jueves, 30 de abril de 2020

"¿No es éste el hijo del carpintero?" (Mateo 13,55). San José Obrero - Día de los Trabajadores


Corría el año 1890. En los últimos días de abril, aparecieron en los muros de Montevideo unos carteles invitando a todos los obreros a encontrarse en determinado lugar el día primero de mayo. Ese día era feriado cívico en Uruguay, pero no por motivo del Día de los trabajadores: se celebraba la fiesta de San Felipe y Santiago, patronos de Montevideo.

En Uruguay y otros países, los obreros se encontraban por primera vez, un primero de mayo, para recordar a “los mártires de Chicago”.

Cuatro años antes, en los Estados Unidos, había habido grandes huelgas demandando la jornada de ocho horas. En algunos lugares, la tarea se extendía hasta 16 horas. En Chicago, uno de los grandes polos industriales, la huelga se prolongó y derivó en incidentes entre trabajadores y policías, con varios muertos. Tras un juicio muy irregular, ocho trabajadores fueron declarados culpables. Tres fueron encarcelados y cinco ejecutados en la horca.

A partir de allí, los movimientos sindicales en los distintos países comenzaron a marcar ese día como jornada de reivindicación de los derechos de los trabajadores.

En 1916 Uruguay estableció por ley el primero de mayo como “fiesta del trabajo” y tres años después como “día de los trabajadores”.

A lo largo de los años, la jornada se ha cargado de diferentes significados: celebración, reflexión, lucha; pero no deja de ser un momento para considerar la realidad del mundo del trabajo y de los hombres y mujeres que, con su esfuerzo, ganan su pan de cada día y, en el campo, la industria o los servicios, generan la riqueza de las naciones.

En el calendario de la Iglesia, el primero de mayo siguió siendo la fiesta de san Felipe y Santiago, hasta el año 1955, en que se trasladó al 3 de ese mes. El domingo primero de mayo de ese año, el Papa Pío XII, ante una peregrinación organizada por la Asociación Cristiana de Trabajadores Italianos, instituyó la fiesta litúrgica de San José Obrero.

Con esa decisión, la Iglesia quería expresar un reconocimiento al mundo del trabajo.
De hecho, la atención a la situación de los trabajadores había comenzado mucho antes, con la revolución industrial de fines del siglo XIX, en cuyo marco se dieron los trágicos acontecimientos de Chicago.

Fue el Papa León XIII quien puso su atención en el enorme cambio social que se estaba produciendo y, en 1891, escribió la encíclica Rerum Novarum, es decir, “de las cosas nuevas”, sobre la situación de los obreros. Con este documento se inició en la Iglesia una reflexión que hoy es conocida como “Doctrina social de la Iglesia”. Los sucesores de León XIII fueron desarrollando ese pensamiento, que tuvo en san Juan Pablo II un especial lugar, especialmente en su encíclica “Laborem Excercens”, sobre el trabajo humano, del año 1981. En su visita a Melo, en la que dirigió un mensaje al mundo del trabajo, el papa polaco hizo referencia a ese documento.

Los Obispos uruguayos, desde hace muchos años, suelen emitir un mensaje con motivo del día primero de mayo, a modo de reflexión y de saludo a todo el mundo del trabajo.

San José, obrero. ¿Cuál fue su oficio, que fue también el de Jesús? Para todo el mundo, Jesús era el hijo de José y María. En el evangelio de Mateo, en determinado momento, la gente se pregunta:
“¿No es éste el hijo del carpintero? (Mateo 13,55)
y en el evangelio de Marcos, refiriéndose a Jesús:
“¿No es éste el carpintero?” (Marcos 6,3)
Estas dos expresiones son todo lo que tenemos… pero dicen mucho más de lo que parece. La primera nos habla del oficio de José; la segunda nos informa que Jesús tenía el mismo oficio.
“Carpintero”, a nosotros nos hace pensar en un taller, herramientas, maderas, muebles en construcción o en reparación… sin embargo, en aquellos tiempos, la tarea era diferente.

La palabra griega que aparece en el evangelio para nombrar el oficio de José y, luego, de Jesús es tektón. Varios libros de la Biblia, al hablar de la construcción de grandes obras, como el templo de Jerusalén, suelen mencionar una dupla: por un lado, los hombres que trabajan la piedra (canteros, albañiles, constructores) y por otro lado los hombres de la madera: carpinteros.

El oficio de carpintero estaba asociado a la construcción, a todo lo que en la construcción de una casa u otro edificio empleara madera.

Es muy posible que José, que vivía con su familia en Nazaret, se desplazara a poblaciones vecinas donde hubiera trabajo. Y si Jesús, hasta sus treinta años, continuó en el oficio, como indica el evangelio de Marcos, también habría vivido ese ir y venir desde Nazaret hasta donde fuera necesaria su labor.

El trabajo tiene hoy mil expresiones. Estos tiempos de confinamiento han puesto en valor la posibilidad que tienen algunos de trabajar a distancia, desde su casa. No solo quien trabaja con una computadora; mucha gente está produciendo con sus manos artículos que puede vender, desde alimentos hasta mascarillas. También las tareas domésticas aparecieron con mayor relevancia… más tiempo adentro, más necesidad de atender detalles de la casa.

El trabajo, en todas sus formas, está llamado a ser participación en la obra creadora de Dios. El ser humano, creado “a imagen y semejanza” de Dios tiene la capacidad de crear. No a partir de la nada, claro; no como Dios, con su palabra creadora, sino a partir del trabajo.

Cuando Dios se hace hombre, es decir, cuando su Hijo, su Palabra eterna, se hace uno de nosotros, Jesucristo, el hijo de María, Dios trabaja con manos humanas. En Jesús, Dios conoce el esfuerzo y la fatiga. Trabaja como obrero, con sus manos, durante la mayor parte de su vida en la tierra. Participa de la obra creadora del Padre igual que cualquier criatura humana, dejando esa impronta de humanidad en cualquier cosa que hiciera.

Ya el Papa León XIII señalaba que
“cuando el hombre aplica su habilidad intelectual y sus fuerzas corporales a procurarse los bienes de la naturaleza”, 
es decir, cuando trabaja para ganarse el pan,
“su persona deja impresa una especie de huella” en el fruto de su esfuerzo.

Esa idea de la huella es lo que hace que el trabajo sea personal. Cada uno deja algo de sí mismo en lo que hace. Desarrollando esta idea, el papa Juan Pablo II decía que
“el fundamento para determinar el valor del trabajo humano no es en primer lugar el tipo de trabajo que se realiza, sino el hecho de que quien lo ejecuta es una persona”. 
Eso no quiere decir, aclaraba el papa, que no se pueda valorizar y cualificar de algún modo el trabajo de acuerdo con su importancia o su resultado; pero nunca hay que olvidar que quien trabaja es una persona, que tiene una dignidad y por eso merece siempre respeto.

Es que, además, el trabajo no es un fin en sí mismo. Volvemos a Juan Pablo II:
“la finalidad del trabajo, de cualquier trabajo realizado por el hombre —aunque fuera el trabajo «más corriente», más monótono en la escala del modo común de valorar, e incluso el que más margina— permanece siempre el hombre mismo”.

Amigas y amigos: mi saludo en este día a todos los hombres y mujeres que trabajan. Los confiamos a la protección de san José Obrero. Que el Señor los bendiga. Sigamos cuidándonos y hasta la próxima semana si Dios quiere.

Día de los Trabajadores: cercanía y oración de la Iglesia. Mensaje del presidente de la CEU.


Mons. Arturo Fajardo, Obispo de San José de Mayo, presidente de la Conferencia Episcopal del Uruguay (CEU) saluda a los hombres y mujeres del trabajo con motivo del 1ro. de mayo.

“He venido para que las ovejas tengan Vida” (Juan 10, 1-10). IV Domingo de Pascua.






En el año 1908, el Uruguay contaba con poco más de un millón de habitantes. Junto a la población humana, había 8 millones de vacunos y 26 millones de ovejas. Hoy, con 3.600.000 habitantes, hay más de 11 millones de cabezas de vaca y los lanares han descendido a poco más de 6 millones. La presencia de las ovejas sigue siendo parte del paisaje, pero en menor medida.
En ese paisaje uno puede ver, ocasionalmente, alguna majada conducida por trabajadores del campo. Estos van a caballo, ayudados por perros que muestran a veces extraordinarias habilidades para mantener el rebaño en el buen camino.
La relación de los hombres con las ovejas, desde lo alto del caballo, es muy diferente de la del pastor de los tiempos bíblicos: la que presenta Jesús en el capítulo 10 del evangelio según san Juan.

El pastor de los tiempos antiguos -que no ha desaparecido totalmente en nuestros días- conoce a cada una de sus ovejas, las llama por su nombre, las saca del corral comunitario donde se las custodia de noche y las lleva a pastizales y aguadas; cuida de cada una de ellas, cura sus heridas, busca las que se extravían y las protege de eventuales depredadores. Hay una fuerte relación del pastor con cada una de sus ovejas.

Esto se manifiesta en el evangelio que escuchamos este IV domingo de Pascua, también llamado “Domingo de Jesús Buen Pastor”. Veamos cómo es la relación de Jesús con sus ovejas, es decir, con nosotros.

“Las ovejas escuchan su voz”. 
La voz conocida tranquiliza. Cuando nos hemos quedado solos en casa y oímos que alguien entra, la voz familiar aleja cualquier inquietud. Hemos reconocido como alguien “de la casa” a quien ha llegado. De la misma forma, cada una de las ovejas reconoce la voz de su pastor. Escuchar la voz de Jesús significa para quienes creemos en Él una permanente atención a sus palabras, que nos han quedado en el Evangelio. Escuchar, escuchar de verdad, significa prestar atención a lo original, a lo propio, a lo auténticamente nuevo que hay en ellas. La palabra de Jesús no se agota. Cuando la escuchamos buscando respuesta, sigue hablándonos en cada momento de la vida. Por el contrario, cuando tratamos de manipularla, de ponerla al servicio de nuestras propias intenciones o intereses, la palabra se empaña, se opaca, pierde su fuerza transformadora. Feliz quien puede escuchar el evangelio cada día como buena noticia para su vida.

“Llama a las suyas por su nombre”. 
La comunidad cristiana no es una masa anónima. En el bautismo hemos recibido un nombre. Cuando en alguno de los relatos evangélicos Jesús llama a alguien por su nombre: Simón Pedro, Marta, María, Lázaro, queda con mayor evidencia que está hablando con alguien de los suyos, con una de sus ovejas. Feliz quien escucha su nombre en labios de Jesús.

“Va delante de ellas”. 
Cuando Jesús manifestó a sus discípulos que él “debía sufrir mucho y ser reprobado por los ancianos, los sumos sacerdotes y los escribas, ser matado y resucitar a los tres días” (Mc 8,31) Pedro comenzó a reprobar a Jesús. Éste le respondió enérgicamente: “ponte detrás de mí”. Pedro se estaba interponiendo en el camino de Jesús y pretendía guiarlo; pero él no es el pastor: el pastor es Jesús y el lugar de Pedro es detrás del pastor. Feliz quien camina detrás de Jesús.

