sábado, 28 de enero de 2017

Las Bienaventuranzas (Mateo 4, 25—5, 12). IV Domingo del Tiempo Ordinario.

El Sermón de la Montaña por Carl Heinrich Bloch.



IV Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo A

Evangelio según san Mateo (4,25 — 5,12)
Seguían a Jesús grandes multitudes que llegaban de Galilea, de la Decápolis, de Jerusalén, de Judea y de la Transjordania. Al ver la multitud, Jesús subió a la montaña, se sentó, y sus discípulos se acercaron a él. Entonces tomó la palabra y comenzó a enseñarles, diciendo:  
Felices los que tienen alma de pobres, porque a ellos les pertenece el Reino de los Cielos. 
Felices los afligidos, porque serán consolados. 
Felices los pacientes, porque recibirán la tierra en herencia. 
Felices los que tienen hambre y sed de justicia, porque serán saciados. 
Felices los misericordiosos, porque obtendrán misericordia. 
Felices los que tienen el corazón puro, porque verán a Dios. 
Felices los que trabajan por la paz, porque serán llamados hijos de Dios. 
Felices los que son perseguidos por practicar la justicia, porque a ellos les pertenece el Reino de los Cielos. 
Felices ustedes, cuando sean insultados y perseguidos, y cuando se los calumnie en toda forma a causa de mí. Alégrense y regocíjense entonces, porque ustedes tendrán una gran recompensa en el cielo; de la misma manera persiguieron a los profetas que los precedieron”.

El pasado 1º de enero, el Papa Francisco celebró la quincuagésima Jornada Mundial de la Paz. En su mensaje, Francisco nos hacía ver que “Jesús mismo nos ofrece un «manual» de esta estrategia de construcción de la paz en el así llamado Discurso de la montaña. Las ocho bienaventuranzas (cf. Mt 5,3-10) trazan el perfil de la persona que podemos definir bienaventurada, buena y auténtica. Bienaventurados los mansos —dice Jesús—, los misericordiosos, los que trabajan por la paz, y los puros de corazón, los que tienen hambre y sed de la justicia.” Hasta ahí las palabras del Papa.

Este domingo, en casa Misa, escuchamos el pasaje de las bienaventuranzas en el  Evangelio de San Mateo. Ocho frases de Jesús que comienzan siempre con la misma palabra: “bienaventurados” o, como suele traducirse hoy, “felices”, “dichosos”.

Con esa palabra, Jesús está haciendo una promesa. Todos aquellos que vivan ese programa que Él propone, alcanzarán la felicidad. Desde luego, Jesús se refiere a la vida eterna, a la felicidad para siempre, en la casa del Padre. Pero no solamente allí. Ya en esta vida el discípulo de Jesús comienza a estar en el Reino de Dios, a recibir consuelo, a recibir la tierra en herencia, a ser saciado de justicia, a obtener misericordia, a contemplar a Dios, a ser llamado hijo de Dios. Todo eso será completo en la eternidad, junto a Dios, pero el discípulo puede gozarlo ahora, a pesar de que pueda ser insultado, perseguido y calumniado por causa de Jesús.

Vamos a tratar de meternos dentro de las bienaventuranzas. Son ocho, pero nos ayuda a entenderlas mejor ordenarlas por pares.

El primer par lo forman la primera y la última. La primera y la última bienaventuranza tienen la misma promesa: “de ellos es el Reino de los Cielos”. La promesa es nada menos que “el Reino de Dios”… ¡Vivir en Dios! Esta promesa está dirigida a los “pobres de espíritu” y a los “perseguidos por causa de la justicia”.

La bienaventuranza sobre los “pobres de espíritu” es tal vez la más discutida de todos los tiempos. En el evangelio de Lucas, donde las bienaventuranzas son sólo cuatro, dice simplemente: “bienaventurados los pobres”. En el Evangelio de Mateo dice “bienaventurados los pobres de espíritu”. ¿Quién sería la persona más rica en el tiempo de Jesús? No sé… tal vez el emperador romano. Hoy no es difícil saber quiénes son los más ricos del mundo. Las revistas de economía presentan sus listas. En el número uno está el fundador de una gran empresa de informática. En el Uruguay, hay un conocido contratista deportivo y empresario de medios de comunicación que se autoproclamó “el hombre más rico de Uruguay”. Hace tres años, la revista Caras y Caretas publicó una lista de los 120 hombres más ricos de Uruguay. Él figuraba entonces en el puesto 24… Ahora, ¿importa quién tiene más y quién tiene menos? Todo en este mundo está como empujándonos a buscar enriquecernos: tener más y más, consumir más y más… Las palabras de Jesús, “bienaventurados los pobres” están a contrapelo del mundo. Jesús agrega muchas veces otras palabras que invitan a reflexionar: “Cuídense de toda avaricia, porque no está la vida en el tener muchas cosas” (Lucas 12,15) y podríamos citar muchos más ejemplos…

