domingo, 31 de julio de 2016

Enfoques Dominicales - Ser rico ante Dios

31 de Julio, San Ignacio de Loyola

El programa Enfoques Dominicales no se trasmitió hoy por razones de programación. Les compartimos esta pequeña reflexión sobre el Evangelio de hoy.

Evangelio de nuestro Señor Jesucristo según san Lucas (12, 13-21).
Uno de la multitud dijo al Señor: “Maestro, dile a mi hermano que comparta conmigo la herencia”. Jesús le respondió: “Amigo, ¿quién me ha constituido juez o árbitro entre ustedes?”. Después les dijo: “Cuídense de toda avaricia, porque aun en medio de la abundancia, la vida de un hombre no está asegurada por sus riquezas”. Les dijo entonces una parábola: “Había un hombre rico, cuyas tierras habían producido mucho, y se preguntaba a sí mismo: “¿Qué voy a hacer? No tengo dónde guardar mi cosecha”. Después pensó: “Voy a hacer esto: demoleré mis graneros, construiré otros más grandes y amontonaré allí todo mi trigo y mis bienes, y diré a mi alma: Alma mía, tienes bienes almacenados para muchos años; descansa, come, bebe y date buena vida”. Pero Dios le dijo: “Insensato, esta misma noche vas a morir. ¿Y para quién será lo que has amontonado?”. Esto es lo que sucede al que acumula riquezas para sí, y no es rico a los ojos de Dios”.
Palabra del Señor.


Conozco más de una historia como ésta: con mucho empeño un hombre, comenzando desde abajo, va logrando construir una pequeña empresa. En ella se va integrando la familia que ha ido formando al mismo tiempo. El hombre va llegando al término de su vida y su sueño es que la empresa continúe y, sobre todo, que siga siendo una empresa familiar. No mira sólo el aspecto económico. Es su obra y la obra de su familia. Sueña con que sus hijos puedan continuarla trabajando unidos. ¿Qué sucederá a su muerte? ¿Reconocerán los hijos el valor que tiene ese trabajo familiar y continuarán la empresa? ¿O querrá cada uno su parte y hacer su propia vida, en forma independiente, aunque eso signifique vender lo que su padre construyó?

Algo así parece estar como fondo de la situación que plantea el hombre que se acerca a Jesús en el pasaje del Evangelio que leemos hoy: “Maestro, dile a mi hermano que comparta conmigo la herencia”. Posiblemente se trate de una propiedad, un campo recibido en herencia, que uno de los hermanos quiere que permanezca sin dividir, como patrimonio familiar, y el otro quiere que sea dividido y que cada uno reciba la parte que le corresponde para disponer de ella a voluntad.
Es algo como lo que pidió el hijo menor en la parábola del hijo pródigo: «Padre, dame la parte de la herencia que me corresponde» (Lc 15,12). En ese caso, el padre le dio su parte en dinero. Dinero que, según cuenta la parábola, fue gastado rápidamente en una vida desordenada.
Jesús se niega a intervenir como árbitro; pero no deja de percibir que en la vida de este hombre y, posiblemente también en la vida de su hermano, el dinero tiene un lugar preponderante. Entonces Jesús interviene de otra forma.

Lo hace con una parábola, muy clara, y no me voy a detener en ella. Antes de la parábola, Jesús dice al hombre (y sus demás oyentes, y a nosotros): “Cuídense de toda avaricia, porque aun en medio de la abundancia, la vida de un hombre no está asegurada por sus riquezas”. En la segunda lectura, de la carta a los Colosenses (3, 1-5. 9-11) hay un eco de este consejo de Jesús. Dice San Pablo: “hagan morir en sus miembros todo lo que es terrenal (…) y también la avaricia, que es una forma de idolatría”.

La idolatría es poner algo en lugar de Dios. La avaricia, idolatría del dinero, consiste en poner el dinero ante todo; convertirlo en el dios alrededor del cual gira mi vida. Se convierte en aquello que mueve mi vida, que parece darle sentido.

Cuando Dios está en el centro de nuestra vida, todo lo demás aparece en su real valor. La fraternidad, la solidaridad, la vida de familia, el trabajo compartido y bien hecho, el amor con que se hacen las cosas… todas estas cosas se manifiestan como algo que no es posible comprar, pero que es mucho más valioso que lo que el dinero puede adquirir. Cuando el dinero está en el centro de la vida, se puede llegar a saber, como decía Oscar Wilde “el precio de todas las cosas, pero el valor de ninguna”.

Al final de la parábola, Jesús sentencia: “Esto es lo que sucede al que acumula riquezas para sí, y no es rico a los ojos de Dios”. Ciertamente, para mucha gente, aunque lo quisiera, no es fácil “acumular riquezas para sí”; sin embargo, para todos es posible llegar a ser “rico a los ojos de Dios”. Busquemos al Señor. Pongámoslo en el centro de nuestra vida y, desde allí, miremos de nuevo lo que nos rodea, para descubrir lo que de veras vale la pena, lo que permanece, lo que nos hace ricos ante Él.

En este día de la fiesta de San Ignacio de Loyola (que no celebramos por ser domingo) recordemos esta propuesta de sus Ejercicios Espirituales: "quiero y elijo más pobreza con Cristo pobre que riqueza", en su camino para ser "rico ante Dios".

+ Heriberto, Obispo de Melo.

domingo, 24 de julio de 2016

Enfoques Dominicales - Levantar el corazón a Dios

Enséñanos a orar

Evangelio de nuestro Señor Jesucristo según san Lucas (Lc 11,1-13)
Un día, Jesús estaba orando en cierto lugar, y cuando terminó, uno de sus discípulos le dijo: “Señor, enséñanos a orar, así como Juan enseñó a sus discípulos”. Él les dijo entonces: “Cuando oren, digan: Padre, santificado sea tu Nombre, que venga tu Reino, danos cada día nuestro pan cotidiano; perdona nuestros pecados, porque también nosotros perdonamos a aquellos que nos ofenden; y no nos dejes caer en la tentación”. Jesús agregó: “Supongamos que alguno de ustedes tiene un amigo y recurre a él a medianoche, para decirle: ‘Amigo, préstame tres panes, porque uno de mis amigos llegó de viaje y no tengo nada que ofrecerle’, y desde adentro él le responde: ‘No me fastidies; ahora la puerta está cerrada, y mis hijos y yo estamos acostados. No puedo levantarme para dártelos’. Yo les aseguro que aunque él no se levante para dárselos por ser su amigo, se levantará al menos a causa de su insistencia y le dará todo lo necesario. También les aseguro: pidan y se les dará, busquen y encontrarán, llamen y se les abrirá. Porque el que pide, recibe; el que busca, encuentra; y al que llama, se le abrirá. ¿Hay entre ustedes algún padre que da a su hijo una serpiente cuando le pide un pescado? ¿Y si le pide un huevo, le dará un escorpión? Si ustedes, que son malos, saben dar cosas buenas a sus hijos, ¡cuánto más el Padre del cielo dará el Espíritu Santo a aquellos que se lo pidan!”.
Palabra del Señor.