“Las ovejas lo siguen”. 
“El que quiera seguirme, niéguese a sí mismo, cargue con su cruz y me siga” (Mc 8,34), agrega Jesús. Seguir a Jesús es la única relación posible con él dentro del marco de la fe. Es él quien abre el camino; más aún, él mismo es el camino. Su camino, aunque pasa por la pasión y la cruz, no es un camino de muerte, sino de vida. Feliz quien encuentra en Jesús la vida verdadera.

En este pasaje del Evangelio, Jesús no solo presenta las características del buen pastor, que él va a asumir un poco más adelante, sino que se presenta también diciendo
“Les aseguro que Yo soy la puerta de las ovejas”.

La imagen de la puerta ya no tiene solo que ver con las ovejas, sino también con los pastores, es decir, aquellos que Jesús llama para compartir el pastoreo de la comunidad. Claramente dice Jesús: “El que entra por la puerta es el pastor de las ovejas” y “el que no entra por la puerta en el corral de las ovejas, sino trepando por otro lado, es un ladrón y un asaltante”. Jesús está hablando a los fariseos, miembros de un movimiento religioso de su época que pretendía conducir al Pueblo de Dios y a los que Jesús denuncia por su hipocresía. Ya el profeta Ezequiel tenía expresiones muy duras sobre los malos pastores (Ez 34,1-8) que no se ocupan del rebaño que Dios les ha confiado, sino que “se apacientan a sí mismos”, es decir, viven de sus ovejas en lugar de darles vida; más aún, de dar la vida por ellas.
Al presentarse como la puerta, Jesús nos recuerda a los que hoy hemos recibido el ministerio de pastores que estamos llamados a entrar por Él y a seguirlo viviendo el Evangelio para cumplir nuestra misión de alimentar a la comunidad cristiana y llevarla al encuentro con Jesús en todas sus presencias.

Pero la puerta no es solo para que entre el pastor: por allí entran y salen las ovejas.
“El que entra por mí se salvará”. 
La vida no es un juego de puertas, donde hay que adivinar detrás de cuál está el premio. Hay muchas puertas, pero Jesús es la puerta de la salvación, “la puerta de la Misericordia”, como acertadamente lo llamó el escritor Tomás de Mattos, al titular así su novela sobre la vida de Jesús.

“Podrá entrar y salir”. 
El rebaño de Jesús entra y sale. La puerta que es Jesús da acceso a un espacio de libertad, en la verdad de Jesús que nos hace libres.

“Yo he venido para que las ovejas tengan Vida, y la tengan en abundancia”. 
Así concluye este pasaje del Evangelio, como un resumen de la misión de Jesús. Para quienes queremos seguir a Jesús, estas palabras no son solo la promesa de lo que queremos alcanzar, sino el desafío de presentar al mundo la Vida en plenitud que Jesús ofrece y de trabajar para que, ya en este mundo, toda persona tenga una vida acorde con la dignidad humana. Desde hace muchos años, casi toda acción de la Iglesia católica es “pastoral”: pastoral juvenil, pastoral vocacional, pastoral social, pastoral de la salud, pastoral carcelaria, etc. etc. El trabajo pastoral no lo realizan únicamente personas con una especial consagración a Dios: de hecho, todo bautizado está llamado a participar de la misión de la Iglesia y por tanto, también en la vida pastoral, de acuerdo a sus posibilidades.

Gracias, amigas y amigos, por su atención. En esta hora pongamos nuestra confianza en Jesús Buen Pastor. “Aunque cruce por oscuras quebradas, no temeré ningún mal, porque Tú estás conmigo”. Que el Señor los bendiga y hasta la próxima semana, si Dios quiere.

miércoles, 29 de abril de 2020

Sobre las Misas sin fieles... Escribe un Obispo emérito mexicano.

Entrevista a Monseñor Felipe Arizmendi Esquivel, Obispo Emérito de ...
+ Felipe Arizmendi Esquivel
Obispo Emérito de San Cristóbal de Las Casas, México

MISAS SIN FIELES

VER

La pandemia del COVID-19 nos obligó a evitar concentraciones de personas, pues cualquiera de nosotros podría ser portador del virus y transmitirlo a otros, sin darnos cuenta. Por ello, tuvimos que cerrar los templos, no para alejar a la gente de Dios y de la Iglesia, sino para colaborar en la lucha contra la propagación del mal. La intención es proteger al pueblo, al que nos debemos, y cuidar su salud, que es lo que Jesús procuraba tanto.

Sin embargo, no han faltado quienes afirmen que esto es una persecución contra la Iglesia, que es obra de masones y de personajes nefastos con mucho dinero que quieren cambiar el rumbo de la historia, para sus propios fines. Son teorías que escuchamos, pero no hay fundamentos serios para sustentarlas. Los enfermos y los muertos no son teorías, sino hechos contundentes, incluso con personas muy cercanas, que nos obligan a tomar medidas extraordinarias, que esperamos sean pasajeras, si todos colaboramos.

Hay quien no acepta la celebración de Misas sin participación física de fieles, como si éstas no valieran, o no sirvieran para alimentar la fe. Argumentan textos bíblicos incluso para atacar a la jerarquía, como si fuéramos demasiado sumisos a las autoridades civiles, como si quisiéramos privar a la gente del alimento eucarístico, como si fuéramos comodinos, miedosos y cobardes para no contagiarnos, dejando desamparado al pueblo. Sostengo que lo que nos mueve es, como decía San Irineo desde el siglo IV, la gloria de Dios, que consiste en que el ser humano tenga vida; por tanto, que tenga salud, pues sin salud no hay vida. Lo más hermoso de Dios y su obra preferida es el ser humano, y hemos de cuidarlo en el cuerpo y en el espíritu. No lo hemos desamparado; al contrario, se han impulsado muchas iniciativas y se han aprovechado medios electrónicos para estar cerca del pueblo, que por ahora es la única forma de hacerlo.

Hace años, cuando yo insistía a los sacerdotes celebrar la Misa todos los días, aunque no hubiera fieles presentes, uno de ellos me argüía que él había aprendido del Concilio la importancia de la comunidad, y que no celebraba si no había gente. Le contesté que el Concilio dice lo contrario, como veremos más adelante. Con el tiempo, tuvo que dejar el ministerio; ya falleció. Otro me decía que lo importante era estar con el pueblo en sus luchas por cambiar la situación, no tanto celebrar Misas diario. Hoy, es un sacerdote eucarístico y, por ello, cercano al pueblo en forma integral.

PENSAR

El Papa Pablo VI, en su Encíclica Mysterium fidei (3-IX-1965), decía: “No se puede exaltar tanto la misa llamada comunitaria, que se quite importancia a la misa privada” (No. 2). “Porque toda misa, aunque sea celebrada privadamente por un sacerdote, no es acción privada, sino acción de Cristo y de la Iglesia, la cual, en el sacrifico que ofrece, aprende a ofrecerse a sí misma como sacrificio universal, y aplica a la salvación del mundo entero la única e infinita virtud redentora del sacrificio de la cruz. De donde se sigue que, si bien a la celebración de la misa conviene en gran manera, por su misma naturaleza, que un gran número de fieles tome parte activa en ella, no hay que desaprobar, sino antes bien aprobar, la misa celebrada privadamente, porque de esta misa se deriva gran abundancia de gracias especiales para provecho ya del mismo sacerdote, ya del pueblo fiel y de toda la Iglesia, y aun de todo el mundo” (No. 4).

El Concilio Vaticano II, en su Decreto Presbyterorum ordinis, claramente dice: “En el misterio del sacrificio eucarístico, en que los sacerdotes cumplen su principal ministerio, se realiza continuamente la obra de nuestra redención y, por ende, encarecidamente se les recomienda su celebración cotidiana, la cual, aunque no pueda haber en ella presencia de fieles, es ciertamente acto de Cristo y de la Iglesia” (No. 13).

El Papa Francisco, en una de sus homilías diarias en Santa Marta, advertía: “Alguien me hizo reflexionar sobre el peligro de este momento que estamos viviendo, esta pandemia que ha hecho que todos nos comuniquemos, incluso religiosamente, a través de los medios, a través de los medios de comunicación. También esta Misa… Estamos todos comunicados, pero no juntos; sólo espiritualmente juntos. El pueblo aquí presente es pequeño (Las 6 ó 7 personas en Santa Marta). Pero hay un gran pueblo, con el que estamos juntos, pero no juntos. También el Sacramento: hoy lo tienen, la Eucaristía; pero la gente que está conectada con nosotros, sólo la comunión espiritual. Y esta no es la Iglesia: es la Iglesia en una situación difícil, que el Señor permite, pero el ideal de la Iglesia es estar siempre con el pueblo y con los sacramentos. Siempre. Cuidado de no viralizar la Iglesia, de no viralizar los sacramentos, de no viralizar al pueblo de Dios. La Iglesia, los sacramentos, el pueblo de Dios son concretos. Es cierto que en este momento debemos mantener la familiaridad con el Señor de esta manera, pero para salir del túnel, no para quedarnos. Y esta es la familiaridad de los apóstoles: no gnóstica, no viralizada, no egoísta para cada uno de ellos, sino una familiaridad concreta, en el pueblo” (17-IV-2020).

Es decir: Es muy importante que sacerdotes y obispos celebremos diariamente la Misa, aunque sin muchos fieles, para cuidar la salud y la vida del pueblo; pero la celebramos precisamente en bien de la comunidad. Por ahora, su presencia es sólo virtual; pero es muy real, visible y concreta. Es una forma transitoria; no es que así deba ser siempre. Lo normal es la presencia física de fieles y la comunión sacramental, pues Jesús es muy claro: “Les aseguro que si no comen la carne y no beben la sangre del Hijo del hombre, no tendrán vida en ustedes” (Jn 6,53). Y en la última cena: “Tomen y coman, esto es mi cuerpo” (Mt 26,26). Es lo que hacían los primeros cristianos: “Los discípulos asistían con perseverancia a la enseñanza de los apóstoles, tenían sus bienes en común, participaban en la fracción del pan y en las oraciones” (Hech 2,42). Así debe ser, con personas concretas y con comunión sacramental. Mientras estamos en esta pandemia, no dejamos al pueblo sin alimento, sino que lo alimentamos con la Palabra, que es verdadero banquete, y con la Comunión espiritual. Esperamos que pase pronto esta situación, para volver a la normalidad.

Las Misas virtuales no son lo mismo que las presenciales, pues en aquellas no hay presencia física de una asamblea que comparte la fe y la vida, no hay alimento sacramental, pero es por una situación excepcional. Lo virtual, sin embargo, también es alimento, aunque no pleno. Es peor quedarse sin nada. Y la realidad nos está diciendo que, en verdad, se forma una asamblea virtual, pues estamos conectados con cientos y miles de personas; y esto también es comunidad, es Iglesia; no es una nube, una red sin personas, sino que internet es un medio salvífico, usándolo correctamente.

