miércoles, 16 de enero de 2013

Catequesis de Benedicto XVI en el Año de la Fe - Jesucristo, mediador del Padre

"Bautismo de Jesús", Piero della Francesca
Queridos hermanos y hermanas:

El Concilio Vaticano II en la Constitución sobre la Divina Revelación Dei Verbum, afirma que la verdad íntima de toda la revelación de Dios brilla para nosotros "en Cristo, que es al mismo tiempo el mediador y la plenitud de toda la Revelación" (n. 2). El Antiguo Testamento nos narra cómo Dios, después de la creación, a pesar del pecado original y de la arrogancia del hombre de querer ponerse en el lugar de su Creador, ofrece de nuevo la posibilidad de su amistad, especialmente a través de la alianza con Abraham y el camino de un pequeño pueblo, el de Israel, que Él elige no con los criterios del poder terrenal, sino simplemente por amor. Es una elección que sigue siendo un misterio y revela el estilo de Dios que llama a algunos, no por excluir a los demás, sino para que hagan de puente que conduzca hasta Él: la elección es siempre elección para los demás.

En la historia del pueblo de Israel podemos seguir los pasos de un largo camino en el que Dios se da a conocer, se revela, entra en la historia con palabras y con acciones. Para este trabajo, Él se sirve de mediadores, como Moisés, los profetas, los jueces, personas que comunican al pueblo su voluntad, recordando la necesidad de ser fieles a la alianza y de mantener viva la esperanza de la plena y definitiva realización de las promesas divinas.

Y es la realización de estas promesas las que hemos contemplado en Navidad: es la revelación de Dios que llega a su punto máximo, a su plenitud. En Jesús de Nazaret, Dios realmente visita a su pueblo, visita a la humanidad de una manera que va más allá de todas las expectativas: envía a su Hijo unigénito; Dios mismo se hizo hombre. Jesús no nos dice cualquier cosa de Dios, no habla simplemente del Padre, sino que es la revelación de Dios, porque es Dios, y nos revela así el rostro de Dios. En el prólogo de su evangelio, san Juan escribe: "A Dios nadie le ha visto jamás: el Hijo Unigénito, que está en el seno del Padre, él lo ha contado" (Jn. 1,18).

Quiero centrarme en este "revelar el rostro de Dios". En este sentido, san Juan, en su evangelio, nos relata un hecho significativo que hemos escuchado hoy. Al acercarse a la pasión, Jesús reafirma a sus discípulos, exhortándoles a no tener miedo y a tener fe; después establece un diálogo con ellos en el que habla Dios Padre (cf. Jn. 14,2-9). A un cierto punto, el apóstol Felipe le pide a Jesús: "Señor, muéstranos al Padre y nos basta" (Jn. 14,8). Felipe es muy práctico y concreto, dice lo que nosotros también quisiéramos decir: "queremos ver, muéstranos al Padre"; pide "ver" al Padre, ver su rostro. La respuesta de Jesús es una respuesta no solo para Felipe, sino también para nosotros y nos lleva al corazón de la fe cristológica; el Señor le dice: "El que me ha visto a mí, ha visto al Padre" (Jn. 14,9). Esta expresión contiene de modo sintético la novedad del Nuevo Testamento, aquella novedad que se apareció en la gruta de Belén: Dios se puede ver, Dios ha mostrado su rostro, es visible en Jesucristo.

A lo largo del Antiguo Testamento es recurrente el tema de la "búsqueda del rostro de Dios", el deseo de conocer este rostro, el deseo de ver a Dios como Él es, tanto así que el término hebreo pānîm, que significa "rostro", se menciona no menos de 400 veces, y 100 de ellas se refiere a Dios: 100 veces se refiere a Dios, por si queremos ver el rostro de Dios. Sin embargo, la religión judía prohíbe todas las imágenes, porque Dios no puede ser representado, como lo hacían los pueblos vecinos con el culto a los ídolos; por lo tanto, con esta prohibición de las imágenes, el Antiguo Testamento parece excluir totalmente el "ver" del culto y de la devoción. ¿Qué significa entonces, para el israelita piadoso, buscar el rostro de Dios, a sabiendas de que no puede haber una imagen?

La pregunta es importante: por un lado quiere decir que Dios no puede ser reducido a un objeto, como una imagen que se agarra con la mano, ni tampoco se puede poner algo en el lugar de Dios; y por otro lado, sin embargo, se afirma que Dios tiene un rostro, es decir, que es un "Tú" que puede entrar en una relación, que no está cerrado en su Cielo para mirar desde lo alto a la humanidad. Sin duda Dios está por encima de todo, pero se dirige hacia nosotros, nos escucha, nos ve, habla, establece pactos, es capaz de amar. La historia de la salvación es la historia de Dios con la humanidad, es la historia de esta relación de Dios que se revela progresivamente al hombre, que hace conocerse a sí mismo, su rostro.

Al comienzo del año, el 1 de enero, hemos escuchado, en la liturgia, la hermosa oración de bendición sobre el pueblo: "El Señor te bendiga y te guarde; que ilumine el Señor su rostro sobre ti y te sea propicio; que el Señor te muestre su rostro y te conceda la paz" (Nm. 6,24-26). El esplendor del rostro divino es la fuente de la vida, es aquello que nos permite ver la realidad; la luz de su rostro es la guía de la vida.

En el Antiguo Testamento hay una figura a la que está conectado de una manera muy especial el tema del "rostro de Dios"; se trata de Moisés, a quien Dios escogió para liberar al pueblo de la esclavitud de Egipto, para que le diera la Ley de la alianza y guiarlos hacia la Tierra Prometida. Pues bien, en el capítulo 33 del libro del Éxodo, se dice que Moisés tenía una relación cercana y confidencial con Dios: "El Señor hablaba con Moisés cara a cara, como habla un hombre con su amigo" (v. 11). En virtud de esta confianza, Moisés le pregunta a Dios: "Déjame ver tu gloria", y la respuesta de Dios es clara: "Yo haré pasar ante tu vista toda mi bondad y pronunciaré delante de ti el nombre del Señor ... Pero mi rostro no podrás verlo, porque nadie puede verme y seguir con vida ... Aquí hay un sitio junto a mí... verás mi espalda; pero mi rostro no lo verás" (vv. 18-23). Por un lado, hay un diálogo cara a cara, como amigos, pero por el otro, está la imposibilidad, en esta vida, de ver el rostro de Dios, que permanece oculto; la visión es limitada. Los Padres dicen que estas palabras: "tu solo puedes ver mis espaldas", quiere decir: tú solamente puedes seguir a Cristo y siguiéndolo ver por detrás de su espalda el misterio de Dios; a Dios se le puede seguir viendo sus espaldas.
Sin embargo, algo nuevo sucede con la Encarnación. La búsqueda del rostro de Dios recibe un cambio inimaginable, porque ahora se puede ver este rostro: el de Jesús, del Hijo de Dios que se hizo hombre. En Él, se cumple el camino de la revelación de Dios iniciado con la llamada de Abraham, Él es la plenitud de esta revelación, porque él es el Hijo de Dios, y es a la vez "mediador y plenitud de toda la revelación" (Const. Dogm. Dei Verbum, 2), en Él el contenido de la Revelación y el Revelador coinciden. Jesús nos muestra el rostro de Dios y nos hace conocer el nombre de Dios. En la oración sacerdotal de la Última Cena, Él le dice al Padre: "He manifestado tu Nombre a los hombres... Yo les he dado a conocer tu nombre" (cf. Jn. 17,6.26).

El término "nombre de Dios" se refiere a Dios como Aquel que está presente entre los hombres. A Moisés, frente en la zarza ardiente, Dios había revelado su nombre, es decir, se había vuelto invocable, había dado una señal concreta de su "ser" entre los hombres. Todo esto encuentra su realización y plenitud en Jesús: Él inaugura de un modo nuevo la presencia de Dios en la historia, porque el que le ve a Él, ve al Padre, como le dice a Felipe (cf. Jn. 14,9). El cristianismo --dice san Bernardo--, es la "religión de la Palabra de Dios"; pero no, "una palabra escrita y muda, sino del Verbo encarnado y vivo" (Hom. super missus est, IV, 11: PL 183, 86B). En la tradición patrística y medieval se usa una fórmula particular para expresar esta realidad: se dice que Jesús es el Verbum abbreviatum (cf. Rm. 9,28, en referencia a Is. 10,23), la Palabra corta, abreviada y sustancial del Padre, quien nos ha dicho todo acerca de Él. En Jesús toda la Palabra está presente.

En Jesús la mediación entre Dios y el hombre también encuentra su plenitud. En el Antiguo Testamento hay una gran cantidad de figuras que han desarrollado esta función, sobre todo Moisés, el libertador, el guía, el "mediador" de la alianza, como lo define también el Nuevo Testamento (cf. Ga. 3,19; Hch. 7 , 35; Jn. 1,17). Jesús, verdadero Dios y verdadero hombre, no es simplemente uno de los mediadores entre Dios y el hombre, sino que es "el mediador" de la nueva y eterna alianza (cf. Hb. 8,6; 9.15, 12.24), "porque hay un solo Dios, y también un solo mediador entre Dios y los hombres, Cristo Jesús, hombre" (1 Tm. 2,5, Ga. 3,19-20). En Él podemos ver y conocer al Padre; en Él podemos invocar a Dios con el nombre de "Abbà, Padre"; en Él se nos da la salvación.