La persona pobre de espíritu o que tiene alma de pobre es aquella que, aun teniendo bienes en este mundo, no está agarrada a ellos como si fueran su vida. Esa persona, desapegada de las cosas, busca primero el Reino de Dios y su justicia, poniendo muchas veces sus bienes en ese empeño.
Decíamos que esta bienaventuranza se empareja con la última, que habla de los “perseguidos por causa de la justicia”. No se trata de la persecución judicial contra alguien acusado de un delito. La traducción más clara es “perseguidos por practicar la justicia”: perseguidos por ser justos, por vivir como personas justas. ¿Qué es una persona justa? No se trata sólo de la justicia en las relaciones humanas, sino de ser justo ante Dios. San José es un modelo de hombre justo. El hombre justo es el que busca cumplir la voluntad de Dios en su vida. Está poniendo primero el Reino de Dios y su justicia, y eso le traerá muchas veces incomprensión, rechazo, e incluso, como sucede aún hoy en algunos lugares, persecuciones violentas. Son las consecuencias de vivir como cristiano, comprometido con su fe y con su Dios.

Un segundo par de bienaventuranzas nos presenta los mansos o pacientes y los que lloran o están afligidos. Son dos aspectos que tienen que ver con nuestra actitud ante la vida. Aprender a vivir los inevitables contrastes y sufrimientos que la vida nos va presentando, confiando siempre en el Dios de todo consuelo que conduce la historia. Es la actitud de quien se pone en manos de Dios, con la misma confianza que un niño pequeño en brazos de su madre. Es el espíritu que refleja el salmo 130: “Señor, mi corazón no es ambicioso, ni mis ojos altaneros; no pretendo grandezas que superan mi capacidad; sino que acallo y modero mis deseos como un niño en brazos de su madre”.

El tercer par de bienaventuranzas nos ubica en dos actitudes que hacen a nuestra relación con los demás. Se trata de “tener hambre y sed de justicia” y “ser misericordioso”. Vivir una vida justa frente a Dios y frente a los hombres y dejarse mover por la compasión ante la necesidad del otro y actuar en consecuencia. El año de la Misericordia que acabamos de celebrar nos ha ayudado a tomar conciencia de este aspecto fundamental en la vida de cualquier creyente, que se expresa en las obras de misericordia corporales y espirituales.

Finalmente, el cuarto par nos ubica en dos relaciones fundamentales con Dios, que también se reflejan en nuestra relación con los demás: la pureza de corazón y el trabajo por la paz.
Esto significa mantener el corazón limpio, cultivando la amistad con Dios y la búsqueda del bien por encima de todo.
Trabajar por la Paz, es ofrecer a los demás ese don que se ha recibido de Dios.
La Paz no es la tranquilidad o el aislamiento, o la simple ausencia de conflictos, ni la paz del cementerio. Es un estado de plenitud, de felicidad. Dios ofrece su Paz a los hombres desde ahora, desde la historia y un día nos la dará totalmente, en la eternidad. Es su don. Trabajar por la Paz es recibir la Paz de Dios y compartirla con quienes tenemos alrededor.

Las bienaventuranzas son, pues, un verdadero programa de vida.
¿Quién puede vivir esto, que parece tan exigente?
En primer lugar, lo vive el propio Jesús.
Todas esas actitudes están presentes en los diferentes momentos de su vida.
Jesús nos anima y nos sostiene con su Espíritu para que nos unamos a Él viviendo las bienaventuranzas.

domingo, 22 de enero de 2017

"Ha brillado una gran luz". (Mateo 4,12-23) III Domingo del Tiempo Ordinario.