No menospreciemos esta forma de vivir la fe y de alimentarla. Desde luego que no debe ser un espectáculo, como quien ve una novela o una serie, sino una vivencia real del sacramento, que se celebra a distancia, pero en el que se participa realmente. No se sigue la Misa desde la cama o desde un cómodo sillón, con botanas (*) al lado, sino orando con la liturgia y con la gente que sigue la transmisión, enviando peticiones por las que se ofrece la Misa, adoptando las posturas que pide cada momento de la celebración, escuchando la Palabra con el corazón, ofreciendo la propia vida como víctima viva en unión al sacrificio del Señor, adorándolo de rodillas, recibiéndolo espiritualmente, recibiendo la bendición final. ¿Eso no vale? Claro que sí, y muchísimo. Incluso en forma diferida, si no se pudo seguir en vivo. Cuando pase la pandemia, volvemos a la normalidad.

ACTUAR

Cooperemos a regularizar la situación, guardando las debidas distancias físicas entre unos y otros, para no contagiarnos, pues ahora no sabemos por dónde nos puede llegar el virus, y procuremos la cercanía moral, virtual, espiritual, de corazón, tanto con Dios como con los demás.

(*) En México se le dice "botanas" a lo que aquí llamaríamos "picadas" o aperitivos.

Las palabras de la vocación. Mensaje del Papa Francisco. Jornada mundial de las Vocaciones.

 
MENSAJE DEL SANTO PADRE FRANCISCO
PARA LA 57 JORNADA MUNDIAL
DE ORACIÓN POR LAS VOCACIONES
Domingo 3 de mayo de 2020, IV de Pascua, Jesús Buen Pastor

Las palabras de la vocación

Queridos hermanos y hermanas:

El 4 de agosto del año pasado, en el 160 aniversario de la muerte del santo Cura de Ars, quise ofrecer una Carta a los sacerdotes, que por la llamada que el Señor les hizo, gastan la vida cada día al servicio del Pueblo de Dios.

En esa ocasión, elegí cuatro palabras clave —dolor, gratitud, ánimo y alabanza— para agradecer a los sacerdotes y apoyar su ministerio. Considero que hoy, en esta 57 Jornada Mundial de Oración por las Vocaciones, esas palabras se pueden retomar y dirigir a todo el Pueblo de Dios, a la luz de un pasaje evangélico que nos cuenta la singular experiencia de Jesús y Pedro durante una noche de tempestad, en el lago de Tiberíades (cf. Mt 14,22-33).

Después de la multiplicación de los panes, que había entusiasmado a la multitud, Jesús ordenó a los suyos que subieran a la barca y lo precedieran en la otra orilla, mientras Él despedía a la gente. La imagen de esta travesía en el lago evoca de algún modo el viaje de nuestra existencia. En efecto, la barca de nuestra vida avanza lentamente, siempre inquieta porque busca un feliz desembarco, dispuesta para afrontar los riesgos y las oportunidades del mar, aunque también anhela recibir del timonel un cambio de dirección que la ponga finalmente en el rumbo adecuado. Pero, a veces puede perderse, puede dejarse encandilar por ilusiones en lugar de seguir el faro luminoso que la conduce al puerto seguro, o ser desafiada por los vientos contrarios de las dificultades, de las dudas y de los temores.

También sucede así en el corazón de los discípulos. Ellos, que están llamados a seguir al Maestro de Nazaret, deben decidirse a pasar a la otra orilla, apostando valientemente por abandonar sus propias seguridades e ir tras las huellas del Señor. Esta aventura no es pacífica: llega la noche, sopla el viento contrario, la barca es sacudida por las olas, y el miedo de no lograrlo y de no estar a la altura de la llamada amenaza con hundirlos.

Pero el Evangelio nos dice que, en la aventura de este viaje difícil, no estamos solos. El Señor, casi anticipando la aurora en medio de la noche, caminó sobre las aguas agitadas y alcanzó a los discípulos, invitó a Pedro a ir a su encuentro sobre las aguas, lo salvó cuando lo vio hundirse y, finalmente, subió a la barca e hizo calmar el viento.

Así pues, la primera palabra de la vocación es gratitud. Navegar en la dirección correcta no es una tarea confiada sólo a nuestros propios esfuerzos, ni depende solamente de las rutas que nosotros escojamos. Nuestra realización personal y nuestros proyectos de vida no son el resultado matemático de lo que decidimos dentro de un “yo” aislado; al contrario, son ante todo la respuesta a una llamada que viene de lo alto. Es el Señor quien nos concede en primer lugar la valentía para subirnos a la barca y nos indica la orilla hacia la que debemos dirigirnos. Es Él quien, cuando nos llama, se convierte también en nuestro timonel para acompañarnos, mostrarnos la dirección, impedir que nos quedemos varados en los escollos de la indecisión y hacernos capaces de caminar incluso sobre las aguas agitadas.

Toda vocación nace de la mirada amorosa con la que el Señor vino a nuestro encuentro, quizá justo cuando nuestra barca estaba siendo sacudida en medio de la tempestad. «La vocación, más que una elección nuestra, es respuesta a un llamado gratuito del Señor» (Carta a los sacerdotes, 4 agosto 2019); por eso, llegaremos a descubrirla y a abrazarla cuando nuestro corazón se abra a la gratitud y sepa acoger el paso de Dios en nuestra vida.

Cuando los discípulos vieron que Jesús se acercaba caminando sobre las aguas, pensaron que se trataba de un fantasma y tuvieron miedo. Pero enseguida Jesús los tranquilizó con una palabra que siempre debe acompañar nuestra vida y nuestro camino vocacional: «¡Ánimo, soy yo, no tengáis miedo!» (v. 27). Esta es precisamente la segunda palabra que deseo daros: ánimo.
Lo que a menudo nos impide caminar, crecer, escoger el camino que el Señor nos señala son los fantasmas que se agitan en nuestro corazón. Cuando estamos llamados a dejar nuestra orilla segura y abrazar un estado de vida —como el matrimonio, el orden sacerdotal, la vida consagrada—, la primera reacción la representa frecuentemente el “fantasma de la incredulidad”: No es posible que esta vocación sea para mí; ¿será realmente el camino acertado? ¿El Señor me pide esto justo a mí?
Y, poco a poco, crecen en nosotros todos esos argumentos, justificaciones y cálculos que nos hacen perder el impulso, que nos confunden y nos dejan paralizados en el punto de partida: creemos que nos equivocamos, que no estamos a la altura, que simplemente vimos un fantasma que tenemos que ahuyentar.

El Señor sabe que una opción fundamental de vida —como la de casarse o consagrarse de manera especial a su servicio— requiere valentía. Él conoce las preguntas, las dudas y las dificultades que agitan la barca de nuestro corazón, y por eso nos asegura: “No tengas miedo, ¡yo estoy contigo!”. La fe en su presencia, que nos viene al encuentro y nos acompaña, aun cuando el mar está agitado, nos libera de esa acedia que ya tuve la oportunidad de definir como «tristeza dulzona» (Carta a los sacerdotes, 4 agosto 2019), es decir, ese desaliento interior que nos bloquea y no nos deja gustar la belleza de la vocación.

En la Carta a los sacerdotes hablé también del dolor, pero aquí quisiera traducir de otro modo esta palabra y referirme a la fatiga. Toda vocación implica un compromiso. El Señor nos llama porque quiere que seamos como Pedro, capaces de “caminar sobre las aguas”, es decir, que tomemos las riendas de nuestra vida para ponerla al servicio del Evangelio, en los modos concretos y cotidianos que Él nos muestra, y especialmente en las distintas formas de vocación laical, presbiteral y de vida consagrada. Pero nosotros somos como el Apóstol: tenemos deseo y empuje, aunque, al mismo tiempo, estamos marcados por debilidades y temores.

Si dejamos que nos abrume la idea de la responsabilidad que nos espera —en la vida matrimonial o en el ministerio sacerdotal— o las adversidades que se presentarán, entonces apartaremos la mirada de Jesús rápidamente y, como Pedro, correremos el riesgo de hundirnos. Al contrario, a pesar de nuestras fragilidades y carencias, la fe nos permite caminar al encuentro del Señor resucitado y también vencer las tempestades. En efecto, Él nos tiende la mano cuando el cansancio o el miedo amenazan con hundirnos, y nos da el impulso necesario para vivir nuestra vocación con alegría y entusiasmo.

Finalmente, cuando Jesús subió a la barca, el viento cesó y las olas se calmaron. Es una hermosa imagen de lo que el Señor obra en nuestra vida y en los tumultos de la historia, de manera especial cuando atravesamos la tempestad: Él ordena que los vientos contrarios cesen y que las fuerzas del mal, del miedo y de la resignación no tengan más poder sobre nosotros.

En la vocación específica que estamos llamados a vivir, estos vientos pueden agotarnos. Pienso en los que asumen tareas importantes en la sociedad civil, en los esposos que —no sin razón— me gusta llamar “los valientes”, y especialmente en quienes abrazan la vida consagrada y el sacerdocio. Conozco vuestras fatigas, las soledades que a veces abruman vuestro corazón, el riesgo de la rutina que poco a poco apaga el fuego ardiente de la llamada, el peso de la incertidumbre y de la precariedad de nuestro tiempo, el miedo al futuro. Ánimo, ¡no tengáis miedo! Jesús está a nuestro lado y, si lo reconocemos como el único Señor de nuestra vida, Él nos tiende la mano y nos sujeta para salvarnos.

Y entonces, aun en medio del oleaje, nuestra vida se abre a la alabanza. Esta es la última palabra de la vocación, y quiere ser también una invitación a cultivar la actitud interior de la Bienaventurada Virgen María. Ella, agradecida por la mirada que Dios le dirigió, abandonó con fe sus miedos y su turbación, abrazó con valentía la llamada e hizo de su vida un eterno canto de alabanza al Señor.

Queridos hermanos: Particularmente en esta Jornada, como también en la acción pastoral ordinaria de nuestras comunidades, deseo que la Iglesia recorra este camino al servicio de las vocaciones abriendo brechas en el corazón de los fieles, para que cada uno pueda descubrir con gratitud la llamada de Dios en su vida, encontrar la valentía de decirle “sí”, vencer la fatiga con la fe en Cristo y, finalmente, ofrecer la propia vida como un cántico de alabanza a Dios, a los hermanos y al mundo entero. Que la Virgen María nos acompañe e interceda por nosotros.

Roma, San Juan de Letrán, 8 de marzo de 2020, II Domingo de Cuaresma.

Francisco

viernes, 24 de abril de 2020

"¡Quédate, Señor, conmigo!" Oración del Padre Pío (san Pío de Pietrelcina)



Quédate, Señor, conmigo, porque es necesario tenerte presente para no olvidarte. Sabes cuán fácilmente te abandono.

Quédate, Señor, conmigo, pues soy débil y necesito tu fuerza para no caer muchas veces.

Quédate, Señor, conmigo, porque eres mi luz y sin ti estoy en tinieblas.

Quédate, Señor, conmigo, porque eres mi vida y sin ti pierdo el fervor.

Quédate, Señor, conmigo, para darme a conocer tu voluntad.

Quédate, Señor, conmigo, para que oiga tu voz y te siga.

Quédate, Señor, conmigo, pues deseo amarte mucho y estar siempre en tu compañía.

