viernes, 31 de agosto de 2018

Mons. Pablo Galimberti: En defensa de Francisco

Columna de Mons. Pablo Galimberti, publicada hoy en el diario CAMBIO de la ciudad de Salto.

El arzobispo Carlo María Viganò, que ocupó cargos de mucha responsabilidad como nuncio en los Estados Unidos, días pasados publicó una carta de once páginas al Papa Francisco. Lo acusa de no haber tomado a tiempo medidas contra un Cardenal americano acusado de abusos.
En la carta ataca a numerosos colaboradores del presente y pasado de los últimos tres Papas. Afirma que sobre estos asuntos había informado oportunamente al Papa Francisco.
Desde que este prelado había regresado de Estados Unidos en el 2016, Francisco le hizo saber que era mejor para él regresar a su diócesis italiana de origen. Esto no agradó a Viganò, que buscando motivos para quedarse en Roma, inventó la excusa de tener que cuidar a un hermano gravemente enfermo. Viganò fue acumulando rencor y resentimientos y ahora apunta hacia el Papa.
Respecto al camino que ha seguido, se ha equivocado por completo. No insistió procurando una audiencia privada para discutir el caso McCarrick (arzobispo acusado a quien el Papa “degradó” de su condición de cardenal). Y en lugar de los caminos silenciosos del diálogo franco, mirándose a la cara, ha hecho explotar una bomba, que aunque fechada el 22 de agosto, otra mano seguramente prefirió hacerla estallar justo en ocasión de la visita de Francisco a Irlanda.
Viganò acusa al Papa de haber dilatado una medida disciplinar contra el cardenal americano. Pero la pregunta es por qué Viganò calló este asunto durante cinco largos años, sin abrir la boca hasta ahora. Sobre él mismo recae la misma responsabilidad y su testimonio no parece ser desinteresado.
Francisco es paciente. Se informa y corrobora las fuentes. Coteja testimonios y luego actúa sin que le tiemble el pulso.
Aunque la noticia sorprende, no seamos fariseos. El Evangelio narra la petición de Santiago y Juan, apóstoles, que causó indignación en el grupo: “Maestro, queremos que nos concedas lo que te vamos a pedir: sentarnos uno a tu derecha y otro a tu izquierda cuando estés en tu gloria” (Marcos 10,37).
Francisco continúa sorprendiendo a muchos, especialmente en el Vaticano: visitando inmigrantes, las cárceles, desayunando con mendigos y prefiriendo a pastores con olor a oveja.
Muchos periodistas se han sorprendido ante lo ocurrido. En lugar de esgrimir argumentos deja a los cronistas el juicio, en un acto de confianza, contando con la madurez profesional de cada uno, porque “ustedes tienen la capacidad periodística suficiente para sacar las conclusiones”.
La periodista Stefania Falasca, de Avvenire, califica ayer la carta como mezcla de medias verdades. “Una viciada técnica conocida en la comunicación, llamada desinformación, que es más grave respecto incluso a la calumnia y la difamación, porque propone sólo una parte de la verdad persiguiendo un fin”.
La desinformación se construye precisamente sobre medias verdades. Un clásico mecanismo dirigido a impedir la respuesta. La frutilla de la torta llegó al final de todo este affaire. En una conversación con la agencia AP, un periodista de un blog anti-Bergoglio, poseído por una euforia de protagonismo, confesó que fue él quien preparó el montaje de la carta.
El perfil del Papa Francisco agrada y a la vez molesta. Según desde dónde se lo mire. Lo cierto es que para muchos ha sido una bocanada de aire nuevo y purificado. Tratemos de escuchar la voz del Espíritu en estas turbulencias eclesiales y sociales.

martes, 28 de agosto de 2018

Un corazón puro, un corazón nuevo (Mc 7,1-23)





¿Cuántas cosas quisiéramos que fueran diferentes en el planeta en que vivimos?
¿Qué cosas tendrían que cambiar?
¿Es realmente posible que haya un cambio en la conducta humana?
¿De qué forma podría llegar a producirse ese cambio?
Muchas veces tenemos la ilusión de que es posible provocar ese cambio desde fuera.
Las leyes que se da un pueblo a través de sus representantes buscan modificar las conductas. Y cuando se establece una ley que al menos algunos no están dispuestos a cumplir, también se señalan los castigos que le corresponderán al infractor.
Cumplir o no una ley está relacionado así al querer evitar el castigo que trae aparejado el no cumplirla.
Sin embargo, muchas veces la amenaza del castigo no es suficiente… pensemos en lo que realmente puede significar el endurecimiento de las penas por algunos delitos… lamentablemente, esos delitos no cesan.
El problema está en que no hay un cambio en el interior de la persona.

Nunca entenderemos bien el significado de los Diez Mandamientos, el significado de la Ley de Dios, si no entendemos el marco en que Dios los entrega. Ese marco es la Alianza entre Dios y los hombres. La Alianza no es una imposición: “Yo soy Dios y ustedes van a hacer lo que yo les diga”. No. Es un compromiso mutuo. Es un encuentro de la libertad de Dios que elige a un pueblo y la libertad de ese pueblo que elige a Dios, que reconoce a Dios como SU Dios. El domingo pasado, la primera lectura nos presentaba uno de esos momentos de elección: Josué, sucesor de Moisés al frente de los israelitas, dice al pueblo:

«Si no están dispuestos a servir al Señor, elijan hoy a quién quieren servir (...) Yo y mi familia serviremos al Señor».

Y el pueblo respondió:

«Lejos de nosotros abandonar al Señor para servir a otros dioses. Porque el Señor, nuestro Dios, es el que nos hizo salir de Egipto, de ese lugar de esclavitud (…) Por eso, también nosotros serviremos al Señor, ya que Él es nuestro Dios».

Es en el marco de esa alianza que comprendemos las palabras de Moisés en la primera lectura de este domingo:

«Y ahora, Israel, escucha los preceptos y las leyes que Yo les enseño para que las pongan en práctica. (…) No añadan ni quiten nada de lo que yo les ordeno. Observen los mandamientos del Señor, su Dios, tal como yo se los prescribo».

Esas palabras son como el telón de fondo delante del cual escuchamos lo que Jesús dice en el Evangelio:

«Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí. (…) las doctrinas que enseñan no son sino preceptos humanos. Ustedes dejan de lado el mandamiento de Dios, por seguir la tradición de los hombres».

¿A qué se refiere Jesús con “seguir la tradición de los hombres”? Este pasaje del Evangelio comienza cuando los fariseos le preguntan a Jesús por qué sus discípulos comen sin lavarse las manos. En nuestro tiempo, lavarse las manos antes de comer es un prudente acto de higiene. Así nos enseñaron nuestras mamás: “niños, lávense las manos que vamos a comer”.