Padrenuestros y Avemarías

Si a Ud. le preguntan si reza, si tiene un momento de oración en el día, ¿qué responde? Hay quienes tienen el hábito de rezar el Rosario solos o en grupo.
Es una oración muy conocida, muy tradicional en la Iglesia Católica.
El Rosario mismo, con sus cuentas que permiten ir desgranando los 50 avemarías es un objeto que mucha gente tiene (aunque algunos a veces no lo usen para lo que fue hecho, para rezarlo).
Para mucha gente la oración es aún más sencilla: un Padrenuestro, un Avemaría… Las dos oraciones tienen un valor especial, pero sin duda el Padrenuestro está primero.
Es la oración que el mismo Jesús enseñó a sus discípulos cuando estos le pidieron “enséñanos a orar”, como nos narra el Evangelio de este domingo. Con esa oración, Jesús nos introduce en la relación con Su Padre y nuestro Padre; esa relación que alimenta la vida de Jesús. Jesús no hace nada sin tomar un tiempo de oración, un tiempo para estar con el Padre. En el padrenuestro pedimos “hágase tu voluntad en la tierra como en el Cielo”. Esa petición no es una frase de resignación, como cuando se dice, ante un hecho desgraciado “es la voluntad de Dios”. La voluntad de Dios es una voluntad de amor, de salvación para toda la humanidad. San Pablo expresa en pocas palabras: Dios "quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad" (1 Tim 2,4). Eso es lo que estamos pidiendo cuando decimos “hágase tu voluntad”: que toda la humanidad encuentre el camino hacia la vida en Dios, para toda la eternidad. “Salvarse” no es salir del paso, zafar de una situación difícil, sino encontrar a Dios, encaminar desde aquí nuestra vida de modo que entremos en su Vida para siempre, en la Vida Eterna.
El Avemaría es una oración dirigida a una persona humana: la Virgen María, madre de Jesús, madre del Hijo de Dios y por tanto “Madre de Dios”. A ella le pedimos que interceda por nosotros, es decir, que ruegue ante Dios por nosotros, que rece por nosotros. De esta forma le rezamos a ella, pero pidiéndole que ella ayude a que nuestra oración llegue a Dios.


Levantar el corazón al Padre

Hay muchas otras oraciones escritas que podemos rezar. No es difícil encontrarlas; pero rezar no consiste sólo en leer o improvisar una oración, sino en hacerlo “levantando el corazón a Dios”. Es que, como dice el Catecismo de la Iglesia Católica, la oración es “una relación viviente y personal con Dios vivo y verdadero” (N. 2558). Por eso, para rezar no alcanza con repetir una oración: tengo que poner la intención, con todo el corazón.
Santa Teresa de Jesús decía que la oración no es otra cosa sino “tratar de amistad, estando muchas veces tratando a solas con quien sabemos nos ama”.
En la Biblia encontramos muchos ejemplos de esa oración de hombres que tienen esa especial confianza en Dios. En la primera lectura de las misas de este domingo encontramos un diálogo entre Abraham y Dios.

Lectura del libro del Génesis (Gn 18, 20-21. 23-32)
El Señor dijo: “El clamor contra Sodoma y Gomorra es tan grande, y su pecado tan grave, que debo bajar a ver si sus acciones son realmente como el clamor que ha llegado hasta mí. Si no es así, lo sabré”. Entonces Abraham se le acercó y le dijo: “¿Así que vas a exterminar al justo junto con el culpable? Tal vez haya en la ciudad cincuenta justos. ¿Y tú vas a arrasar ese lugar, en vez de perdonarlo por amor a los cincuenta justos que hay en él? ¡Lejos de ti hacer semejante cosa! ¡Matar al justo juntamente con el culpable, haciendo que los dos corran la misma suerte! ¡Lejos de ti! ¿Acaso el Juez de toda la tierra no va a hacer justicia?”. El Señor respondió: “Si encuentro cincuenta justos en la ciudad de Sodoma, perdonaré a todo ese lugar en atención a ellos”. Entonces Abraham dijo: “Yo, que no soy más que polvo y ceniza, tengo el atrevimiento de dirigirme a mi Señor. Quizá falten cinco para que los justos lleguen a cincuenta. Por esos cinco, ¿vas a destruir toda la ciudad?”. “No la destruiré si encuentro allí cuarenta y cinco”, respondió el Señor. Pero Abraham volvió a insistir: “Quizá no sean más de cuarenta”. Y el Señor respondió: “No lo haré por amor a esos cuarenta”. “Por favor, dijo entonces Abraham, que mi Señor no lo tome a mal si continúo insistiendo. Quizá sean solamente treinta”. Y el Señor respondió: “No lo haré si encuentro allí a esos treinta”. Abraham insistió: “Una vez más, me tomo el atrevimiento de dirigirme a mi Señor. Tal vez no sean más que veinte”. “No la destruiré en atención a esos veinte”, declaró el Señor. “Por favor, dijo entonces Abraham, que mi Señor no se enoje si hablo por última vez. Quizá sean solamente diez”. “En atención a esos diez, respondió, no la destruiré”.
Palabra de Dios.


Dios ha confiado en Abraham como amigo, y le ha revelado un proyecto terrible: Dios va a destruir las ciudades de Sodoma y Gomorra, porque la maldad de la gente que habita en ellas es terrible y no tiene ya remedio. Abraham responde a esa confianza de Dios intercediendo por los posibles justos que haya en esas ciudades, para que no sean destruidos inocentes con pecadores.
Más adelante encontramos la gran figura de Moisés. Se dice que “Dios hablaba con Moisés cara a cara, como quien habla con un amigo” (Éxodo 33,11). Igual que con Abraham, Dios confía a Moisés su plan. Hay un momento en que ese proyecto es tremendo. El Pueblo se ha alejado totalmente de Dios. Dios le propone a Moisés un drástico “borrón y cuenta nueva”. Borrar a todo ese pueblo y empezar de nuevo con Moisés; pero Moisés intercede por su pueblo. Le pide a Dios que no haga eso y Dios perdona al pueblo (Éxodo 32,9.14).