Quédate, Señor, conmigo, si quieres que te sea fiel.

Quédate, Señor, conmigo, porque aunque mi alma sea tan pobre, desea ser para ti un lugar de consuelo y un nido de amor.

Quédate, Jesús, conmigo, pues es tarde y el día se acaba… La vida pasa; se acercan la muerte, el juicio, la eternidad y es necesario recuperar mis fuerzas para no demorarme en el camino, y para ello te necesito. Ya es tarde y la muerte se acerca. Temo la oscuridad, las tentaciones, la aridez, la cruz, los sufrimientos – y te necesito mucho, Jesús mío, en esta noche de exilio.

Quédate, Jesús, conmigo, porque en esta noche de la vida, de peligros, necesito de ti. Haz que, como tus discípulos, te reconozca en la fracción del pan; que la comunión eucarística sea la luz que disipe las tinieblas, la fuerza que me sustenta y la única alegría de mi corazón.

Quédate, Señor, conmigo, porque en la hora de la muerte quiero estar unido a ti; si no realmente por la Santa Comunión, al menos por la gracia y por el amor.

Quédate, Jesús, conmigo; no pido consuelos divinos porque no los merezco, sino el don de tu presencia, ¡ah, sí, te lo pido!

Quédate, Señor, conmigo; sólo a ti te busco; tu amor, tu gracia, tu voluntad, tu corazón, tu espíritu, porque te amo y no pido otra recompensa sino amarte más. Con un amor firme, práctico, amarte de todo corazón en la tierra para seguirte amando perfectamente por toda la eternidad.

jueves, 23 de abril de 2020

"Quédate con nosotros" (Lucas 24,13-35). III Domingo de Pascua.




Tal vez se haya podido dar más en este tiempo, pero, con pandemia o sin pandemia, todos hemos tenido alguna vez en la vida momentos de desánimo. Cuando hemos puesto muchas ilusiones y esperanzas en una relación o en un proyecto y, de golpe, todo se cae, nos parece que se acabó todo, que ya no podemos esperar nada, que no hay nada que hacer.
Si la decepción es profunda, nos deprimimos, nos sentimos como dentro de un pozo. Desde allí no vemos nada más. No vemos que, en torno a nosotros, siguen sucediendo cosas y la vida hace señales. Quedamos ciegos, encerrados en nuestro desengaño.

Algo así les sucedió a los discípulos después de la muerte de Jesús. A lo largo de tres años, tanto los que lo acompañaron todo el tiempo como quienes estuvieron al menos una vez con Él, habían construido muchas expectativas. No todos esperaban lo mismo de Él; no todos comprendían cuál era realmente su proyecto. Algunos tenían ciertas ambiciones; otros esperaban algunos cambios en la situación de su pueblo; otros querían tenerlo siempre consigo, como un consuelo y un apoyo, como alguien a quien recurrir en los momentos difíciles.

El evangelio de este domingo nos cuenta la historia de dos discípulos que se encuentran especialmente contrariados por lo que ha sucedido. San Lucas ubica el relato en el día mismo de la Resurrección de Jesús. Los dos discípulos van por el camino, hablando de todo lo sucedido. Jesús aparece por allí y se pone a caminar con ellos, pero ellos no lo reconocen. Están enceguecidos por su dolor: no ven alrededor de sí mismos. Jesús pregunta de qué venían conversando; ellos se asombran de que ese compañero de camino ignore lo que ha pasado y le cuentan:
«Lo referente a Jesús, el Nazareno, que fue un profeta poderoso en obras y en palabras delante de Dios y de todo el pueblo, y cómo nuestros sumos sacerdotes y nuestros jefes lo entregaron para ser condenado a muerte y lo crucificaron. Nosotros esperábamos que fuera él quien librara a Israel. Pero a todo esto ya van tres días que sucedieron estas cosas. Es verdad que algunas mujeres que están con nosotros nos han desconcertado: ellas fueron de madrugada al sepulcro y al no hallar el cuerpo de Jesús, volvieron diciendo que se les habían aparecido unos ángeles, asegurándoles que él está vivo. Algunos de los nuestros fueron al sepulcro y encontraron todo como las mujeres habían dicho. Pero a él no lo vieron.»

“Nosotros esperábamos que…” Esas tres palabras, dentro de este largo relato, resumen los sentimientos de los dos caminantes. No esperábamos esto. Esperábamos otra cosa. “Esperábamos que fuera él quien librara a Israel”. Su esperanza en Jesús estaba en su poder y en su influencia sobre el pueblo.
Muchas veces en los evangelios Jesús prohíbe que se diga que Él es el Mesías.
En una ocasión, huye porque quieren proclamarlo rey. La misión de Jesús se inscribe en la historia de la humanidad, pero va más allá del episodio particular que vive un pueblo. Su mensaje de liberación atraviesa los tiempos.

Jesús ha escuchado. Ahora les habla:
«¡Cómo les cuesta creer todo lo que anunciaron los profetas! ¿No era necesario que el Mesías soportara esos sufrimientos para entrar en su gloria?»
Y comenzando por Moisés y continuando con todos los profetas, les interpretó en todas las Escrituras lo que se refería a él.

Las palabras de Jesús van provocando un cambio en la mente de los caminantes. Comienzan a ver las cosas de otro modo; a verlas desde el Plan de Dios, es decir, desde un proyecto más grande que lo que ellos pudieran imaginar. Más tarde, ellos reconocerían lo que provocó en ellos la palabra de Jesús:
«¿No ardía acaso nuestro corazón, mientras nos hablaba en el camino y nos explicaba las Escrituras?»

En eso estaban, pues, cuando ocurre algo que va a dar un giro completo a su vida: llegan a Emaús y el compañero de camino da señas de que él seguirá andando.
Allí podría haber terminado todo: una amable despedida y, de nuevo, solos, los dos hombres discutirían sobre lo escuchado y tal vez, con un sabor agridulce, volverían a su decepción… pero, no: ellos toman una decisión y le dicen al viajero:
«Quédate con nosotros, porque ya es tarde y el día se acaba.»
Ese pedido es la respuesta a lo que les dice el corazón. Todavía no pueden separarse.
Mucho de lo que han vivido está comenzando a tomar sentido, pero algo falta.
Al pedirle al tercer caminante que se quede con ellos, se abren a lo inesperado, a lo que puede transformar totalmente su vida y su historia.
Y lo inesperado se produce. Lo que sigue no es una continuación de la charla del camino, no es la repetición de los argumentos ya escuchados, como si fuera necesario una especie de “machaque” -como decían los viejos maestros-, una repetición permanente de cosas para que por fin les entre en la cabeza. No. Los comentarios de la Escritura ya han sido suficientes. Ahora se necesita dar otro paso… pero ¿cuál? Lo que hace Jesús no podría ser más sencillo:
Y estando a la mesa, tomó el pan y pronunció la bendición; luego lo partió y se lo dio.
El gesto simple, cotidiano… bendecir el pan, partirlo, entregarlo, produce un efecto extraordinario:
Entonces los ojos de los discípulos se abrieron y lo reconocieron,
pero él había desaparecido de su vista.
El gesto de Jesús, el gesto que tantas veces sus discípulos habían presenciado, les revela su presencia. Es Él; ha resucitado. Ellos lo han visto: han caminado con Él; Él los ha escuchado, les ha hablado y ha compartido con ellos el pan. No hay ninguna duda. Ha resucitado.

Lo paradójico es que después de manifestarse, Jesús desaparece.
Jesús ya había desaparecido una vez, engullido por la muerte y el sepulcro. Esa primera desaparición agobia a los discípulos, que caminan llenos de pesar y decepción, alejándose de Jerusalén, del lugar de los hechos.
Ahora Jesús ha desaparecido de nuevo… pero no ha dejado una ausencia. Ellos lo sienten presente. Las Escrituras que se refieren a Él… el pan partido y compartido… y la comunidad. Completamente alivianados de su carga, los discípulos regresan a Jerusalén: regresan donde está la comunidad reunida. Allí presentan su testimonio y reciben el de los demás.

“¡Quédate con nosotros!” es la petición de esta hora… el Padre Pío, san Pío de Pietrelcina, un hombre que pasó duras pruebas y que vivió calamidades mundiales mucho más grandes que esta, lo pedía en primera persona:
“Quédate, Jesús, conmigo, pues es tarde y el día se acaba…
La vida pasa; la muerte, el juicio, la eternidad se acercan
y es necesario recuperar mis fuerzas para no demorarme en el camino, y para ello te necesito.
Ya es tarde y la muerte se acerca.
Temo la oscuridad, las tentaciones, la aridez, la cruz, los sufrimientos;
y te necesito mucho, Jesús mío.
En esta noche de exilio, en esta noche de la vida, en esta noche de peligros,
necesito mucho de ti.”

Amigas y amigos, Jesús no es un ausente… es una presencia que hace renacer la vida y la alegría, que levanta la esperanza, que nos fortalece en la hora de la prueba.
Gracias por su atención. Sigamos cuidándonos. Que el Señor los bendiga y hasta la próxima semana, si Dios quiere.

viernes, 17 de abril de 2020

“En su gran misericordia, nos hizo renacer” (1 Pedro 1,3-9). II Domingo de Pascua o de la Divina Misericordia.






“Después de esta pandemia, nada volverá a ser igual”. ¡Cuántas veces hemos escuchado esta frase en estos largos días de cuarentena! Nadie recuerda haber vivido una experiencia similar.
Seguramente, muchas cosas serán distintas… la pregunta es ¿qué es lo que cambiará realmente? La humanidad ha vivido otras grandes crisis que la han sacudido violentamente. Después de la segunda guerra mundial, hubo muchos cambios en el mundo. Se creó la Organización de las Naciones Unidas para defender la paz y promover el desarrollo de los pueblos. La declaración de los derechos humanos de 1948 puso en alto la dignidad inviolable de cada persona humana. Se aceleró el proceso de descolonización y surgieron nuevas naciones que buscaban ser dueñas de su propio destino.
Esos fueron algunos de los aspectos positivos… sin embargo, la ONU se convirtió en otro campo de confrontación de los poderosos en un escenario de guerra fría y carrera armamentista. La bomba atómica se volvió una estremecedora pesadilla para la humanidad. Los derechos humanos fueron pisoteados una y otra vez. Los gobiernos de los nuevos países se convirtieron muchas veces en dictaduras atroces…

Entonces ¿qué cambió? En general, puede considerarse que hubo un crecimiento en la conciencia de la capacidad de autodestrucción de la humanidad y, por tanto, una mayor conciencia del valor de la paz y el valor de cada vida humana.

El cambio real lo vivió cada persona que fue de alguna forma alcanzada por la calamidad de la guerra y que sobrevivió al combate, a los bombardeos, a los campos de exterminio, a las enfermedades, al hambre; al dolor por la muerte de personas queridas y a la pérdida de todo lo que tenía.
Aun sufriendo las mismas adversidades, las personas vivieron cambios diferentes. Algunos nunca sanaron las heridas del alma. Se encerraron en su dolor, se endurecieron y se rodearon de murallas de incomunicación y desconfianza. Otros, en cambio, encontraron caminos de sanación y su propio sufrimiento los hizo capaces de comprender y ayudar a otros. Algunos se aprovecharon de todo lo que pudiera beneficiarlos, sin importarles nadie más; otros quedaron con el corazón agradecido a quienes, de un modo u otro, les hicieron posible continuar con vida y, desde esa gratitud, supieron ser generosos con los más desgraciados.