Pero para los fariseos, era mucho más que eso. Era un acto de purificación, un acto con el que el hombre pretendía estar puro, limpio, ante Dios. Ese acto debía hacerse de una forma precisa, meticulosa… un verdadero rito: el lavado llegaba hasta el codo; había que enjuagarse dos veces, con una determinada cantidad de agua y no menos; no podía usarse para el agua un recipiente de barro… y varias normas más.

A todo esto, Jesús lo llama “seguir la tradición de los hombres”, es decir, cumplir una serie de normas exteriores con las que pretendemos quedar bien delante de Dios… descuidando el cumplimiento de los mandamientos.

Y aquí viene la palabra fuerte de Jesús, la palabra con la que reclama que la purificación no sea hecha por fuera, sino por dentro, en el corazón:

«Escúchenme todos y entiéndanlo bien. Ninguna cosa externa que entra en el hombre puede mancharlo; lo que lo hace impuro es aquello que sale del hombre. Porque es del interior, del corazón de los hombres, de donde provienen las malas intenciones, las fornicaciones, los robos, los homicidios, los adulterios, la avaricia, la maldad, los engaños, las deshonestidades, la envidia, la difamación, el orgullo, el desatino. Todas estas cosas malas proceden del interior y son las que manchan al hombre».

“Es del interior, del corazón de los hombres, de donde provienen las malas intenciones…” dice Jesús. En el lenguaje de la Biblia, el corazón es el centro de la persona. El corazón es el fundamento de la dignidad, de la libertad, de la capacidad de decisión de cada uno. Por eso el corazón es mencionado en el primer mandamiento: «Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón…» (Dt 6,5; Me 12,30). En la lista que Jesús hace de las cosas que hacen impuro al hombre, podemos ir reconociendo los Diez Mandamientos. El amor a Dios y el amor al prójimo son la clave para elegir entre el bien y el mal. “Bienaventurados los limpios de corazón”, dice Jesús. Mirando a su corazón, pidámosle un corazón nuevo, un corazón puro, un corazón semejante a su Sagrado Corazón.

viernes, 24 de agosto de 2018

Comunicado del Obispo de Melo, ante la situación de la comunidad parroquial de Fraile Muerto


Con respecto a la situación que está viviendo la comunidad parroquial de Fraile Muerto, de la que se ha marchado el sacerdote colombiano que se encontraba a cargo, quiero hacer algunas aclaraciones:

En primer lugar, no se recibió en el Obispado ninguna denuncia formal sobre abuso de menores. En cambio, en el gimnasio de Fraile Muerto apareció un escrito que aludía al sacerdote, involucrándolo sexualmente con tres personas.

En una conversación que inmediatamente sostuve con el sacerdote alegó que el escrito en la pared era “una calumnia” y manifestó su deseo de volver a Colombia para atender su salud, porque se sentía muy estresado, y la de sus padres, ya ancianos.

Le manifesté que, ante todo, esa situación debía ser aclarada y que no podía permitirle ausentarse del país.

Ese día me trasladé a Fraile Muerto. Pude ver una foto de la pintada, que ya había sido tapada. Allí se aludía a tres personas, de sexo masculino: una de ellas con su apellido, a quien pudimos identificar, mayor de edad; las otras dos por sobrenombres, que hasta ahora no se ha llegado a identificar.

Constatado esto, se inició una investigación y se interrogó al sacerdote, que negó haber tenido relaciones sexuales con nadie.

En todo tiempo siguió insistiendo en que quería volver a Colombia. Solicitó ayuda para hacerlo y se le negó. Se le dijo rotundamente que no se le daba autorización para retirarse de la diócesis sin que se aclarara debidamente si había ocurrido algo o no.

A pesar de las advertencias, el 31 de julio el sacerdote regresó a Colombia. Consumado ese hecho, hice un decreto suspendiéndolo en su ministerio e intimándolo a regresar. El decreto fue enviado a las autoridades de la Diócesis en la que actualmente reside, para que le sea comunicado y para que la Iglesia en Colombia esté en conocimiento de la situación del sacerdote.

La investigación sobre la conducta del sacerdote sigue abierta, buscando establecer cuál es la verdad. Toda persona que desee aportar información al respecto será recibida y escuchada.

El sacerdocio, en la Iglesia Católica, no es un trabajo o una profesión que se ejerce dentro de un horario, quedando el resto del tiempo en un ámbito de vida privada donde cada uno lleva su vida como le parece. No. El sacerdocio es un estado de vida. El sacerdote, antes de su ordenación, hace una promesa de celibato. Eso es parte de su total consagración a Dios y al prójimo. Se compromete así a vivir en abstinencia de relaciones sexuales, canalizando su afectividad en la consagración que ha hecho. El celibato bien entendido no es una auto represión, sino una forma de vivir una entrega de la propia persona a Dios y a los hermanos. Una promesa difícil de vivir, porque el sacerdote sigue siendo un ser humano frágil. Por eso, debe buscar siempre la fuerza que da la Gracia de Dios a través de su vida de oración y su participación en los Sacramentos. El sacerdote que incumple su promesa y comienza una vida de promiscuidad sexual, está traicionando la vocación que recibió de Dios y la promesa con la que ha respondido a ese llamado.

La acusación de promiscuidad sexual contra un sacerdote es una acusación muy seria, porque se le está acusando de una falta moral muy grave. Si esa acusación es probada, la Iglesia sanciona esa conducta con penas que pueden llegar hasta la expulsión como miembro del clero. Eso se hace a través de un proceso eclesiástico, que se inicia con una investigación.

En cambio, si un sacerdote tiene relaciones con personas menores de edad, se trata de algo aún más grave y que configura un delito en el que la justicia de los Estados también interviene, de acuerdo con las leyes de cada país. De probarse esos delitos, existen penas de prisión, como sucede en Uruguay. La Conferencia Episcopal dispone de una línea telefónica para recoger eventuales denuncias de esos delitos, 095 382 465, atendida de lunes a viernes, de 14.30 a 18.30 horas.

+ Heriberto Bodeant, obispo de Melo (Cerro Largo y Treinta y Tres)

miércoles, 22 de agosto de 2018

Marcharse o quedarse, momento de decisión (San Juan 6,60-69)





Carolina era una joven que había cumplido tres meses en la Fazenda de la Esperanza, una comunidad terapéutica para la recuperación de dependientes químicos y otras adicciones. 
Había llegado allí destrozada, muy delgada, con una historia de desencuentros con las personas que la querían, de desilusiones con supuestos amigos en los que no debió haber confiado y con muchas marcas en su cuerpo, en su mente y en su alma que le había dejado un largo período de consumo de drogas. 
La propuesta de la Fazenda era un año de internación. Ella había firmado un compromiso… pero faltaban nueve meses y ella se sentía muy bien. Había recuperado peso, se sentía limpia, había redescubierto la fe que había vivido de niña y que ahora tomaba otro sentido… pero ¡nueve meses más! ¿por qué no volver ya, buscar a su familia, decirles cuánto había cambiado y cuán dispuesta estaba a comenzar de nuevo? Se sentía segura, fuerte, no volvería a caer en la adicción, no volvería con la gente que la había llevado a conocer una vida tan miserable…

Hay momentos de la existencia donde irse o quedarse son decisiones que marcan el resto de la vida. Mientras estaba en esos pensamientos, Carolina se miró los pies, se sacó las chinelas y caminó sobre la tierra del caminito que bordeaba los canteros de la quinta. “Estoy volando otra vez… -se dijo- tengo que poner de verdad los pies sobre la tierra”. Y ese día comenzó el resto de su año en la Fazenda, y el resto de su vida en el camino que había encontrado.