Orar sin desanimarse

En el pasaje del Evangelio que escuchamos este domingo, Jesús invita a orar sin desanimarse, y nos dice “pidan y se les dará”. Está motivando nuestra oración de petición.
Hay gente creyente que se pregunta porqué hacer una petición a Dios… si Dios nos conoce, si sabe lo que necesitamos ¿por qué se lo tenemos que pedir? Si es algo bueno para nosotros, Dios nos lo dará aunque no se lo pidamos; si es algo malo o no tan bueno para nosotros, Dios no nos lo dará aunque se lo pidamos. Entonces ¿para qué pedirle a Dios? Y cuando no está la fe, muchos piensan como Serafín J. García: “y digo ande cuadre que pa’ nada sirven / los que sólo viven pirinchando el cielo”.
Pero no. Rezar de verdad no es andar “pirinchando el cielo”. Rezar es, volvemos a decirlo, “levantar el corazón a Dios”. Es mirar más allá de las apariencias, más allá de las cosas. Es buscar lo que realmente permanece y, por tanto, lo único que cuenta, lo único que puede llenar totalmente la vida del hombre.
Podemos pedir muchas cosas, pero no nos engañemos. No podemos pedirle a Dios como niños malcriados y caprichosos, que hoy quieren una cosa y mañana otra, según lo que vaya apareciendo en las vidrieras o en las pantallas.

Pedir lo más grande

Jesús nos anima a pedir, pero a pedir en grande.
El pasaje del Evangelio de hoy nos lo reafirma. Un padre, nos dice Jesús, no le da a sus hijos serpientes o escorpiones, sino cosas buenas y necesarias, empezando por el alimento de cada día.
Entonces, dice Jesús: “Si ustedes, que son malos, saben dar cosas buenas a sus hijos, ¡cuánto más el Padre del cielo dará el Espíritu Santo a aquellos que se lo pidan!”
El Espíritu Santo: es lo máximo que podemos pedir. Es la presencia de Dios mismo en nuestra vida, en nuestro corazón. Es luz, es fortaleza, es la vida de Dios en nosotros. Jesús nos invita a pedir, pero no a quedarnos en cosas chiquitas. A pedir lo más grande que Dios quiere darnos. Dios quiere que lo pidamos, que lo deseemos, porque entonces sí lo recibiremos.
Así nos anima Jesús a rezar: “pidan y se les dará, busquen y encontrarán, llamen y se les abrirá. Porque el que pide, recibe; el que busca, encuentra; y al que llama, se le abrirá.”

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Enfoques Dominicales es un programa que se emite por
1340 AM La Voz de Melo, los domingos a las 11:50.

domingo, 17 de julio de 2016

Enfoques dominicales - En casa de Marta y María

Jan Vermeer: Cristo en casa de Marta y María

Visitando a la tía Eleodora

Mis hermanos y yo recordamos que, cuando éramos chicos, en Young, íbamos a veces a visitar a nuestra tía Eleodora. Ella y su esposo, el tío Toto, no habían podido tener hijos. No sé si ella creía aquellos que se dice: “al que Dios no le da hijos, el diablo le da sobrinos”, porque no era raro que, cuando llegábamos su saludo era algo como esto: “llegan ahora, justo cuando termino de lavar los pisos”. O sea, nuestra visita caía siempre como inoportuna. Por suerte, como niños, teníamos cierta inmunidad frente a esas cosas, pasábamos muy orondos, le dábamos un beso y la tía nos mostraba su otra cara, yendo a buscar algunas frutillas de su quinta para nosotros, o convidándonos con el pan casero que ella hacía en su horno de primus.
A veces, nuestra manera de recibir a los demás es un poco contradictoria.
La llegada de la visita, o del que llega pero no es “visita” nos desacomoda.
Nos saca de nuestro plan de vida, de nuestra organización, nos desconcentra…
Por eso, cada vez la visita es menos espontánea; la organizamos, la comunicamos… no podemos caer de sorpresa, de pasada…

"Cayendo" de visita: la travesura del Papa Francisco

Días atrás el Papa Francisco hizo un gesto de ese tipo. Salió para ir al dentista y, antes de volver al Vaticano, le pidió al chofer que lo llevara hasta la sede de la Comisión para América Latina, que está a cargo de un uruguayo, el Dr. Guzmán Carriquiry. Y por allí “cayó” Francisco, a charlar un poco, y después se quedó a tomar un café con los funcionarios.
Muchos lo han comentado como una “travesura” del Papa. Tal vez hay que leerlo como un gesto profético, una invitación a una mayor espontaneidad en las relaciones humanas, que se van encerrando en rígidas agendas o rutinas.


La visita en el campo: un acontecimiento

Lectura del libro del Génesis (18, 1-10a).
El Señor se apareció a Abraham junto al encinar de Mamré, mientras él estaba sentado a la entrada de su carpa, a la hora de más calor. Alzando los ojos, divisó a tres hombres que estaban parados cerca de él. Apenas los vio, corrió a su encuentro desde la entrada de la carpa y se inclinó hasta el suelo, diciendo: “Señor mío, si quieres hacerme un favor, te ruego que no pases de largo delante de tu servidor. Yo haré que les traigan un poco de agua. Lávense los pies y descansen a la sombra del árbol. Mientras tanto, iré a buscar un trozo de pan, para que ustedes reparen sus fuerzas antes de seguir adelante. ¡Por algo han pasado junto a su servidor!”. Ellos respondieron: “Está bien. Puedes hacer lo que dijiste”. Abraham fue rápidamente a la carpa donde estaba Sara y le dijo: “¡Pronto! Toma tres medidas de la mejor harina, amásalas y prepara unas tortas”. Después fue corriendo hasta el corral, eligió un ternero tierno y bien cebado, y lo entregó a su sirviente, que de inmediato se puso a prepararlo. Luego tomó cuajada, leche y el ternero ya preparado, y se los sirvió. Mientras comían, él se quedó de pie al lado de ellos, debajo del árbol. Ellos le preguntaron: “¿Dónde está Sara, tu mujer?”. “Ahí en la carpa”, les respondió. Entonces uno de ellos le dijo: “Volveré a verte sin falta en el año entrante, y para ese entonces Sara habrá tenido un hijo”.
Palabra de Dios.

