca de ella al discípulo a quien él amaba, Jesús le dijo: «Mujer, aquí tienes a tu hijo.» Luego dijo al discípulo: «Aquí tienes a tu madre.» Y desde aquel momento, el discípulo la recibió en su casa. (Juan 19,26-27)

El beato Jacinto Vera, primer obispo del Uruguay, tenía especial devoción a esta imagen de Nuestra Señora de los Dolores que se encuentra hoy en la parroquia San Ignacio de Loyola en Montevideo.

Esa devoción viene sin duda de más lejos, ya que en el territorio de la parroquia donde se casaron sus padres, en la Isla de Lanzarote, había una ermita dedicada a la Dolorosa, en agradecimiento por el fin de una larga erupción volcánica. Hoy hay allí una pequeña capilla donde se celebra Misa los domingos.

En esta semana

Martes 16: Santos Cornelio, papa, y Cipriano, obispo, mártires.

Viernes 19: en Uruguay, beatas Dolores y Consuelo Aguiar-Mella y Díaz, nacidas en Montevideo, vírgenes y mártires en Madrid, en el año 1936, durante la persecución religiosa en España.

Sábado 20: San Andrés Kim, presbítero y san Pablo Chong Hasang y compañeros, mártires en Corea.  

Gracias, amigas y amigos, por su atención. Que los bendiga Dios todopoderoso: Padre, Hijo y Espíritu Santo. Amén.

viernes, 5 de septiembre de 2025

La exigencia del amor. Lucas 14,25-33. Domingo XXIII durante el año.

“No puede ser mi discípulo”. Tres veces repite Jesús esta tajante sentencia, en el pasaje del evangelio que escuchamos este domingo. 

¿En qué está Jesús mientras dice todo eso? Está en camino a Jerusalén; no como una peregrinación más, como las que hizo incluso siendo niño, sino en el viaje definitivo hacia su pasión, muerte y resurrección. Más que una exigencia, Jesús está haciendo una advertencia: para seguirlo hay que cortar ciertas ataduras a personas y a cosas y poner el amor por Él por encima de todo lo demás. 

No deja de sonar chocante aquello de 
Cualquiera que venga a mí y no me ame más que a su padre y a su madre, a su mujer y a sus hijos, a sus hermanos y hermanas, y hasta a su propia vida, no puede ser mi discípulo. (Lucas 14,26)
Esta primera exigencia llama a revisar la forma en que vivimos nuestros vínculos familiares. Cuando el parentesco se convierte en una especie de ley por encima de lo que es justo y bueno, se termina por justificar en su nombre favoritismos, privilegios, exclusiones… Jesús reclama ese amor a Él por encima de todo, no para dejar fuera a los demás, sino para ensanchar el corazón, de manera que podamos ver en toda persona un hermano, una hermana y amarlos con Él, con Jesús y desde Él.
El que no carga con su cruz y me sigue, no puede ser mi discípulo. (Lucas 14,27)
Para nosotros esta imagen es claramente simbólica y, aun así, es fuerte. Cuántas veces los discípulos de Jesús habrían visto pasar entre la multitud a los condenados cargados con el patíbulo, el brazo horizontal de la cruz, hasta el lugar donde serían crucificados… 
Qué difícil imaginarse a sí mismos haciéndolo y más aún, imaginar que un día su maestro recorrería también la Vía Crucis, la vía dolorosa, el camino de la cruz.
Podemos entender esta exigencia como un llamado a aceptar y dar sentido a nuestros diversos sufrimientos, uniendo nuestro dolor al del crucificado, uniéndonos a su ofrenda de amor por la salvación de la humanidad. Junto a eso, tenemos que recordar que la cruz de Jesús es consecuencia de su enfrentamiento con la maldad, incluyendo la pretensión de manipular al mismo Dios para justificar la opresión y la injusticia.
De la misma manera, cualquiera de ustedes que no renuncie a todo lo que posee, no puede ser mi discípulo. (Lucas 14,33)
Jesús presenta esta tercera exigencia como conclusión a dos breves parábolas: el hombre que antes de construir la torre debía calcular si tenía suficientes recursos para terminarla y el rey que resolvió buscar la paz antes de ir a la batalla con menos hombres que el enemigo. La renuncia fundamental que aquí está planteada, es la renuncia a la autosuficiencia, al creer que todo proviene exclusivamente de nuestras fuerzas y que solo dependemos de nosotros mismos para llevar adelante cualquier proyecto… nuestros proyectos mismos quedan cuestionados… ¿Acaso son los proyectos de Dios?
¿Qué hombre puede conocer los designios de Dios
o hacerse una idea de lo que quiere el Señor? (Sabiduría 9,13)
Esa es la pregunta que nos lanza el autor del Libro de la Sabiduría, en la primera lectura de hoy. Pregunta retórica, es decir, más bien una afirmación que una pregunta. Nadie puede conocer los designios de Dios… a menos que el mismo Dios los revele. Y sigue así :
¿Y quién habría conocido tu voluntad
si Tú mismo no hubieras dado la Sabiduría
y enviado desde lo alto tu santo espíritu? (Sabiduría 9,17)
El autor reconoce que Dios ha dado a conocer su voluntad, que Dios se ha manifestado, se ha revelado… pero en el momento en que él escribe, esa revelación no ha llegado a su fin, no ha alcanzado su plenitud. Eso sucederá con Jesucristo. Ahí se produce la revelación definitiva de Dios. En Jesucristo, Dios muestra su rostro: el rostro de la misericordia.

Pero, entonces… ¿cómo se conjugan la misericordia y las exigencias de Jesús? Pues bien, este exigente pasaje del evangelio viene precedido de una parábola de Jesús en las que se habla de un banquete donde los invitados no aceptaron el convite y el anfitrión ordenó a sus servidores salir a buscar a quien fuera para sentarlo a su mesa, hasta llenar la casa.
A continuación de este pasaje, viene el capítulo 15 del evangelio de Lucas, que nos ofrece nada menos que las tres parábolas de la misericordia: la oveja perdida, la moneda perdida y el hijo perdido… que terminan con una fiesta por haber recuperado la oveja, la moneda y el hijo.

La exigencia de Dios no es caprichosa ni mucho menos maliciosa. Es la exigencia del amor, la exigencia de quien quiere para sus creaturas una vida más grande, más alta… la participación en su propia vida divina. En lugar de eso, los ve, nos ve, aferrarnos a lo caduco y transitorio, poniendo en peligro su vida eterna, porque hemos menospreciado o rechazado el amor misericordioso del Padre; ese amor que se nos manifiesta en Jesucristo; ese amor que es para nosotros exigente, porque así es el verdadero amor.

Tiempo de la Creación

Desde el primero de septiembre al 4 de octubre, la Iglesia vive el “Tiempo de la Creación”, un tiempo para meditar, celebrar y cuidar la obra de Dios, nuestra Casa Común. A diez años de esta iniciativa del papa Francisco y en el marco del año jubilar, el papa León XIV nos ha entregado un mensaje titulado “Semillas de paz y esperanza”.

Mes de la Palabra de Dios

El 30 de septiembre es la memoria de san Jerónimo, el santo que dedicó gran parte de su vida a traducir la Palabra de Dios a la lengua que hablaba el pueblo: el latín llamado “vulgar”. Su Biblia es conocida como “la Vulgata”. Es por eso que en Uruguay y en otros países celebramos septiembre como el “Mes de la Biblia”, aunque, últimamente lo hemos cambiado por “Mes de la Palabra de Dios”, poniendo el énfasis en el mensaje, la Palabra y no en el soporte físico, que es el libro, la Biblia. 

Jornada Nacional de la Juventud

Como cada primer domingo de septiembre, desde hace 46 años, se celebra en Uruguay la Jornada Nacional de la Juventud, este año convocada con el lema del Jubileo “Peregrinos de Esperanza”. Por muy feliz coincidencia, el papa León eligió esta fecha para la canonización de dos santos jóvenes: Carlo Acutis y Pier Giorgio Frassati. También tendremos ese acontecimiento presente en nuestra jornada.
La celebraremos este domingo en la ciudad de Tala, donde están convocados los jóvenes de parroquias y centros educativos de nuestra diócesis.

En esta semana:

  • Lunes 8, un tierno recuerdo para nuestra madre: la Natividad de la Virgen María
  • Martes 9, un santo misionero: San Pedro Claver
  • Sábado 13, un obispo y doctor de la Iglesia, San Juan Crisóstomo.
Gracias, amigas y amigos por su atención. Que los bendiga Dios todopoderoso: Padre, Hijo y Espíritu Santo. Amén.

viernes, 29 de agosto de 2025

“Glorificado por los humildes” (Eclesiástico 3,17-29 – Lucas 14,1.7-14). Domingo XXII durante el año.


San Ramón Nonato. Fiesta jubilar en la parroquia de San Ramón, Canelones.

En esta fecha se celebra normalmente la memoria de San Ramón Nonato, lo que no corresponde hoy, por ser domingo; sin embargo, sí la celebramos en la parroquia de la ciudad de San Ramón, en nuestra Diócesis, ya que es su fiesta patronal. Más aún, las parroquias del Decanato Centro (Tala, Sauce, San Jacinto, San Ramón, San Bautista, Santa Rosa, San Antonio, Migues y Montes) harán su peregrinación jubilar con motivo de la fiesta.

Programa de la peregrinación
jubilar a San Ramón.

San Ramón vivió en la primera mitad del siglo XIII. Es apodado “nonato” ya que fue extraído del vientre de su madre, fallecida antes de poder darlo a luz. Es por eso el patrono de las parturientas. Ingresó a la Orden de la Merced, fundada por San Pedro Nolasco para redimir a cristianos cautivos de los musulmanes. Para eso los Mercedarios reunían dinero pero, también, iban dispuestos a entregarse a sí mismos para liberar a otros. Así lo hizo San Ramón, que quedó prisionero en el norte de África. Allí predicó el evangelio entre sus captores y sus compañeros de cautiverio. Para impedírselo, colocaron un candado en su boca. Una vez liberado, el Papa lo nombró cardenal, pero nuestro santo no cambió por eso su vida pobre y austera. Convocado a Roma, falleció en el camino, a causa de una enfermedad que lo consumió rápidamente.

Hacer memoria de San Ramón nos invita a rezar por las futuras mamás, para que puedan llevar a feliz término su embarazo. También, a pensar en las nuevas esclavitudes del mundo de hoy: desde el tráfico de personas hasta las adicciones que encadenan a quienes entran en ese oscuro viaje.
Que la intercesión de este santo patrono ayude a nuestros pueblos a amar más aún y a proteger la vida de los niños, especialmente aquellos que están por nacer y a buscar también los caminos de auténtica liberación para tantos cautivos de hoy.

“Glorificado por los humildes”

Vayamos ahora a las lecturas de este domingo. Leemos en la primera de ellas.
Cuanto más grande seas, más humilde debes ser, y así obtendrás el favor del Señor, porque el poder del Señor es grande y Él es glorificado por los humildes. (Eclesiástico 3,18.20)
¿Qué significa que Dios es glorificado? ¿De que forma es glorificado por los humildes? Dar gloria a Dios es alabarlo, reconociendo su grandeza, reconociéndolo como Dios. Desde el himno del Gloria, que rezamos o cantamos en la Misa, pasando por numerosos cantos y oraciones, con nuestra boca podemos dar gloria a Dios.
Sin embargo, puede ocurrir lo que señalaba el profeta Isaías, cuyas palabras recoge Jesús:
«Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí». (Mateo 15,8 – Isaías 29,13)
La sinceridad de la alabanza se mide en las acciones. Haciendo la voluntad del Padre, obrando el bien, damos gloria a Dios. Si Dios es glorificado por los humildes, observemos cómo actúan, para aprender cómo alabar a Dios.