El deseo de conocer a Dios verdaderamente, que es ver el rostro de Dios, está presente en todos los hombres, incluso en los ateos. Y tenemos, tal vez sin saberlo, este deseo de ver quién es Él, lo que es, quién es para nosotros. Pero este deseo se realiza en el seguimiento de Cristo, así vemos las espaldas y finalmente también vemos a Dios como un amigo, su rostro en el rostro de Cristo. Lo importante es que sigamos a Cristo no solo en el momento en el que tenemos necesidad, y cuando encontramos un lugar en nuestras tareas diarias, sino con nuestra vida como tal. Toda nuestra existencia se debe dirigir hacia el encuentro con Jesucristo, a amarlo; y, en ella, debe tener un lugar central el amor al prójimo, aquel amor que, a la luz del Crucifijo, nos hace reconocer el rostro de Jesús en los pobres, en los débiles, en los que sufren. Esto solo es posible si el verdadero rostro de Jesús se ha hecho familiar en la escucha de su Palabra, hablando interiormente; por que en el entrar en esta Palabra, es que de verdad lo encontramos, y por supuesto en el misterio de la Eucaristía.

En el evangelio de san Lucas es significativo el pasaje de los dos discípulos de Emaús, que reconocen a Jesús al partir el pan, pero preparados durante el camino por Él; dispuestos gracias a la invitación que le hicieron para que se quedara con ellos, preparados por el diálogo que hizo arder sus corazones; es así que al final, vieron a Jesús. También para nosotros, la Eucaristía es la gran escuela en la que aprendemos a ver el rostro de Dios, entramos en una relación íntima con Él; y aprendemos al mismo tiempo a dirigir la mirada hacia el momento final de la historia, cuando Él nos llenará con la luz de su rostro. En la tierra caminamos hacia esa plenitud, a la espera gozosa que se cumpla realmente el Reino de Dios.

domingo, 13 de enero de 2013

Migraciones: peregrinación de fe y esperanza - Mensaje de Benedicto XVI con motivo de la 99 Jornada Mundial del Migrante y del Refugiado


Queridos hermanos:

El Concilio Ecuménico Vaticano II, en la Constitución pastoral Gaudium et Spes, ha recordado que «la Iglesia avanza juntamente con toda la humanidad» (n. 40), por lo cual «los gozos y las esperanzas, las tristezas y las angustias de los hombres de nuestro tiempo, sobre todo de los pobres y de cuantos sufren, son a la vez gozos y esperanzas, tristezas y angustias de los discípulos de Cristo. Nada hay verdaderamente humano que no encuentre eco en su corazón» (ibíd,1). Se hicieron eco de esta declaración el Siervo de Dios Pablo VI, que llamó a la Iglesia «experta en humanidad» (Enc. Populorum Progressio, 13), y el Beato Juan Pablo II, quien afirmó que la persona humana es «el primer camino que la Iglesia debe recorrer en el cumplimiento de su misión..., camino trazado por Cristo mismo» (Enc. Centesimus Annus, 53). En mi Encíclica Caritas in Veritate he querido precisar, siguiendo a mis predecesores, que «toda la Iglesia, en todo su ser y obrar, cuando anuncia, celebra y actúa en la caridad, tiende a promover el desarrollo integral del hombre» (n. 11), refiriéndome también a los millones de hombres y mujeres que, por motivos diversos, viven la experiencia de la migración. En efecto, los flujos migratorios son «un fenómeno que impresiona por sus grandes dimensiones, por los problemas sociales, económicos, políticos, culturales y religiosos que suscita, y por los dramáticos desafíos que plantea a las comunidades nacionales y a la comunidad internacional» (ibíd., 62), ya que «todo emigrante es una persona humana que, en cuanto tal, posee derechos fundamentales inalienables que han de ser respetados por todos y en cualquier situación» (ibíd.).

En este contexto, he querido dedicar la Jornada Mundial del Emigrante y del Refugiado 2013 al tema «Migraciones: peregrinación de fe y esperanza», en concomitancia con las celebraciones del 50 aniversario de la apertura del Concilio Ecuménico Vaticano II y de los 60 años de la promulgación de la Constitución apostólica Exsul Familia, al mismo tiempo que toda la Iglesia está comprometida en vivir el Año de la Fe, acogiendo con entusiasmo el desafío de la nueva evangelización.

En efecto, fe y esperanza forman un binomio inseparable en el corazón de muchísimos emigrantes, puesto que en ellos anida el anhelo de una vida mejor, a lo que se une en muchas ocasiones el deseo de querer dejar atrás la «desesperación» de un futuro imposible de construir. Al mismo tiempo, el viaje de muchos está animado por la profunda confianza de que Dios no abandona a sus criaturas y este consuelo hace que sean más soportables las heridas del desarraigo y la separación, tal vez con la oculta esperanza de un futuro regreso a la tierra de origen. Fe y esperanza, por lo tanto, conforman a menudo el equipaje de aquellos que emigran, conscientes de que con ellas «podemos afrontar nuestro presente: el presente, aunque sea un presente fatigoso, se puede vivir y aceptar si lleva hacia una meta, si podemos estar seguros de esta meta y si esta meta es tan grande que justifique el esfuerzo del camino» (Enc. Spe Salvi, 1).

En el vasto campo de las migraciones, la solicitud maternal de la Iglesia se realiza en diversas directrices. Por una parte, la que contempla las migraciones bajo el perfil dominante de la pobreza y de los sufrimientos, que con frecuencia produce dramas y tragedias. Aquí se concretan las operaciones de auxilio para resolver las numerosas emergencias, con generosa dedicación de grupos e individuos, asociaciones de voluntariado y movimientos, organizaciones parroquiales y diocesanas, en colaboración con todas las personas de buena voluntad. Pero, por otra parte, la Iglesia no deja de poner de manifiesto los aspectos positivos, las buenas posibilidades y los recursos que comportan las migraciones. Es aquí donde se incluyen las acciones de acogida que favorecen y acompañan una inserción integral de los emigrantes, solicitantes de asilo y refugiados en el nuevo contexto socio-cultural, sin olvidar la dimensión religiosa, esencial para la vida de cada persona. La Iglesia, por su misión confiada por el mismo Cristo, está llamada a prestar especial atención y cuidado a esta dimensión precisamente: ésta es su tarea más importante y específica. Por lo que concierne a los fieles cristianos provenientes de diversas zonas del mundo, el cuidado de la dimensión religiosa incluye también el diálogo ecuménico y la atención de las nuevas comunidades, mientras que por lo que se refiere a los fieles católicos se expresa, entre otras cosas, mediante la creación de nuevas estructuras pastorales y la valorización de los diversos ritos, hasta la plena participación en la vida de la comunidad eclesial local. La promoción humana está unida a la comunión espiritual, que abre el camino «a una auténtica y renovada conversión al Señor, único Salvador del mundo» (Carta ap. Porta Fidei, 6). La Iglesia ofrece siempre un don precioso cuando lleva al encuentro con Cristo que abre a una esperanza estable y fiable.

Con respecto a los emigrantes y refugiados, la Iglesia y las diversas realidades que en ella se inspiran están llamadas a evitar el riesgo del mero asistencialismo, para favorecer la auténtica integración, en una sociedad donde todos y cada uno sean miembros activos y responsables del bienestar del otro, asegurando con generosidad aportaciones originales, con pleno derecho de ciudadanía y de participación en los mismos derechos y deberes. Aquellos que emigran llevan consigo sentimientos de confianza y de esperanza que animan y confortan en la búsqueda de mejores oportunidades de vida. Sin embargo, no buscan solamente una mejora de su condición económica, social o política. Es cierto que el viaje migratorio a menudo tiene su origen en el miedo, especialmente cuando las persecuciones y la violencia obligan a huir, con el trauma del abandono de los familiares y de los bienes que, en cierta medida, aseguraban la supervivencia. Sin embargo, el sufrimiento, la enorme pérdida y, a veces, una sensación de alienación frente a un futuro incierto no destruyen el sueño de reconstruir, con esperanza y valentía, la vida en un país extranjero. En verdad, los que emigran alimentan la esperanza de encontrar acogida, de obtener ayuda solidaria y de estar en contacto con personas que, comprendiendo las fatigas y la tragedia de su prójimo, y también reconociendo los valores y los recursos que aportan, estén dispuestos a compartir humanidad y recursos materiales con quien está necesitado y desfavorecido. Debemos reiterar, en efecto, que «la solidaridad universal, que es un hecho y un beneficio para todos, es también un deber» (Enc. Caritas in Veritate, 43). Emigrantes y refugiados, junto a las dificultades, pueden experimentar también relaciones nuevas y acogedoras, que les alienten a contribuir al bienestar de los países de acogida con sus habilidades profesionales, su patrimonio sociocultural y también, a menudo, con su testimonio de fe, que estimula a las comunidades de antigua tradición cristiana, anima a encontrar a Cristo e invita a conocer la Iglesia.

Es cierto que cada Estado tiene el derecho de regular los flujos migratorios y adoptar medidas políticas dictadas por las exigencias generales del bien común, pero siempre garantizando el respeto de la dignidad de toda persona humana. El derecho de la persona a emigrar --como recuerda la Constitución conciliar Gaudium et Spes en el nº 65- es uno de los derechos humanos fundamentales, facultando a cada uno a establecerse donde considere más oportuno para una mejor realización de sus capacidades y aspiraciones y de sus proyectos. Sin embargo, en el actual contexto socio-político, antes incluso que el derecho a emigrar, hay que reafirmar el derecho a no emigrar, es decir, a tener las condiciones para permanecer en la propia tierra, repitiendo con el Beato Juan Pablo II que «es un derecho primario del hombre vivir en su propia patria. Sin embargo, este derecho es efectivo sólo si se tienen constantemente bajo control los factores que impulsan a la emigración» (Discurso al IV Congreso mundial de las Migraciones, 1998). En efecto, actualmente vemos que muchas migraciones son el resultado de la precariedad económica, de la falta de bienes básicos, de desastres naturales, de guerras y de desórdenes sociales. En lugar de una peregrinación animada por la confianza, la fe y la esperanza, emigrar se convierte entonces en un «calvario» para la supervivencia, donde hombres y mujeres aparecen más como víctimas que como protagonistas y responsables de su migración. Así, mientras que hay emigrantes que alcanzan una buena posición y viven con dignidad, con una adecuada integración en el ámbito de acogida, son muchos los que viven en condiciones de marginalidad y, a veces, de explotación y privación de los derechos humanos fundamentales, o que adoptan conductas perjudiciales para la sociedad en la que viven. El camino de la integración incluye derechos y deberes, atención y cuidado a los emigrantes para que tengan una vida digna, pero también atención por parte de los emigrantes hacia los valores que ofrece la sociedad en la que se insertan.