¿Qué cambiará realmente en la humanidad después del coronavirus?
No lo sé. ¿Quién puede saberlo? Los atentados del 11 de setiembre de 2001, por ir a un hecho reciente de mucho impacto, trajeron un reforzamiento de los sistemas de seguridad y de alerta en todo el mundo.
En ese sentido, esta pandemia nos dejará, seguramente, una oleada de medidas preventivas, de las que ya se está hablando: uso generalizado de mascarillas en ciudades y transportes, vigilancia de posibles síntomas, medidores de temperatura corporal, etc. Junto a eso, esperemos, se fortalecerá el sistema de salud y el cuidado especial de todos los que trabajan en él, que siempre han estado más expuestos que el resto de la población.
Todas esas medidas podrán estar más o menos bien, podrán ayudar para que estas cosas no pasen o para mitigar sus efectos.

La pregunta que yo me hago es, más bien, qué cambiará en cada uno de nosotros. Hoy, desde el aislamiento que vivimos, nuestros mensajes envían -virtualmente, claro- más abrazos que nunca, expresando el deseo de poder volver a darlos realmente, de volver a encontrarnos cara a cara con los familiares y amigos de los que hemos quedado separados, así como con los compañeros de tarea y todas las personas con las que nos relacionamos en los distintos aspectos de nuestra vida.

Cada uno de nosotros puede hacer su lista de deseos: qué es lo que me gustaría que cambiara en el mundo, qué es lo que me gustaría que cambiara en mí; pero eso sería una especie de carta a los Reyes Magos.

Ningún cambio se producirá mágicamente. Los cambios empiezan en cada uno de nosotros. No puedo hacer que los demás cambien. No puedo quedarme esperando que cambie el mundo si no cambio yo. Cambiar, para bien, desde luego: todo cambio que signifique romper con mi propio individualismo y egoísmo para preocuparme sinceramente por los demás y hacer lo que pueda por ellos.

A aquellos cambios que reorientan profundamente mi vida, que me hacen replantear mi relación con los demás y con Dios, los cristianos lo llamamos conversión. La palabra griega que aparece en los evangelios y que traducimos como conversión es “metanoia”. Traducida a la letra significa “cambio de mentalidad”. Es pensar de otra manera, sí, pero es mucho más que eso: es encontrar el sentido de la vida; pasar del pesimismo a la esperanza, crecer en sensibilidad frente a los demás; adquirir una nueva conciencia de mi responsabilidad en el mundo y, lo más importante, actuar de otra manera.

Esta transformación podría entenderse como un acto de voluntad, una decisión irrevocable, un compromiso que asumimos. Querer es poder y con eso basta. Sin embargo, más tarde o más temprano nos encontramos con las contradicciones de nuestro entorno y con nuestra propia debilidad para sostener esas decisiones; nos cansamos de pelear y volvemos a nuestra vieja mentalidad y nuestros viejos hábitos.

Desde la fe miramos también nuestra fragilidad humana. La conversión no es solo un acto humano. El profeta Jeremías implora a Dios:
“Conviérteme y me convertiré” (Jeremías 31,18). 
La conversión necesita no solo nuestra fuerza de voluntad, sino también y muy especialmente, la fuerza de Dios, la fuerza que nos viene por la misericordia de Dios.

Este domingo, el segundo de pascua, es llamado domingo de la Divina Misericordia. Leemos en la primera carta de san Pedro:
Bendito sea Dios, el Padre de nuestro Señor Jesucristo, que, en su gran misericordia, nos hizo renacer, por la resurrección de Jesucristo, a una esperanza viva, a una herencia incorruptible, incontaminada e imperecedera, que ustedes tienen reservada en el cielo.
En su gran Misericordia Dios nos hizo renacer.
Esta es la experiencia de quien ha encontrado a Dios: nacer de nuevo.
Ser hecho en Cristo un hombre nuevo, una mujer nueva.

Ese es el sentido profundo del Bautismo que hemos recordado y renovado al final de la Semana Santa. Si queremos un cambio real en nuestra vida, vayamos a Jesucristo, vayamos a la fuerza que brota de su Pascua. Todos esos pasos, esos cambios profundos en nuestros hábitos, en nuestras actitudes, en nuestra valoración de la vida; esos cambios que tanto deseamos hacer y para los cuales sentimos resistencia, son posibles en Cristo, que ha vencido a la muerte. A Él nos confiamos para que cada movimiento de nuestro corazón sea para nosotros compartir la Pascua, pasar con Él de la muerte a la vida. Morir a nuestro egoísmo para resucitar en el amor a Dios y al prójimo en lo concreto de cada día. “La misericordia cambia el mundo” suele decir el Papa Francisco. El mundo cambiará si nos dejamos tocar por la misericordia de Dios.

Gracias, amigas y amigos por su atención. Que el Señor los bendiga; sigamos cuidándonos entre otros y hasta la próxima semana si Dios quiere.

viernes, 10 de abril de 2020

De Viernes Santo a Domingo de Resurrección: “Voy a celebrar la Pascua en tu casa” (Mateo 26,14-25)






El 23 de octubre de 1919 fue promulgada en Uruguay la ley 6.997 que indicaba, como dice su encabezado “las festividades que deberán observarse de acuerdo con el nuevo régimen constitucional”. El año anterior, la República había reformado por primera vez la constitución vigente desde 1830. La primera carta magna establecía, en su artículo quinto: “La religión del Estado es la Católica Apostólica Romana”. En la reforma, el artículo pasó a decir, en sus primeras líneas: “Todos los cultos religiosos son libres en el Uruguay. El Estado no sostiene religión alguna.”
La ley de “festividades”, aprobada en ese nuevo marco, decía en su artículo 4°: “Declárase feriada con el nombre de Semana de Turismo la sexta semana siguiente a la de Carnaval”.
Como decíamos, la ley fue aprobada en octubre de 1919, de modo que la primera “Semana de Turismo” fue la Semana Santa de 1920, entre los domingos 28 de marzo y 4 de abril.
Cien años después, como anunciaba hace días un periódico de Melo, “No habrá Semana Santa o de Turismo” (aunque inmediatamente aclaraba: “ojo, hago referencia a la pesca, sus barras y sus momentos alegres).

Ha sido por lo menos curioso que, exactamente cien años después de la primera Semana de Turismo, y con días bastante agradables, los uruguayos estemos confinados en nuestras casas, las rutas vacías, los eventos suspendidos y los campings y accesos a playas cerrados.

Para quienes habitualmente participamos de las celebraciones en las Iglesias, también la Semana Santa está siendo totalmente diferente. Misas celebradas a puerta cerrada, transmitidas por distintos medios a los hogares; familias o personas solas rezando en sus casas; encuentros y comunicaciones virtuales…

¿Qué puedo uno decir en estos días, qué mensaje dar en esta Pascua?

El miércoles Santo leímos, en el evangelio de Mateo, cómo Jesús estaba organizando la que sería su última cena, en la celebración de la Pascua judía. En aquellos días, Jesús, por prevención, no salía a la calle. No había ninguna pandemia. Las calles de Jerusalén estaban llenas de peregrinos. Jesús no salía porque su vida estaba amenazada. Para la cena, Jesús necesitaba un lugar tranquilo y seguro, donde poder compartir entre amigos un momento especial y único.

Jesús envió a sus discípulos con este mensaje:
"El Maestro dice: Se acerca mi hora, voy a celebrar la Pascua en tu casa con mis discípulos". (Mateo 26, 14-25)
¿Quién era la familia o la persona que recibió ese mensaje? No sabemos. Yo me imagino que tiene que haber sido esa gente gaucha que siempre dice: “acuérdese, si necesita algo, estamos acá, prontos para lo que precise…”
“Voy a celebrar la Pascua en tu casa”, nos lo dice Jesús a cada uno de nosotros.
Tomémosle la Palabra y dispongámonos a recibirlo en casa.

Cuando uno espera visitas que vienen a quedarse más de un día, hace algunas previsiones y se toma algunos trabajos. Lo hemos hecho en muchas semanas como esta, con amigos o familiares que vienen “a hacer turismo”.

Preparamos el lugar donde la gente se va a quedar: dentro de lo que se pueda, que no falte nada, que todo esté limpio y ordenado, que los visitantes puedan tener un poco de privacidad. Hablamos con los más chicos de la familia y les damos algunas recomendaciones de cómo comportarse y hasta miramos también al perro y al gato como diciendo “y eso de portarse bien y no andar atravesándose los incluye a ustedes”.
Miramos también los lugares donde nos vamos a reunir, que entremos todos, que podamos estar cómodos… Vemos la comida que podamos ofrecer… pensamos en algo especial que podríamos conseguir o preparar… en fin… todos esos trabajos que nos tomamos por gente que queremos mucho y que nos alegra recibir.

Si nos tomamos en serio las palabras de Jesús, “voy a celebrar la Pascua en tu casa”, entonces también tenemos que hacer preparativos. Sé bien que muchos de ustedes los vienen haciendo desde hace días, desde el momento en que supieron cómo serían las cosas este año. Pero si no lo hicieron y quieren hacerlo, todavía hay tiempo. Mientras estamos en este mundo, mientras peregrinamos por la vida, estamos a tiempo.

¿Qué le podemos ofrecer a Jesús? Cuando recibimos a alguien en nuestra casa ¿hasta dónde lo hacemos pasar? ¿qué es lo que le dejamos ver? Solo cuando tenemos amistad y confianza dejamos que las visitas entren, por ejemplo… a la cocina, un lugar donde se vive la intimidad de la familia.

¿Hasta dónde queremos dejar entrar a Jesús en nuestra vida? ¿Queremos tenerlo por ahí, como un elemento decorativo, que queda bien, que queda lindo? ¿Queremos “quedar bien” con él, porque puede ser que lo necesitemos algún día? ¿O queremos realmente abrirle nuestro corazón y conocer lo que Él quiere darnos, algo mejor que ninguna cosa que se nos ocurriera pedir?

¿Estamos dispuestos a preparar y habilitar para Jesús el núcleo más secreto de nuestro corazón, nuestro sagrario, donde sentirnos a solas con Él y donde dejar que su voz resuene en lo más íntimo de nosotros mismos? (Cf. Gaudium et Spes, 16)

Jesús viene a nuestra casa a celebrar la Pascua. Pascua significa “paso”. La primera Pascua la vivieron los israelitas. Paso de la esclavitud a la libertad. Guiados por Moisés, cruzaron el Mar Rojo. Dios abrió las aguas para que pudieran pasar en medio sin mojarse los pies.
En el marco de aquella Pascua de su pueblo, Jesús vivió su propia Pascua pasando de la muerte a la resurrección.
El viernes santo Jesús entregó su vida en la cruz. Lo hizo en un acto de amor por toda la humanidad y en un acto de amor y confianza a su Padre, que le fue mostrando que ése era el camino que había que recorrer, cargando sobre sí la maldad, la violencia y la miseria del mundo para abrir un camino de reconciliación y reencuentro con Dios. La Pascua es Viernes Santo y es Domingo de Resurrección. Es Paso de la muerte a la vida.