Cuando una persona que conocemos, un amigo, alguien de nuestra familia nos dice que está viendo “todo negro”, nos entramos a preocupar. Estamos ante una persona que está en la oscuridad, aunque el día sea luminoso o estemos en una casa bien iluminada.

Su alma, su corazón, están a oscuras. A veces dice eso porque no ve por dónde caminar en la vida. No ve qué hacer. O lo dice porque no encuentra en su vida ningún motivo de esperanza. Todo lo que le rodea es negativo.
 Todas las puertas y salidas parecen cerradas.

En las lecturas de este domingo, el profeta Isaías nos habla de un pueblo que “caminaba en tinieblas”. Un pueblo que camina –por lo menos eso– pero que no ve por dónde va y así puede estar caminando en círculos o metiéndose en cosas peores que aquéllas de las que trata de salir. Más adelante, hablando de ese mismo pueblo, nos dice que “habitaba en el país de la oscuridad”. Peor… no anda, está instalado en la noche, metido en las sombras.

Pero Isaías anuncia para ese pueblo una gran luz. El pueblo va a poder ver de nuevo su camino en la historia, va a recuperar su esperanza y su alegría.

Y eso, ¿cuándo se iba a cumplir? Las personas creyentes de los tiempos de Isaías tomaron en serio ese anuncio, y encontraron muchos signos de esperanza. Encontraron una luz en su camino. Sin embargo, el anuncio de Isaías no era sólo para su tiempo. Su visión de profeta apuntaba mucho más allá, apuntaba a los planes misteriosos de Dios de enviar un Salvador.

En el Evangelio que escuchamos en las misas de este domingo, el evangelista Mateo retoma la profecía de Isaías para decirnos que ahora sí se ha cumplido, y se ha cumplido de una manera definitiva. Todos aquellos que se sientan envueltos en la oscuridad y en las tinieblas de la muerte, pueden encontrar la Luz, la Luz de la vida.

Esa luz es Jesús. Venimos de celebrar su nacimiento, la Navidad. Muchos pintores a lo largo de los siglos han representado la escena de Belén. Personalmente, las pinturas que me gustan más son aquéllas en las que la luz que ilumina toda la escena sale del niño. Los rostros de las personas que lo rodean: San José, la Virgen María, los pastores, son iluminados por la luz que brota del niño Jesús. Es a la vez algo que supone un cuidadoso trabajo para el pintor, pero es también la expresión de su fe en Jesús luz del mundo.

¿Qué es lo que hace la luz por nosotros? No hablemos todavía de la luz espiritual. La luz “física”, la luz del sol, la luz de nuestras casas generada por electricidad o por gas, nos permite ver. Cuando hay algo que emite luz: el sol, una lámpara, un farol, esa luz se refleja en las cosas, revelando formas, colores, presencias que no podíamos percibir en la oscuridad.

La luz de Cristo nos permite también ver, pero aquí se trata de ver con los ojos de la fe. En la primera encíclica del Papa Francisco, su primer gran mensaje, que ya estaba escrito en su mayor parte por Benedicto XVI, el Papa dice que “la fe no sólo mira a Jesús, sino que mira desde el punto de vista de Jesús, con sus ojos: es una participación en su modo de ver.” (LF 18).

Interesante: la fe “no solo mira a Jesús”. Es verdad, como creyentes miramos hacia Jesús, buscamos su mirada, le pedimos su ayuda… pero el Papa nos llama la atención sobre otro aspecto, que podría ser hasta un segundo paso en la fe: después de mirar hacia Jesús, mirar con Jesús, mirar desde su punto de vista o, dicho de forma más bonita: “mirar con sus ojos”. Y agrega: la fe “es una participación del modo de ver de Jesús”.

Entonces, ¿qué pasa cuando nos ponemos a mirar desde el punto de vista de Jesús? ¿Qué nos hace ver esa luz que viene de Él?

El pasado año, con el jubileo de la Misericordia nos ha dejado algo muy claro. Si algo caracteriza la mirada de Jesús es la Misericordia, la compasión. Esos sentimientos nacen en Jesús a partir de lo que ve. Pero no nos engañemos: vemos lo que queremos ver, no lo que tenemos delante de los ojos. Porque aunque me lo pongan delante, si no lo quiero ver, no lo veré, y no dejaré que esa imagen que pasa por mi retina llegue a mi corazón y me mueva.

