Andrei Rublev, ícono de la Encarnación |
Queridos hermanos y hermanas:
En este tiempo de Navidad nos
detenemos otra vez, en el gran misterio de Dios que bajó del cielo para
tomar nuestra carne. En Jesús, Dios se encarnó, se hizo hombre como
nosotros, y así se nos abrió la puerta de su Cielo, a la plena comunión
con Él.
En estos días, en nuestras
iglesias ha sonado varias veces la palabra "Encarnación" de Dios, para
expresar la realidad que celebramos en Navidad: el Hijo de Dios se hizo
hombre, como decimos en el Credo. ¿Pero qué significa esta palabra
central para la fe cristiana? Encarnación viene del latín "incarnatio".
San Ignacio de Antioquía --a fines del siglo primero--, y,
especialmente, san Ireneo, han utilizado este término reflexionando en
el prólogo del evangelio de san Juan, en particular sobre la expresión:
"la Palabra se hizo carne" (Jn. 1,14) . Aquí la palabra "carne", en el
lenguaje hebreo, indica a la persona como un todo, el hombre entero,
pero solo desde el aspecto de su transitoriedad y temporalidad, de su
pobreza y contingencia. Esto quiere decir que la salvación realizada por
Dios hecho carne en Jesús de Nazaret, toca al hombre en su realidad
concreta y en cualquier situación en la que esté. Dios tomó la condición
humana para sanarla de todo lo que la separa de Él, para que podemos
llamarlo, en su Hijo unigénito, con el nombre de "Abbà, Padre" y
ser verdaderamente hijos de Dios. Dice san Ireneo: "Este es el motivo
por el cual el Verbo se hizo hombre, y el Hijo de Dios, Hijo del hombre:
para que el hombre, al entrar en comunión con el Verbo y recibiendo así
la filiación divina, se convirtiera en hijo de Dios" (Adversus haereses, 3,19,1: PG 7,939; cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 460).
"La Palabra se hizo carne" es una
de esas verdades a las que nos hemos acostumbrado tanto, que apenas nos
afecta la magnitud del evento que ella expresa. Y de hecho, en este
tiempo de Navidad, en la que la expresión aparece a menudo en la
liturgia, a veces se está más preocupado por las apariencias exteriores,
en los "colores" de la fiesta, que al corazón de la gran novedad
cristiana que celebramos: algo absolutamente impensable, que solo Dios
podía hacer y que solo se puede entrar con la fe. El Logos que está con Dios, el Logos que es Dios, el Creador del mundo (cf. Jn 1,1), para el cual fueron creadas todas las cosas (cf. 1,3), que ha acompañado y acompaña a los hombres en la historia con su luz (cf. 1,4-5; 1,9), se convierte en uno en medio de los otros, puso su morada entre nosotros, se hizo uno de nosotros (cf.
1,14). El Concilio Vaticano II dice: "El Hijo de Dios ... trabajó con
manos de hombre, pensó con inteligencia de hombre, obró con voluntad de
hombre, amó con corazón de hombre. Nacido de la Virgen María, se hizo
verdaderamente uno de los nuestros, semejantes en todo a nosotros,
excepto en el pecado" (Gaudium et Spes, 22).
Es importante, entonces,
recuperar el asombro ante este misterio, dejarnos envolver por la
magnitud de este acontecimiento: Dios, el verdadero Dios, el Creador de
todo, ha recorrido como un hombre nuestras calles, entrando en el tiempo
del hombre para comunicarnos su propia vida (cf. 1 Jn. 1,1-4). Y no lo hizo con el esplendor de un soberano, que somete con su poder el mundo, sino con la humildad de un niño.
Me gustaría subrayar un segundo
elemento. En Navidad solemos intercambiar algunos regalos con las
personas más cercanas. A veces puede ser un acto realizado por
costumbre, pero en general expresa afecto, es un signo de amor y de
estima. En la oración de las ofrendas de la Misa de la Aurora en la
Solemnidad de la Natividad del Señor, la Iglesia reza: "Acepta, Señor,
nuestra ofrenda en esta noche de luz, y por este misterioso intercambio
de dones, transfórmanos en Cristo, tu Hijo, que ha elevado al hombre
hasta ti en la gloria". La idea del regalo, entonces, está en el centro
de la liturgia y nos hace conscientes del regalo original de la Navidad:
en esa noche santa Dios, haciéndose carne, ha querido convertirse en un
regalo para los hombres, se entregó por nosotros; Dios ha hecho de su
Hijo único un don para nosotros, tomó nuestra humanidad para donarnos su
divinidad. Este es el gran regalo. Incluso en nuestro dar no es
importante que un regalo sea caro o no; los que no pueden dar un poco de
sí mismo, siempre dan muy poco; de hecho, a veces se intenta reemplazar
el corazón y el compromiso de donarse, a través del dinero, con cosas
que son materiales. El misterio de la Encarnación significa que Dios no
lo ha hecho de este modo: no ha donado cualquier cosa, sino que se
entregó a sí mismo en su Hijo Unigénito. Aquí encontramos el modelo de
nuestro dar, porque nuestras relaciones, sobre todo las más importantes,
son impulsadas por el don gratuito del amor.
