"Bautismo de Jesús", Piero della Francesca |
Queridos hermanos y hermanas:
El Concilio Vaticano II en la Constitución sobre la Divina Revelación Dei Verbum,
afirma que la verdad íntima de toda la revelación de Dios brilla para
nosotros "en Cristo, que es al mismo tiempo el mediador y la plenitud de
toda la Revelación" (n. 2). El Antiguo Testamento nos narra cómo Dios,
después de la creación, a pesar del pecado original y de la arrogancia
del hombre de querer ponerse en el lugar de su Creador, ofrece de nuevo
la posibilidad de su amistad, especialmente a través de la alianza con
Abraham y el camino de un pequeño pueblo, el de Israel, que Él elige no
con los criterios del poder terrenal, sino simplemente por amor. Es una
elección que sigue siendo un misterio y revela el estilo de Dios que
llama a algunos, no por excluir a los demás, sino para que hagan de
puente que conduzca hasta Él: la elección es siempre elección para los
demás.
En la historia del pueblo de
Israel podemos seguir los pasos de un largo camino en el que Dios se da a
conocer, se revela, entra en la historia con palabras y con acciones.
Para este trabajo, Él se sirve de mediadores, como Moisés, los profetas,
los jueces, personas que comunican al pueblo su voluntad, recordando la
necesidad de ser fieles a la alianza y de mantener viva la esperanza de
la plena y definitiva realización de las promesas divinas.
Y es la realización de estas
promesas las que hemos contemplado en Navidad: es la revelación de Dios
que llega a su punto máximo, a su plenitud. En Jesús de Nazaret, Dios
realmente visita a su pueblo, visita a la humanidad de una manera que va
más allá de todas las expectativas: envía a su Hijo unigénito; Dios
mismo se hizo hombre. Jesús no nos dice cualquier cosa de Dios, no habla
simplemente del Padre, sino que es la revelación de Dios, porque es
Dios, y nos revela así el rostro de Dios. En el prólogo de su evangelio,
san Juan escribe: "A Dios nadie le ha visto jamás: el Hijo Unigénito,
que está en el seno del Padre, él lo ha contado" (Jn. 1,18).
Quiero centrarme en este "revelar
el rostro de Dios". En este sentido, san Juan, en su evangelio, nos
relata un hecho significativo que hemos escuchado hoy. Al acercarse a la
pasión, Jesús reafirma a sus discípulos, exhortándoles a no tener miedo
y a tener fe; después establece un diálogo con ellos en el que habla
Dios Padre (cf. Jn. 14,2-9). A un cierto punto, el apóstol
Felipe le pide a Jesús: "Señor, muéstranos al Padre y nos basta" (Jn.
14,8). Felipe es muy práctico y concreto, dice lo que nosotros también
quisiéramos decir: "queremos ver, muéstranos al Padre"; pide "ver" al
Padre, ver su rostro. La respuesta de Jesús es una respuesta no solo
para Felipe, sino también para nosotros y nos lleva al corazón de la fe
cristológica; el Señor le dice: "El que me ha visto a mí, ha visto al
Padre" (Jn. 14,9). Esta expresión contiene de modo sintético la novedad
del Nuevo Testamento, aquella novedad que se apareció en la gruta de
Belén: Dios se puede ver, Dios ha mostrado su rostro, es visible en
Jesucristo.
A lo largo del Antiguo Testamento
es recurrente el tema de la "búsqueda del rostro de Dios", el deseo de
conocer este rostro, el deseo de ver a Dios como Él es, tanto así que el
término hebreo pānîm, que significa "rostro", se menciona no
menos de 400 veces, y 100 de ellas se refiere a Dios: 100 veces se
refiere a Dios, por si queremos ver el rostro de Dios. Sin embargo, la
religión judía prohíbe todas las imágenes, porque Dios no puede ser
representado, como lo hacían los pueblos vecinos con el culto a los
ídolos; por lo tanto, con esta prohibición de las imágenes, el Antiguo
Testamento parece excluir totalmente el "ver" del culto y de la
devoción. ¿Qué significa entonces, para el israelita piadoso, buscar el
rostro de Dios, a sabiendas de que no puede haber una imagen?
La pregunta es importante: por un
lado quiere decir que Dios no puede ser reducido a un objeto, como una
imagen que se agarra con la mano, ni tampoco se puede poner algo en el
lugar de Dios; y por otro lado, sin embargo, se afirma que Dios tiene un
rostro, es decir, que es un "Tú" que puede entrar en una relación, que
no está cerrado en su Cielo para mirar desde lo alto a la humanidad. Sin
duda Dios está por encima de todo, pero se dirige hacia nosotros, nos
escucha, nos ve, habla, establece pactos, es capaz de amar. La historia
de la salvación es la historia de Dios con la humanidad, es la historia
de esta relación de Dios que se revela progresivamente al hombre, que
hace conocerse a sí mismo, su rostro.
Al comienzo del año, el 1 de enero, hemos escuchado, en la liturgia, la hermosa oración de bendición sobre el pueblo: "El Señor te bendiga y te guarde; que ilumine el Señor su rostro sobre ti y te sea propicio; que el Señor te muestre su rostro y te conceda la paz" (Nm. 6,24-26). El esplendor del rostro divino es la fuente de la vida, es aquello que nos permite ver la realidad; la luz de su rostro es la guía de la vida.