La parábola del buen samaritano puede ser una parábola del ver. El sacerdote y el levita “ven” al hombre herido, pero pasan de largo. No quieren ver. Su mirada no registra ese dolor. No se dejan tocar.

El samaritano vio al hombre herido y se compadeció de él. Se dejó tocar. Y no se quedó solo en sus sentimientos. Pasó a la acción y al compromiso para que ese hombre herido no muriera y pudiera volver a levantarse.

Así que si nos ponemos a mirar desde el punto de vista de Jesús, tal vez eso es lo primero que encontramos: la mirada misericordiosa, que llega hasta lo más hondo y que lo mueve y nos mueve a actuar cuando miramos como Él.

Esa mirada misericordiosa de Jesús es para toda la humanidad. Realmente, ningún ser humano queda fuera de esa mirada. Toda persona que está en este mundo tiene su propia miseria, como para ser así mirado por Jesús.

Mirar con Jesús a los demás –y mirarnos a nosotros mismos con Jesús– puede ayudarnos a ser más comprensivos con la fragilidad que está presente en toda persona humana. Muchas veces quienes aparentan o quieren aparentar ser fuertes, solo están mostrando su debilidad.

Una vieja oración pedía a Dios “ver a cada uno de tus hijos como tú mismo los ves”. Es una hermosa petición. Poder ver a los demás desde la mirada de Cristo o desde la mirada del Padre –que es la misma– puede cambiar nuestra manera de tratar el prójimo y posiblemente pueda también cambiar la manera en que ese prójimo nos trata y trata a los demás.

Eso es lo que hace la luz de Cristo cuando dejamos que ilumine nuestra vida. Vemos la verdad de Dios, la verdad de su amor, de su misericordia, pero vemos también la verdad de nuestra propia vida y la vida de cada persona, necesitada profundamente de ese amor y de esa misericordia divinas. De ese amor y de esa misericordia que pueden llegar desde Dios a través de personas como nosotros mismos, si dejamos a Dios actuar en nuestro corazón.

domingo, 15 de enero de 2017

Cordero de Dios (Juan 1,29-34). II Domingo del Tiempo Ordinario

Murillo: Juan el Bautista Niño
con el Cordero que prefigura a Jesús,
Cordero de Dios



El domingo pasado hemos celebrado y recordado el bautismo de Jesús, primer evento público de su vida. Este domingo, Juan Bautista presenta a Jesús como Cordero de Dios.

Para quienes solemos participar en la Misa, esta manera de hablar de Jesús no es extraña.
Efectivamente, en dos momentos de la Misa se nombra a Jesús de esa manera:
"Cordero de Dios, que quitas el pecado del mundo, ten piedad de nosotros...
Cordero de Dios, que quitas el pecado del mundo, danos la paz".

Y después, cuando el sacerdote nos presenta la Hostia consagrada y el cáliz con la sangre de Cristo, repite estas palabras: “este es el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo. Felices los invitados a la cena del Señor”.

Ahora bien ¿por qué se le llama así a Jesús?
Ahí se dicen dos cosas importantes:
-    Primero, que Jesús es el Cordero de Dios
-    Segundo, que “quita el pecado del mundo”

¿Qué significa eso?
Para nosotros, pensar en un cordero significa muchas veces pensar en una buena comida, en ese asadito que hacemos con los amigos.
Seguramente muchos de los que están escuchando compartieron un cordero en esta Navidad o en el año nuevo.

Esto tiene algo que ver, pero no es todo.
El Pueblo de Dios, el pueblo de Israel, al que pertenece Jesús por su nacimiento, era en sus primeros tiempos un pueblo nómade, un pueblo de pastores de ovejas y cabras. Al llegar la primavera, en la primera noche de luna llena, tenían una fiesta en la que asaban y comían un cordero.
Ese es el antecedente más remoto de lo que más adelante sería la fiesta de la Pascua.
Después vino el momento en que ese pueblo, esclavo en Egipto, salió una noche hacia la libertad.
Antes de salir, Dios les indicó que tenían que asar y comer un cordero. Con la sangre del Cordero tenían que marcar su puerta, porque Dios iba a mandar un ángel exterminador que no entraría donde estuviera la sangre del cordero.
A partir de allí, aquella antigua cena de primavera se transformó en la cena pascual, la Pascua judía, en la que se recuerda la acción de Dios liberando a su pueblo de la esclavitud.