De esto se trata el evangelio de este domingo. Invitado a un banquete en casa de un jefe de los fariseos, Jesús observa el comportamiento de los invitados, que se apresuran a ocupar los primeros puestos, lo más cerca posible del dueño de casa. Quien actúa así manifiesta que se considera más grande, más digno que los otros. Rompe la fraternidad. San Pablo nos dejó una regla para las comunidades cristianas que supone todo lo contrario:
“… que la humildad los lleve a estimar a los otros como superiores a ustedes mismos”. (Filipenses 2,3b)
Frente a esta escena, Jesús narra dos parábolas breves. La primera se dirige a quien haya sido invitado a un banquete, con quien se pueden identificar todos los invitados:
«… no te coloques en el primer lugar, porque puede suceder que haya sido invitada otra persona más importante que tú, y cuando llegue el que los invitó a los dos, tenga que decirte: "Déjale el sitio", y así, lleno de vergüenza, tengas que ponerte en el último lugar.
    Al contrario, cuando te inviten, ve a colocarte en el último sitio, de manera que cuando llegue el que te invitó, te diga: "Amigo, acércate más", y así quedarás bien delante de todos los invitados». (Lucas 14,8-10)
Lo que Jesús propone podría entenderse como falsa humildad, una estrategia para “quedar bien”. No se trata de eso. Se trata de dejarle al dueño de casa la libertad de asignar los lugares. Los puestos no dependen de los méritos que creamos tener, sino de la gratuidad del dueño de casa... Esto es una parábola y el dueño de casa no es otro que el mismo Dios, ante quien no valen nuestras pretensiones. Sólo Él sabe cuál es nuestro lugar.

En la segunda parábola, Jesús se dirige al que invita -y todos nosotros podemos ser esa persona-. Le dice primero lo que no tiene que hacer:
«… no invites a tus amigos, ni a tus hermanos, ni a tus parientes, ni a los vecinos ricos, no sea que ellos te inviten a su vez, y así tengas tu recompensa». (Lucas 14,12)
Si la invitación va a esos grupos de personas, la recompensa vendrá de parte de los hombres, en forma de reconocimiento, influencia, retribuciones… Al contrario, Jesús propone:
«… invita a los pobres, a los lisiados, a los paralíticos, a los ciegos». (Lucas 14,13)
Jesús no quiere decir que no podamos comer con familiares y amigos. En cambio, nos llama a romper relaciones excluyentes y a dar lugar a los desfavorecidos, los abandonados, los que sufren y hacerlos parte de nuestra vida.
Quien obre de esa manera estará entre los bienaventurados. En este mismo evangelio de Lucas, Jesús había proclamado:
«Felices los pobres, porque de ustedes es el Reino de Dios» (6,20)
Ahora, Jesús proclama igualmente felices, bienaventurados, a quienes abren su corazón a esos mismos pobres:
«¡Feliz de ti, porque ellos no tienen cómo retribuirte, y así tendrás tu recompensa en la resurrección de los justos!» (Lucas 14,14)
La recompensa final no es la de prosperidad en esta vida, que al fin y al cabo se termina, sino nada más y nada menos que la participación en la vida eterna.
Jesús nos enseña dos vertientes para dar gloria a Dios actuando con humildad: no ponernos por encima de los otros y, en cambio, salir a buscar a los que nadie tiene en cuenta. Así Dios será glorificado y así se abrirá el camino hacia la mayor alegría: la de ser parte del amor mismo de Dios que nos espera a todos en el banquete celestial.

EN ESTA SEMANA

El Lunes 1 de septiembre, es la jornada mundial de oración por el cuidado de la creación. Se inicia el Mes de la Palabra de Dios.
Miércoles 3, San Gregorio Magno
Jueves 4, día de la Secretaria
Viernes 5, Santa Teresa de Calcuta. Recordamos que en nuestra Diócesis están las Misioneras de la Caridad, fundadas por ella. Las Hermanas llevan adelante el Hogar San José para ancianos y ancianas.

Domingo 7, Jornada Nacional de la Juventud.

El primer domingo de septiembre se celebra en Uruguay la Jornada Nacional de la Juventud.
Este año, la celebración tiene carácter diocesano y tendrá lugar en la ciudad de Tala.


Gracias, amigas y amigos, por su atención. Que los bendiga Dios todopoderoso: Padre, Hijo y Espíritu Santo. Amén.

viernes, 15 de agosto de 2025

Una nube de testigos. Hebreos 12,1-4. XX Domingo durante el año.


Decía san Pablo VI:
"El hombre contemporáneo escucha más a gusto a los que dan testimonio que a los que enseñan, o si escuchan a los que enseñan, es porque dan testimonio" (Evangelii Nuntiandi, 41)
“¡Urgente! Se necesitan ejemplos de vida que convenzan”, 
reclamaban los jóvenes católicos uruguayos en la décimo cuarta jornada nacional de la juventud, allá por el año 1992.

En la segunda lectura de este domingo encontramos el pasaje de la carta a los Hebreos que hemos tomado como título de esta reflexión: 
“… estamos rodeados de una verdadera nube de testigos”. (Hebreos 12,1)
¿A qué se refiere esto? En el capítulo anterior de la carta se repasa la lista de los grandes creyentes que fueron apareciendo a lo largo de la historia de la salvación, comenzando por Abraham, nuestro padre en la fe y su esposa Sara.

De Abraham se dice:
“obedeciendo al llamado de Dios, partió hacia el lugar que iba a recibir en herencia, sin saber a dónde iba” (Hebreos 11,8) 
y con respecto a su esposa:
“Sara recibió el poder de concebir, a pesar de su edad avanzada, porque juzgó digno de fe al que se lo prometía” (Hebreos 11,11). 
Más adelante aparece esta referencia a Moisés:
“por la fe (…) se mantuvo firme como si estuviera viendo al Invisible” (Hebreos 11,27).
La carta a los Hebreos es un escrito del Nuevo Testamento. Recurre a los grandes hombres y mujeres creyentes del Pueblo de Dios, en los que los cristianos, que comenzaban a dar testimonio de la muerte y resurrección de Jesús, encontraban ejemplos inspiradores.

Poco a poco, la Iglesia comenzó a venerar la memoria de sus propios testigos: los primeros en ver a Jesús resucitado, entre quienes fueron adelante las mujeres, como María Magdalena, “apóstol de los apóstoles”. Encabezados por Pedro, los Doce se completan de nuevo con la elección de Matías. Se agrega la enorme figura de Pablo, unida a la de Pedro por el martirio que ambos sufrieron en Roma.

Los mártires son los testigos por excelencia. “Mártir” significa “testigo”; pero la palabra pasó a aplicarse a quienes escribieron su testimonio derramando su sangre y entregando su vida por Jesús. San Esteban fue el primero de ellos. 
Al extenderse el cristianismo dentro del imperio romano y comenzar las persecuciones, hubo mujeres entre los mártires, tanto madres como vírgenes. En el canon romano se nombra a siete de ellas: Felicidad y Perpetua, Águeda (VM), Lucía (VM), Inés (VM), Cecilia (VM), Anastasia.

A lo largo de su historia, la Iglesia ha visto acrecentarse la “nube de testigos”, ya que por obra del Espíritu Santo, que fue derramando sus diversos dones, muchos hombres y mujeres encontraron distintas formas de santidad en el seguimiento de Cristo.

Después de los que vivieron el bautismo de sangre y a medida que cesaron las persecuciones, la comunidad eclesial puso su atención en quienes tomaron la radical decisión de dejar sus bienes y retirarse a lugares desiertos, para dedicarse a la oración y a la penitencia. El pueblo encontraba en ellos consejo, oraciones y ayuda y su forma de vida fue percibida como una nueva forma de martirio. 

Algunos de esos ermitaños iniciaron una vida en comunidad. San Antonio Abad (+356) es el más famoso de ellos y es considerado el padre de la tradición monacal cristiana que sería después enriquecida por las reglas de san Agustín (+430) y de san Benito (+547). 

Otro grupo importante de los primeros santos, a veces también mártires, es el de los Padres de la Iglesia, desde el siglo I hasta mediados del siglo VIII, en el período conocido como “la era patrística”. Ellos dejaron numerosos escritos en los que vemos cómo se desarrolla la comprensión de la fe y cómo se organiza la iglesia desde sus orígenes. Mencionemos algunos, de distintos momentos: Ignacio de Antioquía (+c.109), Justino (+c.162-168), Ireneo de Lyon (+202), Juan Crisóstomo (+407); Jerónimo (+420), traductor de la Sagrada Escritura; Agustín (+430), a quien ya hemos mencionado; Gregorio Magno (+604). Entre los últimos encontramos a los hispanos Isidoro de Sevilla (+636) e Ildefonso (+667).

A finales de la edad Media, en la que se dieron muchos santos entre monjes y monjas, resaltan las figuras de fundadores como Domingo (+1221), Francisco (+1226) y Clara de Asís (+1253)… 

En el siglo XVI la dolorosa fractura de la reforma protestante trajo como contrapartida una gran reforma católica. De ese torbellino surgieron figuras como las de Ignacio de Loyola (+1556), Teresa de Jesús (+1582), Juan de la Cruz (+1591), Carlos Borromeo (+1584), Francisco de Sales (+1622), Juana de Chantal (+1641), Vicente de Paúl (+1660). En ese contexto fue canonizado san Isidro Labrador (+1172), que vivió en el siglo XII.

Y ya no hay más tiempo… vienen los santos misioneros, los del siglo XIX, los del siglo XX, los santos de América Latina… con todos ellos, la nube de testigos se hace inmensa.  Cuántas formas distintas de santidad, cuántos nombres queridos se fueron sumando: Teresita de Lissieux, la Madre Teresa, el Padre Pío, Juan Pablo II, Óscar Romero… nuestra Francisca Rubatto, nuestro beato Jacinto y pronto san Carlos Acutis…

Pero el pasaje de la carta a los Hebreos que leemos hoy nos señala lo que nunca debemos olvidar y siempre tiene que estar en el centro, ya que la vida de los santos y santas no tiene sentido sino en Él: Jesucristo.
Fijemos la mirada en el iniciador y consumador de nuestra fe, en Jesús, el cual, en lugar del gozo que se le ofrecía, soportó la cruz sin tener en cuenta la infamia, y ahora «está sentado a la derecha» del trono de Dios. (Hebreos 12,2)
Los testigos no llaman la atención sobre sí mismos, sino sobre Aquel que ellos han visto, tocado, conocido y amado profundamente. Los santos son testigos de Jesucristo. Si los seguimos, ellos nos llevarán a Jesús. Es también lo que hace la reina de los santos, la Santísima Virgen María: llevarnos a Jesús. A Jesús por María. 

Si no llegamos a Jesús con los santos y santas, es porque nos hemos quedado en ellos y no hemos comprendido o ha sido distorsionado su mensaje. 

Al Padre Pío, San Pío de Pietrelcina, se le han atribuido extraños poderes y relaciones que nada tienen que ver con aquel que estuvo en el centro de su vida: Jesucristo. 