En el Antiguo Testamento hay una figura a la que está conectado de una manera muy especial el tema del "rostro de Dios"; se trata de Moisés, a quien Dios escogió para liberar al pueblo de la esclavitud de Egipto, para que le diera la Ley de la alianza y guiarlos hacia la Tierra Prometida. Pues bien, en el capítulo 33 del libro del Éxodo, se dice que Moisés tenía una relación cercana y confidencial con Dios: "El Señor hablaba con Moisés cara a cara, como habla un hombre con su amigo" (v. 11). En virtud de esta confianza, Moisés le pregunta a Dios: "Déjame ver tu gloria", y la respuesta de Dios es clara: "Yo haré pasar ante tu vista toda mi bondad y pronunciaré delante de ti el nombre del Señor ... Pero mi rostro no podrás verlo, porque nadie puede verme y seguir con vida ... Aquí hay un sitio junto a mí... verás mi espalda; pero mi rostro no lo verás" (vv. 18-23). Por un lado, hay un diálogo cara a cara, como amigos, pero por el otro, está la imposibilidad, en esta vida, de ver el rostro de Dios, que permanece oculto; la visión es limitada. Los Padres dicen que estas palabras: "tu solo puedes ver mis espaldas", quiere decir: tú solamente puedes seguir a Cristo y siguiéndolo ver por detrás de su espalda el misterio de Dios; a Dios se le puede seguir viendo sus espaldas.
Sin embargo, algo nuevo sucede con la Encarnación. La búsqueda del rostro de Dios recibe un cambio inimaginable, porque ahora se puede ver este rostro: el de Jesús, del Hijo de Dios que se hizo hombre. En Él, se cumple el camino de la revelación de Dios iniciado con la llamada de Abraham, Él es la plenitud de esta revelación, porque él es el Hijo de Dios, y es a la vez "mediador y plenitud de toda la revelación" (Const. Dogm. Dei Verbum, 2), en Él el contenido de la Revelación y el Revelador coinciden. Jesús nos muestra el rostro de Dios y nos hace conocer el nombre de Dios. En la oración sacerdotal de la Última Cena, Él le dice al Padre: "He manifestado tu Nombre a los hombres... Yo les he dado a conocer tu nombre" (cf. Jn. 17,6.26).
El término "nombre de Dios" se refiere a Dios como Aquel que está presente entre los hombres. A Moisés, frente en la zarza ardiente, Dios había revelado su nombre, es decir, se había vuelto invocable, había dado una señal concreta de su "ser" entre los hombres. Todo esto encuentra su realización y plenitud en Jesús: Él inaugura de un modo nuevo la presencia de Dios en la historia, porque el que le ve a Él, ve al Padre, como le dice a Felipe (cf. Jn. 14,9). El cristianismo --dice san Bernardo--, es la "religión de la Palabra de Dios"; pero no, "una palabra escrita y muda, sino del Verbo encarnado y vivo" (Hom. super missus est, IV, 11: PL 183, 86B). En la tradición patrística y medieval se usa una fórmula particular para expresar esta realidad: se dice que Jesús es el Verbum abbreviatum (cf. Rm. 9,28, en referencia a Is. 10,23), la Palabra corta, abreviada y sustancial del Padre, quien nos ha dicho todo acerca de Él. En Jesús toda la Palabra está presente.
En Jesús la mediación entre Dios y el hombre también encuentra su plenitud. En el Antiguo Testamento hay una gran cantidad de figuras que han desarrollado esta función, sobre todo Moisés, el libertador, el guía, el "mediador" de la alianza, como lo define también el Nuevo Testamento (cf. Ga. 3,19; Hch. 7 , 35; Jn. 1,17). Jesús, verdadero Dios y verdadero hombre, no es simplemente uno de los mediadores entre Dios y el hombre, sino que es "el mediador" de la nueva y eterna alianza (cf. Hb. 8,6; 9.15, 12.24), "porque hay un solo Dios, y también un solo mediador entre Dios y los hombres, Cristo Jesús, hombre" (1 Tm. 2,5, Ga. 3,19-20). En Él podemos ver y conocer al Padre; en Él podemos invocar a Dios con el nombre de "Abbà, Padre"; en Él se nos da la salvación.
El deseo de conocer a Dios verdaderamente, que es ver el rostro de Dios, está presente en todos los hombres, incluso en los ateos. Y tenemos, tal vez sin saberlo, este deseo de ver quién es Él, lo que es, quién es para nosotros. Pero este deseo se realiza en el seguimiento de Cristo, así vemos las espaldas y finalmente también vemos a Dios como un amigo, su rostro en el rostro de Cristo. Lo importante es que sigamos a Cristo no solo en el momento en el que tenemos necesidad, y cuando encontramos un lugar en nuestras tareas diarias, sino con nuestra vida como tal. Toda nuestra existencia se debe dirigir hacia el encuentro con Jesucristo, a amarlo; y, en ella, debe tener un lugar central el amor al prójimo, aquel amor que, a la luz del Crucifijo, nos hace reconocer el rostro de Jesús en los pobres, en los débiles, en los que sufren. Esto solo es posible si el verdadero rostro de Jesús se ha hecho familiar en la escucha de su Palabra, hablando interiormente; por que en el entrar en esta Palabra, es que de verdad lo encontramos, y por supuesto en el misterio de la Eucaristía.
En el evangelio de san Lucas es significativo el pasaje de los dos discípulos de Emaús, que reconocen a Jesús al partir el pan, pero preparados durante el camino por Él; dispuestos gracias a la invitación que le hicieron para que se quedara con ellos, preparados por el diálogo que hizo arder sus corazones; es así que al final, vieron a Jesús. También para nosotros, la Eucaristía es la gran escuela en la que aprendemos a ver el rostro de Dios, entramos en una relación íntima con Él; y aprendemos al mismo tiempo a dirigir la mirada hacia el momento final de la historia, cuando Él nos llenará con la luz de su rostro. En la tierra caminamos hacia esa plenitud, a la espera gozosa que se cumpla realmente el Reino de Dios.
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