El Sermón de la Montaña por Carl Heinrich Bloch. |
IV Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo A
Evangelio según san Mateo (4,25 — 5,12)Seguían a Jesús grandes multitudes que llegaban de Galilea, de la Decápolis, de Jerusalén, de Judea y de la Transjordania. Al ver la multitud, Jesús subió a la montaña, se sentó, y sus discípulos se acercaron a él. Entonces tomó la palabra y comenzó a enseñarles, diciendo:
Felices los que tienen alma de pobres, porque a ellos les pertenece el Reino de los Cielos.
Felices los afligidos, porque serán consolados.
Felices los pacientes, porque recibirán la tierra en herencia.
Felices los que tienen hambre y sed de justicia, porque serán saciados.
Felices los misericordiosos, porque obtendrán misericordia.
Felices los que tienen el corazón puro, porque verán a Dios.
Felices los que trabajan por la paz, porque serán llamados hijos de Dios.
Felices los que son perseguidos por practicar la justicia, porque a ellos les pertenece el Reino de los Cielos.
Felices ustedes, cuando sean insultados y perseguidos, y cuando se los calumnie en toda forma a causa de mí. Alégrense y regocíjense entonces, porque ustedes tendrán una gran recompensa en el cielo; de la misma manera persiguieron a los profetas que los precedieron”.
El pasado 1º de enero, el Papa Francisco celebró la quincuagésima Jornada Mundial de la Paz. En su mensaje, Francisco nos hacía ver que “Jesús mismo nos ofrece un «manual» de esta estrategia de construcción de la paz en el así llamado Discurso de la montaña. Las ocho bienaventuranzas (cf. Mt 5,3-10) trazan el perfil de la persona que podemos definir bienaventurada, buena y auténtica. Bienaventurados los mansos —dice Jesús—, los misericordiosos, los que trabajan por la paz, y los puros de corazón, los que tienen hambre y sed de la justicia.” Hasta ahí las palabras del Papa.
Este domingo, en casa Misa, escuchamos el pasaje de las bienaventuranzas en el Evangelio de San Mateo. Ocho frases de Jesús que comienzan siempre con la misma palabra: “bienaventurados” o, como suele traducirse hoy, “felices”, “dichosos”.
Con esa palabra, Jesús está haciendo una promesa. Todos aquellos que vivan ese programa que Él propone, alcanzarán la felicidad. Desde luego, Jesús se refiere a la vida eterna, a la felicidad para siempre, en la casa del Padre. Pero no solamente allí. Ya en esta vida el discípulo de Jesús comienza a estar en el Reino de Dios, a recibir consuelo, a recibir la tierra en herencia, a ser saciado de justicia, a obtener misericordia, a contemplar a Dios, a ser llamado hijo de Dios. Todo eso será completo en la eternidad, junto a Dios, pero el discípulo puede gozarlo ahora, a pesar de que pueda ser insultado, perseguido y calumniado por causa de Jesús.
Vamos a tratar de meternos dentro de las bienaventuranzas. Son ocho, pero nos ayuda a entenderlas mejor ordenarlas por pares.
El primer par lo forman la primera y la última. La primera y la última bienaventuranza tienen la misma promesa: “de ellos es el Reino de los Cielos”. La promesa es nada menos que “el Reino de Dios”… ¡Vivir en Dios! Esta promesa está dirigida a los “pobres de espíritu” y a los “perseguidos por causa de la justicia”.