La Palabra de Dios de este domingo nos pone frente a diferentes formas de recibir a una visita.
En la primera lectura, nos transportamos a un escenario parecido al que podríamos encontrar en nuestra campaña. Estamos lejos de la vida de una ciudad, donde nos encontramos a lo largo del día con muchas personas diferentes, en una relación muchas veces de anonimato, y a veces con ganas de un remanso de intimidad o de liso y llano aislamiento.
No. Aquí estamos en el campamento de Abraham, que vive con su clan, un grupo reducido de personas, cuidando sus rebaños… pocos viajeros pasan por el camino. La llegada de viajeros es un acontecimiento. Abraham ve a tres hombres que pasan y corre hacia ellos y les pide que no pasen de largo. Les ofrece su hospitalidad, les prepara comida. Él, que es el jefe de familia, no delega a ningún servidor para atender a los huéspedes. Él mismo se queda de pie, al lado de ellos, atento a cualquier cosa que fuera necesaria.
¿Por qué hace eso Abraham? Porque esa visita es para él y su gente un regalo de Dios
Y Dios se manifiesta a través de esos viajeros. Abraham recibe de ellos el anuncio de que un cambio sobrevendrá en su vida: él y su esposa tendrán finalmente el hijo que tanto han deseado y buscado a lo largo de años.

La visita de Dios

Este relato que está en el primer libro de la Biblia nos presenta algo que se seguirá repitiendo. Dios se revela, se manifiesta a los hombres a través de todas las circunstancias y situaciones de la vida; pero Dios se manifiesta de una manera privilegiada a través de las personas. A Dios le gusta hablar al hombre por medio de otro hombre, le gusta actuar en la vida humana mediante otras personas. Él es Dios; pero se vale de un intermediario humano.
En ese sentido, cada encuentro con el otro, con el que nos visita, con el que pasa por nuestra vida, es también una oportunidad de encuentro conmigo mismo y de encuentro con Dios.
El pasado 11 de julio recordamos a San Benito de Nursia, fundador de los monjes benedictinos, que se han distinguido siempre por su hospitalidad.
Un monje benedictino decía algo que se puede aplicar tanto a las personas con las que convivimos y nos encontramos todos los días, como aquellos que a veces nos acompañan en un tramo de nuestro camino:
“Alguien que es totalmente diferente de ti camina junto a ti,
y parece que no es nada útil para ti;
y a pesar de todo, tú has sido confiado a él, y él a ti,
para que se encuentren el uno al otro,
y el uno se convierta en don para el otro,
cada uno para la salvación del otro”.
(Rapahel Hombach OSB)

Acción y contemplación

Evangelio de nuestro Señor Jesucristo según san Lucas (10, 38-42)
Jesús entró en un pueblo, y una mujer que se llamaba Marta lo recibió en su casa. Tenía una hermana llamada María, que sentada a los pies del Señor, escuchaba su palabra. Marta, que estaba muy ocupada con los quehaceres de la casa, dijo a Jesús: “Señor, ¿no te importa que mi hermana me deje sola con todo el trabajo? Dile que me ayude”. Pero el Señor le respondió: “Marta, Marta, te inquietas y te agitas por muchas cosas, y sin embargo, una sola cosa es necesaria. María eligió la mejor parte, que no le será quitada”.
Palabra del Señor.


Y bien, esto es lo que viven Marta y María, tal como nos lo cuenta el Evangelio que escuchamos en las Misas de hoy.
A través de su visita, estas dos hermanas reciben a Dios, en la persona de su Hijo, el hombre Jesús de Nazaret.
Las dos hermanas lo reciben, pero la actitud es diferente. Marta se desvive por tener la casa en orden. No es como mi tía Eleodora, que recién había terminado de lavar los pisos cuando llegaba la visita; parece que Marta está lavando los pisos, está cocinando, está haciendo de “mujer orquesta” para que todo esté impecable…
En cambio, María se sienta a los pies de Jesús.
Nosotros no captamos toda la importancia que tiene ese gesto.
A los pies del Maestro se sientan los discípulos.
María recibe a Jesús como Maestro, se sienta ante Él como discípula, con los oídos y el corazón abiertos para que no se escape nada de lo que Jesús le puede comunicar.
Por eso Jesús dice que María ha elegido la parte más importante.
Sin embargo, la enseñanza de este pasaje del Evangelio no es oponer la acción y la oración, el arremangarnos y ponernos a la obra, frente a la meditación de la Palabra de Dios. El Papa Francisco, comentando este pasaje, dice:
“…la escucha de la Palabra del Señor, la contemplación, y el servicio concreto al prójimo, no son dos actitudes contrapuestas, sino, al contrario, son dos aspectos, ambos esenciales para nuestra vida cristiana; aspectos que nunca se han de separar, sino vivir en profunda unidad y armonía.”
El problema de Marta es que consideró esencial lo que estaba haciendo. Se dejó absorber por las cosas que había que hacer.
En cambio, la fuente principal de nuestra acción como cristianos, la fuente de nuestro servicio al prójimo está en la oración, en la escucha de la Palabra de Dios. Eso es lo que está haciendo Marta: está cayendo en el “activismo”, desconectada de la fuente. Y cuando uno se desconecta de la fuente, si no se conecta de nuevo, se seca, se queda sin agua.
María, a los pies de Jesús, está bebiendo de la fuente. Ella es quien lo está recibiendo profundamente.
Podríamos decir también: Marta quiere “alimentar” a Jesús, y no piensa que Jesús quiere alimentarla a ella.
María, en cambio, está recibiendo de Jesús el alimento que le dará las fuerzas para trabajar en servicio de su prójimo.

domingo, 10 de julio de 2016

Enfoques Dominicales - ¿Quién es mi prójimo?

El buen samaritano (1880),
obra de Aimé Nicolas Morot (1850–1913).
Este domingo no fue emitido Enfoques Dominicales por razones de programación de La Voz de Melo. No obstante, les dejamos aquí una reflexión sobre el evangelio de hoy: nada menos que la parábola del Buen Samaritano.