A lo largo de toda la historia, hay gente que ha dejado la Iglesia y gente que se ha quedado en la Iglesia. En las comunidades por donde he pasado, empezando por mi propia comunidad parroquial, mi comunidad de bautismo, he encontrado esas personas que permanecen, con una fe “a prueba de balas”, aunque no sea en sentido literal. Casi siempre mujeres, pero también algunos matrimonios, algunos varones, que no se han apartado de la comunidad ni porque hayan pasado situaciones difíciles a nivel personal o familiar, ni porque haya cambiado el rostro y el estilo del párroco de turno… y eso, sin tener tampoco un motivo mezquino para quedarse, como el tener cierto poder dentro de la comunidad o haberse adueñado de un espacio. Tal vez ninguno de ellos tuvo que pasar por un momento como el que vivió Carolina en la Fazenda o el que nos presenta el evangelio de hoy. O, al menos, nadie se enteró, porque sucedió en su interior y su respuesta al Señor fue dada en la intimidad; pero su presencia constante, su fidelidad a través del tiempo, son indicadores de una decisión profunda, arraigada en la fe.

El evangelio de hoy nos presenta el episodio conocido como “la crisis de Galilea”. Es un episodio que da un giro importante al camino que venía haciendo Jesús. Desde que comenzó su ministerio en Cafarnaúm, el “éxito” de Jesús, hablando en términos humanos, era cada vez mayor. Recordemos cómo le traían “a todos los enfermos y endemoniados”, como la ciudad entera estaba a la puerta de su casa, como todos lo buscaban… y eso fue apenas el comienzo.
El día que Jesús multiplicó los panes y los peces, había cinco mil hombres, sin contar las mujeres y los niños, que siempre son muchos más. Todos querían que Jesús fuera coronado rey…
Jesús abandona a la multitud ante semejante perspectiva, pero ellos lo buscan.
Cuando lo encuentran, Jesús se pone a enseñarles largamente. Es su discurso del Pan de Vida, que hemos venido escuchando estos domingos.
Frente a las palabras de Jesús, frente a la nueva perspectiva que Él abre, muchos se desconciertan: no es lo que ellos esperaban y comienzan a abandonarlo.
Después de escuchar la enseñanza de Jesús, muchos de sus discípulos decían: «¡Es duro este lenguaje! ¿Quién puede escucharlo?»
Jesús, sabiendo lo que sus discípulos murmuraban, les dijo: «¿Esto los escandaliza? ¿Qué pasará, entonces, cuando vean al Hijo del hombre subir donde estaba antes?
El Espíritu es el que da Vida, la carne de nada sirve.
Las palabras que les dije son Espíritu y Vida. Pero hay entre ustedes algunos que no creen».
En efecto, Jesús sabía desde el primer momento quiénes eran los que no creían y quién era el que lo iba a entregar.
Y agregó: «Por eso les he dicho que nadie puede venir a mí, si el Padre no se lo concede».
Y aquí es donde se produce el desenlace de la crisis. El evangelista Juan nos dice:
Desde ese momento, muchos de sus discípulos se alejaron de Él y dejaron de acompañarlo.
Por eso, es natural que Jesús se vuelva hacia los Doce, ese pequeño grupo que estuvo con él desde el principio, y les pregunte:
«¿También ustedes quieren irse?»
Y aquí viene la respuesta decisiva. Es Simón Pedro quien habla, en nombre de todos:
«Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de Vida eterna. Nosotros hemos creído y sabemos que eres el Santo de Dios».
“Nosotros hemos creído”. Hermosas palabras; hermosas, precisamente, porque no son sólo palabras. Son la razón de una decisión. Ellos han encontrado a Jesús, han creído en Él, han encontrado sentido para su vida.

En el comienzo de su primera carta encíclica, Dios es Amor, el Papa Benedicto XVI nos dejó esta línea muchas veces citada, incluso por el propio Papa Francisco:
Hemos creído en el amor de Dios: así puede expresar el cristiano la opción fundamental de su vida. No se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva.
Nuestras fuerzas humanas pueden realizar muchas cosas. Nuestra voluntad puede templarse y mantenernos en el rumbo elegido… pero tarde o temprano, encontraremos nuestra fragilidad, nuestra impotencia… pero allí se abrirá la oportunidad para descubrir la fuerza del amor de Dios. Que en ese momento podamos también decir “Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de Vida eterna”.