En este sentido, no podemos olvidar la cuestión de la inmigración irregular, un asunto más acuciante en los casos en que se configura como tráfico y explotación de personas, con mayor riesgo para mujeres y niños. Estos crímenes han de ser decididamente condenados y castigados, mientras que una gestión regulada de los flujos migratorios, que no se reduzca al cierre hermético de las fronteras, al endurecimiento de las sanciones contra los irregulares y a la adopción de medidas que desalienten nuevos ingresos, podría al menos limitar para muchos emigrantes los peligros de caer víctimas del mencionado tráfico. En efecto, son muy necesarias intervenciones orgánicas y multilaterales en favor del desarrollo de los países de origen, medidas eficaces para erradicar la trata de personas, programas orgánicos de flujos de entrada legal, mayor disposición a considerar los casos individuales que requieran protección humanitaria además de asilo político. A las normativas adecuadas se debe asociar un paciente y constante trabajo de formación de la mentalidad y de las conciencias. En todo esto, es importante fortalecer y desarrollar las relaciones de entendimiento y de cooperación entre las realidades eclesiales e institucionales que están al servicio del desarrollo integral de la persona humana. Desde la óptica cristiana, el compromiso social y humanitario halla su fuerza en la fidelidad al Evangelio, siendo conscientes de que «el que sigue a Cristo, Hombre perfecto, se perfecciona cada vez más en su propia dignidad de hombre» (Gaudium et Spes, 41).

Queridos hermanos emigrantes, que esta Jornada Mundial os ayude a renovar la confianza y la esperanza en el Señor que está siempre junto a nosotros. No perdáis la oportunidad de encontrarlo y reconocer su rostro en los gestos de bondad que recibís en vuestra peregrinación migratoria. Alegraos porque el Señor está cerca de vosotros y, con Él, podréis superar obstáculos y dificultades, aprovechando los testimonios de apertura y acogida que muchos os ofrecen. De hecho, «la vida es como un viaje por el mar de la historia, a menudo oscuro y borrascoso, un viaje en el que escudriñamos los astros que nos indican la ruta. Las verdaderas estrellas de nuestra vida son las personas que han sabido vivir rectamente. Ellas son luces de esperanza. Jesucristo es ciertamente la luz por antonomasia, el sol que brilla sobre todas las tinieblas de la historia. Pero para llegar hasta Él necesitamos también luces cercanas, personas que dan luz reflejando la luz de Cristo, ofreciendo así orientación para nuestra travesía» (Enc. Spe Salvi, 49).

Encomiendo a cada uno de vosotros a la Bienaventurada Virgen María, signo de segura esperanza y de consolación, «estrella del camino», que con su maternal presencia está cerca de nosotros cada momento de la vida, y a todos imparto con afecto la Bendición Apostólica.
Ciudad del Vaticano, 12 de octubre de 2012
BENEDICTUS PP. XVI

miércoles, 9 de enero de 2013

Catequesis de Benedicto XVI en el Año de la Fe - La encarnación, regalo de Dios

Andrei Rublev, ícono de la Encarnación
Queridos hermanos y hermanas:

En este tiempo de Navidad nos detenemos otra vez, en el gran misterio de Dios que bajó del cielo para tomar nuestra carne. En Jesús, Dios se encarnó, se hizo hombre como nosotros, y así se nos abrió la puerta de su Cielo, a la plena comunión con Él.

En estos días, en nuestras iglesias ha sonado varias veces la palabra "Encarnación" de Dios, para expresar la realidad que celebramos en Navidad: el Hijo de Dios se hizo hombre, como decimos en el Credo. ¿Pero qué significa esta palabra central para la fe cristiana? Encarnación viene del latín "incarnatio". San Ignacio de Antioquía --a fines del siglo primero--, y, especialmente, san Ireneo, han utilizado este término reflexionando en el prólogo del evangelio de san Juan, en particular sobre la expresión: "la Palabra se hizo carne" (Jn. 1,14) . Aquí la palabra "carne", en el lenguaje hebreo, indica a la persona como un todo, el hombre entero, pero solo desde el aspecto de su transitoriedad y temporalidad, de su pobreza y contingencia. Esto quiere decir que la salvación realizada por Dios hecho carne en Jesús de Nazaret, toca al hombre en su realidad concreta y en cualquier situación en la que esté. Dios tomó la condición humana para sanarla de todo lo que la separa de Él, para que podemos llamarlo, en su Hijo unigénito, con el nombre de "Abbà, Padre" y ser verdaderamente hijos de Dios. Dice san Ireneo: "Este es el motivo por el cual el Verbo se hizo hombre, y el Hijo de Dios, Hijo del hombre: para que el hombre, al entrar en comunión con el Verbo y recibiendo así la filiación divina, se convirtiera en hijo de Dios" (Adversus haereses, 3,19,1: PG 7,939; cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 460).

"La Palabra se hizo carne" es una de esas verdades a las que nos hemos acostumbrado tanto, que apenas nos afecta la magnitud del evento que ella expresa. Y de hecho, en este tiempo de Navidad, en la que la expresión aparece a menudo en la liturgia, a veces se está más preocupado por las apariencias exteriores, en los "colores" de la fiesta, que al corazón de la gran novedad cristiana que celebramos: algo absolutamente impensable, que solo Dios podía hacer y que solo se puede entrar con la fe. El Logos que está con Dios, el Logos que es Dios, el Creador del mundo (cf. Jn 1,1), para el cual fueron creadas todas las cosas (cf. 1,3), que ha acompañado y acompaña a los hombres en la historia con su luz (cf. 1,4-5; 1,9), se convierte en uno en medio de los otros, puso su morada entre nosotros, se hizo uno de nosotros (cf. 1,14). El Concilio Vaticano II dice: "El Hijo de Dios ... trabajó con manos de hombre, pensó con inteligencia de hombre, obró con voluntad de hombre, amó con corazón de hombre. Nacido de la Virgen María, se hizo verdaderamente uno de los nuestros, semejantes en todo a nosotros, excepto en el pecado" (Gaudium et Spes, 22).

Es importante, entonces, recuperar el asombro ante este misterio, dejarnos envolver por la magnitud de este acontecimiento: Dios, el verdadero Dios, el Creador de todo, ha recorrido como un hombre nuestras calles, entrando en el tiempo del hombre para comunicarnos su propia vida (cf. 1 Jn. 1,1-4). Y no lo hizo con el esplendor de un soberano, que somete con su poder el mundo, sino con la humildad de un niño.

Me gustaría subrayar un segundo elemento. En Navidad solemos intercambiar algunos regalos con las personas más cercanas. A veces puede ser un acto realizado por costumbre, pero en general expresa afecto, es un signo de amor y de estima. En la oración de las ofrendas de la Misa de la Aurora en la Solemnidad de la Natividad del Señor, la Iglesia reza: "Acepta, Señor, nuestra ofrenda en esta noche de luz, y por este misterioso intercambio de dones, transfórmanos en Cristo, tu Hijo, que ha elevado al hombre hasta ti en la gloria". La idea del regalo, entonces, está en el centro de la liturgia y nos hace conscientes del regalo original de la Navidad: en esa noche santa Dios, haciéndose carne, ha querido convertirse en un regalo para los hombres, se entregó por nosotros; Dios ha hecho de su Hijo único un don para nosotros, tomó nuestra humanidad para donarnos su divinidad. Este es el gran regalo. Incluso en nuestro dar no es importante que un regalo sea caro o no; los que no pueden dar un poco de sí mismo, siempre dan muy poco; de hecho, a veces se intenta reemplazar el corazón y el compromiso de donarse, a través del dinero, con cosas que son materiales. El misterio de la Encarnación significa que Dios no lo ha hecho de este modo: no ha donado cualquier cosa, sino que se entregó a sí mismo en su Hijo Unigénito. Aquí encontramos el modelo de nuestro dar, porque nuestras relaciones, sobre todo las más importantes, son impulsadas ​​por el don gratuito del amor.

Me gustaría ofrecer una tercera reflexión: el hecho de la Encarnación, del Dios que se hace hombre como nosotros, nos muestra el realismo sin precedentes del amor divino. La acción de Dios, de hecho, no se limita a las palabras, incluso podríamos decir que Él no se contenta con hablar, sino que se sumerge en nuestra historia y asume sobre sí la fatiga y el peso de la vida humana. El Hijo de Dios se hizo verdaderamente hombre, nacido de la Virgen María, en un tiempo y en un lugar específico, en Belén durante el reinado del emperador Augusto, bajo el gobernador Quirino (cf. Lc. 2,1-2); creció en una familia, tuvo amigos, formó un grupo de discípulos, dio instrucciones a los apóstoles para continuar su misión, completó el curso de su vida terrena en la cruz.

Este modo de actuar de Dios es un poderoso estímulo para cuestionarnos sobre el realismo de nuestra fe, que no debe limitarse a la esfera de los sentimientos, de las emociones, sino que debe entrar en la realidad, en lo concreto de nuestra existencia, es decir, debe tocar cada día de nuestras vidas y dirigirla también de una manera práctica. Dios no se detuvo en las palabras, sino que nos mostró cómo vivir, compartiendo nuestra propia experiencia, excepto en el pecado. El Catecismo de san Pío X, que algunos de nosotros hemos estudiado de niños, con su sencillez, y ante la pregunta: "¿Para vivir según Dios, ¿qué debemos hacer", da esta respuesta: "Para vivir según Dios debemos creer la verdad revelada por Él y guardar sus mandamientos con la ayuda de su gracia, que se obtiene mediante los sacramentos y la oración." La fe tiene un aspecto fundamental que afecta no solo la mente y el corazón, sino toda nuestra vida.