La muerte de Jesús se produjo en Pascua. Su última cena es una cena pascual, pero el cordero es él mismo. No hay cordero pascual, porque Jesús entrega en el pan y el vino su cuerpo y su sangre.
Jesús fue condenado a morir en la cruz, pero como Él mismo dijo: “nadie toma mi vida, yo la doy”.
Jesús murió dando la vida por sus amigos, dando la vida por la humanidad.
Jesús es el cordero de Dios por su sacrificio, porque Él entregó su vida a Dios. Sacrificar quiere decir “poner algo dentro del campo de lo sagrado”, es decir, entregar algo a Dios.

Pero con su sacrificio Jesús “quita el pecado del mundo”, porque cargó con todos los pecados de la humanidad, con todo lo que nos separa de Dios, para que podamos encontrar el camino hacia Dios.

Hay algo más que Juan el Bautista dice: “He visto descender el Espíritu Santo sobre Él”. Cuando Jesús resucita, entrega el Espíritu Santo. El Espíritu Santo es la forma en que Dios entra en el corazón del hombre y le da la fuerza para resistir el mal y seguir de corazón a Jesús, que “pasó haciendo el bien”.
Jesús quita el pecado del mundo, porque su sacrificio reconcilia al hombre con Dios, pero también porque entrega a los hombres el Espíritu Santo, que hace posible el cambio profundo del corazón del hombre pecador –o de la mujer pecadora, porque esto toca a todas las personas humanas–.   

Ya en el día de nuestro bautismo recibimos por primera vez el Espíritu Santo. Esa presencia de Dios está allí, disponible, esperando que la dejemos actuar, que nos dejemos guiar. En el sacramento de la Confirmación, podríamos decir que “confirmamos” esa presencia, o que la “reforzamos”, no tanto porque no lo hayamos recibido ya, sino porque lo recibimos en forma más consciente y, por tanto, más dispuestos a dejar que el Espíritu haga su obra en nosotros.

Y si alguien pregunta qué pasa con el que no está bautizado, les recuerdo lo que les decía el domingo pasado: un adulto puede recibir el bautismo, con la preparación adecuada y cumpliendo algunas condiciones. Y si no, la Palabra de Dios nos dice que “el Espíritu sopla donde quiere”. Dios habla siempre en el corazón del hombre. En lo más profundo de su conciencia está la voz de Dios.     Quien busca la verdad, quien busca lo que es realmente justo, quien busca a Dios, también lo encontrará.

domingo, 8 de enero de 2017

Bautismo de Jesús. ¿Cómo está tu fe? (Mateo 3,13-17)

Bautismo de Cristo, obra del Maestro
de Rheinfelden, siglo XV, Francia.