martes, 21 de agosto de 2018

Carta del Santo Padre Francisco al Pueblo de Dios



«Si un miembro sufre, todos sufren con él» (1 Co 12,26). Estas palabras de san Pablo resuenan con fuerza en mi corazón al constatar una vez más el sufrimiento vivido por muchos menores a causa de abusos sexuales, de poder y de conciencia cometidos por un notable número de clérigos y personas consagradas. Un crimen que genera hondas heridas de dolor e impotencia; en primer lugar, en las víctimas, pero también en sus familiares y en toda la comunidad, sean creyentes o no creyentes. Mirando hacia el pasado nunca será suficiente lo que se haga para pedir perdón y buscar reparar el daño causado. Mirando hacia el futuro nunca será poco todo lo que se haga para generar una cultura capaz de evitar que estas situaciones no solo no se repitan, sino que no encuentren espacios para ser encubiertas y perpetuarse. El dolor de las víctimas y sus familias es también nuestro dolor, por eso urge reafirmar una vez más nuestro compromiso para garantizar la protección de los menores y de los adultos en situación de vulnerabilidad.
1. Si un miembro sufre
En los últimos días se dio a conocer un informe donde se detalla lo vivido por al menos mil sobrevivientes, víctimas del abuso sexual, de poder y de conciencia en manos de sacerdotes durante aproximadamente setenta años. Si bien se pueda decir que la mayoría de los casos corresponden al pasado, sin embargo, con el correr del tiempo hemos conocido el dolor de muchas de las víctimas y constatamos que las heridas nunca desaparecen y nos obligan a condenar con fuerza estas atrocidades, así como a unir esfuerzos para erradicar esta cultura de muerte; las heridas “nunca prescriben”. El dolor de estas víctimas es un gemido que clama al cielo, que llega al alma y que durante mucho tiempo fue ignorado, callado o silenciado. Pero su grito fue más fuerte que todas las medidas que lo intentaron silenciar o, incluso, que pretendieron resolverlo con decisiones que aumentaron la gravedad cayendo en la complicidad. Clamor que el Señor escuchó demostrándonos, una vez más, de qué parte quiere estar. El cántico de María no se equivoca y sigue susurrándose a lo largo de la historia porque el Señor se acuerda de la promesa que hizo a nuestros padres: «Dispersa a los soberbios de corazón, derriba del trono a los poderosos y enaltece a los humildes, a los hambrientos los colma de bienes y a los ricos los despide vacíos» (Lc 1,51-53), y sentimos vergüenza cuando constatamos que nuestro estilo de vida ha desmentido y desmiente lo que recitamos con nuestra voz.
Con vergüenza y arrepentimiento, como comunidad eclesial, asumimos que no supimos estar donde teníamos que estar, que no actuamos a tiempo reconociendo la magnitud y la gravedad del daño que se estaba causando en tantas vidas. Hemos descuidado y abandonado a los pequeños. Hago mías las palabras del entonces cardenal Ratzinger cuando, en el Via Crucis escrito para el Viernes Santo del 2005, se unió al grito de dolor de tantas víctimas y, clamando, decía: «¡Cuánta suciedad en la Iglesia y entre los que, por su sacerdocio, deberían estar completamente entregados a él! ¡Cuánta soberbia, cuánta autosuficiencia! [...] La traición de los discípulos, la recepción indigna de su Cuerpo y de su Sangre, es ciertamente el mayor dolor del Redentor, el que le traspasa el corazón. No nos queda más que gritarle desde lo profundo del alma: Kyrie, eleison – Señor, sálvanos (cf. Mt 8,25)» (Novena Estación).
2. Todos sufren con él
La magnitud y gravedad de los acontecimientos exige asumir este hecho de manera global y comunitaria. Si bien es importante y necesario en todo camino de conversión tomar conocimiento de lo sucedido, esto en sí mismo no basta. Hoy nos vemos desafiados como Pueblo de Dios a asumir el dolor de nuestros hermanos vulnerados en su carne y en su espíritu. Si en el pasado la omisión pudo convertirse en una forma de respuesta, hoy queremos que la solidaridad, entendida en su sentido más hondo y desafiante, se convierta en nuestro modo de hacer la historia presente y futura, en un ámbito donde los conflictos, las tensiones y especialmente las víctimas de todo tipo de abuso puedan encontrar una mano tendida que las proteja y rescate de su dolor (cf. Exhort. ap. Evangelii gaudium, 228). Tal solidaridad nos exige, a su vez, denunciar todo aquello que ponga en peligro la integridad de cualquier persona. Solidaridad que reclama luchar contra todo tipo de corrupción, especialmente la espiritual, «porque se trata de una ceguera cómoda y autosuficiente donde todo termina pareciendo lícito: el engaño, la calumnia, el egoísmo y tantas formas sutiles de autorreferencialidad, ya que “el mismo Satanás se disfraza de ángel de luz (2 Co 11,14)”» (Exhort. ap. Gaudete et exsultate, 165). La llamada de san Pablo a sufrir con el que sufre es el mejor antídoto contra cualquier intento de seguir reproduciendo entre nosotros las palabras de Caín: «¿Soy yo el guardián de mi hermano?» (Gn 4,9).
Soy consciente del esfuerzo y del trabajo que se realiza en distintas partes del mundo para garantizar y generar las mediaciones necesarias que den seguridad y protejan la integridad de niños y de adultos en estado de vulnerabilidad, así como de la implementación de la “tolerancia cero” y de los modos de rendir cuentas por parte de todos aquellos que realicen o encubran estos delitos. Nos hemos demorado en aplicar estas acciones y sanciones tan necesarias, pero confío en que ayudarán a garantizar una mayor cultura del cuidado en el presente y en el futuro.
Conjuntamente con esos esfuerzos, es necesario que cada uno de los bautizados se sienta involucrado en la transformación eclesial y social que tanto necesitamos. Tal transformación exige la conversión personal y comunitaria, y nos lleva a mirar en la misma dirección que el Señor mira. Así le gustaba decir a san Juan Pablo II: «Si verdaderamente hemos partido de la contemplación de Cristo, tenemos que saberlo descubrir sobre todo en el rostro de aquellos con los que él mismo ha querido identificarse» (Carta ap. Novo millennio ineunte, 49). Aprender a mirar donde el Señor mira, a estar donde el Señor quiere que estemos, a convertir el corazón ante su presencia. Para esto ayudará la oración y la penitencia. Invito a todo el santo Pueblo fiel de Dios al ejercicio penitencial de la oración y el ayuno siguiendo el mandato del Señor,[1] que despierte nuestra conciencia, nuestra solidaridad y compromiso con una cultura del cuidado y el “nunca más” a todo tipo y forma de abuso.
Es imposible imaginar una conversión del accionar eclesial sin la participación activa de todos los integrantes del Pueblo de Dios. Es más, cada vez que hemos intentado suplantar, acallar, ignorar, reducir a pequeñas élites al Pueblo de Dios construimos comunidades, planes, acentuaciones teológicas, espiritualidades y estructuras sin raíces, sin memoria, sin rostro, sin cuerpo, en definitiva, sin vida[2]. Esto se manifiesta con claridad en una manera anómala de entender la autoridad en la Iglesia —tan común en muchas comunidades en las que se han dado las conductas de abuso sexual, de poder y de conciencia— como es el clericalismo, esa actitud que «no solo anula la personalidad de los cristianos, sino que tiene una tendencia a disminuir y desvalorizar la gracia bautismal que el Espíritu Santo puso en el corazón de nuestra gente».[3] El clericalismo, favorecido sea por los propios sacerdotes como por los laicos, genera una escisión en el cuerpo eclesial que beneficia y ayuda a perpetuar muchos de los males que hoy denunciamos. Decir no al abuso, es decir enérgicamente no a cualquier forma de clericalismo.
Siempre es bueno recordar que el Señor, «en la historia de la salvación, ha salvado a un pueblo. No existe identidad plena sin pertenencia a un pueblo. Nadie se salva solo, como individuo aislado, sino que Dios nos atrae tomando en cuenta la compleja trama de relaciones interpersonales que se establecen en la comunidad humana: Dios quiso entrar en una dinámica popular, en la dinámica de un pueblo» (Exhort. ap. Gaudete et exsultate, 6). Por tanto, la única manera que tenemos para responder a este mal que viene cobrando tantas vidas es vivirlo como una tarea que nos involucra y compete a todos como Pueblo de Dios. Esta conciencia de sentirnos parte de un pueblo y de una historia común hará posible que reconozcamos nuestros pecados y errores del pasado con una apertura penitencial capaz de dejarse renovar desde dentro. Todo lo que se realice para erradicar la cultura del abuso de nuestras comunidades, sin una participación activa de todos los miembros de la Iglesia, no logrará generar las dinámicas necesarias para una sana y realista transformación. La dimensión penitencial de ayuno y oración nos ayudará como Pueblo de Dios a ponernos delante del Señor y de nuestros hermanos heridos, como pecadores que imploran el perdón y la gracia de la vergüenza y la conversión, y así elaborar acciones que generen dinamismos en sintonía con el Evangelio. Porque «cada vez que intentamos volver a la fuente y recuperar la frescura del Evangelio, brotan nuevos caminos, métodos creativos, otras formas de expresión, signos más elocuentes, palabras cargadas de renovado significado para el mundo actual» (Exhort. ap. Evangelii gaudium, 11).
Es imprescindible que como Iglesia podamos reconocer y condenar con dolor y vergüenza las atrocidades cometidas por personas consagradas, clérigos e incluso por todos aquellos que tenían la misión de velar y cuidar a los más vulnerables. Pidamos perdón por los pecados propios y ajenos. La conciencia de pecado nos ayuda a reconocer los errores, los delitos y las heridas generadas en el pasado y nos permite abrirnos y comprometernos más con el presente en un camino de renovada conversión.
Asimismo, la penitencia y la oración nos ayudará a sensibilizar nuestros ojos y nuestro corazón ante el sufrimiento ajeno y a vencer el afán de dominio y posesión que muchas veces se vuelve raíz de estos males. Que el ayuno y la oración despierten nuestros oídos ante el dolor silenciado en niños, jóvenes y minusválidos. Ayuno que nos dé hambre y sed de justicia e impulse a caminar en la verdad apoyando todas las mediaciones judiciales que sean necesarias. Un ayuno que nos sacuda y nos lleve a comprometernos desde la verdad y la caridad con todos los hombres de buena voluntad y con la sociedad en general para luchar contra cualquier tipo de abuso sexual, de poder y de conciencia.
De esta forma podremos transparentar la vocación a la que hemos sido llamados de ser «signo e instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano» (Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, 1).
«Si un miembro sufre, todos sufren con él», nos decía san Pablo. Por medio de la actitud orante y penitencial podremos entrar en sintonía personal y comunitaria con esta exhortación para que crezca entre nosotros el don de la compasión, de la justicia, de la prevención y reparación. María supo estar al pie de la cruz de su Hijo. No lo hizo de cualquier manera, sino que estuvo firmemente de pie y a su lado. Con esta postura manifiesta su modo de estar en la vida. Cuando experimentamos la desolación que nos produce estas llagas eclesiales, con María nos hará bien «instar más en la oración» (S. Ignacio de Loyola, Ejercicios Espirituales, 319), buscando crecer más en amor y fidelidad a la Iglesia. Ella, la primera discípula, nos enseña a todos los discípulos cómo hemos de detenernos ante el sufrimiento del inocente, sin evasiones ni pusilanimidad. Mirar a María es aprender a descubrir dónde y cómo tiene que estar el discípulo de Cristo.
Que el Espíritu Santo nos dé la gracia de la conversión y la unción interior para poder expresar, ante estos crímenes de abuso, nuestra compunción y nuestra decisión de luchar con valentía.
Vaticano, 20 de agosto de 2018