Les propongo un último elemento a su consideración. San Juan dice que la Palabra, el Logos estaba junto a Dios desde el principio, y que todas las cosas fueron hechas por medio de la Palabra, y nada de lo que existe fue hecho sin Ella (cf. Jn 1,1-3). El evangelista claramente alude al relato de la creación que se encuentra en los primeros capítulos del Génesis, y lo relee a la luz de Cristo. Este es un criterio fundamental en la lectura cristiana de la Biblia: el Antiguo y el Nuevo Testamento siempre son leídos en conjunto y a partir del Nuevo se revela el sentido más profundo del Antiguo.

Esa misma Palabra que siempre ha estado con Dios, que es Dios mismo y por el cual y en vista del cual todas las cosas fueron creadas (cf. Col. 1,16-17), se ha hecho hombre: el Dios eterno e infinito se sumergió en la finitud humana, en su criatura, para conducir al hombre y a la entera creación a Él. El Catecismo de la Iglesia Católica afirma: "La primera creación encuentra su sentido y su cumbre en la nueva creación en Cristo, cuyo esplendor sobrepasa el de la primera" (n. 349).

Los Padres de la Iglesia han acercado Jesús a Adán, hasta llamarlo "segundo Adán" o el Adán definitivo, la imagen perfecta de Dios. Con la Encarnación del Hijo de Dios se da una nueva creación, que nos da la respuesta completa a la pregunta "¿Quién es el hombre?". Sólo en Jesús se revela plenamente el proyecto de Dios sobre el ser humano: Él es el hombre definitivo según Dios. El Concilio Vaticano II lo reitera firmemente: "En realidad, el misterio del hombre solo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado… Cristo, el nuevo Adán, manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y le descubre la sublimidad de su vocación" (Gaudium et spes, 22; Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 359). En ese niño, el Hijo de Dios contemplado en Navidad, podemos reconocer el verdadero rostro, no solo de Dios, sino el verdadero rostro del ser humano; y solo abriéndonos a la acción de su gracia y tratando todos los días de seguirle, realizamos el plan de Dios en nosotros, en cada uno de nosotros.

Queridos amigos, en este periodo meditemos en la gran y maravillosa riqueza del Misterio de la Encarnación, para permitir que el Señor nos ilumine y nos transforme cada vez más a imagen de su Hijo hecho hombre por nosotros.

lunes, 7 de enero de 2013

Presentación del libro-reportaje a Mons. Cáceres en Punta del Este y La Barra de Maldonado

"Levadura, Fuego y Sal. Una historia de la Iglesia en el Uruguay en el testimonio de Mons. Roberto Cáceres", libro reportaje a Mons. Roberto Cáceres, Obispo emérito de Melo, realizado por el Prof. Tomás Sansón Corbo, será presentado en las parroquias de Punta del Este y La Barra de Maldonado.
La primera presentación tendrá lugar el jueves 10 en la Parroquia Nuestra Señora de la Candelaria, Punta del Este y la otra al día siguiente en la Parroquia Nuestra Sra. del Rosario, en La Barra de Maldonado. Ambas a continuación de la Misa de las 20:30.
En las presentaciones estará la editora, Laura Álvarez Goyoaga, autora de una historia novelada de Mons. Jacinto Vera; Mons. Heriberto Bodeant, Obispo de Melo, tercer sucesor de Mons. Cáceres y el propio entrevistado, Obispo emérito de Melo. El Prof. Tomás Sansón participará en la segunda presentación.



La agencia de noticias ZENIT ha publicado recientemente un reportaje a Mons. Cáceres, que transcribimos:

Mons. Roberto Cáceres: “La ‘Lumen Gentium’ puso al pueblo antes de la jerarquía e iluminó todo el concilio

El año que termina ha estado marcado por la celebración de los 50 años del inicio del Concilio Ecuménico Vaticano II, a cuyo acontecimiento el papa Benedicto XVI le viene dando un realce especial en la Iglesia. Recordemos que él mismo participó como perito y consejero del entonces arzobispo de Colonia, cardenal Joseph Frings.
Otro que también participó muy joven, fue monseñor Roberto Cáceres, hoy obispo emérito de Melo en Uruguay, quien le contó a ZENIT algunos detalles de este verdadero “evento del milenio”, según el entender de algunos analistas del siglo XX.
¿Cómo llegaban ustedes al Concilio? ¿Qué era lo más “pesado” para la pastoral entonces?
–Monseñor Cáceres: Había como un anquilosamiento, como una rutina. Se tenía la percepción de que no llegábamos a la gente, sobre todo en Sudamérica y en Uruguay de donde provengo. Uno veía que había una separación, no buscada, sino un poco creada por nuestra forma de encarar el mensaje cristiano, el mensaje de Jesús.
Faltaba simplicidad, ¿quizás?
–Monseñor Cáceres: Se era demasiado intelectualista, lo que no estaba al alcance de la gente para que entendiera. Porque si bien el mensaje de Jesús no cambia, la gente sí cambia, las culturas, porque los tiempos van cambiando a los pueblos. Así, con nuestras actitudes, nuestros ritos, nuestra forma de hablar, el mismo latín en las formas litúrgicas, en la eucaristía, se daba a entender que estábamos hablando en dos momentos distintos.
¿Desde qué sesión se empezaron a vislumbrar ideas nuevas en el Concilio?
–Monseñor Cáceres: Nosotros ya teníamos el pensamiento de Juan XXIII, con su aggiornamento. Yo ubico un cambio que pareciera secundario y sin sentido, hasta banal, que fue en la Lumen Gentium. En el esquema de ese documento, que habla de la “Luz de las gentes”, de Jesús en la Iglesia, de la Iglesia como prolongadora de Jesús, había un primer capítulo con generalidades. Luego el segundo, sobre la jerarquía y en el tercero estaba el pueblo, después llegan otros hasta que se ubica a María.
Un paréntesis, ¿es cierto que ese capítulo sobre María casi se pierde?
–Monseñor Cáceres: Algunos querían hacer un tratado solo sobre María, pero otros dijeron que de este modo la íbamos a sacar de la Iglesia, por lo que se decidió dejarla dentro del documento sobre la Iglesia, porque ¡ella es la Iglesia!
Volvemos entonces al orden que tuvo inicialmente el esquema de la Lumen Gentium…
–Monseñor Cáceres: Decíamos que el segundo capítulo hablaba de la jerarquía, y el tercero del pueblo. Pero entonces se invierte…, proponen invertirlo y que primero vaya el pueblo y después la jerarquía, que está al servicio del pueblo. Eso que parece algo tan trivial, puso como objetivo de la Lumen Gentium, a Jesús mismo que vino a servir y no a ser servido. Entonces se definió que primero iría el pueblo, la gente, toda persona humana, de cualquier cultura, raza o nación. Porque basta que sea gente para que sea objeto de redención, se buscaba el bien integral de las personas. Eso lo cambió todo, iluminó todos los 16 documentos que emitió el Concilio.
¿Qué otro documento cambió las cosas, digamos como “del día a la noche”?
–Monseñor Cáceres: Diría toda la discusión sobre el comienzo de Gaudium et Spes, donde se habla de la Iglesia dentro del mundo, la Iglesia impregnando a la sociedad, dándole tonalidades cristianas a los acontecimientos, que es su tarea en el mundo. Sabrá usted que se discutió si se comenzaba con “las calamidades, las angustias, los dolores, los sufrimientos del mundo”… O mejor comenzar positivamente, “con las alegrías y las esperanzas”. Entonces se votó y se optó para empezar por lo positivo.
Eso fue fundamental, si se analiza hoy en día…
–Monseñor Cáceres: Fíjese cómo esta constitución dogmática comienza con “Gaudium” –las alegrías–, y “Spes” –las esperanzas–, o sea toda la esencia del cristianismo que es la alegría de vivir. Por que si algo no valoramos lo suficiente es la vida, tan distinta del resto de la creación, a imagen de Dios, creada por Dios. Tan importante que cuando el hijo de Dios viene al mundo se hace vida humana.
La Dei Verbum también trajo un gran cambio, ¿no?
–Monseñor Cáceres: Sí, pero temo que se pudo quedar en un después demasiado teórico. Es cierto que se lee más la Biblia en la liturgia, pero me temo que todavía no hayamos entusiasmado a la gente con la Palabra de Dios. Es verdad que se ha insistido en tenerla, en leerla pero no sabría decir si se ha insistido en incorporarla… Porque para eso está, eso es como incorporarnos a Jesús.
No le veo tan entusiasta como con las anteriores…
–Monseñor Cáceres: Es que diría que el cambio fue formal. Si bien se añadió una lectura más en la eucaristía, se hicieron nuevas ediciones de la Biblia, del Nuevo Testamento, hay más distribución. Pero cómo me gustaría, por ejemplo, que la gente se fuera de la misa dándole más importancia, y sepan que la misa misma sale de la Biblia.