La Iglesia celebra hoy el Bautismo de Jesús.
Esta fiesta nos invita a pensar en nuestro propio bautismo.
El Evangelio comienza contándonos que Jesús “se presentó ante Juan para ser bautizado”.
Jesús es un hombre, un adulto. Es él mismo quien se presenta, es decir, quien pide ser bautizado.
Pienso en todos los que puedan estar escuchando en este momento…
Es posible que me escuche alguna persona que no haya sido bautizada. A esa persona quiero decirle que el bautismo se puede recibir siendo adulto. Hay que cumplir algunas condiciones, hay que hacer una preparación, pero la primera condición es la fe: creer en Jesucristo y querer vivir de acuerdo a sus enseñanzas.
Es posible que me escuchen personas que fueron bautizadas ya con plena conciencia de lo que estaban haciendo: como adultos o como jóvenes, en la Iglesia católica o en otras confesiones cristianas que bautizan como lo indicó Jesús: “en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo” (Mateo 28,19). Si ustedes fueron bautizados después de haber hecho un camino de fe, saben de qué estoy hablando.
Pienso que la mayoría de los que escuchan fueron bautizados siendo niños. Fueron sus padres quienes los presentaron, es decir, pidieron el bautismo para ustedes.
Hoy algunos padres se preguntan si tiene sentido seguir haciendo eso. Para la Iglesia Católica eso tiene sentido si los padres tienen fe. Se bautiza a los niños en la fe de sus padres, ofreciéndoles la Gracia y el Amor de Dios, como un regalo, como un don, que ellos, ya adultos, pueden hacer valer. (ver Hechos 2,39)
Pero siempre volvemos a la fe…
Este es un día para preguntarnos como está nuestra fe.
¿Cómo está tu fe?
Hay gente que dice “yo tengo una fe bárbara”, “yo tengo fe”, “tengo mucha fe”, cosas así. Pero ¿en qué tienen fe? O, mejor ¿en quién tienen fe?
La fe cristiana no es la fe en “algo”, la fe en una cosa. Es la fe en un Dios personal. Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo. Es una relación con Dios, donde el Hijo, Jesucristo, está en el centro.
Mi fe se hace viva a partir del encuentro con Jesucristo. En “La alegría del Evangelio” el Papa Francisco nos exhorta a renovar “ahora mismo” nuestro encuentro personal con Jesucristo “o, al menos, a tomar la decisión de dejarse encontrar por Él”. Sin encuentro personal con Jesucristo, nuestra fe no es fe cristiana.
Pero ¿Dónde puedo encontrar a Jesucristo?
Ya que hoy hablamos del Bautismo, empecemos por los sacramentos. Cada uno de los siete sacramentos es una forma de encuentro con Jesucristo, y el Bautismo es la primera forma de encontrarlo. Ser bautizado es compartir la muerte y resurrección de Jesús. Nada menos. Es ser sumergido con Él en la muerte y levantarse con Él a la vida.
- Los sacramentos nos hacen presente a Jesús vivo, particularmente en la Eucaristía, donde Él se nos ofrece como Pan de Vida y donde podemos adorarlo, sabiéndolo y sintiéndolo presente. En la reconciliación, es Jesús quien perdona a través del sacerdote y nos envía con nuevas fuerzas a nuestras luchas de cada día.
- La oración es un lugar privilegiado de ese encuentro. La oración personal, la que Santa Teresa explicaba como “tratar de amistad, estando muchas veces tratando a solas con quien sabemos nos ama”. La oración puede tener muchas formas; pero lo esencial es hablar con Jesús.
- En la Biblia encontramos las palabras de Jesús, sus enseñanzas, especialmente en los Evangelios. Se trata de leer, meditar y poner en práctica la Palabra. Jesús dice “el que escucha mis palabras y las pone en práctica, es como el que edificó la casa sobre la roca”
Por otra parte, leyendo y meditando la Palabra de Dios nos ponemos en contacto con el testimonio de hombres y mujeres de fe que a través de los siglos vivieron esa relación de amistad con Dios, desde Abraham, Moisés, Pedro, Pablo; Sara, Rut, María Magdalena, María. En la meditación de la Palabra nuestra fe se hace fe bíblica y nos hace sentir parte de un pueblo y una historia de salvación.
- La fe cristiana es fe eclesial y comunitaria. El Bautismo nos hace miembros de la Iglesia y eso significa que pertenezco a un gran Cuerpo, el Cuerpo de Cristo, que es la Iglesia, extendida por toda la tierra.
Sin dejar de sentir solidaridad con cada persona humana, sin importar su raza o religión, tengo un lazo espiritual que me une a otros hermanos y hermanas católicos en el mundo. Aquí, donde estoy, no vivo mi fe en solitario: participo en un grupo, en una comunidad parroquial, soy parte de una Iglesia diocesana en la que vive la Iglesia católica. La comunidad puede ser pequeña, pero Jesús ha prometido su presencia “donde dos o más estuvieran reunidos en su nombre”.
- Jesús nos dice que lo hagamos por nuestros hermanos más pequeños lo hacemos por él. Las personas necesitadas: hambrientas, desabrigadas, sin techo, enfermas, recluidas, han sido constituidas por Jesús en sacramento de su presencia.
La fe va acompañada por el Amor, y el amor se expresa en obras. “La fe sin obras es fe muerta” dice el apóstol Santiago (2,14-17). El año pasado, Año de la Misericordia, tratamos de conocer mejor y de poner en práctica las obras de misericordia corporales y espirituales.
La misericordia es un sentimiento profundo, que nos mueve a la acción. Las obras de misericordia corporales y espirituales, son obras de amor.
La fe va acompañada también por la Esperanza. Podemos tener muchas ilusiones, muchos anhelos… pero sólo en Cristo está la vida. “Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de vida eterna” (Juan 6,68). Él es la esperanza de la persona creyente.
Fe, esperanza, amor… terminemos recordando lo que dice San Pablo: “son válidas la fe, la esperanza y el amor; las tres, pero la mayor de estas tres es el amor” (1 Corintios 13,13). Es que, viendo a Dios cara a cara, la esperanza ya está cumplida y la fe no es necesaria; pero permanece el amor: “el amor nunca pasará” (1 Corintios 13,8).
En este día del Bautismo de Jesús, renovemos nuestro compromiso con Él y nuestro deseo de vivir en la fe, en la esperanza y en el amor, seguros de que ninguna obra de amor, por pequeña que sea, será olvidada por Dios. “El amor nunca pasará” quiere decir que lo que nos llevamos de esta vida, aquello con lo que nos podremos presentar un día ante Dios, son esas obras, esos actos de amor que supimos realizar en nuestra vida. Allí estábamos entrando en la eternidad, en la vida de Dios.