Si nos perdemos en la nube, el autor de la carta a los Hebreos nos reorienta. Los santos nos animan en la lucha de nuestro caminar por la fe; guiándonos para que tengamos los ojos del corazón fijos en Jesús. Así concluye la segunda lectura de hoy:
Piensen en Aquél que sufrió semejante hostilidad por parte de los pecadores, y así no se dejarán abatir por el desaliento. Después de todo, en la lucha contra el pecado, ustedes no han resistido todavía hasta derramar su sangre. (Hebreos 12,3-4)
Con ese pensamiento y con nuestro corazón en Jesucristo, iniciador y consumador de nuestra fe, cerramos esta reflexión que nos invita a nunca consentir ni el desaliento ni la desesperanza, porque para nosotros la esperanza no es ni una idea ni un sentimiento; es una persona y tiene un nombre: es Jesús.

Gracias, amigas y amigos. Que los bendiga Dios todopoderoso: Padre, Hijo y Espíritu Santo. Amén.

En esta semana

  • Domingo 17, San Jacinto de Cracovia, patrono de la parroquia de San Jacinto.
  • Lunes 18, Santa Elena, patrona de una de las capillas de Catedral y de un colegio de Ciudad de la Costa.
  • Miércoles 20, San Bernardo, abad y doctor de la Iglesia
  • Jueves 21, San Pío X, “el papa de la catequesis”, patrono de otra de las capillas de Catedral
  • Viernes 22, en la octava de la solemnidad de la Asunción, María Reina
  • Domingo 24, Día Nacional de la Catequesis, que se celebra habitualmente en el domingo más próximo a la memoria de San Pío X.

sábado, 9 de agosto de 2025

Atentos y vigilantes. Lucas 12,32-48. Domingo XIX durante el año.

El día 10 de agosto, aunque este año no se celebre por ser domingo, es la fiesta de San Lorenzo, diácono y  mártir, patrono de los diáconos. Saludo muy especialmente en este día a los diáconos permanentes, que en nuestra diócesis de Canelones son actualmente quince, la mayor parte de ellos en plena actividad.

El diaconado es el tercer grado del sacramento del Orden y es un paso necesario para quien se ha preparado para ser ordenado presbítero; pero también lo pueden recibir hombres casados o, si no lo están, con una promesa de celibato, para ser vivido en forma permanente. Por eso hablamos de diáconos permanentes.

Diácono significa “servidor”. 

Dice el Concilio Vaticano II, al restablecer el Diaconado Permanente: 

“Es oficio propio del diácono, según le fuere asignado por la autoridad competente, administrar solemnemente el bautismo, reservar y distribuir la Eucaristía, asistir al matrimonio y bendecirlo en nombre de la Iglesia, llevar el viático a los moribundos, leer la Sagrada Escritura a los fieles, instruir y exhortar al pueblo, presidir el culto y oración de los fieles, administrar los sacramentales, presidir el rito de los funerales y sepultura. Dedicados a los oficios de la caridad y de la administración, recuerden los diáconos el aviso de San Policarpo: «Misericordiosos, diligentes, procediendo conforme a la verdad del Señor, que se hizo servidor de todos». (Lumen Gentium 29)

Demos gracias a Dios por estos ministros y recemos por ellos y por sus familias.

El Evangelio de este domingo puede motivar nuestra reflexión en varias direcciones.

Las primeras palabras de Jesús son especialmente reconfortantes para quienes responden como discípulos y discípulas al llamado del Maestro:

«No temas, pequeño Rebaño, porque el Padre de ustedes ha querido darles el Reino.» (Lucas 12,32)

“No temas”. Esa primer palabra de Jesús infunde seguridad, confianza. Fortalece la esperanza en la promesa del Reino de Dios, el Reino que Jesús ha venido a anunciar y que comienza a realizarse en su misma persona.

A continuación, Jesús invita a quienes quieran seguirlo a hacer lo contrario del hombre de la parábola anterior, el que acumuló para sí mismo y no se hizo rico ante los ojos de Dios:

«Vendan sus bienes y denlos como limosna. Háganse bolsas que no se desgasten y acumulen un tesoro inagotable en el cielo, donde no se acerca el ladrón ni destruye la polilla. Porque allí donde tengan su tesoro, tendrán también su corazón.» (Lucas 12,33-34)

¿Cómo vivir en la confianza? ¿Cómo mantenerse en ese desprendimiento, ese desapego de los bienes del mundo? ¿Cómo mantener el corazón en el tesoro del Cielo?

Son muchas las tentaciones y es fácil justificar el apego a las cosas… por eso es necesaria una actitud vigilante y eso es lo que Jesús indica a continuación.

«Estén preparados, ceñidos y con las lámparas encendidas.» (Lucas 12,35)

No se trata solamente de estar preparados para recibir al Señor al final de nuestra vida. Se trata de estar preparados para reconocerlo y servirle toda vez que viene a nosotros. Es un tema fuerte en el tiempo de Adviento, donde decimos que el Señor viene a nosotros en cada persona y en cada acontecimiento, por lo que se nos llama a estar atentos para recibirlo y servirlo.

Lo de “ceñidos” se relaciona con la manera de vestir en el antiguo oriente: vestiduras largas y amplias que, dentro de la casa, se llevan sueltas, pero que se ajustan, se ciñen con un cinturón o una faja cuando se va a salir. Las lámparas encendidas puede significar poco para nosotros hoy, cuando encender la luz se hace apenas oprimiendo un botón; pero no es tan sencillo encender una lámpara de aceite y hay que cuidar que no se agote el combustible si queremos que permanezca encendida toda la noche.

Esa parábola de los servidores culmina con una preciosa bienaventuranza y una impresionante promesa:

«¡Felices los servidores a quienes el señor encuentra velando a su llegada! Les aseguro que él mismo recogerá su túnica, los hará sentar a la mesa y se pondrá a servirlos.» (Lucas 12,37)

A continuación, Jesús presenta otra breve parábola, usando una imagen muy inquietante:

«Entiéndanlo bien: si el dueño de casa supiera a qué hora va a llegar el ladrón, no dejaría perforar las paredes de su casa. Ustedes también estén preparados, porque el Hijo del hombre llegará a la hora menos pensada.» (Lucas 12,39-40)

Es otra exhortación a la vigilancia, que aparece también en cartas de Pablo y de Pedro, así como en el Apocalipsis (1 Tes 5,2; 2 Pe 3,10; Ap 3,3; 16,15). La imagen atemoriza ¿es una amenaza? ¿Estará Dios esperando el momento en que estemos menos preparados para caernos arriba y condenarnos? El Señor no viene para robar, sino para salvar. Nos exhorta a estar preparados, atentos, vigilantes, para no desatender su llamado, su presencia que trae la salvación.

La tercera parábola de Jesús toca a quienes tenemos responsabilidades en la comunidad.

«¿Cuál es el administrador fiel y previsor, a quien el Señor pondrá al frente de su personal para distribuirle la ración de trigo en el momento oportuno? ¡Feliz aquel a quien su señor, al llegar, encuentra ocupado en este trabajo! Les aseguro que lo hará administrador de todos sus bienes.» (Lucas 12,42-44)

Somos administradores, no dueños. Estamos al servicio de nuestros hermanos para distribuir la ración de trigo, es decir, para cuidar y alimentar con la vida de Cristo, Pan y Palabra. Pero el administrador no solo puede descuidar su tarea sino, peor aún, caer en conductas lamentables, descriptas con crudo realismo:

«Pero si este servidor piensa: "Mi señor tardará en llegar", y se dedica a golpear a los servidores y a las sirvientas, y se pone a comer, a beber y a emborracharse, su señor llegará el día y la hora menos pensada, lo castigará y le hará correr la misma suerte que los infieles.» (Lucas 12,45-46)

No pensemos que este mensaje atañe sólo a los ministros de la Iglesia… todos los cristianos, como discípulos misioneros, participamos en la misión de la Iglesia, en el servicio. Todos somos responsables de nuestros hermanos.

La esperanza de la vida eterna no nos desentiende del mundo, de trabajar para hacerlo más justo y habitable. Más aún, la esperanza de poseer el Reino en la eternidad es lo que nos compromete a mejorar las condiciones de la vida terrena, especialmente de los hermanos más débiles.

Gracias, amigas y amigos por su atención. Feliz día a todos los diáconos. Al rezar por las vocaciones, no nos olvidemos también de quienes puedan ser llamados por el Señor a este servicio en la Iglesia. 

Y que los bendiga Dios todopoderoso: Padre, Hijo y Espíritu Santo.


sábado, 2 de agosto de 2025

¿... como juez entre ustedes? Lucas 12,13-21. Domingo XVIII durante el año.

Cuando se comienza a conocer los libros que componen la Biblia, no deja de llamarnos la atención el nombre de algunos de ellos. “Deuteronomio” es, tal vez, el más extraño… pero no deja de ser un poco intrigante el título del libro de los Jueces.

Desde el momento en que un pueblo comienza a organizarse y las relaciones interpersonales se multiplican, pronto surge la necesidad de que haya alguien con autoridad para resolver los inevitables conflictos. Es allí donde aparecen los jueces de Israel.

El libro del Éxodo nos cuenta que, durante la marcha del Pueblo de Dios en el desierto, Moisés pasaba la mayor parte de la jornada atendiendo a la gente, como el mismo lo explica:

«Esa gente acude a mí para consultar a Dios. Cuando tienen un pleito, acuden a mí. Entonces yo decido quién tiene razón, y les doy a conocer las disposiciones y las instrucciones de Dios». (Éxodo 18,15-16)

Siguiendo el consejo de su suegro, Moisés instituyó algunas personas capaces, para que administraran justicia, que podían recurrir a él en los casos más difíciles.

Los jueces del libro que hemos mencionado tenían esa función, aunque más bien los vemos organizando al pueblo para defenderse de sus enemigos, librándolo de situaciones muy difíciles. Entre esos jueces hubo una mujer que también organizó la defensa del pueblo, pero antes se cuenta de ella lo siguiente:

En aquel tiempo, juzgaba a Israel una profetisa llamada Débora, esposa de Lapidot.
Ella se sentaba debajo de la palmera de Débora, entre Ramá y Betel, en la montaña de Efraím, y los israelitas acudían a ella para resolver sus litigios. (Jueces 4,4-5)

Entre los reyes, que siguieron al período de los jueces, es bien conocido el juicio de Salomón, donde el rey dio muestras de la sabiduría que lo hizo famoso.

Hace quince días escuchamos el episodio de Marta y María, donde la primera le pide a Jesús: “dile a mi hermana que me ayude”. Ahora nos encontramos con un hombre que interrumpe una enseñanza de Jesús para pedirle, también con tono imperativo:

«Maestro, dile a mi hermano que comparta conmigo la herencia» (Lucas 12,13)

La herencia se repartía entre los hijos varones, aunque no en partes iguales. Al primogénito le tocaban dos partes (Deuteronomio 21,17). Solo si no había un hijo varón las hijas recibían una parte (Números 27,8). El primogénito debía cuidar de su madre viuda y de sus hermanas.

En todo caso, la herencia de un difunto debe ser dividida entre los herederos; sin embargo, son éstos quienes se dividen entre sí y se enfrentan disputándose esos bienes. Los bienes han quedado a disposición de otros porque su dueño murió. Una realidad que llama a pensar en lo pasajero de la vida y en que no podremos llevarnos nada de lo que acumulemos aquí… pero no siempre se pone atención a ese aviso y la mirada se fija en lo que ha quedado con el deseo de recibirlo.