Celebrar la Pascua en casa es la invitación para dar nuestro propio paso. ¿Cómo nos unimos al Paso de Cristo, resucitando a una vida nueva? ¿Cuál será nuestra Pascua?

Este tiempo de confinamiento en nuestras casas, la convivencia que para algunos se ha hecho intensa y exigente, o, para otros, una soledad prolongada, empiezan a cambiar cosas en nuestro interior… ¿qué es lo nuevo -lo nuevo y bueno- que está naciendo en esos cambios que vivimos? No nos entreguemos a la muerte, no le dejemos lo mejor que tenemos. Jesús nos abre a la resurrección y a la vida.

Para algunos ese cambio puede ser pasar de una vida superficial, dispersa en cosas sin verdadera importancia, a una vida más auténtica centrada en aquello que es realmente significativo. Pasar de actitudes resentidas y desconfiadas, a una manera de ser más abierta y atenta a los demás. Pasar de un vivir para acumular, para acaparar, a una forma de vida solidaria y generosa. Pasar de la apatía, el aburrimiento, la tristeza, para abrirnos a una vida esperanzada y alegre.
Y frente a Dios: pasar del miedo a la confianza; de esconderme de Él a salir a buscarlo; de la soberbia de pensar que no lo necesito, a la humildad de reconocerme como su criatura; en suma, de la indiferencia, de la increencia, a la fe.

Amigas y amigos, gracias por su atención. Para todos ustedes, feliz Pascua de Resurrección, con el deseo de que vengan los días en que todos podamos de nuevo darnos un fraterno abrazo. Que el Señor los bendiga y hasta la próxima semana si Dios quiere.

Jueves Santo: Lávense los pies unos a otros (Juan 13,1-15)

Miércoles Santo: Todo hombre tiene su precio (Mateo 26, 14-25)


Amigas y amigos, sigue avanzando esta Semana Santa, este tiempo que Dios nos regala en medio de nuestro aislamiento preventivo. 
Llegamos al Miércoles Santo.
Leyendo los evangelios de estos tres días, notamos un contraste entre los gestos generosos de los amigos de Jesús y la actitud de Judas.

El lunes, frente a la generosidad de María, que derrama un frasco entero de perfume sobre los pies de Jesús, el cinismo de Judas. Judas dice que ese perfume podría haber sido vendido en 300 denarios para ayudar a los pobres. En realidad, lo que pensaba era guardarse el dinero.

El martes, ayer, frente a la atropellada pero decidida respuesta de Pedro a Jesús: “yo daré mi vida por ti”, la salida de Judas del marco de la cena, para perderse en la noche de la traición.

Hoy leemos del capítulo 26 de san Mateo, unas palabras de Jesús particularmente significativas para el momento que estamos viviendo. En los preparativos de la última cena, Jesús manda decir a alguien: 
“Se acerca mi hora, voy a celebrar la Pascua en tu casa con mis discípulos”. 
"Voy a celebrar la Pascua en tu casa". Tal vez es lo que más necesitamos oír en estos momentos, como una palabra de consuelo que Jesús nos regala, en estos días en que no podemos participar presencialmente de las celebraciones.

Vamos a decirle a Jesús: “Señor, sí, mi casa está siempre abierta para ti: ¡ven a celebrar tu Pascua en mi casa!”

Pero en contraste con la actitud de esa persona que, seguramente, en algún momento le dijo a Jesús “mi casa está a las órdenes”, encontramos a Judas arreglando la entrega de Jesús. 
Judas Iscariote fue a ver a los sumos sacerdotes y les dijo: 
«¿Cuánto me darán si se lo entrego?» 
Y resolvieron darle treinta monedas de plata.
Hay un refrán que dice “Todo hombre tiene su precio”. Es la descripción de la corrupción: se puede comprar a cualquier persona si se paga su precio. Hay gente que pide poco, hay quienes piden mucho… cuanto más alto el favor que se pueda conceder, mayor es el precio.

Sin embargo, hay hombres que no se dejan corromper. No se dejan comprar. A esos hombres se les trata de quitar de en medio, porque molestan. En otro sentido, ellos también tienen su precio: el precio que se paga a quien los venda, los entregue o, aún, los elimine.

Jesús no puede ser corrompido, no puede ser comprado por el poder. En cambio, los poderosos que quieren su muerte encuentran alguien que lo vende. El precio: treinta monedas de plata, treinta siclos. 

Mateo siempre tiene alguna referencia en el Antiguo Testamento; aquí hay dos:
La primera la encontramos en el libro de Éxodo (21,32). Treinta siclos es la indemnización que se debe pagar a su dueño de un esclavo si, accidentalmente, se ha provocado la muerte de ese esclavo. 
Jesús, aquel que se hizo “servidor de todos”, es vendido por el precio de un esclavo.

La otra referencia la encontramos en el libro del profeta Zacarías (11,12). El profeta, para entregar un mensaje de parte de Dios, se hace contratar para cuidar unas ovejas. Como un signo profético rompe el contrato y reclama su salario: le dan 30 monedas. Dios le ordena poner esas monedas en el tesoro del templo. En sus palabras a Zacarías, Dios muestra que es Él quien se siente tasado en 30 monedas:
Yahveh me dijo: «¡Échalo al tesoro, esa lindeza de precio en que me han apreciado!»
En suma, las 30 monedas que Judas acepta son, también, una ofensa hacia Jesús, un precio muy bajo.

Pero a esta expresión, “todo hombre tiene su precio”, podemos darle otro sentido a partir de las palabras de san Pablo en su primera carta a los corintios (6,20 y 7,23). Dice Pablo:
Ustedes fueron comprados por un precio.
Aquí “comprados” tiene el sentido de rescatados, redimidos, como cuando se pagaba un precio para la liberación de un prisionero o de un esclavo. Pablo le recuerda a los corintios (y a cada uno de nosotros) que se ha pagado un precio para liberarnos del pecado y de la muerte.
¿Cuál ha sido ese precio? La respuesta la encontramos en la primera carta de Pedro (1,18-19):
“Ustedes fueron rescatados de su vana manera de vivir… no con cosas corruptibles, como oro o plata, sino con la sangre preciosa de Cristo”.
Sangre “preciosa”. “Precioso” es un adjetivo para expresar que algo es bonito; pero también significa, “de mucho valor o de elevado coste”. Así hablamos de metales preciosos, piedras preciosas, perlas preciosas… ¿Qué precio tiene la sangre de Jesús? ¿Treinta monedas de plata?

Hubo una época en que se insistía mucho sobre el pecado y el infierno. Se formaba una imagen de un Dios vindicativo, al que había que aplacar con el arrepentimiento y la buena conducta, siempre pidiendo perdón por nuestros pecados.

En verdad, Jesús nos presenta un Padre Dios siempre dispuesto a esperarnos y a perdonarnos. Ese es, claramente, el mensaje, por ejemplo, de la parábola del hijo pródigo donde vemos al Padre misericordioso.

Sin embargo, no podemos olvidar que esa misericordia ha tenido un precio: y ese precio ha sido la sangre de Jesús, “la sangre preciosa de Cristo”, como dice Pedro.

La Semana Santa, más allá de cualquier circunstancia que estemos viviendo, es un tiempo para acercarnos a Dios con el corazón abierto, a dejarnos tocar profundamente por su Palabra, a pedir nuestra conversión más sincera. Todo eso contemplando al crucificado; al que fue entregado por 30 monedas; pero, infinitamente mucho más que eso, al que entregó su propia vida y derramó su propia sangre para el perdón de los pecados. 

Gracias, amigas y amigos por su atención.
Que el Señor los bendiga y hasta mañana si Dios quiere.

martes, 7 de abril de 2020

Martes Santo: "Yo daré mi vida por ti" (Juan 13,21-33.36-38)


Queridas amigas, queridos amigos:

Hoy es Martes Santo en esta Semana Santa de coronavirus y confinamiento, pero en la que queremos vivir profundamente este tiempo de Dios.

Ayer nos detuvimos en la figura de Marta de Betania y el profundo amor con que ungió a Jesús en aquella cena que precedió a la última, a la que nos dedicaremos el próximo jueves, pero de la que ya nos trae algo el evangelio de hoy, del capítulo 13 de san Juan. Jesús anuncia la traición de Judas y la negación de Pedro. De Judas nos vamos a ocupar mañana. Hoy nos vamos a detener en Pedro.

El evangelio de Juan quiere mostrarnos que todo lo que sucede con Jesús está de acuerdo con un plan de Dios y que ese plan es el de nuestra salvación.

Hay cosas que suceden en el entorno de Jesús, hay diferentes expectativas, hay decisiones humanas, pero el Plan de Dios se llevará a cabo.

¿Qué pasaba en aquellos días? ¿Qué estaba viviendo la gente?
La fiesta de la Pascua llevaba muchos peregrinos a Jerusalén. Esa aglomeración -por usar esa palabra- preocupaba a las autoridades romanas, que reforzaban la guardia temiendo una contagiosa rebelión, como tantas veces había sucedido.

Cuando Jesús apareció en Jerusalén, espontáneamente se organizó una gran manifestación.
La multitud comenzó a aclamar a Jesús como el Mesías, el salvador enviado por Dios.
A pesar de todo, la manifestación fue pacífica y las fuerzas romanas no intervinieron.

Pero esa entrada de Jesús dejó mucha gente inquieta.
Muchos esperaban que Jesús organizara al pueblo y con la ayuda y el favor de Dios derrotara a los opresores romanos y a sus cómplices.
Esta expectativa no tenía nada de rara. Era lo que pensaban grupos como los Zelotes o los Esenios. Hubo también al menos dos supuestos Mesías: Teudas, Judas de Galilea. En distintos momentos, ambos reunieron seguidores, que se dispersaron en cuanto mataron a sus jefes (Hechos 5,36-37).

Por su parte, las autoridades judías se daban cuenta de la creciente popularidad de Jesús y veían venir otro galileo rebelde, otra gran represión romana. Para evitar ese desastre llegaron a la conclusión de que había que matar a Jesús. Dijo el Sumo Sacerdote Caifás: 
“es preferible que muera un solo hombre y no que la nación perezca” (Juan 11,50).
¿Qué pensaban los discípulos de Jesús?
A pesar de seguir a Jesús a todas partes, los discípulos se hacían sus propias ideas o, más bien, seguían la corriente de la gente que esperaba un Mesías guerrero. Tal vez no necesariamente que tomara él mismo las armas, pero sí un líder inspirador, alguien con la fuerza y el poder de Dios. 

Entre los discípulos, Pedro tiene un rol de liderazgo. Él reconoce a Jesús como Mesías, pero, le costará mucho entender qué clase de Mesías es Jesús. Si Pedro comprendiera hacia donde camina Jesús no se hubiera conseguido una espada, como ya veremos.