Cuando llegamos al Concilio, ya los fieles estaban hartos de la rutina

El Concilio trajo también reformas sobre la visión de los laicos, ¿no?
–Monseñor Cáceres: Sí, por ejemplo, el Concilio hizo ver de una forma imperativa que el laico también es sacerdote. A veces usted habrá oído decir que la mujer no puede ser sacerdote. Cuidado, la mujer si es bautizada ya es sacerdote y tiene el sacerdocio del pueblo. Hay que distinguir el sacerdocio ministerial que no es una dignidad, porque la única dignidad es ser persona humana, sino que es un servicio. Yo soy un presbítero, por lo tanto soy un servidor. Antes se decía voy a oír misa, no, no, la misa no se oye, la misa se celebra, es algo para celebrar todo juntos, incluso con los niños y niñas, que por ser bautizados y confirmados participan del sacerdocio de Cristo.
Sobre el documento de los medios de comunicación, Inter Mirifica, ¿acaso abrió los ojos sobre el potencial que tenía ante sí la Iglesia?
–Monseñor Cáceres: Creo que todos los documentos le abrieron un poco los ojos a la Iglesia. Ahora sí usted me pregunta si le abrieron con la intensidad que se merece, allí soy un poco reticente. En relación a su pregunta, a mí me gustaron siempre los medios de comunicación, como una herramienta para llegar a la gente que no viene al templo. No porque no quieran venir, sino porque viven en el campo, porque está preso o enfermo, hay mucha gente que no puede ir al templo. Si usted empieza a ver el número de gente que no puede ir al templo, es muchísimo más de la que tiene el templo al lado, cuánta gente vive en barrios lejanos o no tiene que ponerse para ir a la misa… Hay muchas razones, en que la palabra ‘justifica’ quizás no corresponda, pero se explica. Soy enormemente partidario de los medios, no solamente por parte del obispo o del presbítero, sino también de los laicos.
Nos trasladamos ahora hasta América Latina… Al volver a su diócesis y luego de recibir los documentos de Vaticano II, ¿cómo fueron acogidos en las parroquias, congregaciones, en la gente?
–Monseñor Cáceres: Ah, fue muy positivo. Algunos sí tuvieron ciertas reticencias, que decían que se estaba cambiando la religión, por decir… Gente de pocas luces que se iba a lo habitual, a lo corriente, lo cual hay que comprenderlo. Pero en términos generales fue muy bien admitido, bien recibido y realizado de inmediato. Muchas de las definiciones o resoluciones ya estaban en estado germinal, ya la gente lo veía venir. Por algo se hace el Concilio, no por un impromptu del papa Juan XXIII, sino porque él era un hombre ducho, observador, de experiencia, que había sido párroco y vicario, que había pasado por todos los estamentos, y conocía a la gente, y conocía cuál era el propósito de Jesús: llegar a todos pero con caridad.
Flotaba en el ambiente, digamos…
–Monseñor Cáceres: En ese entonces había un clima generalizado no solo de aceptación, sino de recepción de los documentos del Concilio Vaticano II. Es que los fieles estaban hartos de esa especie de rutina en que habíamos llegado, como a un callejón de salida… Porque la gente no entendía, se le hacía una cosa muy difícil ser cristiano, y no asociaba actitudes cristianas con el cristianismo. Se creía que ser cristiano era pasarse rezando o participando en el templo y no, por ejemplo, en el mundo del trabajo o del estudio, o del arte, sino que eso era otra cosa… Así es que a mi modo de ver, todo fue muy positivo y lo seguirá siendo, en la medida en que vayamos avanzando en propuestas del Concilio, que aún no han sido asumidas ni conocidas.
¿Cómo ayudó el Concilio a la pastoral en América Latina?
-.Monseñor Cáceres: Creo que América Latina fue un ejemplo, porque inmediatamente se fueron formando grupos, instituciones y el mismo episcopado se fue aglutinando, ya nadie por su cuenta sino todos unidos. Se convocó a la Conferencia de Medellín, que sirvió para aplicar el Concilio, así es que diría que América del Sur ha sido un ejemplo de recepción del Concilio Vaticano II. Por eso muchos obispos latinoamericanos tuvieron un protagonismo en el Concilio, gracias a esa experiencia que traían del continente, donde el pueblo pedía a gritos que se fuera renovando. Creo que le ha hecho mucho bien y le sigue haciendo mucho bien a nuestra Iglesia.
¿Y en el Uruguay?
-.Monseñor Cáceres: ¡Ni qué decir! Porque en nuestro país que es laico, atónico –es decir, sin ninguna sintonía religiosa–, hoy hay un respeto, una credibilidad en la Iglesia mayor de la que hubo hace cuarenta o cincuenta años. Lo noto clarísimo porque tengo muchos años y viví varias etapas en que nuestra iglesia vivía arrinconada. Sin embargo hoy el Uruguay está a años luz de lo que fue hace sesenta o setenta años atrás, en tiempo de José Batlle y Ordóñez por ejemplo, quien persiguió de forma muy inteligente a la Iglesia y de otros líderes intelectuales. Recuerdo que siendo niño, veía que al salir a la calle se recibían insultos y lo teníamos ya asumido; hoy jamás…, esto ha dado una vuelta de 180 grados. Y sigue creciendo una actitud de mucho respeto.
También ha ayudado entonces a que la Iglesia se gane el respeto…
–Monseñor Cáceres: Si, la credibilidad y el respeto que hoy tiene, antes no se daba ni por asomo. Y yo espero que en otros países pase lo mismo. Tengo la impresión de que andando en el tiempo, este respeto en el mundo entero irá creciendo. Y en esto los medios de comunicación –y ZENIT lo es–, han hecho un bien enorme. Creo que nuestra gente que se pega al televisor y no se pierde un noticiero, ve que en África, que en Asia, en Europa y en todos lados se habla de Dios y se tiene en cuenta a Dios. Todos se pueden dar cuenta que los trogloditas, los atrasados son los que prescinden de Dios y que miran al otro lado, totalmente al revés.
Finalmente, ¿cuál sería su reflexión como padre conciliar, a 50 años del Concilio Vaticano II?
–Monseñor Cáceres: Creo que hay que tener mucha paciencia y seguir. Porque Dios hace mucho y a veces creemos que todo lo hacemos nosotros… Sin embargo, solamente somos colaboradores, humildes servidores, es Dios quien hace su obra.
Entrevista publicada en las ediciones del 28 y 30 de diciembre de 2012

miércoles, 2 de enero de 2013

Catequesis de Benedicto XVI en el Año de la Fe - ¿De dónde viene Jesús?