Al hombre que le ha hecho el pedido de hablar con su hermano, Jesús le responde:

«Amigo, ¿quién me ha constituido juez o árbitro entre ustedes?» (Lucas 12,14)

Una respuesta un poco desconcertante. Se recurría a Jesús como alguien con sentido de justicia, amigo del pobre, con autoridad respetada… y, sin embargo, Jesús se niega a asumir ese rol, tan importante para el pueblo. Como sucedió cuando Marta le pidió que hablara con María, la respuesta de Jesús va más allá de la situación inmediata e invita a mirar con los ojos de Dios. Así, dirigiéndose a la multitud, dijo:

«Cuídense de toda avaricia, porque aun en medio de la abundancia, la vida de un hombre no está asegurada por sus riquezas». (Lucas 12,15)

A continuación, Jesús narra la parábola del hombre que tuvo una extraordinaria cosecha, tan abundante, que no cabía en sus graneros; de modo que pensó lo siguiente:

"Voy a hacer esto: demoleré mis graneros, construiré otros más grandes y amontonaré allí todo mi trigo y mis bienes, y diré a mi alma: Alma mía, tienes bienes almacenados para muchos años; descansa, come, bebe y date buena vida". (Lucas 12,18-19)

El hombre ve ante sí muchos bienes, muchos años y muchos placeres… sin embargo, Dios le dice:

"Insensato, esta misma noche vas a morir. ¿Y para quién será lo que has amontonado?" (Lucas 12,20)

En lugar de disfrutar la vida, tendrá que entregarla; y no será después de muchos años, sino “esta noche” y todos los bienes acumulados, en los que había puesto su confianza, ya no serán suyos sino de otros, desconocidos, porque este hombre parece no haber vivido sino para sí mismo y para nadie más.

Las cosas materiales son necesarias: son bienes; pero son un medio para vivir honestamente y también para compartir, para ayudar a quienes estén necesitados.

Jesús, sí, es juez. Así lo creemos y así lo proclamamos al rezar el Credo: “de nuevo vendrá con gloria para juzgar a vivos y muertos”.

Hoy, Jesús, el juez, nos advierte que las riquezas de las que pretendemos ser dueños, pueden adueñarse de nosotros y hacernos olvidar el verdadero tesoro, que está en el Cielo. De eso nos habla también san Pablo, en la segunda lectura:

Ya que ustedes han resucitado con Cristo, busquen los bienes del cielo donde Cristo está sentado a la derecha de Dios. Tengan el pensamiento puesto en las cosas celestiales y no en las de la tierra. (Colosenses 3,1-2)

Buscar los bienes del Cielo no significa alejarse de la realidad, sino buscar las cosas que tienen verdadero valor, todo aquello que ya está realizado en Jesucristo: justicia y misericordia, solidaridad y acogida, amor al prójimo en el servicio y en el don de sí mismo; amor a Dios con todo nuestro ser.

Gracias, amigas y amigos, por su atención: que los bendiga Dios todopoderoso: Padre, Hijo y Espíritu Santo. Amén.

jueves, 24 de julio de 2025

“Cuando oren digan: Padre” (Lucas 11,1-13). Domingo XVII durante el año.

La oración está presente en todas las religiones. Los creyentes, con variadas palabras y gestos, hacen sus peticiones, cantan alabanzas o se recogen en silencio orante…

Los discípulos veían a Jesús rezar frecuentemente, como aparece al comienzo del evangelio de este domingo:

Un día, Jesús estaba orando en cierto lugar, y cuando terminó, uno de sus discípulos le dijo: «Señor, enséñanos a orar, así como Juan enseñó a sus discípulos». (Lucas 11,1)

El evangelio de Lucas es el que más pone de relieve la oración de Jesús. A veces, la mención de esa oración es lo que lo diferencia del relato de los otros evangelistas sobre las mismas escenas, como sucede en el bautismo: 

Todo el pueblo se hacía bautizar, y también fue bautizado Jesús. 
Y mientras estaba orando, se abrió el cielo. (Lucas 3,21)

Lucas anota también que Jesús “se retiraba a lugares desiertos para orar” (5,16), se pone en oración antes de la elección de sus discípulos (6,12), también antes de preguntarles quién creen que es Él (9,18), en la Transfiguración (9,29), en Getsemaní (22,41-46); al ser clavado en la cruz: 

«Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen» (23,34) 

y en su entrega final: 

«Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu» (23,46). 

San Carlos de Foucauld, el hermanito Carlos, que vivió como ermitaño en el desierto del Sáhara, nos dejó unas líneas conocidas como “oración de abandono”, que comienzan diciendo: “Padre mío, me abandono a ti” y que son más bien una meditación, como un eco de la oración de Jesús en la cruz: una expresión de total entrega, entrega confiada en las manos del Padre. Introduciendo esas líneas, anota el Hermanito:

“Esta es la última oración de nuestro Maestro, de nuestro muy amado… que pueda ser la nuestra, y que sea no solo la de nuestro último instante, sino la de todos nuestros instantes”. (San Carlos de Foucauld).

Vivir poniendo la propia vida permanentemente en las manos del Padre… vivir ese abandono, esa entrega confiada a Él… así vivía Jesús y ése es el espíritu en que Él hace su oración cada día. Quienes conocemos la oración de abandono de Carlos de Foucauld sabemos bien que no es fácil rezarla. ¡Es muy exigente! 

“Padre mío me abandono a ti. Haz de mí lo que quieras. Lo que hagas de mí te lo agradezco…” (San Carlos de Foucauld).

En un retiro, hablando con el predicador, que conocía la espiritualidad del Hermanito Carlos, le dije que la oración de abandono me parecía muy difícil de rezar. Me respondió que si rezaba el Padrenuestro, prestando verdadera atención a cada petición, a cada palabra, me iba a resultar tanto o más difícil.

A la petición de los discípulos “enséñanos a orar”, Jesús responde:

«Cuando oren, digan:
Padre, santificado sea tu Nombre,
que venga tu Reino,
danos cada día nuestro pan cotidiano;
perdona nuestros pecados,
porque también nosotros perdonamos
a aquellos que nos ofenden;
y no nos dejes caer en la tentación». (Lucas 11,2-4)

Aquí estamos en el evangelio de Lucas, no lo olvidemos. La forma en que actualmente rezamos la oración del Señor es la que aparece en el evangelio según san Mateo, más larga.

¿Qué es el Padrenuestro? Fácilmente respondemos “es la oración que Jesús nos enseñó”.

Es una oración y es mucho más: es un resumen de la fe y de la vida cristiana. En el Ritual para la Iniciación Cristiana de Adultos el Padrenuestro se entrega a los catecúmenos junto con el Credo, marcando cómo vivir esa fe. Podemos meditar en las palabras del Padrenuestro y encontrar allí cómo actuar si queremos vivir cristianamente. La oración de Carlos de Foucauld, a partir de las palabras de Jesús en la cruz, también propone una manera de vivir en Cristo a cada instante de la vida. Y por eso, ambas oraciones son difíciles de rezar, si las tomamos, como debe ser, completamente en serio, porque al rezarlas nos estamos confrontando con la vida misma de Jesús, que nos interpela desde su entrega de amor al Padre.

Pero sí, el Padrenuestro es también una oración. Con ella, Jesús nos enseñó a dirigirnos a Dios llamándolo “Padre” (en Lucas no aparece el “nuestro”, que encontramos en Mateo).

«Cuando oren, digan: Padre… ». (Lucas 11,2)

No creemos en un ente. Creemos en un Dios que es persona. Un solo Dios, tres personas: Padre, Hijo y Espíritu Santo. En el Hijo encontramos a nuestro maestro, hermano, amigo, que nos mueve a dirigirnos, como Él, al Padre, a unirnos a Él en su entrega. Y también a invocar la presencia del Espíritu cada vez que necesitamos que esté a nuestro lado para defender nuestra fe.

Rezar a Dios como Padre es ubicarnos ante Él como hijos e hijas, entrar en diálogo con Él. Lo que pedimos en el Padrenuestro, todo eso que resume la vida cristiana, ya está realizado en Jesús, el Hijo único: su relación con Dios como Padre, la santificación del nombre de Dios, la venida del Reino en la misma persona de Jesús; el don del pan, en Jesús, pan de vida; el perdón y la liberación del mal.

Luego de una breve parábola, conocida como “el amigo inoportuno”, Jesús llama a ser constantes en la oración:

«También les aseguro: pidan y se les dará, busquen y encontrarán, llamen y se les abrirá. Porque el que pide, recibe; el que busca, encuentra; y al que llama, se le abrirá». (Lucas 11,9-10)

No pensemos, sin embargo, que la oración es una especie de ticket para conseguir de Dios lo que yo quiero. La mayor parte de las veces, lo que tiene que suceder, sucederá, coincidiendo o no con lo que deseábamos y pedíamos. Pero aunque todo siga igual en el mundo, la oración produce cambios en nuestro interior. Después de una oración filial y confiada, nuestra mente y nuestro corazón ya no pueden ser los mismos. Si a partir de la oración nuestros ojos pueden ver los acontecimientos y las personas como Dios mismo los ve, entonces nuestra oración ha sido escuchada y encontramos fortaleza y paz. Junto a los apóstoles, pidamos nosotros también: ¡Señor, enséñanos a orar!

Gracias, amigas y amigos, por su atención. Que los bendiga Dios todopoderoso: Padre, Hijo y Espíritu Santo. Amén.

viernes, 18 de julio de 2025

Marta lo recibió en su casa (Lucas 10,38-42). Domingo XVI durante el año.

Muchos son los lugares que se mencionan en el evangelio en los que estuvo Jesús. Seguramente, todos recordamos más de uno: Belén, donde nació; Nazaret, donde vivió y trabajó; Jerusalén donde fue tantas veces hasta sufrir la pasión y la cruz; Cafarnaúm, junto al mar de Galilea, donde llamó a sus primeros discípulos; Caná, donde cambió el agua en vino…

Al final de los evangelios va apareciendo Betania como un lugar importante. Es un pueblo muy cerca de Jerusalén, al otro lado del monte de los Olivos. Ya cerca de su pasión, Jesús pasaba el día en el templo, subía a rezar al monte de los Olivos y bajaba a pasar la noche en Betania, donde tenía al menos dos casas conocidas: la de Simón el leproso, de la que nos hablan Mateo y Marcos y la de Marta, María y Lázaro, que conocemos por Lucas y Juan.

La historia del encuentro de Marta y María con Jesús es muy conocida. Es muy breve y se encuentra únicamente en el Evangelio de Lucas. Sin embargo, como suele suceder con las cosas aparentemente sencillas, cuando empezamos a examinar los detalles y las conexiones, empiezan a surgir aspectos interesantes. Vamos al comienzo:

Jesús entró en un pueblo, y una mujer que se llamaba Marta lo recibió en su casa. (Lucas 10,38)

Lo primero que puede llamarnos la atención, si leemos desde el comienzo el capítulo diez de Lucas (lo que hemos hecho en los dos pasados domingos) es que Jesús venía con sus discípulos y, de pronto, no se los menciona más. “Jesús entró a un pueblo”, pero sólo él, sin sus discípulos. Ese pueblo es Betania.

El detalle que puede no parecernos extraño es que “Marta lo recibió en su casa”. Era la casa de ella. En el censo, Marta sería registrada como “jefa de hogar” y eso hoy no nos parece raro… sin embargo, si esta situación es histórica, parece algo excepcional: lo normal en aquella sociedad era que la mujer estuviera casada y que el esposo fuera el jefe de hogar. Es cierto que Lucas, en los Hechos de los Apóstoles nos presenta a una mujer como Lidia, que también actúa como “jefa de hogar”; y más aún, como emprendedora y con capacidad de liderazgo. Ella llegó a ser una gran colaboradora de san Pablo.