En la cena, Jesús anuncia que uno de los discípulos lo entregará y después le dice a Judas:
«Realiza pronto lo que tienes que hacer.»
En el relato de la pasión según san Juan, Jesús es claramente quien dirige todos los acontecimientos. Él es quien administra los tiempos. Es Dios, aquí en la persona del Hijo, del Verbo Encarnado, quien sigue conduciendo la historia.

El evangelista Juan nos invita a renovar nuestra confianza en Dios, que dispone todas las cosas para el bien de los que lo aman (cf. Romanos 8,28), a pesar de que las apariencias quieran hacernos pensar otra cosa.

Después de que Judas sale hacia la noche, Jesús anuncia que ahora él va a ser glorificado.
¿Qué entienden o que sienten los discípulos cuando Jesús habla de ser glorificado? 
Si ellos tienen la expectativa de que Jesús se manifieste como el Mesías que guiará a su pueblo para restaurar el antiguo reino de Israel, la gloria es el triunfo y el éxito; la derrota de los enemigos; los honores, los homenajes… el poder.
En cambio, la gloria de Jesús comienza con una traición y va a continuar con los insultos, los golpes y la terrible tortura hasta la muerte en la cruz.

La glorificación significa muchas cosas. Una muy importante es la manifestación de la verdad, la verdad más profunda.

La glorificación de Jesús es que quede manifestado, revelado, a la vista de todos, el amor que lo lleva a dar su vida en la cruz.

La glorificación del Padre es que quede manifestado, revelado, a la vista de todos, el amor que lo lleva a entregar a su Hijo para reconciliar consigo a toda la familia humana.

Si esto no se entiende, no se entiende nada de lo que hace Jesús. Si en la cabeza de los discípulos sigue prevaleciendo la idea del Mesías que restaurará el reino de Israel, todo lo que hace Jesús, o como lo ven ellos, todo lo que Jesús deja o no deja que suceda, no tiene sentido.

La Semana Santa es una invitación a que nos relacionemos con Dios y con su misterio, no a partir de nuestros intereses, sino tratando de entrar en la mente y el corazón de Jesús y conocer la verdad de su amor.

Después de anunciar su glorificación, Jesús da a entender que él va a morir:
“ya no estaré mucho tiempo con ustedes”, les dice a los discípulos.
Pedro va a responder a esto de una forma tan irreflexiva y arrebatada como generosa:
“Yo daré mi vida por ti”.
Pedro parece adelantarse a lo que Jesús va a decir más adelante (15,13):
“Nadie tiene mayor amor que el que da su vida por sus amigos”
Sin embargo, lo que quiere hacer Pedro cuando dice “daré mi vida por ti” ¿es lo mismo que Jesús quiere hacer? ¿Es la misma forma de dar la vida por sus amigos?

A veces, comentando la pasión, se insiste mucho en la cobardía de Pedro, que termina negando a Jesús. En realidad, no es ése el problema. De verdad Pedro está dispuesto a dar la vida por Jesús, está dispuesto a morir, pero a morir como un héroe, a morir peleando.

Sabiendo que Jesús va a ser traicionado, Pedro va armado al huerto de los Olivos.
Cuando Jesús es detenido, Pedro saca la espada y hiere a uno de los servidores del Sumo Sacerdote, que estaba en el grupo de los que fueron a arrestar a Jesús. Es un acto desesperado, pero ya no sabe qué hacer.

Inmediatamente Jesús le dice:
«Envaina tu espada. ¿Acaso no beberé el cáliz que me ha dado el Padre?»
Jesús se niega a resistirse y no acepta que Pedro pelee por Él.
¿Entiende Pedro esto? Posiblemente, seguramente, no.

A pesar de eso, Pedro sigue a Jesús. Los demás discípulos se dispersan, pero él lo sigue. 
Antes de pensar en una cobardía de Pedro, hay que mirar ese gesto de ir a meterse en la boca del lobo, allí donde Jesús es llevado detenido.

Pero Pedro está desarmado, haya dejado o no la espada. Está desarmado por dentro, desarmado en sus expectativas sobre Jesús.

Cuando llega el momento de las negaciones, según el evangelio de Juan, la pregunta que le hacen a Pedro es si es discípulo de Jesús. Tres veces él repite “no lo soy”.

Pedro está confundido sobre Jesús y eso lo confunde también sobre sí mismo, sobre su propia identidad de discípulo. Ese “no lo soy” es como si dijera “y yo, al final ¿qué soy?”.

En el relato de Mateo la contestación de Pedro es “no conozco a ese hombre”.

De alguna manera, dice la verdad: no conoce verdaderamente a Jesús. No ha llegado a entrar en su corazón en profundidad. Ha estado mirando todo desde su manera de pensar: no ha sido un verdadero discípulo y puede preguntarse ¿para qué ha sido todo esto? ¿para qué nos llamó a seguirlo si lo que quería era morir?

A la tercera negación cantó el gallo. 
El gallo ha sido representado muchas veces como el símbolo de la conciencia que señala el pecado. Pero el canto del gallo, ante todo, es el cumplimiento del anuncio de Jesús. Sus palabras han quedado confirmadas.

Otra vez queda de manifiesto que, aunque los hombres creen estar manejando la historia, llevando a Jesús de aquí para allá y condenándolo a muerte, es realmente Dios quien está disponiendo todo.

Lucas nos dice que cuando Pedro escuchó el canto del gallo, lloró amargamente.
La confirmación del anuncio de Jesús es, para Pedro, la oportunidad de un nuevo comienzo, de un nuevo camino de seguimiento de Jesús, abandonando la superficialidad y las expectativas puramente humanas en las que se había movido, para adentrarse en el misterio de Dios.

Amigas y amigos, cada bautizado está llamado a seguir a Jesús, a ser su discípulo… Frente a Jesús, muchas veces nosotros también tendríamos que preguntarnos: “y yo, al final ¿qué soy?” ¿qué quiere decir ser discípulo de Jesús? ¿Es tener a Jesús como un recurso para mis momentos difíciles, como aquel al que le puedo pedir que se cumplan mis deseos? ¿o es tenerlo como aquel sobre el cual construyo mi vida?

Señor Jesús, permítenos conocerte a ti, permítenos conocer al Padre, permítenos conocer el amor que tú has revelado en la cruz. Que, con el don de tu Espíritu, podamos seguirte con humildad y disponibilidad. Amén.

Gracias, por su atención. Que el Señor los bendiga, cuídense mucho y hasta mañana si Dios quiere.

lunes, 6 de abril de 2020

Lunes Santo. Perfume, amor y traición (Juan 12,1-11)


Amigas y amigos: hoy es Lunes Santo. Ayer, domingo de Ramos, entramos en este tiempo de Dios que es la Semana Santa. Tiempo de Dios… podríamos pensar que es un tiempo que tenemos que dedicarle a Dios; y estaría bien. Pero sería todavía mejor recibirlo como un tiempo que Dios nos dedica a nosotros, un tiempo que Dios nos quiere regalar, especialmente en las difíciles circunstancias que estamos viviendo. Los invito a que le demos a estos días de Semana Santa ese valor: el valor de un regalo de Dios.

Ayer, domingo de Ramos, recordamos la entrada de Jesús en Jerusalén, recibido y aclamado por la multitud que había llegado allí por la fiesta de la Pascua. Si tienen a mano la Biblia o un Nuevo Testamento, les sugiero que busquen el capítulo 12 del Evangelio según san Juan.
Juan ubica la entrada de Jesús en Jerusalén en la segunda parte del capítulo doce, cinco días antes de la fiesta.
En el lunes santo volvemos un poquito atrás, a la primera parte del capítulo doce.

A este episodio se le suele llamar “la cena de Betania”. Es una comida en la casa de Marta, María y Lázaro. Jesús está invitado junto con los doce… 
Hay varias cosas que nos invitan a comparar esta cena con la última cena, que vamos a recordar el jueves. Los dos acontecimientos se dan en la misma semana y hay algunas semejanzas entre ellos.

Primera semejanza: Jesús está con los suyos.

Jesús y los doce están en una casa amiga. Más aún; Marta, María y Lázaro son también discípulos, en otro estilo, porque no van como los doce acompañando a Jesús; pero su firme adhesión a Jesús es indudable. 
El evangelio de Lucas nos presenta a María como discípula, a los pies de Jesús, sin perder una palabra de lo que él dice. 
En el episodio de la resurrección de Lázaro, Marta aparece como la mujer que le dice a Jesús “yo creo que tú eres el Cristo, el Hijo de Dios”. Marta es una creyente.
Esta cena, tal como será después la última, es una comida de Jesús con los suyos. Es un remanso de paz en medio de un clima de amenazas, donde el peligro que corre Jesús crece cada día, junto con el odio hacia él de quienes ya han tomado la decisión de matarlo.
Qué bueno que en esta Semana Santa Jesús pueda entrar en nuestras casas sintiendo que allí también están “los suyos”.

Segunda semejanza: el lavado de los pies.

En la última cena, como nos cuenta san Juan, Jesús realizó un gesto muy especial de servicio: lavó los pies de sus discípulos. Es una acción que tenemos que comprender, porque no es algo que hoy esperamos que se haga por nosotros. Sin embargo, en aquel mundo, cuando un personaje tenía una cena especial, era una exquisita cortesía hacer que los esclavos lavaran los pies de sus invitados, preparándolos a estar en la casa de manera más confortable. Jesús es quien da la cena, pero en lugar de buscar servidores para que laven los pies de sus amigos, se pone él mismo el delantal de servidor y realiza con todo amor ese gesto.
En la cena de Betania, María será protagonista de un similar gesto de amor, con un toque muy personal. Dice el evangelio:
María, tomando una libra de perfume de nardo puro, de mucho precio, ungió con él los pies de Jesús y los secó con sus cabellos. La casa se impregnó con la fragancia del perfume.
María fue hacia Jesús llevando su tesoro: un frasco de perfume de mucho valor. Algo que tenía guardado para una ocasión especial. Con gran amor, María vació ese frasco en los pies de Jesús. Es mucho más que un lavado, mucho más que una atención delicada. Es un regalo. Es su manera de expresar su amor a Jesús. Secó los pies del maestro no con una toalla o con su delantal: lo hizo con algo de ella misma, con sus cabellos. Su gesto no quedó solamente como algo entre Jesús y ella: Juan nos dice que la casa se impregnó con la fragancia del perfume.
Cuando alguien ama de corazón a Jesús, algo se irradia, se difunde, llega y toca a los demás.