Del Evangelio según S. Lucas (10,25-37).
Un doctor de la Ley se levantó y le preguntó a Jesús para ponerlo a prueba: “Maestro, ¿qué tengo que hacer para heredar la Vida eterna?”. Jesús le preguntó a su vez: “¿Qué está escrito en la Ley? ¿Qué lees en ella?”. Él le respondió: “Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con todas tus fuerzas y con todo tu espíritu, y a tu prójimo como a ti mismo”. “Has respondido exactamente, –le dijo Jesús–; obra así y alcanzarás la vida”. Pero el doctor de la Ley, para justificar su intervención, le hizo esta pregunta: “¿Y quién es mi prójimo?”. Jesús volvió a tomar la palabra y le respondió: “Un hombre bajaba de Jerusalén a Jericó y cayó en manos de unos ladrones, que lo despojaron de todo, lo hirieron y se fueron, dejándolo medio muerto. Casualmente bajaba por el mismo camino un sacerdote: lo vio y siguió de largo. También pasó por allí un levita: lo vio y siguió su camino. Pero un samaritano que viajaba por allí, al pasar junto a él, lo vio y se conmovió. Entonces se acercó y vendó sus heridas, cubriéndolas con aceite y vino; después lo puso sobre su propia montura, lo condujo a un albergue y se encargó de cuidarlo. Al día siguiente, sacó dos denarios y se los dio al dueño del albergue, diciéndole: “Cuídalo, y lo que gastes de más, te lo pagaré al volver”. ¿Quién de estos tres te parece que fue prójimo del hombre asaltado por los ladrones?”. “El que practicó la misericordia con él”, le respondió el doctor. Y Jesús le dijo: “Vete, y haz tú lo mismo”.
Palabra del Señor.

La parábola del Buen Samaritano es una de las enseñanzas más conocidas de Jesús, que sigue siendo fuertemente vigente y necesaria en el mundo de hoy.

Para heredar la vida eterna

Todo comienza con las preguntas que un Doctor de la Ley hace a Jesús.
La Ley, en el mundo de la Biblia, significa lo que hoy llamamos el Antiguo Testamento, dentro del cual se encuentran los diez mandamientos y numerosos preceptos que regulaban la vida del Pueblo de Dios.
El Doctor de la Ley es un hombre que conoce la Biblia. No sólo la ha leído, sino que la ha estudiado, escuchando a grandes maestros.
Ese hombre, pues, se acerca a Jesús y le hace una gran pregunta: “Maestro, ¿Qué tengo que hacer para heredar la vida eterna?
Jesús le responde con otra pregunta, que invita al experto a buscar dentro de sus propios conocimientos. Jesús pregunta: “¿Qué está escrito en la Ley? ¿Qué lees en ella?”
Con mucha sabiduría, el hombre resume toda la Ley en dos preceptos centrales:
El primero se refiere al mandamiento del amor a Dios y está en el libro del Deuteronomio:
“Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con todo tu ser, con todas tus fuerzas y con toda tu mente” (Dt 6,5).
El segundo trata del amor al prójimo y se encuentra en el libro del Levítico:
“Amarás a tu prójimo como a ti mismo” (Lv 19,18).
La respuesta del Doctor de la Ley es muy buena, y así lo reconoce Jesús: “Has respondido bien”, le dice; y agrega “Haz eso y vivirás”. O sea, cumple esos mandamientos y heredarás la vida eterna.
Pero aquí el hombre le da un nuevo giro a la conversación y le pregunta a Jesús “¿Y quién es mi prójimo?”

¿Quién es mi prójimo?

La palabra prójimo tiene la misma raíz que próximo: lo siguiente, lo vecino, lo que está al lado. El hombre quiere saber hasta dónde se extiende el mandamiento.
Es que si leemos el capítulo 19 del libro del Levítico (de donde está tomado el mandamiento de amor al prójimo) vemos claramente que el prójimo es el miembro de “la comunidad de los israelitas” a quien va dirigida la Palabra de Dios.
Sin embargo, allí mismo aparece una primera extensión del mandamiento, más allá de los miembros naturales de la comunidad, a la que se le agrega una especie de firma solemne:
“Al forastero que reside junto a ustedes, lo mirarán como a uno de su pueblo y lo amarás como a ti mismo; pues forasteros fueron ustedes en la tierra de Egipto. Yo, Yahveh, su Dios.” (Lev 19,34)
La pregunta del Doctor de la Ley parece apuntar aún más lejos… ¿hasta dónde llega esta cercanía, esta proximidad humana? No sé si él llegaría tan lejos como Gandhi, para decir “todo hombre es mi hermano”, “todo hombre es mi prójimo”.
La respuesta de Jesús no es de ese tipo. Jesús no le dice “todo ser humano es tu prójimo”. Responde con un relato que resultará inolvidable para el Doctor de la Ley y para nosotros: la parábola del Buen Samaritano.

El Buen Samaritano

El Samaritano es el hombre que se compadece del herido del camino. Sus acciones son actos de amor: cura el herido, lo monta en su cabalgadura, siguiendo él a pie y tal vez, como en la pintura de Morot que ilustra esta nota, sirviéndole también de apoyo. Se quedó cuidándolo personalmente mientras pudo y dio de su dinero para asegurar el cuidado del herido por más tiempo. El Samaritano cumplió con el mandamiento de amar al prójimo como a sí mismo.
El mensaje de Jesús es claro, pero tiene una sutileza. Este hombre que cumple el mandamiento de “amar al prójimo como a sí mismo” no es un miembro del Pueblo de Dios. Es un extranjero, miembro de un pueblo que profesa la misma religión que los Israelitas, pero con sus diferencias (podemos ver algo de eso en el encuentro de Jesús con la Samaritana, capítulo 4 de San Juan). Tal vez lo que hubiera esperado el Doctor de la Ley es que el Samaritano fuera el herido del camino y que cualquier miembro del Pueblo de Dios lo socorriera, después que el sacerdote y el levita siguieran de largo. Así se habría visto que un miembro del Pueblo de Dios es capaz de reconocer como prójimo incluso a ese extranjero que tiene el atrevimiento de pretender venerar también a Yahveh sin conocer realmente la Ley. Pero Jesús muestra que el Samaritano, haya leído o no el libro del Levítico, conoce la Ley de Dios, la tiene inscripta en su corazón… ¡y la pone en práctica!