Tenía una hermana llamada María (Lucas 10,39)

Si Marta es la dueña de casa, presentada primero, esta María que aparece en segundo lugar sería la hermana menor.

Por el evangelio de Juan, sabemos que había también un hermano llamado Lázaro. Pero, entonces, si hay un hombre en la casa, en el marco de aquella época ¿por qué Marta es la jefa de hogar? ¿Qué nos dice de Lázaro el evangelio de Juan?

Había un hombre enfermo, Lázaro de Betania (Juan 11,1)

“Un hombre enfermo”. Podemos preguntarnos si esa enfermedad no era la condición de Lázaro, es decir, que podía ser un enfermo crónico. Marta y María le avisan a Jesús de la enfermedad de su hermano; si la enfermedad era crónica, tal vez Lázaro se había agravado y su vida estaba en riesgo, como, efectivamente, estaba sucediendo en aquel momento.

Podemos imaginarnos así esta familia de dos hermanas y un hermano enfermo que ellas tienen bajo su cuidado. Pero solo Juan habla de Lázaro, y aquí tenemos solo a las dos hermanas. ¿Qué está haciendo María?

... sentada a los pies del Señor, escuchaba su Palabra. (Lucas 10,39)

Otra vez, el detalle se nos puede pasar por alto. Lo importante parece ser que María escuchaba la Palabra de Jesús. Sin embargo, importa también esa posición, sentada a sus pies. ¿Qué significa eso?

En su otra obra, Hechos de los Apóstoles, Lucas recoge un relato de Pablo donde el apóstol cuenta que fue

... instruido a los pies de Gamaliel (Hechos 22,3)

Gamaliel fue un gran maestro de la Ley. Indicando que estuvo a sus pies, Pablo manifiesta que fue su discípulo. María, sentada a los pies de Jesús, está en la posición de discípula. No está allí entreteniéndose con el invitado, sino que está a la escucha del maestro y de su Palabra.

En esto, Jesús ha introducido un cambio muy grande en su tiempo: había un grupo de mujeres que iba con él y con sus discípulos. Dice Lucas:

Jesús recorría las ciudades y los pueblos, predicando y anunciando la Buena Noticia del Reino de Dios. Lo acompañaban los Doce y también algunas mujeres que habían sido curadas de malos espíritus y enfermedades (…) que los ayudaban con sus bienes. (Lucas 8,1-2)

Volviendo a nuestro pasaje, vemos a Marta totalmente absorbida por las tareas de la casa. De mala forma ella coloca a Jesús en medio de ella y su hermana, señalándole:

«Señor, ¿no te importa que mi hermana me deje sola con todo el trabajo? Dile que me ayude». (Lucas 10,40)

La respuesta de Jesús a Marta muestra una alta valoración de la posición de María:

«Marta, Marta, te inquietas y te agitas por muchas cosas, y sin embargo, pocas cosas, o más bien, una sola es necesaria. María eligió la mejor parte, que no le será quitada» (Lucas 10,41-42)

Jesús le habla a Marta repitiendo su nombre: “Marta, Marta”. Si bien así está introduciendo cierto reproche, esa repetición es también característica del llamado de Dios: “Samuel, Samuel”, “Saulo, Saulo”… llamado a un cambio de actitud; muchas veces, una verdadera conversión. Ese es el llamado para Marta.

Cada uno puede recoger en forma personal el mensaje de este pasaje del evangelio y pensar que “la mejor parte” es, sin duda, la escucha de la Palabra de Jesús y sentirnos también llamados a imitar a María y buscar en la Palabra luz para nuestra vida.

Sin embargo, este episodio puede ser leído en otra clave: la clave de una comunidad, que es también una familia, pero una familia de hermanos y hermanas. Lo que define a una comunidad cristiana es tener a Jesús en medio. Dijimos antes que Marta había puesto a Jesús en medio de las dos, pero de mala forma; es decir, para la oposición; no para la unidad.

El episodio de Marta y María nos muestra a un Jesús que viene a nosotros, que quiere estar en medio de nuestras familias y en medio de nuestras comunidades. Su presencia no es manipulable y nos equivocamos si pretendemos que él resuelva nuestros pleitos, sobre todo poniéndose a favor nuestro… 

Él nos ha prometido:

«Donde hay dos o tres reunidos en mi Nombre, yo estoy presente en medio de ellos» (Mateo 18,20)

La reunión en su Nombre nos hace abandonar nuestros “yos”, hace la unidad entre nosotros, nos pone en el seguimiento de Jesús. En Él, en su Palabra, las tareas de Marta dejan de ser inquietud y agitación y se convierten en servicio de amor. Abramos nuestro corazones, nuestras familias, nuestras comunidades a la Palabra de Jesús, para que Él se haga presente en medio de nosotros y podamos cada día más, hacernos uno en Él.

Gracias, amigas y amigos por su atención. Que los bendiga Dios Todopoderoso: Padre, Hijo y Espíritu Santo. Amén.

viernes, 11 de julio de 2025

“Lo vio y se conmovió” (Lucas 10,25-37). XV Domingo durante el año.


¿No lo ves? ¿No lo estás viendo? ¿No está delante de tus ojos?
Sí, hay alguien frente a mí… pero mis ojos no ven más allá de lo que aparece ante ellos. Como suele decirse, “vemos caras, no vemos corazones”. Aunque alguna expresión permita suponerlos o adivinarlos, no percibimos los sentimientos de la persona, 
Más aún, nuestra mirada ve en forma distorsionada, porque tenemos delante un cristal de color; y todo se ve según el color del cristal con que se mire.

¿Qué veía un judío del tiempo de Jesús en un samaritano? Ante todo, veía un extranjero. Así se refiere el mismo Jesús al leproso samaritano, el único de los diez que, después de haber sido curados, regresó donde estaba Jesús, que exclamó: 

«¿Ninguno volvió a dar gracias a Dios, sino este extranjero?» ἀλλογενὴς (allogenēs) (Lucas 17,18).

Judíos y samaritanos no se trataban, como lo recuerda el encuentro de Jesús con la mujer samaritana. Cuando él le pide agua, ella le responde: 

«¡Cómo! ¿Tú, que eres judío, me pides de beber a mí, que soy samaritana?» (Juan 4,9). 

Y el evangelista agrega: 

"Los judíos, en efecto, no se trataban con los samaritanos.” (Juan 4,9).

Hablar de “extranjero” nos hace pensar en inmigrantes, personas nacidas en otra tierra, a veces con cultura y lengua muy diferentes… pero aquel leproso, aquella mujer y también el protagonista de la parábola que hoy nos ocupa, habían nacido en la tierra de Jesús. Más aún, llevaban allí siglos… y reclamaban ser descendientes de Abraham, parte de las doce tribus de Jacob. Le dice la samaritana a Jesús: 

«¿Eres acaso más grande que nuestro padre Jacob… ?» (Juan 4,12).

El origen remoto de los samaritanos, de los que aún hoy existe una pequeña comunidad en el Israel moderno, es confuso y tiene que ver con la política imperial de Asiria, en el siglo VIII a. C., que consistía en el desplazamiento de poblaciones de acuerdo a los intereses del imperio. Muchos israelitas -no todos- fueron llevados a Babilonia, pero otros pueblos fueron ubicados en las tierras que quedaron en parte despobladas. Esto cuenta el segundo libro de los Reyes:

El rey de Asiria hizo venir gente de Babilonia, de Cut, de Avá, de Jamat y de Sefarvaim, y la estableció en las ciudades de Samaría, en lugar de los israelitas. Ellos tomaron posesión de Samaría y ocuparon sus ciudades. (2 Reyes 17,24) 

Los pueblos llevados por los asirios se mezclaron con algunos de los israelitas que habían quedado y, en aquellos tiempos confusos, sin sacerdotes ni maestros de la Ley, fueron creando su propia versión de la fe de Israel, con sus propios lugares santos, como el monte Garizim, al que se refiere la samaritana en su diálogo con Jesús:

«Nuestros padres adoraron en esta montaña, y ustedes dicen que es en Jerusalén donde se debe adorar» (Juan 4,20)

Además de ese lugar santo diferente, los samaritanos fueron estableciendo sus propios ritos y libros sagrados. Para los judíos del tiempo de Jesús, pues, el samaritano era una especie de hereje, alguien que pretendía ser como ellos “hijo de Abraham”, pero que no lo era, ni por la sangre ni por la fe. A ese pueblo despreciado pertenece el protagonista de la parábola que Jesús nos trae este domingo y que comienza así:

«Un hombre bajaba de Jerusalén a Jericó y cayó en manos de unos ladrones, que lo despojaron de todo, lo hirieron y se fueron, dejándolo medio muerto. Casualmente bajaba por el mismo camino un sacerdote: lo vio y siguió de largo.» (Lucas 10,30-31)

El sacerdote del que nos habla Jesús en esta parábola vio al hombre herido… pero siguió de largo ¿qué es lo que vio? Un problema. Un peligro. Una realidad que podría dejarlo impuro y, por tanto, impedido de realizar ese día su servicio en el templo de Jerusalén, si es que llegaba a tiempo tras haberse detenido. Lo vio, pero siguió de largo. Lo mismo sucedió con el levita que pasó después: “lo vio y siguió su camino”.

«Pero un samaritano que viajaba por allí, al pasar junto a él, lo vio y se conmovió.» (Lucas 10,33)

¿Qué vio el samaritano? ¿Acaso un compatriota, que por eso merecía toda su ayuda?
No. El samaritano vio al hombre herido. ¿Judío? ¿samaritano? ¿acaso un gentil, de otro pueblo? No lo sabemos. Jesús no lo dice. Se trata de un hombre herido; gravemente herido: “medio muerto”.
El samaritano se conmovió. Dejó que lo que veían sus ojos tocara su corazón y actuó en consecuencia.

«Entonces se acercó y vendó sus heridas, cubriéndolas con aceite y vino; después lo puso sobre su propia montura, lo condujo a un albergue y se encargó de cuidarlo. Al día siguiente, sacó dos denarios y se los dio al dueño del albergue, diciéndole: "Cuídalo, y lo que gastes de más, te lo pagaré al volver".» (Lucas 10,34-35)

“¿Quién es mi prójimo?” fue la pregunta de un doctor de la Ley, que motivó que Jesús narrara esta parábola. La respuesta que podría extraerse es “el hombre herido”; ése es mi prójimo, al que debo amar como a mí mismo. Sin embargo, Jesús cambia la perspectiva:

«¿Cuál de los tres te parece que se portó como prójimo del hombre asaltado por los ladrones?» (Lucas 10,36)

Eso significa que no soy yo quien define “¿quién es mi prójimo?”, sino que es la persona necesitada quien llama a que yo me haga su prójimo.

En la parábola, actuó como prójimo el samaritano, el extranjero, aquel que pertenecía a un pueblo que creía en Dios, pero “a su manera”… Pero no es por eso que se hizo prójimo. El doctor de la ley responde adecuadamente a la pregunta sobre quién se comportó como prójimo:

«El que tuvo compasión de él» (Lucas 10,37)

Jesús concluye el diálogo diciendo al doctor de la Ley:

«Ve, y procede tú de la misma manera» (Lucas 10,37)

A través de esta parábola, Jesús nos llama a la compasión haciéndonos “prójimo” de aquel que está en necesidad. A la vez,  nos llama a tener una mirada más profunda, una mirada que atraviese nuestros prejuicios, que haga transparentes nuestros cristales, para reconocer la plena humanidad en la compasión manifestada por el samaritano y actuar de la misma manera.