Adoración de los Pastores, Gerard van Honthorst
"¿De dónde viene esta luz?"
Queridos hermanos y hermanas:
La Navidad del Señor con su luz ilumina nuevamente las tinieblas que muchas veces envuelve nuestro mundo y nuestro corazón, y nos trae esperanza y gozo. ¿De dónde viene esta luz? Desde la gruta de Belén en donde los pastores encontraron “a María, a José y al niño acostado en el pesebre” (Lc. 2,16).  Delante a la Sagrada Familia se pone otra pregunta aún más profunda: ¿Cómo pudo aquel niño débil traer una novedad así radical en el  mundo, al punto de cambiar el curso de la historia? ¿No hay quizás algo misterioso sobre su origen que va más allá de aquella gruta?
Siempre y nuevamente emerge la pregunta sobre el origen de Jesús, la misma que planteó el procurador Poncio Pilato durante el proceso: “¿De dónde eres tú?  (Juan 19,19). Si bien se trata de un origen muy claro: en el evangelio de Juan, cuando el Señor afirma: “Yo soy el pan bajado del cielo”, los Judíos reaccionan murmurando: “¿No es éste Jesús, el hijo de José, cuyo padre y madre nosotros conocemos? ¿Cómo puede decir: “He descendido del cielo?” (Juan 6,42).
Y poco después cuando los ciudadanos de Jerusalén se oponen con  fuerza delante del pretendido mesianismo de Jesús, afirmando que se sabe bien “de dónde es; mas cuando venga el Cristo, nadie sabrá de dónde sea” (Juan 7,27). El mismo Jesús hace notar que la pretención de conocer su origen es inadecuada, y así ofrece una orientación para saber de dónde viene: no he venido de mí mismo, pero el que me envió es verdadero, a quien vosotros no conocéis”. (Juan 7,28). Seguramente, Jesús es originario de Nazaret y nació en Belén, ¿pero qué se sabe de su verdadero origen?
En los cuatro evangelios emerge con claridad la respuesta a la pregunta “de dónde” viene Jesús: su verdadero origen es el Padre, Dios; Él proviene totalmente de Él, si bien de manera diversa de los otros profetas o enviados de Dios que lo han precedido. Este origen del misterio de Dios, “que nadie conoce” está contenido en las narraciones sobre la infancia, en los evangelios de Mateo y de Lucas que estamos leyendo en este tiempo navideño. El ángel Gabriel anuncia: “El Espíritu bajará sobre ti, y la potencia del Altísimo te cubrirá con su sombra. Por lo tanto el que nacerá será santo y llamado Hijo de Dios”. (Lc 1,35).
Repetimos estas palabras cada vez que recitamos el credo, la profesión de fe “et incarnatus est de Spiritu Sancto, ex Maria Virgine”, “por obra del Espíritu Santo se encarnó en el seno de la Virgen María”. Delante de esta frase nos arrodillamos porque el velo que escondía a Dios, por así decir se abre y su misterio insondable e inaccesible nos toca: Dios se vuelve Emanuel, “Dios con nosotros”.
Cuando escuchamos las misas compuestas por los grandes maestros de la música sacra -pienso por ejemplo a la Misa de la Coronación, de Mozart-  notamos fácilmente que se detiene de manera particular en esta frase, como queriendo expresar con el lenguaje universal de la música lo que las palabras no pueden manifestar: el misterio grande de Dios que se encarna y se hace hombre.
Si consideramos atentamente la expresión “por obra del Espíritu Santo, nació en el seno de la Vírgen María” encontramos que esta incluye cuatro elementos que actúan. En modo explícito son mencionados el Espíritu Santo y María, si bien se sobreentiende “Él” o sea el Hijo que se hizo carne en el vientre de la Virgen.
En la profesión de fe, el Credo, Jesús es definido con diversos nombres: “Señor; Cristo; unigénito de Dios; Dios de Dios, Luz de Luz, Dios verdadero de Dios verdadero; de la misma sustancia del Padre” (credo nicenoconstantinopolitano). Vemos entonces que “Él” reenvía a otra persona, a la del Padre. El primer sujeto de esta frase es por lo tanto el Padre, que con el Hijo y el Espíritu Santo, es el único Dios.
Esta afirmación del Credo no se refiere al ser eterno de Dios, sino más bien nos habla de una acción en la que toman parte tres personas divinas y que se realiza “ex María Vírgine”.
Sin ella el ingreso de Dios en la historia de la humanidad no habría llegado a su fin y no habría tenido lugar lo que es central en nuestra profesión de fe: Dios es un Dios con nosotros. Así, María pertenece de manera irrenunciable a nuestra fe en el Dios que actúa, que entra en la historia. Ella pone a disposición toda su persona y “acepta” ser el lugar de la habitación de Dios.
A veces, también en el camino y en la vida de fe podemos advertir nuestra pobreza, cuanto somos inadecuados delante al testimonio que debemos ofrecer al mundo.
Entretanto, Dios eligió justamente una humilde mujer, en un pueblo desconocido, en una de las provincias más lejanas del gran imperio romano. Siempre y también en medio de las dificultades más arduas que se van a enfrentar, tenemos que tener confianza en Dios, renovando la fe en su presencia y su acción en nuestra historia, como en aquella de María. ¡Nada es imposible a Dios! Con Él nuestra existencia camina siempre sobre un terreno seguro y está abierta a un futuro de firme esperanza.
Al profesar en el Credo: “por obra del Espíritu Santo se encarnó de María Virgen”,  afirmamos que el Espíritu Santo, como fuerza de Dios Altísimo obró de manera misteriosa en la Virgen María la concepción del Hijo de Dios.
El evangelista Lucas reporta las palabras del arcángel Gabriel: “El Espíritu descenderá sobre ti y la potencia del Altísimo te cubrirá con su sombra” (1,35). Hay dos indicaciones evidentes: la primera es en el momento de la creación. En el inicio del Libro del Génesis leemos que “el espíritu de Dios flotaba sobre las aguas” (1,2); es el Espíritu creador que dio vida a todas las cosas y al ser humano. Lo que sucedió en María, a través de la acción del mismo Espíritu divino, es una nueva creación: Dios que ha llamado al ser de la nada, con la Encarnación da vida a un nuevo inicio de la humanidad.
Los Padres de la Iglesia diversas veces hablan de Cristo como del nuevo Adán, para subrayar el inicio de la nueva creación desde el nacimiento del Hijo de Dios en el seno de la Virgen María. Esto nos hace reflexionar cómo la fe nos trae una novedad tan fuerte que produce un segundo nacimiento.
De hecho, en el inicio del ser cristianos está el bautismo que nos hace renacer como hijos de Dios, nos hace participar a la relación filial que Jesús tiene con el Padre. Y quiero hacer notar cómo el bautismo se recibe, nosotros decimos: “somos bautizados” -está en pasivo- porque nadie es capaz de volverse por sí mismo Hijo de Dios.  Es un don que es conferido gratuitamente.  San Pablo indica esta filiación adoptiva de los cristianos en un pasaje central de su Carta a los Romanos, en la que escribe: “Todos aquellos que son guiados por el Espíritu de Dios, estos son hijos de Dios. Y vosotros no habéis recibido un espíritu de esclavos para caer en el miedo, sino que habéis recibido el Espíritu que nos vuelve hijos adoptivos, por medio del cual gritamos: “¡Abbá! ¡Padre!”. El Espíritu mismo, junto a nuestro espíritu da testimonio que somos hijos de Dios” (8,14-16), no siervos. Solamente si nos abrimos a la acción de Dios, como María, solamente si confiamos nuestra vida al Señor como a un amigo del cual uno se confía totalmente, todo cambia, nuestra vida toma un nuevo sentido y un nuevo rostro: el de hijos de un Padre que nos ama y que nunca nos abandona.
Hemos hablado de dos elementos: el primero es el Espíritu sobre las aguas, el Espíritu Creador; hay entretanto otro elemento en las palabras de la Anunciación. El ángel le dice a María: “La potencia del Altísimo te cubrirá con su sombra”. Es una invocación de la nube santa que, durante el camino del éxodo, se detenía sobre la Carpa del Encuentro, sobre el Arca de la Alianza, que el pueblo de Israel llevaba consigo, y que indicaba la presencia de Dios. (Cfr Ex 40,40,34-38). María por lo tanto es la Carpa Santa, la nueva Arca de la Alianza: con su “sí” a las palabras del arcángel, da a Dios una morada en este mundo, Aquel a quien el universo no puede contener toma morada en el vientre de una virgen.
Retornemos entonces a la cuestión de la cual partimos, sobre el origen de Jesús, sintetizado en la pregunta de Pilato: “¿De dónde eres tu?”.
En nuestras reflexiones aparece claro desde el inicio de los evangelios, cuál sea el verdadero origen de Jesús: Él es el Hijo unigénito del Padre, viene de Dios. Estamos delante a un gran y desconcertante misterio que celebramos en este tiempo de Navidad: El Hijo de Dios, por obra del Espíritu Santo se encarnó en el seno de la Virgen María. Es este un anuncio que resuena siempre nuevo y que trae en sí esperanza y alegría a nuestro corazón, porque nos dona cada vez la certeza que, aún si a veces nos sentimos débiles, pobres, incapaces delante de las dificultades y del mal del mundo, la potencia de Dios actúa siempre y obra maravillas justamente en la debilidad. Su gracia es nuestra fuerza. (cfr 2 Cor 12,9-10). Gracias.

martes, 1 de enero de 2013

Bienaventurados los que trabajan por la paz. Mensaje de Benedicto XVI. Jornada Mundial de la Paz 2013.


MENSAJE DE SU SANTIDAD
BENEDICTO XVI
PARA LA CELEBRACIÓN DE LA
XLVI JORNADA MUNDIAL DE LA PAZ
1 DE ENERO DE 2013
BIENAVENTURADOS LOS QUE TRABAJAN POR LA PAZ