Francisco
 


[1] «Esta clase de demonios solo se expulsa con la oración y el ayuno» (Mt 17,21).
[2] Cf. Carta al Pueblo de Dios que peregrina en Chile (31 mayo 2018).
[3] Carta al Cardenal Marc Ouellet, Presidente de la Pontificia Comisión para América Latina (19 marzo 2016).

jueves, 16 de agosto de 2018

Alimentarse de la Palabra y de la Carne de Jesús (Juan 6, 51-59)





La asimilación es un proceso biológico por el cual cuando un ser vivo se alimenta, transforma lo que ha comido en parte de sus células, en parte de sí mismo. Esto es lo que hace que, por ejemplo, aunque comamos muchas zanahorias, no nos transformemos en zanahorias; más bien, esa rica raíz que comemos se transforma dentro de nuestro cuerpo y pasa a ser parte de lo que somos.
Lo mismo sucede con cualquier alimento o bebida: cuando comemos o bebemos, se hacen parte de nosotros, sin cambiar básicamente lo que somos.

También hay una asimilación psicológica, que hace parte del proceso de aprendizaje: es la forma en que incorporamos nueva información o nuevas experiencias, reinterpretándolas para que se adapten o se encuadren en la información que ya poseíamos. Sucede que tenemos nuestra manera de interpretar las cosas… como suele decirse “todo se ve según el color del cristal con que se mira”. Aunque también puede haber algo que cambie nuestra manera de ver, que sacuda todo lo que hasta ahora hemos tenido por cierto, que provoque “un cambio de mentalidad” y le dé un giro grande a nuestra vida.

En el evangelio de hoy, Jesús habla de una comida y una bebida que tiene un efecto diferente al de los demás alimentos; más aún, produce el efecto contrario: que al comer y beber seamos transformados en lo que comemos… pero ¿qué es realmente lo que Él nos ofrece para que suceda eso?

Jesús está hablando ante la gente reunida en la sinagoga de Cafarnaúm, junto al mar de Galilea. Se ha presentado diciendo “Yo soy el pan bajado del Cielo”, lo que ha hecho que la gente murmure… muchos conocían a Jesús, conocían a su familia… ¿cómo es que dice que ha bajado del Cielo?

Ahora Jesús va a hacer que sus oyentes murmuren de nuevo, porque agrega: “Yo soy el pan vivo bajado del cielo. El que coma de este pan   vivirá eternamente”.

Sus oyentes no han entendido todavía qué quiere decir Jesús con que Él es el pan. Tal vez lo han tomado como otras afirmaciones de Jesús: «Yo soy el buen pastor... Yo soy la puerta de las ovejas... Yo soy la vid verdadera» (Jn 10,7.11; 15,1). Todos saben que Jesús es carpintero, no pastor; y, por supuesto, tampoco es una puerta ni una vid. Jesús ha usado algunas comparaciones para explicar su relación con nosotros. Cuando Jesús dice que él es el Pan, podemos entender que tenemos necesidad de él, tal como necesitamos el pan material.

Más aún, podemos entender que Su Palabra es para nuestra alma como el Pan. Su Palabra nos alimenta. Hay toda una parte de la Misa en la que escuchamos la Palabra de Jesús. Incluso, muchas veces se le llama “la Mesa de la Palabra”, porque nos alimentamos con esa Palabra. Cuando la escuchamos, cuando la hacemos nuestra, cuando la ponemos en práctica, cambia nuestra mentalidad, crecemos espiritualmente.

San Pablo, que trasmitió la Palabra de Jesús, también usó esa comparación: Palabra - alimento. Él mismo dice que fue entregando el evangelio de a poco, tal como se va alimentando un niño. A los Corintios les dice:
“Yo les di a beber leche, no alimento sólido, porque todavía no podían recibirlo” (1 Corintios 3,2).
Eso es verdad y es bueno que todos lo tengamos presente: cuando escuchamos la Palabra de Jesús, nos encontramos con Él, lo escuchamos a Él. Su Palabra nos alimenta y nos hace crecer en la fe.

