jueves, 23 de abril de 2020

"Quédate con nosotros" (Lucas 24,13-35). III Domingo de Pascua.




Tal vez se haya podido dar más en este tiempo, pero, con pandemia o sin pandemia, todos hemos tenido alguna vez en la vida momentos de desánimo. Cuando hemos puesto muchas ilusiones y esperanzas en una relación o en un proyecto y, de golpe, todo se cae, nos parece que se acabó todo, que ya no podemos esperar nada, que no hay nada que hacer.
Si la decepción es profunda, nos deprimimos, nos sentimos como dentro de un pozo. Desde allí no vemos nada más. No vemos que, en torno a nosotros, siguen sucediendo cosas y la vida hace señales. Quedamos ciegos, encerrados en nuestro desengaño.

Algo así les sucedió a los discípulos después de la muerte de Jesús. A lo largo de tres años, tanto los que lo acompañaron todo el tiempo como quienes estuvieron al menos una vez con Él, habían construido muchas expectativas. No todos esperaban lo mismo de Él; no todos comprendían cuál era realmente su proyecto. Algunos tenían ciertas ambiciones; otros esperaban algunos cambios en la situación de su pueblo; otros querían tenerlo siempre consigo, como un consuelo y un apoyo, como alguien a quien recurrir en los momentos difíciles.

El evangelio de este domingo nos cuenta la historia de dos discípulos que se encuentran especialmente contrariados por lo que ha sucedido. San Lucas ubica el relato en el día mismo de la Resurrección de Jesús. Los dos discípulos van por el camino, hablando de todo lo sucedido. Jesús aparece por allí y se pone a caminar con ellos, pero ellos no lo reconocen. Están enceguecidos por su dolor: no ven alrededor de sí mismos. Jesús pregunta de qué venían conversando; ellos se asombran de que ese compañero de camino ignore lo que ha pasado y le cuentan:
«Lo referente a Jesús, el Nazareno, que fue un profeta poderoso en obras y en palabras delante de Dios y de todo el pueblo, y cómo nuestros sumos sacerdotes y nuestros jefes lo entregaron para ser condenado a muerte y lo crucificaron. Nosotros esperábamos que fuera él quien librara a Israel. Pero a todo esto ya van tres días que sucedieron estas cosas. Es verdad que algunas mujeres que están con nosotros nos han desconcertado: ellas fueron de madrugada al sepulcro y al no hallar el cuerpo de Jesús, volvieron diciendo que se les habían aparecido unos ángeles, asegurándoles que él está vivo. Algunos de los nuestros fueron al sepulcro y encontraron todo como las mujeres habían dicho. Pero a él no lo vieron.»

“Nosotros esperábamos que…” Esas tres palabras, dentro de este largo relato, resumen los sentimientos de los dos caminantes. No esperábamos esto. Esperábamos otra cosa. “Esperábamos que fuera él quien librara a Israel”. Su esperanza en Jesús estaba en su poder y en su influencia sobre el pueblo.
Muchas veces en los evangelios Jesús prohíbe que se diga que Él es el Mesías.
En una ocasión, huye porque quieren proclamarlo rey. La misión de Jesús se inscribe en la historia de la humanidad, pero va más allá del episodio particular que vive un pueblo. Su mensaje de liberación atraviesa los tiempos.

Jesús ha escuchado. Ahora les habla:
«¡Cómo les cuesta creer todo lo que anunciaron los profetas! ¿No era necesario que el Mesías soportara esos sufrimientos para entrar en su gloria?»
Y comenzando por Moisés y continuando con todos los profetas, les interpretó en todas las Escrituras lo que se refería a él.

Las palabras de Jesús van provocando un cambio en la mente de los caminantes. Comienzan a ver las cosas de otro modo; a verlas desde el Plan de Dios, es decir, desde un proyecto más grande que lo que ellos pudieran imaginar. Más tarde, ellos reconocerían lo que provocó en ellos la palabra de Jesús:
«¿No ardía acaso nuestro corazón, mientras nos hablaba en el camino y nos explicaba las Escrituras?»

En eso estaban, pues, cuando ocurre algo que va a dar un giro completo a su vida: llegan a Emaús y el compañero de camino da señas de que él seguirá andando.
Allí podría haber terminado todo: una amable despedida y, de nuevo, solos, los dos hombres discutirían sobre lo escuchado y tal vez, con un sabor agridulce, volverían a su decepción… pero, no: ellos toman una decisión y le dicen al viajero:
«Quédate con nosotros, porque ya es tarde y el día se acaba.»
Ese pedido es la respuesta a lo que les dice el corazón. Todavía no pueden separarse.
Mucho de lo que han vivido está comenzando a tomar sentido, pero algo falta.
Al pedirle al tercer caminante que se quede con ellos, se abren a lo inesperado, a lo que puede transformar totalmente su vida y su historia.
Y lo inesperado se produce. Lo que sigue no es una continuación de la charla del camino, no es la repetición de los argumentos ya escuchados, como si fuera necesario una especie de “machaque” -como decían los viejos maestros-, una repetición permanente de cosas para que por fin les entre en la cabeza. No. Los comentarios de la Escritura ya han sido suficientes. Ahora se necesita dar otro paso… pero ¿cuál? Lo que hace Jesús no podría ser más sencillo:
Y estando a la mesa, tomó el pan y pronunció la bendición; luego lo partió y se lo dio.
El gesto simple, cotidiano… bendecir el pan, partirlo, entregarlo, produce un efecto extraordinario:
Entonces los ojos de los discípulos se abrieron y lo reconocieron,
pero él había desaparecido de su vista.
El gesto de Jesús, el gesto que tantas veces sus discípulos habían presenciado, les revela su presencia. Es Él; ha resucitado. Ellos lo han visto: han caminado con Él; Él los ha escuchado, les ha hablado y ha compartido con ellos el pan. No hay ninguna duda. Ha resucitado.

Lo paradójico es que después de manifestarse, Jesús desaparece.
Jesús ya había desaparecido una vez, engullido por la muerte y el sepulcro. Esa primera desaparición agobia a los discípulos, que caminan llenos de pesar y decepción, alejándose de Jerusalén, del lugar de los hechos.
Ahora Jesús ha desaparecido de nuevo… pero no ha dejado una ausencia. Ellos lo sienten presente. Las Escrituras que se refieren a Él… el pan partido y compartido… y la comunidad. Completamente alivianados de su carga, los discípulos regresan a Jerusalén: regresan donde está la comunidad reunida. Allí presentan su testimonio y reciben el de los demás.

“¡Quédate con nosotros!” es la petición de esta hora… el Padre Pío, san Pío de Pietrelcina, un hombre que pasó duras pruebas y que vivió calamidades mundiales mucho más grandes que esta, lo pedía en primera persona:
“Quédate, Jesús, conmigo, pues es tarde y el día se acaba…
La vida pasa; la muerte, el juicio, la eternidad se acercan
y es necesario recuperar mis fuerzas para no demorarme en el camino, y para ello te necesito.
Ya es tarde y la muerte se acerca.
Temo la oscuridad, las tentaciones, la aridez, la cruz, los sufrimientos;
y te necesito mucho, Jesús mío.
En esta noche de exilio, en esta noche de la vida, en esta noche de peligros,
necesito mucho de ti.”

Amigas y amigos, Jesús no es un ausente… es una presencia que hace renacer la vida y la alegría, que levanta la esperanza, que nos fortalece en la hora de la prueba.
Gracias por su atención. Sigamos cuidándonos. Que el Señor los bendiga y hasta la próxima semana, si Dios quiere.

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