domingo, 1 de enero de 2017

Enfoques Dominicales. Cincuenta destellos de Paz (audio)

Enfoques dominicales. Cincuenta destellos de Paz


El 8 de diciembre de 1967, el papa Pablo VI dirigió un mensaje “a todos los hombres de buena voluntad” invitando a celebrar el “Día de la Paz” [1968], el 1 de enero de cada año.

A partir de entonces, a lo largo de los 50 años que han transcurrido, los sucesivos papas han presentado cada 8 de diciembre un mensaje de paz para el 1° de enero siguiente.

¿Qué han dicho sobre la paz Pablo VI, Juan Pablo II, Benedicto XVI, Francisco?
Ya sólo la lectura de los cincuenta títulos lleva un tiempo considerable. Sin embargo, leyendo esos títulos podemos ver algunos grandes temas que nos ayudan a ver como “La paz es posible” [1973]. Hay un antecedente de estos mensajes en la encíclica de san Juan XXIII, “Paz en la tierra”: “Pacem in Terris: una tarea permanente” [2003].

En esta Navidad hemos celebrado a Jesús como “príncipe de la paz”, así anunciado por el profeta Isaías. El mismo Jesús envía a sus discípulos a llevar la paz y, más aún, proclama “bienaventurados los que trabajan por la paz [2013], porque ellos serán llamados hijos de Dios”.

En estos cincuenta destellos de paz que son los mensajes de los pontífices, podemos encontrar varias pistas para llevar la paz a los demás y trabajar por la paz en el mundo.

Creo que la primera pista o primer destello que podemos tomar está en el título del mensaje de 1974: “la paz depende también de ti”. Es lo primero, porque nos está recordando que cada ser humano puede hacer algo para construir la paz. Juan Pablo II decía: “La paz nace de un corazón nuevo” [1984] y “De la justicia de cada uno nace la paz para todos” [1998]. Benedicto XVI retomaba ese camino señalando “La persona humana, corazón de la paz” [2007].

Si la paz depende de cada persona, cada uno tiene una tarea necesaria, imprescindible… muchos mensajes apuntan al compromiso personal del esfuerzo por la paz: “Si quieres la paz, trabaja por la justicia” [1972], “…defiende la vida” [1977], “…respeta la conciencia de cada hombre” [1991], “Para servir a la paz, respeta la libertad” [1981], “No te dejes vencer por el mal, antes bien, vence el mal con el bien” [2005], “Vence la indiferencia y conquista la paz” [2016].

Otro destello que nos abre una perspectiva está en el mensaje de 1971: “Todo hombre es mi hermano”. La fraternidad es la relación fundamental que nos une a todos los seres humanos. Es la línea que retoma el primer mensaje de Francisco: “La fraternidad, fundamento y camino para la paz” [2014] y el siguiente, que denuncia una terrible realidad todavía presente, como es la esclavitud, pero vuelve a afirmar la fraternidad: “No esclavos sino hermanos” [2015]. Esa fraternidad reclama “La reconciliación, camino hacia la paz” [1975], y nos dice “Ofrece el perdón, recibe la paz” [1997]. Más todavía, se nos recuerda que “No hay paz sin justicia, no hay justicia sin perdón” [2002].