Los padres de la Iglesia vieron en esta parábola al mismo Jesús que pasó haciendo el bien y curando a la humanidad herida por el pecado. Es esa su misión: curar los corazones con el perdón y la misericordia de Dios. Frente a todo aquello que calificamos como “inconsolable”, “incurable”, “irreparable”, Jesús es quien consuela, cura y repara con su Gracia. 

Él sigue acercándose a cada persona sufriente en cuerpo o en espíritu 

“y cura sus heridas con el aceite del consuelo y el vino de la esperanza” (Prefacio común VIII, Jesús, buen samaritano)

Que, actuando de la misma manera, podamos nosotros hacer presente a Jesús en nuestro mundo necesitado de misericordia.

En esta semana

  • El martes 15 recordamos a San Buenaventura, obispo y doctor de la Iglesia, gran teólogo franciscano.
  • El miércoles 16, Nuestra Señora del Carmen. Es la patrona de las parroquias de Migues y de Toledo.
  • El viernes 18, en el calendario civil, recordamos la Jura de la primera Constitución del Uruguay, en 1830.
  • El domingo 20 se cumple un año del fallecimiento del P. Washington Conde, párroco de San Antonio de Padua, barrio Pueblo Nuevo, ciudad de Las Piedras. Lo recordamos con gratitud y oramos por su descanso eterno.

Gracias, amigas y amigos por su atención. Que los bendiga Dios todopoderoso: Padre, Hijo y Espíritu Santo. Amén.

viernes, 4 de julio de 2025

Setenta y dos misioneros (Lucas 10,1-12.17-20). Domingo XIV durante el año.

Después de una sucesión de domingos de fiesta, volvemos al tiempo durante el año, el tiempo en el que, siguiendo este año el evangelio de Lucas, vamos acompañando a Jesús y a sus discípulos, atentos a los dichos y hechos del Señor, con el deseo y la disposición de llevar la Palabra a nuestra vida, de ponerla en práctica. Hoy nos encontramos con todo un envío misionero.

Como todos sabemos, desde el comienzo de su misión, Jesús reunió un grupo de doce discípulos “para que estuvieran con él y para enviarlos a predicar”. El evangelio de hoy comienza contándonos que Jesús agrega a otro grupo, más grande, de discípulos:

El Señor designó a otros setenta y dos, además de los Doce, y los envió de dos en dos para que lo precedieran en todas las ciudades y sitios adonde Él debía ir. (Lucas 10,1)

El número de setenta y dos es como una multiplicación de los doce: seis veces doce. Si el número de doce es fácilmente referible a las 12 tribus de Israel, el número de 72 tiene su correspondencia en el capítulo 10 del libro del Génesis, que es una especie de catálogo de las naciones de la tierra, a partir de los hijos de Noé. Si bien en el evangelio la misión sigue realizándose en la tierra de Jesús, el número 72 está anunciando que esa misión continuará y se extenderá por el mundo, como luego va a contar el mismo Lucas en los Hechos de los Apóstoles.

Jesús los designó; es decir, no solo los llamó, sino que les dio lo que hoy llamaríamos “un nombramiento”, un encargue oficial, formal, de una tarea. Al decir “además de los Doce”, Jesús está marcando una diferencia entre los dos grupos. La designación tiene una clara finalidad: el envío como misioneros. De dos en dos, porque dos testigos dan más credibilidad a lo que se anuncia. Hay también un plan de misión. Jesús los envía a prepararle el camino: van a las ciudades y sitios donde Él va a ir después.

Jesús les da una serie de instrucciones. La primera es la de orar, a partir de una realidad que se impone:

«La cosecha es abundante, pero los trabajadores son pocos. Rueguen al dueño de los sembrados que envíe trabajadores para la cosecha.» (Lucas 10,2)

La realidad que se impone no es solo la enormidad de la tarea, sino, sobre todo, la urgencia. La cosecha tiene su tiempo. Cuando llega el momento, se debe cosechar sin demora; de no hacerlo, el fruto se pierde. Jesús está desarrollando su misión pero sabe que su tiempo será breve. Más trabajadores harán posible que su mensaje llegue a más personas.

Esa petición de Jesús ha quedado en la memoria de la Iglesia. Más allá de pequeños cambios en la formulación, todos tenemos presente ese pedido: “rueguen al dueño de los sembrados que envíe obreros a la mies”. Hoy sentimos de forma acuciante la falta de sacerdotes y de otros servidores de la comunidad eclesial, incluso de catequistas. Eso nos motiva a la oración; pero nuestra oración como Iglesia no tiene que limitarse sólo a las necesidades de nuestra parroquia o capilla; tenemos que hacerla con el corazón abierto, pensando en la Iglesia en toda su dimensión: en la diócesis, en el país, en el mundo.

¡Vayan! Yo los envío como a ovejas en medio de lobos. No lleven dinero, ni provisiones, ni calzado, y no se detengan a saludar a nadie por el camino.
Al entrar en una casa, digan primero: "¡Que descienda la paz sobre esta casa!" Y si hay allí alguien digno de recibirla, esa paz reposará sobre él; de lo contrario, volverá a ustedes. (Lucas 10,3-6)

“Vayan”: después de la oración, la acción, ponerse en salida, no quedarse quietos. Pero esa salida supone también asumir riesgos, “en medio de lobos”; supone también una actitud de desprendimiento y de confianza en la Providencia; y, finalmente, ir a lo suyo, sin perder tiempo en saludos triviales.

Pero los discípulos sí llevan un saludo, y éste es el de la paz. No es un saludo convencional, de mera cortesía. El saludo que ofrecen los discípulos tiene forma de intercesión: que descienda la paz sobre esta casa es una invocación a Dios, para pedir el don de la paz para esa familia. La paz es un signo de la cercanía del Reino de Dios. Ese don puede ser recibido o rechazado; pero si así sucede, si encuentran rechazo, los discípulos seguirán su camino en paz.

Junto al saludo de la paz, el mensaje de los discípulos se expresa con varias actitudes y con el anuncio del Reino:

Permanezcan en esa misma casa, comiendo y bebiendo de lo que haya, porque el que trabaja merece su salario. No vayan de casa en casa. En las ciudades donde entren y sean recibidos, coman lo que les sirvan; curen a sus enfermos y digan a la gente: "El Reino de Dios está cerca de ustedes". (Lucas 10,7-9)

Jesús les dijo que partieran sin llevar nada, confiados en la Providencia. Los misioneros tienen que aceptar lo que la Providencia les ofrece, a través de las personas con las que se encuentran. Primera actitud, entonces, sencillez en la vida y en el trato con la gente; una acción sanadora: “curen a sus enfermos” y un anuncio: "El Reino de Dios está cerca de ustedes".

La presencia y el anuncio de los discípulos puede ser aceptado o rechazado. El rechazo no debe desesperar a los discípulos. Tienen la libertad para irse, pero tratarán de hacer comprender la responsabilidad que tiene el haber rechazado la Palabra.

La misión, bien vivida, culmina en la alegría:

Los setenta y dos volvieron y le dijeron llenos de gozo: «Señor, hasta los demonios se nos someten en tu Nombre». (Lucas 10,17)

No se trata solo de vivir la alegría del momento, la alegría que pasa después de que se ha compartido los logros realizados. Jesús invita a una alegría más profunda y permanente:

«Yo veía a Satanás caer del cielo como un rayo. Les he dado poder para caminar sobre serpientes y escorpiones y para vencer todas las fuerzas del enemigo; y nada podrá dañarlos. No se alegren, sin embargo, de que los espíritus se les sometan; alégrense más bien de que sus nombres estén escritos en el cielo» (Lucas 10,18-20)

La alegría interior, la alegría que permanece indestructible, es la que viene de reconocer haber sido llamados por Dios a seguir a su Hijo. La alegría de ser discípulos. Recordemos esa canción que tantas veces cantamos: “Señor, tú me llamas, por mi nombre, desde lejos… por mi nombre, cada día, tú me llamas”. Recuperemos la memoria de nuestro bautismo, el momento en que fuimos llamados por nuestro nombre. Ese nombre quedó escrito en el corazón de Dios Padre. Creceremos en alegría en la medida en que respondamos más y mejor al llamado que el Padre vuelve a hacernos cada día, para seguir a su Hijo como discípulos misioneros.

En esta semana

El viernes 11 es la fiesta de San Benito, Abad. El monasterio Santa María, Madre de la Iglesia, de las hermanas benedictinas, celebra a su santo patrono. Les recuerdo que el monasterio es uno de los lugares jubilares de nuestra diócesis, donde es posible obtener la indulgencia plenaria, comulgando, confesándose antes o después y rezando por las intenciones del Santo Padre. El 11, a las 16:30, celebraremos la Misa con vísperas.

Gracias, amigas y amigos por su atención. Que los bendiga Dios todopoderoso: Padre, Hijo y Espíritu Santo. Amén.

sábado, 28 de junio de 2025

San Pedro y San Pablo, Apóstoles: “Conservé la fe” (2 Timoteo 4, 6-8.17-18)

“Pedro fue el primero en confesar la fe,
Pablo, el insigne maestro que la interpretó;
aquél formó la primera Iglesia con el resto de Israel,
éste la extendió entre los paganos llamados a la fe.”
(Prefacio de la solemnidad de San Pedro y San Pablo)

Así describe el prefacio de la Misa de hoy la doble misión de Pedro y Pablo en la Iglesia. Cada uno de ellos tiene su propia fiesta en el calendario litúrgico: el 25 de enero se celebra “La conversión de San Pablo” y el 22 de febrero “La Cátedra de San Pedro”. Ambas celebraciones tienen la categoría de fiesta; pero aquí en el hemisferio sur, ocurren en pleno verano y a veces no llegan a tener el destaque que merecerían. Sin embargo, San Pedro y San Pablo se celebra como solemnidad, que en la liturgia es la categoría mayor, por encima de la fiesta. La Iglesia ha querido dar más relieve a esa celebración conjunta que a la celebración por separado de cada uno de ellos.

Si buscamos imágenes de los dos apóstoles, veremos que Pablo suele ser representado con una espada entre las manos. Según la tradición, Pablo murió mártir, pero no crucificado, sino decapitado, ya que era ciudadano romano:

El tribuno fue a preguntar a Pablo: «¿Tú eres ciudadano romano?». Y él le respondió: «Sí».
El tribuno prosiguió: «A mí me costó mucho dinero adquirir esa ciudadanía». «En cambio, yo la tengo de nacimiento», dijo Pablo. (Hechos 22,27-28)

Efectivamente, Pablo era natural de la ciudad de Tarso, que había sido incorporada a Roma y por eso quienes nacían en ella tenían derecho a la ciudadanía. La espada en las manos de Pablo hace alusión a su martirio, pero también a su prédica incansable, porque, como dice la carta a los Hebreos 

“la Palabra de Dios es viva y eficaz, y más cortante que cualquier espada de doble filo” (Hebreos 4,12).