Jesús nos lleva más lejos cuando nos dice que Él es el Pan de Vida, que tenemos que comer su carne para tener vida eterna.
Les aseguro que si no comen la carne del Hijo del hombre
y no beben su sangre, no tendrán Vida en ustedes.
El que come mi carne y bebe mi sangre tiene Vida eterna,
y Yo lo resucitaré en el último día.
Porque mi carne es la verdadera comida y mi sangre, la verdadera bebida.
El que come mi carne y bebe mi sangre permanece en mí y Yo en él.
La Eucaristía es el gran signo de Jesús. Allí está presente, allí se da a nosotros. En esa forma tan simple, tan frágil… pero cuando lo recibimos con fe, es ese alimento el que nos asimila a nosotros: Jesús, Pan de Vida, nos va haciendo semejantes a Él.

Quienes lo recibimos habitualmente, tenemos que volver siempre a considerar lo que estamos recibiendo y lo que significa. Quienes desean recibirlo y por distintas razones no pueden hacerlo, pueden unirse a toda la comunidad en la adoración del Santísimo Sacramento. Quienes no lo conocen, o no lo entienden, o aún no creen que Él esté allí, están siempre invitados a conocerlo.

Pero el encuentro con Jesús Pan de Vida empieza por escuchar su Palabra. Decía así San Jerónimo, en una enseñanza que la Iglesia sigue presentando a todos:
«La carne del Señor es verdadera comida y su sangre verdadera bebida; éste es el verdadero bien que se nos da en la vida presente, alimentarse de su carne y beber su sangre, no sólo en la Eucaristía, sino también en la lectura de la Sagrada Escritura. En efecto, lo que se obtiene del conocimiento de las Escrituras es verdadera comida y verdadera bebida» (S. Jerónimo, Commentarius in Ecclesiasten, 3: PL 23, 1092 A)
En su Palabra, Jesús habla a todos, ofrece alimento, sigue ofreciéndose Él mismo como comida verdadera. Por eso, no es extraño que Benedicto XVI dijera que
“Alimentarse con la palabra de Dios es (…) la tarea primera y fundamental”. 
Y él mismo retoma otras palabras de san Jerónimo:
"El que no conoce las Escrituras no conoce la fuerza de Dios ni su sabiduría. Ignorar las Escrituras significa ignorar a Cristo" (Prólogo al comentario del profeta Isaías: PL 24, 17). (Inauguración de la XII asamblea general ordinaria del Sínodo de los Obispos, homilía del Santo Padre Benedicto XVI, Basílica de San Pablo extramuros, Domingo 5 de octubre de 2008)

jueves, 9 de agosto de 2018

Vida eterna, comunión y fraternidad (Juan 6,41-51)





A lo largo de la vida nos vamos encontrando con toda clase de personas. Sólo algunas de ellas dejan huellas en nosotros, huellas que nos acompañarán por el resto de los años que nos toquen vivir. A veces, más que huellas son cicatrices o, peor, heridas aún abiertas, porque nos han lastimado… pero no quiero ir por ahí. Al contrario, pienso en esas personas muy especiales, por las que uno se sentía atraído… ¿qué había en ellas? Recuerdo a la señora Nilda, una vieja profesora jubilada, que falleció hace tiempo. Cuando estabas con ella, ella te escuchaba y te sentías comprendido. Te iba haciendo algunas preguntas y, de repente, te escuchabas vos mismo diciéndole cosas que nunca habías sacado de adentro… y te dabas cuenta que eso… era lo mejor de vos mismo. Salías de ese encuentro con ganas de ser más bueno, de hacer mejor tu trabajo de cada día, confortado y agradecido.
….
Mucha gente se sentía atraída por Jesús. Algunos buscaban sus milagros: una respuesta inmediata, un alivio a sus sufrimientos. Otros lo buscaban como maestro, deseosos de sabiduría. Veían en él un hombre de Dios, un profeta que con sus palabras y sus gestos les hablaba de Dios de una manera nueva y los hacía sentir diferentes…
….
Pero, por momentos, Jesús también los desconcertaba. Desconcertaba porque daba a entender algo que no era fácil de ser entendido. ¿Quién era realmente Jesús?
Así comienza el evangelio que escuchamos este domingo:
Los judíos murmuraban de Jesús, porque había dicho: «Yo soy el pan bajado del cielo». Y decían: «¿Acaso este no es Jesús, el hijo de José? Nosotros conocemos a su padre y a su madre. ¿Cómo puede decir ahora: "Yo he bajado del cielo?"»

La gente que está escuchando a Jesús murmura al oír sus palabras… Jesús está diciendo que él viene de Dios a traer un alimento que da vida eterna y que ese alimento es él mismo. Esto es demasiado. Muchas de esas personas conocen a Jesús desde hace tiempo. Conocen a su familia. No es alguien que apareció de pronto. Lo han visto crecer. ¿Cómo pueden creer en lo que Jesús está diciendo? ¿Cómo creer que ha bajado del Cielo? ¿Cómo creer que puede darles vida eterna?
Más aún… ¿cómo podemos creerlo nosotros, dos mil años después? ¿Cómo creer que en ese hombre, Jesús de Nazaret, se ha encarnado el Misterio insondable de Dios?

No murmuren entre ustedes. Nadie puede venir a mí, si no lo atrae el Padre que me envió;
La gente ha seguido a Jesús porque se ha sentido atraída por él y por todo lo que dice y hace; pero sigue todavía pensando que lo conoce bien, que sabe cuál es su verdadera identidad. Pero Jesús les hace ver algo muy importante: “Nadie puede venir a mí, si no lo atrae el Padre que me envió”.

Lo que Jesús está planteando es un salto muy grande… es pasar de creer y confiar en Jesús en la misma forma que confiamos y creemos en una buena persona, como mi vieja profesora, a creer en Él como Hijo de Dios, “bajado del Cielo” que promete nada menos que “la vida eterna” desde ahora y para siempre.

Jesús explica que nadie puede dar ese paso de creer en Él de esa forma, si el Padre no lo atrae. Es Dios mismo quien produce la atracción que nos lleva hacia Jesús y nos hace posible creer en Él como Hijo de Dios, como enviado del Padre. Es el don de la fe, don de Dios, que necesita también nuestra respuesta, nuestro sí.
….
Escuchar la voz de Dios, dejarnos enseñar por el Padre, creer en Jesús como su Hijo, tener FE en Jesús, nos abre a una perspectiva nueva: la vida eterna.
“Nadie puede venir a mí, si no lo atrae el Padre que me envió; y Yo lo resucitaré en el último día.”
“Yo soy el pan vivo bajado del cielo. El que coma de este pan vivirá eternamente”.