1. Cada nuevo año trae consigo la esperanza de un mundo mejor. En esta perspectiva, pido a Dios, Padre de la humanidad, que nos conceda la concordia y la paz, para que se puedan cumplir las aspiraciones de una vida próspera y feliz para todos.
Trascurridos 50 años del Concilio Vaticano II, que ha contribuido a fortalecer la misión de la Iglesia en el mundo, es alentador constatar que los cristianos, como Pueblo de Dios en comunión con él y caminando con los hombres, se comprometen en la historia compartiendo las alegrías y esperanzas, las tristezas y angustias[1], anunciando la salvación de Cristo y promoviendo la paz para todos.
En efecto, este tiempo nuestro, caracterizado por la globalización, con sus aspectos positivos y negativos, así como por sangrientos conflictos aún en curso, y por amenazas de guerra, reclama un compromiso renovado y concertado en la búsqueda del bien común, del desarrollo de todos los hombres y de todo el hombre.
Causan alarma los focos de tensión y contraposición provocados por la creciente desigualdad entre ricos y pobres, por el predominio de una mentalidad egoísta e individualista, que se expresa también en un capitalismo financiero no regulado. Aparte de las diversas formas de terrorismo y delincuencia internacional, representan un peligro para la paz los fundamentalismos y fanatismos que distorsionan la verdadera naturaleza de la religión, llamada a favorecer la comunión y la reconciliación entre los hombres.
Y, sin embargo, las numerosas iniciativas de paz que enriquecen el mundo atestiguan la vocación innata de la humanidad hacia la paz. El deseo de paz es una aspiración esencial de cada hombre, y coincide en cierto modo con el deseo de una vida humana plena, feliz y lograda. En otras palabras, el deseo de paz se corresponde con un principio moral fundamental, a saber, con el derecho y el deber a un desarrollo integral, social, comunitario, que forma parte del diseño de Dios sobre el hombre. El hombre está hecho para la paz, que es un don de Dios.
Todo esto me ha llevado a inspirarme para este mensaje en las palabras de Jesucristo: «Bienaventurados los que trabajan por la paz, porque serán llamados hijos de Dios» (Mt 5,9).
La bienaventuranza evangélica
2. Las bienaventuranzas proclamadas por Jesús (cf. Mt 5,3-12; Lc 6,20-23) son promesas. En la tradición bíblica, en efecto, la bienaventuranza pertenece a un género literario que comporta siempre una buena noticia, es decir, un evangelio que culmina con una promesa. Por tanto, las bienaventuranzas no son meras recomendaciones morales, cuya observancia prevé que, a su debido tiempo –un tiempo situado normalmente en la otra vida–, se obtenga una recompensa, es decir, una situación de felicidad futura. La bienaventuranza consiste más bien en el cumplimiento de una promesa dirigida a todos los que se dejan guiar por las exigencias de la verdad, la justicia y el amor. Quienes se encomiendan a Dios y a sus promesas son considerados frecuentemente por el mundo como ingenuos o alejados de la realidad. Sin embargo, Jesús les declara que, no sólo en la otra vida sino ya en ésta, descubrirán que son hijos de Dios, y que, desde siempre y para siempre, Dios es totalmente solidario con ellos. Comprenderán que no están solos, porque él está a favor de los que se comprometen con la verdad, la justicia y el amor. Jesús, revelación del amor del Padre, no duda en ofrecerse con el sacrificio de sí mismo. Cuando se acoge a Jesucristo, Hombre y Dios, se vive la experiencia gozosa de un don inmenso: compartir la vida misma de Dios, es decir, la vida de la gracia, prenda de una existencia plenamente bienaventurada. En particular, Jesucristo nos da la verdadera paz que nace del encuentro confiado del hombre con Dios.
La bienaventuranza de Jesús dice que la paz es al mismo tiempo un don mesiánico y una obra humana. En efecto, la paz presupone un humanismo abierto a la trascendencia. Es fruto del don recíproco, de un enriquecimiento mutuo, gracias al don que brota de Dios, y que permite vivir con los demás y para los demás. La ética de la paz es ética de la comunión y de la participación. Es indispensable, pues, que las diferentes culturas actuales superen antropologías y éticas basadas en presupuestos teórico-prácticos puramente subjetivistas y pragmáticos, en virtud de los cuales las relaciones de convivencia se inspiran en criterios de poder o de beneficio, los medios se convierten en fines y viceversa, la cultura y la educación se centran únicamente en los instrumentos, en la tecnología y la eficiencia. Una condición previa para la paz es el desmantelamiento de la dictadura del relativismo moral y del presupuesto de una moral totalmente autónoma, que cierra las puertas al reconocimiento de la imprescindible ley moral natural inscrita por Dios en la conciencia de cada hombre. La paz es la construcción de la convivencia en términos racionales y morales, apoyándose sobre un fundamento cuya medida no la crea el hombre, sino Dios: « El Señor da fuerza a su pueblo, el Señor bendice a su pueblo con la paz », dice el Salmo 29 (v. 11).
La paz, don de Dios y obra del hombre
3. La paz concierne a la persona humana en su integridad e implica la participación de todo el hombre. Se trata de paz con Dios viviendo según su voluntad. Paz interior con uno mismo, y paz exterior con el prójimo y con toda la creación. Comporta principalmente, como escribió el beato Juan XXIII en la Encíclica Pacem in Terris, de la que dentro de pocos meses se cumplirá el 50 aniversario, la construcción de una convivencia basada en la verdad, la libertad, el amor y la justicia[2]. La negación de lo que constituye la verdadera naturaleza del ser humano en sus dimensiones constitutivas, en su capacidad intrínseca de conocer la verdad y el bien y, en última instancia, a Dios mismo, pone en peligro la construcción de la paz. Sin la verdad sobre el hombre, inscrita en su corazón por el Creador, se menoscaba la libertad y el amor, la justicia pierde el fundamento de su ejercicio.
Para llegar a ser un auténtico trabajador por la paz, es indispensable cuidar la dimensión trascendente y el diálogo constante con Dios, Padre misericordioso, mediante el cual se implora la redención que su Hijo Unigénito nos ha conquistado. Así podrá el hombre vencer ese germen de oscuridad y de negación de la paz que es el pecado en todas sus formas: el egoísmo y la violencia, la codicia y el deseo de poder y dominación, la intolerancia, el odio y las estructuras injustas.
La realización de la paz depende en gran medida del reconocimiento de que, en Dios, somos una sola familia humana. Como enseña la Encíclica Pacem in Terris, se estructura mediante relaciones interpersonales e instituciones apoyadas y animadas por un « nosotros » comunitario, que implica un orden moral interno y externo, en el que se reconocen sinceramente, de acuerdo con la verdad y la justicia, los derechos recíprocos y los deberes mutuos. La paz es un orden vivificado e integrado por el amor, capaz de hacer sentir como propias las necesidades y las exigencias del prójimo, de hacer partícipes a los demás de los propios bienes, y de tender a que sea cada vez más difundida en el mundo la comunión de los valores espirituales. Es un orden llevado a cabo en la libertad, es decir, en el modo que corresponde a la dignidad de las personas, que por su propia naturaleza racional asumen la responsabilidad de sus propias obras[3].
La paz no es un sueño, no es una utopía: la paz es posible. Nuestros ojos deben ver con mayor profundidad, bajo la superficie de las apariencias y las manifestaciones, para descubrir una realidad positiva que existe en nuestros corazones, porque todo hombre ha sido creado a imagen de Dios y llamado a crecer, contribuyendo a la construcción de un mundo nuevo. En efecto, Dios mismo, mediante la encarnación del Hijo, y la redención que él llevó a cabo, ha entrado en la historia, haciendo surgir una nueva creación y una alianza nueva entre Dios y el hombre (cf. Jr 31,31-34), y dándonos la posibilidad de tener « un corazón nuevo » y « un espíritu nuevo » (cf. Ez 36,26).
Precisamente por eso, la Iglesia está convencida de la urgencia de un nuevo anuncio de Jesucristo, el primer y principal factor del desarrollo integral de los pueblos, y también de la paz. En efecto, Jesús es nuestra paz, nuestra justicia, nuestra reconciliación (cf. Ef 2,14; 2Co 5,18). El que trabaja por la paz, según la bienaventuranza de Jesús, es aquel que busca el bien del otro, el bien total del alma y el cuerpo, hoy y mañana.
A partir de esta enseñanza se puede deducir que toda persona y toda comunidad –religiosa, civil, educativa y cultural– está llamada a trabajar por la paz. La paz es principalmente la realización del bien común de las diversas sociedades, primarias e intermedias, nacionales, internacionales y de alcance mundial. Precisamente por esta razón se puede afirmar que las vías para construir el bien común son también las vías a seguir para obtener la paz.
Los que trabajan por la paz son quienes aman, defienden
y promueven la vida en su integridad

4. El camino para la realización del bien común y de la paz pasa ante todo por el respeto de la vida humana, considerada en sus múltiples aspectos, desde su concepción, en su desarrollo y hasta su fin natural. Auténticos trabajadores por la paz son, entonces, los que aman, defienden y promueven la vida humana en todas sus dimensiones: personal, comunitaria y transcendente. La vida en plenitud es el culmen de la paz. Quien quiere la paz no puede tolerar atentados y delitos contra la vida.
Quienes no aprecian suficientemente el valor de la vida humana y, en consecuencia, sostienen por ejemplo la liberación del aborto, tal vez no se dan cuenta que, de este modo, proponen la búsqueda de una paz ilusoria. La huida de las responsabilidades, que envilece a la persona humana, y mucho más la muerte de un ser inerme e inocente, nunca podrán traer felicidad o paz. En efecto, ¿cómo es posible pretender conseguir la paz, el desarrollo integral de los pueblos o la misma salvaguardia del ambiente, sin que sea tutelado el derecho a la vida de los más débiles, empezando por los que aún no han nacido? Cada agresión a la vida, especialmente en su origen, provoca inevitablemente daños irreparables al desarrollo, a la paz, al ambiente. Tampoco es justo codificar de manera subrepticia falsos derechos o libertades, que, basados en una visión reductiva y relativista del ser humano, y mediante el uso hábil de expresiones ambiguas encaminadas a favorecer un pretendido derecho al aborto y a la eutanasia, amenazan el derecho fundamental a la vida.
También la estructura natural del matrimonio debe ser reconocida y promovida como la unión de un hombre y una mujer, frente a los intentos de equipararla desde un punto de vista jurídico con formas radicalmente distintas de unión que, en realidad, dañan y contribuyen a su desestabilización, oscureciendo su carácter particular y su papel insustituible en la sociedad.
Estos principios no son verdades de fe, ni una mera derivación del derecho a la libertad religiosa. Están inscritos en la misma naturaleza humana, se pueden conocer por la razón, y por tanto son comunes a toda la humanidad. La acción de la Iglesia al promoverlos no tiene un carácter confesional, sino que se dirige a todas las personas, prescindiendo de su afiliación religiosa. Esta acción se hace tanto más necesaria cuanto más se niegan o no se comprenden estos principios, lo que es una ofensa a la verdad de la persona humana, una herida grave inflingida a la justicia y a la paz.
Por tanto, constituye también una importante cooperación a la paz el reconocimiento del derecho al uso del principio de la objeción de conciencia con respecto a leyes y medidas gubernativas que atentan contra la dignidad humana, como el aborto y la eutanasia, por parte de los ordenamientos jurídicos y la administración de la justicia.
Entre los derechos humanos fundamentales, también para la vida pacífica de los pueblos, está el de la libertad religiosa de las personas y las comunidades. En este momento histórico, es cada vez más importante que este derecho sea promovido no sólo desde un punto de vista negativo, como libertad frente –por ejemplo, frente a obligaciones o constricciones de la libertad de elegir la propia religión–, sino también desde un punto de vista positivo, en sus varias articulaciones, como libertad de, por ejemplo, testimoniar la propia religión, anunciar y comunicar su enseñanza, organizar actividades educativas, benéficas o asistenciales que permitan aplicar los preceptos religiosos, ser y actuar como organismos sociales, estructurados según los principios doctrinales y los fines institucionales que les son propios. Lamentablemente, incluso en países con una antigua tradición cristiana, se están multiplicando los episodios de intolerancia religiosa, especialmente en relación con el cristianismo o de quienes simplemente llevan signos de identidad de su religión.
El que trabaja por la paz debe tener presente que, en sectores cada vez mayores de la opinión pública, la ideología del liberalismo radical y de la tecnocracia insinúan la convicción de que el crecimiento económico se ha de conseguir incluso a costa de erosionar la función social del Estado y de las redes de solidaridad de la sociedad civil, así como de los derechos y deberes sociales. Estos derechos y deberes han de ser considerados fundamentales para la plena realización de otros, empezando por los civiles y políticos.
Uno de los derechos y deberes sociales más amenazados actualmente es el derecho al trabajo. Esto se debe a que, cada vez más, el trabajo y el justo reconocimiento del estatuto jurídico de los trabajadores no están adecuadamente valorizados, porque el desarrollo económico se hace depender sobre todo de la absoluta libertad de los mercados. El trabajo es considerado una mera variable dependiente de los mecanismos económicos y financieros. A este propósito, reitero que la dignidad del hombre, así como las razones económicas, sociales y políticas, exigen que « se siga buscando como prioridad el objetivo del acceso al trabajo por parte de todos, o lo mantengan »[4]. La condición previa para la realización de este ambicioso proyecto es una renovada consideración del trabajo, basada en los principios éticos y valores espirituales, que robustezca la concepción del mismo como bien fundamental para la persona, la familia y la sociedad. A este bien corresponde un deber y un derecho que exigen nuevas y valientes políticas de trabajo para todos.
Construir el bien de la paz mediante un nuevo modelo de desarrollo y de economía
5. Actualmente son muchos los que reconocen que es necesario un nuevo modelo de desarrollo, así como una nueva visión de la economía. Tanto el desarrollo integral, solidario y sostenible, como el bien común, exigen una correcta escala de valores y bienes, que se pueden estructurar teniendo a Dios como referencia última. No basta con disposiciones de muchos medios y una amplia gama de opciones, aunque sean de apreciar. Tanto los múltiples bienes necesarios para el desarrollo, como las opciones posibles deben ser usados según la perspectiva de una vida buena, de una conducta recta que reconozca el primado de la dimensión espiritual y la llamada a la consecución del bien común. De otro modo, pierden su justa valencia, acabando por ensalzar nuevos ídolos.
Para salir de la actual crisis financiera y económica – que tiene como efecto un aumento de las desigualdades – se necesitan personas, grupos e instituciones que promuevan la vida, favoreciendo la creatividad humana para aprovechar incluso la crisis como una ocasión de discernimiento y un nuevo modelo económico. El que ha prevalecido en los últimos decenios postulaba la maximización del provecho y del consumo, en una óptica individualista y egoísta, dirigida a valorar a las personas sólo por su capacidad de responder a las exigencias de la competitividad. Desde otra perspectiva, sin embargo, el éxito auténtico y duradero se obtiene con el don de uno mismo, de las propias capacidades intelectuales, de la propia iniciativa, puesto que un desarrollo económico sostenible, es decir, auténticamente humano, necesita del principio de gratuidad como manifestación de fraternidad y de la lógica del don[5]. En concreto, dentro de la actividad económica, el que trabaja por la paz se configura como aquel que instaura con sus colaboradores y compañeros, con los clientes y los usuarios, relaciones de lealtad y de reciprocidad. Realiza la actividad económica por el bien común, vive su esfuerzo como algo que va más allá de su propio interés, para beneficio de las generaciones presentes y futuras. Se encuentra así trabajando no sólo para sí mismo, sino también para dar a los demás un futuro y un trabajo digno.
En el ámbito económico, se necesitan, especialmente por parte de los estados, políticas de desarrollo industrial y agrícola que se preocupen del progreso social y la universalización de un estado de derecho y democrático. Es fundamental e imprescindible, además, la estructuración ética de los mercados monetarios, financieros y comerciales; éstos han de ser estabilizados y mejor coordinados y controlados, de modo que no se cause daño a los más pobres. La solicitud de los muchos que trabajan por la paz se debe dirigir además – con una mayor resolución respecto a lo que se ha hecho hasta ahora – a atender la crisis alimentaria, mucho más grave que la financiera. La seguridad de los aprovisionamientos de alimentos ha vuelto a ser un tema central en la agenda política internacional, a causa de crisis relacionadas, entre otras cosas, con las oscilaciones repentinas de los precios de las materias primas agrícolas, los comportamientos irresponsables por parte de algunos agentes económicos y con un insuficiente control por parte de los gobiernos y la comunidad internacional. Para hacer frente a esta crisis, los que trabajan por la paz están llamados a actuar juntos con espíritu de solidaridad, desde el ámbito local al internacional, con el objetivo de poner a los agricultores, en particular en las pequeñas realidades rurales, en condiciones de poder desarrollar su actividad de modo digno y sostenible desde un punto de vista social, ambiental y económico.
La educación a una cultura de la paz:
el papel de la familia y de las instituciones