La bienaventuranza sobre los “pobres de espíritu” es tal vez la más discutida de todos los tiempos. En el evangelio de Lucas, donde las bienaventuranzas son sólo cuatro, dice simplemente: “bienaventurados los pobres”. En el Evangelio de Mateo dice “bienaventurados los pobres de espíritu”. ¿Quién sería la persona más rica en el tiempo de Jesús? No sé… tal vez el emperador romano. Hoy no es difícil saber quiénes son los más ricos del mundo. Las revistas de economía presentan sus listas. En el número uno está el fundador de una gran empresa de informática. En el Uruguay, hay un conocido contratista deportivo y empresario de medios de comunicación que se autoproclamó “el hombre más rico de Uruguay”. Hace tres años, la revista Caras y Caretas publicó una lista de los 120 hombres más ricos de Uruguay. Él figuraba entonces en el puesto 24… Ahora, ¿importa quién tiene más y quién tiene menos? Todo en este mundo está como empujándonos a buscar enriquecernos: tener más y más, consumir más y más… Las palabras de Jesús, “bienaventurados los pobres” están a contrapelo del mundo. Jesús agrega muchas veces otras palabras que invitan a reflexionar: “Cuídense de toda avaricia, porque no está la vida en el tener muchas cosas” (Lucas 12,15) y podríamos citar muchos más ejemplos…
La persona pobre de espíritu o que tiene alma de pobre es aquella que, aun teniendo bienes en este mundo, no está agarrada a ellos como si fueran su vida. Esa persona, desapegada de las cosas, busca primero el Reino de Dios y su justicia, poniendo muchas veces sus bienes en ese empeño.
Decíamos que esta bienaventuranza se empareja con la última, que habla de los “perseguidos por causa de la justicia”. No se trata de la persecución judicial contra alguien acusado de un delito. La traducción más clara es “perseguidos por practicar la justicia”: perseguidos por ser justos, por vivir como personas justas. ¿Qué es una persona justa? No se trata sólo de la justicia en las relaciones humanas, sino de ser justo ante Dios. San José es un modelo de hombre justo. El hombre justo es el que busca cumplir la voluntad de Dios en su vida. Está poniendo primero el Reino de Dios y su justicia, y eso le traerá muchas veces incomprensión, rechazo, e incluso, como sucede aún hoy en algunos lugares, persecuciones violentas. Son las consecuencias de vivir como cristiano, comprometido con su fe y con su Dios.
Un segundo par de bienaventuranzas nos presenta los mansos o pacientes y los que lloran o están afligidos. Son dos aspectos que tienen que ver con nuestra actitud ante la vida. Aprender a vivir los inevitables contrastes y sufrimientos que la vida nos va presentando, confiando siempre en el Dios de todo consuelo que conduce la historia. Es la actitud de quien se pone en manos de Dios, con la misma confianza que un niño pequeño en brazos de su madre. Es el espíritu que refleja el salmo 130: “Señor, mi corazón no es ambicioso, ni mis ojos altaneros; no pretendo grandezas que superan mi capacidad; sino que acallo y modero mis deseos como un niño en brazos de su madre”.
El tercer par de bienaventuranzas nos ubica en dos actitudes que hacen a nuestra relación con los demás. Se trata de “tener hambre y sed de justicia” y “ser misericordioso”. Vivir una vida justa frente a Dios y frente a los hombres y dejarse mover por la compasión ante la necesidad del otro y actuar en consecuencia. El año de la Misericordia que acabamos de celebrar nos ha ayudado a tomar conciencia de este aspecto fundamental en la vida de cualquier creyente, que se expresa en las obras de misericordia corporales y espirituales.
Finalmente, el cuarto par nos ubica en dos relaciones fundamentales con Dios, que también se reflejan en nuestra relación con los demás: la pureza de corazón y el trabajo por la paz.
Esto significa mantener el corazón limpio, cultivando la amistad con Dios y la búsqueda del bien por encima de todo.
Trabajar por la Paz, es ofrecer a los demás ese don que se ha recibido de Dios.
La Paz no es la tranquilidad o el aislamiento, o la simple ausencia de conflictos, ni la paz del cementerio. Es un estado de plenitud, de felicidad. Dios ofrece su Paz a los hombres desde ahora, desde la historia y un día nos la dará totalmente, en la eternidad. Es su don. Trabajar por la Paz es recibir la Paz de Dios y compartirla con quienes tenemos alrededor.
Las bienaventuranzas son, pues, un verdadero programa de vida.
¿Quién puede vivir esto, que parece tan exigente?
En primer lugar, lo vive el propio Jesús.
Todas esas actitudes están presentes en los diferentes momentos de su vida.
Jesús nos anima y nos sostiene con su Espíritu para que nos unamos a Él viviendo las bienaventuranzas.
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