A toda aquella gente que buscaba a Jesús para que sanara a sus enfermos, consolara sus tristezas, para que les diera alimento, Jesús les pide mirar mucho más lejos que el horizonte de esta vida y descubrir que están llamados a vivir en Dios, a compartir la eternidad de Dios.

Seguir a Jesús, creer en Él, es tener vida eterna desde ahora. Es llevar esa vida de Dios en nosotros. Es la vida de comunión que une al Padre con el Hijo. La muerte no pone fin a esa vida:
Sus padres, en el desierto, comieron el maná y murieron.
Pero éste es el pan que desciende del cielo, para que aquél que lo coma no muera.
El Pan de Vida nos libera de la muerte. Es la carne de Jesús, su cuerpo, que sufrirá la muerte en la cruz, lo que nos da la vida. La encarnación, Dios que se hace hombre, es una gran paradoja: Dios se hace mortal y va a la muerte en su Hijo Jesús, para que nosotros, en Él, encontremos la vida y lleguemos a ser Hijos de Dios.

 “El Hijo de Dios con su encarnación se ha unido, en cierto modo, con todo hombre.  (…) se hizo verdaderamente uno de los nuestros, semejante en todo a nosotros, excepto en el pecado.” (Gaudium et Spes, 22)
Comulgar en la carne de Jesús, comer su cuerpo, no debe separarnos de los demás. Los cristianos no estamos llamados a ser fariseos, que significa “separados”. Entre todas las grietas y fracturas que separan y dividen a los pueblos, a los vecinos, a las familias de este tiempo, es bueno que recordemos que nuestra común-unión con Jesús nos une, nos hermana, con todos los hombres y mujeres de cualquier raza, lengua, pueblo, nación… y aún religión. Nos hace descubrir que toda la humanidad está llamada a ser familia de Dios y no podemos mirar a nadie como extraño o extranjero.

El beato Charles de Foucauld, muerto en Argelia en 1916, se sintió especialmente llamado a vivir esa fraternidad. En 1902 escribía:
"Deseo acostumbrar a todos los habitantes, cristianos, musulmanes, judíos e idólatras, a considerarme su hermano, su hermano universal".

(Años después, el papa Pablo VI, en la Encíclica Populorum progressio retoma esa expresión: «Basta recordar el ejemplo del P. Carlos de Foucauld, a quien se juzgó digno de ser llamado, por su caridad, el "Hermano universal"» (n. 12). )

Alimentándonos con su Palabra, alimentándonos con su Cuerpo, Jesús nos invita a que nos hagamos hermanos de todos. Más aún, nos da la fuerza de su amor para que podamos también nosotros vivir y crecer en esa fraternidad después de cada encuentro con Jesús.

miércoles, 8 de agosto de 2018

Mons. Julio Bonino. El Cerro, el Verbo y el Pastor


Hace un año Mons. Julio Bonino partía a la Casa del Padre. Quiero recordarlo con lo que escribí en aquel momento y que vuelvo a compartir.
+ Heriberto

El Cerro, el Verbo y el Pastor

Mons. Julio César Bonino Bonino, Obispo de Tacuarembó, falleció el 8 de agosto. Ha partido un Pastor: padre, hermano y amigo.

En la sala de la casa de Mons. Julio estuvo durante mucho una pintura (sobre cuero, si mal no recuerdo) que representa el cerro Batoví. Al pie del cerro, estaba escrito su lema episcopal: “El Verbo se hizo carne” (1).

Cuando cruzo por Tacuarembó, moviéndome entre mis dos querencias, la del Litoral de mis orígenes y la de la frontera Este de mi presente, siempre que puedo, me desvío unos kilómetros, sobre todo cuando voy con alguien, para contemplar el Batoví.

No somos un país de grandes alturas, pero allí están nuestros cerros, invitándonos a levantar la mirada y a elevar nuestra vida. Nos invitan a trabajar y a pedir de Dios el don para poder realizar la ascensión humana, pasando cada día de “condiciones menos humanas a condiciones más humanas”, hasta alcanzar “la unidad en la caridad de Cristo, que nos llama a todos a participar, como hijos, en la vida del Dios vivo, Padre de todos los hombres" (2). Pienso hoy en todas las inquietudes e iniciativas de Julio en favor del desarrollo integral de los departamentos de su Diócesis.

A Abraham, el Padre de los creyentes, Dios se le manifestó como El Sadday, nombre que puede traducirse como “el  Dios de las montañas” o “el Dios de las alturas” (3).

En un momento de desolación como el que estamos viviendo con la partida del Pastor, aunque tengamos el consuelo la Esperanza, brotan desde nuestro corazón las palabras del salmista:

“Levanto mis ojos a los montes: ¿de dónde me vendrá el auxilio?”

“El auxilio me viene del Señor, que hizo el cielo y la tierra” (4) responde de inmediato el mismo salmo. Aquí reencontramos el lema de Julio: “el Verbo se hizo carne”. El Señor ha enviado su auxilio. Más aún, ha venido Él mismo a socorrernos. El Verbo se hizo carne y armó su carpa entre nosotros. La tienda del nómade, como la de Abraham, pronta a ser desarmada y enrollada para seguir la marcha. La casa de ese peregrino que es cada uno de nosotros en esta tierra.

El Verbo se hizo carne, es decir, asumió nuestra condición humana –en todo, menos en el pecado– para que por su muerte y resurrección se realice lo que nos dice San Pablo: “sabemos que si esta tienda, que es nuestra morada terrestre, se desmorona, tenemos un edificio que es de Dios: una morada eterna, no hecha por mano humana, que está en los cielos” (5).

La muerte de toda persona querida nos pone ante el misterio final de nuestra existencia. La muerte del Pastor nos pone ante la incertidumbre, nos abre a los interrogantes sobre lo que vendrá… no sobre quién vendrá, sino sobre el peregrinar del Pueblo de Dios en Tacuarembó y Rivera.

Allí está la oscuridad, la noche oscura del alma que experimentó el mismo Abraham en lo alto del cerro, al caer el sol, en la presencia de El Sadday (6).  El alma se sobresalta, se inquieta, se interroga… y entonces se manifiesta el Verbo “luz verdadera que ilumina a todo hombre que viene a este mundo” (7).

Bajo esa luz, damos gracias por la vida y el testimonio de Julio: el testimonio de su pastoreo, de su acompañamiento, de sus sueños; de su amistad, de su ternura, de sus lágrimas “soy muy llorón, decía” en las que transparentaba todas sus grandes emociones, mucho más que sus tristezas; de sus historias de vida, sus anécdotas llenas de color, de sus gestos… de su amor por la gente, por la tierra, por las raíces de esta cultura del norte uruguayo al que fue enviado este santaluceño que en Tacuarembó y Rivera encontró dos pagos que lo hicieron suyo. Ahora que nos ha dejado, rogamos por él, para que concluya su peregrinación y esté ya en la morada definitiva, en la Casa del Padre.