Practicar la Misericordia

Notemos la manera de preguntar de Jesús. No dice “¿Quién reconoció como prójimo al hombre asaltado por los ladrones?” sino “¿Quién de estos tres te parece que fue prójimo del hombre asaltado por los ladrones?”. El Samaritano, el extranjero, es quien ha sido prójimo, quien ha actuado como prójimo. Si el extranjero puede reconocer a quien sea como prójimo, tanto más lo tiene que reconocer el miembro del Pueblo de Dios. No hay límites en la proximidad. Todo ser humano es mi prójimo.
Pero el Doctor de la Ley, nuevamente tiene una intervención que da lugar a otra enseñanza de Jesús. A la pregunta de Jesús, el Doctor no responde “el Samaritano” (tal vez porque le cueste nombrar al extranjero) pero dice, en realidad, algo más interesante: “El que practicó la misericordia con él”. Esta respuesta nos dice que el Samaritano no ha sido simplemente alguien que se emocionó vivamente, que se angustió viendo el cuadro de aquel hombre malherido, tendido al costado del camino. El Samaritano no fue el hombre que exclamó, sumamente conmovido “¡Pobre hombre! ¡Qué barbaridad!” pero después se dijo “bueno, tengo que seguir el viaje, ¿qué le voy a hacer?”. No él dejó de lado sus negocios y “practicó la misericordia con él”.
En este Año de la Misericordia el Papa Francisco nos ha recordado las siete obras de misericordia corporales y las siete obras de misericordia espirituales, precisamente para que pongamos en obra los sentimientos de compasión que nos suscitan muchas situaciones que encontramos cotidianamente. Para que los pongamos en obra tanto personal como comunitariamente, aunando esfuerzos para ayudar a nuestros prójimos, para que todos tengamos una vida más verdaderamente humana, como hijos e hijas de Dios.

+ Heriberto, Obispo de Melo
 
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Enfoques Dominicales es un programa que se emite por 1340 AM La Voz de Melo, los domingos a las 11:50. La versión escrita que presenta el Blog no necesariamente es la versión literal de lo emitido, pero sí su contenido esencial.

domingo, 3 de julio de 2016

Enfoques Dominicales - Santo Tomás o ver para creer


Hoy 3 de julio, es el día de la fiesta de Santo Tomás Apóstol, aquel hombre que quería “ver para creer”. Este 3 de julio de 2016, la Iglesia no celebra esa fiesta, porque cae en domingo y corresponde celebrar la Misa propia del Día del Señor.
Sin embargo, vamos a hablar un poco de Santo Tomás, porque nos da también ocasión para hablar de la fe.
El pasaje bíblico que vamos a comentar está en el Evangelio según San Juan, capítulo 20, versículos 24 al 29.
Nos tenemos que ubicar después de la resurrección de Jesús, cuando Jesús comienza a aparecerse a sus discípulos.
El Evangelio nos cuenta que Tomás había estado ausente en la primera aparición de Jesús resucitado a sus discípulos, que ocurrió el primer día de la semana, es decir, el domingo. No olvidemos que el sábado es el séptimo día.
Tomás se encuentra con los demás discípulos y ellos le cuentan: "Hemos visto al Señor".
Entonces, Tomás responde: “Si no veo la marca de los clavos en sus manos, si no pongo el dedo en el lugar de los clavos y la mano en su costado, no lo creeré”.
En síntesis, si no veo, no creeré. Ver para creer.
Al domingo siguiente, Jesús vuelve a hacerse presente en medio de sus discípulos.
Los saluda deseándoles la paz, y después llama a Tomás y le dice:
“Trae aquí tu dedo: aquí están mis manos. Acerca tu mano: métela en mi costado. En adelante no seas incrédulo, sino hombre de fe”.
Pero Tomás no hace ninguno de esos gestos que antes había reclamado.
En cambio, Tomás proclama “¡Señor mío y Dios mío!”
De esa forma, hace una maravillosa profesión de fe. Llama a Jesús “Señor” y “Dios” y, más todavía, lo reconoce como “su” Señor y “su” Dios.
No obstante, Jesús le dice y nos dice también a nosotros:
“Ahora crees, porque me has visto. ¡Bienaventurados los que creen sin haber visto!”.

Todo parece muy simple. Tomás creyó, y ya está.
Sin embargo es tan simple (tampoco es tan complicado).
Veamos. A partir del momento en que Tomás ve a Jesús ¿qué sucede?
¿Tomás cree o Tomás sabe? ¡No es lo mismo!

Fíjense ustedes. Cuando nos han contado un hecho, la cuestión está en creer o no creer lo que nos relatan. Pero cuando vemos el hecho, cuando nos pellizcamos para convencernos de que no estamos soñando, cuando buscamos que otro nos confirme que es verdad lo que vemos, sabemos. Ya no hace falta creer.

Pero Jesús no le dice "ahora sabes", sino "ahora crees". Tomás ha dado un paso en la fe. Sí: ha visto a Jesús resucitado; pero también ha creído, para poder decirle "Señor mío y Dios mío".
Y si no, vayamos al final del evangelio según San Mateo (18,16-20). Allí se dice que "Al verlo, se postraron delante de él; sin embargo, algunos todavía dudaron".
Así es. Todos vieron a Jesús resucitado. Los que creyeron, de inmediato se postraron ante Él. Otros todavía dudaron. ¿Qué es lo que se ve y lo que no se ve en estos encuentros con Jesús?
San Gregorio Magno lo explicaba así:
“Lo que [Tomás] creyó superaba a lo que vio.
En efecto, un hombre mortal no puede ver la divinidad. Por esto lo que él vio fue la humanidad de Jesús, pero confesó su divinidad al decir: ¡Señor mío y Dios mío!
Él, pues, creyó (...) ya que, teniendo ante sus ojos a un hombre verdadero, lo proclamó Dios, cosa que escapaba a su mirada.”
Siglos más tarde, Santo Tomás de Aquino (otro Tomás) lo expresaba en forma aún más sintética:
“Tomás vio al hombre y las cicatrices, y a partir de esto, creyó en la divinidad del resucitado.”
Nosotros, los que creemos sin haber visto, estamos entre los bienaventurados que Jesús señala: "felices los que creen sin haber visto". Hemos creído sin ver. Pero eso es la fe.
No es ciega, no es irracional. Es un salto que va más allá de los límites de nuestros sentidos, para abrirnos a una nueva dimensión de la existencia: la vida divina.
El acto de fe de Tomás lo repetimos en la Eucaristía, al contemplar el Cuerpo de Cristo en la Hostia consagrada y, con Tomás, reconocerlo diciendo "Señor mío y Dios mío".
La oración final de la Misa que se reza en la fiesta de Santo Tomás nos hace presente nuestro propio acto de fe frente a la presencia real de Cristo en el Pan de Vida y nos invita a que la Eucaristía vivida, el encuentro con Jesús, se proyecte en nuestra vida cotidiana. Dice así la oración:
Dios nuestro, en este sacramento hemos recibido verdaderamente el Cuerpo de tu Hijo unigénito; concédenos que lo reconozcamos por la fe como Dios y Señor nuestro, y también lo confesemos con las obras y con la vida, a ejemplo del apóstol Tomás.
¡Qué así sea!

