Corría el año 1890. En los últimos días de abril, aparecieron en los muros de Montevideo unos carteles invitando a todos los obreros a encontrarse en determinado lugar el día primero de mayo. Ese día era feriado cívico en Uruguay, pero no por motivo del Día de los trabajadores: se celebraba la fiesta de San Felipe y Santiago, patronos de Montevideo.
En Uruguay y otros países, los obreros se encontraban por primera vez, un primero de mayo, para recordar a “los mártires de Chicago”.
Cuatro años antes, en los Estados Unidos, había habido grandes huelgas demandando la jornada de ocho horas. En algunos lugares, la tarea se extendía hasta 16 horas. En Chicago, uno de los grandes polos industriales, la huelga se prolongó y derivó en incidentes entre trabajadores y policías, con varios muertos. Tras un juicio muy irregular, ocho trabajadores fueron declarados culpables. Tres fueron encarcelados y cinco ejecutados en la horca.
A partir de allí, los movimientos sindicales en los distintos países comenzaron a marcar ese día como jornada de reivindicación de los derechos de los trabajadores.
En 1916 Uruguay estableció por ley el primero de mayo como “fiesta del trabajo” y tres años después como “día de los trabajadores”.
A lo largo de los años, la jornada se ha cargado de diferentes significados: celebración, reflexión, lucha; pero no deja de ser un momento para considerar la realidad del mundo del trabajo y de los hombres y mujeres que, con su esfuerzo, ganan su pan de cada día y, en el campo, la industria o los servicios, generan la riqueza de las naciones.
En el calendario de la Iglesia, el primero de mayo siguió siendo la fiesta de san Felipe y Santiago, hasta el año 1955, en que se trasladó al 3 de ese mes. El domingo primero de mayo de ese año, el Papa Pío XII, ante una peregrinación organizada por la Asociación Cristiana de Trabajadores Italianos, instituyó la fiesta litúrgica de San José Obrero.
Con esa decisión, la Iglesia quería expresar un reconocimiento al mundo del trabajo.
De hecho, la atención a la situación de los trabajadores había comenzado mucho antes, con la revolución industrial de fines del siglo XIX, en cuyo marco se dieron los trágicos acontecimientos de Chicago.
Fue el Papa León XIII quien puso su atención en el enorme cambio social que se estaba produciendo y, en 1891, escribió la encíclica Rerum Novarum, es decir, “de las cosas nuevas”, sobre la situación de los obreros. Con este documento se inició en la Iglesia una reflexión que hoy es conocida como “Doctrina social de la Iglesia”. Los sucesores de León XIII fueron desarrollando ese pensamiento, que tuvo en san Juan Pablo II un especial lugar, especialmente en su encíclica “Laborem Excercens”, sobre el trabajo humano, del año 1981. En su visita a Melo, en la que dirigió un mensaje al mundo del trabajo, el papa polaco hizo referencia a ese documento.
Los Obispos uruguayos, desde hace muchos años, suelen emitir un mensaje con motivo del día primero de mayo, a modo de reflexión y de saludo a todo el mundo del trabajo.
San José, obrero. ¿Cuál fue su oficio, que fue también el de Jesús? Para todo el mundo, Jesús era el hijo de José y María. En el evangelio de Mateo, en determinado momento, la gente se pregunta:
“¿No es éste el hijo del carpintero? (Mateo 13,55)y en el evangelio de Marcos, refiriéndose a Jesús:
“¿No es éste el carpintero?” (Marcos 6,3)Estas dos expresiones son todo lo que tenemos… pero dicen mucho más de lo que parece. La primera nos habla del oficio de José; la segunda nos informa que Jesús tenía el mismo oficio.
“Carpintero”, a nosotros nos hace pensar en un taller, herramientas, maderas, muebles en construcción o en reparación… sin embargo, en aquellos tiempos, la tarea era diferente.
La palabra griega que aparece en el evangelio para nombrar el oficio de José y, luego, de Jesús es tektón. Varios libros de la Biblia, al hablar de la construcción de grandes obras, como el templo de Jerusalén, suelen mencionar una dupla: por un lado, los hombres que trabajan la piedra (canteros, albañiles, constructores) y por otro lado los hombres de la madera: carpinteros.
El oficio de carpintero estaba asociado a la construcción, a todo lo que en la construcción de una casa u otro edificio empleara madera.
Es muy posible que José, que vivía con su familia en Nazaret, se desplazara a poblaciones vecinas donde hubiera trabajo. Y si Jesús, hasta sus treinta años, continuó en el oficio, como indica el evangelio de Marcos, también habría vivido ese ir y venir desde Nazaret hasta donde fuera necesaria su labor.
El trabajo tiene hoy mil expresiones. Estos tiempos de confinamiento han puesto en valor la posibilidad que tienen algunos de trabajar a distancia, desde su casa. No solo quien trabaja con una computadora; mucha gente está produciendo con sus manos artículos que puede vender, desde alimentos hasta mascarillas. También las tareas domésticas aparecieron con mayor relevancia… más tiempo adentro, más necesidad de atender detalles de la casa.
El trabajo, en todas sus formas, está llamado a ser participación en la obra creadora de Dios. El ser humano, creado “a imagen y semejanza” de Dios tiene la capacidad de crear. No a partir de la nada, claro; no como Dios, con su palabra creadora, sino a partir del trabajo.
Cuando Dios se hace hombre, es decir, cuando su Hijo, su Palabra eterna, se hace uno de nosotros, Jesucristo, el hijo de María, Dios trabaja con manos humanas. En Jesús, Dios conoce el esfuerzo y la fatiga. Trabaja como obrero, con sus manos, durante la mayor parte de su vida en la tierra. Participa de la obra creadora del Padre igual que cualquier criatura humana, dejando esa impronta de humanidad en cualquier cosa que hiciera.
Ya el Papa León XIII señalaba que
“cuando el hombre aplica su habilidad intelectual y sus fuerzas corporales a procurarse los bienes de la naturaleza”,es decir, cuando trabaja para ganarse el pan,
“su persona deja impresa una especie de huella” en el fruto de su esfuerzo.
Esa idea de la huella es lo que hace que el trabajo sea personal. Cada uno deja algo de sí mismo en lo que hace. Desarrollando esta idea, el papa Juan Pablo II decía que
“el fundamento para determinar el valor del trabajo humano no es en primer lugar el tipo de trabajo que se realiza, sino el hecho de que quien lo ejecuta es una persona”.Eso no quiere decir, aclaraba el papa, que no se pueda valorizar y cualificar de algún modo el trabajo de acuerdo con su importancia o su resultado; pero nunca hay que olvidar que quien trabaja es una persona, que tiene una dignidad y por eso merece siempre respeto.
Es que, además, el trabajo no es un fin en sí mismo. Volvemos a Juan Pablo II:
“la finalidad del trabajo, de cualquier trabajo realizado por el hombre —aunque fuera el trabajo «más corriente», más monótono en la escala del modo común de valorar, e incluso el que más margina— permanece siempre el hombre mismo”.
Amigas y amigos: mi saludo en este día a todos los hombres y mujeres que trabajan. Los confiamos a la protección de san José Obrero. Que el Señor los bendiga. Sigamos cuidándonos y hasta la próxima semana si Dios quiere.
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