+ Heriberto, Obispo de Melo

1)  Juan 1,14
2)  Pablo VI, Populorum Progressio, 20-21.
3)  Génesis 17:1 Cuando Abram tenía 99 años, se le apareció Yahveh y le dijo: «Yo soy El Sadday, anda en mi presencia y sé perfecto.
Génesis 35:11 Díjole Dios: «Yo soy El Sadday. Sé fecundo y multiplícate. Un pueblo, una asamblea de pueblos tomará origen de ti y saldrán reyes de tus entrañas.
4)  Salmo 120,1-2.
5)  2 Corintios 5,1
6)  Génesis 15:12 Y sucedió que estando ya el sol para ponerse, cayó sobre Abram un sopor, y de pronto le invadió un gran sobresalto.
7)  Juan 1,9

viernes, 3 de agosto de 2018

Hambre de pan y hambre de Dios (Juan 6,24-35)





En los años 70 se oía a menudo hablar del hambre en el mundo… Biafra, Bangladesh y otras situaciones de pobreza extrema fueron motivo de movilizaciones, campañas, conciertos benéficos…
Más de 40 años después, el tema no aparece tan frecuentemente, pero no porque esté resuelto. La FAO nos dice que ha habido avances, pero también retrocesos. En 2016 el número de personas aquejadas de subalimentación crónica en el mundo llegó a 815 millones, repuntando después de años de paulatino descenso. Las zonas más afectadas se ubican en el África al sur del Sahara, el Asia sudoriental y el Asia occidental. Pesan mucho las situaciones de conflicto, las sequías e inundaciones.

Muchas de estas personas hambrientas emplean la totalidad de su jornada en conseguir lo necesario para comer ese día, incluyendo el agua potable y la leña para cocinar.

Al mismo tiempo, aumentan las tasas de sobrepeso y obesidad. En 2016, 41 millones de niños menores de cinco años tenían sobrepeso. Paradojas de nuestro mundo de hoy…

El evangelio que escuchamos el domingo pasado nos presentó el relato de la multiplicación de los panes y los peces. El milagro dejó entusiasmada a la multitud, que quedó saciada. Todos veían a Jesús como un profeta, un enviado de Dios, con un gran poder y querían hacerlo rey. Al darse cuenta de lo que pretendían, Jesús se retiró. La gente siguió buscándolo. El evangelio de este domingo comienza cuando lo encuentran.
Cuando la multitud se dio cuenta de que Jesús y sus discípulos no estaban allí, subieron a las barcas y fueron a Cafarnaúm en busca de Jesús. Al encontrarlo en la otra orilla, le preguntaron: «Maestro, ¿cuándo llegaste?»
Jesús les respondió:
«Les aseguro que ustedes me buscan, no porque vieron signos,
sino porque han comido pan hasta saciarse.
“Ustedes me buscan porque han comido hasta saciarse”, dice Jesús. Pensando en la situación de hambre en el mundo y pensando en nuestra propia necesidad de alimentarnos cada día, comprendemos lo que movía a aquella gente, porque el pan -el alimento- es esencial para mantener nuestra vida en este mundo y para eso, en primer lugar, se trabaja o se busca trabajo. Para llevar el pan a la mesa.

¿Qué es, entonces, lo que les reprocha Jesús? Jesús les reprocha el no ver más allá, no tener interés más que en saciarse de bienes terrenos. Jesús tiene para ofrecer los dones de Dios: el amor, la misericordia, la reconciliación, la paz; la vida en plenitud desde aquí y para la eternidad. ¿Cómo ayudarles a descubrir eso? Jesús sigue hablándoles:
Trabajen, no por el alimento perecedero, sino por el que permanece hasta la Vida eterna, el que les dará el Hijo del hombre; porque es él a quien Dios, el Padre, marcó con su sello».
El pan que Jesús multiplicó es perecedero. No puede trasmitir una vida que no tiene. Quien lo come, en su momento, también perece, muere. Por eso Jesús llama a trabajar por el alimento “que permanece hasta la vida eterna”. “Trabajen” por ese pan, dice Jesús; pero también dice que Él es quien les dará ese pan. Ningún esfuerzo humano, puede alcanzar el Pan de Vida eterna.

Pero si Jesús dará ese Pan de Vida Eterna ¿cuál es el trabajo? Eso mismo pregunta la gente:
«¿Qué debemos hacer para realizar las obras de Dios?»
Jesús les respondió:
«La obra de Dios es que ustedes crean en aquel que él ha enviado».
“Que ustedes crean”. La fe en Cristo es la base de todo. La fe es un don de Dios, es su obra; pero el trabajo del hombre es aceptar el don, abrirse a la fe.

Aquel que cree, no necesita ver milagros; a quien no cree, los milagros no le alcanzan. Sin embargo, la gente pide a Jesús “signos”, es decir, milagros, y recuerdan un signo del pasado:
«¿Qué signos haces para que veamos y creamos en ti? ¿Qué obra realizas?
Nuestros padres comieron el maná en el desierto, como dice la Escritura:
"Les dio de comer el pan bajado del cielo"»
Jesús responde:
«Les aseguro que no es Moisés el que les dio el pan del cielo;
mi Padre les da el verdadero pan del cielo;
porque el pan de Dios es el que desciende del cielo y da Vida al mundo».
Al oír esto, la gente hace una petición:
«Señor, danos siempre de ese pan»
Esa petición permite a Jesús manifestar que Él mismo es el Pan de Vida:
«Yo soy el pan de Vida.
El que viene a mí jamás tendrá hambre;
el que cree en mí jamás tendrá sed».
El pan es esencial para la vida. Seguiremos buscando ganarlo cada día con nuestro trabajo, sin olvidar que hay hambre en el mundo… atentos y solidarios con quienes no tienen qué comer, para que no pase lo que ya denunciaba San Pablo:
Cuando ustedes se reúnen en común, eso ya no es comer la cena del Señor, porque cada uno come primero su propia cena, y mientras uno pasa hambre, otro se embriaga.
(1 Corintios 11,20-21)
Pero cuando se trata de la Vida Eterna, sólo Jesús es esencial. Por eso es que también nosotros pedimos «Señor, danos siempre de ese pan». Jesús, Pan de Vida Eterna es el alimento que sacia nuestra hambre y sed de Dios y de la felicidad eterna que sólo Él concede.

Concluimos con la letra de una canción litúrgica:
La montaña se colma de gente / cinco mil a Jesús lo seguían.
Él reparte los panes y peces / que un muchacho gustoso ofrecía.
Le dio gracias al Padre del Cielo / y después que ya todos comieron,
les pidió que recojan las sobras / doce cestos repletos trajeron.
Jesucristo es el Pan de la Vida / que conforta al hombre en su historia:
proclamemos al mundo sin miedo / quien comparte, reparte y le sobra.