La imagen de Pedro es reconocible por otro signo: las llaves. Eso corresponde a las palabras de Jesús:

«Yo te daré las llaves del Reino de los Cielos. Todo lo que ates en la tierra, quedará atado en el cielo, y todo lo que desates en la tierra, quedará desatado en el cielo» (Mateo 16,19)

Ahora bien, cuando buscamos imágenes en las que aparezcan los dos apóstoles, podemos encontrarlos sosteniendo entre los dos el edificio de una iglesia. Si los doce apóstoles son “columnas de la Iglesia”, Pedro y Pablo lo son por excelencia.

Los dos tienen muy diferentes historias de vida antes de conocer a Cristo. El encuentro con el Señor cambiará sus vidas; pero se producirá de manera muy diferente para cada uno.

Pedro era de Galilea, la región judía a mayor distancia del templo de Jerusalén, “Galilea de los gentiles”, con mucha presencia de gente de otras naciones. Allí solían gestarse los alzamientos contra Roma. Una periferia sospechosa. En esa Galilea, en Nazaret, creció Jesús. Pedro es llamado directamente por el maestro y lo sigue, junto con su hermano Andrés, dejándolo todo. Pedro y Jesús hablan arameo, con el mismo acento galileo; pero eso no garantiza que Pedro entienda e interprete bien todo lo que Jesús dice, como vemos repetidamente en el Evangelio. La conversión de Pedro, que significó su adhesión a un Mesías sufriente, fue un largo proceso, que culminó después de la muerte y resurrección de Jesús, cuando éste le preguntó: 

“Pedro ¿me amas más que estos?” (Juan 21,15)

Pablo, como dijimos, había nacido en Tarso, al sur de lo que hoy es Turquía, ciudad ubicada en la encrucijada de importantes rutas y con una tradición cultural en el campo de la filosofía. Sin embargo, a pesar, o tal vez por vivir en ese ambiente cosmopolita, Pablo se aferra de modo fanático a las tradiciones judías de los fariseos. Él se presenta como “fariseo, hijo de fariseos”. Su encuentro con Jesús será ya con el Resucitado… y será fulminante, como lo cuenta él mismo:

En el camino y al acercarme a Damasco, hacia el mediodía, una intensa luz que venía del cielo brilló de pronto a mi alrededor. Caí en tierra y oí una voz que me decía: «Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues?». Le respondí: «¿Quién eres, Señor?», y la voz me dijo: «Yo soy Jesús de Nazaret, a quien tú persigues». (Hechos 22,6-8)

Volvamos al prefacio, para ver el porqué de lo que allí se dice. “Pedro fue el primero en confesar la fe”. Los tres evangelios sinópticos presentan ese importante momento. El relato más completo lo encontramos en Mateo:

«Y ustedes, les preguntó, ¿quién dicen que soy?».
Tomando la palabra, Simón Pedro respondió: «Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo». (Mateo 16,15-16)

También el evangelio de Juan presenta, en otro contexto, la confesión de fe de Pedro.

Jesús preguntó entonces a los Doce: «¿También ustedes quieren irse?».
Simón Pedro le respondió: «Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de Vida eterna. Nosotros hemos creído y sabemos que eres el Santo de Dios». (Juan 6,67-69)

Continúa el prefacio diciendo que Pablo fue el insigne maestro que interpretó la fe. Allí está todo el cuerpo de escritos paulinos, sus epístolas. Aunque están ubicadas después de los evangelios, las cartas de Pablo fueron redactadas antes de que los evangelios recibieran su redacción final. En ese sentido, son los escritos más antiguos del Nuevo Testamento y en ellos, Pablo vuelve una y otra vez sobre el misterio pascual, la muerte y resurrección de Cristo como centro de nuestra fe.

Volviendo a Pedro, el prefacio dice que “formó la primera Iglesia con el resto de Israel”. Allí tenemos que remitirnos al acontecimiento de Pentecostés, nacimiento de la Iglesia, en torno al grupo de los Doce, encabezado por Pedro. Es la primera comunidad, en Jerusalén. 

De Pablo, dice a continuación el prefacio, “extendió [la Iglesia] entre los paganos” y ahí tenemos su infatigable labor como evangelizador. 

Pedro también anunció la fe al mundo pagano, aunque encontraba más dificultades y resistencias interiores que las que podía sentir Pablo, como lo muestran las palabras que dirige al centurión Cornelio, cercano a la fe de Israel, pero de origen pagano.

Ustedes saben que está prohibido a un judío tratar con un extranjero o visitarlo. Pero Dios acaba de mostrarme que no hay que considerar manchado o impuro a ningún hombre. (Hechos 10,28)

La segunda lectura de hoy nos trae un pasaje que escribe Pablo a su discípulo Timoteo, donde el apóstol siente cercano el final su misión y de su vida:

Querido hijo:
Ya estoy a punto de ser derramado como una libación, y el momento de mi partida se aproxima: he peleado hasta el fin el buen combate, concluí mi carrera, conservé la fe.
(2 Timoteo 4,6-7)

Ahí está el corazón del apóstol que ha pasado por mil pruebas, que siempre ha encontrado que Dios lo sostuvo en su debilidad y ahora puede decir: “conservé la fe”.

Que en este día renovemos, también nosotros, nuestra fe en Jesucristo muerto y resucitado; esa fe que Pedro fue el primero en confesar y que Pablo interpretó como maestro; esa fe por la cual ellos llegaron a dar la vida por Cristo y que hace que hoy, con alegría, les rindamos, juntos, la misma veneración.

Óbolo de San Pedro.

No olvidemos que este fin de semana, en todo el mundo se realiza la colecta del óbolo de San Pedro, nuestra forma de participar en la misión del Papa, tanto en sus obras de caridad como en la labor evangelizadora.

Gracias, amigas y amigos, por su atención. Feliz fiesta de San Pedro y San Pablo. Que los bendiga Dios todopoderoso: Padre, Hijo y Espíritu Santo. Amén.

sábado, 21 de junio de 2025

Santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo. A la manera de Melquisedec (Génesis 14,18-20 - Salmo 109,1-4)

“Tú eres sacerdote para siempre, a la manera de Melquisedec”. Así reza la antífona del salmo que encontramos en la liturgia de la palabra de este domingo. Acerquémonos hoy a ese personaje de tan extraño nombre, cuyo sacerdocio anuncia el sacerdocio de Cristo.

Al acercarnos a la Palabra de Dios hay una dificultad frecuente, que podríamos denominar Antiguo Testamento versus Nuevo Testamento. No es difícil poner frente a frente las dos grandes partes de la Biblia, presentando al Dios del Antiguo Testamento como un Dios terrible, que infunde terror, en total contraste con la dulzura de Jesús. Sin embargo, a lo largo de toda la Escritura se va manifestando tanto la exigencia como la misericordia de Dios, no como actitudes contradictorias, sino como aspectos diferentes y complementarios del amor del Padre, manifestado en su Hijo.

 Tengamos también en cuenta que la Palabra de Dios es el relato de una revelación que se va dando en la historia; una revelación que va avanzando, hasta alcanzar su plenitud en Jesucristo, la palabra definitiva del Padre.

Para entender ese desarrollo nos ayuda el concepto de tipos y antitipos. Los tipos se refieren aquí a los personajes que, de alguna manera preparan, anuncian, son imagen -todavía borrosa- de los antitipos, que son los personajes que realizan plenamente lo que solo aparecía entre la niebla, como la que tenemos alrededor, en el día en que hacemos esta grabación. 

Así, el José del libro del Génesis, que interpreta los sueños, es tipo de José, esposo de María, que es guiado por Dios por medio de sueños.

Judit, entre muchas otras mujeres del Antiguo Testamento, es tipo (no el único) de María, la madre de Jesús. En Uruguay lo aplicamos a la Virgen de los Treinta y Tres, renovando la devoción iniciada hace 200 años, en un episodio que contribuyó a cimentar nuestra Patria. En la liturgia de su leemos un pasaje del libro de Judit y tomamos como salmo responsorial el cántico a ella dedicado, con la antífona:

Bendita seas, porque salvaste al pueblo en peligro (cf. Judit 15,8-10 y 13ab.19-20)

Muchos de los personajes del Antiguo Testamento y sus acciones son “tipos” de Cristo, que anuncian, anticipan algo que Cristo llevará a su plenitud. Es desde allí que podremos entender el especial lugar del rey y sacerdote Melquisedec.

Veamos la primera lectura de hoy:

Melquisedec, rey de Salem, que era sacerdote de Dios, el Altísimo, hizo traer pan y vino, y bendijo a Abram, diciendo:
«¡Bendito sea Abram de parte de Dios, el Altísimo, creador del cielo y de la tierra! ¡Bendito sea Dios, el Altísimo, que entregó a tus enemigos en tus manos!»
Y Abram le dio el diezmo de todo. (Génesis 14,18-20)

Hoy, celebración del Cuerpo y Sangre de Cristo, lo primero que salta a la vista es que Melquisedec “hizo traer pan y vino”. Antes se dijo que era sacerdote y después se relata que bendijo a Abrám; por eso entendemos que ese pan y ese vino eran una ofrenda al Dios Altísimo. 

En esto encontramos ya una diferencia con los sacrificios que solían practicarse en aquel tiempo y que continúan a lo largo del Antiguo Testamento, donde la ofrenda principal -había otras- era un animal, frecuentemente un cordero, que era sacrificado.

Siglos después de este episodio, en el templo de Jerusalén los sacerdotes sacrificaban los corderos que las familias presentaban y que, luego del sacrificio ritual, llevaban a sus casas donde lo asaban y lo comían en familia, pero… como un banquete sagrado.

No se dice que el pan y el vino que presentó Melquisedec fuera a ser comido o bebido, pero no es una suposición aventurada pensar que así se hiciera. 

Lo llamativo para los primeros cristianos que releían este pasaje del Génesis es esa figura de “sacerdote” que trae “pan y vino” y bendice en nombre de Dios. No es tan difícil relacionar esto con la última cena de Jesús, vista como una acción sacerdotal; pero… no del sacerdocio antiguo, sino de un sacerdocio nuevo, completamente distinto.

La segunda mención de Melquisedec en el Antiguo Testamento la encontramos en el salmo 109, con el que comenzamos esta reflexión:

El Señor lo ha jurado y no se retractará:
«Tú eres sacerdote para siempre, a la manera de Melquisedec». (Salmo 109/110, 4)

Pero aquí seguimos todavía entre la bruma. ¿Quién es ese “sacerdote para siempre”?

Es en la carta a los Hebreos donde se retoma la figura de Melquisedec y se la aplica a Cristo.

De él no se menciona ni padre ni madre ni antecesores, ni comienzo ni fin de su vida: así, a semejanza del Hijo de Dios, él es sacerdote para siempre. (Hebreos 7,3)

El autor de Hebreos resalta el misterio que envuelve la figura del antiguo personaje, porque no se da de él la habitual información que encontramos sobre otras figuras. No se menciona padre ni madre, no hay genealogía, no hay datos biográficos… no hay comienzo ni fin: “es sacerdote para siempre”. La omisión de la genealogía es extraña para un sacerdote del Antiguo Testamento. Para ser reconocido como sacerdote, según la Ley de Moisés, hay que demostrar que se viene de una familia sacerdotal. Con Melquisedec estamos ante algo distinto, de otro orden.

Pero, notemos un detalle nada menor: el autor de Hebreos da vuelta la comparación; no es el Hijo de Dios semejante a Melquisedec sino que éste es semejante a Cristo, en cuanto que no aparece un final, un término de su sacerdocio. No olvidemos: Melquisedec es solo una figuración, un anticipo de lo que en Cristo será la plena realidad.