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Enfoques Dominicales es un programa que se emite por 1340 AM La Voz de Melo, los domingos a las 11:50. La versión escrita que presenta el Blog no necesariamente es la versión literal de lo emitido, pero sí su contenido esencial.


Veinticinco años de la Beatificación de Annunciata Cocchetti, fundadora de las Hermanas de Santa Dorotea de Cemmo.


Estatua de la Beata en la Casa Madre de las
Hermanas Doroteas en Cemmo, Br., Italia
Annunciata Cocchetti fue beatificada por el Papa Juan Pablo II el 21 de abril de 1991, hace ya 25 años. Con motivo de este aniversario, las Hermanas de Santa Dorotea que están en la Diócesis de Melo, me han pedido que explique qué significa una beatificación.

Santos y Santas

En nuestras comunidades de hoy, si decimos “santos” o “santas”, todos entendemos que estamos hablando de personas excepcionales, que vivieron una vida extraordinaria y que los católicos veneramos y cuya intercesión ante Dios pedimos muchas veces.
Es muy posible que los miembros de la comunidad se sintieran extrañados si se les dijera “santos”, “ustedes son santos”. Posiblemente empezarían a buscar a quién le están hablando; “a mí no”, pensaría más de uno.
Sin embargo, si nos tomamos el trabajo de leer el comienzo de cada una de las cartas de San Pablo, vamos a encontrar que, en casi todas, cuando él saluda a la comunidad a la que le escribe, saluda a “todos los santos de la región de Acaya” (donde estaba Corinto) (2 Co 1,1); “a los santos” de Éfeso (Ef 1,1); “a todos los santos” de Filipos (Flp 1,1), “a todos los santos de Colosas” (Col 1,2). Cuando la gente de esas comunidades escuchaba la lectura de esas cartas, nadie se preguntaba “y esto, ¿para quién será? Porque acá no hay ningún santo…”
Cuando Pablo escribía a las comunidades, él llamaba “santos” a todos los miembros de la comunidad. A veces, agregaba algo que nos puede hacerlo entender mejor: se dirigía a los “llamados a ser santos” (1 Co 1,2) o a los “santos por vocación” (Rom 1,7).
Es que para Pablo, todos los miembros del Pueblo de Dios eran santos: pero “santificados en Cristo Jesús” (1 Co 1,2).

Pueblo Santo de Dios

Entonces ¿Pablo pensaba que esas comunidades estaban llenas de gente maravillosa, que allí no había nunca ningún problema, que todo el mundo vivía santamente?
Alcanza con leer la primera carta a los Corintios para darse cuenta de que no era así. Lo mismo pasa cuando hoy, el papa Francisco habla del “Santo Pueblo de Dios”, que somos nosotros.
Entonces, ¿qué? ¿La santidad se regala? Bueno… En cierta forma sí: es Dios quien hace santos. Como decía la bendición que antiguamente daban el padre o la madre a los hijos, en el campo: “Tata, la bendición” pedía el hijo; “Dios lo haga un santo, m’hijo” decía el padre. Pero para que Dios santifique, hay que dejarlo obrar, hay que dejarlo trabajar en nuestro corazón. Y muchas veces, nuestro corazón es de piedra.
Dios quiere santificar a todo su Pueblo. Todos estamos llamados a la santidad. Nos lo dice la Palabra de Dios “ustedes serán santos porque yo el Señor su Dios soy santo” (Lev 19,2 y 1 Pe 1,16). El Concilio Vaticano II (Lumen Gentium 39-42) recordó esa vocación universal a la santidad. Mons. Cáceres enseñó muchas veces sobre eso, y nos hacía ver que la santidad es, o debería ser, la vida “normal” del cristiano. Mons. Cáceres suele decir “todo es santidad”: todo lo que se hace bien, todo lo que se hace con amor: el trabajo, el cuidado de los niños o de los ancianos, la maestra que enseña con amor, el médico que cura con amor, el policía que protege con amor al más débil; todo lo que se hace de bien, todo es santidad.
Francisco decía: “Alguno piensa que la santidad es cerrar los ojos y poner cara de santito. ¡No! No es esto la santidad. La santidad es algo más grande, más profundo que nos da Dios. Es más, estamos llamados a ser santos precisamente viviendo con amor y ofreciendo el propio testimonio cristiano en las ocupaciones de cada día. Y cada uno en las condiciones y en el estado de vida en el que se encuentra” (Catequesis del Papa Francisco, “La vocación universal a la santidad”, audiencia general del miércoles 19 de noviembre de 2014).

Un programa de santidad

Si vamos al Evangelio, Jesús nos propone un programa de santidad, un programa de vida santa. Lo encontramos en las “Bienaventuranzas”. Todas empiezan diciendo “Bienaventurado…” A veces se traduce como “feliz”, “dichoso”, pero también como “beato”.
La Iglesia celebra la fiesta de Todos los Santos. Allí entran todos los que están ya en la presencia de Dios, porque nadie puede entrar en la presencia de Dios si no es santo. Todas las personas que vivieron santamente a lo largo de la historia: cuántas de nuestras madres, abuelas, padres, abuelos, que simplemente “pasaron haciendo el bien”, como se dijo un día del mismo Jesús.
Pero de entre todos los santos, la Iglesia reconoce especialmente a algunos que se destacaron especialmente. Su santidad fue reconocida por toda la gente que los conoció, que los consideraba hombres o mujeres “de Dios”.
A su muerte, estas personas comenzaron a ser veneradas (no adoradas) por la comunidad. Se los consideraba, ante todo, personas amigas de Dios; un ejemplo de vida cristiana y también, buenos intercesores ante Dios por los que seguimos peregrinando en esta vida. Intercesores significa que ruegan por nosotros, tal como le pedimos a María: “ruega por nosotros, pecadores…”
Entonces la Iglesia se va uniendo en esa veneración a María, a los apóstoles, a medida que van muriendo; junto a ellos, los mártires (casi todos los apóstoles fueron también mártires) que dieron testimonio de Cristo con su sangre… se comenzó a recordar el día de su martirio, se guardaron sus restos, sus reliquias… Después se fueron sumando otra clase de testigos: mujeres que consagraron su virginidad, las vírgenes, que a veces fueron también mártires; hombres que se consagraron a Dios… y así, vamos sumando y se agregan los que han recibido un especial don de Dios, un carisma, que se continúa en una congregación, en una obra: son los santos y santas fundadores. Entre ellos está la Beata Annunciata.
Este reconocimiento de santos y santas que al principio se da espontáneamente, sobre todo con los mártires, la Iglesia lo empieza a regular; primero los obispos en sus diócesis y después los Papas. Al día de hoy hay un proceso, con varias etapas, a través de las cuales la Iglesia reconoce y presenta a la veneración de los fieles a personas reconocidas primero como beatas y luego, en un segundo paso, como santas.