Las relaciones humanas empiezan en el ámbito de la familia. Por eso no sorprende que se afirme que “De la familia nace la paz de la familia humana” [1994] o proponer la “Familia humana, comunidad de paz” [2008]. En el marco de la familia, la preocupación por los más pequeños: “¡Demos a los niños un futuro de paz!” [1996], y la visión de las posibilidades que abren las nuevas generaciones: “La paz y los jóvenes caminan juntos” [1985].

La preocupación por educar para la paz está también presente en los mensajes: “Educarse para la paz a través de la reconciliación” [1970]; “Para lograr la paz, educar a la paz” [1979], reafirmado después: “Un compromiso siempre actual: educar para la paz” [2004] sin olvidar “Educar a los jóvenes en la justicia y en la paz” [2012] y el papel especial de “La mujer, educadora para la paz” [1995].

Desde luego, la paz no sólo se construye en las relaciones personales, por más que allí se esté poniendo el fundamento. Los derechos humanos y las relaciones internacionales son siempre recordados: “La promoción de los Derechos del Hombre, camino hacia la paz” [1969] porque “El secreto de la paz verdadera reside en el respeto de los Derechos Humanos” [1999]. Particularmente, “Para construir la paz, respeta las minorías” [1989].
Las conversaciones de paz, tan difíciles, son justamente valoradas: “El diálogo por la paz, una urgencia para nuestro tiempo” [1983] y el “Diálogo entre las culturas para una civilización del amor y la paz” [2001].
Las tensiones internacionales y las desigualdades entre países: “La paz es un valor sin fronteras. Norte-Sur, Este-Oeste: una sola paz” [1986]; “Desarrollo y solidaridad: dos claves para la paz” [1987]. Ya Juan Pablo II había dicho “Si quieres la paz, sal al encuentro del pobre” [1993] porque “Combatir la pobreza es construir la paz” [2009].

En los últimos años hemos venido descubriendo que la paz no sólo involucra las relaciones humanas, sino la relación del ser humano con su entorno, con la “casa común” como llama Francisco al planeta en su encíclica Laudato Sii. Ya en 1990 Juan Pablo II proponía “Paz con Dios, paz con toda la creación” y luego Benedicto XVI “Si quieres promover la paz, protege la creación” [2010].

No todo método sirve para alcanzar la paz. Ya Pablo VI dedicó un mensaje a “Las verdaderas armas de la paz” [1976] y expresó su “No a la violencia, sí a la paz” [1978]. Juan Pablo II proclamó “La verdad, fuerza de la paz” [1980] y Benedicto XVI le hizo eco con su primer mensaje: “En la verdad, la paz” [2006]. En su mensaje para esta quincuagésima jornada, Francisco propone “La no violencia, un estilo de política para la paz” [2017] y presenta cuatro figuras que lucharon con métodos no violentos. Sorprende la diversidad: Mahatma Gandhí, de la India, de religión hinduista; su amigo, menos conocido, el pakistaní Khan Abdul Ghaffar Khan, musulmán; el afro-estadounidense Martín Luther King, pastor bautista; y una mujer africana, la liberiana Leymah Gbowee, luterana.

En su mensaje de este año, última de estas cincuenta luces, Francisco reafirma rotundamente que “«Ninguna religión es terrorista». La violencia es una profanación del nombre de Dios. No nos cansemos nunca de repetirlo: «Nunca se puede usar el nombre de Dios para justificar la violencia. Sólo la paz es santa. Sólo la paz es santa, no la guerra». Muchos mensajes parten de “La paz, don de Dios confiado a los hombres” [1982], recordando el canto de los ángeles en Belén: «Paz en la tierra a los hombres que Dios ama» [2000]; la necesidad de “Creyentes unidos en la construcción de la paz” [1992] y de “La libertad religiosa, condición para la convivencia pacífica” [1988] y “…camino para la paz” [2011].

Después de cincuenta años: ¿de qué sirven estos mensajes? Trabajar por la paz es una tarea irrenunciable. Estos cincuenta destellos son balizas que iluminan el camino de todos los que creemos que la paz es posible... y que depende también de cada uno de nosotros.

Que esta jornada -dedicada a la Madre de Dios- encuentre nuestros corazones abiertos para recibir del Hijo de Dios el don de la Paz y nuestro compromiso de comunicarlo a todos.