Tercera semejanza: la sombra de la traición

Hasta aquí todo bien, todo en paz… pero aparece una voz disonante, la voz del discípulo que se retirará de la última cena hundiéndose en la noche:
Judas Iscariote, uno de sus discípulos, el que lo iba a entregar, dijo: «¿Por qué no se vendió este perfume en trescientos denarios para dárselos a los pobres?» Dijo esto, no porque se interesaba por los pobres, sino porque era ladrón y, como estaba encargado de la bolsa común, robaba lo que se ponía en ella.
El cinismo de Judas contrasta con el amor de María. Decía Oscar Wilde que el cínico es el que sabe el precio de todas las cosas, pero no conoce el valor de ninguna. Judas sabe o calcula el precio del frasco: trescientos denarios, trescientos jornales… casi un año de trabajo. Se recuerda también que Judas era el “encargado de la bolsa común”, lo que también será mencionado en el relato de la última cena.
Judas mide el precio del frasco: trescientos denarios. Más adelante preguntará cuál es el precio, cuanto le pagarán por entregar a Jesús. En contraste, nosotros estamos llamados a considerar el valor del gesto de María. ¿Cómo medir ese valor? Es inmenso y recordemos que “inmenso” quiere decir “sin medida”.
¡Cuántos gestos aparentemente insignificantes son convertidos en inmensamente valiosos por el amor que ponemos en ellos!

Cuarta semejanza: anuncio de muerte

Jesús responde a Judas dando una interpretación del gesto que ha recibido:
«Déjala. Ella tenía reservado este perfume para el día de mi sepultura. A los pobres los tienen siempre con ustedes, pero a mí no me tendrán siempre.»
“El día de mi sepultura” … “a mí no me tendrán siempre”. La cercanía de la muerte de Jesús sobrevuela la casa, al igual que ocurrirá, todavía más intensamente, en la última cena.
La mención a los pobres “siempre con ustedes” no es una postergación: es un llamado a la comunidad a recordar que ellos están allí y sirviéndolos a ellos se sirve también a Jesús.

Hay gente a la que le cuesta mucho aceptar regalos. Hay regalos que pueden y hasta deben ser rechazados, cuando no son hechos como muestra de amor sincero sino buscando un interés, buscando manipular, comprar o corromper a la persona que los recibe. Jesús acepta el regalo de María y, aceptándolo, corresponde al gesto de amor que ella ha tenido. Más aún, aceptándolo y poniéndolo en relación con su propia muerte, Jesús expresa que la entrega de su vida, como supremo acto de amor, corresponderá con creces a la entrega de aquellos discípulos y discípulas que, como María de Betania, le ofrecen a Jesús su propia vida.

¿Cómo podemos, desde nuestras casas, expresar nuestro amor por Jesús? De tantas maneras… Recuerdo una Misa en Paysandú donde un sacerdote ya fallecido, el P. Francisco Romero, nos invitó a rezar el Padrenuestro de esta manera: “hagamos un acto de amor: recemos como Jesús nos enseñó…”. Un Padrenuestro bien rezado, levantando el corazón a Dios, puede ser un acto de verdadero amor a Dios, un frasco de perfume derramado sobre los pies de Jesús. Una llamada a esa persona que está sola y nos necesita, una colaboración con el club deportivo o con la capilla que está organizando una olla... más y más pequeños gestos, y la fragancia del perfume puede llenar toda la casa, todo el barrio, toda la ciudad.

Amigas y amigos, dejémonos también nosotros tocar por el cariñoso gesto de María, dejemos que su perfume impregne nuestro corazón y nos mueva a imitar su ejemplo de amor.
Gracias por su atención. Que el Señor los bendiga y hasta mañana, si Dios quiere.


sábado, 4 de abril de 2020

Semana Santa desde Melo: celebraciones presididas por el Obispo

 

Diócesis de Melo (Cerro Largo y Treinta y Tres)

Semana Santa: celebraciones presididas por el Obispo


5 de abril - Domingo de Ramos

Misa de Domingo de Ramos en la Pasión del Señor.
A las 11 horas
- Canal 12 de Melo (aire)
- Canal 9 de Melo TV Cable
- Canal 97 de Cable 1 de Melo
- VERA TV Canal 12 Melo
Desde las 12 horas
Disponible en YouTube, canal "Es cuestión de Fe Diócesis de Melo".
A las 18 horas
En directo desde Catedral de Melo por página de Facebook "Fazenda de la Esperanza Uruguay".

6 de abril - Lunes Santo

16:30 - Misa en directo desde el Obispado, por página de Facebook "Fazenda de la Esperanza Uruguay".

7 de abril - Martes Santo

16:30 - Misa en directo desde el Obispado, por página de Facebook "Fazenda de la Esperanza Uruguay".

8 de abril - Miércoles Santo

8:30 Misa en directo desde el Obispado, por Radio María Uruguay y página de Facebook "Fazenda de la Esperanza Uruguay".

9 de abril - Jueves Santo

18:00 Celebración de la Cena del Señor
Misa en directo desde Catedral de Melo por página de Facebook "Fazenda de la Esperanza Uruguay".

10 de abril - Viernes Santo

15:00 - Muerte del Señor
Celebración en directo desde Catedral de Melo por página de Facebook "Fazenda de la Esperanza Uruguay".

11 de abril - Sábado de Gloria

19:00 - Vigilia Pascual en directo desde Catedral de Melo por página de Facebook "Fazenda de la Esperanza Uruguay".

12 de abril - Domingo de Resurrección

A las 11 horas
- Canal 12 de Melo (aire)
- Canal 9 de Melo TV Cable
- Canal 97 de Cable 1 de Melo
- VERA TV Canal 12 Melo
Desde las 12 horas
Disponible en YouTube, canal "Es cuestión de Fe Diócesis de Melo"
A las 18 horas
Misa en directo desde Catedral de Melo por página de Facebook "Fazenda de la Esperanza Uruguay".

Nota: las celebraciones transmitidas desde la Catedral no tendrán la calidad de audio que nos gustaría ofrecer, por la misma acústica del templo. Sin embargo, no podemos dejar de celebrar en ese lugar especialmente significativo. Agradecemos su comprensión.

Semana Santa del Corazón


Tomando como base unas coplas andaluzas que están circulando en las redes y que comienzan así:
¿Quién ha dicho esas historias?
¿que el Cristo este año no sale?
si está vestido de blanco,
de azul, en los hospitales...
Luz del Alba hace su reflexión y la aplica a nuestro Uruguay.

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¿Qué no hay Semana Santa?
¿Qué Cristo no está en la calle?
- Pero si está vestido de blanco en todos los hospitales
y todos los sanatorios y centros de atención sanitaria

¿Quién dice que el Nazareno no puede hacer penitencia?
- Si está atendiendo enfermos en las urgencias y arriesgando la vida por controlar esta pandemia.

¿Cómo que Cristo caído no se levanta y continúa luchando por salvar a la humanidad?
- Míralo en nuestros médicos que caen rendidos, exhaustos, como humildes Cirineos ayudando a cada paso. Míralo en enfermeros, auxiliares de servicio, administrativos, guardias de seguridad, que no escatiman esfuerzos y luchan día a día, codo a codo, sin descanso.

Igual que en aquel burrito pasa Jesús por la tierra en nuestros camioneros que recorren nuestras rutas y calles, para abastecer de insumos sanitarios y alimenticios a mercados, almacenes, carnicerías, panaderías, farmacias y todos aquellos que nos abastecen diariamente.
Mira también a Jesús en el Ejército que patrulla las fronteras y cumple otras tareas de bien común, míralo en los Policías que patrullan las calles disuadiendo para que cumplan con el aislamiento, combatiendo el delito y que arriesgan sus vidas y no están con sus familias sino cuidando las nuestras.
Jesús también está en aquellos que recogen nuestra basura y que humildes y diligentes pasan en sus camiones, sin que siquiera notemos su presencia.
Nadie diga que Cristo no está en todos los supermercados, en aquellos que cansados, con miedo, pero tratando de tener buen humor y de no fallarnos, están reponiendo mercadería, están vigilando, están  ayudando o están en las cajas cobrando.

¿Como me dices que no lo ves, que no lo sientes?
- Mira, presta atención a esos vecinos que aún siendo pobres y carentes de riquezas, arman ollas populares para ayudar a aquellos hermanos nuestros que por cumplir cuarentena, han perdido sus ingresos y no tienen para cubrir sus necesidades básicas.
- Míralo también en aquellos que desde sus hogares fabrican tapabocas que luego serán donados a quienes lo necesiten, encuéntralo en los jóvenes que con total gratuidad hacen mandados y atienden a las personas mayores, que tienen aislamiento obligatorio.
- Míralo en todos los gestos particulares y redes de solidaridad, que todos los días nos enteramos por diversos medios que se llevan a cabo.
- Sabemos de personas que llaman todos los días a sus familiares, amigos, pero también a aquellos que están muy solos y cuya única compañía es esa voz en el teléfono.
Cristo anda en nuestras calles en las personas que cumplen los servicios esenciales, procurando que éstos no falten en nuestros hogares.
- Y lejos de las ciudades Jesús está encorvado sobre los surcos de la tierra: sembrando, cosechando, está cuidando el ganado, está cuidando  los tambos, los frutales, los campos, está en toda esa gente que pone todo su esfuerzo en procurarnos el sustento.
- El Cristo sufriente vino y está también en todos los medios de prensa y de comunicación que las 24 horas nos mantienen informados, entretenidos y acompañados, aún a riesgo de su propia salud y  bienestar.
- Está en nuestros gobernantes todos, que se han preocupado y ocupado sin darse tregua ni descanso, para tomar las medidas necesarias para frenar y combatir esta pandemia. No es fácil ni sencillo, anteponer la salud de la población a una situación económica ya frágil y endémica y sin embargo este gobierno lo hizo.
- Está el Señor también en la gran mayoría de la población que hemos tomado la decisión de realizar la cuarentena, porque hemos comprendido que solamente con la previsión y el aislamiento podremos hacer frente a este flagelo. Por eso “quedémonos en casa”.
Sólo así el sacrificio de todos aquellos que tienen que estar en el frente de batalla, no será en vano.

Nadie puede decir que Jesús no está en las calles presente, cuando en todas nuestras  Iglesias vacías de fieles, nuestros sacerdotes celebran la Santa Misa diariamente.
Y se ocupan de retransmitirla por radio, TV cable y aire y redes sociales.
- Nadie puede decir que Cristo no está amándonos cuando nuestro Cardenal y nuestros sacerdotes salen a los atrios, balcones y azoteas de sus templos a bendecirnos con el Santísimo.
- Nadie puede decir que el Señor no está en el mundo, cuando hay tantas y tantas personas rezando, sirviendo, amando…
- Y hoy cuando escucho a tanta gente que en el mundo a los suyos ha enterrado, siento que María nuestra Madre y Patrona, ha salido con su amor a consolarnos.
Y aunque a todos nos asuste la enfermedad y la muerte, Ella nos está diciendo: "Confíen en mi Hijo, Él ha vencido al mundo".
- Por eso, SÍ hay Semana Santa, aunque no podamos celebrarla juntos en los templos, porque Cristo está presente.
- Será sin imágenes, será sin procesiones, sin templos, pero Cristo saldrá a tu encuentro en los mil rostros anónimos de aquellos que están luchando y peleando para salir victoriosos de esta pandemia.
- El amor está presente, vence todos los obstáculos, porque Cristo vive con nosotros.
- El corazón no se encierra, la fe siempre se irradia y resplandece y esta será la Semana Santa más coherente y verdadera en años, porque está basada en la solidaridad, la gratuidad y el amor.

Melo, 31 de Marzo de 2020
Luz del Alba Da silva