6. Deseo reiterar con fuerza que todos los que trabajan por la paz están llamados a cultivar la pasión por el bien común de la familia y la justicia social, así como el compromiso por una educación social idónea.
Ninguno puede ignorar o minimizar el papel decisivo de la familia, célula base de la sociedad desde el punto de vista demográfico, ético, pedagógico, económico y político. Ésta tiene como vocación natural promover la vida: acompaña a las personas en su crecimiento y las anima a potenciarse mutuamente mediante el cuidado recíproco. En concreto, la familia cristiana lleva consigo el germen del proyecto de educación de las personas según la medida del amor divino. La familia es uno de los sujetos sociales indispensables en la realización de una cultura de la paz. Es necesario tutelar el derecho de los padres y su papel primario en la educación de los hijos, en primer lugar en el ámbito moral y religioso. En la familia nacen y crecen los que trabajan por la paz, los futuros promotores de una cultura de la vida y del amor[6].
En esta inmensa tarea de educación a la paz están implicadas en particular las comunidades religiosas. La Iglesia se siente partícipe en esta gran responsabilidad a través de la nueva evangelización, que tiene como pilares la conversión a la verdad y al amor de Cristo y, consecuentemente, un nuevo nacimiento espiritual y moral de las personas y las sociedades. El encuentro con Jesucristo plasma a los que trabajan por la paz, comprometiéndoles en la comunión y la superación de la injusticia.
Las instituciones culturales, escolares y universitarias desempeñan una misión especial en relación con la paz. A ellas se les pide una contribución significativa no sólo en la formación de nuevas generaciones de líderes, sino también en la renovación de las instituciones públicas, nacionales e internacionales. También pueden contribuir a una reflexión científica que asiente las actividades económicas y financieras en un sólido fundamento antropológico y ético. El mundo actual, particularmente el político, necesita del soporte de un pensamiento nuevo, de una nueva síntesis cultural, para superar tecnicismos y armonizar las múltiples tendencias políticas con vistas al bien común. Éste, considerado como un conjunto de relaciones interpersonales e institucionales positivas al servicio del crecimiento integral de los individuos y los grupos, es la base de cualquier educación a la auténtica paz.
Una pedagogía del que trabaja por la paz
7. Como conclusión, aparece la necesidad de proponer y promover una pedagogía de la paz. Ésta pide una rica vida interior, claros y válidos referentes morales, actitudes y estilos de vida apropiados. En efecto, las iniciativas por la paz contribuyen al bien común y crean interés por la paz y educan para ella. Pensamientos, palabras y gestos de paz crean una mentalidad y una cultura de la paz, una atmósfera de respeto, honestidad y cordialidad. Es necesario enseñar a los hombres a amarse y educarse a la paz, y a vivir con benevolencia, más que con simple tolerancia. Es fundamental que se cree el convencimiento de que « hay que decir no a la venganza, hay que reconocer las propias culpas, aceptar las disculpas sin exigirlas y, en fi n, perdonar »[7],de modo que los errores y las ofensas puedan ser en verdad reconocidos para avanzar juntos hacia la reconciliación. Esto supone la difusión de una pedagogía del perdón. El mal, en efecto, se vence con el bien, y la justicia se busca imitando a Dios Padre que ama a todos sus hijos (cf. Mt 5,21-48). Es un trabajo lento, porque supone una evolución espiritual, una educación a los más altos valores, una visión nueva de la historia humana. Es necesario renunciar a la falsa paz que prometen los ídolos de este mundo y a los peligros que la acompañan; a esta falsa paz que hace las conciencias cada vez más insensibles, que lleva a encerrarse en uno mismo, a una existencia atrofiada, vivida en la indiferencia. Por el contrario, la pedagogía de la paz implica acción, compasión, solidaridad, valentía y perseverancia.
Jesús encarna el conjunto de estas actitudes en su existencia, hasta el don total de sí mismo, hasta « perder la vida » (cf. Mt 10,39; Lc 17,33; Jn 12,35). Promete a sus discípulos que, antes o después, harán el extraordinario descubrimiento del que hemos hablado al inicio, es decir, que en el mundo está Dios, el Dios de Jesús, completamente solidario con los hombres. En este contexto, quisiera recordar la oración con la que se pide a Dios que nos haga instrumentos de su paz, para llevar su amor donde hubiese odio, su perdón donde hubiese ofensa, la verdadera fe donde hubiese duda. Por nuestra parte, junto al beato Juan XXIII, pidamos a Dios que ilumine también con su luz la mente de los que gobiernan las naciones, para que, al mismo tiempo que se esfuerzan por el justo bienestar de sus ciudadanos, aseguren y defiendan el don hermosísimo de la paz; que encienda las voluntades de todos los hombres para echar por tierra las barreras que dividen a los unos de los otros, para estrechar los vínculos de la mutua caridad, para fomentar la recíproca comprensión, para perdonar, en fin, a cuantos nos hayan injuriado. De esta manera, bajo su auspicio y amparo, todos los pueblos se abracen como hermanos y florezca y reine siempre entre ellos la tan anhelada paz[8].
Con esta invocación, pido que todos sean verdaderos trabajadores y constructores de paz, de modo que la ciudad del hombre crezca en fraterna concordia, en prosperidad y paz.
Vaticano, 8 de diciembre de 2012

BENEDICTUS PP. XVI



[1] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Cost. past. Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo actual, 1.
[2] Cf. Carta enc. Pacem in terris (11 abril 1963): AAS 55 (1963), 265-266.
[3] Cf. ibíd.: AAS 55 (1963), 266.
[4] Carta enc., Caritas in veritate (29 junio 2009), 32: AAS 101 (2009), 666-667.
[5] Cf. ibíd., 34. 36: AAS 101 (2009), 668-670; 671-672.
[6] Cf. Juan Pablo II, Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz 1994 (8 diciembre 1993), 2: AAS 86 (1994), 156-162.
[7] Discurso a los miembros del gobierno, de las instituciones de la república, el cuerpo diplomático, los responsables religiosos y los representantes del mundo de la cultura, Baabda-Líbano (15 septiembre 2012): L’Osservatore Romano, ed. en lengua española, 23 septiembre 2012, p. 6.
[8] Cf. Carta enc. Pacem in terris (11 abril 1963): AAS 55 (1963), 304.