La beatificación de Annunciata

¿Cómo se hizo este proceso para Annunciata?
Primero fue en la Diócesis de Brescia, entre 1951 y 1955, recogiendo documentación sobre la vida y santidad de ella.
En el año 1972, en tiempos del Papa Pablo VI, fue introducida la causa en la Congregación para las Causas de los Santos, y Annunciata recibió el título de “Sierva de Dios”.
Se fueron dando varios pasos, por comisiones formadas por historiadores, por teólogos, que fueron examinando su vida y sus escritos. Los informes fueron a su vez estudiados y finalmente aprobados por la Congregación para la Causa de los Santos en 1989.
Ese año, el Papa Juan Pablo II proclamó a Annunciata como “Venerable”, reconociendo que su vida había sido una vida cristiana modelo y que había vivido heroicamente las virtudes teologales: fe, esperanza y caridad y las virtudes cardinales: prudencia, justicia, fortaleza y templanza.
¿Qué se necesitaba para la beatificación? Mostrar que ya era una intercesora por nosotros ante Dios. El milagro presentado fue la curación de una niña de 13 años, Bortolina Milesi, que tenía una enfermedad intestinal que la habría llevado a la muerte de no ser por la intercesión de Annunciata. Después de las investigaciones e informes correspondientes, en 1990 Juan Pablo II aprobó como genuino el milagro. Y así fue fijada la beatificación de Annunciata Coccheti en la Basílica de San Pedro, para el 21 de abril de 1991, hace 25 años.

Una vida santa

Ahora, ¿qué es lo que hace de la vida de Annunciata no sólo una vida santa, sino una vida que la Iglesia nos quiere proponer como modelo?
Yo he leído un poquito de su vida, lo que está en el libro “El Evangelio de Annunciata” que muchos de ustedes conocen.
Lo primero que a uno le llama la atención es que quedó huérfana a los siete años. Primero murió su madre y casi en seguida su padre, que era soldado de Napoleón. (Ella había nacido en 1800). También habían muerto, chiquitos, tres hermanos. Quedan ella y dos hermanos. Uno se puede imaginar ahí mucho sufrimiento. Pero no es el sufrimiento lo que nos hace santos, sino la forma en que pasamos por el sufrimiento, la manera en que lo llevamos, o la forma en que nos marca. Algunas personas se endurecen (el corazón de piedra). No fue eso lo que le pasó a Annunciata. Nos vamos a ir encontrando una persona llena de amor y de compasión.
Esa compasión y amor se empieza a manifestar hacia las niñas pobres. A los 17 años la vemos convirtiendo la casa de su abuela, con la que vivía, en una escuela para niñas pobres. Ahí empieza a manifestarse una vocación. Podríamos decir, hablando humanamente, “una vocación de maestra”; y va a ser así; pero va a ser mucho más. No es sólo una vocación por enseñar. Es una vocación por amar enseñando. “Enseñar al que no sabe” una de las obras de misericordia espirituales.
Se forma para eso, pero a los 23 años hay algo que le va a dar un giro a su vida. Su abuela muere. ¡Otro dolor! Y se va con su tío, que vivía en Milán. Ahí estaban sus hermanos, que habían ido con el tío a la muerte de los padres. El tío tiene lo que llamaríamos “una buena posición” y quiere que sus sobrinos disfruten de todo eso. Annunciata conoce otra vida, la vida de la gran ciudad, el arte, los conciertos, la ópera,  la elegancia, “el glamour”, como se dice ahora, de aquella sociedad. Por eso, es lindo recordar cómo una noche en que estaba invitada a una función de gala en el famoso Scala de Milán, ella hace su valija, deja una cartita sobre la mesa de su cuarto, y se va para Cemmo, allí donde puede seguir esa vocación, que ya es un llamado de Dios. Y todos aquellos vestidos tan lindos que tenía, se los lleva… y tiempo después se convierten en vestidos de ángeles, de reyes magos, de la Virgen, en los pesebres vivientes.
A veces no es fácil encontrar la voluntad de Dios; pero hay personas que nos van ayudando. Annunciata conoce a un hombre que hoy es también beato: el Padre Lucas Passi. El Padre Passi está tratando de fundar una congregación de mujeres para enseñar. Annunciata habla con él, y mantienen contacto hasta que él muere. Incluso hay un momento en que Annunciata con una compañera viajan a Venecia, donde él está trabajando y empiezan la congregación que él quiere fundar. Pero la compañera muere y Annunciata regresa. Finalmente va a encontrar dos compañeras que quieren lo mismo que ella y en 1843, las tres hacen sus votos y nacen las Hermanas de Santa Dorotea de Cemmo. Así fue Annunciata encontrando la voluntad de Dios para su vida, y así empezó a hacer esa voluntad. Eso es santidad.
Yo estuve en Cemmo. Es chiquito. Allí están los lugares donde pasó Annunciata enseñando, formando a sus hermanas, dirigiendo la congregación, que se iba extendiendo. Ahí está todavía el muro donde dejaba siempre pan que algún pobre se llevaba. Allí vivió sus últimos años, ciega, pero viendo interiormente, profundamente, porque se dejó alumbrar por la luz de Cristo.
Por todo eso damos gracias al Señor por su vida, nos confiamos a su intercesión y le pedimos que nos ayude, como maestra, a encontrar nuestro propio camino a la santidad. Que así sea.
+ Heriberto