Pero hay otros elementos en la figura de Melquisedec que son anuncio de Cristo… empezando por su nombre y su título, rey de Salem. Así lo explica el autor de Hebreos:

… el nombre de Melquisedec significa, en primer término, «rey de justicia» y él era, además, rey de Salem, es decir, «rey de paz». (Hebreos 7,2)

La justicia y la paz eran los dones que se esperaban del rey-mesías. A la condición de sacerdote, se suma la de rey de justicia y paz. Melquisedec, como sacerdote-rey, es anuncio de Cristo glorificado, sumo sacerdote sentado en su trono, a la derecha del Padre.

Volvamos a la carta a los Hebreos:

… Jesús, como permanece para siempre, posee un sacerdocio inmutable.
De ahí que él puede salvar en forma definitiva a los que se acercan a Dios por su intermedio, ya que vive eternamente para interceder por ellos. (…) Él no tiene necesidad, como los otros sumos sacerdotes, de ofrecer sacrificios cada día, primero por sus pecados, y después por los del pueblo. Esto lo hizo de una vez para siempre, ofreciéndose a sí mismo. (Hebreos 7,24-27)

Los sacerdotes del Nuevo Testamente participamos del sacerdocio de Cristo. No ofrecemos nuevos sacrificios, sino que, por el ministerio que hemos recibido, invocamos al Espíritu Santo para que se vuelva a hacer presente, en forma no cruenta, el sacrificio que Cristo realizó “de una vez para siempre, ofreciéndose a sí mismo” y lo hacemos rezando así:

[Padre] te pedimos que santifiques estos dones
con la efusión de tu Espíritu,
de manera que se conviertan para nosotros
en el Cuerpo y la Sangre
de Jesucristo, nuestro Señor. (Plegaria Eucarística II)

Todos los bautizados participamos del sacerdocio de Cristo ofreciendo al Señor nuestra vida familiar, laboral, social y aún nuestros sufrimientos, vivido todo ello en el Espíritu, haciéndolo una ofrenda espiritual que se une a la ofrenda del cuerpo del Señor.

Al celebrar esta solemnidad del Cuerpo y la Sangre de Cristo, donde en muchas parroquias haremos la consagración al Sagrado Corazón de Jesús, vayamos al encuentro del Señor reconociendo y agradeciendo su amor y su presencia y plenamente dispuestos a “devolver amor por amor”, a poner en todo lo que hacemos amor a Dios y al prójimo, respondiendo al amor que brota del corazón traspasado de Jesús.

Gracias amigas y amigos, por su atención. Feliz fiesta del Cuerpo y Sangre de Cristo.
Que los bendiga Dios todopoderoso: Padre, Hijo y Espíritu Santo. Amén.

En esta semana

Martes 24, nacimiento de San Juan Bautista. Fiestas patronales de la parroquia y el Pueblo de San Bautista y de la parroquia de la ciudad de Santa Lucía.
Viernes 27, Nuestra Señora del Perpetuo Socorro, patrona de la Parroquia de Barros Blancos.
Viernes 27 (este año) Solemnidad del Sagrado Corazón de Jesús.
Sábado 28 y domingo 29, San Pedro y San Pablo: colecta del óbolo de San Pedro.

viernes, 13 de junio de 2025

Nicea y la Santísima Trinidad. “Todo lo que es del Padre es mío” (Juan 16,12-15). Solemnidad de la Santísima Trinidad.


En este domingo celebramos la solemnidad de la Santísima Trinidad: el misterio de un solo Dios en tres personas, comunidad de amor.

Esto nos da ocasión para hablar del Concilio de Nicea, del cual se están celebrando los 1700 años; un concilio que tuvo mucho que ver con nuestra fe trinitaria.

La ciudad de Nicea se encuentra en el territorio de la actual Turquía, bajo el nombre de Iznik. Recordemos que la península de Anatolia, donde hoy se ubica Turquía, era conocida por los griegos como el Asia Menor, y allí florecieron en los primeros siglos de nuestra era numerosas comunidades cristianas.

Hace 1700 años, Nicea era una de las ciudades del Oriente del Imperio Romano, que había sido reunificado por el Emperador Constantino. El Emperador había promulgado en el año 313 el edicto de Milán, que consolidó la libertad de religión a los cristianos.

Doce años después, el mismo emperador convocó el Concilio de Nicea, en el que participaron más de 200 obispos. Desde el punto de vista político, era interés del gobernante mantener la unidad del cristianismo que, de esa forma, ayudaba a mantener la unidad del imperio. Desde el punto de vista de la Iglesia, era importante superar una muy seria división en la fe.

El cristianismo se encontraba dividido a causa de la doctrina desarrollada por Arrio, un presbítero de Alejandría de Egipto, que negaba la naturaleza divina de Jesucristo y, por lo tanto, atacaba la fe en la Trinidad. Arrio sostenía que el Verbo era una “creatura del Padre” y que no existía desde la eternidad: “hubo un tiempo en que no era”.

Las deliberaciones de los padres conciliares se expresaron en la formulación del Credo que seguimos rezando hasta hoy, elaborado en el Concilio de Nicea y luego perfeccionado en el Concilio de Constantinopla, por lo que es conocido como el credo “niceno-constantinopolitano”. 

Frente a las afirmaciones de Arrio, el concilio proclama como fe auténtica que el Hijo es “engendrado, no creado”; “de la misma naturaleza del Padre”, la naturaleza divina; “por quien todo fue hecho”; es decir, que participó en la Creación y no es parte de ella, no es una creatura. A su naturaleza divina, el Hijo suma la naturaleza humana: el Hijo, Palabra eterna del Padre, se encarna, se hace hombre, asume nuestra condición mortal. Por eso, decimos de Él que es verdadero Dios y verdadero hombre; hecho hombre “por nosotros… y por nuestra salvación”, como dice también el credo Niceno.

El evangelio de hoy nos ofrece pasajes de un discurso de Jesús. En uno de ellos expresa su unidad con el Padre:
Todo lo que es del Padre es mío. (Juan 16,15)
Todo lo que existe ha sido creado por el Padre, junto con el Hijo y el Espíritu, el soplo de Dios. Sin embargo, Dios no se interesa en la posesión de las cosas. Lo más importante de Dios es lo que es, o mejor dicho, lo que importa es el SER, el hecho de ser… el SER DIOS, el tener, en lenguaje filosófico, “la naturaleza divina”. Por eso el Hijo es Dios, Dios verdadero; tiene la misma naturaleza que el Padre: “todo lo que es del Padre es mío”.

Tal vez esto nos parezca muy abstracto… pero tenemos que entender que no se trata de cosas, como si el Padre compartiera con el Hijo una riqueza material, unas tierras… No; el Padre se da al Hijo, se da todo Él, en su amor al Hijo; y el Hijo, en su amor al Padre, se da todo al Padre. Todo lo que es del Padre es del Hijo y todo lo que el Hijo tiene, desde la eternidad, es del Padre.

En este mismo pasaje del evangelio, Jesús anuncia, por quinta vez, la venida del Espíritu Santo:
«Todavía tengo muchas cosas que decirles, pero ustedes no las pueden comprender ahora. Cuando venga el Espíritu de la Verdad, Él los introducirá en toda la verdad, porque no hablará por sí mismo, sino que dirá lo que ha oído y les anunciará lo que irá sucediendo. (Juan 16,12-13)
Jesús había dicho antes a los discípulos “… les he dado a conocer todo lo que oí de mi Padre” (Juan 15,15). El Espíritu no comunicará nada nuevo. No traerá ninguna revelación nueva. Su tarea será iluminar a los discípulos para que puedan comprender lo que Jesús ha hecho y ha enseñado. Jesús no explica todo y deja campo para que lo haga el Espíritu, porque los discípulos no están en condiciones de comprender, más aún, podríamos decir, no están en condiciones de soportar el peso de los acontecimientos que vendrán, fundamentalmente la terrible pasión y muerte del Mesías a manos de los impíos.

Esa realidad era inaceptable para la fe de un israelita. Fue la dificultad que encontraron los discípulos de Emaús: no les era posible entender que el Mesías debía padecer para entrar en su gloria. Esa es la verdad imposible de comprender y soportar sin la ayuda del Espíritu.

El Espíritu Santo continúa actuando en la Iglesia. Como decíamos en el programa anterior, nuestra oración al Espíritu suele comenzar con un llamado: “Ven, Espíritu Santo”. Pedimos su presencia en nuestras reuniones, sobre todo cuando es necesario realizar un discernimiento, para aplicar el Evangelio a las situaciones concretas del mundo de hoy.

Jesús ha prometido que el Espíritu Santo nos introducirá en toda la verdad. La verdad más profunda de la Trinidad es el amor y no es posible conocer esa verdad si no es amando. El Espíritu de Amor nos guía en la verdad del amor. Amor verdadero no es el que se apropia, el que se apodera de quien pretende amar, sino el que se da, el que se entrega: el amor de Jesucristo.

Hoy hablamos de sinodalidad, de Iglesia sinodal… la palabra puede parecer novedosa y hasta extraña para muchos, pero expresa un aspecto fundamental del ser de la Iglesia, desde sus comienzos como Pueblo de Dios, en el que fieles y pastores caminan juntos bajo la guía del Espíritu Santo.
En ese caminar, la Iglesia, a la vez santa y necesitada de purificación, va configurándose, cada vez más, tal como lo han expresado los Padres de la Iglesia, en…
«un pueblo reunido en virtud de la unidad del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo»
(Concilio Vaticano II, Lumen Gentium, 4)
Ese es el deseo que ha formulado el Papa León XIV, en la Misa con la que se inauguró su ministerio como sucesor de Pedro.
Hermanos y hermanas, quisiera que este fuera nuestro primer gran deseo: una Iglesia unida, signo de unidad y comunión, que se convierta en fermento para un mundo reconciliado. (18 de mayo de 2025, homilía en el inicio de su ministerio petrino)
Contemplemos en este día de fiesta el amor del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. El amor que circula entre ellos y sale hacia nosotros, hacia el universo todo que ellos han creado, como un llamado a la unidad, para que Dios sea glorificado plenamente.

Gracias, amigas y amigos, por su atención. Que los bendiga Dios todopoderoso: Padre, Hijo y Espíritu Santo. Amén.

La Yapa

Gracias por haber llegado hasta el final: a quienes lo han hecho, les dejo esta yapa.
  • El jueves pasado, en el santuario nacional del Sagrado Corazón de Jesús, en el Cerrito de la Victoria, hicimos la renovación de la consagración del Uruguay al Sagrado Corazón, celebrada por el beato Jacinto Vera hace 150 años. Esta consagración se replicará ahora en cada parroquia del Uruguay, en fechas que pueden ser el próximo domingo, solemnidad del Santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo, o el día del Sagrado Corazón, viernes 27 de junio o el fin de semana siguiente, 28 y 29.
  • El jueves 19 conmemoramos el nacimiento de nuestro héroe nacional, José Artigas. Es también el día del abuelo. Nuestras felicitaciones por ese día a todos los abuelos y abuelas.
  • Entre los santos de la semana destaca San Luis Gonzaga, quien, renunciando a una herencia de príncipe, ingresó a la compañía de Jesús. Apenas adolescente, falleció en Roma, durante una epidemia, en el año 1591, a consecuencia de haber asistido a numerosos enfermos contagiados.
Y ahora sí, nos despedimos: hasta la próxima semana, si Dios quiere.