Me gustaría ofrecer una tercera
reflexión: el hecho de la Encarnación, del Dios que se hace hombre como
nosotros, nos muestra el realismo sin precedentes del amor divino. La
acción de Dios, de hecho, no se limita a las palabras, incluso podríamos
decir que Él no se contenta con hablar, sino que se sumerge en nuestra
historia y asume sobre sí la fatiga y el peso de la vida humana. El Hijo
de Dios se hizo verdaderamente hombre, nacido de la Virgen María, en un
tiempo y en un lugar específico, en Belén durante el reinado del
emperador Augusto, bajo el gobernador Quirino (cf. Lc. 2,1-2);
creció en una familia, tuvo amigos, formó un grupo de discípulos, dio
instrucciones a los apóstoles para continuar su misión, completó el
curso de su vida terrena en la cruz.
Este modo de actuar de Dios es un
poderoso estímulo para cuestionarnos sobre el realismo de nuestra fe,
que no debe limitarse a la esfera de los sentimientos, de las emociones,
sino que debe entrar en la realidad, en lo concreto de nuestra
existencia, es decir, debe tocar cada día de nuestras vidas y dirigirla
también de una manera práctica. Dios no se detuvo en las palabras, sino
que nos mostró cómo vivir, compartiendo nuestra propia experiencia,
excepto en el pecado. El Catecismo de san Pío X, que algunos de nosotros
hemos estudiado de niños, con su sencillez, y ante la pregunta: "¿Para
vivir según Dios, ¿qué debemos hacer", da esta respuesta: "Para vivir
según Dios debemos creer la verdad revelada por Él y guardar sus
mandamientos con la ayuda de su gracia, que se obtiene mediante los
sacramentos y la oración." La fe tiene un aspecto fundamental que afecta
no solo la mente y el corazón, sino toda nuestra vida.
Les propongo un último elemento a su consideración. San Juan dice que la Palabra, el Logos
estaba junto a Dios desde el principio, y que todas las cosas fueron
hechas por medio de la Palabra, y nada de lo que existe fue hecho sin
Ella (cf. Jn 1,1-3). El evangelista claramente alude al relato
de la creación que se encuentra en los primeros capítulos del Génesis, y
lo relee a la luz de Cristo. Este es un criterio fundamental en la
lectura cristiana de la Biblia: el Antiguo y el Nuevo Testamento siempre
son leídos en conjunto y a partir del Nuevo se revela el sentido más
profundo del Antiguo.
Esa misma Palabra que siempre ha estado con Dios, que es Dios mismo y por el cual y en vista del cual todas las cosas fueron creadas (cf. Col. 1,16-17), se ha hecho hombre: el Dios eterno e infinito se sumergió en la finitud humana, en su criatura, para conducir al hombre y a la entera creación a Él. El Catecismo de la Iglesia Católica afirma: "La primera creación encuentra su sentido y su cumbre en la nueva creación en Cristo, cuyo esplendor sobrepasa el de la primera" (n. 349).
Los Padres de la Iglesia han acercado Jesús a Adán, hasta llamarlo "segundo Adán" o el Adán definitivo, la imagen perfecta de Dios. Con la Encarnación del Hijo de Dios se da una nueva creación, que nos da la respuesta completa a la pregunta "¿Quién es el hombre?". Sólo en Jesús se revela plenamente el proyecto de Dios sobre el ser humano: Él es el hombre definitivo según Dios. El Concilio Vaticano II lo reitera firmemente: "En realidad, el misterio del hombre solo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado… Cristo, el nuevo Adán, manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y le descubre la sublimidad de su vocación" (Gaudium et spes, 22; Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 359). En ese niño, el Hijo de Dios contemplado en Navidad, podemos reconocer el verdadero rostro, no solo de Dios, sino el verdadero rostro del ser humano; y solo abriéndonos a la acción de su gracia y tratando todos los días de seguirle, realizamos el plan de Dios en nosotros, en cada uno de nosotros.
Queridos amigos, en este periodo meditemos en la gran y maravillosa riqueza del Misterio de la Encarnación, para permitir que el Señor nos ilumine y nos transforme cada vez más a imagen de su Hijo hecho hombre por nosotros.
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